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Los especialistas consideran que éste podría ser el retrato que Fortuny realizó al portero del Museo del Prado, don José Mieres Iglesias, siguiendo muy de cerca la obra de Goya. No en balde el pintor ha buscado centrarse en el gesto del modelo, cuya mirada se dirige al espectador. El eclesiástico aparece sentado en una mecedora, cubriéndose con una capa rosácea y vistiendo a la moda dieciochesca. El fondo rojo sobre el que se recorta la figura es absolutamente plano, mostrando cierta influencia de la estampa japonesa al igual que harán los impresionistas. Los rápidos toques de color que organizan la composición también son un recuerdo goyesco, quizá el pintor que más admiró Fortuny.
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En el estilo de Borrassá encontramos ecos de la influencia italiana, gracias a su contacto con Destorrents y Pedro Serra, evolucionando hacia un estilo narrativo en el que predominan las figuras estilizadas y expresivas cargadas de detalles naturalistas.
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En la tradicional concepción tripartita de la sociedad del Antiguo Régimen el clero aparece, junto a la nobleza, como segundo estamento privilegiado. En realidad, si esta imagen puede sostenerse es refiriéndola en exclusiva al mundo católico, donde el papel de la Iglesia no resultó apenas modificado con la llegada de los tiempos modernos. En cambio, en los ámbitos en los que la Reforma protestante acabó por imponerse se produjo un vuelco en las circunstancias que rodeaban a la organización eclesiástica y a la condición social de sus servidores. Por el momento, en las áreas reformadas los bienes de la Iglesia fueron secularizados, por lo que esta institución se vio privada de las grandes propiedades que había ido vinculando a lo largo de los siglos medievales y que habían servido de cimiento a su poder económico-social. Los pastores protestantes se integraron en sus comunidades en un mayor plano de igualdad, desprendiéndose de muchos de los signos diferenciales que distinguían al clero del resto de la sociedad en el mundo católico. Los establecimientos del clero regular y las propias órdenes religiosas fueron, por último, sencillamente suprimidos. Con todo ello presente, la realidad de un estamento clerical privilegiado formando parte sustancial de un orden social estamental se circunscribe a aquellos países en los que triunfó el catolicismo, y particularmente -aunque no en exclusiva- a los mediterráneos, con su proyección en el mundo colonial americano en el caso de las Monarquías hispánica y portuguesa. Todo ello sin olvidar que en importantes áreas de Europa oriental prevalecía el Cristianismo ortodoxo, rodeado de sus especiales circunstancias. El clero católico era relativamente numeroso. En el caso español, bien conocido gracias fundamentalmente a los estudios de A. Domínguez Ortiz, el número de clérigos puede estimarse elevado, en torno a 90.000 a fines del siglo XVI, momento para el que se cuenta con algunos datos fiables. Su distribución geográfica era, sin embargo, muy irregular, ya que tendían a concentrarse en los principales núcleos urbanos. En las ciudades se localizaban los mejores beneficios eclesiásticos y abundaban las posibilidades de allegar medios económicos para el mantenimiento de personas e instituciones. El medio rural, en cambio, se hallaba en cierta medida desatendido desde el punto de vista espiritual. Al tratar del clero no nos encontramos, obviamente, ante un grupo social cuya pertenencia venga determinada por la cuna. Se podía nacer noble o plebeyo, pero no eclesiástico. El ingreso en el estamento podía efectuarse tanto desde la nobleza como desde el estado llano. Se trataba, por tanto, de un estamento abierto, utilizado frecuentemente como vía de promoción social. Por encima de la vocación religiosa, ésta era la causa que determinaba a muchos individuos a tomar los hábitos. Para miembros integrantes de los grupos acomodados y para los segundones de familias nobles, no llamados a heredar el patrimonio familiar, el clero representaba una forma de alcanzar un medio de vida y una posición, con posibilidades de ascender escalando los peldaños de la carrera eclesiástica. En cambio, para individuos procedentes de los estratos sociales más modestos el clero suponía, cuando podían ingresar en él, un estamento-refugio desde el que se podían eludir las fatigas de la miseria. El clero distaba de ser un grupo homogéneo. Como en el caso de la nobleza, desde el punto de vista social el conjunto de sus miembros participaba por igual de los privilegios legales del estamento. Éstos eran similares a los de la clase nobiliaria: exención fiscal y jurisdicción exenta eran los más significativos. Sin embargo, pueden tenerse en cuenta diversos criterios para distinguir categorías en el seno del estamento clerical. Una división básica es la que puede establecerse entre el clero secular o diocesano y el regular, adscrito a las diversas órdenes religiosas, cada una de ellas con su red de establecimientos a lo ancho del territorio. Dentro del clero regular, a su vez, debe distinguirse entre órdenes masculinas y femeninas. Pero, primordialmente, es necesario diferenciar un alto, un mediano y un bajo clero, estratos a los que paralelamente correspondían una específica posición en la jerarquía, una determinada situación económico-social y un distinto grado de instrucción. Puede considerarse, aun a riesgo de simplificar en exceso, que la integración en estos grupos desde el resto de la sociedad se efectuaba de manera horizontal, es decir, el alto clero se nutriría de elementos de la aristocracia; el clero medio, de la mediana y baja nobleza y, en general, de las capas medias de la sociedad; el bajo clero, finalmente, de las clases populares. En líneas generales, el alto clero estaría formado por obispos y arzobispos, o sea, por las mayores dignidades de la jerarquía eclesiástica, y por los canónigos de los cabildos catedralicios. El clero medio constaría, a su vez, de beneficiados, abades de monasterios y elementos mejor situados del clero parroquial urbano. El bajo clero, lógicamente más numeroso, estaba integrado por simples capellanes, párrocos rurales, estratos inferiores del clero secular urbano y frailes de las órdenes más pobres.
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La rivalidad entre MacArthur y Nimitz no había cesado. El general, tras lograr que se aceptara su plan de avanzar camino de las Filipinas, pretendía ahorrarse los agotadores combates de la jungla empleando la poderosa 58 Task Force (Mitscher), compuesta entonces por nueve portaaviones pesados y seis ligeros, con una aviación embarcada de 900 aparatos. La 58 TF formaba parte de la 5.? Flota (Spruance), que se empleaba a fondo en el Pacífico central, en la carretera de Tokio. Una vez más, Washington mantuvo la solución de compromiso y decidió que la 58 TF se emplease alternativamente: unas veces Mitscher dependería de Spruance y otras de Halsey. Gracias a su apoyo, la campaña de Nueva Guinea se agilizó como deseaba MacArthur. Allí, la guarnición japonesa se hallaba muy debilitada porque las reservas de Tokio se estaban empleando en detener a los norteamericanos en el Pacífico central. La base fundamental era Hollandia, en la bahía de Humboldt, que fue duramente bombardeada. Fiel a su idea de no empantanarse en la desesperante guerra de la jungla, MacArthur hizo avanzar a sus tropas a lo largo de la costa, mediante saltos, empleando los transportes y el apoyo artillero y aéreo de la flota, como se estaba haciendo en la conquista de las islas. Mientras una división americana y otra australiana marchaban por la costa, en abril, se preparó el desembarco contra Hollandia. Previamente, la mayor parte de la Aviación japonesa fue destruida en tierra por bombardeos y, el 22 de abril de 1944, tres grupos anfibios desembarcaron: dos a ambos lados de Hollandia y otro en Aitape, para tomar los aeródromos de la zona. Los 50.000 americanos que saltaron a tierra apenas chocaron con los japoneses, mucho menores en número, que huyeron hacia el interior. El mosaico de Nueva Guinea había perdido todos los enclaves japoneses. El general Adachi, que defendía Wewak, quedó aislado, pero conocía la experiencia de retiradas a través de la jungla interior, y prefirió hacerlo por la costa, hasta que le rechazaron las fuerzas americanas de Aitape. El próximo objetivo americano fue Wakde, al oeste de Hollandia. Se conquistó en mayo, después de dura pero corta resistencia. Desde este momento, las guarniciones japonesas de Nueva Guinea eran ya un conjunto de destacamentos sin plan global y en espera de ser eliminados. Sólo los submarinos eran capaces de una actividad notable, al hundir muchos barcos americanos en ruta a las operaciones, pero la creciente amenaza en el Pacífico central les hizo abandonar Nueva Guinea. No todo fueron operaciones sencillas. Biak era otra isla cercana a Nueva Guinea que MacArthur decidió tomar. Tenía una guarnición de 11.000 japoneses, que no opusieron resistencia en las playas, pero habían fortificado el interior con cuevas convertidas en fortines, táctica más eficaz que una resistencia en la playa. Los americanos pretendían tomar los aeródromos del interior, pero los defensores se habían fortificado en alturas que los dominaban y contaban con grupos de carros que contraatacaban eficazmente. Los primeros desembarcos ocurrieron a finales de mayo, y MacArthur necesitó emplear enormes cantidades de tropas y material hasta el mes de agosto. El progreso en la isla fue muy lento y, aunque el número de muertos o heridos en combate resultó poco elevado, las enfermedades provocaron unas 10.000 bajas, y la experiencia sirvió para que MacArthur acelerase las operaciones sucesivas. Así, ocupó rápidamente los últimos tres aeródromos japoneses en la isla de Noemfoor y dejó al enemigo sin aviación. Todavía quedaban en Nueva Guinea unas cinco divisiones japonesas, en núcleos dispersos, pero sin posibilidad de apoyó aéreo. MacArthur destinó fuerzas australianas a acabar con ellas, mientras preparaba el camino de Filipinas, que había quedado despejado.
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Sobre un paisaje marino apenas esbozado (son las manchas de color, en gamas azules y amarillas, las que producen en el espectador el efecto atmosférico de paisaje) se desarrolla una aparición más que sorprendente por lo original. Como en cuadros anteriores, un grupo de la historia de la pintura o de la escultura se convierte en el protagonista de la composición de Dalí. En este caso se trata de la Piedad de Miguel Angel, que en la actualidad se encuentra en la basílica de San Pedro en Roma. Pertenece, dentro de la historia del arte, a la culminación de las experiencias del genio florentino dentro de la estética del clasicismo. Ese símbolo del arte clasicista es utilizado por Salvador Dalí para sus propios intereses, como son provocar inquietud, sorpresa y asombro en el espectador. Existe bastante precisión en el dibujo del artista catalán, que delimita bien los pliegues de los vestidos o el perfil de los rostros. En cambio, también permite la entrada a un creciente dominio de las grandes superficies de color, las cuales son aplicadas de manera más libre. Esa utilización del color y la selección de las tonalidades convierte al grupo de Cristo muerto y la Virgen María en una imagen bastante extraña, de apariencia fantasmal. Más aún. Cuando fijamos nuestra atención en el cuadro nos damos cuenta que ese conjunto que había sido paradigma del clasicismo se transforma en otra cosa. Dalí aplica con mucha libertad sus ideas sobre la escultura y agujerea los dos senos de la Virgen para que se pueda ver, a través de su cuerpo, un típico paisaje ampurdanés de rocas y playas, que tan presente está siempre en su pintura.
Personaje
Científico
Literato
A su actividad docente en las principales universidades italianas hay que añadir su presencia destacada como conferenciante en centros de toda Europa. Para Eco la semiótica es el estudio que contempla todas las formas de comunicación. En este sentido ha publicado ensayos como "Apocalípticos e integrados: comunicación de masas y teoría de la cultura de masas", "La forma del contenido" o "Tratado de semiótica general". Como novelista saltó a la fama con "El nombre de la rosa", donde se vale de un argumento policiaco para exponer sus teorías filosóficas y manifestar su erudición. Dentro de este género también cabe destacar "El péndulo de Foucault" y "La isla del día de antes". A esta trayectoria profesional hay que añadir su labor como director de las revistas "VS- Quaderni de studi semiotici".
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También llamado "La muerte de Narciso", fue realizado hacia 1627, o quizás en 1630, lo cual se ignora. Evoca de nuevo un pasaje de las "Metamorfosis" de Ovidio, en que se narran los amores de Eco y Narciso. Eco era una ninfa de los bosques enamorada de Narciso, un precioso joven que despreciaba el amor. Al nacer, el divino Tiresias profetizó que el niño viviría largo tiempo si no se contemplaba a sí mismo. El joven era insensible al amor que suscitaba en numerosas ninfas y doncellas. Eco no conseguía más que las otras, por lo que desesperada se retiró a un lugar solitario en donde se transformó lentamente en roca, aunque conservó la voz. La diosa Némesis, en venganza, hace que en un día muy caluroso, Narciso se incline sobre el agua para calmar su sed. Al ver reflejado su rostro, de una gran belleza, se enamoró de sí mismo, hasta el punto que, insensible ante el mundo, se dejó morir allí, reclinado sobre su imagen. En el lugar de su muerte brotó la flor del Narciso. El tema es, como en tantas ocasiones, el del amor imposible, que atormentará a Poussin durante toda su vida, hasta su última obra, el Apolo enamorado de Dafne. En primer plano Narciso, tumbado ante la fuente, yace atrapado por su propia belleza. Detrás, en un discreto segundo plano, Eco se reclina sobre la roca, con la que terminará por fundirse. El amorcillo, "putto", porta la antorcha que alumbra la muerte. Es una escena de lírico dramatismo, en que los rasgos traslucen la comprensión de lo inevitable y trágico de su destino.