El período conocido en la ordenación cronológica del mundo romano como Alto Imperio coincide en líneas generales con los siglos en los que se realiza una intensa romanización del territorio de la Península Ibérica. La valoración del proceso no puede limitarse exclusivamente a sus elementos culturales, que permiten al mundo clásico justificar la conquista romana y su materialización, la constitución del último de los grandes imperios antiguos, mediante la tópica contraposición entre cultura y barbarie. Semejante planteamiento puede observarse en la descripción geográfica y etnográfica que Estrabón nos ofrece a comienzos del principado sobre la realidad de Iberia y los efectos de la paz romana. Es incuestionable que la proyección de la cultura helenística y de la lengua latina modificó la realidad preexistente y condicionó la evolución histórica posterior en aspectos trascendentales. No obstante, las transformaciones culturales deben relacionarse con procesos más generales en los que se integran, el más importante de los cuales es el de la instauración del modelo de ciudad romana como instrumento imprescindible para el funcionamiento de un ordenamiento imperial escasamente burocratizado durante sus primeros siglos. En la ciudad convergen los intereses de la administración imperial y los de la aristocracia local, cuya posición privilegiada posee en el Imperio el marco idóneo para sus actividades económicas y para sus aspiraciones políticas a la vez que la garantía de su existencia en un ordenamiento social dominado por las desigualdades naturales, que justifican para la cultura clásica la existencia del esclavo, y por un intenso ordenamiento piramidal de la comunidad ciudadana, a la que se concibe teóricamente como isonómica en sus derechos civiles y políticos. La proyección del modelo en las provincias hispanas genera un tipo de relación centro-periferia propia de las estructuras imperiales, que se reproduce en el interior del territorio peninsular en la articulación de las provincias. Este tipo de relación, donde se genera la correspondiente explotación y trasvase de riquezas desde Hispania a Italia, posee su dinámica evolutiva que se materializa en una progresiva dependencia de Roma de los territorios periféricos que finalmente dan lugar a la provincialización del Imperio. La evolución del sistema también se observa en la propia transformación de la ciudad en la que inciden las vicisitudes generales del Imperio con sus crisis dinásticas y con las presiones de las gentes externae que afectan a Hispania desde el sur, como ocurre con las razzias de los Mauro durante el reinado de Marco Aurelio, y por el norte desde donde se proyectan francos y alamanes en los años 259-260 y posiblemente en el 276 d.C. Pero también los cambios que la transforman se generan por la evolución de su ordenamiento interno; las modificaciones que se operan en la agricultura mediante la mayor proyección de las explotaciones imperiales y a través de la concentración de la propiedad, que crean una nueva relación campo-ciudad, que termina transformando tanto el núcleo urbano por la crisis de la cultura evergetista de sus elites aristocráticas, como la explotación del campo, donde se proyectan sublevaciones campesinas como las que en el 186 d.C. protagoniza la llamada revuelta de Materno que afecta a la Galia y a Hispania. Todo ello converge en la progresiva consolidación de una nueva realidad histórica propia de Hispania en la Tardía Antigüedad, en la que comienzan a reutilizarse los elementos culturales y materiales del período clásico, que de esta forma comienzan su transformación en arquetipos de la llamada civilización occidental.
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El territorio de los indios Charcas fue considerado parte del hinterland del Perú hacía el Oriente, tras Cuzco. Allí se fundó la ciudad de Chuquisaca (llamada luego La Plata y hoy Sucre) en 1538. Fue luego escenario de la rebelión de Gonzalo Pizarro y empezó a tener importancia a partir de 1545, cuando se descubrió la gran mina del Potosí, un gran cerro de plata a cuyo amparo surgió la ciudad más populosa de toda América. La Villa imperial, que así se llamó, llegó a tener 120.000 habitantes, albergando un teatro, 36 casas de juego y 14 salones de baile. El Pacificador Lagasca mandó construir otra ciudad importante en 1548: La Paz. Le siguieron otras como Cochabamba (1572) y Tarija (1574). El año 1561 se fundó la Real Audiencia de Charcas en Chuquisaca, asumiendo esta población cierta relevancia regional, sobre todo después de establecerse allí la Universidad de San Francisco Javier (1624) por los jesuitas, al abrigo del Colegio de Santiago. Durante el siglo XVII se erigieron otras poblaciones notables, como Mizque (1603), avanzada frente a los chiriguanos y San Felipe de Austria (1606), en la mina de Oruro, cuyo nombre tomó finalmente la ciudad. Charcas fue el gran corazón minero de Suraméríca y lugar de peregrinaje de todos los mitayos, que iban a extraer plata a Potosí o azogue a la cercana Huancavélica. A cambio de la plata llegaban ganados, alimentos, manufacturas costosas y baratas y un sinfín de aventureros. Durante el siglo XVII, Potosí fue escenario de la lucha entre vascongados y vicuñas. Los primeros -de origen vasco- detentaban el capital y el poder urbano y los segundos -andaluces, extremeños y criollos que usaban sombreros de vicuña- lucharon por arrebatárselo. Con todo, el mayor escándalo ocurrido en la Villa imperial fue el descubrimiento de que en su Casa de Moneda se había acuñado un circulante adulterado con cobre. La divisa potosina se utilizaba en toda Europa y hasta en Oriente, por lo que el pánico tuvo resonancia mundial. La Corona ordenó rebajar el valor de las piezas al 75% de su valor nominal.
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Quizá entre los retratos que Vincent pintó en Amberes sea éste el más expresivo al tratarse de una mujer popular. Su cofia blanca tiene toques en azul mientras que el verde inunda algunas partes de su rostro. Esta importancia del color está motivada por la admiración de las obras de Rubens que Van Gogh contempló en Bélgica. Los ojos de la señora impactan en el espectador mientras que sus carnosos labios y su gesto parecen querer dirigirse hacia nosotros. El carácter severo de la tradicional ama ha sido perfectamente interpretado por el artista.
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África es el único continente del planeta en el que aparecen fósiles que, a manera de eslabones, han permitido hablar de orígenes humanos a partir de un primate ancestral. Los más antiguos restos, a datar hace unos cuatro millones de años, se han encontrado en África oriental, en la depresión de los Mars (Etiopía), y también en Kenya y en África austral. Estos descubrimientos permiten hoy hablar de un phylum genético que a finales de la Era Terciaria diferencia a Australopithecus / Australantropos, a los que, junto con el llamado Homo habilis, hay que considerar quizá los primeros homínidos que conoció África, en la transición del Pleistoceno al Plioceno. A estos primeros homínidos se viene atribuyendo desde hace medio siglo la fabricación de los primeros útiles en hueso y piedra que darán lugar, por un lado, a la llamada industria osteodontoquerática y, por otro, a la Pebble Culture, en un continente de paisaje un tanto distinto al de ahora, si tenemos en cuenta que por entonces la llamada línea del Ecuador y desde la etapa geológica del Villafranquiense, tendía a situarse en su actual ubicación como consecuencia de la traslación que a su vez conocían los polos, fenómeno éste que propició distintos períodos glaciares e interglaciares, así como interestadiales en el continente euroasiático y América del Norte, y en África, los llamados períodos pluviales e interpluviales. Fenómenos geológicos y climáticos que darán lugar asimismo a diversas transgresiones marinas cuyo estudio en el litoral norteafricano ha permitido el ambiente y paisaje que conoció el Viejo Mundo en los momentos de la emergencia de la Humanidad, cuya cuna actualmente se sitúa en el África oriental a partir de un primate progresivo más o menos emparentado con diversos Australopithecus y que, por una convención de la comunidad académica, hoy se conoce bajo el nombre de Homo habilis, del que conocemos un esqueleto femenino casi completo, bautizado Lucy, descubierto el 30 de noviembre de 1974 en Hadar (Etiopía) por el antropólogo norteamericano Donald C. Johanson. Se le considera antecesor de otro primate al que los primeros paleontólogos bautizaron con el significativo nombre de Pithecanthropus, tras conocer sus primeros vestigios -antes que en Kenya- en Indonesia y China. Es el que hoy se denomina, simplemente, Homo erectus, hallado en Koobi Fora (Kenya), atribuyéndose al mismo el progreso técnico que supone el que mediante la proyección de particulares estereotipos mentales pudiera transformar la tosca industria de los guijarros trabajados -Pebble Culture- en otra de bifaces líticos que permite hablar ya de horizonte del Acheulense, dado que sus primeros documentos se encontraron hace ya algo más de un siglo en Saint Acheul, Amiens, Francia, atribuyéndose al entonces casi inaferrable hombre antediluviano. Hoy sabemos que el Homo erectus vivió hace unos 800.000 años en diversas regiones africanas. Localizado en Ternifine, Argelia, por el paleontólogo C. Arambourg, fue conocido durante algún tiempo bajo el nombre de Atlanthropus mauritanicus, viviendo asimismo en Marruecos (Sidi Abderraman, Tebara, etcétera). En realidad, fue un Homo erectus como los que se manifestaron en Europa durante el interglaciar Mindel-Riss (Torralba en Soria y Atapuerca en Burgos, España; Swanscombe en Gran Bretaña; Mauer en Heidelberg, Alemania; Vesterzöllös en Hungría, etc.). Al Homo erectus sucede asimismo en el Viejo Mundo el llamado Hombre de Neanderthal o del valle de Neander (Düsseldorf, Alemania), descubierto en 1859 y que lograría mayor celebridad que otro espécimen similar localizado y estudiado once años atrás (1848), en el peñón de Gibraltar por el teniente Flint. A este homínido progresivo se le considera ya sapiens (Homo sapiens neanderthalensis). Al igual que el Homo erectus, pudo surgir en el continente africano y desde éste expandirse por todo el Viejo Mundo convirtiéndose en el homínido dominante durante todo el Pleistoceno Medio. Se ha registrado su presencia en numerosos yacimientos africanos, tales como Haua Fetah (Libia), Yebel Irhoud y Tánger (Marruecos), Broken Hill, Zambia, Saldanha (República Sudafricana), etc. Su presencia se asocia con la aparición de una facies industrial (lítica) particular, conocida desde antiguo como musteriense, tras conocerse sus primeros productos en la cueva de Le Moustier, Dordogne (Francia, 1865), industria que tendrá amplia manifestación en el norte y sur del Sahara con variantes. El Homo sapiens sapiens fossilis, quizá nuestro más directo antepasado, se presenta en África al final de un período pluvial (Gambliense), posiblemente a la vez que en Europa se impone una tercera Edad de Piedra (Paleolítico Superior) con útiles característicos. A la larga terminará imponiéndose al hombre de Neanderthal que le precedió. Al igual que en tipos humanos anteriores, es ocioso, hoy por hoy, hablar de la existencia de razas, aun cuando se establezcan diferencias más o menos sutiles. Así, por ejemplo, entre el llamado hombre de Grimaldi -al que se le atribuye un carácter negroide- y hombre de Cro-Magnon, así llamado tras el desvelamiento del primer espécimen del tipo en el lugar así denominado de Les Eyzies, Dordogne (Francia), y que presenta singulares afinidades con otros esqueletos encontrados en África del Norte, concretamente en Afalu-Rummel, Metchael-Arbi o en el archipiélago canario, poblado tardíamente. Este tipo difiere un tanto de otros localizados en Singa, Elmenteita, Asselar, Boskop y otros parajes africanos, por lo que cabe pensar en una paulatina adaptación climática que preludia su diferenciación en distintas razas y etnias a sucederse hasta el mismo umbral de la Historia. Es obvio que las distintas humanidades que van sucediéndose en el Viejo Mundo y en consecuencia en el continente africano, son los artífices de las distintas tecno-culturas que conoce la llamada Edad de la Piedra Tallada o Era paleolítica que se presenta en el transcurso de todo el Cuaternario / Pleistoceno, hasta su clausura con la aparición, coincidiendo con el Post-Pleistoceno / Holoceno, del llamado Mesolítico -período de transición en el que domina el microlitismo- y la imposición de la que hoy conocemos como Edad de la Piedra Nueva -piedra pulida-. Esta es más conocida como Era Neolítica, en la que se pasa de una economía de depredación a otra de producción, tras el conocimiento y difusión de diversas invenciones en Anatolia y Asia Anterior tales como el agrocultivo, la ganadería, así como logros técnicos que configuran la vida tribal antes del conocimiento del metal y otros bienes culturales que habrán de caracterizar la llamada Protohistoria, antesala de la Historia. El carácter sintético de las presentes páginas sólo nos permite fijar unos hitos que suponen la enumeración sucesiva de las distintas facies culturales por las que atravesó el continente africano en la Edad de Piedra, con logros que quizá puedan considerarse vestigios más o menos espectrales de las más antiguas tradiciones culturales africanas. Se suceden así la ya citada Pebble Culture, a remontar a cerca de los tres millones de años con documentos líticos de la más antigua cultura conocida. Ubicada en el Pleistoceno Inferior, esta cultura de guijarros viene asociándose indistintamente, ya a ciertos australopitécidos, ya el primer Homo habilis, que vivían de una economía depredatoria, practicada en bandas, diversificada entre la caza y recolección y asimismo en la práctica carroñera -aprovechamiento dietético de cadáveres- y restos proteínicos dejados por fieras, etc. Como utensilio polivalente será utilizado el guijarro preparado, Pebble de los tratadistas anglosajones o Galet amenagée de los franceses. La industria de los guijarros seguirá vigente, aunque en menor escala, en las humanidades sucesoras de los habilinos, por lo que muy bien pueden encontrarse guijarros tallados en todo el Viejo Mundo desde la Península Ibérica a China, sin saber de su real artífice. Bastante posterior es la llamada cultura de los bifaces, cuya presencia en África inicia la denominada Old Stone Age, que supone ya una conquista técnica sobre la Pebble Culture por parte del Homo erectus, que impondrá su presencia en el continente desde el Pleistoceno Medio hasta los inicios del Pleistoceno Superior. El útil arquetípico lo constituye el bifaz lítico de contextura almendrada, tallado sobre una piedra muy dura (sílex, cuarcita, gres compacto), por ambas caras, constituyendo un útil polivalente trinchante que lo mismo se usará como arma defensiva u ofensiva que para cortar / tajar / desbastar madera y hueso o sajar tejidos orgánicos. Derivados o coetáneos al bifaz emergen otros artefactos líticos: hacheraux, picos, puntas, etc. Los primeros bifaces logrados a partir de un núcleo y dotados de un filo sinuoso, corresponden a un horizonte industria que en Europa se denomina Abbevillense o Chelense escasamente representado en África. El virtuosismo logrado en la técnica artefactual da lugar a los llamados bifaces amigdaloides cuyo uso en cambio se extiende por todo el continente africano, donde llegan a proliferar auténticas canteras de extracción -como los llamados campos de bifaces- de Mauritania, del Mali saharaui y nigeriano, de Kenya-Tanzania, etcétera. El hombre ha conquistado ya plenamente el uso del fuego quizá legado de los habilinos de Olduvai y domina la gran caza. Asimismo sabe talar arbustos y confeccionar cabañas y paravientos. Desplazándose a través de la sabana, escenario de su actividad económica, terminará penetrando en la selva. A finales de la Old Stone Age, que se desarrolla en el horizonte de la pluviación kangerense, van apareciendo otros útiles. Así el pico sangoense. Paulatinamente se impone la utilización de lascas líticas al emerger la llamada técnica levallois / musteriense a desarrollar por el Homo sapiens neanderthalensis que terminará desplazando el Homo erectus. Los primeros restos fósiles de neanderthales africanos se han datado mediante el carbono radiactivo (C-N 14) hace 39.000 años, en distintos parajes marroquíes. Allí, al igual que en Gibraltar, el hombre de Neanderthal se guareció en cuevas, utilizó habilidosamente el fuego y diversos útiles, viviendo de la caza y la recolección. Algunos autores consideran a los neanderthales norteafricanos artífices del Ateriense, facies cultural identificadas en Bir-el-Afer, Constantina, Argelia, a surgir de la técnica del lascado levallois, obteniéndose dobles desconchados en la base de puntas líticas, logrando un pedúnculo y prefigurando quizá una punta de proyectil a enmangar en un astil de madera, supuesto en el que más de un prehistoriador intuyó las claves del Solutrense europeo. Invención ésta que se manifestará también en Stillbay, El Cabo, África del Sur, originando el Stillbayiense, pero también en Magosi, Uganda, dando razón de ser al Magosiense. Con la llamada Late Stone Age se abre otro período de la Prehistoria africana, caracterizado por la aparición del Homo sapiens sapiens que impone en todo el Viejo Mundo una tecnocultura basada en útiles ligeros de piedra -leptolítico- a base de hojas, buriles y diverso utillaje. Se entra ya en el Paleolítico Superior propiamente dicho. A su vez el Ateriense dio vida a técnicas inéditas como las que presenta la obtención del segmento circular lítico, a fin de cuentas un microlito a enmangar. Coetáneamente se impone el renacimiento de las llamadas industrias del hueso con punzones y otros útiles, e incluso la invención del arco. Surgirán así diversas industrias microlíticas, como el Wiltoniense -así llamado por la Granja Wilton de El Cabo-, el Tsitoliense, una especie de pre-Neolítico, el Lupembiense, etcétera. Hacia el 9.000 a.C. y el inicio de los tiempos post-pleistocénicos y con ellos del Holoceno, África se encuentra en el umbral de una transición cultural que preludia la recepción de la llamada revolución neolítica. Por entonces, África del Norte conoce un clima templado y benigno, con las industrias microlíticas del Capsiense, así denominado por la localidad de Gafsa, Túnez, donde se localizaron sus primeros productos, y también del complejo íbero-maurisien, a asimilar a un Mesolítico del África Menor, que florece en el Magreb, no traspasando la barrera saharaui y al que cabe atribuir unas características puntas líticas, las puntas de La Muilah. Los caracoles terrestres constituyen ahora la dieta habitual de los magrebíes mesolíticos, marcando, al igual que sucede en el litoral atlántico de la Península Ibérica por el consumo de patelas y otros mariscos, el tránsito hacia un nuevo horizonte económico menos precario. Ello supone que, tras un período pluvial que cambia el sur del Sahara en un paisaje lacustre similar al que hoy ofrecen ciertos parajes del actual Chad, pueda establecerse una cierta circulación entre el Níger y el Mediterráneo con trasvases de faunas y hombres. Después se iniciará el lento desecamiento que, por lo que sabemos, llega hasta hace 4.000 años y que escindirá el África en dos bloques, el del mundo mediterráneo y el del ámbito ecuatorial, entre los que sólo habrá de existir el río Nilo como único vínculo o nexo. Coetáneamente el Próximo Oriente, tras el Mesolítico, conocerá la gestación de la llamada revolución neolítica que habrá de suponer una metamorfosis económica, societaria y cultural de la Ecúmene y que hace que en el vasto ámbito geográfico conocido como Creciente Fértil, que abarca Egipto, Siria-Palestina, Líbano, Anatolia, Asiria e Irán occidental, convertido en encrucijada innovadora, el hombre pase de la recolección vegetal a la agricultura, y de la caza a la ganadería y técnicas agropecuarias. Surgen así la cerealicultura y la domesticación, tras domeñar determinadas plantas y animales, incluido el perro. Aparecerán las primeras aldeas o habitaciones en comunidad, construidas en piedra y adobe, y también la artesanía en serie -como por ejemplo, la cerámica- y la distinción del arte propiamente dicho como técnica especializada. Surgen también nuevas experiencias religiosas junto con la magia tribal y muy pronto las sociedades humanas hacen viable, ya el cacicazgo, ya la realeza como formas políticas. El hombre se especializa en técnicas de náutica, tras la utilización de piraguas monoxílicas realizadas a partir de troncos ahuecados y el uso de flotadores y contenedores en piel previamente impermeabilizados. Dominando las técnicas alfareras conseguirá asimismo confeccionar contenedores aptos para la conservación y transporte de alimentos y líquidos. Simultáneamente se logra un particular progreso en las técnicas de cestería, urdimbre y tejido con plantas como el esparto, el lino, el cáñamo, el papiro, etc. La depresión del El Fayum, cuenca de un viejo lago, conoce los primeros asentamientos en aldea. Por entonces es posible que la agricultura hubiese ya llegado al África negra desde Nubia, llevada desde Egipto, ganando las mesetas etiópicas por un lado, y las cuencas del Chad y Níger, por otro, entre el 3.000 y el 2.000 a.C. Mientras, en las selvas y sabanas del África Central y del Sur se seguía viviendo en el pasado, con formas económicas obsoletas. El Sahara con sus enormes sabanas albergará grandes rebaños de bóvidos, conducidos por los pastores quizá antecesores de los actuales peuls, quienes en numerosos acantilados, canchales y grutas del hoy desierto, dejarán admirables grabados y pinturas evocando muchas de las realidades de su vida cotidiana. Por desgracia, el excesivo aprovechamiento de los escasos recursos vegetales de un Sahara en desecación acentuará el proceso de desertización y estos pastores no tendrán otra alternativa que descender con sus rebaños hacia las sabanas del sur. La investigación arqueológica ha permitido reconocer en todo el África, y particularmente en la occidental, desde el centro del Sahara al golfo de Guinea, cientos de lugares que hace miles de años fueron campamentos neolíticos. Tales sitios abundan sobre todo al sudoeste del Sahara: Cabo Blanco, cuenca del Adraar en Mauritania, Tilemsi, Teneres del oeste y del este, etc. Vestigios del utillaje entonces empleado son asimismo fácilmente localizables en el mismo suelo, barrido continuamente por la erosión eólica. Vestigios que se encuentran asimismo más al sur, aunque de más difícil detección, al encontrarse bajo las arenas, tierra o vegetación. Sólo pueden localizarse en circunstancias excepcionales, como la erosión, la deforestación o el labrantío, las mismas excavaciones. El antiguo Sahara español da testimonio de una remota ocupación y sus vestigios se extienden incluso por toda Mauritania. Entre ellos, hermosos arpones de hueso, huesos de hipopótamos y cocodrilos entre otros, son mudos testigos de la tragedia de la sequía que asoló el Azawad y Arauane -Mali-, y parecen probar que una región hoy totalmente desecada conoció otra vida en el Neolítico con lagos y abundante fauna. Asimismo, al sur de Mauritania y a lo largo del pliegue Tichit-Ualat pueden verse casi intactas decenas de aldeas neolíticas de agricultores, construidas con piedra sobre basamentos rodeados de muros de contención, y próximos a acuíferos. Estas aldeas, que a veces poseen monumentos enigmáticos de piedras alineadas en tripletes, vienen siendo descubiertas mediante la fotografía aérea y esperan su estudio por el prehistoriador. La investigación antropológica ha demostrado la unidad u origen global de la especie humana actual, a la que indistintamente pertenecen, entre otros, un pigmeo, un chino, un negro bantú, un fueguino, un gitano o un escandinavo, por lo que, más que razas, hoy se prefiera hablar de adaptaciones raciales que han originado diferentes grupos de población.
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Según parece, Praxíteles vivió respetado en Atenas, sin ausentarse casi de allí. Su obra era muy apreciada, y pudo dejar a sus hijos, Cefisódoto el Joven y Timarco, un taller en plena actividad. Sin embargo, sería grave error considerarlo el único artista en la Atenas de su época: de los talleres áticos salieron por entonces cantidades ingentes de obras escultóricas. En primer lugar, habría que referirse, sobre todo, a las múltiples estelas funerarias; quizá muy pocas sean magistrales en su concepción, pero todas ellas mantienen un nivel medio muy alto, y nos muestran que en Atenas se defendían, junto a los planteamientos de Praxíteles, los de otros muchos artistas que allí pasaron años de su vida. No podemos dejar de mencionar por lo menos dos: Silanión, un retratista fuerte, algo seco, a juzgar por las copias que nos han llegado de su Platón, y Eufránor, hombre polifacético, más conocido como pintor, al que debe atribuirse un bellísimo original escultórico: el Apolo Patroo. Es un magnífico torso de Apolo citaredo que fue hallado y se conserva en el ágora de Atenas, muy cerca del que fue su templo primitivo; su sola presencia abruma, y muestra la calidad que podían alcanzar los análisis de telas en un autor más sensible a ellas que Praxíteles. Sin embargo, no cabe duda de que el estilo praxitélico tiñó el ámbito ateniense de su época: las obras que lo ostentan, aun sin poder ser atribuidas con seguridad al maestro o a su taller, alcanzan en ocasiones un nivel que impide pasarlas por alto: es el caso, por ejemplo, del Sarcófago de las Plañideras, encargado por un monarca fenicio de Sidón y encontrado en su lejana necrópolis, o el ligero y armónico Efebo de Maratón, toda una reelaboración libre y creativa del Sátiro Escanciador, pero con un movimiento mucho más amplio y natural.
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La cultura en la Antigüedad tardía hispana tiene el inevitable sello del cristianismo. Al hablar de los maestros hemos indicado que las escuelas laicas municipales terminaron por desaparecer, siendo sustituidas por las eclesiásticas. Hay que suponer que una gran parte de la población sería analfabeta y otra no más instruida que lo que hoy se entiende por analfabetos funcionales; pero, a pesar de ello, y de las deficientes condiciones de vida antes descritas, el nivel cultural que se mantuvo fue aceptable y en esto encuentra su lógica explicación el llamado renacimiento cultural que hubo en esta época, especialmente desde mediados del siglo VI y durante el siglo VII. En este apartado trataremos, aunque sea brevemente, sobre los diferentes niveles culturales y formas y ámbitos de instrucción: - Las escuelas eclesiásticas. Los alumnos acudían a las escuelas eclesiásticas que podían ser de varios tipos. En las ciudades, existían las escuelas episcopales, que se documentan por primera vez en el canon 1 del II Concilio de Toledo del año 527, cuando se dice: "Resolvemos lo siguiente sobre aquellos a quienes la voluntad de sus padres desde los tiernos años de su infancia entrega al servicio de los clérigos: que, una vez tonsurados y confiados al ministerio de los elegidos sean educados en la casa de la iglesia, bajo la inspección del obispo, por una persona encargada especialmente de ellos". En el IV Concilio de Toledo, ya en el año 633, estipulará nuevamente la obligatoriedad de los obispos de crear escuelas en las sedes episcopales y en él se establece la necesidad de que los obispos se hagan cargo de la formación de clérigos muchachos o adolescentes, que han de vivir en un mismo lugar para formarse en los saberes eclesiásticos, confiados a algún anciano probado y magistrum doctrinae. Una vida similar se daba en la escuela de Mérida en el siglo VI, allí vivían en la domus ecclesiae al lado de la basílica de Santa Eulalia. Las escuelas parroquiales o presbiterales existirían en ámbitos rurales y la instrucción que impartirían sería la más elemental, suficiente para que los futuros clérigos pudieran cumplir con sus obligaciones. Las escuelas monásticas tuvieron una importancia y solidez decisiva. La inmensa mayoría de los obispos, especialmente los obispos escritores de los que hablaremos después, es decir, aquellos cuyo nivel cultural era superior, se formaron en escuelas monásticas; tal vez su nivel formativo fuese más alto en función de no estar sujetas a los cambios inherentes a las sucesiones en las sedes episcopales y a las dotaciones de bibliotecas que habrían ido enriqueciendo con el tiempo. Otra cuestión es quiénes se educaban en estas escuelas y qué estudiaban. En principio, los jóvenes eran enviados a la escuela para seguir una instrucción con la finalidad de hacerse clérigos; pero esto no debía ser ni general ni sistemático; es decir, si sólo hubieran asistido aquellos cuyos padres pensasen en destinarlos a la vida eclesiástica, probablemente el número habría sido muy inferior. Con todo, a los dieciocho años podían seguir esta vía o no. La existencia de oficios cualificados y, especialmente, la abundancia de personas, siervos o no, trabajando en la administración, fisco y tesorería, y en la cancillería real, asegura una formación inicial y, probablemente además, una escuela próxima a la cancillería, en el Palatium, tal vez en el entorno del comes notariorum. Pero en este punto debemos volver a mencionar las pizarras, pues ciertamente no muy próximas a la urbs regia testimonian una serie de personas de entidad jurídica, no sólo jueces, sino testigos, escribas, notarios que, además, en ocasiones dejan su firma autógrafa en ellas y que son una muestra de la extensión cultural. Por otra parte es sabido que los niveles básicos de instrucción consistían en saber leer, escribir, contar y, lo que también era importante en la vida eclesiástica, cantar. Los salmos se convirtieron en el manual de texto para la enseñanza básica. Los jóvenes debían aprenderlos de memoria y recitarlos; en este sentido hay pizarras que los contienen y bien pueden ser ejercicios de escuela. Un nivel medio de enseñanza ya contemplaría el aprendizaje de la gramática -recuérdese el Ars grammatica, manual atribuido a Julián de Toledo-, y la lectura de textos sapienciales, doctrinales, como los citados salmos o los Disticha Catonis. El nivel superior ya entraría en la tradición romana de la enseñanza de la retórica y las artes liberales, pero ahora con la finalidad de la formación del cristiano, no del orador romano. Los autores ahora serán los modelos cristianos, cuyas obras serán tenidas por clásicas, aunque se utilizarán algunos autores paganos, como Virgilio. Es evidente que los autores de esta época adquirirán una formación mucho más densa y sólida tanto del mundo clásico como de la literatura cristiana. - Las elites culturales. Sólo aquellos miembros de la aristocracia o propietarios hacendados tendrían oportunidad de adquirir los niveles superiores de la enseñanza. Conocemos tanto elementos de origen hispanorromano como visigodo que muestran una formación cultural relevante, según indicamos al hablar de la cultura latina como un factor diferenciador. Además de alcanzar estos niveles, hay que contar con la enseñanza personal y el aprendizaje individual. El aprecio por la cultura es algo que estas personas valoran y potencian, adquiriendo fondos literarios y formando bibliotecas. Si bien tenemos noticias de algunas de ellas, como la de Isidoro o la del comes Lorenzo, de cuya pérdida y dispersión da noticia Braulio de Zaragoza en una carta, es difícil saber qué tipo de obras se encontrarían en ellas; tema controvertido sobre el que no es posible detenerse ahora; pero sí hay un hecho claro, a través de las fuentes puede observarse el interés de los autores por la circulación de manuscritos, por su difusión y adquisición, como puede verse en el Epistolario del citado Braulio; por otra parte, desde las jerarquías eclesiásticas existe también una honda preocupación por la formación de los jóvenes. Datos éstos que pueden tenerse en cuenta a la hora de valorar el ambiente cultural de esta época de la Hispania de la Antigüedad tardía, junto con otros índices de penetración cultural, según expresión de Díaz y Díaz, como pueden ser las pizarras con su confirmación de la importancia del documento escrito en la tradición jurídica, los niveles de alfabetización en ámbitos rurales, el reflejo de la escuela; la existencia de muy diversos corresponsales en diferentes epistolarios, muchos de los cuales muestran intereses culturales, teológicos, etc., la presencia de inscripciones y concretamente tituli metrici. Y, por último, la existencia misma de escritores en esta época, así como del desarrollo y evolución de la liturgia hispánica, y un largo etcétera. - Los escritores. Esta época dio autores importantes y trascendentales que configuraron la cultura y la literatura de la época. Pertenecían a la jerarquía eclesiástica, algunos de ellos con relevantes papeles en la política y en los concilios. Figuras de la talla de Martín de Braga, Leandro e Isidoro de Sevilla, Braulio de Zaragoza, Julián y Eugenio de Toledo, Fructuoso de Braga, Valerio del Bierzo, sin olvidarnos, claro está, de los autores de la primera época de penetración bárbara, como Hidacio y Orosio. Todos estos autores pertenecían al clero, fundamentalmente obispos o monjes, y sus obras se caracterizan por estar escritas bajo el prisma del cristianismo, incluso las de carácter histórico, a las que ya hicimos referencia al hablar al principio de las fuentes escritas de la época. Pero muchas de las obras, en prosa o en verso, tienen un carácter dogmático y exegético o pastoral. Una obra, por ejemplo, como De correctione rusticorum de Martín de Braga es un claro ejemplo de intencionalidad pastoral, para tratar de eliminar de la Gallaecia las supercherías y tradiciones paganas que perviven en los ambientes rurales, como el culto a las aguas, a las ninfas, etc. El mismo autor que practica un sermo scholasticus recopila para los monjes las Sententiae patrum aegyptorum, con una clara intención didáctica. Comentarios exegéticos y explicaciones místicas se deben a autores como Apringio de Beja o Justo de Urgel; sobre normas de conducta en el seno de la vida religiosa dedicará Leandro de Sevilla a su hermana Florentina el De institutione virginum. Obras de carácter dogmático como la polémica de Julián de Toledo y otras muchas. La figura de Isidoro emerge como la más importante de esta época, sus múltiples escritos abarcan muy variados temas, siendo las Etimologías la obra más significativa por su contenido y el impacto posterior que tuvo; aunque algunas como las Sententiae o los Synonima son sobresalientes. El siglo VII ofrece un aspecto aún más interesante con la ampliación del cultivo de la literatura: surge el enero hagiográfico, según se citó en las fuentes, la poesía se incrementa con Eugenio de Toledo y los diferentes tituli metrici anónimos en muchos casos, y la historia alcanza un estilo más retórico y ligado a la tradición historiográfica clásica, en la Historia Wambue regis de Julián de Toledo superando los modelos escuetos de las Chronicae o Historiae de Hidacio, Juan de Bíclaro o Isidoro.
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Sería difícil, o acaso imposible, buscar prioridades regionales en el desarrollo, desde principios del siglo III a. C., de esta avasalladora tendencia. Tradicionalmente, se ha venido atribuyendo la función rectora a Alejandría, sede científica del Museo, centro de la actividad de Antífilo y hogar de Teócrito y Apolonio durante una época de sus vidas. Hoy, sin embargo, la respuesta ha de ser mucho más matizada: el realismo helenístico es un fenómeno general desde Siracusa hasta la Bactriana, y Alejandría sólo constituye uno de sus baluartes. Sin embargo, parece evidenciarse que las mejores obras, los principales artistas y hasta el desarrollo inicial del movimiento apuntan más bien hacia la zona oriental del Egeo: allí, en Jonia, en Bitinia, en Pérgamo, hemos visto sus primeros pasos en escultura y su desarrollo particular, temperado de retórica, en la corte de los Atálidas; y allí vamos a ver, en este capítulo, sus creaciones más clara y definitivamente realistas en todas las artes. Dentro de este ambiente, dominado por las grandes islas (Cos, Samos), por las ciudades portuarias o cercanas a la costa (Mileto, Efeso, Magnesia, Tralles), y, sobre todo, por ese gran emporio comercial que era la ciudad de Rodas, fue donde Teócrito, Herondas y Apolonio escribieron la mayor parte de sus obras y obtuvieron su éxito, donde vivió Teón y donde la gran tradición jonia, enriquecida por las aportaciones del siglo IV (el Mausoleo, la escuela de Lisipo); creó el ambiente propicio: en estas regiones no se sentía la amenaza de las culturas indígenas que atenazaban el helenismo alejandrino o sirio, impulsándolo a encerrarse en la tradición; tampoco se vivía en una miseria que, como la del Atica o el Peloponeso, hiciese ver el pasado como un mundo ideal, y por tanto se podía evolucionar libremente, sin temor a perder la personalidad griega. Además, Rodas en concreto vivió por entonces, desde su famoso éxito contra Demetrio Poliorcetes (304 a. C.), un largo periodo de victorias y de expansión comercial que han hecho compararla, en diversas ocasiones, con la Venecia medieval y renacentista: verdadera república de mercaderes, con una flota capaz, en el 258 a. C., de aniquilar la de Ptolomeo II y substituir su presencia en todo el Mediterráneo oriental, la patria del Coloso simbolizará en Grecia la pervivencia de la pólis independiente. Su bello trazado clásico, sus ricos monumentos, su puerto activísimo y su renombre como ciudad protectora de las artes la convertían en un modelo de helenismo, mientras que sus escasos intereses territoriales la descartaban como competidora de los grandes monarcas. De este modo, su función de comerciante neutral (al menos durante el siglo III) la hizo necesaria en el Egeo, y por ello no es de extrañar que, cuando un terrible seísmo sacudió la isla en 227 a. C. -derribando precisamente el Coloso-, todos los griegos se apresurasen a enviar cuantiosas ayudas.
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Además de los sueños de una homologación europea, la otra gran apuesta de la gestión de Castiella para la normalización de España en Occidente fue la obtención de una relación más equilibrada con Estados Unidos que cubriese las necesidades defensivas españolas. A pesar de los pactos, el Ejército español seguía teniendo un armamento anticuado y el material más moderno no podía utilizarlo, ante la creciente amenaza marroquí. Sin duda, otros países europeos con bases americanas habían recibido mucha más ayuda. Las bases norteamericanas tenían armamento atómico, por lo que la amenaza de una conflagración nuclear afectaba claramente a España. Además, la independencia de los países norteafricanos era percibida por Franco o Carrero con el peligro añadido de una probable expansión del bloque comunista. Aunque Washington había respaldado, a través de los organismos económicos internacionales, la nueva política de liberalización económica del régimen de Franco no estaba dispuesto a aumentar la ayuda económica directa y la cesión de material militar ni a prescindir de bases cercanas a grandes núcleos urbanos, como la de Torrejón. En este contexto la visita de Eisenhower a Madrid en diciembre de 1959 fue, además de propaganda e imagen para el Régimen, el colofón de la firma de los pactos bilaterales pero no trajo consigo una mejora del nivel de ayuda como esperaban el Gobierno de Franco y los militares. La llegada al poder de la administración demócrata de Kennedy no ayudó, desde luego, a mejorar las expectativas franquistas. Además de la falta de apoyo en Marruecos, el Gobierno norteamericano pareció en un primer momento dar alas a la oposición antifranquista, presionando para que España se desmarcara de posiciones colonialistas como las que mantenía Portugal. Para colmo, Kennedy recibió con gran indignación la posición independiente de Franco respecto al régimen revolucionario cubano. Al mismo tiempo que se pedía la apertura de negociaciones con el Mercado Común, el Gobierno decidió el envío del abogado liberal Antonio Garrigues a la embajada en Washington, dadas sus relaciones personales con la familia Kennedy, con el objeto de mejorar el nivel económico de contrapartidas por las bases militares. Aunque enseguida quedó claro que las dificultades presupuestarias norteamericanas limitaban la posibilidad de una mejora de la ayuda económica y militar, Garrigues recomendó la negociación de una contrapartida política. Se pretendía sustituir los pactos bilaterales por un tratado de cooperación o seguridad, que implicaba un difícil refrendo por las cámaras legislativas norteamericanas, así como de conseguir un apoyo decidido en los organismos internacionales y en las candidaturas españolas hacia la OTAN y la CEE. En septiembre de 1962, una vez que las expectativas europeas habían recibido un jarro de agua fría, por lo que el apoyo estadounidense cobraba mayor relieve, se iniciaron las conversaciones para la renegociación de los pactos. Además de las contrapartidas políticas, los militares españoles realizaron unas peticiones exorbitantes de suministros. La administración Kennedy rechazó ambas peticiones, por lo que al régimen de Franco sólo le quedaba la posibilidad de la denuncia de los pactos para posteriormente negociar una prórroga de los mismos. Esfumada la posibilidad de sumarse a un eje militar entre Francia y Alemania, el Gobierno de Franco tuvo que contentarse con la renovación de los convenios con Estados Unidos como fuera. Finalmente, el 26 de septiembre de 1963 los pactos recibían una prórroga por otros cinco años sin apenas cambios. Desde una perspectiva simbólica el texto reconocía la importancia de España en Occidente, obligándose los americanos a negociar cualquier ampliación de la utilización de las bases y a apoyar a España en los organismos internacionales. Los 1.000 millones de dólares que habían esperado inicialmente los militares españoles se quedaron en la modesta cifra de 150 millones. La cláusula secreta de activación automática de las bases permanecía como en 1953. Los norteamericanos podían utilizar Rota para los submarinos nucleares sin contrapartida alguna y ni siquiera la declaración conjunta establecía un compromiso claro con la defensa de España.
obra
A finales de los años 30 del siglo, una serie de artistas se incorporan a un proyecto auspiciado por el propio papa Urbano VIII: una edición ilustrada de los "Documenti d'Amore", obra escrita a comienzos del siglo XIV por Francesco da Barberino, antepasado del Pontífice. La edición la publicó Federico Ubaldini en 1640 con una serie espléndida de láminas. Poussin se encargó de varios diseños previos, luego realizados por el grabador G. F. Greuter, entre los que destacan la "Industria", tomada del dibujo de Poussin La Caridad, y ésta que nos ocupa, luego llevada al libro como parte del grabado "El triunfo del amor divino". Poussin se muestra en estos dibujos en una faceta inédita, renunciando a los motivos clásicos y adaptándose a la adaptación que de éstos se realizaba a fines de la Edad Media, traduciendo así las miniaturas que adornan el manuscrito original de la obra a su gran concepción clásica. En el dibujo vemos al amor divino alado, sobre un caballo tocado con una guirnalda, portando su aljaba con las flechas con las que traspasa los corazones humanos.
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El campo en el que el artista musulmán más a gusto pareció encontrarse fue en el de la geometría, ya que una parte sustancial de su expresión viene guiada por pautas, planas o tridimensionales, constituidas por los lados, vértices y elementos de simetría de figuras más o menos complejas, pero siempre precisas, repetitivas y exactas, es decir polígonos y poliedros regulares. En su versión más pura y simple los lados de tales polígonos serán lazos, esto es, parejas de cintas paralelas que sufren la misma suerte de quiebros o curvas, establecidos con precisión absoluta, pero cuyos cruces son alternantes, de forma que nunca una de ellas es la de arriba dos o más veces consecutivas. Estos polígonos estrellados forman teselaciones que, al menos en teoría, cuajan el campo disponible, dejando sólo algunas zonas del fondo visibles. El artista se permitió, partiendo de uno o varios polígonos básicos, alcanzar composiciones hipercomplejas mediante operaciones de inclusión, ruptura o supresión, siempre recurrentes y simétricas. Normalmente los polígonos fueron tales, es decir, de lados rectos, pero no faltaron los curvos, obtenidos al sustituirlos de manera sistemática por elementos mixtilíneos. Estos temas valieron para todo, ya fuese el dibujo de azulejos, las trazas de un letrero en un libro, la planta de un edificio o totalidad de una cúpula, formada por miles de piezas de madera ensamblada. Es evidente que en los casos de mayor tamaño y complejidad espacial el rigor admitió un cierto margen de tolerancia, inapreciable a simple vista. Los sistemas partieron de los pocos ágiles temas de época romana y bizantina, cuyas limitaciones superaron, y así se mantuvieron hasta que, por la regresión de los temas figurativos, fueron casi el único vehículo expresivo. Los primeros ejemplos del amor a la geometría los hallamos en el Islam desde los primeros edificios; en el palacio suburbano de Jirbat al-Mafyar, próximo a Jericó y que se fecha en la última década de la dinastía omeya, los trazados geométricos de figuras elementales combinadas de forma ágil y convincente, se manifiestan como esqueleto articulador de la decoración e incluso llegan a adquirir todo el protagonismo posible. Esto es particularmente notable en la decoración de los paneles que hacían de balaustrada en las galerías altas del patio del palacio y, sobre todo, en las celosías que matizaban la luz del desierto en las ventanas de la cúpula del diwan. Algunas de ellas siguen, literalmente, trazas de otras anteriores, concretamente de la Aljama de Damasco, realizada en las primeras décadas del siglo, con un dibujo en el que se mezclan círculos con hexágonos, y cuyo tratamiento permaneció insuperable durante siglos. En Al-Andalus la geometría como valor fundamental no alcanzó esta misma cota de precisión y sofisticación hasta bastante más tarde, pues es evidente que, aun durante el Califato, los trazados se mantenían donde lo más sencillo de Jirbat al-Mafyar o en lo más complejo de los ejemplos romanos, para ir despegando durante el siglo XI; es decir, que habremos de esperar hasta otro momento de rigor religioso, el de los almohades, con énfasis en la abstracción, para que el lazo avanzara, hasta alcanzar, en el siglo XIV la cumbre de sus posibilidades. La geometría tridimensional, trascendiendo la que domina el trazado general de edificios completos, como es el caso de la Cúpula de la Roca, poseyó un desarrollo diferente; en la Antigüedad las figuras tridimensionales de trazado geométrico preciso no fueron abundantes. Quizás el repertorio más exuberante sea el de los muros, bóvedas y cúpulas de la Villa de Adriano en Tívoli, pero ni siquiera en este caso se llegó al empleo de la más elemental de las figuras tridimensionales que estaban llamadas a tener un gran porvenir: la pechina o triángulo esférico. Esta forma no hizo su aparición hasta una época bastante más tardía, a finales del siglo IV y en tierras de Siria; y por ello encontramos pechinas bien conformadas en los edificios omeyas del siglo VIII.Sería necesario esperar a los finales del IX para que en Nisapur, y durante las primeras etapas del Renacimiento iraní, aparezcan unas pequeñas formas decorativas muy características, los mocárabes (llamados también mucamas), que dieron ya para siempre la solución más afortunada al deseo de cubrir con decoración geométrica figuras tridimensionales, aunque no fue éste, obviamente, el recurso único, pues siempre se dio una cierta imitación de lo natural, aunque geometrizado. El arte clásico usó con parsimonia el recurso de reproducir elementos naturales como temas decorativos y así vemos estilizados follajes y frutos en molduras, marcos, capiteles, paneles, etc. Cuando los espacios a cubrir fueron grandes, la decoración, aun siguiendo esquemas repetidos, no llegó a disponerse de manera tan artificiosa como para que se percibiesen pautas geométricas repetitivas e isótropas, pues siempre dominó el contenido vegetal sobre la traza geométrica subyacente. A medida que el arte romano fue cristianizándose hasta alcanzar la etapa bizantina, el recurso a la geometrización se hizo cada vez más corriente. Fue en este ambiente donde, por intermedio de los mosaicos sobre todo, el primer Arte islámico formó el ideal de abstracción; los artesanos de los omeyas aprendieron las posibilidades de enriquecer sus composiciones geométricas insertándoles de manera subordinada motivos vegetales e incluso animales y humanos, que enfatizasen determinados puntos clave de sus trazados o que simplemente rellenasen los fondos de temas geométricos. Aunque algo hay, en este campo los artistas musulmanes no llegaron a los extremos del arte celta y más concretamente del irlandés, donde los elementos naturales se pliegan a la trama geométrica. Sin ánimo de hacer un inventario completo recordaremos algunas de las especies con más personalidad. En la época abbasí más antigua la vegetación, labrada a veces a punta de cuchillo en estuco blando y en otras conformada por moldeo, toma apariencia de miembros de vid, con trazados simétricos, sinuosos y en los que las hojas y flores se enlazarán, subordinándose a la composición general que, por influencia de la técnica de modelado, suele ser una sencilla trama de rombos. El tema, que la tratadística europea llamará arabesco, parece proceder tanto de fuentes cristianas, en cuanto a la caracterización de los elementos vegetales, como asiáticas. Este tipo de decoración tiene su más amplio repertorio en Samarra, la ciudad palatina que los abbasíes fundaron en el año 836, tras el abandono de Bagdad, unos 120 km aguas arriba del Tigris. En aquellos mismos años Córdoba conoció unos temas vegetales, que llamamos genéricamente atauriques, labrados en piedra en la llamada Puerta de San Esteban de su Aljama y cuya cronología se discute aún, pues para unos habría sido de la época del emir Muhammad (855) mientras para otros se trataría del único resto decorativo de la primitiva fundación del emigrado Abd al-Rahman (786); la vegetación, bastante tosca de labra y poco jugosa, adopta una disposición simétrica, pero sin abandonar una cierta configuración natural. En la segunda mitad del siglo X los artesanos cordobeses, según el material que trabajasen, usaron tramas más o menos explícitas para ordenar sus motivos; así usaron una fórmula derivada de la anterior, con inventos locales y aportaciones orientales, para los paneles, en los que alcanzaron una gran maestría compositiva, mientras que cuando trabajaron mosaicos, enfatizaron la temática clásica de los roleos o las composiciones simétricas, recordando a Samarra. En cualquier caso, siguiendo el horror vacui de la decoración de la nueva capital abbasí, la vegetación geometrizada cordobesa cubrió todo tipo de campos, y proporcionó un repertorio tan general que, en adelante, el arte del Occidente islámico viviría de su recuerdo. La variante de mayor interés tal vez sea la almohade; en su época el material era menos comprometido, pues la yesería, tallada o moldeada, daba más libertad que el mármol, la piedra o el mosaico. De acuerdo con su carácter riguroso, hasta la decoración vegetal fue depurada, legándonos unas elegantes y simplificadas palmetas, veneras, piñas, tallos serpentiformes, etc. Uno de los temas que en esta misma época adquirieron un desarrollo inusitado fue la trama de rombos mixtilíneos, capaz de múltiples usos decorativos, que llamamos Kaft wa Daraj (escalón y hombro); su origen era antiguo, pues la hallamos sobre las torres de Qasr al-Hair al-Garbi (Jordania, fechada en el 727), pero en estos momentos, tal vez por influencia de los arcos entrecruzados, fue cuando adquirió carta de naturaleza en Al-Andalus. La inclusión de temas de otra naturaleza, ya fuesen animales o humanos, no siguió ninguna pauta especial, salvo la figuración de una mano en el arranque de muchas composiciones arborescentes, recordando la de Fátima, la hija del Profeta; para evitar las sombras, las figuras o incluso las escenas de dos o tres personajes fueron sólo siluetas, con algo de cromatismo plano. Mayor fortuna tuvieron los temas geométricos puntuales (sobre todo polígonos estrellados, nudos, estrellas de David, etc.) que se incluyen en lugares específicos de las composiciones. En el orden artificial del arte musulmán la Naturaleza tuvo un papel ambiguo, pues si por una parte se plantearon dificultades religiosas para imitarla, por otra, al considerar en ella la perfección de la obra creadora de Allah, se la consideró material artístico, es decir, que como en tantas culturas, la vegetación, los animales, el agua y el aire reales fueron manipulados con vistas a satisfacer necesidades estéticas. Sin embargo, se detecta en esta relación entre el Arte islámico y la Naturaleza real algo de lo visto en la imitación gráfica o plástica de los seres vivos, pues aparecieron tendencias perversas, deseos de mejorar lo natural, y así asistimos al espectáculo, exagerado por la distancia y la literatura, pero con algún contenido real, de los troncos de las palmeras del jardín de un palacio tuluní forradas con planchas de cobre, imágenes hechas de setos recortados, recordando el "Ars Topiaria" de los romanos, estanques llenos de mercurio, autómatas maravillosos, árboles metálicos, etc.Esta línea creativa se consideró blasfema, pero lo cierto es que una vez y otra, la vemos aflorar en los palacios más provinciales y alejados del epicentro de la cultura islámica. En la actualidad nada de esto se conserva, pero sí podemos hacernos una pálida idea sin más que pasear por la Alhambra o admirar las secas fuentes de Madinat al-Zahra, donde el agua fue la principal protagonista; y si el Arte tiene siempre una componente hedonística insoslayable, hemos de reconocer que la habilidosa manera de combinar láminas y saltadores de agua con desniveles y con los vientos dominantes, para producir apreciables descensos de temperatura, como ha sido habitual en la arquitectura iraní hasta nuestros días, resultará que el Arte islámico ha sido no sólo el que más avanzó en este campo, sino que, a despecho de las prohibiciones de los severos varones de la ley, el que más ha modificado unas cuantas de las maravillas de la Creación. Aparte del recurso de la geometría y el color, el Arte musulmán encontró en la orden del arcángel al Profeta (¡iqra!, ¡lee!) un motivo para explayarse, ya que su revelación se convirtió en uno de los motivos favoritos de la abstracta expresión artística musulmana, pues como el Corán no pudo ilustrarse, sus azoras fueron, junto con los textos conmemorativos, tema para todo. Antes de que esto llegara al extremo más barroco, el primitivo alfabeto de los tiempos del Profeta sufrió un importante cambio, que se realizó en uno de los amsar, la Kufa que fundó el califa Umar en Iraq en el año 16 de la Hégira. Allí se simplificaron las letras precedentes, reducidas además a diecisiete figuras básicas, difíciles de leer, pero elegantes y fáciles de labrar. El invento no hubiese ido a más si Umar no hubiese decidido que la vulgata del Corán se escribiese con la letra kufiyya como compensación por haber rechazado la versión del Libro que los kufíes manejaban. Estas letras decoraron ya la Cúpula de la Roca, y antes las monedas, y poco después todo, aunque apenas sí eran capaces de leerlas. A partir del siglo IX el cúfico, especialmente en epígrafes monumentales, comenzó a recibir apéndices vegetales hasta alcanzar la categoría de cúfico florido, con incremento de sus valores decorativos y su capacidad de cubrir cualquier campo gráfico. Esta moda no fue exclusiva, sino que, además del austero cúfico arcaico, se empleó junto al florido otro, llamado simple, que se impuso en ambientes más rigoristas. El segundo tipo de letra surgió al parecer en Egipto, en la segunda mitad del siglo X; recibe el nombre de nasji o cursiva, siendo características su continuidad y fluidez. En Al-Andalus la escritura nasji fue introducida, como tantos cambios importantes y con futuro, por los almohades; en sus artesanías, especialmente en yeserías y trabajos de metal, fue donde dejaron lo mejor de su elegante escritura cursiva, que repite consignas sobre la unicidad divina; sin embargo, fue en el reino de Granada, y sobre todo en la propia Alhambra, donde la epigrafía decorativa de Al-Andalus llegó a sus máximas posibilidades.