En el Museo Ruso de Leningrado, hay un pequeño cuadro firmado por el pintor Arjip Kuindzhi (1842-1910) que se titula Mediodía. Manada en la estepa. Bajo un cielo intenso y nuboso, un rebaño se pierde entre un herbazal dorado e inacabable. Y en su pequeño tamaño, sin saberlo, A. Kuindzhi recogió todo el mundo de los antiguos moradores de las llanuras rusas: la tierra, los altos herbazales, los animales, el inmenso horizonte y la bóveda del cielo. Eso en una tarde de agosto, tórrida y seca, porque eso era la estepa. Muchos siglos atrás, desde las orillas del Dnieper hasta los confines de China, existía un mundo de geografía semejante, formas de vida parejas y creencias muy próximas. En parte al menos, eso es lo que hace que entre los objetos de las tumbas del Kuban, no pocos del Tesoro de Ziwiye y la mayoría de los hallados en los ajuares de los túmulos de Pazyrik, exista un hilo continuo y fraterno por encima de las distancias de tiempo y lugar. Aunque los antepasados euroasiáticos de los escitas, los de la cultura de Andronovo por ejemplo, tenían un arte propio de sedentarios con decoración geométrica sobre cerámica y hueso, como dice R. N. Frye, cada vez resulta más evidente que en la primera mitad del I milenio, entre la Transcaucasia y el Irán había mucho en común. La pertenencia mutua al tronco iranio podía haber favorecido la transmisión de muchas ideas y, probablemente, cuando los cimerios y los escitas cruzaron el Cáucaso entre ellos había comenzado ya el rudo arte animalístico que maduraría tras su azarosa estancia en el Irán. Porque el verdadero arte escita nació, según T. Sulimirski, en la segunda mitad del siglo VII, para servir las necesidades de sus príncipes. Considera además que ciertos objetos de la tumba de Ziwiye son los que marcan el comienzo del arte escita, cosa que no sería imposible si tenemos en cuenta que las tumbas principescas al otro lado del Cáucaso y el Asia Central, corresponden a escitas más tardíos, posteriores en todo caso a la expulsión de los escitas del Irán medo-persa y contemporáneos, en líneas generales, con el imperio aqueménida. Antes y después de esa barrera cronológica, los condicionantes externos e internos del artista escita eran los mismos. Pero después de la aventura irania, la forma de expresarse mejoró y se enriqueció sensiblemente, si bien dentro de una estética que sólo a la estepa pertenece. Dioses fuertes y de expresión violenta, como la espada y la flecha. Un campeón de los ganados -que no es sino un Mithra- y unos ritos sacrificiales con ofrenda de caballos o prisioneros degollados -al dios de la guerra- o estrangulados -a los demás dioses- nos hablan con claridad de la aspereza de sus costumbres. Pero incluso estos salvajes guerreros estimaban las cosas bellas. El oro, la madera, el cuero; y ellos mismos decoraban muchos de sus objetos. Como dice G. Charrière, es cierto que los escitas tuvieron a su servicio y con frecuencia, artesanos extranjeros, porque sólo así podrían explicarse los vasos de Kul Oba. Pero incluso así, la labor de los herreros escitas estaba presente, ya que sólo un escita pudo fundir y decorar la vaina de la espada de Litoï. Según G. Charrière, el descubrimiento de una aglomeración exclusivamente artesanal en la región del Dnieper, probaría en cierto modo la inexistencia de artesanos en el mundo escita. Pero eso tal vez sólo prueba lo que es, que había una aglomeración de artesanos. Porque el herrero, el forjador, lejos de ser un personaje inferior, estaba revestido de una cierta magia ligada al chamanismo. Ya lo señaló Mircea Eliade, destacando la importancia del herrero divino entre los arios y el lazo íntimo que une al arte del herrero, las ciencias ocultas y al arte de la canción. ¿Cómo no evocar aquí -sin pretender por eso una mistificación, sino tan sólo una imagen-, a Siegfried en la fragua, reparando a Nothung y entonando la canción de la espada? En las estepas escíticas, el nómada no evita al herrero, porque el herrero habita con él. Siglos después, Gengis Khan sería llamado el Herrero. Y él fue el primero del imperio nómada más grande de la historia. Dice R. N. Frye que el origen del estilo animalístico en bronce y otros metales es objeto de controversia. Y dice bien, porque confluyen en él mundos distintos pero, en su materialización, hay algo que sólo puede haber nacido del universo mágico de la estepa. Se ha escrito que la orfebrería es un arte bárbaro por excelencia. Pero acaso se dice porque se trata de lo que mejor ha llegado hasta nosotros. Pues más que el vehículo -oro, madera, bronce, fieltro, hueso, lana-, lo que importa es el mensaje del artista de la estepa. Y ese mensaje, el de los escitas, es un mensaje de fuerza, de guerreros, de victoria sobre el débil. Recuerda G. Charrière que el arte animalístico de los escitas no suele representar a los animales que comían -puesto que no es un arte ligado a la caza propiciatoria-, sino que utiliza un bestiario fantástico, de agregados insólitos, como los grifos siempre victoriosos, o animales de victoria como lobos, felinos, íbices, águilas. Pues el artista escita exalta plásticamente al animal vencedor -dice el mismo G. Charrière-, porque es expresión de su misma imagen del mundo, pero ¿qué lugar ocuparía entonces el ciervo y el arce? En las estepas al norte del Asia Central, el ciervo representa el totem tribal de los sakkas, acaso por su nobleza, su fuerza y su capacidad para salir victorioso del ataque de las fieras. Pese a las influencias iranias, griegas e incluso chinas o de pueblos remotos y sin nombre, el artista escita supo desarrollar una estética de lenguajes peculiares. Y entre los siglos VII y III a. C. por lo menos, todo el arte de la estepa mantuvo en su aventura material unos parámetros muy cercanos. El arte inconfundible de la caballería nómada.
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Al final de la Edad Oscura, las divinidades objeto de culto son sustancialmente las mismas que lo eran en el mundo micénico, de lo que puede desprenderse de los datos procedentes de las tablillas. Por otra parte, comunidades dorias y no dorias comparten las mismas divinidades dotadas de los mismos atributos. Más complicado resulta acercarse al problema desde el punto de vista arqueológico, pues los centros religiosos que reciben ofrendas desde el siglo XI y, más abundantemente, desde el X y el IX, si en unos casos, como el de la Acrópolis de Atenas, representan la continuidad de un centro de culto micénico, en otros parece establecerse en anteriores asentamientos de población, generalmente de carácter modesto, como podría ser el caso de lugares posteriormente tan importantes como Olimpia y Delfos. Los lugares micénicos, por el hecho de serlo, adquieren un nuevo prestigio que los hace utilizables para el culto de la religión tradicional, reconstituida a través de un proceso de utilización de mitos pasados y materiales revalorados ideológicamente. La nueva cultura se define en el uso del pasado. Lo mismo ocurre en la definición de los dorios como entidad cultural, donde se utiliza la tradición anterior referente a los Heráclidas descendientes del héroe aqueo, pero integrados en la nueva población a través de Eginio como padre adoptivo de Hilo, hijo de Heracles y Deyanira. Según Heródoto, V, 72, el rey Cleómenes de Esparta se declaró aqueo cuando quiso entrar en el templo de la diosa Atenea, en la Acrópolis de Atenas, y la sacerdotisa trató de impedírselo por ser dorio. Los reyes espartanos se consideraban descendientes directos de los Heráclidas, lo que servia de base, según Mazzarino, para alimentar la ambigüedad entre los dos aspectos que se hallaban mezclados en quienes habían adoptado ese nombre. El origen era doble y la definición llegaba a constituir un fenómeno eminentemente cultural, cuyas bases étnicas quedan integradas en un proceso histórico complejo. El agrupamiento en torno a las comunidades tribales resultaba así el factor más estable en el momento de definir las marcas de personalidad del grupo dorio. Sin embargo, si la identidad doria tiene sentido en este campo y en el lingüístico, en el aspecto religioso y cultural, así como en la renovación de formas de combate, ahora más móviles, y en las formaciones sociales y económicas, los rasgos comunes resultan predominantes para definir el momento histórico. El problema dorio se integra, por tanto, en un conjunto más amplio donde cobra un nuevo sentido al adoptar una posición determinada en la totalidad.
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La cuna del movimiento almorávide fue el extremo occidental del norte de África, al sur del actual Marruecos, y en su vertiente atlántica, en la desembocadura del río Senegal aproximadamente; por el este, se extendía hasta la actual Argelia. Surgió entre los miembros del grupo tribal de los Sinhaya, que se repartía la influencia en la zona con los Masmuda, principalmente, y con los Zanata. La islamización del extremo Noroeste de África, o al-Magrib al-Aqsa, la llevaron a cabo, a mediados del siglo VIII, las oleadas musulmanas que más tarde penetraron en la Península Ibérica, y siguió un proceso lento y desigual que introdujo la nueva religión con sus tres sectas principales: la sunní u ortodoxa, la si'í, partidaria de Alí, yerno del Profeta Mahoma, y la jariyí, cuyos adeptos se apartaron de las dos mencionadas. Como los almorávides siguieron la escuela sunní, en este trabajo sólo se hará referencia a esta doctrina que se fundamenta en tres pilares: al-Corán, la Sunna o tradición del Profeta Mahoma transmitida por los Hadices (relatos de todas las opiniones y actuaciones del Profeta y de sus compañeros), y el Ichma o consenso universal entre los musulmanes.La interpretación de estas fuentes doctrinales dio lugar al desarrollo de varias escuelas religiosas que, sin discrepar sobre los principios dogmáticos, sí se diferencian en los aspectos rituales y legales; de estas escuelas o madahib, cuatro son las más extendidas: la del Imam as-Safií, la del Imam Malik ibn Anas, la del Imam Abu Hanifa y la del Imam Ahmad ibn Hanbal. Cada una tuvo arraigo en algunas áreas del mundo islámico. La del Imam medinense Malik ibn Anas se implantó parcialmente en Egipto y sobre todo en Ifriqiya (actual Túnez), donde un grupo relevante de alfaquíes -a la cabeza del cual destacó el Imam Sahnun (m. 854) con su obra al-Mudawwana- mantuvo siempre la llama del malikismo encendida en sus centros de enseñanza, preparando a decenas de discípulos que la introdujeron en todo el Oeste y el Sur de África; al-Andalus siguió también la escuela malikí que fue el rito oficial desde la época de Hisam I; entre sus primeros imames destaca Yahya ibn Yahia al-Layti (m. 848).
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Las raíces profundas del pensamiento ilustrado se encuentran en la Grecia clásica, cuyos filósofos descubren al hombre y su capacidad intelectual, encuentran regularidad en una naturaleza que dicen regida por una mente razonable. Sus antecedentes inmediatos, y más importantes, están, como hemos dicho antes, en el siglo XVII y en ese tránsito de una centuria a otra es cuando se vive el debate entre las antiguas ideas en crisis y las nuevas que comienzan a configurarse, dejando constituido el núcleo esencial de las ideas ilustradas. Naturaleza, razón, progreso son tres temas característicos y recurrentes en las obras del período. La Naturaleza es la gran rehabilitada, convirtiéndose en el principio normativo de todas las cosas y en el modelo a imitar. El retorno a ella se hace objetivo prioritario expuesto de todas las formas posibles: literaria, con crudeza moral -Diderot-, o idealizadamente -Rousseau-. Más ¿qué se entiende por naturaleza? La idea en el siglo XVIII engloba conceptos distintos, sin excluir el de estado idílico opuesto a aquel en que vive el hombre, por lo que puede ser utilizada como instrumento de crítica social. Aunque la caracterización que más se ha divulgado de ella, la roussoniana de perfectamente buena, fuese discutible en su momento, en lo que sí están de acuerdo todos los filósofos es en considerarla poderosa, ordenada y conforme en todo con la Razón. Por eso llega a sustituir a Dios; por eso se va a hablar de una igualdad, una libertad, un derecho, una religión y una moral naturales. La ley de la Naturaleza no nos dice otra cosa que, en palabras del alemán Wolff: "haz lo que os haga a ti y a tu estado más perfectos; evita lo que os haga más imperfectos". De ahí que aquélla sea, también, sinónimo de felicidad, de una felicidad que, rompiendo con el sentimiento trágico anterior, se puede conseguir sobre la tierra. Se ha dicho que el espíritu del Setecientos es racionalista por esencia y empirista por transacción. En efecto, la Razón es el gran tema ilustrado y la nueva diosa a que adorar. Había entrado en juego de forma agresiva en la centuria anterior con Descartes que la consideraba el único medio certero de conocer. En el siglo XVIII va a ser fundamentalmente critica. No atenta a tradición ni autoridades, somete todas las cosas a su examen para establecer principios claros y verdaderos de los que sacar conclusiones claras y verdaderas con las que terminar con los errores e iniciar una nueva vida. Ella es la única que puede resolver todos los problemas y la fe en sus fuerzas excepcionales es uno de los pilares básicos de la mentalidad del período. El proceso dignificador de la razón culmina en Kant que la convierte en la facultad más elevada del espíritu e invirtiendo su significado con el del entendimiento, la hace el medio de formar las ideas metafísicas del mundo, el alma y Dios. También será el único instrumento que permita al hombre abandonar su minoría, de edad y alcanzar la plenitud que supone la edad de la razón en la que puede andar por sí mismo. En cuanto a la idea de Progreso, referida a la especie humana, plasma el optimismo de la Ilustración tanto como su elevada concepción de aquélla. Su origen está en esa nueva dimensión que da Locke a las posibilidades del hombre cuando niega lo innato y lo hace fruto de las circunstancias que le rodean. La mejora de éstas redundará, por tanto, en la de aquél, al que se cree capaz de aprender, cambiar y mejorar; en una palabra, de caminar hacia su perfección. Ningún vehículo mejor para ello que la educación, que adquiere una importancia hasta ahora desconocida. En un terreno más, los ilustrados rompen con la visión pesimista de la especie que tienen clásicos y cristianos. Para la mayor parte de los filósofos esta fe ciega en el progreso tiene un sentido ético, considerándolo el camino para hacer a la humanidad mejor y más dichosa, aunque no falta la dirección materialista -Condorcet- que lo entiende sólo como progreso técnico, adelantando el positivismo del siglo XIX. Uno de los aspectos centrales del movimiento ilustrado fue la investigación de una ciencia del hombre. El siglo XVII había roto con la concepción renacentista del hombre como ser perfecto creado a imagen y semejanza de un Dios cristiano. El paso siguiente había de ser descubrir de nuevo su naturaleza utilizando el método científico. El movimiento parte de Locke, cuyas teorías psicológicas hacen todas nuestras ideas fruto de la sensación, y culmina en Helvètius, para quien el hombre puede reducirse a sensación; su carácter no es innato, sino fruto de la experiencia propia, la educación recibida y el medio social que lo envuelve. Este hombre, artífice de sí mismo, se convierte en el centro de todo, en el punto de referencia obligado para todo, incluida una nueva moral pues la antigua ha dejado de tener validez al negarse las enseñanzas teológicas y el innatismo. Conforme con el espíritu de la época, habrá de ser demostrable y basarse en principios igualmente demostrables: las sensaciones. Las ideas de lo bueno y lo malo, en consecuencia, se establecen en relación con el placer o el dolor que causen al hombre, lo que conduce a desarrollar un pensamiento hedonista cuya única norma es obedecer a las pasiones. Él servirá para reorientar los principios morales hacia la búsqueda de la felicidad y la utilidad individual aquí en la tierra, única dimensión que importa de la vida humana. Ahora bien, aunque numerosos escritores alaban las pasiones, llegando hasta el extremo de hallar algo bueno en los vicios, no todos están preparados para convertir el placer en código moral, por ello hacen de la razón -la mayoría-, o de la experiencia de la necesidad del otro, sendos frenos al mal comportamiento. Además, casi todos creen en una secreta armonía entre los intereses particulares y el bien común fruto de un indefinido espíritu natural de bienfaisance, de humanitarismo que existe en el hombre. Así nacen, paradójicamente, de un pensamiento egoísta las ideas de Humanidad y Humanitarismo como valores supremos. Quedaba, pese a todo, una pregunta: si el hombre no encuentra en sí mismo un incentivo a la conducta ética, ¿es posible hallar una fuente externa que lo obligue? Los cristianos tenían la suya, para los pensadores científicos la respuesta era más difícil. Ya en el siglo XVII Hobbes habló de las obligaciones nacidas de la formación del Estado. Sus sucesores lo hicieron de un código basado en el bienestar de la mayoría. Para Helvètius sólo las buenas leyes pueden formar hombres virtuosos. En cuanto a las teorías sobre el origen del hombre, el siglo XVIII fue fundamentalmente creacionista, acentuando su semejanza con Dios, aunque no faltan voces evolucionistas que lo hacen derivar de algunos vegetales o de animales (el orangután). La aplicación de los métodos científicos y racionalistas al análisis del campo social da como resultado un pensamiento que, obviamente, muestra gran diversidad. En el Imperio aparece influido por la Escuela de Derecho Natural, que también tiene cultivadores en Nápoles, Génova, Dinamarca y Francia. Su mayor significado lo alcanza en el terreno de las relaciones internacionales, mientras en otros ámbitos los cambios reales socavan sus ideas. Sólo en algunos casos, como el del jurista suizo Burlamaqui (1694-1748), sus postulados influyeron posteriormente. En Inglaterra y Francia el pensamiento político avanza hacia el utilitarismo. En aquélla, no progresa mucho desde Locke, siendo lo más significativo la propuesta de Hume de obediencia al gobierno para evitar la desintegración social. Los ilustrados franceses, por su parte, mezclan los postulados anticlericales con ideas moderadas, cuando no, conservadoras. Montesquieu, autor de la única obra política, pide más participación de la nobleza en el gobierno; Voltaire, portavoz de los intereses burgueses, defiende los poderes del rey frente a los parlamentos. Ninguno tiene duda sobre la validez de la Monarquía en tanto que forma de gobierno, poniendo gran cuidado de separarla del despotismo; ninguno, tampoco, como el resto de sus coetáneos, era demócrata. Las ideas igualitarias se refugian aún en utopías situadas, por lo general, en lejanas y exóticas tierras; sin embargo, la acusación de despotismo unida a la debilidad de los fundamentos sociales religiosos eran ya en sí bastantes peligrosos para una Monarquía de origen divino y, por otra parte, las redifiniciones realizadas contenían posibilidades radicales que van a expresarse en la segunda mitad de siglo. Ya en 1762 aparece un nuevo tipo de libro político: El contrato social, de Rousseau, cuya petición dé democracia política conduce a demandar una relativa igualdad económica como condición sine qua non para realizar aquélla. Siguiendo en esta línea, una serie de autores va más allá: Morelly acusa a la propiedad de engendrar todos los crímenes; el abad Mably (1709-1785) demanda mayor uniformidad en el reparto de la riqueza y las condiciones sociales de los individuos, y Babeuf (1760-1797) intenta asegurar la igualdad natural organizando una revolución dentro de otra. Estrechamente vinculada a la idea de progreso y utilidad social, la educación es para los ilustrados, ante todo, el modo de desarrollar las capacidades y conocimiento del hombre a fin de que actúe sobre su medio ambiente transformándolo. De ahí que, por vez primera en la historia, se reivindique la extensión de sus beneficios a los más amplios sectores de población, incluida la mujer, si bien la noción de la enseñanza como un derecho de los ciudadanos es aún escasa. De ahí también que la educación haya de ser racional y compatible con los proyectos, o si se quiere, cometidos, de sus receptores, lo que viene a introducir diferencias, sobre todo, en razón del grupo social al que se pertenece y del sexo. Así, la preparación educativa en los estratos superiores habrá de ser más rica en contenidos culturales que la de las clases trabajadoras, orientada esencialmente hacia la capacitación manual; dentro de un mismo nivel, los distintos papeles sociales asignados a hombres y mujeres, fundamentados en teóricas cualidades físico-psíquicas diferenciales que hacen a aquéllas más débiles, determinan una reducción de los contenidos intelectuales ofrecidos por la enseñanza femenina. Reducción que en el caso de las que pertenecen a las capas humildes alcanza hasta los mínimos rudimentos de lectura y escritura, sólo asequibles si se piden expresamente. También en este ámbito Rousseau marca un hito con su novela El Emilio (1762), generadora de numerosas críticas por parte de ilustrados, calvinistas, católicos y gobernantes. El ginebrino traslada, por vez primera, los intereses educativos del maestro al niño, cuya educación debe basarse en tres fuentes la naturaleza, las cosas y las personas- y tener tres fases. La primera, hasta los doce años, corresponde a su instrucción física y sensorial a través de la experiencia. Durante la segunda, a partir de la pubertad, alimentará su razón, desarrollará su inteligencia, participará en la sociedad y se dotará de principios morales. La tercera, coincidente con la madurez, será el momento de elegir compañera, que ha de estar educada de forma similar pero diferente y para la que debe de ejercer como preceptor si desea profundizar sus saberes. Al final del siglo XVIII, Kant intenta dar coherencia filosófica a tales ideas, asignando a la educación la función de hacer que el niño encuentre en él mismo la ley que dirija su vida y que asuma con consciencia y libertad las normas restrictivas existentes. Las dificultades prácticas de tales supuestos no escapan ni siquiera al propio autor, que respecto al sistema de enseñanza, en lugar de defender como Rousseau la instrucción particular, aboga por una escuela pública con procedimientos científicos y dirigida por expertos. En la realización de sus planes educativos, los ilustrados utilizarán todos los medios a su alcance desde las instituciones especificas a la prensa, pasando por la literatura; desde los tratados políticos, para los iniciados, a las fábulas -de gran auge en este siglo- para el pueblo. La Historia ocupa el segundo lugar, tras la ciencia, en la jerarquía intelectual de los ilustrados. El acercamiento a ella corresponde al intento de superar los accidentes de tiempo y lugar dada la intemporalidad de los valores racionalistas, de colocar los principios constantes y universales de la naturaleza humana de los que nos habla Hume. Además, debía de explicar por qué el hombre real está tan alejado del de la razón y la naturaleza, lo que la convirtió en un arma para luchar contra la religión y el absolutismo, a los que se considera culpables de tal alejamiento. Desde esta perspectiva, la investigación histórica era la filosofía enseñando con el ejemplo, en palabras de Voltaire, y fue cultivada por los mejores escritores de la época: Hume, Burke, Voltaire, Raynal, Gibbon, cuyas obras hicieron consciente a Europa del placer y la importancia de leer historia e, incluso, llegaron a alcanzar algunas varias ediciones en poco tiempo. Pero a ésta también se la interrogó imparcialmente, lo que lleva al siglo XVIII a continuar la obra de documentación y erudición de la centuria anterior, completada con la búsqueda de una narración verídica y exacta. La historia emerge entonces como ciencia, colaborando a ello de forma decisiva Giambattista Vico (1668-1744). La figura de este napolitano destaca asimismo en el terreno de la filosofía histórica, donde los enciclopedistas sólo tuvieron nociones imprecisas hasta Condorcet. Oponiéndose a Descartes y teniendo por modelos a Platón, Tácito, Bacon y Grocio, construye una Ciencia Nueva, mal comprendida en su tiempo, y articula una teoría evolutiva de las civilizaciones basada en las leyes científicas de los corsi y los ricorsi. Todo pueblo, nos dice, atraviesa tres etapas -divina, heroica, humana- a lo largo de su desarrollo hasta llegar a la decadencia e iniciar un nuevo proceso en un plano distinto y superior. En realidad, Vico retoma aquí la idea clásica de los ciclos, pero desprovistos de su carácter cerrado y dotándolos de un movimiento dialéctico en espiral. Se pierde la idea de progreso continuado pero se tienen en cuenta la libertad y lo contingente.
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Los mayas concebían el cosmos como una estructura dividida en tres niveles. En la parte superior se encontraba la bóveda celeste, sostenida por los Bacabs, donde tenían lugar los principales fenómenos astronómicos, en particular el recorrido diurno del sol. En el nivel intermedio se asentaba el mundo de los hombres, en el que se desarrollaban todos los aspectos de su vida cotidiana; en este sentido, la tierra era concebida como una gran superficie cuadrada, cuyas esquinas se orientaban en la dirección de los puntos cardinales, donde se situaban los pauahtunes. El nivel inferior, situado bajo el agua, era ocupado por el inframundo, o Xibalbá. En este tenebroso lugar se libraba una despiadada lucha del sol, después de su recorrido diurno por la bóveda celeste, con los seres y deidades infernales, a las que vencía reiniciando así su travesía por el nivel superior del universo. Los dioses eran numerosos y complejos, adquiriendo forma humana o de animal. También tuvieron carácter sagrado los seres inanimados y las sustancias que pueblan el mundo natural, siendo frecuente su personificación por medio de extrañas cabezas zoomorfas, monstruos, que documentan la importancia religiosa de las cuevas, los ríos, los cuerpos astronómicos y otros fenómenos. Todo este mundo de creencias tuvo sentido con la aplicación de un complicado ritual, que adquirió una vital función política destinada a sancionar la desigualdad social. Los sacrificios humanos, en especial los rituales de decapitación emparentados con la práctica del juego de pelota, los ritos de extracción de sangre, las ceremonias funerarias, danzas y procesiones fueron empleados para dar sentido a una religión muy compleja, construida por los dirigentes mayas para sostener una sociedad jerarquizada. El desarrollo de los conocimientos científicos fue una tarea ligada a la clase dirigente. De la amplia cantidad de ellos debemos destacar la existencia del sistema escriturario más complejo del Nuevo Mundo, que se compone de signos pictográficos, logográficos y fonéticos en una cantidad que se aproxima a los 800 glifos. La escritura fue realizada sobre múltiples materiales, y se aplicó a estelas, dinteles, altares, objetos de jade, concha, hueso, y se pintó en cerámica o sobre analtés, largas tiras plegadas de corteza de árbol que formaron los códices mayas, de los cuales hoy sólo se conocen cuatro: el Códice de Madrid, el de París, el de Dresde y el denominado Grolier de Nueva York. Muchos de estos signos tuvieron un significado real, de manera que documentaron la vida de la élite, adquiriendo una naturaleza histórica, pero otros se refieren a cálculos aritméticos, calendáricos y astronómicos. El sistema de cuenta maya era vigesimal, donde los numerales se expresaban por medio de puntos -un punto equivale a la unidad- y barras, para expresar el cinco, y mediante signos cefalomorfos. El descubrimiento del 0 fue fundamental, ya que a partir de él se hicieron cálculos muy amplios mediante un sistema posicional. También el calendario fue muy elaborado, fijando una fecha inicial -10 de agosto de 3113 a.C.- a partir del cual se computaron los días. Las unidades calendáricas más comunes fueron las siguientes: Baktún 144.000 días, Katún 7.200 días, Tun 360 días, Uinal 20 días y Kin 1 día. El mecanismo utilizado por los mayas del Clásico para datar los acontecimientos históricos es el denominado Cuenta Larga o Serie Inicial. En cuanto al registro diario necesario para construir la Cuenta Larga consistió en un mecanismo de combinación de dos calendarios, que se denominó Rueda Calendárica. Consta de dos ciclos, uno denominado Tzolkin, que combina 13 números con 20 días hasta un total de 260; y otro llamado Haab, de 18 meses de 20 días cada uno, más otro mes adicional de 5 días, correspondiéndose con nuestro calendario solar de 365 días. La unión de ambos ciclos da lugar a la Rueda Calendárica, un periodo de 52 años de 365 días. Junto a ellos, se conocieron y usaron los ciclos de la Luna, Venus, las Pléyades y otros cuerpos celestes, los cuales fueron integrados mediante jeroglíficos a este complicado sistema calendárico.
Personaje
Político
Su padre, Alfonso de Idiáquez, fue secretario personal y ministro consejero de Estado de Carlos V, por lo que su educación discurrió en la corte de monarca. Para don Carlos trabajó como paje. Más tarde desempeñó el cargo de embajador en Génova y Venecia. En el año 1579 su actividad experimenta un nuevo giro y regresa a España con Granvela, con quien realiza un recorrido por la Península. En esta época es nombrado secretario real en sustitución de Antonio Pérez. Cuando falleció Granvela, Idiáquez formó parte de una consejo encargado de asesorar el rey. Su principal misión era solventar los asuntos relacionados con el exterior. En este consejo también estaban Cristóbal de Moura y el conde de Chinchón. Aunque el objetivo real de esta junta era convertirse a la muerte de Felipe II en un órgano consejero para su hijo, los hechos no de desarrollaron de este modo. A la muerte del rey, el duque de Lerma fue quien asumió el cargo de privanza. No obstante, Idiáquez continuó teniendo la misma influencia bajo el gobierno de Felipe III. Entre las compensaciones que recibió cabe destacar el título de duque de Villa Real.
obra
Fortuny mezcla en esta escena un asunto de época con un amplio paisaje de la campiña romana, interesándose más por la luminosidad mediterránea que por la faceta mitológica del asunto. Un joven toca la flauta recostado sobre los restos de un capitel compuesto, apreciándose junto a él un morral, un sombrero de paja y una calabaza para guardar el agua. El muchacho nos muestra su anatomía, cubriéndose con un paño blanco y coronando su cabeza con hojas. Al fondo apreciamos las ruinas de un acueducto y una torre. La escena está bañada con un potente foco de luz que resalta las tonalidades empleadas, creándose un atractivo efecto de profundidad a través de la línea del horizonte y las nubes, distribuyéndose los contrastes de luz por el espacio gracias a ellas. Una vez más, Fortuny se presenta como un pintor preciosista interesado por los detalles y el colorido brillante, exhibiendo un dibujo preciso y una factura fluida a la par que minuciosa. El resultado es de una elevada calidad técnica y gran belleza visual.
obra
El dominio de la técnica de la acuarela que tenía Fortuny era sorprendente; si habitualmente esta técnica no permite mucha minuciosidad, para el maestro no existe ningún impedimento a la hora de trabajar en su estilo propio, ya sea acuarela u óleo. En esta escena presenta a un joven desnudo, sentado sobre una columna, con el pelo alborotado y tocando una flauta doble, aludiendo al mundo clásico. A sus pies aparece una oveja mansamente tendida, mientras el fondo se completa con un cielo azul. La luz y el color van a preocupar al pintor catalán, posiblemente por su cariño hacia Granada y al conocimiento, aunque muy vago, del estilo impresionista que estaba dando sus primeros pasos en Francia. Pero Fortuny no puede olvidar sus características en esta imagen por lo que el dibujo y el preciosismo a la hora de destacar los detalles son también dignos de mención. La temática pastoril será bastante solicitada por los clientes burgueses, que deseaban decorar sus casas.
obra
En sus primeros trabajos Klimt sigue fielmente el estilo historicista que imperaba en la Viena "fin-de-siecle" siendo Hans Makart la principal referencia. Son obras frías, casi sin vida, en las que existen referencias a los pintores renacentistas -Tiziano, Correggio, Giorgione- como observamos en la Fábula o en este Idilio. Sin embargo, en esta composición, Klimt se inspira en los Ignudi de Miguel Angel para las figuras se sostienen el tondo donde se observa a Idilio desnuda y arrodillada, dando de beber a sus hijos, ante un fondo de paisaje.El estudio anatómico de los dos hombres desnudos -curiosamente, uno de los pocos ejemplos en los que el hombre se convierte en el protagonista de los cuadros de Klimt- resulta excepcional, demostrando su calidad como dibujante. Las frías esculturas de los cuerpos contrastan con las cabezas, donde parece que el pintor ha insuflado vida a sus personajes. La sensación de relieve es también admirable, creando un efecto visual cercano al trampantojo barroco, al incluir un cuadro dentro de otro cuadro. Las tonalidades frías, dominando el gris, se adueñan del conjunto, contrastando con los posteriores trabajos del pintor vienés.
obra
La primera bomba atómica, lanzada por la aviación norteamericana sobre la población japonesa de Hiroshima en agosto de 1945, supuso un trauma para el arte y la teoría de Salvador Dalí, que empezó a considerar la importancia del átomo en nuestra visión de la realidad. Una de las obras iniciales que dedicó a ese momento crucial de la historia es este Idilio atómico y uránico melancólico, aunque también se debe contrastar con otras dos del mismo periodo, Las tres esfinges de Bikini y La apoteosis de Homero. El cuadro que contemplamos puede servir como excelente manifiesto de muchos de los elementos que habían ido surgiendo en la pintura de Dalí desde hacía años. Por ejemplo, esa división del paisaje en celdas independientes y cada una de ellas con una escena en su interior, ya estaba presente en obras como Los placeres iluminados (1929) o La fuente (1930). En una de las celdillas de Idilio atómico... aparece representada la silueta de uno de esos bombarderos; como si fuese un efecto de esa acción, en el otro extremo del cuadro se produce una explosión. Jugadores de béisbol fantasmales se intercalan por todo el lienzo. También aparecen las hormigas, los cuerpos protoplasmáticos, etc. La atmósfera de opresión que sugiere el cuadro es muy notable y sólo se rompe de forma clara en el extremo superior derecho, en un cielo donde aparecen algunos de esos elefantes de finísimas patas que habían conmocionado al público desde una obra como Sueño causado por el vuelo de una abeja alrededor de una granada un segundo antes de despertar (1944). Dalí entendería que una de las funciones del arte moderno debía ser que el espectador -o el ser humano, si se quiere generalizar- se cuestione sus creencias más sólidas, entre las cuales estarían la idea que se tiene acerca de las dimensiones o de la gravedad.