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Esta dilatada región está definida por tres macroambientes articulados en torno a los Andes, cuya interconexión cultural tuvo vital importancia para el hombre andino: a. La sierra: que se va haciendo más alta, ancha y seca de norte a sur, ofrece grandes contrastes ecológicos según las condiciones que determinen la latitud y la altitud. Consiste en tres regiones fundamentales: Una zona periglacial con altitudes sobre los 5.000 m. que está cubierta permanentemente por hielos. En ella, los recursos son muy escasos como consecuencia de la existencia de una biomasa muy limitada y tiene una topografia tortuosa; de manera que resulta de poco valor para la ocupación humana. La puna es el área más alta para la ocupación humana y se levanta entre los 3.900 y los 5.000 m de altitud. Está ocupada por una tupida red de arroyos, lagos y grandes pastizales. Es un complicado mosaico ambiental en razón de la altitud, con escasos recursos de plantas (tubérculos y semillas) y más adaptada al pastoreo (camélidos) y a la caza (venados). Aquí la agricultura es marginal. Los valles serranos están condicionados por diferencias en altitud y régimen de lluvias. Los pastizales desaparecen con la menor altura, pero la capacidad agrícola es muy superior. La posibilidad de diversificar el cultivo según la altura fue estratégica para el desarrollo de la civilización andina. b. La costa del Pacífico, que en el norte contiene los bosques más húmedos del continente americano en el Chocó colombiano y en Ecuador, se transforma más al sur en una banda de estrechos desiertos, más cálidos y húmedos en el norte por la corriente cálida del Niño, y más secos y finos en el sur por la corriente fría de Humboldt; éstos se ven atravesados por multitud de ríos procedentes de los Andes, resultando en una fuente de vida de singular importancia, ya que todo su recorrido se transforma en un oasis de gran fertilidad. La relevancia económica y de contacto cultural de esta zona fue tal, que la relación cultural lógica de norte a sur impuesta por la majestuosa cadena andina fue desplazada por otra sierra-costa. c. La selva, emplazada al oriente de los Andes y distribuida en ceja de montaña y tierras bajas. Está ocupada en su mayor parte por el bosque tropical húmedo, y en el pasado aportó una amplia variedad de plantas de tipo tropical y experiencias culturales que tendrán una claro significado histórico
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La crisis del siglo anterior, con su cortejo de grandes catástrofes, parecía ya un asunto olvidado. En la decimoquinta centuria el signo dominante, tanto en el terreno demográfico como en el económico, fue de clara recuperación. Ahora bien, desde mediados del siglo XV encontramos de nuevo síntomas preocupantes, en forma de pestes generalizadas o de malos años. No se trataba, ciertamente, de un retorno a los tiempos de la gran depresión, pero sí de un bache, que cuando menos suponía un freno al panorama de expansión que se vivía en la Corona de Castilla por esas fechas. Por de pronto la peste seguía acechando. En 1457 sabemos que causaba estragos en Valladolid. No obstante, el ramalazo pestilente más grave fue el que estalló en el año 1465, tanto por su amplia difusión, pues afectó con mayor o menor intensidad a todos los reinos, como por su duración, ya que aún coleaba en 1468. Precisamente en ese año murió, víctima de la peste, el príncipe Alfonso, el personaje a quien los nobles rebeldes habían proclamado rey tres años antes en Avila, en sustitución de su hermano Enrique IV. De nuevo encontramos brotes de peste en los años setenta, pero por las noticias que tenemos su impacto fue escaso. ¿Y los malos años? También hicieron acto de presencia en Castilla en la segunda mitad del siglo XV. Nos consta, por ejemplo, que en la diócesis de Palencia, en los años 1458 y 1464, se perdió buena parte de la cosecha, a consecuencia de graves alteraciones climatológicas. Pero quizá el ejemplo más significativo de mal año lo tenemos en 1474. "En el año del Señor de 1474 años ovo un año malo menguado de pan e de todos frutos en toda España, e Francia, e Bretaña. E fue todo esto al contrario de los otros tiempos susodichos, que fueron por seca. E este dicho año fue por mucho agua", escribe el noble vizcaíno Lope García de Salazar en sus Bienandanzas e Fortunas. El período 1450-1480 ha sido considerado, en líneas generales, como de fuertes crisis, lo que contrasta notablemente con el crecimiento de las décadas anteriores. Asimismo en tiempos de Enrique IV, y en particular desde el año 1460, se disparó la inflación, que alcanzó un punto culminante en los años 1476-1478. Paralelamente observamos un aumento sostenido de la renta de la tierra. Mas de lo dicho no deben sacarse conclusiones negativas. El panorama de fondo en la Castilla de la segunda mitad de la decimoquinta centuria era positivo, como lo revela el hambre de tierras de cultivo que se observa por todos los reinos, expresión por su parte del incremento de la población.
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Los productos más frecuentes de la Hispania musulmana eran los cereales y la aceituna, además de la vid, a pesar de las prohibiciones del Corán sobre el consumo de alcohol. Pero además aumentaron el rendimiento de la tierra implantando regadíos, al tiempo que aclimataron nuevos productos como el arroz, la caña de azúcar o nuevas variedades frutales. Como en épocas anteriores, la minería tuvo un lugar destacado, extrayéndose oro, mercurio, plata, hierro o sal gema. También al-Andalus fue pródigo en ganado, principalmente caballos, ovejas y bóvidos. Las ciudades, unidas por una activa red comercial, vieron florecer las industrias, asentándose en ellas mercados permanentes y artesanos, que trabajaban el cuero, el algodón, el vidrio, la cerámica, los metales, la seda o el papel. Las grandes distancias o las diferencias religiosas no impedían que al-Andalus fuera objeto de un gran intercambio comercial. Así, de Europa procedían esclavos, madera, metales o armas; de Oriente llegaban especias, libros y objetos de lujo, mientras que de Africa se importaban trigo, oro y marfil.
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Los datos que poseemos sobre este tema son dispersos y enumerarlos tiene poco interés. Raro es que los datos relativos a un mismo tema en particular formen un conjunto coherente. Sin embargo, sería posible agrupar, por ejemplo, todo lo relativo al comercio de esclavos, del que hemos hablado más arriba al tratar de la piratería marítima de los siglos IX y X. Lo que nos llevaría a hablar otra vez de Almería, centro exportador de esclavos realmente importante. Según los geógrafos del siglo X este comercio daba lugar a una actividad que no nos atrevemos a llamar industria de transformación de estos esclavos en eunucos, que tenía lugar en Lucena, ciudad habitada por judíos. No es sorprendente dado que sabemos, por las fuentes carolingias, que fueron comerciantes judíos los primeros que se dedicaron a este comercio entre Galia y España durante el siglo IX. Otro de los artículos fundamentales, pero cuya importancia no es solamente comercial, era el oro, importado sobre todo del África negra. Es legítimo pensar que las relaciones con el Magreb occidental, por donde llegaba el oro, fuera una de las consideraciones que determinaron la política imperialista del califato en Marruecos y su lucha encarnizada contra el dominio fatimí. Habría que plantearse la pregunta sobre si los períodos de acuñación de oro por el califato correspondieron aproximadamente a los momentos en los que ejercía más directamente su control sobre el Magreb y sobre la naturaleza del proceso, sea comercial o tributaria, que llevaba el oro de África negra hasta su transformación en moneda y su posterior ingreso en las arcas del Estado. Al leer las crónicas, se tiene más bien la impresión de que la política africana acarreaba sobre todo gastos pesados para el pago de los ejércitos y las subvenciones a los jefes tribales fieles a Córdoba. Y ya hemos subrayado que fue precisamente en el momento en que el Estado cordobés parecía dominar totalmente el Magreb occidental y cuando las acuñaciones de oro eran más abundantes -hecho que debería haber asegurado su fuerza y su estabilidad- cuando se derrumbó bruscamente.
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Los programas políticos ilustrados intentan promover la economía española, fundamentalmente la industria. La siderurgia se concentra básicamente en la cornisa cantábrica, con centros como Oviedo, Liérganes, La Cavada, Bilbao o Vergara. También cuentan con centros siderúrgicos las ciudades de Sevilla, Toledo, Valladolid, Ripoll, Barcelona o Valencia. Importantes son también los arsenales. Los principales se sitúan en El Ferrol, Cádiz y Cartagena. La industria de la seda está muy extendida. Se trabaja en Talavera, Toledo, Sevilla, Granada, Lorca, Murcia, Valencia, Zaragoza y Barcelona. Como es tradicional, la industria lanar tiene en la Meseta y las tierras de interior su ámbito principal. Destacan centros de producción como Segovia, Avila, Ubeda, Baeza, Cuenca o Guadalajara. Acompañan a estos centros otros como Tarrasa o Gerona. La monarquía borbónica promueve la creación de fábricas reales, instalaciones que reciben ciertos privilegios con el objetivo de promover la industria. Las manufacturas reales se esparcen por centros como Sevilla, Granada, Murcia, Toledo, Cuenca, Madrid o Barcelona, entre otros. También los reyes promueven la industria de objetos de lujo, para los que se crean las Reales Fábricas en Madrid y La Granja. Por último, otras producciones importantes son las de papel, en Alcoy, Buñol o Valencia; algodón, en Olot o Berga; zapatos, en Barcelona, y sombrerería, en Madrid, Valladolid, La Coruña, Sevilla o Barcelona.
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La economía de los reinos peninsulares en la Baja Edad media era fundamentalmente agraria. Cultivos importantes, los cereales y la vid se producían especialmente en Castilla. El reino de Granada destacaba por el cultivo de la caña de azúcar y de la seda, mientras que, en Aragón, la principal producción agrícola recaía en las hortalizas del área de Valencia. La meseta castellana era el territorio en el que más se producía el ganado ovino. La cabaña bovina procedía fundamentalmente de Galicia, al tiempo que los caballos eran criados en Extremadura, Andalucía Occidental y el sur de Zaragoza. También se producían aceite en Andalucía, azafrán en Murcia o tejidos en Cuenca, Avila, Zamora o Barcelona, entre otros. La producción de cuero tenía sus centros principales en Córdoba o Galicia, mientras que eran famosas las cerámicas de Toledo, Sevilla o Valencia. El comercio exterior tenía especial importancia. De Oriente llegaban a Barcelona seda, especias y perfumes. A Cádiz arribaban el oro africano y las especias asiáticas, mientras que aceite y vino salían de aquí hacia el resto de Europa. La ruta de la lana partía de Medina del Campo, donde se celebraba una gran feria, hacia los puertos de Santander y Bilbao. La lana y el hierro vizcaíno salían con destino a Francia y Flandes. El reino de Aragón contaba con un activo comercio interior, con importantes lonjas en Zaragoza, Barcelona, Palma de Mallorca y Gandía. Además, los mercaderes catalanes establecieron consulados en Málaga y Almería, puntos de intercambio con los nazaríes del reino de Granada.
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La comunidad judía medieval se hallaba fuertemente cohesionada, muy aglutinada y cerrada sobre sí misma. Era éste un mecanismo de defensa frente a la presión exterior, la que ejercía la comunidad mayoritaria no judía. Este aislamiento se dejaba ver también en las actividades económicas, aunque de varias maneras. La cohesión de la comunidad judía medieval se lograba, en parte, gracias a la solidaridad económica. Los miembros más pudientes colaboraban en el sostenimiento de los sectores más deprimidos por medio de los impuestos y la beneficencia. Las limosnas se dedicaban a los viajeros más necesitados y también al rescate de los cautivos, lo que indica una colaboración de tipo económico entre las diferentes comunidades, prestándose entre ellas consejo y asistencia mutua. Las restricciones al trabajo judío impuestas por la comunidad mayoritaria no judía implicaron una especialización laboral, pues los hebreos vieron limitado el abanico de profesiones al que podían acceder. Al no poder poseer esclavos, la agricultura y la industria fueron para ellos actividades vedadas en la práctica. Con el tiempo, los judíos se vieron excluidos de la posesión de la tierra. También la prohibición de pertenecer a un gremio les dejaba fuera de un buen número de ocupaciones. El ejército, el gobierno y las llamadas profesiones liberales -excepto la medicina- les fueron negados. Por el contrario, sí hubo un sector económico al que tuvieron acceso: el comercio y el préstamo. La razón está en la prohibición de practicar la usura que pesaba sobre los cristianos lo que, unido a que era éste uno de los pocos sectores que estaba permitido a los judíos, hizo que éstos se volcaran en su desempeño. Así, en la Europa medieval, poco a poco la comunidad judía fue empujada a desempeñar oficios como la banca o el tráfico de mercaderías. A medio plazo, la especialización económica de los judíos profundizó en su marginación, separando a los judíos de los no judíos. La superior rentabilidad del préstamo y el comercio, que producía rápidos enriquecimientos, conllevó la animadversión de los cristianos que, en general, vivían en condiciones de pobreza. Rivales y deudores se convirtieron fácilmente en enemigos de los judíos, más aún cuando algunos monarcas concedieron a los judíos enriquecidos la entrada en las labores de gobierno o administración, como la recaudación de impuestos. El clima antijudío fue una constante en las sociedades medievales, desembocando en numerosas ocasiones en matanzas y deportaciones.
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La conquista romana modificó las condiciones jurídicas de las personas en relación con el estatuto de los conquistadores, pero también la relación de las personas con los bienes muebles e inmuebles. Hemos venido indicando que los sometidos adquirían la condición de peregrinos dediticios, peregrini dediticii, y que las comunidades (de ciudades, castros, aldeas) quedaban bajo el régimen de estipendiarias. Dice el jurista Gayo que "se llaman peregrinos dediticios los que, luchando contra el ejército romano, fueron apresados en acciones de armas y después de vencidos se entregaron" (Inst. , I, 14). El primer documento epigráfico con un texto de deditio, hallado en Villavieja, junto al Puente de Alcántara (provincia de Cáceres) fue dado a conocer hace algunos años por López Melero y Sánchez Abal. Aunque al bronce le faltan algunas letras de su parte derecha, puede ser entendido en su totalidad y dice lo siguiente: "Durante el consulado de C. Mario y de C. Flavio (fecha consular: año 104 antes de Cristo). El pueblo de los seanoc(...) se entregó (se dedit) a L. Cesio, hijo de Cayo, comandante (imperator). L. Cesio, hijo de Cayo, comandante, después de haberlos recibido en la modalidad de entrega (in deditionem), llevó a la consideración de su consejo el asunto para que decidieran qué había que ordenarles. A partir de la decisión del consejo, ordenó que entregaran a todos los prisioneros, caballos y yeguas que habían capturado. Entregaron todo esto. Después, L. Cesio, hijo de Cayo, comandante, ordenó que fueran libres. Les devolvió las tierras, los edificios, las leyes y todo lo demás que fuera suyo el día anterior a su entrega y que todavía existiera mientras el Estado romano (populus senatusque Romanus) desease. Ordenó que los emisarios fueran a (... informar?) sobre el contenido de tal decisión. Actuaban como emisarios Creno, hijo de... y Arco, hijo de Canto". Si se comprueba bien, estamos ante un pueblo que fue sometido por el ejército romano y, en virtud de un pacto, recuperó la libertad pero sólo la posesión de sus tierras, edificios, leyes y todo lo demás, ya que la propiedad plena quedaba en manos del Estado romano, quien, ejerciendo ese derecho, tenía la capacidad de modificar las condiciones si así lo deseaba. Desde hace muchos años, conocemos otro documento hallado en Roma y referido a otra comunidad ajena a la Península Ibérica, con un contenido equivalente al reverso de una deditio. Por su valor para comprender el pleno significado del anterior, merece la pena reflejarlo ahora. Nos referimos al plebiscito del año 70 a. C. en virtud del cual se concede la categoría de ciudad libre a Termesus Maior de Pisidia (Asia Menor) en agradecimiento a su comportamiento con Roma durante la primera guerra contra Mitrídates. El contenido de la plancha primera de bronce, la única que se ha conservado, dice lo siguiente: por la primera concesión los termesios "quedan libres, amigos y aliados del pueblo romano (liberi, amici sociique populi Romani sunto)". Se precisa que "las tierras, lugares, edificios públicos o privados que estuvieran dentro de los límites de los termeses mayores de Pisidia así como las islas, que todos esos bienes que pudieran ser de su usufructo o las tuvieran en posesión, sean propiedad de ellos (habeant, possideant)". Los termeses quedan autorizados a recuperar a sus hijos o esclavos que hubieran perdido durante la primera guerra contra Mitrídates y se autoriza a los magistrados de su ciudad para que puedan reclamarlos por un juicio recuperatorio. Y se introduce otra cláusula de respeto a su libertad al decir que ningún magistrado romano con mando en tropas introduzca en la ciudad de los termeses a soldados ni siquiera con la intención de pasar el invierno. Los termeses recuperan también su plena capacidad jurídica (leges, ius, consuetudo) así como sus derechos sobre el cobro de peajes marítimos o terrestres con la única condición derivada de la amistad con Roma de que tales derechos de peaje no afecten al cobro de impuestos del Estado romano ni sean un impedimento para que los publicanos transporten los impuestos cobrados a través de los límites de los termeses (CIL, I, 2, 589). Así pues, el Estado romano podía ejercer su pleno derecho sobre las comunidades de dediticii haciendo un nuevo tratado con ellas para que fueran libres o federadas o bien incluso concediéndoles un estatuto privilegiado de colonia o municipio; en ocasiones y ante protestas organizadas, algunas perdieron su libertad y la población fue vendida como esclava. Mientras no se produjera uno de esos cambios decididos por Roma, no eran más que posesoras, no propietarias de sus antiguos bienes. A raíz de la II Guerra Púnica, las minas, las salinas y algunos grandes fundos agrarios como el campo espartario de Cartagena, que eran propiedad del Estado cartaginés, pasaron al dominio del Estado romano. En las primeras décadas posteriores a la conquista, la gestión de tales explotaciones dependía del gobernador provincial y su equipo. Poco más tarde, sin dejar de ser monopolios, el Estado los alquila a las sociedades de publicanos para su gestión y explotación. Parece que el Estado tendió a desprenderse de la carga administrativa de las minas. A comienzos del Imperio, las minas de plata de Cartagena eran propiedad de los particulares y el Estado sólo se había reservado las minas de oro, según Estrabón (III, 2, 10), aunque sabemos que es una afirmación muy general que no incluye a todos los distritos mineros. El resto del territorio de la Península quedaba distribuido entre las comunidades locales (colonias, municipios, ciudades libres, federadas y estipendiarias), salvo otros espacios, como los destinados a vías públicas cuya propiedad, cuidado y vigilancia dependía del Estado romano. En el ámbito del territorio de las ciudades, los bienes inmuebles podían ser propiedad/posesión de los particulares o bien formar parte de las propiedades/posesiones de la comunidad. Entre estas últimas se encontraban tanto las zonas destinadas a pastos y a bosques, como las calles, caminos, vías o puentes del ámbito del territorio, además de otros bienes de particulares que hubieran pasado al común por donación, expropiación o trasmisión testamentaria. Algunas ciudades tenían también en común canteras, talleres cerámicos o minas que, encontrándose en su territorio, no hubieran pasado a ser propiedad estatal. Como ha visto Negri, el Estado romano aplicaba sobre el subsuelo la misma normativa que sobre otros territorios. El derecho romano conocía la modalidad de que había cosas de nadie, res nullius. Tales eran los ríos y mares así como sus orillas. No existían, pues, cotos de pesca y estaba permitido hacer cualquier construcción en las riberas, orillas o costas sin necesidad de ningún permiso. Todo lo que afectara de algún modo a los dioses salía de la esfera profana. Como han visto los romanistas, las cosas de derecho divino, res divini iuris, podían ser sacrae, religiosae o sanctae. Las res sacrae eran propiedad de los dioses romanos de esta vida, los dei superi. Las religiosae pertenecían a los dioses de ultratumba (dioses Manes). Unas pocas cosas afectadas por la religión (murallas, pomerio de las ciudades y pocas más) tenían la consideración de sanctae. La conquista produjo un cambio inmediato en la esfera de las cosas que eran de propiedad divina: los dioses locales no reconocidos por Roma, casi todos los de la Península Ibérica, tenían la misma consideración de peregrinos que las poblaciones; no eran, pues, dei superi. Por lo mismo, todos los bienes vinculados a estos dioses (templos, altares, bosques sagrados, objetos de culto...) estaban afectados de religio y eran res religiosae. Y conforme al derecho romano, sólo se cometía sacrilegio por el uso indebido de las cosas que fueran propiedad de los dei superi. En virtud de tales normas, los generales romanos podían apropiarse de los bienes/tesoros de los templos/santuarios indígenas para incrementar su botín de guerra sin cometer sacrilegio. En la fase final de la República, los cesarianos sacaron el tesoro del santuario de Hércules gaditano con el pretexto de ponerlo en lugar seguro e impedir que fuera robado por sus enemigos.
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Durante el Bajo Imperio romano la Iglesia cristiana fue adquiriendo cada vez mayores prerrogativas. En el año 321 se promulgó un edicto por el cual se le permitía recibir donaciones y herencias. Constantino, incluso, entregó parte de sus propios bienes e hizo donación de cuantiosas cantidades correspondientes al fisco. La relación de estas donaciones quedó de manifiesto en el inventario de bienes eclesiásticos consignado en el Liber Pontificalis. En este periodo y gracias a las ayudas recibidas fue reparado un grupo de basílicas y construidas otras. También les fue asignada una cantidad para su sostenimiento y el del cuerpo sacerdotal, según una disposición del año 324. Las prerrogativas económicas se completaron con exenciones fiscales a favor de los bienes patrimoniales eclesiásticos, beneficios extendidos a todos los miembros de la jerarquía eclesiástica. Otro aspecto a destacar son las manumisiones eclesiásticas por parte de los componentes del clero. La legislación de Constantino sobre los manumissio in ecclesia establece que los dueños pueden manumitir a sus esclavos en las iglesias, delante de los presbíteros y del pueblo, previa redacción de un acta. Otra disposición eliminó este requisito y la manumisión sucedía si el clérigo así lo deseaba. En ambos casos, el esclavo adquiría finalmente la ciudadanía romana. No obstante, para que los clérigos pudieran manumitir a esclavos de dueños laicos era preciso contar con el consentimiento de éstos, quienes a cambio recibían una indemnización. El emperador Constancio permitió, por último, que los clérigos y algunos fieles laicos pudieran rescatar a los esclavos maltratados, sin que fuera necesario contar con la voluntad de los propietarios. A medida que la Iglesia se fue consolidando, el patrimonio eclesiástico, en conjunto, y el de algunos clérigos se enriqueció. La Iglesia llegó a convertirse en un gran terrateniente, llegando incluso algunos obispos a alcanzar una influencia social paralela a la de los altos funcionarios.