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Dos son los principios fiscales sobre los que se apoyaba el shogunato: el cobro de tributos en especie, básicamente en arroz, y el control por el shogún de las manufacturas y el comercio, concentrados en las grandes ciudades. La base productiva de la sociedad la constituía la agricultura, en la que se perciben todos los síntomas de un notable desarrollo desde los siglos XIV y XV. El cultivo mayoritario de la economía nipona era el arroz, que se llevaba a cabo en pequeñas parcelas, donde la abundancia de agua permitía la explotación intensiva. El alto rendimiento del arroz de regadío mantuvo una gran densidad de población, lo que explica el crecimiento demográfico entre los siglos XIV y XVIII. El arroz no sólo cubría la mayor parte de la alimentación campesina, sino que de él se fabricaba un aguardiente de alta graduación, el sake, además de cuerdas, sacos y el apreciado papel japonés. En el Quinientos el arroz se utilizaba incluso como moneda, tanto para los intercambios como para el pago de impuestos al shogún y a los señores feudales. Ya entonces, en el arrozal de regadío las técnicas de cultivo estaban muy depuradas, con utilización de maquinaria como bombas a pedales o ruedas hidráulicas y selección de granos. Trigo, centeno, alforfón y sorgo se cultivaban igualmente, además de diversos tipos de legumbres. Como en el resto de las economías asiáticas, hay pocas grasas animales. Sésamo y soja proporcionaban el aceite de mesa, la miel es el edulcorante más utilizado y el té es de consumo masivo. En 1585, bajo la administración de Hideyoshi se llevó a efecto una revisión catastral (kenchi). La mayor parte del suelo estaba repartido en pequeñas explotaciones de alrededor de una hectárea, los "hyakushókabu", de carácter hereditario y cuya propiedad podía ser compartida por varias familias, que entregaban al señor feudal la mayor parte del producto de su trabajo, conservando lo indispensable para su subsistencia. La aldea se hacía responsable de su propia administración, bajo el gobierno reservado de forma hereditaria a los jefes de las principales familias, aunque todos los propietarios campesinos, los "honbyakushó", tenían derecho a participar en la junta de la aldea. Sólo permanecían al margen de ésta los trabajadores por cuenta ajena y los artesanos. La aldea era la responsable de cumplir con el tributo anual y otras obligaciones feudales, lo que fortaleció los sentimientos colectivos y la solidaridad entre los campesinos y favoreció la organización de su lucha en caso de levantamientos. Dada su importancia, la agricultura es el sector al que más atención se prestó por parte de la política económica de los Tokugawa y de la iniciativa privada, responsable de publicaciones agronómicas, como la enciclopedia de Yasusada Miyazaki (1623-1697). La política era mantener sumisos a los campesinos y hacerles pagar la mayor cantidad de impuestos posible, para lo que había que evitar que cayesen en la miseria. Es decir, había que asegurarles la subsistencia pero impedirles el enriquecimiento, que provocaría la temida movilidad social, según la frase de Tokugawa Ieyasu: "a los campesinos, no dejarlos vivir ni morir". A ese espíritu responde el decreto de 1643, por el que se prohibía la compra y venta de tierra a perpetuidad, para evitar la concentración en pocas manos y el aumento del campesinado sin tierras. Con el mismo fin se impedía la partición de la tierra entre varios herederos, que derivaría en la aparición de mínimas parcelas que no permitirían la supervivencia de sus propietarios. De forma paralela, para prevenir la producción destinada al comercio y el surgimiento en las aldeas de la economía de intercambio, existían diversas limitaciones sobre ciertos cultivos, como el tabaco, y sobre la industria aldeana. Las pocas salidas que se les dejaban estaba aderezadas, según el "decreto sobre la reglamentación de la vida de los campesinos" de 1649, por los consejos sobre cómo ser ingeniosos para organizar el trabajo y alcanzar mayores rendimientos y ser frugales para estar preparados en las épocas de escasez. El aumento de la producción, junto a la fijación de la renta feudal sobre la producción media, el sistema de "jômen", originó el excedente del trabajo campesino, que pudo reinvertirse en mejora de la labranza. La modernización de los aperos y el uso de animales de tiro y de abonos variados, como los desechos de la pesca y de la basura, estaban en la base de esta mejora, que no lo fue exclusivamente en el arroz, sino en la aclimatación y cultivo de plantas que provenían de otros continentes. Patatas, boniatos, zanahorias, nabos, maíz, cacahuetes y judías diversificaban la producción y permitían un cultivo intensificado para mantener a una población creciente. La venta de los excedentes agrícolas, además de algunos subproductos como la leña o la paja, facilitaba a los campesinos la adquisición de herramientas y artículos necesarios para la vida cotidiana, y, sobre todo, puso las bases para la formación del mercado local. De este modo, se introdujeron cultivos que, como el tabaco, la caña de azúcar y el té, estaban dedicados claramente a la comercialización, mientras las plantas textiles (cáñamo, índigo y moreras) aumentaban los rendimientos y las exportaciones de la industria textil. Pese a los intentos de homogeneización de la población aldeana, ésta se fue diversificando. Las inversiones en el incremento de la productividad originaron la aparición de los prestamistas, muchos campesinos terminaron en arrendatarios de sus propias tierras, otros las perdieron y algunos de los que consiguieron enriquecerse derivaron en manufactureros. El desarrollo de la agricultura japonesa en el siglo XVII estaba, pues, estrechamente relacionado con la transformación de la sociedad campesina y los cambios de la industria y el comercio. La población aumentó al compás de las posibilidades de alimentación, calculándose un crecimiento del 50 por 100 entre 1600 y 1720. En el último cuarto del siglo XVII, al iniciarse los primeros problemas de alimentación, comenzaron a producirse levantamientos campesinos, que menudearán en la centuria siguiente. Los cambios sociales aparecidos en el campo explican este proceso, pues a la aparición de una clase rica campesina se contrapuso la conversión en jornaleros de muchos arrendatarios. La atomización señorial había propiciado el surgimiento de numerosas poblaciones, con corporaciones artesanas y asociaciones de comerciantes, "za". Éstas desarrollaron un tipo de organización privilegiada, similar a los gremios occidentales, bajo la protección de un patrocinador, laico o eclesiástico. Herreros, carpinteros, alfareros y otros artesanos mantenían abastecidas a las ciudades y también surtían a las cortes señoriales, las cuales competían en brillantez cultural y artística con las del occidente europeo del momento. Kyoto, Nara, Kamakura, Osaka, más tarde Edo, se convierten en centros consumidores de lujo, que no se detenían en los productos nacionales, sino que los buscaban allende los mares. Entre los artesanos de productos delicados destacaban especialmente los fabricantes de papel de arroz y de corteza de morera, necesario para la creciente administración y para la construcción. La laca daba lugar a una numerosa artesanía de objetos de lujo y de consumo, muy apreciados en el extranjero. La base de la expansión comercial en la segunda mitad del siglo XVI fue, sin duda, la exportación de plata, que desde los años cuarenta se extraerá de forma masiva, sobre todo de las minas de Ikuno y de la isla de Sado. Ello no sólo posibilitará que la economía nipona pase del trueque a la monetarización, sino que convertirá al Japón en una potencia comercial, con la exportación del metal precioso necesitado por el resto del Continente asiático a cambio de productos de lujo -sedas, lacas, especias, perfumes y libros-. El comercio japonés mantenía un activo tráfico de especias con Annam y Siam, mientras que las relaciones mercantiles con China se llevaban por medio de una atrevida piratería, que provocó la prohibición de los Ming a sus marineros de todo contacto con el Imperio del Sol Naciente desde finales del siglo XV. El resultado fue la organización de un contrabando que, sin embargo, no era capaz de cubrir las necesidades japonesas ni las chinas. Hideyoshi, involucrado directamente en el comercio desde su castillo de Osaka, uno de los principales centros comerciales japoneses, se dedicó a encauzar y fomentar las relaciones comerciales con el exterior. Una vez hecho con el control del puerto de Nagasaki en 1587, negoció con China la posibilidad de abrir de nuevo vías legales, sustitutivas de la piratería, no llegando a ningún resultado. En 1543 se había producido el encuentro con el comercio portugués, cuando tres marinos lusitanos arribaron a las costas de Kyushu, arrojados por el furor de una tormenta. Desde entonces, sus armas de fuego fueron objeto del deseo de los daimios y propiciaron unas relaciones de intercambio facilitadas por el repliegue comercial chino. La mejora en el nivel de vida ocurrida en el Seiscientos, y las mayores posibilidades de consumo eran evidentes en todas las clases sociales. Y no sólo en las aldeas, sino entre los artesanos y comerciantes, surgieron sectores que asimilaron la forma de vida de los daimios y samurais, con el acceso a la cultura y al disfrute de bienes de consumo de lujo, que tanto persiguieron los Tokugawa con sus leyes suntuarias. Aunque el artesanado se beneficiase de este general aumento del consumo, fueron los comerciantes quienes lo hacen más claramente. La obligación de los señores de residir en la corte de Edo una parte del año les obligaba a desdoblar los gastos, en el campo y en la ciudad, con el consiguiente recurso al mercader para el avituallamiento en la capital, donde el deseo de ostentación aumentaba el consumo de objetos suntuarios. Así, los mercaderes se manifestaron imprescindibles para mantener el nuevo régimen de vida cortesano, y eran ellos quienes comercializaban los productos de los campos de los daimios, les adelantaban dinero y les vendían los artículos necesarios para la subsistencia y para el mantenimiento de un tipo de vida acorde con su posición. No sólo aumentó de esta manera el número de mercaderes, sino su potencia económica, con el consiguiente ascenso social. La importancia creciente de las actividades mercantiles llevó al poder a apoyarlas y protegerlas. En primer lugar, aparecieron corporaciones a las que el shogún había concedido el monopolio del comercio de ciertos artículos de lujo o de interés particular, como el oro, la plata, la seda, el cobre o el aceite vegetal, y después se formaron de hecho, y fueron aceptadas por el poder político, otras de carácter privado. A fines del siglo XVII ya existían las Diez Corporaciones de Comercio de Edo y las Veinticuatro Corporaciones de Osaka. Los Tokugawa mantuvieron a los comerciantes fuera del acceso libre al comercio exterior, que quedaba bajo control del shogún, así como la producción de las minas y, por tanto, la acuñación de moneda. Los daimios copiaron el modelo utilizado por el shogún para sus circunscripciones y utilizaron corporaciones comerciales para la venta en régimen de monopolio de sus propios productos, para lo que abrieron factorías en las ciudades. Así, controlaban fácilmente el precio de los artículos que se vendían en sus territorios y además imponían los precios de sus productos en las ciudades. Los banqueros se hicieron imprescindibles para la negociación del papel o para los créditos necesarios. Generalmente surgieron del sector mercantil, combinando el ejercicio de ambas actividades. A pesar de que la política de los Tokugawa intentó mantener cerradas las puertas que comunicaban entre sí las clases sociales, y, sobre todo, conservar dentro de unos estrechos límites al sector mercantil, los cambios sociales resultaron imparables. En el siglo XVII ya pueden encontrarse algunas familias que desde la producción se pasaron al intercambio y después al préstamo y las finanzas e incluso a la inversión en compras de tierras. De esta manera, en este sector, pequeño pero activo, en pocas generaciones fue difícil distinguir su pertenencia a alguna de las cuatro clases.
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Antes incluso del establecimiento del gobierno mogol, la economía india no era, por supuesto, una simple economía natural de subsistencia. Desde tiempos muy remotos, en la India se practicaba un considerable comercio interno, así como intercambios externos con los países ubicados hacia el Occidente y el Oriente. En numerosos centros del país, la manufactura artesanal -sobre todo en los diversos tipos textiles y metales- ya era bastante especializada. Las manufacturas urbanas estaban destinadas a la exportación y en el interior solamente a la corte imperial y a la nobleza. Aunque cada población fuera autosuficiente y basara su economía en un sistema autárquico, la existencia de grandes ciudades implicaba la aparición de una considerable circulación regional de productos agrícolas; asimismo, el comercio exterior se intensificará en el siglo XVIII por el aumento de los intercambios marítimos con Europa. Sin embargo, varios factores impedían que la economía alcanzara un mayor desarrollo: las aldeas eran casi autosuficientes y sólo satisfacían una mínima parte de sus necesidades desde el exterior; el comercio se realizaba sólo entre las grandes ciudades y estaba bastante restringido, por el costo del transporte, los malos caminos y, muchas veces, por el incumplimiento de las leyes y el desorden que reinaba en muchas partes. Otro factor limitativo era el volumen del excedente y, en especial, del excedente en dinero del que disponía la clase dirigente, que provenía esencialmente del campesinado. En una palabra, era un ingreso inelástico y restringido por leyes tradicionales. Parece que si bien las bases de la organización de la sociedad aldeana india eran bastante similares en todas las zonas, no debe perderse de vista la existencia de importantes variaciones regionales y locales. Así, en algunas de ellas, como las habitadas por las castas superiores, que no tocaban el arado, debió existir una gran cantidad de trabajadores asalariados o semiserviles. Algunas aldeas se especializaban en determinadas tareas y producían materias, como el índigo, el azúcar de caña, las semillas oleaginosas, no sólo para el consumo local sino también para un amplio mercado. No sabemos hasta qué punto el estilo de vida de las aldeas de esas regiones coincidía con el de aquellas en las que prevalecía ampliamente la agricultura de subsistencia.
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Suetonio atribuye a Vespasiano una frase dicha al comienzo de su gobierno: "que necesitaba 400 millones de sestercios para que el Estado pudiera seguir existiendo". La intervención más significativa en el área de la agricultura fue la iniciada por Vespasiano, que tendía a cubrir dos objetivos: recuperar para el Estado o para los dominios públicos de las ciudades tierras que venían estando en manos de particulares y, en segundo lugar, poner en explotación nuevas tierras. En los repartos de épocas anteriores, el Estado había dejado sin asignar algunas tierras, las subcesivae, sobre las que seguía teniendo el derecho de propiedad aunque estuvieran realmente siendo trabajadas por particulares sin título censual sobre las mismas. Ahora se necesitaban esas propiedades bien para concederlas a veteranos del ejército o bien para venderlas con el fin de incrementar los ingresos del Tesoro. La medida de recuperar esas tierras subcesivae, comenzada a aplicar por Vespasiano, se hizo muy impopular; a pesar de ello se mantuvo hasta los años de su hijo Domiciano, quien permitió seguir con ellas a sus ocupantes tradicionales. En muchos casos eran tierras poco productivas y la complejidad de los pleitos relacionados con la recuperación de las mismas (revisiones del catastro y de los censos, pleitos y quejas de los posesores, etc.) hacía lenta y nada popular la aplicación del decreto. No debe olvidarse tampoco que si Domiciano pudo suprimir esa medida, lo hizo en un momento en que el Tesoro había sido saneado por su padre y hermano. En cualquier caso, ninguna fuente antigua nos precisa el grado de aplicación de tal medida. La preocupación por conseguir la explotación máxima de todas las tierras cultivables se testimonia en varios documentos. Así, el largo texto hallado en Henchir Mettich (Túnez) de época antoniniana se refiere continuamente a que la organización del dominio imperial allí situado, conocido como villa Magna Variana, se realiza conforme a lo prescrito por la Lex Manciana, cuya dotación es de época flavia. Y entre otros contenidos, se alude también a tierras subcesivae. Y detrás de las medidas militares de hacer una nueva configuración de la frontera africana y del fossatum, hubo proyectos de ampliar la extensión de tierras cultivables de Africa. No debe olvidarse que África proporcionaba una parte importante del trigo destinado a Roma. Las campañas militares consiguieron nuevos dominios territoriales en el área renana. La parte situada entre el Rin y el Danubio comenzó a ser organizada por Vespasiano y tomó una forma definitiva bajo su hijo Domiciano. Ese territorio conocido como los Campos Decumates, agri decumates, sirvió para la unión de las defensas fronterizas del Rin y del Danubio pero también recibió asentamiento de colonos. Y nuevas tierras para el Imperio se consiguieron como resultado de las campañas militares en Britania y de la conversión en territorio provincial de parte de Grecia y de Asia Menor. La puesta en explotación de los recursos mineros estuvo presente en todo tiempo en la política de Roma. Bajo los Flavios, se perfecciona la gestión de los distritos mineros explotados directamente por el Estado. Desaparecen de ellos los publicanos y se encarga a libertos imperiales de la gestión de los mismos. En las minas de oro del Noroeste hispano, se testimonian bien estos cambios, que van a durar hasta la época de los Severos. Los responsables de cada distrito, procuratores metallorum, eran libertos que dependían del administrador provincial del Fisco, procurator provinciae, que tenía rango ecuestre. La función de estos libertos gestores de distritos mineros y su carácter de ser representantes del emperador les concedía una gran autoridad, de modo que podían incluso ejercer el mando sobre pequeños destacamentos militares. A Domiciano se atribuye una medida por la que se prohibía la plantación de nuevos viñedos en Italia y la desaparición de la mitad de las cepas de los viñedos provinciales. Se ha entendido como un deseo del emperador de conseguir más tierras para la explotación cerealística. En todo caso, la prohibición fue escasamente cumplida. El propio Suetonio, que ofrece esta noticia, añade que no hizo ejecutar este edicto (Suet., Dom., VII). Vespasiano suprimió las inmunidades concedidas por Nerón a algunas ciudades griegas y recomendó a sus agentes fiscales exigir las obligaciones de la población del Imperio con el Fisco. No deja de ser anecdótica la acusación de que Vespasiano permitía que algunos se enriquecieran para después, por medio de un proceso en el que salían condenados, estrujarlos como a esponjas para que soltaran el capital acumulado. Y un valor semejante hay que atribuir al hecho de que Vespasiano aplicara impuestos por el uso de las letrinas públicas. Ni el Tesoro se saneó con los impuestos de las letrinas ni Vespasiano aplicó demasiadas condenas. Nuevo fue el impuesto sobre los judíos: el diezmo que pagaban al Templo de Jerusalén pasó a ser un impuesto obligado para destinarlo al Fisco, Iudaicus fiscus. Y Domiciano hizo una aplicación rigurosa del mismo pues lo exigió "tanto a quienes profesaban la fe judaica como a quienes, disimulando su origen, se habían librado del impuesto exigido a este pueblo" (Suet., Dom., XII). Pero la recuperación real del Tesoro público fue el resultado no tanto de los nuevos impuestos como de una eficaz gestión fiscal y de una mejora general de la economía.
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Los efectos del intervencionismo estatal en la economía tuvieron una faceta primordial en la práctica hacendística. Las haciendas de los incipientes Estados nacionales europeos se enfrentaban en el siglo XVI a dos problemas fundamentales: la racionalización de la gestión de los recursos y la necesidad de aumentar sus ingresos. Ambos problemas estaban ligados al proceso de consolidación del aparato estatal y a las exigencias de la política bélica exterior. En realidad, aunque el aparato cortesano consumía importantes recursos y los gastos de la Administración real crecieron de acuerdo con el propio crecimiento de la maquinaria burocrática, fue la guerra, siempre acechante, la que exigió los mayores esfuerzos económicos. Ninguno de los dos problemas se resolvió de forma completamente eficaz, aunque se registraron indudables progresos. El primero de ellos se abordó mediante la reforma de las instituciones hacendísticas existentes. En Castilla correspondió esta misión a los Reyes Católicos, quienes crearon una doble contaduría: la Contaduría Mayor de Hacienda y la Contaduría Mayor de Cuentas, la primera con carácter de gestión y, la segunda de control. Sin retocar en exceso las bases de la fiscalidad castellana, la mejor gestión hacendística se tradujo durante este reinado en un aumento importante de la recaudación. Más tarde, durante el reinado de Carlos I, se creó un Consejo de Hacienda con carácter ministerial que pasó a engrosar el sistema sinodal de gobierno de la Monarquía hispánica. En Francia, a inicios del Quinientos, el sistema financiero era todavía el de Carlos VII, pero fue profundamente modificado durante el reinado de Francisco I, con la creación del "Trésor de l´Épargne, institución que contribuyó al progreso del poder real y a la centralización de los ingresos. En Inglaterra, Enrique VII acertó a organizar financieramente la Monarquía con medios modestos aunque sólidos, desarrollando los servicios financieros de la Cámara del Rey a costa de la lenta y burocrática Tesorería. Con ello la Monarquía logró también una mayor independencia económica respecto a las instituciones tradicionales (H. Lapevre). El segundo problema, el del aumento de los ingresos, se intentó solucionar por una doble vía. Por una parte, el incremento de la presión fiscal y la diversificación de las fuentes de recaudación. Por otra, el diseño de una política económica proteccionista que, al procurar un aumento de la riqueza del país, mejorara de paso las expectativas de recaudación tributaria. Los impuestos podían ser ordinarios o extraordinarios, directos o indirectos. Los impuestos directos requerían generalmente de la aprobación de las Asambleas estamentales. Así ocurría en Inglaterra, donde los subsidios extraordinarios debían ser votados por el Parlamento. En los reinos hispánicos eran las Cortes quienes daban su aprobación a la recaudación de los servicios ordinarios y extraordinarios. En Francia la talla originariamente debía ser aprobada por los representantes de la nación, aunque su monto era señalado por el Consejo Real. En el norte del país la talla constituía una capitación personal, mientras en el sur consistía en un impuesto territorial. Entre los impuestos ordinarios eran frecuentes aquellos que gravaban el comercio o el consumo. En Castilla, la alcabala o impuesto sobre las compraventas constituía una de las fuentes más saneadas de ingresos de la Hacienda real. En Francia se cobraban ciertos impuestos sobre las mercancías ("aides", especialmente cobradas sobre el vino) y la exportación e importación de productos (traites), además de una tasa sobre la sal (gabelle). En Inglaterra, los derechos aduaneros (customs) formaban parte importante de las rentas ordinarias de la Corona. En los casos en los que el esfuerzo fiscal resultaba insuficiente, la Hacienda recurrió a otros expedientes extraordinarios que, a fuer de frecuentados, terminaron por hacerse procedimientos ordinarios. Entre ellos, la enajenación de bienes del patrimonio real, tales como baldíos y jurisdicciones señoriales. Pero, sobre todo, los monarcas recurrieron a la deuda pública. La demanda de empréstitos por parte del Estado contribuyó al desarrollo del mundo de las finanzas, dado que los principales prestamistas fueron grandes banqueros. Carlos V recurrió a ellos para obtener anticipadamente la liquidez necesaria para financiar sus campañas militares, con la garantía de la recaudación fiscal en Castilla y las remesas de plata americana. Entre sus principales banqueros se contaron genoveses y alemanes, como los Spínola y los Fugger. El creciente volumen de la deuda pública, aumentado por los crecidos intereses de los préstamos, y la incapacidad de la Monarquía para hacer frente a los plazos de vencimiento obligaron a su sucesor en el trono, Felipe II, a recurrir en varias ocasiones a la bancarrota, declarando la insolvencia de las arcas públicas y convirtiendo la deuda flotante en deuda consolidada a largo plazo. Los réditos de los juros (títulos fiduciarios sobre la recaudación de ciertos impuestos) habían por entonces alcanzado un elevadísimo porcentaje del presupuesto anual de la Corona. La primera declaración de bancarrota se produjo en 1557, momento en que la deuda flotante alcanzaba las dos terceras partes de los ingresos ordinarios de la Corona. En 1560 se produjo una nueva suspensión de pagos. La solución no fue sino temporal. Un cálculo efectuado en 1574 por Juan de Ovando, presidente del Consejo de Hacienda, demostró que las deudas corrientes montaban 74.000.000 de ducados, mientras los ingresos previstos para el mismo año ascendían a sólo 5,6 millones. En 1576 el Estado hubo de declararse de nuevo en quiebra, provocando el colapso económico de Amberes, principal centro financiero de Europa, y la decadencia de las ferias castellanas, lugares de negociación del crédito estatal. A fines del reinado, en 1596, se llevó a cabo una nueva declaración de bancarrota, que no fue, ni mucho menos, la última, pues la serie continuó a lo largo del siglo XVII. Las bancarrotas de la Hacienda castellana son el más vivo ejemplo de las contradicciones del imperialismo hispánico, cuya política de dominio implicó costos económicos a la larga insostenibles.
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El sociólogo Max Weber encontró que el protestantismo estaba en la base del desarrollo del sistema capitalista. Para Weber, la ética propuesta por el protestantismo favorecía la búsqueda del éxito económico personal, por contraposición a la moral cristiana, para la cual cuestiones como el enriquecimiento o el préstamo eran claramente pecaminosas. Así, la ética protestante debió influir en el desarrollo del espíritu capitalista. La Iglesia católica, desde este punto de vista, habría obstaculizado tradicionalmente con escrúpulos morales el logro de ganancias mediante el comercio y el préstamo a interés. La Reforma -particularmente en su desarrollo calvinista- contribuyó por el contrario, según esta visión, al avance de una mentalidad que hacía del éxito en los negocios un signo de elección divina. Ello no impidió, sin embargo, que el capitalismo tuviera origen en áreas de profunda raigambre católica. Es cierto, pese a todo, que en el siglo XVI la burguesía de determinados países en los que se extendió el protestantismo careció de las veleidades aristocráticas de las clases medias de otras áreas, en particular la mediterránea. Pero esto llevaría a otro tipo de consideraciones. La burguesía mercantil de los Países Bajos es citada como paradigma de una clase social austera, entregada a los negocios y que desdeñaba las vanidades del fasto aristocrático. A pesar de ello, se difundió un cierto estilo neoaristocrático en medio de los patriciados urbanos de aquellas provincias. La mejor predisposición para los negocios, así como la mayor constancia y competencia en ellos son cualidades que pudieron, ciertamente, depender de factores de mentalidad. Pero de nuevo es necesario tener presentes las condiciones objetivas (principalmente económicas, pero también de otra índole) que modularon las actitudes concretas de inversión y comportamiento social de las elites burguesas en la Europa moderna.
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Junto al estudio de los restos de industria, característico de las primeras épocas de la investigación, y que no ha perdido su validez, se tiende en la actualidad a considerar el análisis de la fauna y su significado económico y ecológico, así como la presencia de restos estructurales y de ocupación, lo que nos permite considerar las culturas de un modo más amplio y comprender mejor su evolución. Durante el Paleolítico los grupos humanos tuvieron una economía depredadora en la que dependieron de los recursos del medio ambiente. En este sentido, un factor que a veces se tiende a olvidar es precisamente la relación cazador-presas. Durante el largo tiempo en que los grupos humanos poseyeron una economía depredadora, éstos no tuvieron control directo sobre la capacidad reproductora de sus presas, por lo que tuvieron que adaptar su economía a las tendencias reproductivas naturales de las mismas. Es lugar común entre los prehistoriadores el hablar de cómo las mejoras técnicas implican una mayor y más abundante caza que permite los crecimientos demográficos. Sin embargo, esta ecuación no siempre parece exacta. Una economía depredadora se basa en unos recursos limitados por las posibilidades del medio ambiente, por lo que un aumento de las piezas cazadas se traduce también en un descenso de las piezas potenciales. Se produce la paradoja de que un aumento de la tecnología cinegética se debe traducir en un mayor control social del grupo humano sobre estos recursos, pues un uso indiscriminado de la misma actuaría de forma negativa sobre el grupo, reduciendo sus posibilidades de supervivencia. Así, se van produciendo los modelos de sociedades opulentas con un tiempo bajo de obtención de recursos y reorientando el tiempo restante en actividades de socialización del grupo, llegando al extremo de los pueblos de pescadores-recolectores de la costa noroeste de Norteamérica, con su sistema de redistribución o Potlach. De esta forma, los cambios demográficos se presentan como un proceso enormemente delicado y sólo se podrán producir sin riesgo para la supervivencia cuando el grupo humano controla los recursos (la ganadería o la agricultura) o cuando sea posible el envío de excedentes de población a otras áreas vírgenes (el norte de Europa en el Postglaciar). En áreas como el suroeste de Europa, de la que forma parte la Región Cantábrica, la densidad de población no debió de cambiar de forma importante durante el Pleistoceno, siguiendo la relación presa-depredador. La aplicación, como veremos, de modelos de baja densidad de población y fuerte movilidad se presenta como una interesante alternativa para comprender los cambios culturales pleistocénicos. Como ya expusimos, los estudios de la fauna nos permiten un conocimiento muy amplio de las actividades humanas. La presencia de restos animales en los yacimientos arqueológicos se debe principalmente a su capacidad alimenticia. También se cazaron animales por la utilidad de parte de ellos, como los cuernos de los cérvidos, o las pieles. Tampoco hemos de olvidar el aspecto social de la caza, es posible que la captura de grandes carnívoros u otros animales peligrosos (como cérvidos en celo) dependa más de consideraciones sociales, como la iniciación o el propio prestigio de cazador, que de consideraciones simplemente alimenticias o utilitarias. La aparición relativa de las distintas partes del esqueleto nos permite deducir la existencia de toda una serie de actividades encaminadas hacia un mejor aprovechamiento de las piezas cazadas. En primer lugar, el despiece de los animales (butchery) representa una serie de ventajas en relación con el transporte de los mismos. El abandono de partes del animal sobre el terreno de caza implica una economía de peso, pues se aportarían al campamento las partes más ricas en recursos alimenticios, evitando pesos muertos, y se conseguiría un mejor rendimiento por pieza cazada. El estudio de las marcas encontradas en los huesos, fundamentalmente en forma de cortes o incisiones, provee un importante campo de contraste de las técnicas de descuartizamiento y carnicería de un animal. Este tipo de estudios ha sido utilizado desde hace mucho tiempo como prueba de las actividades antrópicas sobre restos óseos. Tenemos que considerar siempre que los grupos humanos paleolíticos vivían en gran medida de la caza, por lo que sus técnicas deberían alcanzar un máximo de efectividad con un mínimo de esfuerzo. La economía en el transporte de los productos de la caza, desde el lugar de la caza al campamento, debería evitar pesos muertos y, por otro lado, determinar el aprovechamiento máximo del animal, tanto en sus productos alimenticios (carne y grasa) como en las partes con valor utilitario (cuernos y piel). Así, podrían obtener el mejor partido de los animales y su beneficio sería máximo. De esta forma, tendríamos un modelo básico: separación de las extremidades del esqueleto axial y transporte del animal en cuartos. Las variaciones estarán, entonces, en el aprovechamiento de partes del animal destinadas a otras actividades, como la piel, los tendones, etc.
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La base económica de la sociedad sasánida era la agricultura y su explotación dentro de la mas pura raíz mesopotámica. Las grandes propiedades, en manos de la nobleza, de los grandes templos del fuego y del Estado configuraban el modo de explotación mas corriente, que no es del todo bien conocido. En este marco agrícola los esclavos, según parece, estaban en un proceso de emancipación, si bien los campesinos considerados libres estaban sujetos a la tierra que cultivaban como los siervos de la gleba. Sucesivas leyes reales protegieron a los campesinos frente a los nobles, pero ninguna les eximió del pago de los impuestos de capitación y de los que gravaban la tierra. La explotación de las fértiles llanuras de Mesopotamia se hacía respetando estrictamente las reglamentaciones más tradicionales, lo que permitió un florecimiento del mundo agrícola y éste a su vez un desarrollo urbano. El mundo urbano sasánida sólidamente sostenido por la agricultura se desarrollará también gracias al comercio. Las viejas y nuevas ciudades se poblaron de artesanos, muchos de ellos prisioneros de guerra, que gozaron de un estatus especial que les dispensaba del servicio militar y les obligaba a pagar únicamente el impuesto personal de la capitación; aunque en caso de guerra debían de asumir pesados tributos especiales. La actividad mejor conocida de estos artesanos era la elaboración de tejidos de seda, tapices y cerámica. El imperio sasánida, como todos los otros que se han asentado en este crucial territorio, supo aprovechar su situación geográfica para desarrollar un intenso comercio de intercambio entre el mundo oriental en general y el chino en especial, y el mundo mediterráneo. Desde Ctesifonte, las rutas hacia el Este pasaban por Hamadam, Susa, Persia y bordeaban el golfo Pérsico; mientras las que iban por el interior, desde Hamadan, llegadas al mar Caspio, continuaban hacia Kabul y llegaban a China. Por estos itinerarios centroasiáticos, a pesar de las sucesivas guerras, siempre se mantuvieron buenas relaciones comerciales con los kusanas, los hunos heftalitas y las diversas tribus turcas. Lo mismo sucedía en el frente occidental con los armenios, los romanos y después los bizantinos. La marina que desarrollaron los sasánidas en el golfo Pérsico captó gran parte del comercio del Océano Índico en perjuicio de las naves árabes. Los principales objetos de exportación sasánidas giraban en torno al lujo y a la fama de su refinada corte verdadera consumidora de artes suntuarias. La orfebrería con sus escenas de caza, de banquetes o de regresos triunfales de rey, será muy apreciada tanto en el exterior como en el interior. Las suntuosas sedas con sus motivos de animales enfrentados o con personajes cazando, y los grandes platos de plata y las copas trabajadas eran también muy apreciadas en el exterior y servían también para transmitir una idea de la grandiosidad y refinamiento del imperio. La base económica de todo este intercambio fue una moneda de oro, el denar, que era aceptada por su calidad en los mercados internacionales en igualdad al nómisma bizantino, si bien la moneda mas corriente era el direm de plata que, con un peso casi constante entre los 3,65 y los 3,94 gramos, era muy bien aceptada por todos los comerciantes. Esta moneda llevaba en el anverso el busto del rey de reyes, con inscripciones en pehleví, y en el reverso el templo del fuego. La jerarquizada sociedad sasánida y su estructuración económica y social hizo que los principales beneficiarios del comercio y de la riqueza agrícola fueran las dos clases especialmente privilegiadas: la nobleza y la clase sacerdotal; mientras el pueblo llano, los pequeños agricultores y los artesanos llevaron sobre sus espaldas el peso de la mayoría de sus impuestos. Estas desigualdades contribuyen a explicar el éxito de ciertas teorías igualitarias que de vez en cuando aparecerán, tal es el caso de Mazdek, que sus teorías puso en un serio peligro al propio régimen. A pesar del teórico monopolio religioso del zoroastrismo se sabe que la corte imperial fue por lo general un centro abierto y tolerante. El gran Cosroes acogió en su palacio a filósofos bizantinos, utilizó a cristianos en altos cargos y animó la enseñanza de la medicina. A su vez, la influencia oriental y sobre todo india se notó especialmente en la literatura con la traducción al pehleví de las fábulas de "Kalila y Dimna". Mientras en los círculos aristocráticos, especialmente de la pequeña nobleza, se manifestaba un cierto clima de crítica contra el dogmatismo zoroastrista.
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La reforma del Estado emprendida por C. Aurelio Valerio Diocleciano a partir del 284 tenía como fin resolver la situación caótica que el Imperio presentaba tras la crisis de los llamados emperadores ilíricos: los ataques de los pueblos bárbaros, la crisis política, la crisis económica, etc. Sus reformas presentan un conjunto homogéneo donde los problemas y las soluciones van todas interrelacionadas. Así, la defensa militar del Imperio implica un aumento de efectivos militares. Este aumento supone una reforma fiscal que permita costear tal ejército, y el pago del ejército, entre otros objetivos, implica la reforma monetaria, etc. En el aspecto económico, el panorama que ofrece el Imperio a la llegada al poder de Diocleciano es el siguiente: la crisis del sistema esclavista había afectado fundamentalmente a las clases medias, a la burguesía urbana que tanta importancia tuvo en el progreso de la vida municipal. La mayoría de estas elites municipales obtenían sus ingresos del cultivo de la tierra. Ante la escasez de mano de obra se veían obligados a aumentar los salarios o rebajar sistemáticamente los alquileres. Sus rentas siguen una curva descendente, sobre todo desde finales del siglo II. Paralelamente la concentración de bienes agrícolas en manos de unos pocos, los honestiores, se amplía. El crecimiento de la gran propiedad contribuyó a que la civilización urbana decayera, ya que estas haciendas comienzan a actuar además como centros de producción industrial. El aumento de los salarios provoca el alza de los precios y, consecuentemente, también son mayores los gastos municipales. La decadencia de la vida ciudadana va unida a la crisis de la burguesía urbana y ambos factores incidirán de forma crítica en las estructuras del Imperio. Las reformas económicas de Diocleciano pretendieron reactivar la vida económica resolviendo las cuestiones monetarias y tributarias. Respecto al primer punto, se intentó restablecer el valor de las monedas de plata (que desde el 256 no eran sino de bronce plateado) y de oro.
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Por mucha que sea la importancia atribuida a los elementos religiosos y a la reflexión y práctica derivados de ellos para el establecimiento de una identidad y orden político, jurídico y social, éstos se formaron igualmente a partir de unas determinadas maneras de organizar la producción y distribución de bienes económicos en los medios rurales y urbanos, de modo que la estructura y la dinámica de aquel sistema social sólo pueden comprenderse a través del conocimiento de estos aspectos en sí mismos y en su relación con las cuestiones jurídica y política.
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El aspecto que ofrece la vida económica a través de las tablillas, junto a la realidad política descrita y a los datos de la arqueología, permite definir la economía micénica como de tipo tributario, con la producción en manos de un da-mo, equivalente al demos clásico que, como éste, alude tanto al territorio como a la población que lo habita, posiblemente equiparable a la aldea. Las tablillas sólo se interesan directamente por él por motivos religiosos. La tierra aparece controlada a través de varios sistemas. La ke-ke-me-na ko-to-na se identifica con la tierra común, mientras que la ki-ti-me-na ko-to-na se define como privada o adjudicada según los casos. De cualquier manera estaría bajo el control directo de los poderosos. Por otra parte, la tierra regia o sagrada se define como te-me-no, identificable con el témenos que en Homero puede poseer igualmente el rey o incluso concedérselo a alguien particularmente, pero que en general define sobre todo los campos consagrados a las divinidades y explotados en beneficio de los sacerdotes de su templo. El sistema ha permitido igualmente el desarrollo de las actividades metalúrgicas y de la artesanía, capaz de producir objetos de valor y de establecer relaciones de intercambio de productos de lujo. En las tumbas se hallan objetos de procedencia exótica, de Egipto, de Creta y de Asia, mientras que cada vez es más frecuente encontrar restos de cerámica micénica en amplias zonas del Mediterráneo. Sin muchos detalles, puede decirse también que la sociedad corresponde aproximadamente a ese tipo que suele definirse como asiático u oriental, en que la masa de la población trabaja la tierra, en producción controlada por aparatos fuertes que centralizan en torno al rey y al templo una clase poderosa, al mismo tiempo vinculada al rey por lazos sutiles de clientela que dan solidez al entramado y se expresan sobre todo en la guerra. Aquí el rey centraliza igualmente las fuerzas de la masa del laós, o damo transformado en ejército, en el que se permite la actuación individual de guerreros sobresalientes, capaces de llevar la parte del pueblo que les corresponde, de dirigir las campañas y de realizar acciones específicas, aunque no sólo proporcionan teóricamente la victoria sino que además consolidan su poder sobre las masas. No está claro si en la realidad alguno de los reinos micénicos llegó a concentrar tanto poder como para configurar un estado territorial fuerte. Así, aparece en "La Iliada" como mando unificado en Micenas, al menos con el objeto de llevar a cabo la campaña militar contra Troya. Los datos arqueológicos y epigráficos de las tablillas sólo permiten asegurar la existencia de poderes identificados con los grandes centros arqueológicos: Tirinto, Micenas, Argos, Atenas, Cnosos, Tebas, Gla, algunos conocidos por la literatura y la arqueología, otros, como Ga, sólo por la arqueología mientras no pueda identificarse con ninguno de los lugares mencionados en las fuentes.