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Rubens retrató en numerosas ocasiones a su segunda esposa, Helene Fourment, tanto sola como en compañía de sus hijos, vestida o desnuda -curiosamente, la mayor parte de los retratos en los que aparece desnuda fueron destruidos por la propia Helene tras el fallecimiento del pintor-. En esta ocasión nos la presenta ataviada con sus mejores galas, vistiendo un elegante traje negro con adornos de encaje en cuello y puños y tocada con un curioso sombrero que también repite en un dibujo. Tras ella se sitúa uno de los hijos del pintor, posiblemente Nicolas, que por aquellas fechas tendría unos once años, vistiendo un traje rojo y portando un sombrero en la mano derecha. Las dos figuras se ubican ante una arquitectura clásica que podría ser la casa de Rubens en Amberes. Al fondo un carruaje y varias edificaciones cierran la composición, otorgando una interesante perspectiva a la escena. Con todos estos elementos el pintor quiere demostrar su pertenencia a la élite social, en un momento en que había sido nombrado caballero tanto por Felipe IV de España como Carlos I de Inglaterra.La influencia de Tiziano se manifiesta en el interés mostrado por Rubens hacia la luz y el color, al tiempo que la pincelada empleada es más rápida y fluida, abandonando el estilo preciosista que caracteriza a la pintura flamenca.
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En 1634 nació el cuarto hijo de Rubens, Frans, convirtiéndose en el favorito tal y como podemos comprobar en este retrato donde aparece en el regazo de su madre, Helene Fourment, la segunda esposa del pintor. Helene y Frans dirigen su mirada al espectador, recogiendo en sus rostros la felicidad que envolvía a la familia en esos años. La dama viste elegantemente, como corresponde a su condición social, ataviada con un sombrero adornado con plumas al igual que su hijo, contrastando las tonalidades de ambos tocados. Las figuras se ubican ante una escalinata con una gruesa columna en la que se envuelve un pesado cortinaje rojo, elemento que aparece en los retratos de aparato. De esta manera, Rubens nos indica que se encuentra en un elevado nivel social, habiendo sido nombrado caballero por Felipe IV de España y Carlos I de Inglaterra.El pintor flamenco introduce importantes dosis de luminosidad dorada que recuerdan a la escuela veneciana, tomando como referencia a Tiziano, su maestro favorito. Las pinceladas son rápidas y dispersas, abandonando el tradicional realismo descriptivo de la pintura flamenca para interesarse por la luz y el color. Helene Fourment con dos de sus hijos repite el esquema de este retrato.
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Este magnífico dibujo sería el estudio inicial de un lienzo desaparecido. La protagonista es Hélène Hertel, nacida en París el 4 de enero de 1848 y casada en Roma el 5 de julio de 1869 con el conde Vincenzo Falzacappa. El rostro de la dama está ejecutado con enorme precisión mientras que en el vestido apreciamos una mayor rapidez, resultando un conjunto de gran belleza.
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Ernest Klimt y Helene Flöge se casaron en 1891. La joven familia sufrió un duro revés con la repentina muerte de Ernst el 9 de diciembre de 1892. La pequeña Helene Luise había nacido el 28 de julio de ese mismo año y Gustav Klimt quedó como tutor de la niña, encontrando madre e hija refugio en sus familias. La muerte de Ernst puso fin a la Compañía de Artistas que integraban los hermanos Klimt y Franz Matsch. La joven viuda pronto encontró un empleo colaborando en la tienda de modas que las hermanas Flöge abrieron en Viena. También trabajará aquí Helene, primero como recepcionista para convertirse en co-propietaria cuando su madre fallezca en 1936. Cuando la casa de modas cierre dos años después, vivirá con sus tías en el 39 de la Ungargasse, donde fallecerá el 5 de enero de 1980. La pequeña Helene tenía seis años cuando posó en este delicado retrato al pastel, exhibido públicamente en 1898 y en la exposición de la Secession del año 1903. Viste un traje azulado y lleva un corte de pelo "a lo paje", mostrándose de perfil. En nariz, labios y mofletes se aprecian tonalidades rojizas que aportan mayor viveza al rostro. La figura se recorta ante un fondo neutro de tonalidades claras. El estilo recuerda al impresionismo, mostrando de esta manera Klimt su facilidad para tocar diferentes formas de trabajar hasta encontrar un estilo propio.
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La relación de Degas con la familia Rouart se remonta a la época escolar. Incluso Henri Rouart había participado con el pintor en la Guerra Franco-Prusiana y su amistad era muy estrecha, visitando la casa de Rouart todos los viernes para cenar. Hélène, la hija mayor, es la protagonista de esta escena donde se nos muestra la atracción de su padre por el coleccionismo, tanto de cuadros como de objetos antiguos y exóticos. Así la joven aparece apoyándose en un gran sillón vacío - en referencia al padre ausente en ese momento - rodeada de objetos artísticos. Junto a ella vemos un paisaje de Corot enmarcado; debajo se aprecia un dibujo de Millet; en la parte superior se sitúa un tapiz chino; y en la vitrina contemplamos una estatua egipcia. La figura de Hélène parece encajonada entre estos objetos, como si estuviera sobrecogida por la afición paterna. La tonalidad azul del vestido parece sacada de una obra de Corot que poseían los Rouart, mientras que para el sillón vacío se inspira en un retrato de Van Dyck que contempló Degas en Nápoles. Esto nos demuestra el apego a la tradición pictórica de Degas que siempre gustó de buscar influencias entre los grandes maestros. Al colocar a la dama entre rectángulos plantea problemas de perspectiva que tanto atraían la artista, jugando con los diferentes planos para resolver una excelente imagen. Respecto a los colores, Degas nos llama la atención con el azul del vestido, armonizándolo con otras tonalidades como el amarillo, el rojo o el marrón, recurriendo a contrastes o complementando ese tono azul predominante. Su factura es cada vez más rápida, empleando una pincelada suelta, a base de manchas que hacen si cabe más interesante la composición.
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Durante la estancia de Toulouse-Lautrec en el taller de la rue Caulaincourt se entusiasmó con la belleza de una joven vecina llamada Hélène Vary, mandando hacer una fotografía para utilizarla de modelo y elaborar dos retratos. Uno de ellos aparece solo de busto y en éste que contemplamos se muestra casi de cuerpo entero, sentada en una silla y portando unos papeles sobre su regazo. La figura se sitúa ante unos grandes lienzos que nos indican la ubicación en el taller, sirviendo para crear el efecto espacial a través de un magnífico entramado de líneas. Pero lo más significativo es el rostro de la muchacha, de perfil, siguiendo estrictamente la fotografía, mostrando la belleza de un joven burguesa. El dibujo va ocupando un papel destacado en la composición, compaginando con el color el lugar prioritario, color que es aplicado de manera rápida y diluida, obteniendo un resultado excepcional.
escuela
Tras el esplendor del período Clásico, el Helenismo ve cómo la cultura griega es sometida por una potencia superior militarmente, pero tremendamente inferior en el terreno intelectual. Roma se apropió de las formas artísticas griegas, que también se estaban agotando ya. Dos reyes legendarios de la Grecia final marcan dos hitos artísticos importantes. El primero de estos reyes fue Filipo II, macedonio que conquistó la descohesionada Grecia, agotada tras las interminables guerras locales. Filipo II fue asesinado por su primera mujer, excelente gobernadora del aparato imperial mientras él ampliaba sus conquistas, cuando el rey se casó en segundas nupcias con una jovencísima Cleopatra, reina egipcia antecesora de la famosa Cleopatra de Julio César. Envenenado, la reina encargó finalizar apresuradamente las obras del mausoleo de Filipo, en el cual se enterró también a la nueva reina, que corrió la misma suerte. Esta premura en terminar las obras ha provocado que uno de los más completos conjuntos de la pintura helenística nos haya llegado extremadamente dañado: toda la fachada se recubrió de frescos que antes de conseguir secarse fueron cubiertos por un túmulo de tierra, según la costumbre macedonia. La tumba de Filipo II en Vergina constituye hoy por hoy el mayor tesoro de la antigüedad, tras la tumba de Tutankamon, y sus pinturas aún no pueden ser visitadas, puesto que se están restaurando para estudiarlas. En este fresco se representó por encargo expreso de la reina la figura de Alejandro Magno, hijo de Filipo II, para asegurar de esta manera su sucesión en el trono frente a la posible descendencia habida con Cleopatra. Alejandro Magno representa el segundo hito de la pintura helenística. Consciente del poder propagandístico del arte, controló férreamente la reproducción de su efigie, y sólo autorizó para ello a tres artistas en escultura, orfebrería y pintura. El pintor elegido fue Apeles, todo un mito para la profesión pictórica: artistas de siglos posteriores siempre han usado su leyenda como ejemplo de la dignidad de su profesión, puesto que era el favorito del emperador Alejandro, que visitaba su taller y se sometía a los dictados del artista. De Apeles se decía que poseía el don de la "charis", que significa la "gracia", una cualidad que sólo se ha atribuído posteriormente al joven Rafael durante el Cincuecento. Sus cuadros tenían además un atractivo brillo singular, que Apeles conseguía mediante el "atramentum", una capa de barniz negro sobre sus cuadros. Otros pintores de la época de Alejandro fueron Leocares, Eufránor y Aedión. Como obra señera de este período, de atribución desconocida, tenemos el Mosaico de Alejandro, posterior a la muerte del emperador, donde ya se reconocen los avances sobre movimiento, composición y perspectiva del Helenismo sobre el Clásico o el Arcaico. Tras el gobierno de la dinastía Macedonia, Grecia entra en una profunda crisis, de la cual se salva la pintura, puesto que es un género muy barato que puede permitirse innovar. Se trabaja en dos ramas, la megalografía y la riparografía. La megalografía significa "pintura de lo grande", es decir, de temas dignos. Es más conservadora, puesto que suele pertenecer al ámbito funerario macedónico, más tradicionalista. Los temas se refieren a las escenas del Hades o mundo del infierno griego, como en la Tumba de Lefkaria. También aparecen frescos de batallas, retratos de los difuntos y escenas mitológicas. Además de los frescos, se sustituyen las estelas esculpidas (que funcionaban como nuestras lápidas actuales), por estelas pintadas, mucho más baratas. De esta época, los ejemplos que se conservan son las copias romanas que se realizaron sobre las obras griegas, como en Nápoles -la Villa de Bosco Reale- y Pompeya. Respecto a la riparografía, este término significa "pintura de lo pequeño", es decir, de temas viles o vulgares: pintura de género, bodegón, paisaje, caricaturas... Dentro del género cómico destacan por su frescura las pinturas de grilos. Los grilos son los egipcios, que los griegos consideran bárbaros, caracterizados como enanos cabezones embarcados en las más ridículas aventuras. Los pintores más conocidos de esta época son Antífilo, Teón y Helena, la Egipcia, que no era la primera mujer pintora griega, pero sí una de las más prestigiosas por su maestría. Durante el Helenismo Tardío, cobró importancia la corte de Pérgamo, con una importante escuela de escultores y pintores, de entre los cuales destaca Soso de Pérgamo, pintor para la corte barroca que se desarrolló en aquella región. Al mismo tiempo, la alta burguesía comerciante de Pérgamo reclama un arte menos sofisticado y más realista, que por ser de encargo privado se dedica a retrato y a la riparografía. El triunfo de esta corriente fue avasallador, y se dedicó a los temas del mundo del espectáculo, como los conciertos y el teatro (revalorizado con la comedia nueva de Menandro, que influirá sobre Plauto en Roma). Existen abundantes copias pompeyanas de estas obras. Para las casas particulares se encargaron también mosaicos decorativos, parietales o pavimentales, que representaban bodegones extremadamente realistas. Hay uno que finge ser el suelo sucio de una sala de banquetes, al cual los invitados han arrojados huesos, migas, y fragmentos de vasijas. Tras el Helenismo, el foco cultural derivó a Italia, que no supo avanzar sobre lo ya descubierto. El relevo de la pintura lo recogerán los primeros cristianos, y sobre todo el Imperio Bizantino, sucesor del poderío romano y del esplendor cultural griego.
contexto
Desde el punto de vista geográfico, Macedonia se divide tradicionalmente en dos grandes regiones, la alta y la baja Macedonia, diferenciación con proyección histórica que, como fenómeno, influye igualmente en la neta diferenciación regional. La Baja Macedonia se sitúa en torno a los ríos Axiunte y Haliacmón y a las orillas del golfo Termaico. Es una zona rica desde el punto de vista agrícola, sobre todo para la producción de cereales, pero también permite la explotación ganadera, entre el llano y la montaña, donde por otro lado pronto se hizo famosa su producción maderera, gracias a los grandes y tupidos bosques. La Alta Macedonia es, por el contrario, una zona muy montañosa, encerrada entre grandes alturas, entre las cuales puede ponerse en comunicación con el exterior a través de los valles, como el de Tempe, hacia el sureste, siguiendo los ríos Europo y Peneo. Hacia el noroeste, los macedonios pudieron entrar en comunicación incluso con el Ilírico, a través de Peonia y, por supuesto, con el Epiro. Existen hipótesis variadas sobre el origen de los macedonios, condicionadas por las fuentes antiguas, insertas en programas de propaganda que tratan de definir su carácter helénico o bárbaro según los casos. El problema perdura en muchas ocasiones condicionado por las actitudes de los nacionalismos modernos. Para algunos, los habitantes de la Alta Macedonia serán los auténticos macedonios primitivos, cuyo nombre se referiría a los pobladores de las alturas. Cabe admitir que, en parte al menos, fueran poblaciones residuales de las tribus migratorias conservadas allí en época histórica. De este modo se plantea la cuestión de su carácter griego. La lengua, desde luego, no ayuda mucho, pues los rasgos conocidos pueden responder a un dialecto específico del griego tanto como a otra lengua indoeuropea más o menos próxima. En definitiva, se trataría de un problema mal planteado, sobre todo si se considera que los griegos como tales, como unidad histórica y cultural, se formaron en Grecia. Términos como Berenice, que corresponderían a Ferenice, o Nicéfora, portadora de la Victoria, son los que sirven para definir la situación de proximidad o alejamiento con respecto al griego. En la actualidad, algunos autores como Dascalakis insisten en la definición como griegos de los macedonios de Egas, en la Baja Macedonia por lo menos desde el siglo IX, sobre la base de algunas de las primeras tumbas de Vergina, pero también de los lincestas, en la Alta Macedonia, a los que se atribuye la identificación con la etnia de los dorios. Los antiguos los llamarían bárbaros porque usaban un criterio no étnico sino cultural. El problema permanece, pues, en el plano de los conceptos básicos diferenciadores. Al margen de criterios de tipo étnico, difíciles de evaluar cuando se trata de una situación histórica donde los movimientos de pueblos se interfieren con desarrollos culturales capaces de difundirse y de servir de modelo, en un ambiente en que se crean grandes desigualdades que favorecen la imitación, lo heleno es fundamentalmente un criterio cultural. La helenización consiste, por ello, fundamentalmente en tomar conciencia de pertenecer a una comunidad más amplia, portadora de determinadas tradiciones y rasgos culturales que definen sus señas de identidad, sea cual sea la relación que antes podía tener el pueblo macedonio con los antepasados de quienes luego se definieron como griegos. Este fenómeno parece que pudiera situarse en el siglo VII, a donde se remontan algunas de las leyendas griegas de los orígenes, con la presencia de reyes helenizantes, sean o no griegos, que identifican a la dinastía de los Argéadas con la ciudad de Argos, dada como cuna de sus antepasados. El momento preciso suele identificarse con el episodio recordado por Tucídides, donde, junto a la referencia a los Teménidas, procedentes de Argos, que les daría el nombre de Argéadas, se habla de la expansión por Pieria, Botía y otras zonas de las ocupadas en tiempos históricos por los macedonios, incluida la región costera paralela al río Axiunte. La situación descrita por Tucídides produce la impresión de que se trata de un conjunto de pueblos dispersos donde se ha superpuesto una monarquía provocando un intenso movimiento de masas. La formación de esa monarquía, al consolidarse, alimenta el fortalecimiento de sus fundamentos ideológicos con la adopción de las tradiciones culturales griegas. Pero el fenómeno resultante toma un aspecto específico. La elaboración del mundo legendario macedónico presenta, como es normal, una gran complejidad. Si el nombre de Argéadas procede de Argos y el de Teménidas se interpreta como una referencia a Témeno, el Heraclida, el nombre de macedonio parece, en cambio, propio, pero no se libra de una identificación legendaria tardía con un Macedón, hijo de Eolo, en un período posterior, entre los siglos V y IV, donde se enriquecen las referencias para hacer de Alejandro un descendiente de los Eácidas y de Heracles un lincesta, habitante de la Alta Macedonia. Tampoco faltan leyendas de carácter más primitivo referentes a fundaciones y orígenes dinásticos, con alusiones a esclavos liberados y pastores de cabras, como la de Cárano y la fundación de Egas, difícilmente integrables en el conjunto de la tradición helenizante. Todo ello representa más bien el síntoma de unos orígenes complejos, donde a la realidad se ha superpuesto una configuración ideológica dominada por la imagen griega. Sin embargo, la realeza se mantiene conflictivamente. Tucídides habla todavía de varios pueblos con reyes, que luchan y compiten entre sí, de varias dinastías con sus tradiciones y de varios candidatos a la realeza dentro de una misma dinastía. La más estable de las dinastías, la de los Argéadas de Macedonia, se muestra como monarquía gentilicia apoyada en una aristocracia que elige al monarca dentro de un clan, pero con una frecuente conflictividad. La aristocracia se va consolidando sobre los asentamientos en la tierra, a través de la guerra, creadora de solidaridad, capaz también de asentar en la realeza al monarca capaz de dirigir a la colectividad hacia el control de las tierras y la sumisión de los pueblos. Los problemas externos repercuten en el agrietamiento de la solidaridad, los éxitos la afianzan. Por ello, la historia de la consolidación del reino macedónico está llena de alianzas y conflictos entre grupos, reyes y aspirantes. La señal más palpable de la consolidación del reino está formada por las tumbas reales, que se inician desde finales del siglo VI, llenas de ricos ajuares y adornadas con valiosas obras de arte de tradición griega. Ahora bien, curiosamente, se busca la identidad con aquellos aspectos de la tradición cultural griega que más pudieran identificarse con su propia realidad, los relacionados con la realeza potente de los micénicos. En las máscaras de oro halladas en la tumba se descubre el ansia por señalar la potencia de los propios reyes en su pervivencia tras la muerte, al mismo tiempo que una afirmación genealógica legitimadora de los esquemas legendarios difundidos en favor de su propia identidad. La imbricación de lo peculiar y lo griego toma así un aspecto singular que define la historia macedónica como la de una realidad específica con personalidad propia.
fuente
Tras quince meses de intentos audaces e ingeniosos, pero a la postre infructuosos, Demetrio de Macedonia, en adelante apodado Poliorcetes (el asediador), desiste de su ataque a la rica ciudad insular de Rodas. Lo ha probado todo sin éxito por lo que, frustrado, embarca su ejército y abandona el sitio en el año 304 a.C. En sus alrededores, abandonadas, quedan las terribles máquinas que sus ingenieros han diseñado para socavar, demoler o superar las murallas de la ciudad. Los rodios, felices, saquean los despojos, reaprovechan lo que pueden, venden lo restante... y con el producto deciden construir un monumento que conmemore su victoria: de aquí surge una de las maravillas del mundo antiguo, el fabuloso coloso de Rodas, una estatua del dios Helios de más de 30 metros de altura, con un esqueleto de hierro forrado en bronce, que se ubicó junto al puerto (aunque no, como la leyenda ha querido, cubriendo la bocana con sus piernas abiertas). Llevó doce años construir la estatua, que cayó derribada por un terremoto hacia el año 225 a.C. El coloso caído permaneció en el lugar hasta que en 653 d.C. los árabes atacaron Rodas, lo despiezaron y vendieron como chatarra: se dice que el metal recuperado necesitó más de 900 cargas de camello para su transporte. Demetrio I Poliorcetes era hijo de Antígono, uno de los generales de Alejandro que trató sin éxito de recomponer los fragmentos de su Imperio. Antes de acceder al trono de Macedonia en 294 a.C., realizó numerosas campañas por orden de su padre, con éxito diverso; el sitio de Rodas fue una de ellas. Este episodio está bien documentado por las fuentes literarias, en especial el largo relato de Diodoro Sículo (20, 81-100), basado en un testigo presencial, Jerónimo de Cardia. La narración contiene todos los elementos para hacer una buena película de género, con exhibición alternativa de ingenio y determinación por parte de atacantes y defensores: se nos narran ataques primero por el puerto y luego por la parte de tierra, asaltos anfibios a malecones, salidas desesperadas de los rodios, construcción de minas o galerías subterráneas para demoler los lienzos de muralla, levantamiento de nuevos muros interiores por parte de los rodios, asalto por un contingente escogido de 1.500 hombres, que llegó a penetrar en la ciudad, pero que fue rechazado tras un salvaje combate casa por casa... Los ingenieros de Demetrio prepararon diversos artefactos para el asedio, como torres y "tortugas" (casamatas cubiertas) para proteger balistas y catapultas emplazadas sobre barcos de carga encadenados entre sí, para proporcionar una plataforma estable, artefactos que fueron finalmente destruidos por barcos rodios en una desesperada salida. Demetrio no cejó y construyó otras baterías flotantes aún mayores... que fueron destruidas por una tormenta, con lo que el macedonio trasladó su atención al flanco terrestre de la ciudad. De entre las máquinas de asedio que allí levantó, la que sin duda, más llamó la atención de lo contemporáneos fue una colosal torre de asedio, apodada Helepolis o conquistadora de ciudades. Tanto es así que no uno, sino diversos autores clásicos nos han dejado descripciones, que no siempre coinciden en los detalles: además de Diodoro, la describen Vitrubio, Plutarco y Ateneo el Mecánico. En un rasgo de personalsimo también característico de la época, Vitrubio nos dice que la torre fue construida por el ateniense Epimaco. La Helepolis era una torre de asedio móvil de planta cuadrada. Medía 50 codos (unos 23 m) de lado en la base y 9 metros de lado en lo alto, adoptando una forma troncopiramidal que aseguraba la estabilidad. Medía nada menos que 45 metros de altura (el equivalente de un edificio de 15 pisos), con lo que sobrepasaba la altura de las torres de la muralla de Rodas. Descansaba sobre ocho enormes ruedas macizas de madera forrada de hierro, con un ancho de llanta de casi un metro para disminuir la presión sobre el suelo, y colocadas sobre pivotes de forma que la máquina podía moverse en cualquier dirección. En el piso bajo había unas trabajaderas, vigas de madera colocadas paralelas y separadas un codo (46 cm) entre sí, donde se colocaban (siendo generosos) quizá hasta 1.000 hombres que empujaban la torre desde dentro, mientras otros muchos debían empujar desde atrás: las fuentes nos dicen que eran necesarios en total 3.400 hombres para mover la Helepolis. El armazón o esqueleto de madera estaba forrado de planchas de hierro en el frente y los lados, para impedir que los ingenios incendiarios de los rodios pudieran prender fuego a la torre. El interior estaba dividido en nueve pisos, conectados por una doble escalera: una para los que ascendían con municiones y otra para los que descendían, de modo que no se estorbaran mutuamente. En la parte frontal y en los nueve pisos, se abrían troneras para las armas, cubiertas mediante portillos que se accionaban mecánicamente. Estos portillos iban cubiertos al exterior, según las fuentes, por cueros cosidos y rellenos de lana, para amortiguar los impactos de los proyectiles de piedra de los defensores. La torre era básicamente una plataforma móvil para piezas de artillería: no tenía puente levadizo para depositar tropas sobre las murallas enemigas, y no parece que tuviera los balcones en torno que algunas fuentes citan para arqueros, y que aparecen en alguna reconstrucción. En los pisos inferiores se colocaron piezas de artillería que arrojaban grandes proyectiles de piedra de hasta 85 kg, cuyo calibre (y por tanto peso) disminuía en los pisos intermedios; en los superiores se colocaron balistas lanzadoras de grandes dardos, mucho más livianas que las catapultas. Presumiblemente, todas estas armas eran potentes modelos de torsión. La artillería de Helepolis estaba pensada para dañar los lienzos y despejar de defensores el camino de ronda y las plataformas de las torres, facilitando el trabajo de los colosales arietes que, flanqueando la torre, también había mandado construir Demetrio. Para permitir el movimiento de estos monstruos, hubo primero que limpiar y terraplenar una franja de acceso a la muralla de casi 600 metros de ancho. Aunque torre y arietes demolieron parte de la muralla, los defensores consiguieron dañar parte del recubrimiento de la Helepolis, y trataron de incendiarla en una salida una noche de luna nueva. Demetrio hubo de retirarla para reparaciones, pero luego volvió a llevarla a primera línea. Sin embargo, y aunque la torre casi consiguió desbordar las defensas rodias, la determinación de los defensores, el agotamiento tras más de un año de asedio, la llegada de refuerzos a la ciudad desde el exterior, y la presión política de otros Estados griegos forzaron finalmente a Demetrio a llegar a un acuerdo con los rodios y a retirarse, abandonando buena parte de su tren de sitio. El mundo helenístico desarrolló un gusto por la mecánica y la ingeniería, y al tiempo por la construcción de artefactos colosales (barcos, arietes, torres de asedio) que fascinaban a los autócratas de la época, aunque cabe discutir si su enorme coste compensaba su utilidad. Mutatis mutandis, esta fascinación nos trae a la mente la que sentía Adolf Hitler por los carros de combate colosales e impracticables, como el Elephant del ingeniero Porsche, o el aún más delirante y nunca puesto en servicio Mauss. Aunque colosal por su tamaño y acabado, la Helepolis no es un caso único: el propio Demetrio había construido una torre similar aunque más pequeña durante su asedio a Salamina. La primera descripción del empleo de torres de asedio por los griegos se remonta al 397 a.C. en Sicilia, cuando Hieron de Siracusa (otro autócrata fascinado por los ingenios mecánicos) empleó diversos artefactos del género para tomar la ciudad cartaginesa de Motya (Diodoro, 14,47 ss.). Mucho tiempo después, el romano Vitrubio, citando a Diades, ingeniero que había acompañado a Alejandro, proporcionaba unas recetas sobre la forma y dimensiones ideales de las torres de asedio. En todo caso, el sitio de Rodas marcó el fin de una época: máquinas de estas proporciones monstruosas no volvieron a ser utilizadas, aunque sí otras menores, transportables. Se emplearon preferiblemente otros métodos, como el bloqueo por hambre ola rampa de asalto de tierra y piedras.