A su llegada a Arles en febrero de 1888, Vincent alquiló una habitación en el Hotel Restaurante Carrel; desavenencias con el dueño le obligaron a abandonar el alojamiento para instalarse en el café de la estación con la familia Ginoux, estableciendo con ellos una sincera amistad. En mayo alquiló un ala de la casa amarilla en la Place Lamartine con cuatro habitaciones. En este lugar pretende formar su ansiada comunidad de artistas del sur donde se compartieran gastos e ideas pero no será hasta septiembre cuando habite definitivamente en ella ya que el verano lo pasó en decorar las paredes ante la inminente llegada de Gauguin. Orgulloso de su casa, elaboró una serie de obras protagonizadas por su hogar ocupado por dos camas, mesa, sillas y escasos utensilios domésticos. En este soberbio dibujo, Vincent pone de manifiesto la seguridad y firmeza de su trazo, dominando las líneas al color mientras que en los lienzos ocurre lo contrario. Es una manera de equilibrar las dos facetas, especialmente utilizada por el holandés cuando no tiene pintura y quiere demostrar a sus amigos de París su evolución. La obra también titulada La casa de Vincent es una versión muy similar a este dibujo.
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En mayo de 1888 Van Gogh decidió alquilar cuatro habitaciones de una casa de dos pisos conocida como la Casa amarilla. Vincent en su especial interés por pintar sus cosas - sus botas, su habitación o su silla - nos muestra su hogar en el que convivirá con Gauguin durante tres escasos meses. Para hacerle la estancia más agradable decoró las paredes con Girasoles e instaló el gas; precisamente en esta imagen observamos la gran zanja que estaban abriendo los obreros desde la estación de ferrocarril. Su especial manera de contemplar y de plasmar los asuntos queda perfectamente recogida en este bella imagen donde los colores amarillos, azules y verdes se mezclan en alegre armonía. La luz será la otra gran preocupación de Vincent, creando zonas iluminadas - las fachadas de la zona derecha - y otras que quedan en sombra como las fachadas frontales. El estilo detallista pero sin preciosismo recuerda al arte naif e incluso a la pintura infantil. Quizá Van Gogh fuese en el fondo eso, un gran niño.
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Visitamos la casa de una adinerada familia griega del siglo V a.C. El acceso se realizaba a través de un pequeño pasillo que desembocaba en el gran patio central, verdadero corazón de la casa donde se situaba el altar para los sacrificios a los dioses familiares. Alrededor del patio se disponían las diferentes estancias. El dormitorio principal, al igual que el resto de las habitaciones, tenía muy pocos muebles: una cama y algunos taburetes y baúles. Tras franquear un pórtico de columnas entramos a la sala de estar donde podemos apreciar algunas ánforas y una mesa. Como las demás estancias, no tenía ventanas. El salón principal era la habitación más importante, donde el ciudadano charlaba y pasaba el rato con sus amigos. Los invitados se recostaban sobre unos lechos llamados kliné donde realizaban los banquetes, situándose ante ellos unas pequeñas mesas para tener a su alcance alimentos y bebidas. El suelo de este cuarto era de mármol y las paredes estaban pintadas en colores cálidos. A sus espaldas se encontraba la cocina, al aire libre para realizar el fuego.
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Independientemente del nivel de renta de su propietario, la casa japonesa guarda unas características comunes. En general, la vivienda es austera y en su interior hay muy pocos muebles. Las pertenencias tradicionalmente se guardaban en arcones, algunos de ellos con acabados de laca, que les daban un aspecto suave y fortalecían su resistencia. Los habitantes de la casa dormían sobre esteras rectangulares de paja llamadas tatami. Se sentaban en cojines circulares de paja y a veces descansaban los brazos en apoyos cóncavos. Las mesas eran bajas y ligeras. Incluso en las casas adineradas la iluminación era escasa, consistente en lámparas de resina, que daba una llama muy débil. También había linternas, en realidad tazones con aceite de ajonjolí y una mecha flotante de algodón. Los más pobres no tenían apenas iluminación, siendo sus muebles muy escasos. La nobleza habitaba en casas en medio de jardines y, en ocasiones, frente a un lago ornamental o junto a un arroyo, que aliviaba el sopor del verano. Los enormes techos, de corteza de pino o ciprés, refrescaban con su sombra los calores estivales. Sin embargo, durante el invierno tanto las casas de los ricos como las de los pobres eran muy incómodas. Las frágiles paredes exteriores hechas de persianas o bambú apenas impedían la entrada del viento, mientras que los biombos o cortinas usados como tabiques interiores no cortaban las corrientes. No existía ningún sistema de calefacción más allá de un brasero de carbón, aunque los más humildes podían arrimarse al fogón que calentaba sus chozas cuadradas. La naturaleza efímera de los edificios no ofrecía ninguna protección frente a los desastres naturales. Terremotos, tormentas o tsunamis acababan con numerosas viviendas. Lo mismo ocurría en caso de incendio, causados por braseros o linternas. Como precaución, los ricos tenían una bodega alejada de la mansión, hecha de piedra o arcilla, en donde guardaban sus objetos más valiosos. Los aldeanos también tomaban medidas, estableciendo casetas de vigilancia en las calles, así como bodegas no inflamables, tinas de agua y bombas de incendios.
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En los años noventa Cézanne se dedicará a pintar en los alrededores de Aix, en las cercanías del Château Noir, un edificio cuyo nombre se debía a su propietario, un comerciante de carbón. Las edificaciones que había en el camino hacia ese lugar también serán un motivo pictórico para el artista, en un momento en que parece retomar las líneas impresionistas identificativas de sus obras de la década de 1870. Así la luz y el color se adueñan de la composición pero se manifiestan importantes novedades como la ausencia de sombras y la iluminación arbitraria. Pequeños toques de color, aplicados en delgadas capas, cargan de vitalidad las diferentes texturas, acercándose en algunos momentos a la abstracción como podemos comprobar en las rocas que se sitúan ante las casas. Sin embargo, para evitar la pérdida formal, el maestro se interesa especialmente por los volúmenes de las edificaciones o la montaña del fondo, definidos sus contornos por una silueta oscura. El resultado es una obra de gran impacto visual que recuerda a los trabajos de Van Gogh.
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De la casa musulmana, en general, cabe reseñar cinco cuestiones; la primera es el anonimato y estanqueidad de la casa a la calle, acentuado con el recodo que, como mínimo, separó la puerta de la primera estancia vividera, cosa que se conseguía con un zaguán. El núcleo de la casa era el patio, cuadrado o rectangular, pero siempre pequeño, en el que solía existir un pozo y tal vez un emparrado; sus galerías, que rara vez pasaban de dos, daban entrada a otras tantas salas y a la cocina, despensa y letrina, y tal vez, a una escalerilla, siempre muy pina y estrecha. El tercer rasgo consistía en la radical separación entre los hombres y las mujeres, que ocupaban partes distintas de la casa: los primeros usaban la zona representativa próxima a la entrada, mientras ellas vivían en la parte trasera o en los altos (denomina harén, de haram, en el sentido de sagrado o prohibido). La cuarta es la casi total ausencia de muebles, reducidos a alacenas, esteras, cojines, arcas y tarimas con colchones para ser usadas como camas, por lo que la misma habitación sirvió para la vida diurna y para dormir, pues bastaba con correr unas cortinas, las que separaban las tarimas del resto de la sala. Los ejemplos más viejos que se conocen son los de Samarra, cuya organización resumimos siguiendo a Herzfeld, siendo innecesario advertir que, por su extensión, debían ser de cortesanos: una entrada cubierta conducía desde la calle o callejón a un espacioso patio cuadrado, en cuyo fondo se sitúa la pieza principal, en forma de T invertida, con otras salitas en los rincones; cuando esta ordenación se repite debe pensarse en zonas de invierno y verano, estando ocupado el resto de los flancos del patio por otras estancias; en muchas casas había patios menores, baños y pozos, e incluso alguna habitación para hacer el café y un sirdab; eran por lo general extensas, ya que sus varias decenas de habitaciones se desarrollaban en una sola planta. Los techos eran planos y los huecos adintelados, poseyendo la mayoría de las habitaciones un zócalo y el enmarque de ventanas y tacas decoradas con aplacados de yeso. Las ventanas iban acristaladas con grandes lentes de vidrio coloreado. Las casas posteriores siguen de lejos este esquema, destacando por sus características las fatimíes de Fustat, ya que a partir de unos solares de figuras complicadísimas, centraron un patio de perfecta traza rectangular, al que abren un buen número de piezas cuyo rigor geométrico se va viciando a medida que se acercan a las medianeras; destaca la pieza principal, a eje del patio con una fuentecilla en el centro. Las novedades más recientes son las casas almohades de Siyasa (Cieza, Murcia), de las que es posible precisar con exactitud casi todo, ya que se conservan virtualmente completas. Desde la calle, o el callejón particular de acceso, la puerta, dotada de arco de herradura como la mayoría de las de la casa, daba paso a un zaguán apaisado, por uno de cuyos costados se accedía al patio, y eventualmente a alguna dependencia menor, ya fuese el establo, que siempre estaba cerca del acceso si la casa no tenía entrada trasera, la imprescindible letrina, que en otros casos estaba al fondo del solar y, a veces, una despensa. Antes de seguir adelante debemos señalar que estas casas carecían de ventanas casi por completo, pues se iluminaban y ventilaban por el patio, cuyas puertas llevaban encima dos huecos con dobles celosías para ventilar las habitaciones cuando las hojas de la puerta permanecían cerradas. El patio siguió la tradición de los más pequeños de Madinat al-Zahra, es decir, con un rehundido cuadrado o rectangular en el centro que, por ser terrizo, debía estar sembrado. Si la casa era grande puede que el patio tuviese una galería cuyos andenes abrían cuatro tandas de habitaciones de las que la principal era un salón largo, en cuyos extremos existían alcobas, es decir, zonas para instalar las tarimas de las camas; en las casas mayores podía existir un salón para verano y otro para invierno. Con ser todos estos datos de la mayor importancia, lo más interesante es que estas casas estaban bastante decoradas y con gran clase. Antes de pasar a otras etapas, recordemos que las plantas altas servían como almacenes, configurando pintorescos altillos, denominados algorfas; en algunas zonas del Islam, son elementos formales muy decisivos, ya que, ubicados en plantas altas de viviendas y con acceso desde la calle, y fortificados, forman pintorescos conjuntos, llamados ksar entre los beréberes. La casa de época nasrí era la mejor analizada hasta el descubrimiento de Siyasa, pues se conocen unas treinta que en poco difieren de las que acabamos de reseñar, salvo una mayor riqueza en sus pavimentos y una cierta regularidad en la traza de sus muros, que son los únicos elementos conservados, salvo en una casita, de dos plantas y organizada de manera anómala, junto a la Torre de las Damas de la Alhambra, ya que forma una L al borde de la muralla y monta sobre una de las torres. Para finalizar debemos hacer alguna referencia a la casa turca que, con la yemení, no sólo se ha desarrollado mucho en altura (hasta ocho plantas, como en la mejor época abbasí) y aparecen aisladas, sino que, en sus plantas más altas, se muestra extrovertida, gracias a balcones, galerías y miradores, siempre de aspecto precario y pintoresco; aparece dividida en los dos sectores tradicionales de todo el Islam, llamados aquí el selamlik (de los hombres) y el serrallo, lo que condujo en algunas regiones a plantas simétricas. El papel del inexistente patio, como elemento de relación, está desempeñado por el sofa, zona común que conecta todas las habitaciones de cada planta y contiene la escalera; la pieza más importante es una gran sala de la planta baja, cuya extensión amplían los voladizos, y que contiene la chimenea, y una compleja organización, también la madera, en la que se aloja la puerta de acceso, varias tacas y alacenas y a veces la misma chimenea; el resto de los paramentos están ocupados por un diván continuo, es decir, una tarima con almohadones, apoyados contra las numerosísimas ventanas de la pieza, que llevan las oportunas celosías; no faltan unos huecos altos para ventilación.
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La casa musulmana refleja el carácter íntimo de la vida familiar. Las prescripciones islámicas sobre la reclusión de las mujeres y el papel central de la familia hacen de la casa un espacio cerrado al exterior. Volcada hacia el interior, los muros, totalmente blancos, son sobrios y apenas tienen adornos. Sólo puertas y ventanas rompen la desnudez de la fachada y ofrecen alguna concesión ornamental. Si las ventanas están a ras de suelo, suelen ser pequeñas y están a bastante altura como para dificultar las miradas indiscretas. Las celosías de madera, que cubren ventanas y balcones, permiten ver la calle desde el interior, pero lo ocultan a las miradas indiscretas. Son también entradas de aire fresco. Buena parte de la vida familiar sucede en las terrazas, donde se ponen las ropas y los alimentos a secar o se recoge el agua de lluvia. Las casas de las familias más pudientes estaban organizadas en torno a un patio central, generalmente de forma rectangular. Si era posible, un pozo servía de fuente de agua fresca. A los cuatro lados del patio se abren arcadas, que dan acceso a las salas, alcobas o dependencias. Es este el espacio femenino, conocido como harim, espacio sagrado prohibido a los varones de fuera de la familia. Una habitación, la más espaciosa y mejor amueblada, sirve de lugar de reunión para los hombres. Es también la habitación más exterior, cercana a la entrada, pues así se dificulta el contacto de los visitantes con las mujeres de la casa. En ella, los hombres del vecindario toman una infusión mientras discuten sobre los más variados asuntos.
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Llamada también domus itálica, como hoy la vemos en tantos ejemplos de Pompeya y Herculano, es fruto del desarrollo de la cabaña primitiva. Su centro es el atrio; en él pervive la cabaña originaria. En ésta los antiguos latinos dormían, comían, descansaban, sacrificaban a los dioses, conservaban el fuego y el agua, aderezaban sus viandas. Frente a la puerta se hallaba el tálamo, el torus genialis, y a su lado, aquí la mensa de las comidas; allí, el hogar perpetuo del que salía el humo por la puerta o por la abertura del techo. El atrio romano, atrium tuscanicurn, sin columnas en su forma prístina, es el resultado directo de la tuscanización de la cabaña. Al igual que ésta, el atrio rectangular tiene una abertura en el centro del tejado, el compluvium. El agujero que servía al principio para dar salida al humo se utilizó más tarde para dar a la casa, luz, aire y agua, el agua de la lluvia que discurría por las cuatro vertientes del techo inclinadas hacia dentro y se recogía en el impluvium, la taza rectangular rehundida en el centro de la solería del atrio. Junto al impluvium se encuentra a menudo un puteal, el brocal de un pozo que recordaba al antiguo recipiente del agua doméstica, y junto a él, el cartibulum, la mesa de mármol en que se comía. El tipo más sencillo de atrio, el tuscánico, caracterizado según Vitrubio por la falta de columnas (y así se puede constatar en casas pompeyanas como la de Menandro y la del Cirujano) tenía el compluvium del tejado enmarcado por cuatro vigas que se cruzaban en ángulo recto. Con el tiempo se hizo frecuente el uso de cuatro columnas en los ángulos del compluvium para reforzar aquellas vigas, de donde nació el atrium tetrastilum, e incluso el de seis columnas llamado corinthium. Aunque no se haya podido reconstruir ningún ejemplo, la falta de impluvium en algunos atria permite considerar que éstos pertenecían a una variedad que Vitrubio denomina atrium testudinatum, cubierto de tejados que vertían hacia el exterior y se iluminaban por ventanas. Se perdía con ello la intimidad y la suavidad, la luz de iglesia, tan agradable, de los atrios compluviados, pero el gusto y las necesidades del dueño podían aconsejarle prescindir de aquella calidad estética. Al fondo del atrio, y como habitación principal de la casa, se encontraba el salón, el tablinum, que en algún caso, como la Casa de Salustio, en Pompeya, tenía en la pared del fondo una ventana ancha que daba al hortus, el huerto trasero. Se pasaba a éste por un pasillo o por una de las habitaciones fronteras, una de ellas triclinio, la otra cocina. Los lados del atrio estaban ocupados por los dormitorios (cubicula), carentes de ventanas y sin más abertura que la de la puerta. Detrás de ellos, el atrio se ensanchaba en dos alae hasta las paredes de uno y otro lado de la casa, dejando exento y visible el tablinum y las estancias anejas al mismo. La puerta de la calle (ostium), precedida a veces de un vestibulum (versión urbana de la cuadra que ocupaba aquella zona de la domus en las casas labriegas, y se llamaba stabulum), daba acceso al zaguán del atrio como embocadura (fauces) del mismo. El atrio era así el centro de la antigua domus; en él se desenvolvía casi toda la vida diaria, especialmente la de las mujeres, ocupadas de las faenas caseras. El hecho de que un personaje como Augusto tuviera a gala no vestir prenda alguna que no estuviera hecha enteramente en su casa, y por su mujer, revela la fuerza casi supersticiosa de aquella tradición. Aun respetando la parte antigua de la casa, las nuevas necesidades y el afán de comodidad impusieron la ampliación del esquema tradicional, manifiesto ya a finales del siglo II a. C.: el modesto hortus de la parte trasera se convierte en centro de un segundo ámbito, rodeado de un pórtico o peristilo al que se suman nuevas habitaciones. No sólo el nombre de peristilo, sino otros varios de esta parte de la casa, el andron, como se llama el pasillo de comunicación del peristilo con el atrio, el oecus, el comedor de gala, la exedra, el gran salón, delatan el origen griego de los añadidos. Alguna casa de las más antiguas, como la del Fauno, de Pompeya, tiene dos atrios o incluso más, bien por haber reunido en una varias domus anteriores, bien por haberse construido así expresamente, una para la familia íntima del dueño y otra para los miembros de la servidumbre. El gusto de los propietarios y la fantasía de los arquitectos hacían que difícilmente se encontrasen dos casas iguales en una misma población. Muchas de ellas tenían dos o más tiendas, abiertas a la calle, a los lados de la puerta de entrada: las tabernae de pequeños comercios y establecimientos públicos. Si dentro de la variedad puede buscarse un principio rector, cabe encontrarlo en la axialidad y en la simetría bilateral que son tan perceptibles en las plantas como en los alzados y que inspiran la tendencia a la composición tripartita que se puede apreciar en la arquitectura y en las artes plásticas de tradición romana.