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La tabla de la Alte Pinakothek de Munich es una de las que formaban parte de un retablo, del que nos informan las crónicas, que se le encargó a Giotto para la Santa Croce. Después de resucitado, Cristo baja al Limbo para llevarse al cielo a algunos santos. La obra es de fácil lectura y está muy bien ambientada. Cristo, acompañado de otro personajes desconocido, que bien podría ser un franciscano, con los atributos de su triunfo sobre la muerte, entra en escena por la parte izquierda. El segmento rocoso de las puertas del Limbo separa este grupo del de los santos. Pero Giotto excava en el macizo y nos presenta también su interior, con los santos arrodillados y esperanzados por la llegada del Salvador. Pese a la separación, los dos grupos quedan unidos por sus manos. Llama la atención las dimensiones que toma la montaña y todos los accidentes orográficos que la recorren. Si los santos están bien caracterizados, no menos lo están los demonios que, entre las rocas, huyen por la presencia de Cristo.
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Vasari transmite una imagen de Mantegna como un artista cuidadoso que realizaba numerosos dibujos y bocetos previos a la ejecución de sus obras, siendo un pintor lento casi obsesionado con la perfección. Conservamos un buen número de dibujos en los que se aprecia su interés hacia la línea y el aspecto escultórico de las figuras, dotadas de la misma monumentalidad que en las obras definitivas. En este Descenso al limbo se interesa especialmente por la anatomía, tomada de los relieves romanos, aportando de su fecunda imaginación los demonios de la zona superior. La figura de Cristo agachándose para entrar en la puerta del limbo resulta de gran belleza por su escorzo y los pliegues de los paños arremolinados, en sintonía con la bandera.
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Se cree que esta pintura decoraba la celda en la que se alojó San Antonio desde 1446. De cualquier manera, el Descenso al limbo no es de los frescos más afortunados del convento de San Marcos. Posiblemente fuera Gozzoli el último realizador de la obra. Cristo derriba la puerta del limbo, aplastando a un demonio, para salvar a diferentes santos. Jesús, con los atributos de su Triunfo sobre la muerte, extiende la mano a uno de ellos, tras el que aparece toda una legión de santos, de los que sólo vemos sus aureolas doradas. En el extremo izquierdo de la composición, otros demonios, de composición bastante ingenua, se esconden tras las rocas. Lo más significativo de la obra es la iluminación de la escena, responsable en última instancia de la espacialidad de la representación. Mientras la entrada de Dios está completada con la luz que desprende su figura, iluminando al santo que le coge la mano, los santos del fondo parecen emerger de una cueva en la más absoluta oscuridad. Procedente de la derecha, la luz incide sobre las rocas, dejando en penumbra a los demonios. Las sombras también dan volumen a la orografía de la cueva.
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Las modificaciones y los añadidos al óleo que aparecen en esta tabla impiden atribuirla con absoluta certeza a Miguel Ángel, considerándose que podría ser un trabajo de un discípulo - apuntándose a un tal Carlo - bajo la atenta mirada del maestro. La composición está inspirada en Mantegna, continuando con el empleo de figuras escultóricas, de gran potencia anatómica, muy del gusto de ambos artistas. Las figuras ocupan la mayor superficie del espacio, quedando una diminuta franja al fondo para el paisaje donde observamos las montañas transparentes que aparecen en las obras de Leonardo y Rafael. La ausencia de tensión y la poco acertada ubicación de los personajes, junto a la mala conservación, hacen de esta obra un ejemplo de los orígenes pictóricos de Buonarroti, más interesado por la escultura que por la pintura a pesar de su aprendizaje en el taller de Ghirlandaio.
Personaje Literato Militar
Autor de "Art de dictier", considerada la primera obra poética francesa, su poesía plasma las condiciones y problemas de su tiempo.
Personaje Científico Literato
Su principal obra forma parte de las crónicas que recogen la historia de Cataluña. Desclot tardó cinco años en escribirla (1283-1288) y en ella relata las hazañas del monarca Pedro III el Grande. Esta obra consta de 168 capítulos. Aproximadamente una tercera parte del libro se refiere a personajes de la corte catalana y antepasados del monarca. La unión de Cataluña y Aragón es el punto de partida de esta crónica que continúa con el reinado de Alfonso II el Casto y la batalla de las Navas de Tolosa, entre otros acontecimientos, hasta referirse al reinado de Pedro el Grande.
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Lo más peculiar y característico del período entre 1955 y 1962 en lo que respecta a la descolonización, no es lo sucedido en Asia ni incluso la inestabilidad creciente en Medio Oriente, sino la extensión del movimiento de emancipación al continente africano. En 1955 África no tenía más que un puñado de Estados independientes: Etiopía, Liberia, Egipto, África del Sur, en plena ruptura con respecto a la Commonwealth por el "apartheid", y Libia. Pero en el nuevo clima mundial relacionado con la Conferencia de Bandung y con la actitud contraria al colonialismo tradicional de las dos superpotencias mundiales, en siete años la mayor parte del continente africano logró la independencia. Lo hizo, sin embargo, a un ritmo muy variado y que dependió de las circunstancias de cada región de África. En África del Norte existieron movimientos partidarios de la descolonización desde fecha anterior a 1955 sin que la independencia pueda ser entendida al margen de su actividad; además, el proceso hasta la llegada de la misma fue en gran medida traumático, en especial en el caso de Argelia. En África negra la situación fue diferente: la idea de la inevitabilidad de la descolonización parecía ya haberse impuesto de modo natural, de manera que la resistencia a la misma fue menor por parte de las potencias coloniales. De todos modos, en la misma África del Norte la situación variaba de forma considerable entre unos países y otros. Túnez y Marruecos tenían en común el estatuto de "protectorados", lo que implicaba la existencia de una autoridad nacional propia aunque privada del efectivo ejercicio de la soberanía. En pura teoría, la existencia de esta autoridad local tenía la ventaja de poder propiciar una evolución pacífica hacia la independencia pues bastaba con introducir una modificación en el estatuto de estos dos países para darle paso. En Argelia la existencia de una fuerte comunidad europea, muy enraizada, introducía complicaciones adicionales, aparte de que no existió nunca un estatuto de protectorado que permitiera la reconstrucción de una autoridad local indígena. Todos estos futuros países tenían, sin embargo, un factor común: la colonización francesa no hizo nada para facilitar una eventual retirada del Imperio cuando llegara un determinado momento. Incluso una cierta inseguridad colectiva después de la Segunda Guerra Mundial incrementó las dificultades para llegar a este resultado. De cualquier modo, tanto en Marruecos como en Túnez, los antecedentes de la emancipación se remontan al conflicto bélico. En Marruecos el sultán Mohammed ben Yusef se había entrevistado en 1943 con Roosevelt, quien ya por entonces le prometió el apoyo norteamericano en el momento de una independencia que, a los ojos del segundo, no podía tardar. Se entiende en estas condiciones lo difícil que resultó el acuerdo entre el presidente norteamericano y De Gaulle, que sólo aceptó la descolonización como una obligación que imponían el realismo y la evolución de los tiempos pero siempre de forma renuente. Pocos meses después, Balafrej, una personalidad no lejana al monarca, contribuyó a reunir en el Istiqlal a las diversas tendencias existentes dentro del nacionalismo marroquí bajo la dirección de Allal El Fassi. A comienzos de 1944, en un manifiesto, este partido pidió la independencia con la aparente colaboración del monarca, pero la presión de las autoridades francesas y la existencia de graves desórdenes públicos le indujeron a un cambio de actitud. Hubo incluso varios líderes nacionalistas detenidos. En 1945 la situación parecía controlada por las autoridades francesas pero el sultán, aunque había sido considerado por De Gaulle como una especie de camarada en la tarea de la liberación, hizo en 1947 una gran alabanza de la Liga Árabe demostrando de esta manera una ambigüedad muy característica. Durante un paréntesis relativamente liberal -aquel que estuvo representado por la autoridad del presidente Labonne- el sultán siempre se negó a cualquier acuerdo de co-soberanía o de integración en la Unión francesa. La política de las posteriores y sucesivas autoridades francesas, siempre militares, fue siempre dura insistiendo en que el sultán condenara al Istiqlal. En Túnez la ocupación por parte de Alemania e Italia supuso unas circunstancias muy peculiares e irrepetibles. El bey Moncey había aparecido como defensor del nacionalismo a partir del momento de la liberación pero, acusado de haber colaborado con las potencias del Eje debió abandonar el poder siendo sustituido por una personalidad mucho menos fuerte y definida, Lamine. Durante algún tiempo la propia división entre los nacionalistas contribuyó a dificultar la presentación de una alternativa que pudiera producir un cambio. Frente a un partido tradicionalista, el Destur, el Neo Destur de Habib Burguiba, que durante la Segunda Guerra Mundial había mantenido una actitud pro occidental, se presentó como una alternativa modernizadora. Finalmente en Argelia la posición de las autoridades francesas en el momento de la victoria sobre el Eje resultó un tanto distinta por influencia directa de De Gaulle: mientras que estaban dispuestas a reconocer el papel de las autoridades indígenas en los "protectorados" la tendencia habitual consistió en tratar de no modificar un ápice la situación jurídica en Argelia. Todavía en 1943 el líder nacionalista Ferhat Abbas pudo hacer público un manifiesto y obtener una promesa indeterminada de autonomía pero ya en 1944 era colocado bajo observación policiaca. En mayo de 1945 hubo violentos incidentes, con asesinatos de europeos y una fuerte represión. Camus dató de esta fecha la ruptura entre las dos comunidades y, como consecuencia, el inicio de una auténtica guerra civil. El hecho de que en 1954 hubiera un millón de europeos frente a nueve de argelinos contribuyó de forma importante a hacer imposible la convivencia. En los protectorados la proporción de población europea era mucho más baja. Por otro lado, en Argelia los resultados de la colonización francesa eran muy poco satisfactorios: el 90% de los argelinos eran analfabetos y apenas había 165 médicos de esta procedencia. A partir de 1951 la situación se hizo crecientemente complicada para las autoridades francesas en todo el Norte de África, iniciándose una senda que habría de llevar, de forma inevitable, a la independencia de toda ella. La Liga Árabe, ubicada en El Cairo, había sido un amplificador y órgano de propaganda de la causa de los movimientos nacionalistas. Gracias a su influencia, en el verano de 1951 los países árabes independientes decidieron llevar a la ONU el problema de Marruecos y, más adelante, el de Túnez. En Marruecos, el nacionalismo había adquirido ya una fuerte implantación en las ciudades. La autoridad militar francesa se podía apoyar, sin embargo, en el mundo rural proclive a la fragmentación y poco propicio al sultán que, en su discurso de fines de 1952, hizo una muy explícita declaración de nacionalismo. La colaboración entre parte de la Administración francesa, los colonos y autoridades locales indígenas logró la deposición del sultán, que hubo de exiliarse a Madagascar en el verano de 1953, y su sustitución por un sobrino, Mohammed ben Arafa. Los dos años que siguieron fueron de una profunda inestabilidad por los actos terroristas y España todavía administrando su zona del protectorado en nombre del sultán depuesto. Incluso parte de la colonia francesa fue consciente de que una situación como ésta no podía mantenerse. En el verano de 1955 Francia, presidida en estos momentos por Pinay, decidió el retorno del monarca y en una declaración el noviembre siguiente se acordó permitir la accesión de Marruecos a la condición de Estado aunque con unos lazos permanentes con Francia. En marzo de 1956 Marruecos proclamó su independencia bajo la Monarquía de Mohammed V. El jefe del Estado, aun manteniendo unas relaciones estrechas con el Istiqlal, empezó incumpliendo su promesa de llegar a una institucionalización democrática pues sólo se mostró dispuesto a aceptar una Asamblea consultiva, nombrada directamente por él. Su hijo Hassan II se mostró más dispuesto a convertirla en realidad, ya en 1962. Como en Marruecos, también en Túnez la política colonial francesa se caracterizó por una serie de bruscos cambios de rumbo que permiten definirla como incoherente y poco propicia a una serie de concesiones paulatinas que permitieran preparar una independencia por pasos. En realidad, da la sensación de que fue el desastre previo sufrido en Dien Bien Phu y la actitud de apertura del radical Mendès France los que explican la independencia de Marruecos y Túnez mucho más que una política a largo plazo. En el segundo de estos países desde fines de 1951 hubo frecuentes tumultos y detenciones de dirigentes nacionalistas, entre ellos el propio Burguiba. En julio de 1952 los tunecinos rechazaron un sistema de co-soberanía y sólo en 1954 Mendès France, en un discurso realizado en Cartago, proclamó la disponibilidad francesa para conceder la independencia reservándose tan sólo la metrópoli la política exterior y la defensa. Burguiba pudo estar de acuerdo con esta fórmula pero un sector de su propio partido puso más dificultades. Finalmente los acontecimientos superaron esa primera posibilidad propuesta por los franceses. En el verano de 1955, después de tres años de exilio, Burguiba regresó a Túnez de quien Francia reconoció la independencia unos días después de hacerlo con Marruecos. En julio de 1957 la institución monárquica fue suprimida y se proclamó la República. Pero si la política francesa había sido contradictoria y dubitativa respecto a Marruecos y Túnez, en Argelia dio lugar a una auténtica tragedia. En 1947 esta posesión francesa había sido dotada de un estatuto que la convertía en un "grupo de departamentos dotados de personalidad civil y de autonomía financiera". El gobernador general tenía el poder ejecutivo mientras que el poder legislativo quedaba compartido entre el Parlamento francés y una Asamblea argelina, que podía votar el presupuesto y además enmendar las leyes aprobadas en la metrópoli. Aunque esta organización parece haber estado muy lejos de satisfacer a los nacionalistas, por lo menos proporcionó una etapa de pacificación relativa a Argelia durante algunos años. Sin embargo, en la noche de Todos los Santos de 1954 una facción de uno de los partidos nacionalistas argelinos, dirigida por Ahmed Ben Bella y ayudada por Egipto, desancadenó una rebelión que en un principio no tuvo mucho éxito pero que en tres años se había implantado ya sólidamente. La sublevación tuvo una extremada brutalidad y en ella el factor religioso tuvo mayor peso que una revolución social. En dos años había costado 500 muertos franceses y unos 3.000 argelinos. Muy pronto las dos comunidades se enfrentaron a muerte empleado los franceses la tortura y el napalm mientras que los argelinos respondían con las bombas o el degüello de civiles franceses. A partir de 1956 el Gobierno de Guy Mollet propuso una solución que pasaría por las elecciones y una posterior negociación pero al mismo tiempo empleó procedimientos militares inéditos hasta el momento como llamar a las armas a los jóvenes en edad militar para combatir en Argelia, lo que no había sucedido en Indochina, secuestrar a los dirigentes de la sublevación con ocasión de un viaje aéreo y, en fin, perseguir al adversario más allá de las fronteras tunecinas en donde había elevado una barrera, supuestamente infranqueable para la penetración. El resultado de todas estas acciones fue un empeoramiento de las relaciones de Francia con los países que habían sido sus colonias y su aislamiento en la ONU desde que en 1955 la cuestión argelina quedó inscrita en su agenda. Francia llegó a tener más de 400.000 soldados en Argelia mientras que la lucha se trasladaba a las ciudades en donde cada bando practicó un brutal terrorismo. La revuelta en mayo de 1958 de los franceses de Argelia, después de un homenaje a tres soldados franceses fusilados por el adversario, tuvo como consecuencia la llegada del general De Gaulle al poder en París. Buena parte de los seguidores de éste, como Soustelle o Debré, eran inequívocamente partidarios del mantenimiento de una Argelia francesa, pero el general De Gaulle, capaz por un lado de conseguir la unidad nacional alrededor de su propia figura y, por otro, de evolucionar teniendo muy en cuenta la realidad de la situación, esbozó una sucesión de soluciones que se inició con una promesa de desarrollo económico unida a la incorporación de setenta diputados de Argelia al primer parlamento de la V República y siguió por la mano tendida a la rebelión, la asociación, la autodeterminación y finalmente una propuesta de Argelia argelina. En realidad su acceso al poder había sido provocado por la situación más allá del Mediterráneo pero él no tuvo nunca una fórmula mágica para resolverla y sus propósitos esenciales se referían a otros aspectos de la vida francesa. Por eso Argelia muy pronto fue considerada por él como una carga de la que Francia debía librarse si verdaderamente quería alcanzar el puesto que le correspondía en el mundo. No le faltaba la razón: sólo el 6% de la exportación argelina iba a Francia, que a su vez exportaba hacia ella tan sólo el 11% de su comercio exterior. Así se explica que crecientemente se produjeran enfrentamientos entre la población francesa de Argelia y las autoridades de la metrópoli que tenían más en cuenta el estado de ánimo del conjunto del país (en 1958 sólo el 20% quería la absoluta integración entre Francia y la colonia). En enero de 1960 hubo una semana de barricadas en Argel y en abril de 1961 un directorio de cuatro generales intentó hacerse con el poder. El referéndum celebrado en enero de 1961 dejó las manos libres a De Gaulle para enfrentarse con el conflicto argelino y a partir de este momento fue ya posible establecer algún tipo de contacto con el FLN (Frente de Liberación Nacional). Las conversaciones fueron, sin embargo, largas y en ellas apareció como la dificultad más marcada la pretensión argelina de conservar el Sahara que formaba parte de la división administrativa creada por la potencia colonial. Finalmente se llegó a los acuerdos de Evian en marzo de 1962. Francia logró ver garantizados los derechos de la población europea residente en la Argelia independiente, una presencia militar que duraría tres años, una base en Mers-el Kebir y la ocupación del Sahara durante cinco años pero reconoció la independencia de Argelia que se convirtió en una realidad en julio de 1962. En realidad, el número de los franceses que permanecieron en la antigua colonia fue muy limitado: en 1962 abandonaron Argelia 650.000 y dos años después apenas quedaban 100.000. La larga duración de la lucha y, aún más que eso, el empleo del terrorismo por parte del sector más militante de los colonos franceses a partir de la llamada OAS ("Organisation de l'Armée sécrète") hicieron imposible la reconciliación entre colonos y colonizados. De esta manera, en este caso, el más conflictivo de la descolonización francesa, se hizo evidente el fracaso del modelo francés. Defender una Argelia vinculada a la metrópoli había costado la vida de casi 25.000 soldados franceses y unos 4.500 civiles mientras que murieron unos 150.000 combatientes argelinos y otros 17.000 civiles, en atentados; entre 10.000 y 30.000 fueron ejecutados por supuesto colaboracionismo. No puede extrañar que la sociedad francesa y la argelina tardaran en curar esas heridas.
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La causa directa de la desaparición del Imperio Gupta fue la derrota en el 484 del ejército sasánida por los hunos heftalitas, que se encontraron, después de su victoria, las puertas abiertas para penetrar en el norte de la India. La presencia huna en el norte de la India fue acompañada por numerosos desplazamientos de población hasta que las heftalitas fueron derrotados, hacia 536, por el rey Malwa, Yasodharam, casi al mismo tiempo que los persas sasánidas conseguían también vencerlos con ayuda de los turcos. Sin la presencia aglutinadora gupta en el norte de la India, ésta se fragmento en varios reinos, destacando entre ellos el de Sthanesvara, que conoció su apogeo con el rey Harshavardhna, o Harsha (606-647), que se apoderó de la mayor parte de todos los territorios norteños, y mantuvo unas fluidas relaciones con la China de los T'ang, como lo demuestra que repetidas veces visitaron su reino monjes budistas chinos con propósito de peregrinar a los lugares santos búdicos. Harsha fue un monarca enérgico pero tolerante y de espíritu cultivado, llegando a componer varias obras literarias. Mas al Sur, también a lo largo del siglo VII, dos linajes reales intentaban dominar el Dekán: los calukya en el Noroeste y los pallava en el Sudeste. El Reino calukya, formado a principios del siglo VI, alcanzó su época áurea con el rey Pulakeçin (609-642), que cerró la ruta del Sur al rey Harsha de Sthanesvara, y amplió sus territorios arrebatando al reino de los pallava la región de Andhara, donde creo el Reino de los calukya orientales. Las continuas luchas entre los calukya y los pallava extenuaron a ambos pueblos, aunque los últimos se rehicieron en los días del rey Mahendrravarmam y, sobre todo de su hijo Narasimhavarmam I (630-668), que se apoderaron de gran parte del territorio calukya, llegando incluso a intervenir hasta en Ceilán. Los Reinos calukya y pallava nos han dejado numerosos monumentos sobre todo santuarios llenos de abigarrados bajorrelieves, algunos de los cuales son los primeros ejemplos de una arquitectura pétrea al aire libre en la India.
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A comienzos de 1866 se inició la fase de progresiva descomposición del régimen isabelino, cuya estructura comenzó a desmoronarse. El primer conato fallido de poner fin al sistema corrió a cargo del general Prim, quien lideró una sublevación militar en Villarejo de Salvanés, el 13 de enero de 1866. El fracaso, derivado de la falta de apoyo civil y militar, fue relativo, pues Prim quedó como el principal referente de la oposición y como el sucesor de Espartero, en forma de emblema de libertad ante el pueblo. Asimismo, la sublevación puso al Gobierno en una difícil situación, obligándolo a elegir entre convocar elecciones generales, y permitir así la alternancia de los progresistas, o aferrarse al poder y mantener sus fórmulas excluyentes. Arruinado el intento de formar un Gobierno pactado, encabezado por el general Lersundi, O'Donnell optó por la segunda posibilidad, lo cual le enfrentó seriamente al ala izquierda de su propio partido, la Unión Liberal. Esta reacción no modificó en absoluto el planteamiento de O'Donnell, quien aún quiso llegar más lejos al solicitar, en el mes de junio, los plenos poderes para el Ejecutivo. Esta política autoritaria propició la ruptura de la unidad del partido. La debilidad del sistema se hizo más palpable a raíz de la cuartelada de San Gil, ocurrida el 22 de junio. La repentina rebelión de los sargentos de artillería del cuartel, cuyas ambiciones dentro del cuerpo no habían sido satisfechas, ofreció a la oposición demócrata la oportunidad de acceder al poder. A tal fin procuraron la movilización popular y el apoyo del resto de la oposición, pero la falta de acuerdo en ésta y la premura de los acontecimientos abortaron la tentativa. La represión subsiguiente incrementó el descrédito de O'Donnell, precipitando su caída y sustitución al frente del Gobierno por el general Narváez. Si el verano de 1866 había comenzado con mal pie para Isabel II, peor habría de terminar. El Pacto de Ostende, firmado en agosto, significó la unificación de criterios de todas las fuerzas de la oposición -demócratas, progresistas y, meses después, los unionistas liberales- en contra de la dinastía de Isabel II. Cada formación política cedió para lograr lo que faltó en Villarejo y en San Gil: unidad, coherencia y una propuesta común, que consistía en convocar elecciones, por sufragio universal, para Cortes Constituyentes que determinaran la forma de gobierno. Los planes del gabinete Narváez se alejaban mucho de esta posibilidad. Con la fuerza como único recurso para resistir, el régimen llevó a cabo una dura represión, que obligó al cierre de muchos periódicos y envió al exilio a un notable contingente de civiles y militares. De aquí surgieron los núcleos de conspiradores contra la Corona, establecidos en París y en Londres. Unas nuevas elecciones controladas configuraron un perfil muy moderado de las Cortes: todos los diputados electos pertenecían a los moderados o a los neocatólicos, salvo muy contados ejemplos de las filas unionistas, como el caso de Cánovas. Durante 1867-1868, la desintegración del sistema isabelino se acentuó de forma irreversible. En este espacio de tiempo los últimos ribetes del liberalismo político desaparecieron, quedando la dinámica política reducida al juego de la camarilla palatina. Las frágiles bases de sustentación sociológica del sistema menguaron todavía más. El ambiente represivo, como si fuera una prolongación de la Noche de San Daniel, se extendió, una vez más, a los sectores intelectuales más críticos. Así, destacados catedráticos de universidad se transformaron en elementos peligrosos, sujetos a vigilancia, cuando no depurados. A lo largo de 1867-1868 perdieron su cátedra Sanz del Río, Salmerón, Giner de los Ríos... La integración de los unionistas al Pacto de Ostende significó, por una parte, ensanchar el foso entre la Corona y el generalato, y el consiguiente apoyo de un sector del ejército a la causa antiisabelina; por otra parte favoreció un giro a la derecha en las filas de la oposición que acallase las voces demócratas de revolución social, dejando el campo libre para el clásico método del pronunciamiento militar. En abril de 1868 moría Narváez, y con él desaparecía el último bastión del trono y la solución militar, que hasta ahora había contenido, a duras penas, la desintegración del sistema. Le sucedió en la cabecera del Gobierno González Bravo, quien radicalizó la política de mano dura de su antecesor. Pero se trataba de un civil y de un elemento desprovisto del carisma que Narváez gozaba en las filas del ejército, lo que supuso que éste fuera basculando, poco a poco, hacia los altos mandos unionistas, ya en franca oposición. Basta un ejemplo: la reducción del presupuesto naval decretada por el nuevo Gobierno favorecería que los almirantes empezaran a conspirar, y, entre ellos, Topete, clave del pronunciamiento de la Armada en la bahía gaditana, en septiembre de 1868. Una vez más, la ciudad de Cádiz se transformaba en centro de irradiación de las transformaciones políticas. Allí se había redactado la Constitución de 1812, en su hinterland próximo tomó cuerpo el pronunciamiento de Riego que inició el Trienio Constitucional de 1820-1823 y ahora, nuevamente, de ahí partiría la revolución democrática. La política represiva de González Bravo alcanzó, incluso, a las más altas instancias de las fuerzas armadas. En julio de 1868 fueron desterrados de la Península los más destacados generales; entre ellos Serrano, que tan activamente había actuado contra las barricadas de junio de 1866, Dulce, Zabala, Córdoba, Echagüe, Caballero de Rodas, Serrano Bedoya y Letona, a los que se unían en espíritu otros como Primo de Rivera, Nouvillas y Milans del Bosch. Inmediatamente se creó en Madrid un comité secreto, compuesto por unionistas y progresistas, del que significadamente quedaban apartados los demócratas, que sirviera de contacto entre Prim -en Londres- y los generales unionistas en Canarias. Hasta qué punto el trono se vería cada vez más aislado, que la represión alcanzó incluso a miembros de la familia real. Si en enero de 1868 se había despojado al infante don Enrique de todos sus privilegios como Infante de España, en julio se decretaba el destierro del duque de Montpensier, cuñado de Isabel II, porque se sospechaba que aspiraba al trono, una vez que estuviera vacante por el triunfo del futuro pronunciamiento. La mayor parte de los generales unionistas se inclinaba por la solución Montpensier, toda vez se hubiera producido la caída de Isabel II. Con ello se conseguía evitar sobresaltos políticos, dado el conservadurismo en lo social del hipotético pretendiente, y, además, se establecería una cierta continuidad dinástica en el seno de los Borbones. Esta doble actitud del Gobierno frente a los generales unionistas y al duque de Montpensier era comprensible, porque a él le habían llegado noticias, más fantásticas que reales, de que el programa de la sublevación estaba encadenado a estas sucesivas acciones: marcha de las fuerzas sublevadas a La Granja, una de las residencias veraniegas de la reina, mandadas por Serrano y Dulce; pronunciamiento del general Caballero de Rodas; abdicación de Isabel II; formación de un Gobierno provisional; proclamación del príncipe de Asturias, durante cuya minoría estaría como regente el duque de Montpensier. Nos hemos referido al Gobierno de camarilla. Con ello queremos decir que, a la altura del verano de 1868, el sistema isabelino y, con él, el gabinete González Bravo se encuentran desasistidos de la mayoría sociológica del país. Ambos cuentan con la enemistad de progresistas, demócratas y unionistas; es decir, de la mayoría de la elite política; también el poder económico les vuelve las espaldas, al igual que sectores de las clases medias y populares. Hasta ahora hemos hablado de tensiones en las elites dirigentes. Pero, ¿qué sucede con el elemento popular? Conviene plantearse la cuestión por la importancia que los contingentes civiles, de extracción popular, sobre todo en los núcleos urbanos, tuvieron en la morfología del pronunciamiento de septiembre de 1868. Si en la preparación del derrocamiento de Isabel II fueron determinantes las elites políticas, intelectuales, militares y económicas del país, en el fenómeno concreto de la conversión de un pronunciamiento militar en un cambio de régimen político, los sectores populares urbanos desarrollaron un activo papel. Desde luego, a la altura de 1868 hablar de clase obrera española resultaría excesivo: no se dan todavía los componentes para que esa realidad sociológica pueda existir. Teniendo en cuenta las diferencias regionales en el desarrollo económico y social del país, los sectores populares se desenvuelven en niveles de cultura material y política diferentes. Desde los primeros núcleos organizativos de los obreros catalanes hasta el espontaneísmo, más o menos visible, en el campo andaluz, se suceden diversas situaciones. En todo caso sí resulta relevante la percepción colectiva que se tenía del derrocamiento de Isabel II. Aunque no existiesen formulaciones políticas precisas, en la mentalidad del jornalero, del artesano o del obrero industrial términos tales como democracia o república significaban una opción de transformación social en profundidad. En cuanto al campo, ese espontaneísmo, expurgando lo que de peyorativo tiene tal concepto, estaba fuertemente mezclado con un milenarismo irredento de tierras. Al conjunto de estos sectores populares se dirigía la labor proselitista de la coalición revolucionaria, sobre todo desde el partido demócrata, que, a través de comités clandestinos, actuaba en las principales ciudades españolas por medio de periódicos o folletos, también clandestinos.
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