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Con una orden terminante de "no se hable más de los derechos del hombre" (derecho de propiedad, de libertad, de justicia...), la "Doctrina de Amenemhet" (Amón está en la cúspide), redactada a instancias de su hijo Sesostris I, una vez que aquél fue asesinado por una conjura de palacio, ponía fin al Egipto democrático y autonómico que se había impuesto merced a la concepción herakleopolitana del hombre como señor del mundo y, consecuentemente, del rey como funcionario al servicio del mismo. El objetivo de la Dinastía no era otro que restaurar el Estado totalitario del Imperio Antiguo. Y hay que reconocer que lo consiguió, salvo en un aspecto: restablecer el vínculo espiritual existente antaño entre el faraón y el individuo, en virtud del cual éste creía en la divinidad de aquél. Eso no lo consiguió la Dinastía XII -el Imperio Medio, la época que las generaciones posteriores habían de considerar como más clásica y más egipcia que el mismo Imperio Antiguo-: y de ahí su única frustración, bien visible en las expresiones enérgicas, pero adustas y decepcionadas, de los semblantes de los reyes. Aparte de éste, todos los demás puntos del programa de gobierno fueron alcanzados: orden, tranquilidad, prosperidad material, centralismo, funcionarios en lugar de nobles, poderío militar, ascendiente sobre los países y ciudades del extranjero (Byblos, Ugarit, Palestina), dominio del Sinaí, conquista de Nubia. Como si los dioses quisiesen mostrar su conformidad con el orden imperante, casi todos los faraones tuvieron reinados largos y prósperos, en los que el monarca, una vez alcanzado el umbral de la vejez, asocia al trono al hijo que ha de sucederle y éste asume el mando del ejército y la representatividad del Estado, mientras que el padre se retira a un segundo plano, más honorífico que activo. Esta prosperidad permitirá la realización de un importante programa de obras públicas y urbanísticas, sin renunciar a la construcción de templos, pirámides y estatuas. Así reinaron Amenemhet I (1991-1961 a. C.), Sesostris I (1971-1925), Amenemhet II (1929-1891), Sesostris II (1896-1877), Sesostris III (1877-1839), Amenemhet III (1839-1791). Con éste alcanza Egipto la cumbre de su poderío; seguidamente, comienza a descender con Amenemhet IV (1791-1781) y su hermana Sebekneferure (1781-1777). Esta da paso a la dinastía XIII, de muchos reyes débiles, puestos y depuestos por los funcionarios, que son quienes realmente detentan el poder.
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El sucesor de Amenofis III fue su hijo Amenofis IV, sobre el que se ha vertido abundantansíma literatura, por lo general repugnante, que tenía como objetivo crear alrededor del nuevo monarca un entorno entre místico y extrahumano, supuestamente deseable para los lectores entusiasmados con el misterioso Egipto, de cuya avidez estos creadores de fiemo obtendrían pingües beneficios. Ciertamente, la investigación egiptológica tiene una parte de responsabilidad en tal situación, pues, por una parte ha despreciado la difusión de las aberrantes manipulaciones del simplificado del llamado Akhenatón (y otros extremos de la cultura egipcia), considerándolas como inmerecedoras de su atención; por otra parte, la propia interpretación histórica ofrecida desde instancias académicas provoca con frecuencia cierto sonrojo, pues propicia las espurias versiones que acabamos de lamentar. No obstante, la bibliografía más reciente devuelve las aguas a su cauce, intentando los problemas en procesos de racionalidad asumibles por cualquier inteligencia no alterada por la necesidad del exceso. Aparentemente el mayor atractivo que produce el reinado de Amenofis IV son las alteraciones a la norma cultural, expresadas esencialmente mediante un lenguaje artístico novedoso, el ensayo de un nuevo sistema religioso y la fundación de una nueva capital. Cada uno de estos enunciados encierra un conjunto de problemas adicionales cuya disección sería demasiado prolija. Sin embargo, podemos intentar una explicación sobre la época. La imagen romántica presentaba a Akhenatón como un gobernante revolucionario en lo social motivado por sus particulares inquietudes religiosas. Su degradación física, reflejada en el arte, habría sido -según no pocos investigadores- la razón última de su acción política, sorprendente más por el deseo de los autores modernos que por sus circunstancias reales. Sin embargo, el físico no puede ser la variable significativa del reinado de Amenofis IV, pues la historia está plagada de gobernantes degradados física y psíquicamente que no desarrollan inquietudes similares a las que se atribuyen a Akhenatón. Una de las claves que explican el proceso es el paulatino incremento del poder de los sacerdotes de Amón, que habían acumulado riquezas y prerrogativas hasta el extremo de impedir la independencia del poder faraónico. Mientras el monarca se mantuviera sumiso y aceptara la situación no afloraría el conflicto político. En cambio, un deseo de autonomía en la toma de decisiones por parte del faraón repercutiría negativamente en la estabilidad de las relaciones. Pero la ruptura de ese equilibrio sólo podía ser afrontada por un faraón que se sintiera sólidamente establecido en el trono. Y esa parece ser precisamente la situación de Amenofis IV, cuyo poder se pone de manifiesto en la propia duración de su reinado, más de veinte anos, y en que la condena de su memoria no comienza hasta pasados cincuenta años desde su muerte, y ello a pesar de su abierta confrontación con determinados poderes fácticos del período precedente. De hecho, Akhenatón se manifiesta en su iconografía como faraón victorioso, siguiendo el tradicional prototipo de monarca guerrero, que lo aleja sensiblemente de la imagen pacifista con la que se ha pretendido envolverlo. Es cierto que durante su reinado disminuyen las confrontaciones armadas en Asia y que poco después comenzará a manifestarse un deterioro de la hegemonía egipcia en Palestina y buena parte de Siria. Sin embargo, no tenemos seguridad de que exista una relación causal entre ambas realidades, pues la cantidad de variables que intervienen en la correlación de fuerzas en el espacio internacional es tal que atribuir el deterioro a la conducta personal del faraón es una reducción demasiado simplista, ya que no tiene en cuenta el factor determinante que es la situación interna de cada uno de los grandes estados en liza y sus relaciones políticas. Las propias tablillas de la cancillería real de Tell el-Amarna, que contienen parte de la correspondencia con los estados contemporáneos, ponen de manifiesto la complejidad de la época y la atención de la corte faraónica a los asuntos internacionales. El traslado de la capital desde Tebas a Akhetatón, Horizonte de Atón, actual Tell el-Amarna, se realizó en el año siete u ocho del reinado, por lo que su proyecto debe de ser coincidente con los primeros síntomas del cambio estético que se aprecian ya en algunas obras del segundo año. Todo ello induce a pensar que el monarca había decidido lo que iba a hacer cuando todavía era corregente con su padre. Ya durante el reinado de su abuelo se había introducido el culto al disco solar llamado Atón, que le servirá al faraón de referente y fundamento de su reforma. Esta no puede ser calificada como implantación de una religión monoteísta por diversas razones. En primer lugar porque el cambio sólo afecta a una parte del grupo dominante, el que se instala en el solar amárnico. La masa social permaneció al margen de la reforma religiosa; la paradoja aparece en las casas de los trabajadores de la nueva capital que siguen venerando a Amón. Por otra parte, la persecución de la tríada tebana (Amón, Mut y Khonsu) se produjo, al parecer, en los dos últimos años de su reinado, por lo que la implantación del culto a Atón en el ámbito cortesano fue acompañada por el respeto a las divinidades anteriores, que no fueron excluidas del panteón, pero tampoco instrumentalizadas por Akhenatón para consolidar su poder. En consecuencia, no se trata de una revolución, como a veces es designada, sino de un verdadero golpe de estado (autogolpe se da en llamar a situaciones afines actuales). Tampoco resulta excesivamente apropiado hablar de monoteísmo, concepto quizá ajeno al pensamiento del faraón que se consideraba a sí mismo divino. El problema del monoteísmo está artificialmente construido por la proximidad geográfica y cronológica del modelo judío y se han buscado en vano las posibles conexiones entre los dos sistemas o la influencia en Akhenatón de experiencias religiosas asiáticas. En realidad, todo esto ayuda bien poco a comprender el proceso histórico, por más analogías que se pretendan encontrar entre el "Himno a Atón" y el "Salmo 104: Himno a Yahveh Creador", posibles -en última instancia- por la capacidad de escribir y de leer, que no por una fuente común de inspiración divina. El Himno a Atón no es una declaración monoteísta (a pesar de la expresión aplicada también a otros dioses (¡Oh dios único, que no tiene par!), sino la exaltación de un dios creador (Tú creaste el mundo según tu deseo, el mundo cobró ser por tu mano, incluso de los extranjeros: Todos los países extraños y distantes (también) hiciste su vida, fecundador (¡Creador de simiente en las mujeres, / tú que haces el fluido en el hombre, / que retienes el hijo en las entrañas de la madre), principio vital (Cuando te pones en el horizonte oriental, / llenas todos los países de tu belleza... / Cuando te pones en el horizonte occidental, / la tierra se oscurece, al modo de la muerte), administrador de la providencia (Tú pones cada hombre en su lugar, / tú provees a sus necesidades: / todos tienen su alimento y el tiempo de su vida está decretado), principio inalcanzable, excepto para Akhenatón (Y no hay otro que te conozca / sino tu hijo Neferkheperu-Re Ua-en-Re, / porque le hiciste bien versado en tus proyectos y en tu fuerza). Así pues, Akhenatón se reserva el papel mediador que habían ostentado tradicionalmente los faraones, a través del cual conservaba el control ideológico del Estado. La originalidad en este ámbito queda muy reducida si admitimos que el llamado cisma amárnico no es más que un desarrollo exagerado de la teología heliopolitana de Ra, con el objetivo de restaurar una monarquía teocrática y absolutista, como correspondía al gran Estado desarrollado por la labor de los tutmósidas. El carácter autocrático se expresa con su máxima dimensión en el arte. Ahora más que nunca el faraón se convierte en el tema de representación (aunque sea él en familia) y se busca ese efecto rompiendo los cánones tradicionales mediante una plasmación más natural (no exenta de aberración) y supuestamente más popular. Este es otro de los extremos engañosos de la literatura relacionada con Akhenatón, ya que pocos elementos populares tenían acceso a su arte populista y su supuesta política en tal dirección parece completamente desbaratada cuando en la restauración tebana se tiene que decretar que los agentes del fisco no sigan abusando de los contribuyentes. Ciertamente, Akhenatón estaba demasiado alejado de su pueblo. Amenofis IV había hecho un peculiar uso de Maat y su sucesor, Tutankhamon (es posible que antes hubiera sido heredero Smenkharé, ya que ejerció la corregencia), se vio forzado a restaurar el orden, cuya dimensión exacta se reduce al ámbito de la proyección ideológica y la devolución de las prerrogativas arrebatadas a Amón, pues en lo relativo a los ámbitos estructurales del estado, la realidad no había sufrido alteraciones profundas. Es significativo, desde el punto de vista político por ejemplo, que desde Tutankhamon hasta Ramsés I la sucesión no se realiza de padre a hijo, sino a través del matrimonio, sin que se produzca ningún altercado en la herencia. Y aunque hubiera pérdida de territorios, la crisis en la política exterior tampoco es profunda, pues los sucesores de Amenofis IV resuelven sin dificultades especiales los problemas que les plantea su presencia en Asia. Y en el interior no se aprecia aún la crisis, pues algo más adelante se perciben síntomas de una severa inflación, nada que revele problemas económicos o sociales más acentuados que en cualquier otra época. En consecuencia, la reforma de Akhenatón parece no haber tenido repercusiones más allá del período de Tell el-Amarna. Unos nueve años de la década de los treinta reinaría Tutankhamon, cuya más destacada acción de gobierno fue la restauración de la tradición alterada por su predecesor. La juventud del monarca, que contaba a la sazón con unos diez años, obligó a su pariente Ay a asumir la regencia. Y puesto que el decreto de restauración fue promulgado en Menfis antes del cuarto año del reinado, podemos concluir que el responsable de la nueva política fue el regente. Desde el punto de vista constructivo destaca la atención dedicada a los templos, especialmente en Tebas, a pesar de que la corte fija su residencia en Menfis, quizá por imperativos militares relacionados con la situación en Asia. A los diecinueve años de edad muere Tutankhamon; no parecía destinado a ser uno de los más famosos faraones, pero los profanadores no saquearon su tumba que, ricamente amueblada, permaneció casi intacta hasta su hallazgo en 1922. En ausencia de herederos, su viuda envió un mensaje, presumiblemente inducida, al Gran Sol de Hatti, Suppiluliuma, con el que se mantenían disputas fronterizas desde tiempo atrás, solicitándole el matrimonio con uno de sus hijos, que habría de convertirse en faraón. Lo extraordinario del caso provocó series reticencias en el rey hitita, pero finalmente accedió. Sin embargo, el príncipe enviado murió en extrañas circunstancias camino de Egipto. La complicada situación fue resuelta por Ay que tomó las riendas del poder y se convirtió en faraón, pero por poco tiempo, ya que fallecía cuatro años más tarde. Cabe la posibilidad de que Ay hubiera tenido a Horemheb como regente. Este era un afamado general, comandante en jefe de las fuerzas armadas, tal vez procedente del círculo amárnico y reconvertido ahora en garante del orden restaurado. Su matrimonio con una princesa de la familia real le facilitó el acceso legal al trono y mantenerse en él durante un cuarto de siglo. Este será el último representante de la dinastía XVIII, aunque la línea de los tutmósidas se agota en Tutankhamon. La posición canónica de Horemheb en la dinastía XVIII y el comienzo de la XIX con Ramsés I, justifican el respeto por dicho orden. Durante el reinado de Horemheb Palestina se mantiene firme bajo el control egipcio y las fronteras con los hititas parecen estables. Esta aparente pasividad del militar en Asia resulta doblemente desconcertante, si tenemos en cuenta que tampoco parece haber desarrollado una política de gasto en la erección de monumentos, ciertamente escasos para un reinado tan largo; quizá no sea demasiado aventurado considerar estos factores como síntomas de la situación real en la que se encontraba el estado. Pero no se haría justicia al último representante de la XVIII dinastía si no se hiciera referencia a sus desvelos por la concordia interior, que lo condujeron a una reforma profunda en la administración, según nos transmite una estela procedente de Karnak. La muerte de Horemheb, sin descendencia, pudo haber sumido al país en una crisis sucesoria. Sin embargo, a pesar de no estar tipificados, los mecanismos de sucesión funcionan correctamente, ya que el faraón transmitió sus poderes a otro militar para garantizar la estabilidad. Será Ramsés I, fundador de la nueva dinastía.
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El periodo comprendido entre el 580 y el 540 a.C. se caracteriza por la dinámica social y el desarrollo económico que se aprecia no sólo en la Roma primitiva, sino en la Italia central. En el aspecto agrícola, gracias al saneamiento y drenaje de las zonas pantanosas y a la introducción de determinados cultivos, como el olivo, se produce el paso a una agricultura especializada. También se constata un incremento en las actividades comerciales, lo que decidirá la formación de un pequeño sector mercantil de la economía. La formación de una clase media urbana, organizada en la armada hoplítica y el conjunto de las reformas de Servio Tulio, que comportaron la reestructuración de la clase dirigente, ha sido calificada por muchos historiadores como una auténtica revolución. La figura de Servio Tulio es de por sí oscura y sugestiva. Para algunos, se trataría de un antiguo cliente de los Tarquinios, usurpador del poder. Para otros, sería un aventurero sostenido por bandas etruscas. Y para otros, un tyrannos, excitador en cierto modo del demos o populus en formación y de la tiranocracia contra la aristocracia. La tradición nos dice que era hijo de un etrusco, tal vez de Vulci y de una sierva llamada Ocresia. De ahí su praenomen, Servius = hijo de una sierva. Su llegada al poder está rodeada por una serie de hechos violentos de los que nos informa la tradición etrusca, aunque en la interpretación de éstos persisten aún muchas dudas. En los frescos de la tumba François de la ciudad etrusca de Vulci, se representa a un personaje con el nombre de Mastarna junto con otros dos, los hermanos Aulo y Cello Vibenna, enfrentados éstos con otro grupo de personajes designados por el nombre personal y/o por el étnico. Entre éstos, está Cneo Tarquinio Rumach, o Romano, tal vez el propio Tarquinio Prisco. La interpretación más probable es que se tratara de una coalición contra Vulci integrada por la propia Roma y otras ciudades tiberianas, ya que uno de los personajes que aparecen en este segundo grupo es falisco y el otro de Volsinia. La versión del emperador Claudio (etruscólogo que había emprendido la elaboración de una "Historia Etrusca") sobre Servio Tulio como Mastarna coincidiría con la representación de la tumba de Vulci. Éste -dice-, expulsado de su ciudad junto con los hermanos Vibenna, llegó a ser rey de Roma. El término Mastarna es la etrusquización de magister, lo que presupondría, más bien, que Servio Tulio habría sido sobre todo, un condottiero o un tirano, más que un rey, pero hay que suponer que la diferencia entre rey y tirano no debía ser muy clara en esta época.
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No fue la revolución china, sino el militarismo japonés el elemento determinante de la revuelta de Asia. La razón de las agresiones japonesas contra China de 1932 y 1937 no fue sólo la ambición territorial. Muchos de los oficiales del Ejército japonés estacionado en Kuantung -que fueron quienes, a espaldas de Tokio, provocaron los incidentes que llevaron a la ocupación de Manchuria y a la guerra- pertenecían a los sectores más ultranacionalistas del Ejército: creían fanáticamente en el destino de Japón como líder militar e ideológico de la rebelión antioccidental de Asia. El mismo gobierno títere que Japón impuso en Nankín en 1940 bajo la presidencia de Wang Jingwei- respondió en parte a esa visión. Wan Jingwei (1883-1944) fue uno de los héroes de la revolución de 1911, amigo y colaborador próximo de Sun Yat-sen y líder de la izquierda del Guomindang, y había ocupado altos cargos en el régimen de Chiang Kai-shek. Su régimen tuvo el apoyo de muchos chinos de ideología panasiática y antioccidental. El militarismo ultranacionalista japonés era ya una realidad antes incluso de la I Guerra Mundial. Esta reforzó sensiblemente las posiciones internacionales de Japón. Como resultado, Japón aumentó sus derechos en Manchuria del sur, se hizo con algunas de las concesiones alemanas en China y en 1920, se adueñó, como mandatos de la Sociedad de Naciones, de las islas Carolinas, Marshall y Marianas, antes alemanas. La industrialización japonesa recibió, además, un nuevo y considerable impulso. La sustitución de importaciones, impulsada por el colapso del tráfico mundial, favoreció la producción nacional. La disminución de la actividad comercial europea le permitió capturar gran parte de los mercados asiáticos. La expansión comercial japonesa fue espectacular; su marina mercante, por ejemplo, duplicó su tonelaje. Pero la guerra mundial alteró también de forma notable la estructura de la sociedad japonesa. Por lo menos, generó un nivel de diversificación de la misma muy superior a la hasta entonces conocida. Provocó un aumento notable de la población -estimado en un 6 por 100- y un gran crecimiento de la población industrial y urbana. Cuando al normalizarse la situación económica en 1919 terminó la prosperidad de los años de guerra- que había ido acompañada de un fuerte proceso inflacionista-, el malestar social, las huelgas industriales, la agitación rural (todo ello canalizado por el Partido Socialista, creado en 1901, pero también por organizaciones anarco-sindicalistas y comunistas creadas en la posguerra), adquirieron considerable amplitud y dieron lugar en los años 1919-1923 a graves y violentos disturbios. El terrible terremoto que Tokio sufrió el 1 de septiembre de 1923, que produjo unos 200.000 muertos, vino a polarizar de forma dramática la situación social. La tensión y el horror se canalizaron en actitudes xenofóbicas brutales contra inmigrantes coreanos y chinos; el gobierno desencadenó una dura represión contra todas las organizaciones de izquierda ante la situación de subversión que, en su opinión, se había creado. La estructura de la política pareció también modificarse radicalmente. Los años de la posguerra vieron la irrupción de las masas en la vida política. Significativamente, en septiembre de 1918 llegó al poder Hara Takashi, un hombre de negocios, líder desde 1914 del Seiyukai, el partido liberal, primer plebeyo en llegar a la jefatura del gobierno en toda la historia del Japón. La política japonesa de los años veinte y principios de los treinta giró en torno a los partidos Seiyukai y Kenseikai (el partido conservador dirigido hasta 1926 por Kato Takaaki), que luego se reorganizó como el Minseito, y se asimiló razonablemente a los sistemas parlamentarios de los países occidentales. Hara, por ejemplo, amplió considerablemente el electorado. El gobierno que Kato presidió entre 1924 y 1926 introdujo el sufragio universal masculino (marzo de 1925), intentó reducir la influencia del Ejército, impulsó una política de conciliación hacia China y disminuyó el poder de la Cámara Alta: fue en buena medida un gobierno democrático. El gobierno de Hamaguchi Yuko de 1929 a 1930 logró superar la grave crisis provocada por el asesinato por militares japoneses del gobernador de la Manchuria china, Chang Tsolin, introdujo importantes recortes en los gastos militares y firmó el Tratado de Londres (22 de abril de 1930) que limitaba la fuerza naval de Japón. Liberalismo, civilismo y parlamentarismo, que tuvieron su teorizador en el catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Tokio, Minobe Tatsukichi, habían hecho, por tanto, progresos notables en Japón. El último gran representante de los genró, el príncipe Saionji, que vivió hasta 1940 y murió con 91 años, asesoró siempre al Emperador (desde 1926, Hiro-Hito) a favor de soluciones liberales y parlamentarias. Pero otras fuerzas colectivas habían tomado parecida o superior vigencia social. Los partidos políticos habían ganado poder, pero sus conexiones con los intereses de las grandes corporaciones o zaibatsu (del Seiyukai con Mitsui, y del Kensekai y del Minseito con Mitsubishi) desprestigió la política a los ojos de muchos sectores de la opinión. La Ley de Preservación de la Paz, aprobada en 1925, dirigida claramente contra la izquierda socialista y comunista, limitó el alcance democrático que tuvo la extensión del sufragio. Hara fue asesinado en 1921 por un fanático ultraderechista; Hamaguchi sufrió un gravísimo atentado en noviembre de 1930 del que murió un año después. Los mismos éxitos militares que Japón había logrado durante la guerra mundial reforzaron el espíritu nacionalista de los militares. El Ejército, seducido por la idea de la misión asiática de Japón, aparecía radicalmente divorciado del poder civil y veía con creciente hostilidad la política internacional de distensión seguida por los distintos gobiernos de los años veinte (que culminó en la etapa 1924-27 en la que el barón Shidehara ocupó la cartera de Exteriores). Muchos oficiales jóvenes se dejaron ganar por las ideas del agitador y fanático ultranacionalista Kita Ikki (1883-1937), expuestas en su libro La reconstrucción de Japón, en el que abogaba por la construcción de un imperio japonés revolucionario, militar y nacional-socialista mediante la fuerza, en el que el poder de los partidos políticos y de los grandes consorcios financieros e industriales sería "restaurado" al Emperador, como encarnación sagrada del Japón. Ya en 1927 se supo que unos doscientos oficiales ultranacionalistas habían formado una sociedad secreta y que planeaban un golpe militar. El "incidente de Mukden" -la explosión en septiembre de 1931, en aquella localidad, de un ferrocarril con tropas japonesas, que desencadenó la ocupación de Manchuria- reveló la profunda extensión que la reacción militarista e imperialista había alcanzado en el Ejército. La ocupación de Manchuria fue una decisión unilateral del Ejército de Kuantung. Las órdenes del gobierno, presidido por Wakatsuki Reijiro, del Kenseikai, que supo tarde y mal lo que se tramaba y que quiso detener la intervención militar, fueron ignoradas. Su sucesor, Inukai Tsuyoshi, que, no obstante aceptar el "fait accompli" militar, aspiraba a controlar al Ejército e incluso a detener las operaciones de guerra, fue asesinado por jóvenes ultranacionalistas el 15 de mayo de 1932. Su muerte marcó el fin del gobierno de partidos. En adelante, el Emperador nombró gobiernos presididos por personas de su confianza, hombres como el conde Saito, el almirante Okada, el diplomático Hirota, el general Hayashi, el príncipe Konoye, que no procedían de los partidos políticos, y que parecían tener suficientes autoridad y prestigio ante el Ejército y la Marina como para canalizar desde arriba las ambiciones del militarismo. De esa forma, Japón se vio arrastrado hacia una política exterior cada vez más condicionada por las exigencias de la guerra y de la expansión territorial en el continente, lo que además favoreció positivamente la rápida y notable recuperación económica que el país experimentó desde 1932, tras tres años de profunda recesión, consecuencia de la crisis mundial de 1929. Al tiempo, el país quedó gobernado por gobiernos débiles y no parlamentarios, en una situación pública progresivamente deteriorada por la violencia militar y por las luchas faccionales por el poder que surgieron en el interior del propio Ejército. El episodio más grave tuvo lugar el 20 de febrero de 1936. Al día siguiente de las elecciones generales en las que el partido constitucional Minseito resultó ganador, unos 1.500 jóvenes oficiales de la guarnición de Tokio, identificados con el Kodo-ha (o Escuela de la Vía Imperial), una de las facciones ultranacionalistas del Ejército liderada por los generales Haraki y Mazaki, intentaron un golpe de Estado, asesinando a los ex-jefes del gobierno Sato y Takahashi y a otras conocidas figuras de la vida pública. El "putsch" no prosperó por la firme actitud del Emperador: diecisiete rebeldes -y con ellos Kita Ikki, implicado en la trama- fueron ejecutados. Pero significativamente, el fracaso del "putsch" no sirvió sino para el reforzamiento del propio Ejército como institución y de la facción Tosei-ha (o Escuela del Control), integrada por militares igualmente nacionalistas y decididamente favorables a la guerra con China, como los generales Nagata, Hayasi, Terauchi y Tojo. Aunque en las elecciones de abril de 1937 se produjo una nueva afirmación de los partidos Minseito y Seiyukai, el Emperador encargó el 3 de junio la formación de gobierno al príncipe Konoye, un hombre joven y respetado, de educación liberal y no militarista. Era inútil: el gobierno Konoye se vio arrastrado en tan sólo un mes a la guerra con China por los incidentes que el 7 de julio se produjeron en las afueras de Pekín entre tropas chinas y tropas japonesas del Ejército de Kuantung que merodeaban contra todo derecho por la zona. La guerra chino-japonesa, que se diluyó y prolongó en la II Guerra Mundial, fue una catástrofe en términos humanos y materiales para ambos países. Políticamente, para China el resultado último fue el triunfo comunista de 1949. Para Japón, supuso el principio de su locura imperialista en pos de la creación de un Nuevo Orden en Asia.
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Desde el punto de vista social, Japón, en los siglos que corresponden a la Edad Moderna en Occidente, se encuentra jerarquizado: - Nobleza cortesana (Kuge). - Nobleza feudal de residencia obligatoria (Daimyo). El país está dividido en 279 feudos (Han), cuyos señores -los daimyo- ejercen el poder sobre el campesinado. - Funcionarios y vasallos (Samurai). - Comerciantes. - Pueblo campesino en su mayoría (Heimin). - Parias (Eta., hinin). Además, sobre esta división social ejercen gran influencia las ideas religiosas (Sintoísmo). A la cabeza de ambos aspectos está el emperador, pero el poder imperial, de hecho, fue suplantado desde el siglo XII por el shogun (jefe de los ejércitos imperiales). Desde el siglo XVII la autoridad, compartida con los daimyo, del shogun es casi absoluta. Japón, por otra parte, se encuentra cerrado al exterior. Este aislamiento le permite conservar su tradicional forma de vida. En la primera mitad del siglo XIX hay un cierto desarrollo económico (industrial y comercial) que da lugar a un nuevo tipo de burgués, ligado a los intereses económicos coloniales del Japón y a los países occidentales. Este desarrollo trae consigo, por una parte, la política imperialista japonesa y, por otra, el intento de los países occidentales de intervenir en Japón. A través del tratado de Kanagawa (1854), Estados Unidos obtiene amplias concesiones en algunos puertos, al tiempo que se firman acuerdos comerciales de Japón con Rusia y Francia. Los samurais, instalados sobre todo al sur del país, son partidarios de la introducción extranjera; los daimyo, en el norte, prefieren continuar cerrados. Estas diferencias provocan un enfrentamiento entre ambos grupos, que termina con la victoria samurai. Entre 1867 y 1912 tiene lugar la época Meijí en la que se desarrolla definitivamente un Japón nuevo que, abierto al mundo, sabe guardar sus tradiciones esenciales. A la muerte del emperador Komei, en 1867, el nuevo emperador Mutsu-hito eligió el nombre de Meijí (Gobierno de la luz) para designar su reinado. La transformación se lleva a cabo en tres etapas: a) Superación de la antigua estructura feudal. Las funciones del shogun fueron abolidas en 1868. Los partidarios de los Tokugawa se resisten pero son derrotados a los pocos meses. Los daimyo ceden su poder al emperador para que realice, sin dificultad, el nuevo programa. La Carta de abril de 1868, dirigida a la nación, promete el fin del poder absoluto. La abolición del orden feudal llegó en 1871. Todos los japoneses se consideran iguales ante la ley. Los antiguos feudos son sustituidos por distritos administrativos (Japón se divide en 72 provincias). El emperador abandonó la vieja Kyoto por Edo, que se pasó a llamar Tokio, la capital moderna. En la Carta se asegura el reconocimiento de los recursos del resto del mundo. Por ello, se impulsa la salida al extranjero de los japoneses y la entrada de técnicos y asesores occidentales en el Japón. En 1872 se modifica el ejército, teniendo como modelos el francés y el prusiano. Se configura el servicio militar obligatorio que acabó con la pretensión de los samurais de formar una clase distinta. Se organizan muchos aspectos según los sistemas occidentales: calendario, enseñanza, policía, prensa, derecho, correos, ferrocarril, sanidad, economía (reconocimiento de libre empresa y de enajenación de bienes raíces), moneda nacional (yen, con arreglo al sistema americano) y banca (Banco Nacional). Estas modificaciones provocan rupturas y malestar entre aquellos que se beneficiaban de la antigua estructura. Por ejemplo, los samurais dejan de percibir pensiones y otros beneficios, por lo que organizan una insurrección (1877), que es derrotada y, como consecuencia, queda abolida su condición de tales. Bien es verdad que el nuevo sistema japonés no rompía por completo con el antiguo orden. Así por ejemplo, el impuesto sobre la tierra, que sustituye a los derechos señoriales que los campesinos pagaban a los daimyo en especie. Los daimyo, en vez de recibir arroz, percibirían bonos del Estado e intereses de aquéllos en metálico. Se puede decir que la revolución Meijí no transformó radicalmente la base social del Estado, sino que la amplió. Buena parte de los antiguos señores feudales permanecieron en el poder b) Reformas políticas y crecimiento económico. Dentro del nuevo sistema se crean grupos (partidos, clanes) con diferencias en la forma de llevar a cabo las reformas. Los progresistas tienden a implantar primero las reformas de tipo occidental en Japón y posteriormente expandirse en el Continente. El Partido Radical propugna un orden nuevo pero respetando la tradición nacional, especialmente la divinidad del Tenno. En 1878 se crean parlamentos provinciales que se completan en sucesivos años con la Cámara Alta, integrada por los antiguos nobles (daimyo y Kuge -1884-), primer ministro (nombrado por el emperador -1885-) y, sobre todo, la nueva Constitución (1889), por la que se declara a Japón una Monarquía hereditaria con dos Cámaras, Alta y de Diputados (con 300 miembros elegidos), y autonomía administrativa de las ciudades. El período que separa la revolución Meijí y la guerra ruso japonesa se caracteriza por un régimen político oligárquico con tendencia al autoritarismo. El poder político continúa en manos de los clanes familiares y los Genro (grupo de consejeros del emperador). Una vez que fueron eliminados aquellos que se levantaron por las antiguas costumbres (la principal revuelta estalló en 1877, propiciada por los samurais), los oligarcas en el poder llevaron a cabo el control de aquellos que propiciaban una mayor apertura política. En 1880 se prohibieron las reuniones públicas. En 1889 se promulgó una Constitución que redujo los poderes de la Dieta. En los años siguientes, los oligarcas siguieron imponiendo su voluntad. Los partidos no representaron nunca una amenaza seria para los Genro. Socialmente, los partidos eran conservadores y partidarios de reforzar el poder militar con fines expansionistas. Ellos fueron los que aprobaron la guerra con China. En los años iniciales de la época Meijí, se suprimieron los monopolios económicos de los feudos y se reconoció la libertad de iniciativa comercial e industrial. La venta de tierras se hizo libre. El capital necesario para el "take off" fue aportado por los campesinos, a los que se gravaba con el nuevo impuesto sobre la tierra, el fruto de los bienes de los Tokugawa, la deuda interior y la exterior. El Estado Meijí -receptor de todos estos fondos- realizó el esfuerzo inversor en comunicaciones (en 1904 se superaron los 7.000 km de ferrocarril) y fábricas. Cuando estas empresas se hicieron rentables, a principios de los años ochenta, se transfirieron al sector privado en condiciones ventajosas. Poco a poco, diversos trusts familiares (Mitsui, Yasuda, Sumitomo, Mitsubishi) controlan la industria, el comercio y las finanzas. Sus intereses radican principalmente en la importación de materias primas y energéticas (carbón) y en los mercados interiores de consumo. La guerra con China de 1894-1895 afirmó los lazos entre el Estado y los "trusts" que se vieron muy favorecidos por los encargos del gobierno tanto en período de guerra como los que continuaron con las reparaciones que tuvo que pagar China. El crecimiento japonés fue muy rápido. El carbón empleado en 1875 era de unas 600.000 Tm en 1875 y más de 13.000.000 en 1903. Se calcula que el volumen del conjunto de actividades derivadas del comercio, finanzas e industria pasó desde 1894 a 1903 de algo más de 250.000.000 de yenes a cerca de novecientos. A comienzos del siglo XX, Japón era un país con una estructura comercial que marcará la tendencia del resto de la centuria: beneficios crecientes en explotaciones de productos manufacturados y aumento en importaciones de materias primas. La base social de los campesinos no se vio favorecida de igual manera. Como hemos visto, soportaron en buena medida los impuestos que permitieron el despegue económico del país, pero la gran mayoría de los agricultores permanecían en una situación difícil en el marco de la pequeña explotación individual. La economía rural no evolucionó al mismo ritmo que los sectores secundario y terciario. c) Evolución hacia una gran potencia imperialista. El tipo medio de militar conservador, después de restablecido el poder imperial, rechazaba las influencias occidentales y consideraba más importante la expansión japonesa en el continente que las reformas interiores. El ejército y la marina en su conjunto tenían objetivos imperialistas. Aunque en el orden comercial los países occidentales impusieron tarifas aduaneras hasta 1911, desde su proceso de modernización, Japón había sido tratado en pie de igualdad con las potencias occidentales. Durante el último tercio del siglo XIX, Japón se afirmó en Extremo Oriente. Sin embargo, supieron esperar. En 1873 -cuando se anexiona las Bonin- los oligarcas rehusaron lanzarse a la conquista de Corea reclamada por los samurais. En 1875 obtiene las islas Kuriles a cambio -con Rusia- de la de Sajalín. En años sucesivos obtiene otras islas del Pacífico. Veinte años después de la petición de los samurais tuvo efecto el comienzo de la expansión en el continente. La intervención de tropas japonesas y chinas en Corea provoca la guerra chino japonesa (1894-95). La superioridad japonesa termina con la ocupación de Seúl, Dairen y Weihaiwei. En la paz subsiguiente (1895) China cede Liao-Tung, Formosa y las islas Pescadores al Japón, al tiempo que reconoce la independencia de Corea, que pasa al área de influencia japonesa. Rusia no estaba dispuesta a que la península de Liao-Tung quedara en manos japonesas por cuanto impedía la posibilidad de que un ramal del ferrocarril Transiberiano llegara hasta los puertos que no estuvieran bloqueados por los hielos cuatro meses al año. Por ello, con ayuda de Francia y Alemania, exigieron la retirada de Japón a Port Arthur. Japón cedió. Tras la eliminación de China en el área de Corea, quedaban frente a frente Rusia y Japón. Japón fortaleció su ejército y creó una flota moderna. En 1894 poseía 58 barcos de guerra bien armados. A partir de 1895, hizo crecer considerablemente la flota y el ejército. Los militares japoneses se impusieron a los políticos y se preparaban para una guerra abierta con Rusia, que no tardaría en llegar. Por otra parte, Japón intervino, en 1900, en la Guerra de los Boxers a favor de las potencias occidentales, en el mismo plano que ellas en participación y en beneficios obtenidos. Esta acción es un signo evidente del papel que Japón tendrá en Asia a lo largo del siglo XX y de su relación de país aventajado en el continente, midiendo sus fuerzas con los países occidentales.
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En el año 707 murió a los veinticinco años el emperador Mommu Temnu, siendo sucedido en el trono por su madre, la emperatriz Gemmei (708-714), que acabó con la costumbre de tener una corte itinerante, o de cambiarla de ciudad tras la muerte de un soberano. En el año 710 la ciudad de Nara, en la provincia de Yamato, se convierte en la residencia imperial. En Nara residieron sucesivamente ocho emperadores, y tuvo lugar, en el siglo VIII, un florecimiento artístico y literario que culminó con la compilación del "Nihonshokio" o primeras crónicas imperiales, escritas en lengua china, y en las que se recogían los orígenes mitológicos de las dinastías reinantes. También se construyeron suntuosos templos dedicados a Buda, destacando el de Todaiji, en la propia Nara, para honrar una estatua gigante dorada de Buda de 16 metros de altura. La época Nara estuvo llena de enfrentamientos cortesanos, sobre todo durante los dos reinados de la emperatriz Koken (749-758 y 764-770) en que se registraron una serie de luchas palaciegas entre su ministro Fujiwara Nakamaro y el influyente sacerdote budista Dokio. Estas luchas, que pusieron en peligro el trono y la vida de la emperatriz, abrieron los ojos a los círculos palaciegos que se dieron cuenta del peligro que podía representar la influencia de un clero poderoso en la dirección del imperio, lo que fortaleció la figura del emperador y determinó al emperador Kammu (781-806) a buscar una nueva capital para alejarse de los numerosos monjes budistas que controlaban Nara. Primero se instaló en Nagaoka, para trasladarse en 794 de manera definitiva a Kyoto, también llamada Heian (La Paz), que fue la única residencia imperial hasta 1868. En la nueva y definitiva capital se gestará y culminará un nuevo régimen imperial, en que poco a poco el soberano fue perdiendo el ejercicio efectivo del poder, para sólo conservar su autoridad sagrada como única fuente de legitimidad. Durante el reinado de Kammu, y junto a una reforma estatal interior y trabajos de construcción, se lleva a cabo una actividad política exterior de considerable alcance, aparte del traslado de la capital. El principal éxito que se logró fue la derrota definitiva de los ainu, los primitivos habitantes del Japón. Las guerras contra los ainu apenas habían tenido hasta entonces éxitos positivos. Sólo el emperador Kammu cambiaría la situación gracias a las reformas que llevó a cabo en las guarniciones del Norte, que se formaron con soldados profesionales, y su creación corrió a cargo de los señores feudales locales. Los ainu fueron vencidos definitivamente el año 812, y tuvieron que huir a la isla de Hokkaido, en el Norte. El general de Kammu, Sakanone Tamuramaro, fue el primero que recibió el titulo de Sei-i-tai Shogún, o sea, generalísimo para vencer a los bárbaros. La historia de Japón continúa durante las épocas Heian y Fujiwara.
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Varios son los periodos de la Historia Universal que reciben el nombre de Edad Oscura, término que, por una parte, se ha aplicado normalmente con una connotación negativa para referirse a épocas carentes de brillantez. Por otra parte, sin embargo, la denominación alude a la oscuridad producida por la carencia de fuentes. En este sentido, resulta aceptable para referirse al período comprendido entre los siglos XII y VIII a.C. en Grecia. Entre la desaparición del brillante mundo de los palacios micénicos y el renacimiento producido cuatro siglos más tarde, cuya principal manifestación fue la aparición de la escritura y, posiblemente, la redacción escrita de los poemas homéricos, el conocimiento de la historia griega se hace especialmente difícil, por una carencia de fuentes que, sin duda, responde a realidades estructurales. De ahí que, a semejanza del período de la historia europea comprendido entre la Antigüedad clásica y el Renacimiento, también se haya denominado Edad Media griega, con evidente pero justificada impropiedad. Los signos del Renacimiento se identifican con la aparición de los poemas homéricos, "La Ilíada" y "La Odisea", obras referidas al pasado, que sirven para definirlo como mundo de los héroes. El escenario de los poemas se sitúa en el mundo micénico, de forma que todo el período se halla marcado por sus contenidos, por haber sido posible vehículo de transmisión y de elaboración constante, así como por haberse convertido ideológicamente en el periodo donde fraguó la imagen que los griegos se hacían de sí mismos. Realidad e imaginación se entrelazan para configurar las representaciones de una época oscura que deja entrever por ello mismo su complejidad.