CAPITULO XLI Llega a Monterrey la funesta noticia de San Diego, y lo que en su vista se practicó. Llegó a Monterrey el Correo de San Diego con la noticia del martirio del V. Padre Fr. Luis Jayme y del incendio de la Misión, y en cuanto el Comandante Rivera recibió las Cartas, que fue a entrada de noche del día 13 de diciembre, enterado de lo sucedido, fue en persona a la Misión de San Carlos (en donde me hallaba) a dar la noticia y las Cartas de los Padres que se hallaban en San Diego al R. P. Presidente, quien en cuanto oyó la novedad prorrumpió con estas palabras: Gracias a Dios ya se regó aquella tierra: ahora sí se conseguirá la reducción de los Dieguinos. Mañana (prosiguió su Reverencia) haremos las honras al difunto Padre: convido a Vm. y a la gente del Presidio; a lo que respondió no podía asistir porque iba a disponer su salida para San Diego; y diciéndole el Padre que también él intentaba bajar a San Diego, le respondió que no podía ser el bajar juntos, por la mucha prisa que llevaba, por lo que importaba su presencia cuanto antes en San Diego para la seguridad de aquel Presidio, hacer averiguaciones, y dar cuenta a su Excâ. que en breve saldría otra partida de Soldados para San Diego, y que con ellos podría bajar más despacio S. R. Con esto se despidió y retiró para el Presidio. El siguiente día dispuso el V. P. Presidente hacer las honras al difunto Padre, las que hicimos con Vigilia y Misa cantada con asistencia de seis Sacerdotes, el V. P. Presidente con su Padre Compañero, y los cuatro que estábamos para las fundaciones de este Puerto de N. P. San Francisco, a las que asistieron todos los Neófitos de la Misión y la Tropa de la Escolta; aunque al juicio de todos los que conocimos al V. Padre difunto, que lo tratamos, y experimentamos su religioso porte y fervoroso celo de la salvación de las almas, no necesitaría rogásemos a Dios, sino que mejor podríamos pedirle rogase a Dios por nosotros, pues piamente creíamos que su alma iría en derechura a recibir la corona de la Gloria que tenía merecida por sus virtudes, y laboriosa vida, anhelando por la conversión de todo aquel Gentilismo. No obstante, por ser inexcrutables los juicios de Dios, dispuso el V. Padre Presidente que le aplicase cada uno de los Misioneros las veinte Misas del Concordato hecho por los Misioneros de estas Conquistas. Ya que veía el V. Prelado que no podía prontamente bajar a San Diego, escribió a los Padres lo que debían practicar mientras bajaba S. R. Escribió al R. P. Guardián dándole noticia de lo sucedido con las mismas Cartas que recibió de los Padres de San Juan Capistrano, y de la de San Diego, que quedó con vida. Asimismo escribió al Exmô. Señor Virrey comunicándole la noticia, añadiéndole, que no por lo sucedido decaerían de ánimo los Misioneros; antes bien los animaba envidiando la dichosa muerte que había logrado el dichoso V. Hermano y Compañero el P. Fr. Luis Jayme. Que sólo sentía S. R. las resultas de dicho acaecimiento así de los castigos que tal vez se intentarían con los pobres e ignorantes Indios que hubiesen concurrido al hecho, como también el que se dilatase el volver a poner la Misión de San Diego en el propio sitio, e igualmente sentiría se difiriese la fundación de San Juan Capistrano; pero que esperaba de su experimentada clemencia que usaría de misericordia con los Indios Dieguinos que hubiesen concurrido a la muerte del difunto Padre, que no dudaba fuese influjo del infernal enemigo, y por falta de conocimiento; que juzgaba conduciría mucho el usar de misericordia para atraerlos a nuestra Religión Católica tan piadosa y benigna. Y que igualmente confiaba en el fervoroso y Católico celo de S. Excâ. que tomaría con más fervor la reedificación de la incendiada Misión, y la fundación de la de San Capistrano, para que el enemigo no saliese con sus infernales intentos. Que lo dicho se podría conseguir, y evitar semejantes atrasos, aumentando las Escoltas de las Misiones; que viendo los Indios más fuerzas para la defensa, se contendrían, y se conseguiría con toda paz el intentado fin de su reducción, y eterna salvación de sus almas. Estas Cartas remitió S. R. al Presidio, suplicando al Comandante que desde San Diego las despachase con sus pliegos a México, ínterin lograba el bajar a San Diego, que mucho lo deseaba. Salió de Monterrey el Comandante Rivera con Tropa el día 16 de diciembre, visitando de paso las dos Misiones de San Antonio y San Luis; y aunque en ellas no halló novedad en los Indios, añadió en cada una un Soldado más de Escolta por lo que podía suceder; y siguiendo su viaje llegó a la de San Gabriel día 3 de enero de 1776. Quiso nuestro Dios y Señor de los Ejércitos, que el día siguiente 4 de enero llegase a aquella Misión el Teniente Coronel D. Juan Bautista de Anza, que venía de Sonora de orden de S. Excâ. cruzando el Río Colorado, conduciendo la Tropa y Familias para poblar el Puerto de N. P. San Francisco, (de que hablaré después) con cuya llegada se vio el Comandante Rivera con el socorro de cuarenta Soldados con un Oficial Teniente Capitán, y el Comandante de la Expedición del Señor Anza. Trataron los dos Comandantes de lo sucedido en San Diego, y resolvieron de pasar ambos con la Tropa (dejando en San Gabriel el Teniente con algunos Soldados y todos los Pobladores agregados y Arrieros con las Recuas) a San Diego a pacificar, y a prender las cabecillas. Así lo practicaron; y desde allí dieron cuenta a S. Excâ. con cuyos pliegos fueron las Cartas del V. P. Presidente. Y viendo que no había necesidad de la Tropa, determinaron los Comandantes el que siguiese la Expedición para Monterrey, y que solo quedasen doce Soldados de los venidos de Sonora; para subir después con el Comandante Rivera, y con todos los demás soldados se volvió el Señor Anza para San Gabriel, y de allí subió para Monterrey, como diré con más extensión en su lugar. Interin paso a referir (adelantando la noticia por el hilo de la Historia) las eficaces providencias que dio el Exmô. Señor Virrey en cuanto recibió la noticia de lo acaecido en San Diego. En cuanto S. Excâ. recibió las Cartas de los Comandantes, que le escribieron de San Diego lo sucedido en la Misión, y obrado por ellos, echó menos la Carta del R. Padre Presidente; pero lo atribuía a la distancia de ciento setenta leguas que se hallaba S. R. de San Diego, de donde salió el Correo, aunque después vio no había sido la causa sino el haberse adelantado unos días a la Carta del V. P. Presidente, que tenía la fecha dos meses antes que las de los Comandantes; pero no obstante que dicho Exmô. Señor no había recibido dicha Carta, le escribió una Consolatoria con la noticia de las providencias que tenía dadas, de cuya original saco ésta. COPIA "No puedo expresar a V. R. el sentimiento con que me dejan los tristes sucesos de la Misión de San Diego y la trágica muerte del Padre Mtro. Fr. Luis Jayme, de que me han dado cuenta desde aquel Presidio el Comandante Don Fernando Rivera y Moncada, y el Teniente Coronel Don Juan Bautista de Anza, los cuales hubieran sido mayores acaso, a no haber acaecido la oportuna llegada a San Gabriel de este oficial con las Familias destinadas para Monterrey. Las disposiciones que estos Oficiales dieron entonces así para el seguro de San Diego, como para la de San Gabriel y San Luis fueron prudentes, y las que debían dictarse con respecto a los daños futuros, y así se lo manifiesto al Comandante Moncada. Este me da noticia de la aprehensión de algunos de los sindicados en la maldad, y me hace confiar de volverlo a dejar todo pacífico con el escarmiento de los mas agresores, de que ya había cogido alguno. Yo lo espero así; pero como este atentado me hace conocer lo poco que puede fiarse de los Indios catequizados, cuanto más de los Gentiles, cuando unos y otros se unen a cometer daños; he dado orden a D. Felipe Neve, Gobernador de la Península, reclute en ella si fuere posible, veinte y cinco Hombres que pide D. Fernando de Rivera, para reforzar las Tropas de su cargo, que los remita luego armados. El arribo de los Paquebotes el Príncipe y San Carlos, que navegan a esos destinos desde el día 10 de este mes, no podrán menos que contribuir al sosiego y tranquilidad de los Naturales, al paso que faciliten la ocupación del Puerto de San Francisco; y como de ellos querrán acaso quedarse algunos individuos con plazas de Soldados, he dispuesto también se les asiente con destino a reforzar el Presidio de San Diego; y para que no lo impidan los respectivos Comandantes, acompañó a Don Fernando Rivera Carta credencial, en cuya vista se presentarán con gusto ambos Oficiales a este servicio. Además de lo dicho debe el Comisario de San Blas Don Francisco Hijosa hacer diligencia en aquellas inmediaciones de otras Reclutas, y si los consigue, han de remitirse habilitados de armas y lo necesario al citado Gobernador Neve en la misma Lancha que lleva estos pliegos para que por sí disponga los auxilios que le prevengo. Yo no me olvido sin embargo de otros que se presenten oportunos, y quedo en dar al efecto cuantas disposiciones convengan; y en este supuesto espero que V. R. ofreciendo a Dios la desgracia, en nada altere su Apostólico celo, antes bien confíe de ver mejorada por ella la constitución de estos Establecimientos, a que no dudo contribuirá V. R. animando a los demás Padres a no temer los riesgos con presencia de la Tropa que se aumenta. =Dios guarde a V. R. muchos años. =México 26 de marzo de 1776. E1 Baylio Frey D. Antonio Bucareli y Ursua =R. P. Fr. Junípero Serra." A los ocho días de haber escrito S. Excâ. la antecedente Carta, recibió la del R. P. Presidente, que dije al principio, le sirvió de gran consuelo a S. Excâ. y luego le respondió concediéndole cuanto pedía, como se ve en el contenido que dice: Copia de la Carta del Señor Virrey "En fecha de 26 de Marzo anterior manifesté a V. R. (sin presencia de su Carta de 15 de diciembre último, que ha entregado después el R. P. Guardián de este Colegio Apostólico) el sentimiento grande que me había inferido el triste desgraciado suceso de la Misión de San Diego, y las disposiciones que por de al pronto dicté para ocurrir al remedio posible de los daños que pudieran subseguirse de no reforzar con Tropa aquel Presidio y Misiones: y ahora con vista de ella y de las prudentes cristianas reflexiones que V. R. expone, inclinándose a que conviene más tratar de atraer los Neófitos revelados que de castigarlos, contesto a V. R. que así lo he dispuesto, mandando en esta propia fecha al Comandante D. Fernando Rivera y Moncada que lo practique, atendiendo a que es el medio mas oportuno a la pacificación y tranquilidad de los ánimos, y acaso también a que se reduzcan los Gentiles vecinos, viendo que experimentan afabilidad y buen trato, cuando por su exceso no dudaran ver el castigo y la desolación de sus Rancherías. Prevengo también a ese Jefe que el principal objeto del día es el restablecimiento de la Misión de San Diego, y la nueva fundación de San Juan Capistrano: aquella en su propio paraje de su situación, y ésta en el que se había ya proyectado antes del indicado suceso: en el concepto de que los veinte y cinco hombres mandados reclutar en la antigua California con destino a la mejor custodia de aquellos Establecimientos, deben servir para refuerzo del Presidio, y para que según lo gradúe oportuno en la actual constitución, ponga competente Escolta en las dos citadas Misiones de San Diego y San Capistrano, ínterin que restituido el Teniente Coronel D. Juan Bautista de Anza, y que me lleguen nuevos avisos, se dan las demás disposiciones convenientes. De todo lo cual hago partícipe a V. R. para satisfacción y consuelo, esperando que a impulsos del Apostólico celo que le anima por el bien de esas reducciones, contribuirá V. R. a hacer efectivas mis providencias; seguro de que estoy dispuesto a franquear por mi parte cuantos auxilios sean posibles, porque hasta ahora se han continuado en esas distancias con tanto fruto y ventajas. Dios guarde a V. R. muchos años. =México 3 de abril de 1776. =El Baylo Frey D. Antonio Bucareli y Ursua. =P. Fr. Junípero Serra." Si estas dos Cartas las hubiese recibido el V. P. Junípero luego de escritas, no habría tenido tanto que padecer, como veremos en el siguiente Capítulo, pues la mucha distancia, e indispensable demora le sirvieron de un prolongado e incruento martirio.
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Capítulo XLI Del solemne triunfo con que entró el ejército de Huayna Capac en el Cuzco He querido poner y detenerme en este solemnísimo triunfo del ejército de Huayna Capac para que se entienda que estas naciones, tenidas de todos por bárbaras, festejaban y celebraban sus vencimientos con regocijos y fiestas militares, haciendo en ellas ostentación y muestra del valor de los soldados, de las armas que ganaron a sus enemigos, de los despojos que quitaron, del número de los cautivos que prendieron en las batallas, del adorno suyo y gallardos ánimos. Que tuvieron rematadas todas estas muestras con sacrificios al Hacedor y Sol y demás huacas y adoratorios que tenían, y juntamente con grandes bailes, danzas y cantares, mezclados con comer y beber abundantísimamente, pues no hay fiesta, contento ni regocijo que si esto falte Sea cumplida y perfecta, sino antes triste y enfadosa. Traían para el triunfo un bulto y retrato de la persona de Huaina Capac entallado, el cual venía en unas andas muy ricas hechas a manera de teatro y trono, y él allí dentro en pie, armado con las armas con que acostumbraba salir a batalla y los vestidos que solía sacar a la guerra. Entró en el Cuzco esta figura y todo el ejército triunfante, clon orden y conicerto militar, en la manera siguiente. Ante todas cosas, Huascar Ynga, por engrandecer y sublimar el triunfo y entrada de su padre, mandó que todas las calles del Cuzco y los andenes que estaban alrededor, que las frentes que hiciesen pared al Cuzco, todo estuviese entapizado y cubierto de ropas finas de colores y las casas y torres de oro y plata, las más ricas y vistosas que tuviesen. En todas partes había infinito número de los moradores del Cuzco, así hombres como mujeres, y de las provincias comarcanas, que se habían juntado a ver el triunfo. Así empezaron a bajar por la ladera de Yavira abajo, porque mejor pareciese la gente y los escuadrones diesen más muestra de su bizarría y vinieron a dar a Picho y Sahuamarca y allí, en su ordenanza, al templo famoso del Sol. Los delanteros, entraban representando las batallas puntualmente como habían pasado; venía toda esta gente repartida en tres compañías y detrás dellas entraron los orejones del Cuzco cantando unas como endechas de placeres. Venían éstos pomposamente vestidos, con los más ricos aderezos que cada uno podía, con sus armas en las manos y de las lanzas colgadas las cabezas de algunos que habían muerto, de los principales y de los más preciosos despojos que en la guerra habían ganado. Otros traían colgadas de las puntas de las lanzas las patenas de oro y plata y algunas camisetas labradas de oro y plata. Duró entrar la gente de Urincuzco, por esta orden, todo un día: fueron todos ciento y tantos escuadrones, y entre escuadrón y escuadrón iban los vencidos por esta orden las cabezas bajas, porque no se las consentían los orejones alzar al cielo, diciendo que con su lástima y rostros tristes y afligidos no causasen dolor y pena al Hacedor y pidiesen venganza de los que habían vencido y metido en triunfo. Traían unos camisetas coloradas hasta los pies vestidas y las cabezas destocadas, sin llautos ni otra atadura, las manos metidas en los senos en son de prisioneros, y así iban poco a poco caminando por su orden a la casa del Sol, el cual estaba en un escaño de oro en la plaza, en la cual había muchos escaños, unos de oro y otros de plata, plumería de diferentes colores y visos que hacían una agradable vista, porque conforme a los vestidos que vestían al Sol, así era el escaño y allí le adoraban hincadas las rodillas en tierra. Los soldados iban pasando poco a poco en ordenanza y los cautivos se iban quedando asentados por su orden en la plaza, y la gente de guerra iba a hacer reverencia y adoración al Ynga, que así mismo estaba allí, y hecha la reverencia, se iban asentando por su orden como venían y alrededor los vecinos del Cuzco principales riquísimamente aderezados, mirando el triunfo. Duró esta entrada de los de Urincuzco hasta que se cerraba la noche, y entonces el Ynga se fue a su palacio con grandísimo acompañamiento de todos los orejones de su guardia y de los más principales deudos que tenía. Y los orejones de la parcialidad de Urincuzco con los demás soldados que aquel día habían entrado con ellos de fuera del Cuzco, se aposentaron todos conforme lo tenía mandado Huascar Ynga, y prevenido con sus aposentadores. Y los cautivos se quedaron aquella noche en la plaza, con mucho número de soldados que los guardaban. Otro día temprano sacaron a la plaza la estatua del Sol con su escaño, juntamente con la figura de Yllapa Ynga y del Pacha y Acha Chic, porque así lo estuvieron el día antes y lo estaban cuando salían a la plaza, adoquiera que iban. Con muy buena orden y concierto comenzaron, por donde el día antes, a entrar los de la parcialidad de Anancuzco, haciendo una bella muestra de que los vecinos del Cuzco y demás gente que había concurrido a ella quedaron admirados, porque fueron los despojos más ricos y preciosos y los atavíos mejores y de más valor de los soldados y capitanes. Así fue más vistosa y de mayor majestad esta entrada y triunfo por ser y haber sido siempre tenida en más y de mayor valor la gente de Anancuzco. Entraron en la delantera Adcayqui Ataurimachi y Cahumana y Conchi Chapa y Huascar, fueron ciento y tantos escuadrones como el día precedente y tardaron en entrar hasta la noche, y hechas las ceremonias dichas de adorar la estatua del Sol, y hecha reverencia a Huascar Ynga, se recogieron por el orden del día antes a reposar, dejando los cautivos en la plaza, con guarda de soldados. Otro día por la mañana entraron en cabildo los principales, junto de los orejones, de las dos parcialidades de Anancuzco y Urincuzco y acordaron que el Sol, su padre, diese el triunfo a Huascar Ynga que entrase triunfando con lo que restaba de los despojos, riquezas y prisioneros y con la estatua y cuerpo de su Padre, que desde Quito había traído. Hay opiniones que dicen que Huascar Ynga de codicia lo pidió al Sol y él se lo otorgó, y así envió al cuerpo de su padre Huania Capac sacrificios, diciendo que su brazo derecho que era él, pues era su hijo y sucesor, quería triunfar por él y, concedido, mandó aderezar las cosas que para tan honrado y famoso triunfo eran necesarias. Mandó poner por las calles muchas invenciones de ropas muy más ricas y finas, con infinita argentería de oro y plata y de plumería, que hasta allí nunca había sido vista.
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Cómo los de Lisboa iban a ver al Almirante, como a una maravilla, y luego fue a visitar al Rey de Portugal Martes, a 5 de Marzo, el patrón de la nave grande que el Rey de Portugal tenía en el Rastello para guarda del puerto, fue con su batel armado a la carabela del Almirante, y le intimó que fuera consigo a dar cuenta de su venida a los ministros de Rey, según la obligación y uso de todas las naves que allí arribaban. Respondió el Almirante que los Almirantes del Rey de Castilla, como lo era él, no estaban obligados a ir donde por alguno fuesen llamados, ni debían separarse de sus navíos, pena de vida, para dar tales relaciones, y que así habían resuelto hacerlo. Entonces, el patrón le dijo que al menos mandase a su maestre. Pero el Almirante le respondió que, en su opinión, todo esto era lo mismo, a no ser que enviase un grumete, y que en vano le mandaba que fuese otra persona de su navío. Viendo el patrón que el Almirante hablaba con tanta razón y atrevimiento, replicó que, cuando menos, para que le constase que venía en nombre y como vasallo del Rey de Castilla, le mostrase las cartas de éste, con las que pudiera satisfacer a su capitán. A cuya demanda, porque parecía justa, consintió el Almirante, y le enseñó la cartas de los Reyes Católicos; con lo que aquél quedó satisfecho y se volvió a su nave para dar cuenta de esto a don álvaro de Acuña, que era su capitán. El cual, muy luego, con muchas trompetas, con pífanos, tambores, y con gran pompa, fue a la carabela del Almirante, donde le hizo gran festejo y muchas ofertas. Al día siguiente, que se supo en Lisboa la venida del Almirante de las Indias, era tanta la gente que iba a la carabela para ver los indios que traía y por saber novedades, que no cabían dentro; y el mar estaba casi lleno de barcas y bateles de los portugueses. Algunos de los cuales daban gracias a Dios por tanta victoria, otros se desesperaban y les disgustaba mucho ver que se les había ido de las manos aquella empresa, por la incredulidad y la poca cuenta que había mostrado su Rey; de modo que paso aquel día con gran concurso y visitas del gentío. Al día siguiente escribió el Rey a sus factores para que presentasen al Almirante todo el bastimento y lo demás de que tuviese necesidad para su persona y para su gente; y que no le pidiesen por ello cosa alguna, También escribió al Almirante alegrándose de su próspera venida, y que hallándose en su reino, se alegraría que fuese a visitarlo. El Almirante estuvo un tanto dudoso; pero considerada la amistad que había entre aquél y los Reyes Católicos, la cortesía que había mandado hacerle, y también para quitar la sospecha de que venía de las conquistas de Portugal, agradóle ir a Valparaíso, donde el Rey estaba, a nueve leguas del puerto de Lisboa, y llegó el sábado de noche, a 9 de Marzo. Entonces, el Rey mandó que fuesen a su encuentro todos los nobles de la Corte, y cuando estuvo en su presencia le hizo mucha honra y grande acogimiento, mandándole que se cubriese, y haciéndole sentar en una silla. Luego que el Rey oyó, con semblante alegre, las particularidades de su victoria, le ofreció todo aquello que necesitase para el servicio de los Reyes Católicos, aunque le parecía que, por lo capitulado con éstos, le pertenecía aquella conquista. A lo que el Almirante respondió que él nada sabía de tal capitulación, y se le había mandado que no fuese a la Mina de Portugal, en Guinea, lo que había fielmente cumplido, a lo que replicó el Rey que todo estaba bien, y tenía certeza de que todo se arreglaría como la razón demandase. Habiendo pasado largo tiempo en estos razonamientos, el Rey mandó al prior de Crato, que era el hombre más principal y de mayor autoridad, de cuantos había con él, que hospedase al Almirante, haciéndole todo agasajo y buena compañía; y aquél así lo hizo. Después de estar allí el domingo y el lunes, después de comer en aquel lugar, el Almirante se despidió del Rey, quien le demostró mucho amor, le hizo largos ofrecimientos, y mandó a don Martín de Noroña que fuese con él; no dejaron muchos otros caballeros de acompañarle, por honrarle y saber los notables hechos de su viaje. Y así, yendo por su camino a Lisboa, pasó por un monasterio donde se hallaba la Reina de Portugal; la que con gran instancia le había enviado pedir que no pasara sin visitarla. Presentado a la Reina, ésta se alegró mucho y le hizo todo el agasajo y cortesía que correspondía a tan gran señor. Aquella noche fue un gentilhombre del Rey al Almirante, diciéndole, en su nombre, que si quería ir por tierra a Castilla, la acompañaría y le hospedaría en todas partes, dándole cuanto fuese menester hasta los confines de Portugal.
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De cómo Viracocha Inca pasó por las provincias de los Canches y Canas y anduvo hasta que entró en la comarca de los Collas y lo que sucedió entre Cari y Çapana. Determinado por el Inca de ir al Collao, salió de la ciudad del Cuzco con mucha gente de guerra y pasó por Moyna y por los pueblos de Urcos y Quiquixana. Como los Canches supieron la venida del Inca, acordaron de se juntar y salir con sus armas a le defender la pasada por su tierra; y por él entendido, les envió mensajeros que les dijesen que no tuviesen tal propósito, porque él no quería hacerles aquel enojo, antes leseaba de los tener por amigos; y que si para él se venían los principales y capitanes, que les daría a beber con su propio vaso. Los Canches respondieron a los mensajeros que no estaban por pasar por lo que decían, sino por defender su tierra de quien en ella entrase. Vueltos con la respuesta, encontraron con Viracocha Inca en Cangalla, y lleno de ira por lo poco en que los Canches tuvieron su embajada caminó con más priesa que hasta allí; y llegado a un pueblo que ha por nombre Combapata, junto a un río que por él pasa, halló a los Canches puestos en orden de guerra y allí se dio entre unos y otros la batalla, donde de ambas partes murieron muchos y fueron los Canches vencidos y huyeron los que pudieron y los vencedores tras ellos, prendiendo y matando. Y, habiendo pasado gran rato, volvieron con despojo trayendo muchos cautivos, así hombres, como mujeres. Y como esto hobiese pasado, los Canches de toda la provincia enviaron mensajeros al Inca para que les perdonase y en su servicio recebiese; y, como el otra cosa no desease, lo otorgó con las condiciones que solía, que eran que rescibiesen por soberanos señores a los del Cuzco y se rigiesen por sus leyes y costumbres, tributando con lo que en sus pueblos hobiese, conforme como lo hacían los demás. Y habiendo estado algunos días entendiendo en estas cosas y en hacer entender a los Canches que los pueblos tuviesen juntos y concertados y que entre ellos no se diese guerra ni hobiese pasión y pasó adelante. Los Canas habíanse juntado número grande dellos en el pueblo que llaman Lurucachi, y como entendieron el daño que habían rescebido los Canches y como el Inca no hacía injuria a los que se daban por sus amigos ni consentía hacerles agravio, determinaron de tomar amistad con él. A esto, el rey Inca venía caminando, acercándose a Lurucachi, y entendió la voluntad que los Canas tenían, de que mostró holgarse mucho; y como estuviese en aquella comarca el templo de Ancocagua envió grandes presentes a los ídolos y sacerdotes. Llegados los embajadores de los Canas fueron bien recebidos por Inca Viracocha y les respondió que fuesen los principales y más viejos de los Canas allá cerca, donde se verían, y que como hobiese estado algunos días en el templo de Vilcanota se darla priesa a verse con ellos. Y dio a los mensajeros algunas joyas y ropas de lana fina, mandó a su gente de guerra que no fuesen osados de entrar en las casas de los Canas ni robar nada de lo que tuviesen ni hacellos daño ninguno; porque el buen corazón que tenían no se les turbase y tomasen otro pensamiento. Los Canas, oída la respuesta, mandaron poner mucho mantenimiento por los caminos y abajaban de los pueblos a servir al Inca, que con mucha justicia entendió en que no fuesen agraviados en cosa alguna, y eran proveídos de ganado y de chicha, que es su vino; y como hobiere llegado al vano templo hicieron sacrificios conforme a su gentilidad, matando muchos corderos para el sacrificio. De allí caminaron para Ayavire, donde los Canas estaban con mucho proveimiento y el Inca les habló amorosamente y con ellos asentó su asiento de paz como solía con los demás. Y los Canas, teniendo por provechoso para ellos el ser gobernados por tan santas y justas leyes, no reusaron pagar tributo ni el ir al Cuzco con reconocimiento. Esto Pasado, Viracocha Inca determinó de se partir para el Collao, a donde ya se sabía todo lo que por él había sido hecho, así en los Canches como en los Canas, y estaban aguardándoles en Chucuito y lo mismo en Hatun Collao, a donde Çapana estaba ya entendiendo cómo Cari se había gratulado con Viracocha y que le estaba aguardando; y, porque no se hiciese más poderoso, acordó de le salir a buscar y dar batalla antes que el Inca se juntase con el; y Cari, que debía de ser animoso, salió con su gente a un pueblo que se llama Paucarcolla y junto a él se afrontaron los dos más poderosos tiranos de la comarca, con tanta gente que se afirma que se juntaron ciento y cincuenta guarangas de indios: y entre todos se dio la batalla a su usanza, la cual cuentan que fue muy reñida y a donde murieron más de treinta mill indios. Y, habiendo durado gran rato, Cari quedó por vencedor y Çapana y los suyos fueron vencidos con muerte de muchos y el mismo Çapana fue muerto en esta batalla.
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CAPÍTULO XLII De las piedras bezaares En todos los animales que hemos dicho ser proprios del Pirú, se halla la piedra bezaar, de la cual han escrito libros enteros, autores de nuestro tiempo, que podrá ver quien quisiere más cumplida noticia. Para el intento presente bastará decir que esta piedra que llaman bezaar, se halla en el buche y vientre de estos animales, unas veces una y otras dos, y tres y cuatro. En la figura, y grandeza y color, tienen mucha diferencia, porque unas son pequeñas como avellanas y aun menores; otras como nueces; otras como huevos de paloma; algunas tan grandes como huevos de gallina y algunas he visto de la grandeza de una naranja. En la figura unas son redondas; otras ovadas; otras lenticulares, y así de diferentes formas. En la color hay negras y pardas, y blancas y berengenadas, y como doradas; no es regla cierta mirar la color ni tamaño, para juzgar que sea más fina. Todas ellas se componen de diversas túnicas o láminas, una sobre otra. En la provincia de Jauja y en otras del Pirú, se hallan en diferentes animales bravos y domésticos, como son guanacos, y pacos y vicuñas, y tarugas; otros añaden otro género, que dicen ser cabras silvestres, a las que llaman los indios cypris. Esos otros géneros de animales son muy conocidos en el Pirú, y se ha ya tratado de ellos. Los guanacos y carneros de la tierra, y pacos, comúnmente tienen las piedras más pequeñas y negrillas, y no se estiman en tanto ni se tienen por tan aprobadas para medicina. De las vicuñas se sacan piedras bezaares mayores, y son pardas o blancas, o berengenadas, y se tienen por mejores. Las más excelentes se creen ser las de las tarugas, y algunas son de mucha grandeza; sus piedras son más comúnmente blancas y que tiran a pardas, y sus láminas o túnicas son más gruesas. Hállase la piedra bezaar en machos y hembras, igualmente; todos los animales que las tienen, rumian y ordinariamente pastan entre nieves y punas. Refieren los indios de tradición y enseñanza de sus mayores y antiguos, que en la provincia de Jauja y en otras del Pirú, hay muchas yerbas y animales ponzoñosos, los cuales emponzoñan el agua y pastos que beben, y comen y huellan. Y entre estas yerbas hay una muy conocida por instinto natural de la vicuña y esotros animales que crían la piedra bezaar, los cuales comen esta yerba, y con ella se preservan de la ponzoña de las aguas y pastos; y de la dicha yerba, crían en su buche la piedra, y de allí le proviene toda su virtud contra ponzoña, y esas otras operaciones maravillosas. Esta es la opinión y tradición de los indios, según personas muy pláticas en aquel reino del Pirú han averiguado. Lo cual viene mucho con la razón y con lo que de las cabras monteses refiere Plinio que se apacientan de ponzoña y no les empece. Preguntados los indios que pastando como pastan en las mismas punas, carneros y ovejas de Castilla, y cabras y venados, y vacas ¿cómo no se halla en ellos la piedra bezaar? Responden que no creen ellos que los dichos animales de Castilla coman aquella yerba, y que en venados y gamos, ellos han hallado también la piedra bezaar. Parece venir con esto lo que sabemos que en la Nueva España se hallan piedras bezaares donde no hay vicuñas, ni pacos, ni tarugas, ni guanacos, sino solamente ciervos, y en algunos de ellos se halla la dicha piedra. El efecto principal de la piedra bezaar es contra venenos y enfermedades venenosas, y aunque de ella hay diferentes opiniones, y unos la tienen por cosa de aire, otros hacen milagros de ella, lo cierto es ser de mucha operación aplicada en el tiempo y modo conveniente, como las demás yerbas y agentes naturales; pues no hay medicina tan eficaz que siempre sane. En el mal de taverdete, en España e Italia ha aprobado admirablemente; en el Pirú no tanto. Para melancolía y mal de corazón, y para calenturas pestíferas, y para otros diversos males, se aplica molida y echada en algún licor que sea a propósito del mal que se cura. Unos la toman en vino; otros en vinagre, en agua de azahar, de lengua de buey, de borrajas y de otras maneras, lo cual dirán los médicos y boticarios. No tiene sabor alguno proprio la piedra bezaar, como de ella también lo dijo Rasis Arabe. Hanse visto algunas experiencias notables y no hay duda sino que el autor de todo, puso virtudes grandes en esta piedra. El primer grado de estima tienen las piedras bezaares que se traen de la India Oriental, que son de color de aceituna; el segundo las del Pirú; el tercero las de Nueva España. Después que se comenzaron a preciar estas piedras, dicen que los indios han hecho algunas artificiales y adulteradas; y muchos, cuando ven piedras de estas de mayor grandeza que la ordinaria, creen que son falsas y es engaño, porque las hay grandes y muy finas, y pequeñas contrahechas; la prueba y experiencia es el mejor maestro de conocellas. Una cosa es de admirar, que se fundan estas piedras algunas veces en cosas muy extrañas, como en un herrezuelo o alfiler, o palillo, que se halló en lo íntimo de la piedra, y no por eso se arguye que es falsa, porque acaece tragar aquello el animal y cuajarse sobre ello la piedra; la cual se va criando poco a poco una cáscara sobre otra, y así crece. Yo vi en el Pirú, dos piedras fundadas sobre dos piñones de Castilla, y a todos los que las vimos nos causó admiración, porque en todo el Pirú no habíamos visto piñas ni piñones de Castilla, si no fuesen traídos de España, lo cual parece cosa muy extraordinaria. Y esto poco baste cuanto a piedras bezaares. Otras piedras medicinales se traen de Indias, como de hijada y de sangre, y de leche y de madre, y las que llaman cornerinas para el corazón, que por no pertenecer a la materia de animales que se ha tratado, no hay obligación de decir de ellas. Lo que está dicho sirva para entender, cómo el universal Señor y Autor Omnipotente a todas las partes del orbe que formó, repartió sus dones y secretos y maravillas, por las cuales debe ser adorado y glorificado por todos los siglos de los siglos. Amén.
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De lo demás que sucedió en la ciudad de los Reyes, y en el puerto del Callao de ella al capitán Pedro Fernández de Quirós, hasta que tuvo efecto su despacho y embarcación para el nuevo descubrimiento Después de haber llegado a la ciudad de los Reyes, como se ha referido, se pasaron tres días sin que pudiese tener puerta ni audiencia del virrey, para darle noticia de mi pretensión y la cédula de Su Majestad. Habléle la primera vez en viernes once de marzo, y habiendo visto la cédula, me señaló audiendia para veinticinco del mismo mes, la cual se me dio; habiendo mandado juntar para ella dos oidores, dos religiosos de la compañía de Jesús, el general del Callao, D. Lope de Ulloa, el capitán de la guarda y un secretario. Mandóme el virrey que leyese ciertos papeles del caso, y que les enterase de todo; y tendióse una carta general de navegar sobre un bufete, con que satisfice a lo que me quisieron preguntar. Aunque en el discurso vino a decir el virrey, que le parecía más a propósito hacer aquel viaje desde Manila, donde se podría armar toda la jornada con menos costa de la que se había de hacer en la compra de los dos navíos en Lima, yo dije ser contra la orden real, que mandaba expresamente saliese de Lima y no de las Filipinas, y contra toda buena navegación por los vientos opuestos; y añadí la falta de la gente de mar y guerra en Manila. Hubo en la junta a quien pareció bien este dicho: D. Juan de Villela, que era uno de los oidores, se mostró muy en favor de la empresa, y también el padre Francisco Coello, que había sido alcalde de la misma audiencia y asesor del virrey pasado, D. Luis de Velasco, y el uno y el otro se hallaron presentes cuando la primera vez le di cuenta de mi navegación y pensamientos; y así les dije ser testigos que dios había traído aquel tiempo, para prueba de las verdades que trataba. Mostró el virrey quedar satisfecho de ellas, y de la importancia y grandeza de este descubrimiento; pero por las dificultades que siempre se suelen ofrecer en materias semejantes, y que han de pasar tantas manos, no se pudo disponer su despacho, que era menester y yo deseaba; porque si pasaba del día de San Francisco, se perdía la mejor sazón de dar velas y seguir la derrota al Sudueste. Así que fue forzoso continuar los memoriales al virrey y pedirle se sirviese de abreviar, y proponer en ellos todas las cosas que yo juzgaba ser necesarias para armar, bastecer y pertrechar los navíos, así de gente como de municiones, bastimentos y aparejos necesarios para tan larga jornada; la cual, en todas partes, halló siempre más contrarios que valedores, y D. Fernando de Castro, marido de mi antigua gobernadora, doña Isabel Barreto, que había con ella y toda su casa venido a vivir al Perú, me dijo había de contradecir mi viaje por tocarle la población de las islas de Salomón, como a sucesor del adelantado Álvaro de Mendaña, descubridor de ellas. Pero dejóse el buen caballero convencer de mis razones piadosas, y dijo, que a su entender condenaría su alma quien pretendiese estorbarme. El doctor Arias Ugarte, oidor de aquella real audiencia, sabiendo cuán pobre y desacomodado estaba, me dijo que acetase su casa y mesa y lo que valía su persona, como ofrenda hecha de un hermano, o de un amigo a otro. Viendo diferente mi voluntad de la suya, quiso casi por fuerza recibiese una gran fuente llena de reales de a ocho. Rendíle las gracias, y dije que no parecía honesto, sirviendo en cosas grandes a Su Majestad de balde, sustentarme de limosnas. En efecto, después de muchos memoriales y mayor porfía, acabé con el virrey nombrase comisarios a quien se cometiesen y repartiesen las cosas menesterosas de mi despacho; y lo más de él, en lo tocante al mar, vino a pender del almirante Juan Colmenero de Andrada, que no se mostró bien afecto a mi pretensión. Así tuve necesidad de volver con algunas quejas e importunaciones al virrey, el cual en todo me honraba y favorecía, y un día me dijo que, en virtud de la cédula real que le mostré, quería nombrar persona que fuese en mi compañía, para que, en muriendo yo, quedase en mi lugar y oficio. A que respondí que no me convenía llevar conmigo quien supiese que había de suceder y heredar, por ser cosa ésta que tiene muy conocido peligro; que en la cédula confesaba Su Majestad que yo mismo la pedí, a fin de que, si muriese antes de llegar a Lima o salir de su puerto, quedase el negocio vivo, y que al presente yo estaba tan sano y bueno, y presta la voluntad; y así le suplicaba suspendiese este negocio hasta ver lo que ordenaba Dios, o lo dejase a mi cargo para que cuando me viese necesitado pudiese echar mano de persona tal, que el mismo hubiese mostrado que merecía la administración de un negocio tan grave. En este estado se quedó, y mi despacho se iba prosiguiendo, aunque a paso lento; y acercándose el tiempo de la partida, se trató de hacer la paga ya servida y adelantada, y las personas a quien tocaba el hacerla, pretendieron que había de ser dentro de los navíos, o con abonadas fianzas; y yo les procuré satisfacer, quedando por todos, y diciendo que pues Su Majestad fiaba de mí y de ellos un negocio tan importante, no era justo se procediese en todo con tanta limitación. Hecho esto, traté de que la gente ganase el jubileo, que se me había condecido para ellas por su santidad, y se hiciese una particualar fiesta para ella en el convento del Señor San Francisco del Puerto del Callao, de donde eran los seis religiosos que habían de ir en nuestras naves, y que se bendijese el estandarte y banderas y saliésemos de allí con toda la gente en orden, con los vestidos que para este fin casi todos habíamos hecho de sayal o a lo galano; pero la envidia, que es tan poderosa, desbarató lo más de este intento tan loable, y no faltó quien contradijo la bendición y leva del estandarte, como si aquella armada y empresa no fuera de Su Majestad. Por lo cual la gente toda se confesó, y comulgó donde pudo, y se embarcó el estandarte y banderas arrolladas en sus astas, y yo con otras personas de la armada fui a buscar a los seis religiosos que, acompañados de otros muchos de su orden y del guardián y del comisario, salieron de su convento, siendo mirados y abrazados amorosamente de muchos; que siempre en semejantes despedimentos suele haber tiernas lágrimas. Con esto nos embarcamos todos juntos con el almirante general y oficiales reales; y hecha la visita, no faltó un solo hombre de los que recibieron paga, y sin ella fueron otros veinte y dos. Un día antes había yo ido a Lima a despedirme del virrey, llevando conmigo los dos capitanes de los otros dos navíos: le dije que perdonase la priesa pasada, pues había sido necesaria para dar fin a mi despacho. El virrey respondió a esto, que antes estaba muy grato, y me abrazó; y lo mismo hizo a los otros dos capitanes, diciendo que por sus graves indisposiciones no podía ir al puerto a vernos salir, como deseaba; pero que escribiría una carta a toda la gente de la jornada, la cual se les leyese en público al tiempo que se quisieren hacer a la vela, como se hizo, y su tenor era el siguiente: Carta del virrey conde de Monterrey "La indisposición presente no me da lugar para honrar y favorecer con mi presencia vuestra salida del puerto, y el principio de vuestra navegación. Ya que de palabra no pueco cómodamente deciros lo que conviene, me ha parecido hacerlo por carta". "Estoy bien cierto de que generalmente habréis entendido los altos fines del servicio de dios Nuestro Señor, a que la Majestad Real se ha movido a emprender este descubrimiento, con gran costa de su hacienda, y cuán grande interés puede resultar de esto a la iglesia de Dios con la salvación de muchas almas, y a la corona de Castilla en el aumento de Estado; y así fío que llevaréis lo uno y lo otro muy presente para proceder como se debe, habiendo sido lo principal que también os movió a determinaros. "Lo que tengo que encargaros es la paz y obediencia de los súbditos a sus oficiales, y de todos al capitán Pedro Fernández de Quirós, a quien Su Majestad manda hacer esta jornada; y yo la encargo, con viva memoria de que se os debe representar en su persona que yo mismo voy embarcado, y os doy las órdenes que él diere; certificando que en la sujeción y obediencia que le prestáredes en todo acontecimiento, se ha de echar de ver señaladamente la lealtad y afición de buenos vasallos de Su Majestad, y que quien desdijere de ello, será mirado y juzgado severa y rigurosamente por los consejos de Su Majestad o ministros del reino a donde aportáredes, y señaladamente por mí en lo que me pudiera tocar. Dios os guíe, y vaya en vuestra guarda. Veinte de diciembre de mil y seiscientos y cinco años." Leída esta carta, y estando los navíos prestos, hice luego descoger banderas de topes y cuadras y enarbolar el estandarle real, y a todo reclamar izar las vergas, zarpar áncoras, y en el nombre de la Santísima Trinidad largar trinquetes, cebaderas y velanchos, diciendo la gente de rodillas: --"Buen viaje, Señora nuestra de Loreto, que esta armada se dedica a vuestro nombre y va fiada en vuestro favor y amparo." Disparóse la artillería toda, los mosquetes y arcabuces. Pasóse por junto a las otras naos del Rey que estaban tirando sus piezas, y mucha gente asomada por sus bordos y corredores, y mucha más en el pueblo, en balcones, terrados y playas, mirando con atención cómo salíamos de aquel puerto: que fue día de San Tomé apóstol, miércoles, a las tres de la tarde, en veinte y uno de diciembre de mil y seiscientos y cinco años; estando el sol en el grado postrero de Sagitario. Y desta manera salieron y partieron las dichas tres naves, que la capitana ses llamaba San Pedro, la cual se compró de Sebastián de Goite y Figueroa, y era muy acomodada para semejante descubrimiento. La otra iba por almiranta, que era algo menor, y también se compró por cuenta de Su Majestad en el Puerto del Callao. La tercera era una lancha o zabra, de menor porte, que había venido poco antes de la isla de los Galápagos, de recoger la gente que allí se había perdido, y era muy fuerte y buena velera: y en todas se embarcaron cerca de trescientas personas de gente de mar y guerra, con algunos versos y piezas pequeñas de artillería, arcabuces y mosquetes, y bastimentos de todos géneros para un año, y cosas de hierro y frutos y animales de los del Perú para lo que se hubiese de poblar, y los dichos seis frailes religiosos de San Francisco, y cuatro hermanos de Juan de Dios para curar los enfermos. Por piloto mayor iba uno contra mi voluntad me hicieron recibir, que había traído de la Nueva España al conde Monterey, que me fue de harto daño, y por segundo piloto iba el capitán Pedro Bernal Cermeño, al cual entregué el cargo y gobierno de la dicha zabra.
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De cómo en la guerra murieron cuatro cristianos que hirieron Partido Domingo de Irala y llegado en la tierra y lugares de los indios, envió a requerir y amonestar a Tabere y a Guazani, indios principales de la guerra, y con ellos estaba gran copia de gente esperando la guerra, y como las lenguas llegaron a requerirlos, no los habían querido oír, antes enviaron a desafiar a los indios amigos, y les robaban y les hacían muy grandes daños, que defendiéndolos y apartándolos habían habido con ellos muchas escaramuzas, de las cuales habían salido heridos algunos cristianos, los cuales envió para que fuesen curados en la ciudad de la Ascensión, y cuatro o cinco murieron de los que vinieron heridos, por culpa suya y por excesos que hicieron, porque las heridas eran muy pequeñas y no eran de muerte ni de peligro; porque el uno de ellos, no sólo un rascuño que le hicieron con una flecha en la nariz, en soslayo, murió, porque las flechas traían hierba, y cuando los que son heridos de ella no se guardan mucho de tener excesos con mujeres, porque en los demás no hay de qué temer la hierba de aquella tierra. El gobernador tornó a escrebir a Domingo de Irala mandándole que por todas las vías y formas que él pudiese trabajase por hacer la paz y amistad con los indios enemigos, porque así convenía al servicio de Su Majestad; porque entretanto que la tierra estuviese en guerra, no podían dejar de haber alborotos y escándalos y muertes y robos y desasosiegos en ella, de los cuales Dios y Su Majestad serían deservidos; y con esto que le envió a mandar, le envió muchos rescates para que diese y repartiese entre los indios que habían servido, y con los demás que le paresciese que podrían asentar y perpetuar la paz; y estando las cosas en este estado, Domingo de Irala procuró de hacer las paces; y como ellos estuviesen muy fatigados y trabajados de la guerra tan brava como los cristianos les habían hecho y hacían, deseaban tener ya paz con ellos; y con las muchas dádivas que el capitán general les envió, con muchos ofrescimientos nuevos que de su parte se les hizo, vinieron a asentar la paz y dieron de nuevo la obediencia a Su Majestad, y se conformaron con todos los indios de la tierra; y los indios principales Guazani y Tabere, y otros muchos juntamente en amistad y servicio de Su Majestad, fueron ante el gobernador a confirmar las paces, y él dijo a los de la parte de Guazani y Tabere, que en se apartar de la guerra habían hecho lo que debían, y que en nombre de Su Majestad les perdonaba el desacato y desobediencia pasada, y que si otra vez lo hiciesen que serían castigados con todo rigor, sin tener de ellos ninguna piedad; y tras de esto, les dio rescates y se fueron muy alegres y contentos. Y viendo que aquella tierra y naturales de ella estaban en paz y concordia, mandó poner gran diligencia en traer los bastimentos y las otras cosas necesarias para fornescer y cargar los navíos que habían de ir a la entrada y descubrimiento de la tierra por el puerto de los Reyes, por do estaba concertado y determinado que se prosiguiese; en pocos días le trujeron los indios naturales más de tres mil quintales de harina de mandioca y maíz, y con ellos acabó de cargar todos los navíos de bastimentos, los cuales les pagó mucho a su voluntad y contento, y proveyó de armas a los españoles que no las tenían y de las otras cosas necesarias que eran menester.
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Cómo alzamos a Hernando Cortés por capitán general y justicia mayor hasta que su majestad en ello mandase lo que fuese servido, y lo que en ello se hizo Ya he dicho que en el real andaban los parientes y amigos del Diego Velázquez perturbando que no pasásemos adelante, y que desde allí de San Juan de Ulúa nos volviésemos a la isla de Cuba. Parece ser que ya Cortés tenía pláticas con Alonso Hernández Puertocarrero y con Pedro de Alvarado, y sus cuatro hermanos, Jorge, Gonzalo, Gómez y Juan, todos Alvarados, y con Cristóbal de Olí, Alonso de Ávila, Juan de Escalante, Francisco de Lugo, y conmigo e otros caballeros y capitanes, que le pidiésemos por capitán. El Francisco de Montejo bien lo entendió, y estábase a la mira; y una noche a más de medía noche vinieron a mi choza el Alonso Hernández Puertocarrero y el Juan Escalante y Francisco de Lugo, que éramos algo deudos yo y el Lugo, y de una tierra, y me dijeron: "Ah señor Bernal Díaz del Castillo, salid acá con vuestras armas a rondar, acompañaremos a Cortés, que anda rondando"; y cuando estuve apartado de la choza me dijeron: "Mirad, señor, tened secreto de un poco que ahora os queremos decir, porque pesa mucho, y no lo entiendan los compañeros que están en vuestro rancho, que son de la parte del Diego Velázquez"; y lo que platicaron fue: "¿Paréceos, señor, bien que Hernando Cortés así nos haya traído engañados a todos, y dio pregones en Cuba que venía a poblar, y ahora hemos sabido que no trae poder para ello, sino para rescatar, y quieren que nos volvamos a Santiago de Cuba con todo el oro que se ha habido, y quedaremos todos perdidos, y tomarse ha el oro el Diego Velázquez, como la otra vez? Mirad, señor, que habéis venido ya tres veces con esta postrera, gastando vuestros haberes, y habéis quedado empeñado, aventurando tantas veces la vida con tantas heridas; hacémoslo, señor, saber, porque no pase esto adelante; y estamos muchos caballeros que sabemos que son amigos de vuestra merced, para que esta tierra se pueble en nombre de su majestad, y Hernando Cortés en su real nombre, y en teniendo que tengamos posibilidad de hacerlo saber en Castilla a nuestro rey y señor. Y tenga, señor, cuidado de dar el voto para que todos le elijamos por capitán de unánime voluntad, porque es servicio de Dios y de nuestro rey y señor." Yo respondí que la idea de Cuba no era buen acuerdo, y que sería bien que la tierra se poblase, e que eligiésemos a Cortés por general y justicia mayor hasta que su majestad otra cosa mandase. Y andando de soldado en soldado este concierto, alcanzáronlo a saber los deudos y amigos del Diego Velázquez, que eran muchos más que nosotros, y con palabras algo sobradas dijeron a Cortés que para qué andaba con mañas para quedarse en aquesta tierra sin ir a dar cuenta a quien le envió para ser capitán; porque Diego Velázquez no se lo tendría a bien; y que luego fuésemos a embarcar, y que no curase de más rodeos y andar en secreto con los soldados, pues no tenía bastimentos ni gente ni posibilidad para que pudiese poblar. Y Cortés respondió sin mostrar enojo, y dijo que le placía, que no iría contra las intrucciones y memorias que traía del señor Diego Velázquez; y mandó luego pregonar que para otro día todos nos embarcásemos, cada uno en el navío que había venido; y los que habíamos sido en el concierto le respondimos que no era bien traernos engañados; que en Cuba pregonó que venía a poblar, e que viene a rescatar; y que le requeríamos de parte de Dios nuestro señor y de su majestad que luego poblase, y no hiciese otra cosa, porque era muy gran bien y servicio de Dios y de su majestad; y se le dijeron muchas cosas bien dichas sobre el caso, diciendo que los naturales no nos dejarían desembarcar otra vez como ahora, y que en estar poblada aquesta tierra siempre acudirían de todas las islas soldados para nos ayudar, y que Velázquez nos había echado a perder con publicar que tenía provisiones de su majestad para poblar, siendo al contrario; e que nosotros queríamos poblar, e que se fuese quien quisiese a Cuba. Por manera que Cortés lo aceptó, y aunque se hacía mucho de rogar, y como dice el refrán: "Tú me lo ruegas e yo me lo quiero"; y fue con condición que le hiciésemos justicia mayor y capitán general; y lo peor de todo que le otorgamos, que le daríamos el quinto del oro de lo que se hubiese, después de sacado el real quinto, y luego le dimos poderes muy bastantísimos delante de un escribano del rey, que se decía Diego de Godoy, para todo lo por mí aquí dicho. Y luego ordenamos de hacer y fundar e poblar una villa, que se nombró la Villa Rica de la Veracruz, porque llegamos jueves de la Cena, y desembarcamos en viernes santo de la Cruz, e rica por aquel caballero que dije en el capítulo, que se llegó a Cortés y le dijo que mirase las tierras ricas: y que se supiese bien gobernar, e quiso decir que se quedase por capitán general; el cual era el Alonso Hernández Puertocarrero. Y volvamos a nuestra relación: que fundada la villa, hicimos alcalde y regidores, y fueron los primeros alcaldes Alonso Hernández Puertocarrero, Francisco de Montejo, y a este Montejo, porque no estaba muy bien con Cortés, por meterle en los primeros y principal, le mandó nombrar por alcalde; y los regidores dejarlos he de escribir, porque no hace al caso que nombre algunos, y diré cómo se puso una picota en la plaza, y fuera de la villa una horca, y señalamos por capitán para las entradas a Pedro de Alvarado, y maestre de campo a Cristóbal de Olí, alguacil mayor a Juan de Escalante, y tesorero Gonzalo Mejías, y contador a Alonso de Ávila, y alférez a fulano Corral: porque el Villarroel, que había sido alférez, no sé qué enojo había hecho a Cortés sobre una india de Cuba, y se le quitó el cargo; y alguacil del real a Ochoa, vizcaíno, a un Alonso Romero. Dirán ahora cómo no nombro en esta relación al capitán Gonzalo de Sandoval, siendo un capitán tan nombrado, que después de Cortés, fue la segunda persona, y de quien tanta noticia tuvo el emperador nuestro señor. A esto digo que, como era mancebo entonces, no se tuvo tanta cuenta con él y con otros valerosos capitanes; hasta que le vimos florecer en tanta manera, que Cortés y todos los soldados le teníamos en tanta estima como al mismo Cortés, como adelante diré. Y quedarse ha aquí esta relación; y diré cómo el cronista Gómara dice que por relación sabe lo que escribe; y esto que aquí digo, pasó así; y en todo lo demás que escribe no le dieron buena cuenta de lo que dice. E otra cosa veo: que para que parezca ser verdad lo que en ello escribe, todo lo que en el caso pone es muy al revés, por más buena retórica que en el escribir ponga. Y dejarlo he, y diré lo que la parcialidad del Diego Velázquez hizo sobre que no fuese por capitán elegido Cortés, y nos volviésemos a la isla de Cuba.
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Capítulo XLII De cómo Atabalipa tuvo aviso de cuán cerca estaba de los cristianos, y del consejo que tomó; envió mensajeros a Pizarro, que no dejaba de marchar Continuamente le iba nueva al gran señor Atabalipa de los Cristianos; y cuando supo que estaban aun no dos jornadas de Caxamalca, temió su atrevimiento; mandó juntar sus capitanes de los mitimaes y señores principales para tratar lo que harían tocante a los cristianos, pues calla, callando, se venían acercando a ellos, usando de gran tiranía; pues sin ser sus naturales, ni les haber hecho ofensa, habían robado lo que hallaban aplicándolo a sí; y que, según se entendía de ellos, pretendían mandar la tierra, donde, si aquéllos quedaban con posesión, de razón vendrían muchos de sus parientes, en las naos que traían por la mar; y que, pues el daño que hacían era general, convenía que se mirase por todos y se determinase lo que harían sobre ello. Afirman los que de éstos son vivos, que hablaron gran rato en esta materia, y que unas veces decían que sería bien salir a ellos, y a piedra menuda matarlos a todos, pues eran tan pocos; y otras, que era locura hacer caso de ciento sesenta hombres para temerlos tanto que mejor sería dejarlos llegar a Caxamalca, donde los atarían a todos y se vengarían de ellos. Negocio fue este grande y que se muestra obrar Dios con su poder cegando el entendimiento a los indios que no saliesen a los cristianos, porque sin pelear, ni sin más que todos con un tiempo dieran de tropel a todos los llevaran, y más viniendo como venían por sierra. El negocio se guió por tal modo, cual convino para ser vencedores de los indios, como fueron. Determinó Atabalipa, con los suyos de no salir a ellos, mas antes de los aguardar en Caxamalca, como estaban, y que fuesen con su mensaje al capitán que traían; y así salieron de Caxamalca quince o veinte indios acompañando a los embajadores. Llevaban un presente donoso, porque fue, algunos cestillos de fruta y diez o doce patos mal asados con su pluma, y tres o cuatro cuartos de oveja tan asada, que no tenía virtud. Con esto dicen que Atabalipa envió a decir a Pizarro que se diese prisa a llegar a Caxamalca, donde le estaban aguardando y se holgarían todos. Otros cuentan que no, sino que con grande enojo le envió a decir que luego se saliese de su tierra y le volviese el oro, plata, piedras, mujeres, hombres, con lo que más habían robado, pues no era suyo, donde no, que los mataría a todos. Pizarro recibió el presente alegremente; honró los mensajeros, a los cuales dio algo de lo que tenía; respondió a Atabalipa que tuviese buen corazón para los cristianos, y que él llegaría a Caxamalca, donde hablarían y se comunicarían el uno al otro, de lo cual tenía mucho deseo, porque le habían dicho que era gran señor. Los mensajeros volvieron, contáronle cómo los cristianos venían ya muy cerca de ellos; tornóse a tratar sobre lo que se haría, mas no mudaron el parecer primero, sino fue en que cuando llegasen junto al valle de Caxamalca, que saliese Rumiñabi, con sus mil hombres de guerra para prender los que de ellos se huyesen porque les parecía ya que los tenían en su poder. Pizarro, luego que fueron vueltos los indios, trató mucho sobre la embajada y presente que Atabalipa les envió, caminaban recatados; no tuvieron guerra, ni les pasó cosa notable, porque la gente toda estaba en la junta de Caxamalca, y como se hubieron dado prisa, llegaron a vista de los pueblos del valle. Los indios e indias de servicio les lloraban, diciendo que presto los habían de matar los que estaban con Atabalipa. Los españoles vieron en unas chácaras asentado el ejército de Atabalipa con tantas tiendas, que parecía una ciudad, porque para más provecho de los nuestros y perdición suya, cuando supo que estaban tan cerca de él, les dejó los aposentos reales de Caxamalca, pasando él a otros que estaban cerca donde se veían las tiendas, lo cual hizo por los tomar allí a todos y hacerles la guerra, cercándolos. A esto llegaron los españoles a descubrir enteramente Caxamalca, provincia grande y que cuentan de ella grandes cosas, en la cual entraron mediado el mes de noviembre del año del Señor de 1532.
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Capítulo XLII Que trata de cómo sabido por el general Pedro de Valdivia las cautelas en que andaban los indios y cómo querían venir otra vez a la ciudad y de cómo salió a ellos Conociendo el general las cautelas de los indios que no los dejaban reposar, acordó darles en que entender y tomar aquello con sus españoles por principal intento. Salió con sesenta hombres y fue a deshacerles los pucaranes o fuerzas que los indios tenían en sus provincias, porque de allí hacían el daño que podían y se acogían a ellas. Y de esta suerte andaban para este efecto cotidianamente veinticinco de a caballo, y pasados diez días o quince volvíanse a la ciudad y salían otros tantos con otros caudillos, y con esta diligencia no les dejaban reposar. Y viendo los indios que no tenían una hora de sosiego, trabajaban de alejarse. Y sabiendo el general que los indios hacían en alguna parte alguna junta, para deshacerla trasnochaba con sus amigos, los que dicho habernos, y salía a prima noche y daba en ellos aquella noche u otra y desbaratábalos. Y tanto los perseguía que decían los indios que no era hombre mortal, porque aún no acababan de pensar la cosa cuando él ya la sabía por entero. Y para efectuar esto siempre tenían lengua y aviso de lo que los caciques acordaban y pensaban hacer. Y de esta manera supo cómo todos los caciques y naturales de la tierra se iban a la provincia de los pormocaes a una fuerza que allá tenían hecha, con propósito de no servir y con voluntad que, teniendo sus mujeres e hijos allí seguros, saldrían y vendrían a hacernos la guerra hasta la ciudad y matarnos la gente que nos servían, cuando más no pudiesen arrancarnos nuestras sementeras, teniendo ellos por muy cierto que haciéndonos esta mala obra y peor hospedaje, aborreceríamos la tierra y la dejaríamos. Junto con esto avisaban con mensajeros secretos a los indios de la tierra que nos servían, porque más no podían por ser cercanos a la ciudad y tierra llana, que se fuesen a sus tierras de los pormocaes, porque allí decían que había anchura para sembrar y poblar y que no nos sirviesen, que ellos se la darían de muy buena voluntad, y haciendo cuenta que no teniendo quien nos sirviese, dejaríamos la tierra, y que si hasta en aquel punto no lo habíamos hecho, era la causa habernos ellos servido y hecho nuestras casas y sementeras. Todas estas amonestaciones no bastaban porque no era en su mano de los pocos que servían, porque tenían por más seguro partido sirviendo gozar de su tierra y natural, y salvos de no ser perseguidos y muertos ellos y sus mujeres e hijos. Y con este buen suceso estaban y tenían las vidas seguras, aunque les parecía grave y muchos se convertían con gente que es amiga de novedades, y se iban a las fuerzas con los otros que les amonestaban. Viendo los indios que en las fuerzas estaban, cómo los demás que servían no querían, y que de nosotros no se podían aprovechar por el gran recaudo que el general con su gente tenía y en todo ponía, y viendo que había todavía gente comarcana al valle de Chile y a esta ciudad que nos servía, y que con sus amonestaciones no los podían arrancar de su tierra y de nuestro servicio, tomaron otro nuevo modo de insistir y provocar a la guerra y a que fuesen nuestros adversos y mortales enemigos. Y en esto que pensaron los pormocaes hallaron en los amigos aparejo. Y avisáronles que todos los que nos servían atrajesen a otros cercanos a servirnos cautelosamente, y cuando les fuese dado aviso, que a una y en un día y punto diesen todos los unos y los otros en los cristianos. Aceptaron el aviso y estaban confederados en nuestro daño. Como el general en esto tenía muy gran recaudo y astucia en saber los secretos de los indios, en breve supo el acuerdo y cautela que ordenada tenían, y sabido mandó secretamente a treinta peones con todas las ballestas que había y algunos arcabuces. Aquel día a puesta de sol mandó salir un caudillo con aquella gente, porque indio ninguno no supiese cosa alguna de lo que pensaban hacer. Y avisóles que caminasen toda la noche, porque venido el día se emboscasen, porque sentidos no fuesen, y mandóles caminar aquella noche a la contra de donde habían de ir, porque al tiempo que salían de la ciudad había indios amigos fingidos, y viendo que iban a otra parte no avisaban la verdad, ya que avisasen, y de esta suerte no les era descubierta. Otro día de mañana después de haber oído misa, mandó apercebir cuarenta de a caballo. Dejando buen recaudo en la ciudad mandó que le siguiesen y fue por el camino que la gente de pie había salido. Caminó todo aquel día. Después de haber allí reposado y descansado los caballos y habían comido, habló el general a todos generalmente, que habría hasta sesenta hombres: "Señores y hermanos, yo he sabido que toda la gente de la tierra, promocaes y los demás, se han recogido a sus fuerzas por no servirnos, sino hacernos la guerra. Han concertado que mañana estarán todos avisados y juntos para dar en nosotros. Y los que están por amigos también están a una con los demás para nos ofender, y a no remediarlo con toda diligencia, podrían salir con su ruin intención, y porque tuve por cierto acertar en esto, salí a ellos antes que ellos fuesen a nosotros, y acometer antes de ser acometidos. Junto con esto tengo aviso que cerca de aquí van algunos caciques y principales con alguna gente de esta provincia de Mapocho a los pormocaes. "Pues, señores, a todos nos va en ello, démonos buena mana y priesa y alleguemos esta noche y mañana demos en su fuerza, y no dejemos juntar la gente que va a juntarse con ellos, porque nos conviene, pues fácilmente se puede hacer desbaratar los que van, porque sean menos los que están. Y quebrada aquélla, iremos con ayuda de nuestro Señor a quebrarles a los demás la hiel y darles a entender que no bastan sus ardides y cautelas para contra los españoles, ni tener cosa fuerte". Respondieron todos que era muy bien acertado que prosiguiesen su jornada y que deshiciesen aquel nublado, porque deshecho estarían en paz, o a lo menos en alguna quietud. Acabada la plática comenzaron a marchar con buena orden, y pasada medianoche alcanzaron la gente que se iba a ensotar al fuerte, y diéronse buena priesa y maña en que prendieron y mataron toda la gente que hallaron y alcanzaron. Y siguiendo aquellos tropeles de indios y desbaratándolos, allegaron a lo último y mataron algunos y prendieron a muchos. Prendiéronse ciertos caciques y principales. Sabido por el general que ya estaban cerca de las afueras y que no iba más gente adelante de la desbaratada, reposó allí algunos días.