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Este tipo de figuras votivas, también llamadas "umbras" son muy frecuentes en el arte etrusco arcaico. Sin embargo, normalmente se caracterizan por su esquematismo y alargamiento de formas. En este caso, observamos una mayor perfección y detallismo, especialmente en su desarrollo anatómico. Este es el resultado de varios intentos anteriores.
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Se trata del conjunto donde se sitúan las piezas mejor realizadas por los metalúrgicos baleares, casi siempre imitando representaciones importadas -si es que en algunos casos no son los propios objetos los traídos del exterior- pero con frecuencia reinterpretándolas con personalidad propia, como ocurre en el caso de las armas y otros utensilios de prestigio social o adorno corporal. Por el tipo de representaciones dominantes, deben establecerse dos grandes grupos, el de las representaciones de divinidades antropomórficas y el de las figuraciones zoomórficas, en la mayoría de los casos relacionables igualmente con actividades de tipo cultural. En Mallorca, la figura más arcaizante es el denominado arquero de Llucmajor, de absoluta simetría frontal y cuerpo desnudo, con un carcaj a la espalda y probablemente un arco en sus manos. Parece pieza a fechar dentro del siglo VI a. C., y su posible origen, si no está batida en la isla, es difícil de precisar. Quizá pueda tratarse de un prototipo griego. El resto de las figuras, en particular el grupo de los guerreros, que es el más numeroso y representativo, se compone de obras más tardías, que habitualmente se sitúan a partir del siglo IV a. C. Los conjuntos mejor documentados, como los de Son Favar o Roca Rotja, aparecen formando parte de depósitos, entre los que estas piezas ocupan un lugar destacado. En Son Favar se recogieron cuatro estatuillas, tres de ellas de individuos jóvenes y otro de más edad. Van desnudos, en actitud de blandir la lanza con su mano derecha y sostener un escudo en la otra. La única prenda sobre su cuerpo es el casco con que cubren su cabeza, en dos ocasiones de alta cimera mientras que en las restantes imitan el pilos o tocado frigio. Las dos estatuillas de Roca Rotja (Sóller) son más arcaizantes. Repiten la misma actitud, pero una de ellas conserva restos de un posible tocado herácleo, mientras la otra se cubre con un gorro frigio de amplio desarrollo ascendente. En Menorca, los hallazgos de este tipo de piezas se han producido siempre de manera aislada, como ocurre en algunos casos también en la otra isla. Por su arcaísmo destaca el guerrero de Biniatram (Ferreríes), desnudo excepto por su casco corintio, y que repite el gesto del guerrero presto a lanzar. De proporciones más clásicas es la pieza hallada en Son Gall (Alaior), con casco corintio, mientras que la encontrada en Torelló (Maó), con casco frigio, es más tosca. La mejor factura corresponde sin duda al guerrero de Es Pujol Antic (Es Mercadal), con casco corintio de cimera baja, pero es posible que se trate de una copia de época ya romana que imita modelos lisípeos. Fuera de las representaciones de guerreros, hay que destacar en Menorca la Atenea Promachos, actualmente en el Museo de Bellas Artes de Boston. De factura burda y algo rústica, aparece cubierta con égida, chitón e himatio y debe ser copia de un original ático de fines del siglo VI. Los llamados Martes baleáricos deben ser una versión iconográfica, llegada al archipiélago a través de sus relaciones con el sur de Italia, de la divinidad semítica Reshef, dios de la guerra que en ocasiones se asocia a Melkart, cuyo culto se conoce en la Ibiza púnica. Desde el punto de vista religioso, indica la existencia de adoración a una deidad de marcado carácter bélico, lo que en principio sí se asimila a la idea de Marte que ha prevalecido para estas figuras, pero respondiendo a una tradición oriental que existe en todo el Mediterráneo y no en relación única con la versión clásica. Además, es interesante señalar que en Oriente, en algunos casos, esta creencia religiosa va unida a la del toro como símbolo de fuerza y poder, un elemento que, como es sobradamente conocido, es característico también del archipiélago.
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Debido a los pocos fragmentos que de la estatuaria cassita de bulto redondo han llegado, no podemos hacernos una idea exacta de su calidad. La nómina de ejemplares, parca en número y de calidad más bien media, hace pensar que tales gentes aceptaron la tradición paleobabilónica, plasmando su personalidad artística únicamente en el relieve. Nada nos dicen, por su escaso interés, los fragmentos de una estatua colosal de diorita, hallada en Aqar-Quf, con el nombre de Kurigalzu (no sabemos si I o II), ni tampoco otro fragmento, también de diorita, encontrado en Ur, aparte de constatar que se continuó tallando esta piedra dura. Es en las piezas de terracota, en pequeño número, donde puede evaluarse algo la plástica cassita, siempre de mediana calidad. Nos ha llegado de Dur Kurigalzu un hermoso ejemplar de cabeza masculina (4,3 cm; Museo de Iraq), pintada de rojo y negro, con nariz aguileña, ojos ligeramente oblicuos sobre arcos supraciliares bien marcados y barba puntiaguda. Para algunos podría tratarse del tipo racial cassita, para otros, la testa, sin más, de un príncipe o dignatario sirio. Coetánea a esta pieza es una cabeza femenina de Ur, rota por los hombros, y labrada en caliza (7 cm; Museo de Iraq); el rostro, de rasgos groseros, tiene ojos incrustados y hubo de portar tocado metálico. En cualquier caso, la pieza es de pobre calidad artística, inferior a la antes reseñada.
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La estatuaria en piedra, por lo que hoy sabemos, cayó en desuso en el Bajo Egipto, incluido el cantón de Menfis, durante este Primer Periodo Intermedio. Las estatuas de palo, en cambio, siguieron haciéndose como antes y con el mismo destino: acompañar a los muertos en sus tumbas. Aun sin alcanzar niveles artísticos comparables a los del pasado, estas estatuas tienen el mérito de conservar viva una tradición que no tardaría en volver por sus fueros. Una curiosa variante de este género, surgida ahora, es la de tallar el retrato del difunto en la tapa de su sarcófago de madera, lo que no sólo se hace en Sakkara, sino en localidades de más al sur, como Asiut y Rife. Este nuevo género había de tener su influencia sobre la escultura en piedra cuando ésta quedase restablecida. Todas las estatuillas de sirvientes, cada vez en números mayores, se hacen ahora de madera y de varias piezas; sobre todo los brazos, suelen ser independientes y por supuesto, los utensilios o herramientas que éstos manejan (muchos de ellos de cobre); a veces los vestidos son de tela natural. Una novedad a señalar consiste en la aparición de grupos numerosos representando escenas de una gran variedad. Las figuras están pintadas; con arreglo a lo tradicional, los hombres tienen una tez morena, las mujeres clara. Las faenas agrícolas ofrecen una rica temática: labradores arando; dos de ellos atendiendo a una vaca en el parto; otros ordeñando vacas o conduciendo un rebaño en presencia del dueño, que contempla la escena desde debajo de un baldaquino; edificios como casas de muñecas, con todas sus habitaciones y las actividades que en ellas se desarrollan; establos del ganado; graneros; talleres de hilado y tejido; panaderías; cervecerías; carpinterías; un matadero en que son sacrificados un buey, una cabra, etc. Las figuras más corrientes, deliciosas algunas de ellas, son las sirvientes que solas, por parejas o en fila, aportan las viandas, las ropas y otros artículos que el muerto necesitará en la otra vida. El traslado lo suelen hacer en un cesto o en un recipiente que llevan en la cabeza sujeto por el brazo izquierdo mientras el derecho se ocupa de agarrar por las alas a un pato u otro volátil vivo. El apogeo de este género de artesanía (arte en ocasiones) tiene lugar durante el Imperio Medio; pero el impulso venía dado desde el Primer Periodo Intermedio. La falta de valor artístico de que adolecen algunas figuras y maquetas se ve compensada por el documental y etnográfico de todas ellas. Una curiosa novedad, aquí como en el relieve, es la aparición de formaciones militares. La serie más impresionante apareció en la tumba de Mesehti, en Asiut. Se trata de dos secciones de 40 hombres que marchan formados en filas de a cuatro sobre tablas. Una de las unidades va armada de escudo y lanza con punta de cobre, machete y casco; la otra es menos uniforme de estatura, sus componentes son algo más bajos y de tez más oscura que los de la primera, y van todos ellos armados por igual, de un arco en la mano izquierda y de un haz de flechas con puntas de sílex en la derecha.
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Por mucha que sea su relación con la escultura en piedra, las estatuas en madera se rigen por sus propias leyes y tienen su propia dinámica. La producción que se desarrolla tan lozana en el Primer Periodo Intermedio continúa en la época de la Dinastía XII y con algo más que lo acostumbrado: estatuas de faraones. En cuanto hasta hoy conocemos, el primer faraón que ha conseguido salvar muestras de las suyas ha sido Sesostris I en dos estatuillas, de poco más de medio metro de altura, procedentes de Licht. Una de ellas (Museo de El Cairo) lo ofrece con la corona del Alto Egipto; la otra (Metropolitano de Nueva York), con la del Bajo. Este distintivo es lo único que las diferencia, pues por lo demás, el rey camina empuñando un largo cayado en la mano izquierda que le da un gracioso aire de pastor de almas. Los rostros tienen una expresión vivísima, como es propio de la madera. También tiene una estatua de madera, y bastante mayor que las anteriores (1,35 m), un faraón por lo demás desconocido: Hor. La estatua representa al ka del faraón; de ahí la pareja de brazos orantes que lleva en la cabeza en lugar de corona, y de ahí también la peluca tripartita, signo de que el personaje pertenece ya al círculo de los dioses. La calidad de la estatua es tan extraordinaria que en medio de tantas obras maestras como encierra el Museo de El Cairo, esta pieza se ha hecho justamente famosa. La halló Morgan en una tumba de pozo de Dahsur y enseguida se ganó la consideración que merece como muestra del exquisito arte del taller de la corte.
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Todos los monarcas de la Dinastía XII cuentan con estatuas, y dos de ellos -Sesostris III y Amenemhet IlI- con un elevado número de ellas. El que de otros reyes no se conserven tantas, puede ser fruto del azar; ya vimos cómo Sesostris I tenía ocupada a toda una legión de trabajadores extrayendo piedra para 60 esfinges y 150 estatuas. Podemos estar seguros de que todas ellas, incluidas las esfinges, portaban su retrato. En efecto: además de los retratos normales han llegado a nosotros varias esfinges y estatuas osíricas que, dentro de sus peculiaridades, constituyen también aspectos de la retratística. El afán de dejar bien cimentada su fama póstuma impulsa a estos faraones no sólo a llenar de estatuas sus tumbas, sino a prodigarlas también, junto con los relieves, en los templos de los dioses y en otros lugares abiertos e iluminados por la luz del sol. En un pozo del templo funerario de la pirámide de Licht aparecieron diez estatuas sedentes de Sesostris I, todas ellas exactamente iguales. Su actitud es la clásica: postura rígida, las manos apoyadas en los muslos, la izquierda, abierta, con la palma hacia abajo; la derecha, cerrada, pero no en sentido vertical, como antes era costumbre, sino horizontal, sujetando un pañuelo enrollado. Como único vestido lleva el shendit, el faldellín corto y plisado que cierra la abertura del centro con una lengüeta vertical. Los atributos reales, el claft, finalmente plisado, la diadema con el uraeus y la barba postiza, enmarcan un rostro juvenil y risueño, expresión a la que contribuyen unas cejas pintadas y más anchas por el centro, sobre la nariz, donde se alzan un poco, que por los extremos. Es un rostro lleno de fuerza, como el cuerpo, y rebosante también de vitalidad, pero en el que parece faltar algo, tal vez la vida interior. También en este extremo él retomo a los ideales del Imperio Antiguo está impecablemente conseguido. ¿De dónde salieron de pronto tantos y tan buenos escultores, tantos maestros en la escultura en piedra? Es innegable que éstos no son la secuela de los que trabajaron en la Tebas de Mentuhotep, dominados por la inseguridad y el primitivismo. Del vigor casi brutal de la mejor de las estatuas de este faraón, no queda aquí el más mínimo vestigio; todo es nuevamente de una perfección clásica. El problema -uno de los varios que aún aquejan a la historia del arte egipcio- carece de solución satisfactoria, pues ésta tendría que explicar no sólo la elevada categoría de los artífices, sino la cantidad de ellos que fue necesaria para atender a una demanda tan alta. Y aquí no cabe pensar en una medida como la que adoptó Augusto cuando decidió convertir a Roma en una ciudad de mármol: hacer venir a todos los buenos marmolistas de Grecia. Otro aspecto de esta problemática estriba en las sensibles diferencias estilísticas apreciables en cuatro zonas del país por lo menos. Para responder a esta cuestión se admite la coexistencia de cuatro escuelas: una que se conforma con soluciones convencionales, en la región del Delta; otra de tendencia realista, en Menfis; una tercera manifiestamente idealista, en Licht, y una cuarta, menos homogénea, en Tebas, o más concretamente, en Karnak. Naturalmente, a nadie se le ocurre pensar que los faraones posasen para tantos retratos como de varios de ellos nos han llegado, y que tienen que ser una mínima parte de los existentes en su día. Por consecuencia, es lógico suponer que el faraón posase para su escultor de confianza y para nadie más. Este realizaría su obra, y de ella se sacarían tantos vaciados como fuesen menester para atender a las necesidades del momento. Este procedimiento, que se halla constatado en la Amarna de Amenofis IV, explicaría la homogeneidad de series como la antes citada de Sesostris I. El mecanismo sería análogo al que se supone para la retratística imperial romana, pero sólo hasta cierto punto, pues lo que no se ha podido comprobar hasta ahora es la existencia de dos réplicas de un mismo original en dos puntos muy distantes entre sí. Una de las peculiaridades de la retratística egipcia de esta época estriba en las enormes diferencias de edad, e incluso de aparente estado de salud, que puede manifestar un rey como Sesostris III, cuya fisonomía de rasgos muy acusados no se confunde con la de ningún otro. Amén de disponer de buenos artistas, este rey tenía un semblante interesante y apesadumbrado, que facilitaba mucho el trabajo de aquéllos. Pero con todo y con eso, hay casos en que uno se resiste a creer que el faraón diese el visto bueno a retratos que hacen visible el desgaste a que ha estado sometido. ¿Será posible que le importara tan poco lo que hoy llamaríamos su imagen? Y aun en el supuesto de que así fuese, ¿qué ocurría entonces? ¿Es que por ventura el rey se retrataba de continuo, o bien que los escultores se permitían actualizar a su gusto al modelo oficial, envejeciéndolo o debilitándolo para dar satisfacción a sus propias ansias de veracidad? No sólo Sesostris III, sino también Amenemhet III, extreman las tendencias individualistas propias de la época, hasta el punto de romper en sus estatuas el marco convencional que hasta entonces había dominado en la estatuaria egipcia. En otros términos, todo lo que en la estatua es humano, individual, sinceramente biográfico, pesa más que lo que aquélla es como tipo. El germen de esta dicotomía existía en la escultura egipcia desde sus comienzos. Basta con comparar la estatua en pie de cualquier egipcio, por ejemplo, Ranofer, con un kouros griego para percatarse de lo que es evidente: en el kouros griego la cabeza y el cuerpo marchan por el mismo camino hacia una meta puramente ideal; en el egipcio, sólo el cuerpo avanza en ese sentido; la cabeza no se despega tanto del hombre real. En este aspecto la escultura faraónica del Imperio Medio se muestra plenamente fiel a lo que era esa esencia de lo egipcio, atenuado en otras épocas, o incluso desvirtuado en alguna muy particular (el expresionismo de Amarna). Sin alterar para nada los cánones del cuerpo y las normas que regían sus actitudes, las estatuas de Sesostris III manifiestan sin rebozo en sus fisonomías el carácter enérgico, duro, inflexible, que constituye su nota dominante; y lo mismo hacen las de Amenemhet III, pero en registros completamente distintos: los de un temperamento reconcentrado, altanero, melancólico a veces. Los artistas no tienen opción para desvirtuar estos matices espirituales que informan el físico, único e individual, que están forzados a perpetuar. De ahí que estos retratos no necesiten de inscripciones para que los reconozcamos, porque son inconfundibles. Nunca el escultor egipcio había llegado tan lejos por este camino. Las estatuas osíricas pueden tener sus orígenes en la Dinastía XI (estatuas del templo de Ermant, usurpadas por Merenptah); pero en todo caso, su implantación se produce ahora con seguridad por obra de Sesostris I. Se trata de colosos de cerca de cinco metros de altura que representan al rey muy envarado, con los pies juntos, todo él arrebujado en un manto largo, del que sólo asoman la cabeza y las manos, cruzadas y cerradas delante del pecho. El rey lleva la barba postiza y la corona blanca, o la roja, según los casos. Las estatuas en cuestión eran hechas en serie para integrarlas en conjuntos arquitectónicos, y por ello gozaban de menos autonomía que las estatuas exentas; pero con todo y con eso, sus semblantes pueden ser muy naturalistas y expresivos. Y, por último, la esfinge, azote de los tebanos, como la calificaron inadecuadamente los griegos, empeñados en hacer de ella, por influencia de los fenicios, no sólo mujer, sino la más fatal de su género. Inventada, como es sabido, en tiempos de Kefrén como exponente del poder del faraón, renace ahora con el mismo sentido y conoce los que fueron probablemente sus mejores tiempos como portadora de vigorosos retratos faraónicos. Más aún: no sólo el mejor, sino el único retrato fiable de Amenemhet II forma parte de una larga esfinge, sobria y estilizada como ninguna, que atesora el Museo del Louvre. Nuestro admirado Vandier, su conservador de antaño, no puede por menos de exteriorizar así su orgullo: "Hay en este león acostado una pureza de línea, un vigor de modelado, una elegancia de forma, una sobriedad en la notación estilizada de lo que no son más que detalles esenciales, que hacen de él, por ventura, la obra maestra del género. Esta sobriedad no excluye, por otra parte, la majestad, antes la subraya. Hay qué admirar el vigoroso corte de las patas delanteras, el modelado muy ceñido de los cuartos traseros y el movimiento natural de la cola en torno al anca. La estilización muy simple de la melena es extremadamente hábil, así como el encaje de la cabeza humana en el cuerpo de león: el claft, con sus pliegues, que recuerdan a los de la melena, forma como una transición que hace menos hiriente el carácter híbrido del monumento". Esta última solución no constituía novedad alguna, pues se hallaba ya presente en la Gran Esfinge de Giza y probablemente también en las que guardaban el templo funerario de Kefrén en la misma necrópolis. El propio Sesostris III, cuyas esfinges son tan personales como sus retratos de cuerpo entero, no creyó necesario introducir cambios en el modelo tradicional y se retrata en ellas con el claft, del mismo modo que sus antecesores. Hay que llegar hasta Amenemhet III para advertir una repentina mutación iconográfica, tan desaforada, que cuando Mariette se encontró con ella en las excavaciones de Tanis, le pareció tan extraña al espíritu egipcio, que la atribuyó a los hicsos, y como hicsos se viene conociendo, aun después de aclarado del todo su carácter egipcio, el conjunto de que forman parte. Hubieron de pasar unos años, sin embargo, antes de que Golenischeff demostrase que las esfinges de Tanis, en medio de toda aquella crin y de aquella falta de claft que las hacían parecer bestiales y por lo mismo bárbaras, ofrecían el semblante de nada menos que Amenemhet III, el bueno y prudente colonizador del Fayum y divinidad máxima de este territorio después de muerto. Era menester no sólo imaginación, sino valentía, para afrontar el problema de encajar un rostro humano en una cabeza de león sin recurrir al expediente del claft. Las crines y las enormes orejas del león puestas en el entorno inmediato de la cara sobrecogen el ánimo del espectador; el predominio de la fiera sobre el hombre que lleva dentro produce escalofríos. Una última acotación al respecto: uno de los sucesores de Amenemhet III -probablemente de la Dinastía XIII- se hizo retratar igual que él, como esfinge realista, para la ciudad fenicia de Byblos. Cuando muchos siglos más tarde esta estatua le fue usurpada por un Ptolomeo, el responsable de la apropiación, no sólo hizo relabrar el rostro, estropeando así el original, sino también la melena, para darle a ésta la forma del claft.
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Una novedad de gran alcance histórico-religioso ofrece la cabeza de Nofret, la reina esposa de Sesostris: el modo como la cabellera está peinada en dos voluminosas crenchas, reminiscentes de bellas caracolas, onduladas y encintadas, que al caer por delante de los hombros acaban en pequeñas espirales. Este será durante siglos el peinado distintivo de la diosa Hathor. Ignoramos si los creadores del mismo se inspiraron en la reina o si ésta se lo apropió por devoción a Hathor. Lo que sí confirman este semblante y este peinado es que la escuela de Tanis, o del Delta, se inicia mucho antes de su consagración por obra de Amenemhet III o de algún otro en su nombre. Kerma, una fortaleza de los egipcios situada a gran distancia de la frontera meridional del país, en lo que entonces se llamaba Kush y hoy Sudán, ha proporcionado abundantes muestras del arte y de la artesanía egipcia que uno podría esperar de un puesto avanzado como aquél; pero junto a ellas, algo que resulta sorprendente, esculturas de tamaño natural, una de ellas de Hepzefa, monarca de Asiut y gobernador de Sesostris I en aquella plaza, donde murió y fue sepultado. Mucho más notable aún que su estatua es la de su mujer, Senui, una bellísima dama a quien el escultor retrató sentada en una actitud y con un estilo totalmente parangonables a los de la estatua de Sesostris I que hemos comentado como representativa de las esculturas de Licht. Una obra de arte tan exquisito, encontrada a tanta distancia de la corte menfita, donde uno sí la esperaría, plantea problemas difíciles: ¿Sería una obra importada; por ejemplo, un regalo del faraón? ¿Tendría Hepzefa a su servicio un escultor tan bueno? En caso afirmativo, ¿hizo éste la estatua en Asiut o en Kerma? Reisner, su descubridor, sostiene que el granito gris en que está hecha procede de cantera sudanesa, pero el aserto no es muy fácil de demostrar. En suma, tenemos aquí un hecho nuevo: esculturas egipcias que salen al extranjero por una u otra razón como salen objetos de lujo y productos comerciales. Como contrapartida, Egipto también los recibe: vajillas de plata de Siria, sellos de Babilonia, vasos cerámicos cretenses del estilo de Kamares, etc.