Posiblemente sea la obra maestra de la etapa sevillana por lo que se realizó entre 1619-1622. Aparecen dos figuras en primer plano, un aguador y un niño, y al fondo un hombre bebiendo en un jarro, por lo que se ha sugerido que podría representar las tres edades del hombre. Velázquez sigue destacando por su vibrante realismo, como demuestra en la mancha de agua que aparece en el cántaro de primer plano; la copa de cristal, en la que vemos un higo para dar sabor al agua, o los golpes del jarro de la izquierda, realismo que también se observa en las dos figuras principales que se recortan sobre un fondo neutro, interesándose el pintor por los efectos de luz y sombra. El colorido que utiliza sigue una gama oscura de colores terrosos, ocres y marrones. La influencia de Caravaggio en este tipo de obras se hace notar, posiblemente por grabados y copias que llegaban a Sevilla procedentes de Italia.
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obra
Arthur Huc, director del periódico "Dépêche de Toulouse", encargó a Toulouse-Lautrec esta litografía para la elaboración de un cartel que sirviera de propaganda para la publicación por entregas en el periódico de la novela "Les drames de Toulouse" escrita por A. Siégel. El pintor representó el asunto Calas que recoge un triste episodio tolosano: un hombre de ascendencia nobiliaria, en plena noche, encuentra a su hijo ahorcado en el desván. Henri representa al padre en primer plano, vistiendo un largo camisón y portando en su mano izquierda una vela que sirve como iluminación del cuerpo ahorcado del hijo, creando un dramático contraste de luces y sombras que acentúa el título de la novela. Los seguros trazos característicos en Lautrec forman la composición para cuya elaboración realizó varios bocetos preparatorios.
obra
Cuando Toulouse-Lautrec recibió el encargo de un cartel para ilustrar una publicación del periódico "Dépêche de Toulouse" se puso a trabajar inmediatamente, elaborando algunos bocetos preparatorios como éste que contemplamos, donde apenas existen diferencias respecto a la obra definitiva, apareciendo ya ese contraste lumínico que acentúa el dramatismo, obteniendo un excepcional resultado. Los rápidos trazos protagonizan la composición, demostrando Henri su capacidad como dibujante, alejado del estilo clasicista de Ingres para anticiparse a la vanguardia.
contexto
Las noticias remitidas desde Francia en el verano de 1789 por el embajador conde de Fernán-Núñez habían provocado en los ambientes cortesanos de Madrid un impacto considerable, que Richard Herr ha calificado de pánico, y que acentuó la determinación de Floridablanca de evitar por todos los medios la penetración de las noticias procedentes del vecino país y, sobre todo, de las doctrinas republicanas. El embajador español en París no cesaba de suministrar noticias sobre planes de clubes revolucionarios para hacer llegar a España agentes subversivos -predicadores de su doctrina de la libertad- y propaganda sediciosa, y pronto fueron intervenidas en Cádiz y en Navarra copias de la famosa declaración Des Droits et Devoirs de l'Homme. Los medios utilizados para introducir los escritos revolucionarios eran variopintos: hojas de periódicos usadas como envoltorios; forros de sombreros; libros encuadernados con cubiertas de título religioso; e, incluso, abanicos estampados con dibujos que representaban la toma de la Bastilla, con poemas elogiando la libertad religiosa, o con el texto de los derechos del hombre, pues los propagandistas revolucionarios le habían dado una extensión, no superior a las 300 palabras, que facilitaba su difusión. Las Universidades podían ser instituciones proclives a la penetración de ideas subversivas, y Blanco White en sus Cartas de España alude a que las Universidades de Valencia, Granada, Salamanca y Sevilla, junto al colegio murciano de San Fulgencio, habían mostrado síntomas de acoger con interés y simpatía el ideario francés. No pasaría mucho tiempo para que las autoridades salmantinas pudieran comprobar por sí mismas la amplia difusión del manuscrito titulado Exhortación al pueblo español para que deponiendo la cobardía se anime a cobrar sus derechos, que le valió al catedrático Ramón Salas ser procesado por sospecharse su autoría de varios papeles anónimos manuscritos, "muy perjuiciosos a la religión y al Estado". Salas, que había introducido a Bentham en España, tuvo que penar sus culpas en un destierro de cuatro años, de los que el primero transcurrió en un convento. Floridablanca dio órdenes al Santo Oficio para que requisara todos aquellos impresos y manuscritos que cuestionaran o criticaran a la Monarquía o el Papado. El 13 de diciembre de 1789, la Inquisición hacía público un edicto que conminaba la recogida de todos aquellos libros y papeles que tuvieran como finalidad "fundar, si les fuera posible, sobre las ruinas de la Religión y Monarquías aquella soñada libertad, que malamente suponen concedida a todos los hombres por naturaleza, la que, dicen temerariamente, hizo a todos los hombres iguales o independientes unos de otros". La decisión de poner coto a la Ilustración y aislar al país no era improvisada, sino que trataba de acentuar una política iniciada con anterioridad. Entre los ilustrados españoles la libertad era considerada consustancial con el avance de las Luces, pero en la realidad la aspiración de libertad se hallaba fuertemente condicionada por el miedo a las consecuencias de expresarse libremente. La mayor liberalidad de los primeros años de Carlos III se fue estrechando desde la llegada de Floridablanca a la Secretaría de Estado en 1777. Desde 1784 se había intensificado el control en las fronteras y aduanas para dificultar la llegada a España de los escritos de los filósofos, y en 1785 se fortaleció la censura, se reactivaron los tribunales inquisitoriales y se impusieron dificultades arancelarias a la importación de productos franceses, considerados excesivamente competitivos para los españoles. En posiciones críticas quedaron algunos ilustrados, casi todos damnificados por su coherencia. El vasco Valentín de Foronda defendía en 1780 la razón crítica frente a las determinaciones gubernamentales, y León de Arroyal redactó un texto clandestino y sedicioso titulado Oración apologética en defensa del estado de España, que (editado por Antonio Elorza con el título de Pan y Toros) tenía el propósito de ser una sátira contundente contra la política cultural fomentada por Floridablanca, cuyo esfuerzo se cifraba en exaltar, mediante el género apologético, tanto a una nación alejada de la modernidad, como a un régimen al que Arroyal consideraba fracasado. España era diferente e inferior a Inglaterra o Francia por la política de aislamiento cultural, que la había sumido en la superstición, en la escolástica y en la atonía política. Los perjudicados por esta ofensiva contra los ilustrados, en los años anteriores a 1789, fueron numerosos: el fabulista Félix María de Samaniego, sobrino del conde de Peñaflorida, fundador de la Sociedad Económica Bascongada, tuvo problemas con el Santo Oficio y fue recluido en un convento de carmelitas situado entre Bilbao y Portugalete; el poeta Tomás Iriarte hubo de abjurar de levi en 1786 por "seguir los errores de los philosophes" y por escribir poemas heterodoxos criticando las riquezas excesivas del clero; Luis Cañuelo tuvo que cerrar El Censor en agosto de 1787 por sus problemas con el Consejo de Castilla y el Santo Oficio, el cual, por un edicto de 28 de febrero de 1789, dieciocho meses después de que saliera el número final, condenaba 22 de los primeros 79 números del periódico; y Juan Meléndez Valdés tuvo problemas por leer a Rousseau y Montesquieu, entre otros muchos que harían la lista interminable. El caso de Meléndez Valdés, estudiado por Georges Demerson, ejemplifica con claridad la situación paradójica de un número no despreciable de ilustrados españoles que observaban con interés y simpatía el inicio del proceso revolucionario francés. Según Demerson, Meléndez vio "en la reunión de los Estados Generales, y más tarde en las Asambleas constituyente y legislativa, la puesta en práctica de las ideas que había aceptado y aprobado. Creía que las medidas tomadas suprimirían los abusos, abolirían los privilegios, extenderían la instrucción, darían al pueblo la abundancia y la prosperidad y abrirían para toda la humanidad una era de felicidad dentro de la fraternidad". Sin embargo, estaban obligados al silencio y forzados al aislamiento, incrementándose en ellos, como ha señalado Defourneaux, "la impresión de vivir encerrados en una prisión intelectual a través de cuyos barrotes podían entrever la libertad".
lugar
Aldea egipcia en el desierto situada en la costa mediterránea, a unos 100 Km. al suroeste del puerto de Alejandría. El Alamein fue el lugar de una decisiva batalla durante la II Guerra Mundial. Entre octubre y noviembre de 1942 el general inglés Bernard Montgomery hizo retroceder a los ejércitos alemanes de Erwin Rommel. En la actualidad, El Alamein se dedica al comercio de aceite. Existe un museo local dedicado al conflicto bélico y también hay cementerios de guerra en los que se encuentran cuerpos de soldados ingleses, alemanes e italianos.
obra
Barrio granadino declarado por la Unesco Patrimonio de la Humanidad en 1994, el Albaicín es uno de los barrios más pintorescos y con más historia de Granada.
monumento
En tiempos de la dominación árabe, este barrio fue junto el de la Alcazaba, el núcleo donde se concentraba la población. Aunque los hallazgos arqueológicos, entre los que se encuentra la muralla ibérica, evidencian que es uno de los lugares habitados desde la antigüedad. En cualquier caso, la cantidad de monumentos que surgen de sus callejuelas, como mezquitas, aljibes y fuentes públicas demuestran que fue una de las zonas más pobladas de Granada. Su extensión abarca desde las murallas de la Alcazaba hasta el cerro de San Miguel, y, por otro lado, desde la Puerta de Guadix hasta la Alcazaba. Esta situación privilegiada lo convierte en uno de los lugares más pintorescos de la ciudad. El origen de su nombre todavía está por determinar. Algunos autores piensan que alude a los habitantes hispanomusulmanes de Baeza (al-Bayyasin), que ocuparon la ciudad hacia el año 1227. Otras teorías apuntan que Albaicín puede traducirse como Barrio de los halconeros, o Barrio de la cuesta, como sostiene el autor musulmán Aben Aljatib. La historia del Albaicín cobra protagonismo cuando a partir del siglo VIII se instalan sus nuevos habitantes árabes. Parece ser que fue entonces cuando se construye la primera fortaleza, conocida con el tiempo como Alcazaba Qadima o vieja. La Plaza de San Nicolás constituía su centro y sus murallas se extendían desde la Plaza de Bibalbonud (hoy placeta del Abad), hasta la del Cristo de la Azucena. Un siglo después, hacia mediados del IX, las luchas entre árabes, mozárabes y muladíes provocaron su decadencia, hasta que en el siglo XI recuperó su brío con la dinastía Zirí. En esta época volvieron a ampliarse los límites del Albaicín hasta la Puerta de Monaita y San Juan de los Reyes para enlazar con la Puerta de Bibalbonud. En el siglo XIII, Alhamar, fundador de la dinastía nazarí, decidió trasladarse a la colina de la Alhambra. De este modo la Alcazaba Qadima dejó de ser centro de poder. A pesar de todos estos cambios, esta zona continúo siendo uno de los centros neurálgicos de la ciudad, tanto desde el punto de vista administrativo como económico. Por otra parte, también se caracterizó por ser un foco de numerosas revueltas contra el poder. En estos tiempos fue lugar de residencia de artesanos, industriales y aristócratas. Con la reconquista cristiana, iría progresivamente perdiendo su esplendor. Al principio se construyeron iglesias y se instaló allí la chancillería, pero una serie de circunstancias como la subida de impuestos provocaron un levantamiento entre sus pobladores. Los enfrentamientos fueron a más y progresivamente comenzaron a construirse parroquias sobre las antiguas mezquitas. En tiempos de Felipe II, tras la rebelión y posterior expulsión de los moriscos, el barrio se quedó cada vez más despoblado. A pesar del abandono, hubo un momento en que los románticos lograron en parte su recuperación, pero esta circunstancia no pudo evitar su deterioro. En 1994 fue declarado por la Unesco Patrimonio de la Humanidad. En la actualidad, esta zona conserva el encanto de la historia. El interior de sus casas es una prueba más del legado árabe. En medio de sus calles laberínticas se levantan pequeñas viviendas.
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El Alcázar de Madrid fue construido en el siglo IX, sufriendo importantes reformas cuando Juan II, en el siglo XV, lo convirtió en uno de sus palacios favoritos. Serán Carlos V y Felipe II quienes convirtieron este castillo en palacio y corazón del reino. Las primeras intervenciones se realizan hacia 1536, siendo Covarrubias y Luis de Vega los encargados de la dirección de los trabajos. En la fachada sur se aprecian las torres del Homenaje, a la izquierda, y del Bastimento, a la derecha. Felipe II será el encargado de poner en marcha importantes cambios en el Alcázar. Afectarán especialmente a la fachada principal, destacando la Torre Dorada donde se situaba el despacho del Rey. Las ampliaciones del Alcázar continúan con Felipe III, siendo Juan Gómez de Mora el encargado de los trabajos. Proyectó una espectacular fachada cuya principal novedad fueron los chapiteles que decoraban las torres pero desconocemos si realmente este proyecto llegó a realizarse ya que en los documentos aparece una fachada totalmente distinta, cargada de la simetría y la proporción que regían la arquitectura del momento. La fachada diseñada por Gómez de Mora presenta un primer piso a modo de basamento para los dos principales, en las que la sucesión de huecos con frontones entre pilastras crea un ritmo uniforme que ayuda a enfatizar el gran cuerpo central de la portada, situándose detrás el famoso Salón de los Espejos. El Alcázar presenta una planta cuadrangular articulada en torno a un espacio central en el que se sitúa la Capilla. A ambos lados se ubican los dos patios: el Patio del Rey y el Patio de la Reina, espacios también cuadrangulares organizados en dos pisos con un sistema modular de arquerías similar en ambos. La fachada oeste es la más antigua del edificio ya que presenta los cubos que pertenecían al recinto defensivo de la ciudad, atestiguándose que el Alcázar estaba anexo a la muralla. Cerrando esta fachada encontramos la llamadas Torres Doradas: la que se encuentra al norte es la más antigua, correspondiendo a la época de Carlos I, denominándose también Torre de Francisco I al haber estado preso este monarca francés; la que se sitúa en el lado sur se construyó durante el reinado de Felipe II y debe su nombre a ser dorados los balcones, las veletas y las bolas que la decoraban. Aquí tenía su despacho el Rey Prudente y estaba situada la Biblioteca. En la fachada este se levantaba la Torre de la Reina, también realizada en ladrillo y cuajada de balcones como la Dorada, y la Torre Bahona, también llamada de Carlos V, una maciza construcción rematada con una arquería abierta al Jardín de la Priora. El espectacular edificio del Alcázar se incendió en la Nochebuena de 1734, quedando reducido casi a cenizas por lo que Felipe V decidió emprender la construcción del Palacio Real en el mismo lugar.
contexto
La residencia y sede del gobierno de los Austrias en Madrid entre 1561 y 1734 se destruyó en un incendio en la Nochebuena de 1734. Aunque sus restos condicionaron la obra del nuevo palacio, casi pareció un alivio librarse de un edificio que se había ido reformando por partes a partir del alcázar medieval, como un puzzle en el que cada monarca hubiera ido añadiendo piezas para aproximarlo a la imagen de grandeza que cabía esperar de la residencia del rey en la capital de todos sus reinos. Sin embargo, probablemente ese carácter fragmentario de su imagen, que sólo desapareció con la erección de la fachada proyectada por Juan Gómez de Mora en el siglo XVII, sea lo que haga de él un edificio excepcional para estudiar la arquitectura cortesana de su tiempo. El Alcázar había sido construido en el siglo IX por el emir de Córdoba Mohamed I, y tuvo una larga historia como residencia regia antes de que Felipe II trasladara en 1561 la corte a Madrid, convirtiéndolo en corazón de la monarquía. Los Trastamara, sobre todo Juan II, lo habían transformado hasta convertirlo en uno de sus palacios favoritos, recubriendo los techos con ricos artesonados de madera, las paredes con yeserías y los zócalos con azulejos, todo lo cual será cuidadosamente restaurado y conservado por el emperador Carlos V cuando en 1536 decida reformarlo. La disposición del Alcázar de los Trastamara condicionará las intervenciones a lo largo del siglo XVI, pues no se modificará la ubicación de espacios corno el de la capilla, que quedó en el eje central del palacio tras la ampliación de éste con un segundo patio e incluso conservó su artesonado hasta finales del siglo XVII. Los dos arquitectos encargados por el emperador de renovar el Alcázar fueron Luis de Vega y Alonso de Covarrubias. El primero era el arquitecto favorito del secretario del Emperador, el poderoso Francisco de los Cobos, para quien proyectaría palacios como el de Úbeda, y dirigió la construcción de las casas reales de Carlos V. El segundo fue el responsable de renovar la imagen de Toledo como ciudad imperial, con sus obras en el alcázar, la Puerta de Bisagra y los patios y escaleras monumentales de edificios públicos de esa ciudad. Estos dos arquitectos fueron capaces de integrar la vieja residencia de los Trastamara en un nuevo diseño con el que satisfacer las necesidades de un alojamiento imperial. El patio de armas de la antigua fortaleza pasó a ser el Patio del Rey, y a continuación se construyó el Patio de la Reina, lo que obligó a destruir parte de la muralla, ya que el Alcázar formaba parte del recinto defensivo, como atestiguan los cubos de su fachada oeste que tan bien se aprecian en las vistas de Van den Wyngaerde. La vieja Capilla y la nueva Gran Escalera, que unía funcionalmente el nuevo edificio con el antiguo, quedaron en el centro, y el deseo de regularidad y proporción, tan característico de la nueva arquitectura renacentista, llevó a unificar visualmente los dos patios, que eran de medidas distintas, mediante un sistema modular de arquerías similar en ambos. La reforma se completó con una fachada con el escudo imperial entre dos grandes torres medievales. La tradición mudéjar se fundió en este alcázar con el nuevo lenguaje del Renacimiento, y las armas del Emperador se trenzaron con las yeserías. Felipe II trajo nuevos gustos. Por un lado, un gusto por el arte italiano más avanzado que se tradujo en la decoración al fresco de algunas de las estancias, ahora abovedadas y pintadas por un buen conocedor del arte romano como fue Gaspar Becerra, y a su muerte por El Bergamasco, muchos de cuyos temas fueron mitológicos siguiendo la moda de las cortes italianas. Por otro lado, una fascinación por el arte flamenco e inglés, que Felipe II había conocido bien en sus viajes, se reflejó en la famosa Torre Dorada que construyó en el ángulo sudoeste del Alcázar, en ladrillo, cuajada de balcones y con cubierta de pizarra, al modo de esa arquitectura del norte de Europa. Ésta influirá también en los remates del edificio de las caballerizas y armería que construyeron al otro lado de la plaza Gaspar de Vega y Juan Bautista de Toledo, a quien recordemos que se debe el proyecto para el Monasterio de El Escorial, y que fueron los arquitectos que más intervinieron en el Alcázar durante este reinado. Las extraordinarias vistas sobre el río y hacia la Sierra justifican la cantidad de balcones que permitían al rey disfrutar desde la Torre Dorada de la contemplación de la naturaleza. La vida privada de Felipe II se desarrolló en las estancias de esa fachada del Alcázar hacia la Vega. En su deseo de perfeccionar la naturaleza con el artificio creando jardines, no es extraño que Felipe II privilegiara especialmente aquello que veía desde esa fachada, y así convirtió en un enorme parque privado toda la ladera que descendía hasta el Manzanares y compró a Vargas la Casa de Campo al otro lado del río. Convertida en villa destinada al recreo como prolongación del Alcázar, los jardines de la Casa de Campo fueron alabados hasta la desmesura y durante este reinado se pensó en unirlos con el Alcázar mediante un fantástico pasadizo proyectado por Patricio Cajés, que en nada hubiera desmerecido por su refinamiento ante cualquiera de las villas que por esos años construían los Medici, los Farnesio o los Gonzaga. Otra fachada en la que se pudo crear un jardín fue la fachada norte, con el Jardín de la Priora, en el que hubo incluso un órgano de agua, y al que daban las estancias utilizadas durante el verano, por ser las más frescas. Además de la necesidad del jardín para la vida de corte, en el Alcázar de Felipe II encontramos otros muchos puntos en común con lo que se estaba llevando a cabo en otras cortes europeas. Allí guardaba parte de sus colecciones de objetos científicos y de maravilla: relojes, piedras preciosas talladas en extrañas formas, corales, camafeos, cuernos de rinoceronte... y, por supuesto, lo que ya era una de las más extraordinarias colecciones de pintura de su tiempo, además de la gran colección de tapices que adornaba muchos de sus muros. Las pinturas al fresco con grutescos y temas de las Metamorfosis de Ovidio, historias de Troya, de Ulises... los lienzos con los retratos de emperadores romanos, de reyes de Castilla, de victorias del Imperio... o los mapas y vistas de ciudades que decoraban sus muros llevaban a una reflexión que fundía mitología e historia a la mayor gloria de la que era considerada todavía la monarquía más extensa y poderosa del orbe católico. Las colecciones de pintura se ampliaron a lo largo del siglo XVII, y a las obras de Van Eyck, El Bosco, Antonio Moro o Tiziano se añadieron otras nuevas de pintores venecianos, de Rubens y de Velázquez, así como de otros muchos pintores que no es el caso citar aquí. Muchas de estas pinturas se perdieron (más de quinientas), y otras se deterioraron en el incendio. Entre las perdidas se encontraban la serie de los emperadores romanos pintada por Tiziano y dos de las cuatro Furias que pintó, con los suplicios de Tizio, Tántalo, Ixión y Sísifo. El Alcázar fue el palacio de un rey oculto y distante de sus súbditos, pero también fue el centro administrativo de la monarquía, así que la vida cotidiana penetró irremediablemente en sus muros. En estancias en torno a los Patios del Rey y de la Reina tenían su sede los distintos Consejos de gobierno del monarca, lo que llevaba a un continuo trasiego de gente, a veces incluso no muy recomendable si recordamos alguna denuncia por robos, y allí se podían vender mercancías o jugar a las cartas, como sabemos por las prohibiciones al respecto: nada que ver con el augusto aislamiento del Monasterio de El Escorial. Las funciones que en él se centralizaron exigieron cada vez más espacio, así que se adquirieron las casas hacia el este, en la calle que llevaba hasta el Monasterio de la Encarnación fundado en tiempo de Felipe III, y allí estuvo la llamada Casa del Tesoro, alojamiento para los artistas de la corte, entre otros, Velázquez. Un pasadizo de amplias estancias, adornado de pinturas y que acabó albergando la Biblioteca Real a comienzos del siglo XVIII, cuando Felipe V la hizo pública, unía al alcázar con La Encarnación. Otro pasadizo le unía al juego de Pelota, otro se pretendió que le uniera con la Casa de Campo, y otro se pensó para unirle con la catedral que se propuso construir a comienzos del siglo XVII en el lugar de la iglesia de Santa María; pasadizos efímeros unían el Alcázar con la iglesia de San Gil en los bautismos reales... El rey y su corte se desplazaban por ellos ocultos al pueblo, y con ellos los tentáculos del Alcázar abrazaron todo su entorno y de una manera muy especial, la plaza ante su fachada. La fachada que heredó el siglo XVII era un desastre desde el punto de vista de los principios de simetría y proporción que regían la arquitectura áulica del Renacimiento. Francisco de Mora, el sucesor de Juan de Herrera, había intentado regularizarla proyectando una torre igual a la Torre Dorada II en el otro extremo, pero será su sobrino, Juan Gómez de Mora, responsable de algunos de los edificios más emblemáticos y determinantes de la arquitectura del Madrid de los Austrias, quien finalmente configure la imagen definitiva del Alcázar hacia la plaza. En la nueva fachada, un primer piso sirve de basamento para los dos principales, en los que la sucesión de huecos con frontones entre pilastras crea un ritmo uniforme que ayuda a enfatizar el gran cuerpo central con la portada. Esa portada central se pensó en principio flanqueada por dos grandes torres nuevas en el proyecto de Gómez de Mora. Es una fachada que actúa como pantalla de lo que fue el Alcázar del XVI: la portada antigua estuvo retranqueada entre dos torres, y ahora, al avanzar buscando la regularidad, permite crear en el espacio interior que se genera el famoso Salón de los Espejos o Salón Nuevo. La uniformidad buscada en la nueva fachada obligó lógicamente a derribar las dos torres medievales, pero sólo hacia el exterior, pues la Pieza Ochavada, cuya traza se ha atribuido a Velázquez, estuvo en el interior de una de las torres. La reforma de Gómez de Mora permitió magnificar los espacios ceremoniales del alcázar que se ubicaban tras la fachada principal. Detrás del Salón de los Espejos estaba el Salón de Comedias, o Salón Dorado, que ya existía en el siglo XVI, aunque con otro nombre. En el Salón de los Espejos el rey recibía a cortesanos y visitantes ilustres, y en el de Comedias se bailaba (Felipe IV fue un gran bailarín) además de representarse en él obras de teatro. Fue tan determinante del cambio de imagen del Alcázar la fachada de Gómez de Mora, que no sólo se hizo de ella una maqueta, que se conserva en el Museo Municipal de Madrid, sino que el rey Felipe IV tenía en su biblioteca, con sus libros, pinturas y otros objetos preciosos, un modelo coloreado hecho de cera y cartón de esta fachada, flanqueada por las dos torres, y con la plaza ante ella llena de figuras a pie y en coche. Lo destaco porque refleja una de las características de la historia de este Alcázar, que es la integración de la fachada con la plaza, que aparece desde las primeras intervenciones en el siglo XVI. Una de las primeras reformas fue crear esa plaza, derribando la iglesia de San Gil, que estaba delante del Alcázar para trasladarla a uno de los lados. En el lado de la plaza opuesto a la fachada se hicieron las caballerizas reales, y sobre ellas la gran sala de La Armería, en tiempo de Felipe II. Este edificio de las caballerizas demuestra cómo desde el principio se quiso una plaza bien delimitada delante del Palacio, pues hubo que derribar casas e indemnizar a los propietarios de los terrenos para poder construirlas. El Alcázar se volcaba hacia una plaza que era suya. Lo hizo con la galería que se construyó en tiempo de Felipe II entre la Torre Dorada y la del Homenaje, que permitía a la corte asistir a las fiestas que se celebraban en ella tal como vemos en el grabado de L'Hermite. El grabado que representa la llegada del Príncipe de Gales al Alcázar muestra esta fachada en construcción desde la lejanía que permite la plaza y, ya en el siglo XVII, dos galerías laterales cerraban ese espacio cortesano. La que regularizaba la plaza sobre la cortada del Manzanares se había proyectado ya en el siglo XVI, pero dejando fuera del marco urbano el extremo de la fachada, donde se hizo el jardín al que daban las "Bóvedas del Tiziano". A finales del siglo siguiente las dos galerías laterales, adornadas con bustos de emperadores romanos, abrazaron todo e1 frente de la fachada y la plaza se cerró con un arco entre las caballerizas y las casas al otro lado de la entrada sur a la plaza. Los deseos de magnificar este espacio áulico llevaron a colocar durante un tiempo la famosa estatua ecuestre de Felipe IV rematando la fachada del Palacio. La llegada de los Borbones supuso la introducción del gusto francés, por ejemplo en la disposición en hilera de los salones, o en las chinerías y otras decoraciones a la moda europea. Felipe V e Isabel de Farnesio visitaron el Alcázar el 13 de diciembre de 1734 para ver la marcha de la nueva decoración, y pocos días después todo desaparecía. En su lugar se construyó el Palacio Real que, con un lenguaje arquitectónico completamente distinto, modificó la imagen internacional de la Monarquía Hispana.