CAPÍTULO XIX Donde se cuentan algunas grandezas de ánimo de la señora de Cofachiqui En el pueblo y provincia de Xuala (la cual, aunque era provincia de por sí apartada de la de Cofachiqui, era de la misma señora) descansó el gobernador con su ejército quince días, porque en el pueblo y su término hallaron mucha zara y todas las demás semillas y legumbres que hemos dicho había en la Florida. Tuvieron necesidad de parar todo este largo tiempo por regalar y reformar los caballos, los cuales, por la poca comida de maíz que en la provincia de Cofachiqui habían tenido, estaban flacos y debilitados, y aun de esta causa se entendió que hubiesen desmayado los tres caballos de que atrás hicimos mención, aunque entonces, por facilitar el mal para aplacar los amotinados, se dijo que había sido torozón. Este pueblo estaba asentado a la falda de una sierra ribera de un río que, aunque no muy grande, corría con mucha furia. Hasta aquel río llegaba el término de Cofachiqui. En el pueblo Xuala sirvieron y regalaron mucho al gobernador y a todo su ejército, que como era del señorío de la señora de Cofachiqui y ella lo había enviado a mandar, hacían los indios todas las demostraciones que podían, así por obedecer a su señora como por agradar a los españoles. Pasados los quince días, ya que los caballos estaban reformados, salieron de Xuala, y el primer día caminaron por las tierras de labor y sementeras que tenía, que eran muchas y buenas. Otros cinco días caminaron por una sierra no habitada de gente, empero tierra muy apacible. Tenía mucha cantidad de robles y algunos morales y mucho pasto para ganado. Había quebradas y arroyos, aunque de poca agua muy corrientes. Tenía valles muy frescos y deleitosos. Tenía esta sierra, por donde la pasaron, veinte leguas de travesía. Volviendo a la señora de Cofachiqui, que aún no hemos salido de su señorío, porque es justo que sus generosidades queden escritas, decimos que, no contenta con haber servido y regalado en su casa y corte al general y a sus capitanes y soldados, ni satisfecha con haberles proveído el bastimento que para el camino hubieron menester, con estar su tierra tan necesitada como lo estaba, ni con darles indios de carga que les sirviesen por todas las cincuenta leguas que hay hasta la provincia de Xuala, mandó a sus vasallos que de Xuala, donde había mucha comida, llevasen sin tasa alguna toda la que los españoles pidiesen para las veinte leguas de despoblado que habían de pasar antes de Guaxule, y que les diesen indios de servicio y todo buen recaudo como a su propia persona. Juntamente con esto proveyó que con el general fuesen cuatro indios principales que llevasen cuidado de gobernar y dar orden a los de servicio para que los españoles fuesen más regalados en su camino, toda la cual prevención hizo para sus provincias. Pues ahora es de saber que tampoco se descuidó de las ajenas con deseo que en todas hubiese el mismo recaudo, para lo cual mandó a los cuatro indios principales que, habiendo entrado en la provincia de Guaxule, que por aquella vía confinaba con la suya, se adelantasen y, como embajadores suyos, encargasen al curaca de Guaxule sirviese al gobernador y a todo su ejército como ella lo había hecho, donde no, lo amenazasen con guerra a fuego y a sangre. De la cual embajada el general estaba ignorante hasta que los cuatro indios principales, habiendo pasado el despoblado, le pidieron licencia para adelantarse a la hacer. Lo cual, sabido por el gobernador y sus capitanes, les causó admiración y nuevo agradecimiento de ver que aquella señora india no se hubiese contentado con el servicio y regalo que con tanto amor y voluntad en su casa y tierra les había hecho, sino que también hubiese prevenido las ajenas. De donde vinieron a entender más al descubierto el ánimo y deseo que siempre esta señora tuvo de servir al gobernador y a sus castellanos, porque es así que, aunque hacía todo lo que podía por agradarles, y ellos lo veían, siempre decía al general le perdonase no poder lo que deseaba poder en su servicio, de que en efecto se congojaba y entristecía de tal manera que era menester que los mismos españoles la consolasen. Con estas grandezas de ánimo generoso, y otras que con sus vasallos usaba, según ellos las pregonaban, se mostraba mujer verdaderamente digna de los estados que tenía y de otros mayores, e indigna de que quedase en su infidelidad. Los castellanos no le convidaron con el bautismo porque, como ya se ha dicho, llevaban determinado de predicar la fe después de haber poblado y hecho asiento en aquella tierra que, andando como andaban de camino de unas provincias a otras sin parar, mal se podía predicar.
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CAPÍTULO XIX Partida. --Jornada a Yalahau. --Camino pedregoso. --Llegada al puerto. --El mar. --Apariencia del pueblo. --Puente. --Ojos de agua. --Piratas. --Escasez de ramón. --El Castillo. --Su guarnición. --Don Vicente Albino. --Un incidente. --Arreglos para un viaje por la costa. --Embarque. --La canoa llamada "El Sol". --Objetos del viaje. --Punta Mosquito. --Punta Francesa. --Un pescador indio. --Cabo Catoche. --El primer punto de desembarco de los españoles. --Isla del Contoy. --Pájaros marinos. --Isla Mujeres. --Lafitte. --Pesca de una tortuga. --Variedad de tortugas. Isla de Kancum. --Punta de Nizuc. --Tiburones. --Mosquitos. --Bahía de San Miguel. --Isla de Cozumel. --Rancho establecido por el pirata Molas. --Don Vicente Albino. --Mr George Fisher. --Aspecto pirático de la isla. --Un pozo. --Plantío de algodón. --Paseo a lo largo de las orillas del mar El lunes 4 de abril nos despedimos de nuestro buen cura, y pusímonos en marcha para el nuevo punto de nuestro destino: el puerto de Yalahau. Vime obligado a precipitar nuestro viaje hacia la costa. El camino era solitario, áspero, cubierto enteramente de una capa de piedras rotas y puntiagudas, que fatigaban mucho y hacían vacilar a nuestros caballos. Hacía un calor desesperante: nada alcanzaba nuestra vista sino el estrecho y escabroso sendero que teníamos por delante, en el cual tropezábamos a cada paso, admirábanos, sin embargo, de que una superficie tan pedregosa pudiese sostener una vegetación tan exuberante. En la tarde del tercer día de marcha nos fuimos aproximando al puerto. Al llegar a una legua de distancia de él, desembocamos en una llanura baja y pantanosa, a cuya extremidad descollaba un bosque de cocoteros, único objeto que aparecía sobre la superficie del terreno, y que indicaba y ocultaba a un mismo tiempo el puertecillo de Yalahau. Por fin, el camino fue a dar sobre un calzada, húmeda y resbalosa a la sazón, sembrada de agujeros y grietas, y en algunos puntos completamente inundada. A cada lado había una especie de arroyo, y en la planicie inmediata aparecían grandes estanques o lagunajos de agua. Con una satisfacción indecible, acaso la mayor que hubiésemos experimentado en todo nuestro viaje, hubimos por fin de llegar al puerto, y después de una larga ausencia volvimos a las riberas del mar. El pueblo consistía en una larga calle de pocas cabañas, elevado a pocos pies sobre el nivel de las aguas del mar. Al pasar por dicha calle, por la primera vez en todo nuestro viaje por el país tuvimos que cruzar por un puente echado sobre un riachuelo: con un buen corriental de agua a la vista sobre nuestra izquierda. Los caballos parecían tan sorprendidos como nosotros, y nos costó mucho trabajo obligarlos a pasar por el puente. En la orilla del mar había otro ojo de agua espumeante al alcance de las olas. Dirigímonos a la casa de don Juan Bautista, para quien el cura de Chemax nos había dado una carta de introducción; pero aquel señor se hallaba en su rancho. Su casa y otra más eran los únicos edificios de piedra que había allí y los materiales los había sacado de las ruinas de Zuza (?), existentes en su rancho distante dos leguas por la costa. Retrocedimos por el pueblo hasta una casa perteneciente a nuestro amigo el cura, mejor que ninguna otra, si se exceptúan las dos de piedra, y en una situación más bella que la de éstas. Hallábase en la orilla misma del mar, y tan cerca de éste, que las olas habían socavado el terraplén que tenía por delante; pero el interior se hallaba en muy buen estado, y una mujer era la que estaba en posesión de ella. Estábamos a punto de entrar en negociaciones con la buena mujer a fin de ocupar solamente una parte de la casa; pero doquiera que nos presentábamos aparecíamos como el terror del bello sexo, y antes de haber formulado nuestras indicaciones abandonó la casa y nos dejó en quieta y pacífica posesión de ella. En una hora nos arranchamos completamente; y a la noche nos sentamos a la puerta a contemplar el mar; las ondas venían rodando casi hasta nuestros pies, y el doctor se encontró con un nuevo campo abierto a sus investigaciones en las bandadas de grandes pájaros marinos que corrían en la playa o volaban por sobre nuestras cabezas. En nuestro viaje hacia la costa habíamos entrado en una región de un interés tan vivo como nuevo. En el camino habíamos oído hablar de piratas antiguos, que tenían pequeños ranchos de azúcar, y, aunque disfrutaban de la peor reputación, eran de hecho muy respetados y se les consideraba con cierta especie de compasión, como a hombres que habían sido desgraciados en sus negocios. Nos hallábamos a la sazón en el foco de sus operaciones. No hace muchos años que las costas de la isla de Cuba y del vecino continente estaban todavía infestadas de pandillas de desesperados, enemigos comunes del género humano, y condenados a la horca y a ser fusilados sin forma de juicio en dondequiera que fuesen cogidos. Frescos están en la memoria de muchos ciertos cuentos horribles de piraterías y asesinatos, que hielan la sangre de pavor. Todavía repite el marinero esos cuentos o los escucha con terror, y en aquellos tiempos de rapiña y de sangre este puerto era famoso como lugar de reunión de esos salteadores marítimos. Desde él se obtiene una vista de muchas leguas y de todos los buques que pasan entre Cuba y la tierra firme: un prolongado bajo se extiende hasta muchas millas de la costa, de esa manera, si se presentaba un buque de fuerza superior con el cual no podían medirse, lanzábanse los piratas en las sinuosidades de la costa, y, si hasta allí eran perseguidos, ocultábanse en lo interior. Las presas que se hacían y se traían a la playa consumíanse en el fuego y en estrepitosas orgías: los doblones, según nos dijo uno de los habitantes, abundaban tanto entonces como los medios hoy en día. La prodigalidad de los piratas atrajo a ese sitio muchas gentes, que, aprovechándose de aquellas mal adquiridas ganancias, vinieron a identificarse con ellos prevaleciendo allí las leyes piráticas. Inmediatamente que llegamos fueron a vernos muchas personas, algunas de las cuales permanecían silenciosas e incomunicativas respecto de las asociaciones históricas de aquel sitio; pero luego que se marcharon, sus bien intencionados vecinos hacían alusiones de aquellos pobres, quienes tenían buenos motivos para mostrarse taciturnos en el particular. Todos hablaban con bondad y sentimiento de los jefes de los piratas, y principalmente de un capitán don Juan, intrépido y generoso compañero de armas, cuya muerte había sido una gran pérdida pública. Nombrábanse individuos que vivían aún en aquel puerto, y a la cuenta los principales vecinos del lugar habían sido notoriamente piratas: designábase a uno que había estado muchos años preso y hasta sentenciado a muerte, mientras que otros nos indicaban una canoa, amarrada enfrente de nuestra puerta, que se había empleado a menudo en servicios piráticos. Precisamente nuestra casa había sido el cuartel general de esos bucaneros: era nada menos que la casa de Molas, cuyo desastrado fin he referido anteriormente. El Gobierno le había enviado de comandante a ese puerto para ahuyentar de allí a los piratas; pero, según se dice, entró en colusión con ellos, recibía los efectos robados en la mar y se encargaba de conducirlos al interior. Por las noches celebraba en su casa estrepitosas orgías. Yalahau se encontraba bastante lejos de la capital, y de esa manera llegaban allí las noticias de su equívoca conducta muy de tarde en tarde; pero él persuadía al Gobierno que esas noticias procedían de la malicia y mala voluntad de sus enemigos. Al fin, para proveer a su propia seguridad, tuvo que proceder contra los piratas: conocía todas sus guaridas, se dejó caer entre ellos a hurtadillas, y mató y dispersó a toda la pandilla. Al capitán don Juan se le trajo herido, y se le colocó de noche en una pieza formada provisionalmente a la testera de la sala que ocupábamos. Molas temía que, si don Juan llegaba a ser conducido a Mérida, le traicionaría; y, al día siguiente, el desgraciado capitán amaneció muerto, diciendo todos por lo bajo que Molas había sido el asesino. Debemos ahora añadir que después supimos que todas estas historietas eran falsas, y que Molas fue la víctima de una maliciosa e inicua persecución. También es conveniente que se sepa que el carácter y condición de aquel sitio ha mejorado: habiendo dejado de ser la guarida de los piratas, se convirtió en residencia de contrabandistas, y, como este negocio presenta hoy pocas utilidades, los vecinos se ocupan en embarcar y conducir azúcar y otros productos de aquella costa. Encontrámonos allí con una falta de gran tamaño; no había ramón para nuestros caballos. Dejámosles sueltos por la noche entre el pueblo; pero, no habiendo encontrado en aquella árida llanura ninguna yerba que comer, volvieron a casa. A la mañana siguiente muy temprano despachamos a Dimas a buscar ramón a un árbol que era el más próximo, y distaba tres leguas, y entretanto salimos en demanda de canoa, logrando contratar una, aunque de la mejor clase, pero el patrón y los marineros no podían estar listos en menos de dos o tres días. Concluido este negocio, ya nada nos quedaba que hacer en Yalahau. En un momento nos dirigimos al castillo, fortaleza baja de doce merlones, construida en tiempos atrás para reprimir a los piratas; pero cuya guarnición, según todos los relatos que hoy se hacen, estuvo siempre en conexión estrecha con aquellos desalmados. Toda la guarnición que ahora tiene es la de un sastrecillo mestizo, que vino de Sisal con su mujer para evitar que le alistasen de soldado, y por cierto que ambos eran los más pacíficos e inofensivos castellanos que pudiesen custodiar una fortaleza: no pagaban alquiler ninguno y parecían perfectamente felices. Al abrir nuestra puerta a la siguiente mañana, nos encontramos con un buque al ancla, y supimos al instante que era la balandra de don Vicente Albino. Éste se hallaba ya en tierra, y, antes de que tuviésemos tiempo de hacer nuevas preguntas, vino a visitarnos. Ya habíamos oído hablar de él anteriormente; pero no esperábamos verle en persona, porque lo que sabíamos acerca de él era que había establecido un rancho en Cozumel, y que había sido asesinado por los indios. La primera parte de la historia era verdadera; pero don Vicente mismo nos aseguró que era falsa la segunda, si bien añadió que se había escapado con muchas dificultades, mostrándonos en prueba una herida de machete que había recibido en el brazo. Don Vicente Albino era la persona que más interés nos hubiese inspirado en el momento, como que era el único que pudiese darnos una completa noticia acerca de la isla de Cozumel. Mientras estaba hablando con nosotros, presentose a la vista otro buque, deteniéndose a la altura del puerto como a dos leguas de distancia, y enviando a tierra un lote. Don Vicente reconoció la embarcación y nos dijo que era un bergantín de guerra yucateco. Ya habíamos invitado a comer a don Vicente, y conociendo que era preciso tener aquel día visitas de distinción, invitamos también al comandante. No dejaba de ser ésta una empresa atrevida, puesto que no teníamos más que un plato, un cuchillo y un tenedor, pero todos nos encontrábamos en situación estrecha, y nuestros invitados se acomodaron perfectamente a las circunstancias. En medio de la excitación causada en el puerto con la llegada de estos extranjeros, los habitantes no podían olvidarnos. Un gran pájaro marino, preparado por el Dr. Cabot con arsénico y puesto al sol a secarse, había sido arrebatado por un cerdo, se lo había comido y corría el rumor de que el puerco vendido aquel día para el consumo de la población era el mismo del robo del pájaro que había muerto de resultas de haberse comido el arsénico. Este incidente produjo un terror pánico, y por la noche todos los que habían comido de aquella vianda sospechosa andaban vagando por el pueblo. Una explicación científica que probaba que, aun habiendo muerto el cerdo de resultas de haberse comido el pájaro envenenado, no por eso debían morir los que hubiesen comido del cerdo, en nada satisfacía a aquellas gentes. Al siguiente día completamos nuestra provisiones con chocolate, pan dulce, carne y puerco salados, dos tortugas, cerca de dos cargas de maíz y los útiles necesarios para confeccionar las tortillas. Había otro arreglo importante que hacer relativo a nuestros caballos; y, conforme a un plan previamente adoptado, para evitar un largo viaje de regreso a través del interior del país, determinamos enviar a Dimas conduciéndolos a Valladolid, y desde allí encaminarse al puerto de Cilam, viaje nada menos que de doscientas cincuenta millas, mientras que nosotros, descendiendo al regreso por la costa hasta aquel punto, allí nos juntaríamos con él. A las nueve de la mañana fuimos conducidos de uno en uno por medio de un pequeño cayuco a bordo de nuestra canoa. No teníamos verdaderamente de quien despedirnos: las únicas personas que mostraban algún interés en nuestras operaciones eran Dimas, que deseaba ir en nuestra compañía, la mujer de cuya casa habíamos dispuesto, y el agente de la canoa que no tenía deseo ninguno de volver a vernos. Nuestra canoa era conocida en el puerto de Yalahau con el nombre de "Sol". Tenía treinta y cinco pies de largo, y seis de largo, y seis de ancho en los bordos, pues el fondo era más estrecho por la curvatura de arriba abajo. Portaba dos grandes velas sujetas a los mástiles por medio de gruesas vergas, había en la popa un espacio desocupado de ocho o diez pies, y todo el resto estaba lleno con nuestro equipaje, provisiones y cascos de agua. No habíamos ido a bordo sino hasta el momento definitivo de nuestro embarque, y las apariencias eran muy poco lisonjeras por cierto, tratándose de un viaje o crucero, que debía durar un mes. No había viento: las velas se azotaban contra los mástiles, el sol caía a plomo sobre nuestras cabezas, y no teníamos estera, toldo o cubierta de ninguna clase, sin embargo de que el agente de la canoa nos había prometido que no faltaría. Nuestro capitán era un mestizo de mediana edad, un pescador alquilado para aquella ocasión. Bajo estos malos auspicios emprendimos el viaje, que era uno de los que habíamos proyectado realizar aún antes de que saliésemos de nuestro país, y en el cual siempre estábamos pensando con el mayor interés. Nuestro principal objeto en él era, siguiendo la huella de los españoles a lo largo de la costa, descubrir las ruinas o vestigios de los grandes edificios de cal y canto que, según los relatos históricos, les había dejado admirados y sorprendidos. Al fin, a las once del día comenzó a soplar la brisa. A las doce nos preguntó el patrón si tocaríamos a tierra para comer, y a la una y media el viento a la cabeza era tan fuerte, que nos vimos obligados a echar el ancla a sotavento de Punta-Francés, que forma una sola isla con Punta-Mosquito. La isla no tiene nombre propio, y no es más que un banco de arenas cubierto de plantas marítimas, dejando un paso estrecho entre ella y la tierra firme, por medio del cual se puede navegar en canoas pequeñas. Nuestro anclaje quedaba enfrente del rancho de un pescador, única habitación que existía en la isla, construida en la forma de un wigwam de los indios del norte, techado de hojas de palma que llegaban hasta el suelo, con una abertura en cada extremidad para dar libre curso a la corriente del aire; de manera que, mientras se encontraba uno a distancia de un paso de la puerta, se sentía un calor vehementísimo, lo mismo era entrar en el rancho que sentirse fresco y alivio. El pescador estaba meciéndose en su hamaca, y un hermoso muchacho indio se ocupaba en hacer las tortillas, presentando ambos una bella pintura de la juventud y una vigorosa vejez. El pescador, según nos dijo, contaba sesenta y cinco años de edad, era corpulento y erguido, de tez quemada y profundas arrugas en la frente, pero sin un solo cabello cano, ni ninguna otra señal de decadencia. Hacía tres meses que se hallaba viviendo en aquella isla desolada, que él calificaba de muy divertida. Nuestro patrón nos dijo que era el mejor pescador de Yalahau, que siempre iba solo a la isla, y que siempre ganaba mucho más que los otros, pero que con sólo permanecer una semana en tierra disipaba todo el dinero que ganaba. No tenía milperías, y nos dijo que con su canoa, el mar y toda la costa a su disposición para levantar un rancho se consideraba el hombre más independiente de todo el mundo. La pesca de esta costa es de tortugas: a un lado de la cabaña del pescador se veían unas tinajas de grasa, y de la parte exterior, demasiado cerca por cierto cuando el viento soplaba por determinado rumbo, estaban los esqueletos de las tortugas de que la grasa se había extraído. A la caída de la tarde quebró la brisa, y pudimos poco a poco descabezar la punta: a las ocho y media de la noche volvimos a echar el ancla habiendo hecho seis leguas de jornada. El capitán nos dijo que aquel punto desolado era el Cabo Catoche, el memorable sitio del continente de América en que los españoles habían desembarcado por la primera vez, "al cual aproximándonos, dice Bernal Díaz del Castillo, vimos como a la distancia de dos leguas una gran ciudad, que por su tamaño, que excedía a cualquier otra de la isla de Cuba, llamamos Gran Cairo". Los españoles desembarcaron para dirigirse a ella, y al pasar por una espesa floresta, fueron atacados por los indios, que se hallaban emboscados. "Cerca de este sitio de la emboscada, añade el historiador, había tres edificios de cal y canto, dentro de los cuales estaban unos ídolos de barro de diabólica apariencia". Sin embargo, los geógrafos y navegantes han señalado varias y diferentes localidades a este punto memorable, y es acaso incierta su verdadera posición. Al amanecer hicímonos otra vez a la vela, y muy pronto llegamos enfrente de Boca-nueva, que es la entrada de un paso entre la isla y la tierra firme, más conocida por los pescadores bajo el nombre de Boca de Iglesia por las ruinas de una iglesia visible aún a larga distancia. Esta iglesia era uno de los objetos que yo intentaba visitar, y precisamente por eso preferimos hacer el viaje en canoa, teniendo la proporción de haberlo verificado en la balandra de don Vicente Albino; pero nuestro patrón nos dijo que, a pesar del poquísimo calado de la embarcación, no podíamos acercarnos a menos distancia que la de una legua, que mediaba entre ella y la playa una llanura pantanosa, y que no podíamos tocar tierra nadando. Díjonos también, y eso va lo sabíamos de otras personas y así lo creíamos, que la tal iglesia era obra española y se hallaba entre las ruinas de un pueblo español destruido por los bucaneros o, según se explicaba el patrón, por los piratas ingleses. A pesar de que el viento estaba a la cabeza, para no perder ventaja hicímonos de la vuelta de fuera y nos dirigimos a la isla de Contoy. Era ya de noche cuando anclamos, y desde luego comenzaron nuestros trabajos por la falta de agua; los cascos que teníamos a bordo estaban impregnados del sabor y olor de aguardiente, y el agua se había maleado. En medio de la oscuridad descubrimos la silueta de un rancho desolado: nuestra gente fue a tierra, moviéndose en todas direcciones con teas encendidas en la mano, lo cual les daba una apariencia verdaderamente pirática, pero no encontraron agua. Antes de amanecer nos levantó el graznido de los pájaros marinos; en la media luz de la madrugada, la isla parecía cubierta de un palio movible, y el aire estaba estrepitoso con los clamores de los pájaros; pero, desgraciadamente para el doctor Cabot, teníamos muy buen viento y no le fue posible acudir a cogerlos en los nidos. La costa era ruda, áspera y salvaje, interrumpida de trecho en trecho por algunas pintorescas y pequeñas bahías. Antes de rematar la punta de la isla, el doctor Cabot cazó dos pelícanos, y, cuando nuestra canoa maniobró para tomarlos a bordo, parecía por cierto un navío de setenta y cuatro. A las once de la mañana llegamos a "Isla de Mujeres". muy conocida en aquella región como la guarida del pirata Lafitte. Monsieur Lafitte, como le llamaba el patrón, ostentó en aquella parte un carácter muy bueno; y fue siempre benevolente para con los pobres pescadores, a quienes pagaba muy bien cuanto les tomaba. A corta distancia de la punta se halla una pequeña bahía en donde tenía la costumbre de guarecerse su escuadrilla; la boca era estrecha y protegida de unos lechos de rocas, en que, según daba testimonio el patrón, Lafitte colocaba sus baterías de resguardo constantemente. En la otra punta de la isla, tuvimos en lontananza la vista de uno de aquellos edificios de piedra que nos habían inducido a emprender este viaje de la costa. Mientras que estábamos mirándole desde la proa de nuestra embarcación, el patrón, que hasta allí había estado junto a mí, se separó, tomó un arpón y, haciendo seña al timonel para marcarle la dirección, fuimos a dar en silencio sobre una gran tortuga aparentemente dormida, que debió sin duda despertar sorprendida al encontrarse con tres o cuatro pulgadas de acero frío en el cuerpo. El patrón y los marineros contemplaban aquella pesca con el mismo interés con que se habrían hallado un talego de pesos. Tres clases de tortugas habitan esos mares: el cahuamo, cuyos huevos se comen y de cuya grasa se hace uso, vendiéndose después la concha a razón de dos reales la libra; la tortuga, cuya carne y huevos se comen y también produce grasa; y, por último, el carey, cuya concha se vende a razón de diez pesos la libra. De esta clase, que es bastante rara, era precisamente la que habíamos encontrado. Siento mucho hacer desaparecer las felices ilusiones de alguno, pero, según dicen los pescadores, la tortuga que forma las delicias de los gastrónomos es de la peor clase que se conoce, que no merece siquiera cogerse ni aun por la concha, y que por lo mismo se le deja ir viva cuando cae en manos de los pescadores. Nuestro patrón nunca había comido la carne del carey; pero se le mata por la concha y comen la carne los pescadores de buen tono. Yo entré al instante en negociaciones con el patrón para comprarle la concha del carey muerto, las láminas exteriores de ésta, que son ocho en número, son las que tienen valor: estimaba su peso en cuatro libras, que se pagaban en Campeche, según él, a diez pesos libra; pero era un buen camarada de viaje, y me cedió la concha por dos libras y media solamente y a razón de ocho pesos la libra. Después tuve la satisfacción de saber que sólo había yo pagado el doble de su valor corriente, y no el triple o el cuádruplo como pudiera haber sucedido. Por la tarde hicimos rumbo hacia la tierra firme, pasando por la isla de Kancum, que es una faja de tierra cubierta de médanos y de algunos edificios de piedra que aún se ven. Toda esta costa está cubierta de arrecifes de rocas con uno u otro estrecho canal, que permite paso a las canoas, para entrar a buscar abrigo; pero de noche es muy peligroso pretenderlo. Nosotros teníamos muy buen viento; mas como el punto próximo se hallaba todavía a bastante distancia, el patrón determinó anclar a las cuatro de la tarde a sotavento de la Punta-Nizuc. Inmediatamente bajamos a tierra en busca de agua, y sólo hallamos un charco muy lodoso en que el agua estaba tan salada, que no podía beberse; y, sin embargo, era más soportable todavía que la que teníamos a bordo. Teníamos tiempo para bañarnos, y mientras nos preparábamos a ello vimos dos grandes tiburones, que se hallaban a cuatro o cinco pies de profundidad en el agua, y tan patentes, que hasta sus fierísimos ojos se veían. Vacilábamos algún tanto; pero el calor y el confinamiento en la canoa nos hacía necesario el baño: estacionamos a Albino de centinela en la proa para dar la señal de alarma, y nos arrojamos al agua. Después dimos un paseo por la costa para recoger conchas; pero al anochecer retrocedimos a toda prisa huyendo de los nativos de aquella tierra, de los numerosos enjambres de mosquitos, que nos perseguían con el mismo espíritu sangriento que animaba a los indios de esta costa, cuando persiguieron a los españoles. Recogimos nuestro cable y la enorme piedra que nos servía de ancla, y fuimos a fondear a alguna distancia de la costa con las más terribles aprensiones por la noche que se nos esperaba; pero afortunadamente nos escapamos de la plaga. Al amanecer el siguiente día volvimos a ponernos a la vela, y con un viento fuerte y favorable hicimos rumbo hacia la isla de Cozumel. Muy pronto, y encontrándonos comparativamente en alta mar, empezamos a sentir la molestia y aun la inseguridad de nuestra embarcación. Reventaban las olas sobre nosotros, bañándonos completamente, mojando el equipaje e impidiendo materialmente a Bernardo sus trabajos culinarios. Cerca de las cuatro de la tarde arribamos a la costa de la isla de Cozumel, y allí por la vez primera hicimos un descubrimiento que no dejó de desconcertarnos, y era que nuestro patrón no conocía la costa de aquella isla. Toda ella estaba rodeada de arrecifes: sólo había uno u otro paso libre por medio de canales, y tenía miedo de penetrar por ninguno de ellos. Nuestro plan era desembarcar en el rancho de don Vicente Albino, y el patrón no sabía en dónde estaba ese rancho. Era va demasiado tarde para buscarlo; y, haciéndose a la vela a un largo hasta que vio un paso entre los arrecifes, metió en él la canoa y entonces dejó caer su enorme piedra que le servía de ancla, pero a alguna distancia de la playa. En la parte exterior del arrecife se veían los restos de un bergantín naufragado en aquellos escollos: su costillar velaba sobre las olas y nadie sabía cuál fue el destino de su tripulación. A la siguiente mañana, después de mucho tiempo empleado en navegar a tientas, hubimos de descubrir como a la distancia de tres millas el rancho de don Vicente Albino. Aquí encontramos una fuerte corriente, acaso de cuatro millas por hora, y, ciñendo demasiado el viento, descubrimos en un momento que la canoa "El Sol" no presentaba probabilidad de hacer un brillante camino aquel día. Al fin, recogimos las velas, nos agarramos de unos palos, con cuyo auxilio, después de dos horas de recias labores, llegamos a la pequeña bahía de San Miguel, en donde estaba el rancho de don Vicente Albino. El desmonte que se veía alrededor era el único de la isla: todo el resto de ella estaba cubierto de una espesa floresta. La bahía tenía una playa arenosa que se extendía por alguna distancia hasta una punta rocallosa, pero aun allí el agua aparecía con aquel color pálido que indica la presencia de arrecifes submarinos. En caso de que soplase un norte, aquel anclaje no era nada seguro: el Sol podía ser destrozado contra las rocas; por lo mismo el capitán quería dejarnos en tierra e ir a buscar a otra parte algún abrigo mejor; pero hicimos a esto algunas objeciones, y por de pronto le encargamos que pegase a tierra lo más que le fuese posible. En pie sobre la proa, y saltando con el auxilio de nuestros palos, hubimos por fin de hacer tierra en la desolada isla de Cozumel. Sobre la línea de la ribera se presentaba una suave cuesta, sobre la cual habían varias cabañas construidas de madera y techadas de hojas de palma: una de ellas era cómoda y espaciosa, dividida en departamentos, y contenía algunas mesas y asientos toscos, como si estuviesen preparados para nuestra inmediata recepción. Detrás de la casa existía el cerco de una huerta toda cubierta de abrojos y arbustos, pero que contenía una gran cantidad de tomates maduros, y que parecían estar clamando porque se les echase en la sopa de tortuga que se preparaba a bordo de nuestra canoa. Este rancho fue primitivamente establecido por el pirata Molas, quien escapándose de la muerte en Mérida marchó allí a refugiarse. Logró llevar consigo a su mujer, sus hijos y unos cuantos indios, y por muchos años nada se supo de su paradero. Entretanto, puso en el astillero la quilla de una balandra, terminola con sus propias manos, la llevó a Belice y allí la vendió. Nuevos motivos de existencia se le presentaron, y, considerándose como ya olvidado hasta cierto punto, se dirigió otra vez a la tierra firme y abandonó la isla a su propia soledad. Después de Molas, don Vicente Albino acometió la empresa de establecer en ella un rancho para el cultivo del algodón, y se vio súbitamente interrumpido en ella por habérsele amotinado los indios, intentando asesinarlo. Justamente acababa de regresar de su última visita, cuando le encontramos en Yalahau, llevando consigo toda su propiedad y dejando por únicos poseedores de la isla a cinco perros. Después de él vino un extranjero a ocuparla toda, no siendo otro que nuestro antiguo amigo Mr. George Fisher, aquel ciudadano del mundo introducido al conocimiento del lector, y que desde nuestra separación en Mérida había consumado la historia de su vida errante, haciéndose comprador de seis leguas de la isla, la había visitado, fijado cruces a lo largo de la playa y se hallaba a punto de realizar una grande empresa, que era la de hacer conocer al mundo comercial la solitaria isla de Cozumel. Nuestra toma de posesión fue extraordinariamente excitante. Además de que era un inmenso consuelo escaparse de la prisión de la canoa, la situación presentaba una vista del mar y se distinguían en lontananza las costas de la tierra firme de Yucatán. Una multitud de troncos de árboles habían quedado en pie después del desmonte, y Molas había plantado naranjos y cocoteros. El sitio tenía una especie de aspecto pirático: en la cabaña existían puertas y mamparos de algún bajel naufragado, maderos labrados, baldes, fragmentos de cables, vasos, redes de pescar, velas de barco y dos escotillas, todo lo cual estaba disperso sobre el terreno. Pero, sobre todo, el primer objeto que descubrimos y que daba un bello encanto a un árido banco de arena, un pozo de pura y abundante agua, sobre el cual caímos en el momento de desembarcar, e hicimos casi lo mismo que aquel soldado español de la expedición de Córdova, quien bebió agua hasta reventar y morir. Además del consuelo que presentaba este pozo, tenía mayor interés porque nos aseguraba que nuestra visita no sería inútil. A la primera ojeada, vimos en él la obra de los mismos constructores con cuyo trabajo en la tierra firme estábamos ya tan familiarizados, siendo lo mismo que las cámaras subterráneas de Uxmal construidas en forma de media naranja; pero más grande la boca y en la parte interior. Daba sombra a este pozo un gran cocotero; colocamos bajo de él una de las escotillas, y sentándonos en unos zoquetes de madera, nos hicimos servir una sopa de la tortuga que había terminado su destino a bordo de la canoa. Con nuestras escopetas arrimadas a los árboles, prolongada la barba y vestidos en traje de marineros, presentábamos un trío de aspecto acaso más piratuno que el de los piratas en alta mar. Por la tarde dimos un paseo por el desmonte, que estaba cubierto de un hermoso plantío de algodón, que valía, según nuestro capitán, algunos centenares de pesos, y cuyos frutos abiertos ya dejaban escapar las motas, indicando que el rancho había sido abandonado a la ligera sin curarse de preservar la propiedad. Cerca del anochecer recorrimos la playa en una gran distancia, cogiendo conchas, y por la noche fuimos a mecernos cómodamente en nuestras hamacas.
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CAPÍTULO XIX Del origen de los Ingas, señores del Pirú, y de sus conquistas y victorias Por mandado de la Majestad Católica del rey D. Felipe, nuestro señor, se hizo averiguación con la diligencia que fue posible, del origen y ritos, y fueros de los ingas, y por no tener aquellos indios escrituras, no se pudo apurar tanto como se deseara. Mas por sus quipos y registros, que como está dicho les sirven de libros, se averiguó lo que aquí diré. Primeramente en el tiempo antiguo, en el Pirú, no había reino ni señor a quien todos obedeciesen; mas eran behetrías y comunidades, como lo es hoy día el reino de Chile, y ha sido cuasi todo lo que han conquistado españoles en aquellas Indias Occidentales, excepto el reino de México, para lo cual es de saber que se han hallado tres géneros de gobierno y vida en los indios. El primero y principal, y mejor, ha sido de reino o monarquía, como fue el de los Ingas, y el de Motezuma, aunque éstos eran en mucha parte, tiránicos. El segundo es de behetrías o comunidades, donde se gobiernan por consejo de muchos, y son como consejos. Éstos, en tiempo de guerra, eligen un capitán, a quien toda una nación o provincia obedece. En tiempo de paz, cada pueblo o congregación se rige por sí, y tiene algunos principalejos a quienes respeta el vulgo; y cuando mucho, júntanse algunos de éstos en negocios que les parecen de importancia, a ver lo que les conviene. El tercer género de gobierno es totalmente bárbaro, y son indios sin ley, ni rey, ni asiento, sino que andan a manadas como fieras y salvajes. Cuanto yo he podido comprender, los primeros moradores de estas Indias, fueron de este género, como lo son hoy día gran parte de los brasiles, y los chiriguanas y chunchos, e yscaycingas y pilcozones, y la mayor parte de los floridos, y en la Nueva España todos los chichimecos. De este género, por industria y saber de algunos principales de ellos, se hizo el otro gobierno de comunidades y behetrías, donde hay alguna más orden y asiento, como son hoy día los de Arauco y Tucapel en Chile, y lo eran en el Nuevo Reino de Granada, los moscas, y en la Nueva España algunos otomites, y en todos los tales se halla menos fiereza y más razón. De este género, por la valentía y saber de algunos excelentes hombres, resultó el otro gobierno más poderoso y próvido de reino y monarquía que hallamos en México y en el Pirú. Porque los ingas, sujetaron toda aquella tierra, y pusieron sus leyes y gobierno. El tiempo que se halla por sus memorias haber gobernado, no llega a cuatrocientos años, y pasa de trescientos, aunque su señorío por gran tiempo no se extendió más de cinco o seis leguas alderredor del Cuzco. Su principio y origen fue del valle del Cuzco, y poco a poco fueron conquistando la tierra que llamamos Pirú, pasado Quito hasta el río de Pasto, hacia el Norte, y llegaron a Chile hacia el Sur, que serán cuasi mil leguas en largo. Por lo ancho hasta la mar del Sur, al Poniente, y hasta los grandes campos de la otra parte de la cordillera de los Andes, donde se ve hoy día y se nombra el Pucará del Inga, que es una fuerza que edificó para defensa hacia el Oriente. No pasaron de allí los ingas, por la inmensidad de aguas, de pantanos, y lagunas y ríos que de allí corren. Lo ancho de su reino no llegará a cien leguas. Hicieron estos ingas, ventaja a todas las otras naciones de la América, en policía y gobierno, y mucho más en armas y valentía; aunque los cañaris, que fueron sus mortales enemigos y favorecieron a los españoles, jamás quisieron conocerles ventaja, y hoy día, moviéndose esta plática, si les soplan un poco, se matarán millares sobre quien es más valiente, como ha acaecido en el Cuzco. El título con que conquistaron y se hicieron señores de toda aquella tierra, fue fingir que después del Diluvio Universal, de que todos estos indios tenían noticia, en estos ingas que se había recuperado el mundo, saliendo siete de ellos de la cueva de Pacaritambo, y que por eso les debían tributo y vasallaje todos los demás hombres, como a sus progenitores. Demás de esto, decían y afirmaban que ellos solos tenían la verdadera religión, y sabían cómo había de ser Dios servido y honrado, y así habían de enseñar a todos los demás; en esto es cosa infinita el fundamento que hacían de sus ritos y ceremonias. Había en el Cuzco más de cuatrocientos adoratorios, como tierra santa, y todos los lugares estaban llenos de misterios. Y como iban conquistando, así iban introduciendo sus mismas guacas, y ritos en todo aquel reino. El principal a quien adoraban, era el Viracocha Pachayachachic, que es el creador del mundo, y después de él, al sol, y así el sol como todas las demás guacas, decían que recibían virtud y ser del Creador, y que eran intercesores con él.
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Capítulo XIX Que trata del valle del Guasco y de las cosas que tiene y de los indios y sus costumbres Del valle de Copiapó hasta el valle del Guasco hay treinta leguas. Es del temple de Copiapó. Pasa por él un río mayor que el de Copiapó. Es valle más ancho. De que entra en la mar el río va recogiendo e tiene poco ancho el valle. Tenía este valle en esta sazón ochocientos indios. Había en él dos señores que se llamaban Sangotay, éste era el principal señor. Hay los árboles que en el Copiapó tengo dicho, que es algarrobos y chañares e salces e de aquellos cardones. Fueron conquistados de los ingas. Andan bien vestidos de lana y de algodón, aunque no se coge mucho. Y hasta este valle es la tierra que no llueve de la constelación que es desde Tumbes, como tengo dicho. Cójese maíz e frísoles e quinoa y zapallos, que es una manera de calabazas salvo ser redondas y grandes; son verdes e amarillos cuando están maduros, hacen corteza e tiénense todo el año en casa; es buen mantenimiento. Cójese ají. Por las acequias hay hierbas de nuestra España que son cerrajas e apio y hierba mora y llantén e verbena y de otras maneras de hierbas. Estos indios difieren de la lengua de Copiapó como vizcaínos e navarros. Sus armas son flechas e las galgas que tengo dicho, aunque estas galgas son generales entre todas las naciones de los indios. No tienen ídolos ni casa de adoración. Los ritos y ceremonias de estos indios son los de Copiapó. Es gente de buen cuerpo e belicosos y ellas de buen parecer. Sus fiestas y regocijos es juntarse, e allí beben del vino que hacen arteficial del algarroba y maíz, y allí se embriagan. No lo tienen por deshonra. Es general.
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De la desastrada e infeliz muerte del emperador Ixtlilxóchitl Viéndose Ixtlilxóchitl tan desamparado de los suyos, dejó a todos los de su casa y familia en el bosque de Chicuhnayocan, y con solo dos capitanes, que el uno se decía Totocahuan, natural de Papalotlan, y el otro llamado Cozámatl, y su hijo el príncipe Nezahualcoyotzin, se fue hacia una barranca profunda que se dice Queztláchac, junto de la cual estaba un árbol grande caído, que debajo de sus raíces hizo noche, y al salir el sol el día siguiente, que fue en el que ellos llaman matlactli cozcacuahtli, a los nueve días de su décimo mes llamado ochpanaliztlique, que fue a los veinticuatro de septiembre del año atrás referido llegó a él muy apresurado un soldado de las espías que tenía, puestos, llamado Tezcacoácatl, diciéndole cómo por aquellas lomas había descubierto que venía cantidad de gente armada a gran priesa. Ixtlilxóchitl viéndose ya cercano a la muerte, y que le era fuerza el venir a las manos con sus enemigos, les dijo a los pocos de sus soldados que allí estaban con él, que procurasen escaparse con las vidas, que él no podía hacer menos sino morir hecho pedazos en manos de sus enemigos; y luego llamó al príncipe y le dijo con muy sentidas y tiernas palabras: "hijo mío muy amado, brazo de león, Nezahualcóyotl ¿a dónde te tengo de llevar que haya algún deudo o pariente que te salga a recibir? Aquí ha de ser el último día de mis desdichas, y me es fuerza el partir de esta vida; lo que te encargo y ruego es, que no desampares a tus súbditos y vasallos, ni eches en olvido de que eres chichimeca, recobrando tu imperio, que tan injustamente Tezozómoc te tiraniza, y vengues la muerte de tu afligido padre; y que has de ejercitar el arco y las flechas; sólo resta que te escondas entre estas arboledas porque no con tu muerte inocente se acabe en ti imperio tan antiguo de tus pasados". Fueron tantas las lágrimas que los ojos vertían de hijo y padre, que de ninguna manera pudieron hablarse más, y habiéndose abrazado tiernamente, el príncipe se apartó de su padre y se fue a un árbol muy copado, dentro de cuyas ramas se estuvo allí escondido, y desde donde vio el fin y desastrada muerte de su padre: el cual salió al encuentro de los enemigos (que los más eran de las provincias de Otompan y Chalco, que venían con los tiranos tepanecas, a quienes había hecho muchas mercedes y favores poco tiempo antes), y embistiendo con ellos, Peleó un gran rato, matando algunos de ellos, hasta que cayo en tierra muerto, pasado su cuerpo por muchas partes con lanzas que llevaban; y reconociendo que bajaban muchos soldados a favorecerle, se contentaron con dejarlo muerto y se fueron a gran priesa por la vía de Otompan; y Totocahuan, uno de los capitanes, fue el primero que levantó a su rey y señor, y comenzó a hacer una lamentación hablando con el cuerpo difunto diciéndole: "¡oh Ome Tochtli Ixtlilxóchitl, ya llegó el fin de tus desdichas y principio de tu descanso; empiece ya el llanto de todo tu imperio, y goce de su orfandad y orbación pues hoy te falta su luz y padre: sólo me pesa en dónde irá a parar el niño Acolmiztli Nezahualcóyotl, mi príncipe y señor, y con él sus leales y desdichados vasallos". Y habiendo hecho este apóstrofe y parlamento al cuerpo de su rey y señor, lo comenzó a amortajar, y entre los que fueron llegando, fue un caballero llamado Quetláchac, en la parte más acomodada que vieron, aderezaron lo mejor que pudieron un estrado y asiento real, en donde pusieron el cuerpo del gran Ixtlilxóchitl, y aquella noche estuvieron con él, hasta que otro día al amanecer lo quemaron, que fue en el que llaman matalactlioceolin, y sus cenizas las guardaron hasta que fuese tiempo de colocarlas en el lugar conveniente a su persona y calidad. Duraron estas últimas guerras de los tepanecas tres años y doscientos setenta y tres días, siendo de edad el príncipe Nezahualcoyotzin de quince años y doscientos días, y jurado y recibido por su señor del imperio chichimeca. Ixtlilxóchitl fue el primer emperador chichimeca que se enterró con semejantes exequias, que es conforme a los ritos y ceremonias de los tultecas.
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Quiénes eran castigados por las leyes y de qué manera se procedía en contra de los malhechores Eran de verse las cárceles, bajas, manando humedad, llenas de tinieblas y de horror para que por terror a ellas los ciudadanos se apartaran de un torpe género de vida. Los sometidos a juicio, si se les exigía juramento sobre alguna cosa, tocaban la tierra con el dedo y después su lengua, como si llamaran a la tierra, madre de todos, como testigo de aquellas cosas que afirmaban o como si pusiesen a los dioses por testigos de que la tierra les fuese grave si jurasen en falso. A veces nombraban al dios del crimen de que eran acusados. Era costumbre rapar al juez o al senador quienquiera que fuese, convicto de cohecho, o que recibiese presentes de los litigantes o de los reos, y era arrojado con gran deshonra de su asiento como indigno del consorcio de tan gran senado, lo cual era para él una pena gravísima, y casi más grave y más atroz que la misma muerte, aun cuando al fin se le cortara la cabeza. Eran condenados a muerte el homicida, la mujer que procurara el aborto, el adúltero, a quien se le aplastaba la cabeza con una piedra, y el ladrón, siempre que su robo fuera algo grave o reiterado a menudo. También el traidor a la república o al rey y varón que era aprehendido vestido de mujer o a la mujer de varón. También el que provocase a otro fuera del lugar o tiempo de guerra, o que cometiera sodomía agente o paciente. Además los cautivos en la guerra (como dijimos) eran hechos esclavos o inmolados a los dioses los días festivos. También los bebedores de vino, a no ser que pasaran de los setenta años o que se hubiesen emborrachado en alguna de las fiestas durante las cuales era permitido. También los mentirosos. Asimismo los consagrados al Calmecac eran estrangulados con una cuerda si alguna vez se les encontraba ebrios, o culpable de algún incesto o pecado impúdico. Se castigaba también duramente a los que durante los días festivos se dedicaran a algún trabajo y no concurrieran a los oficios sagrados, o descuidaran exhibir los dones que se acostumbraba ofrecer a los dioses, y además cualquiera que faltara a su religión, que tenía que ser observada estrictamente y sin falta. Eran castigados así mismo los venéficos, los maldicientes o los que ofendieran o acecharan la vida, la fortuna o la fama de otro. La manera de castigar a los malhechores era como sigue: si algún plebeyo perpetraba un crimen capital era mandado encerrar y detener al punto en la cárcel en una jaula de madera, hasta que al final, esclarecida suficientemente la culpa y convicto del crimen, se le cortaba la cabeza; pero si por fortuna acaecía que el juez fuera propicio y amigo, dilataba la muerte y el reo se esforzaba en urdir según su ingenio, alguna traza útil a la república o grata al rey, en gracia de la cual, fuese arrancado a la muerte que por instantes le amenazaba (tal en verdad era la costumbre), pero con esta condición, que después fuese esclavo del rey, y perseverase en el ejercicio de su arte y que le sirviera todos los años que le quedaran de vida. Si fuese varón noble el que hubiese cometido un crimen digno de muerte, los pretores, por mandato del senado, lo detenían en el propio palacio del acusado, hasta que la culpa fuese exactamente conocida y vista y escrita en letras jeroglíficas y entonces se le presentaba primero a los jueces y por fin a los reyes. Si era considerado digno de muerte, era estrangulado dentro de su casa, pero si la culpa era algo menor, se le mandaba que sirviera a su costa al rey en la guerra por tanto tiempo cuanto se consideraba corresponder a la gravedad del crimen. Todo esto se hacía en el más profundo arcano y secreto. No era menor la observancia y la reverencia hacia los senadores, a los cuales sin embargo se permitía suplicar que fuera decretada con brevedad la pena de que el reo fuera digno.
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CAPÍTULO XIX De los hechos de Autzol, octavo rey de México Entre los cuatro electores de México, que como está referido daban el reino con sus votos a quien les parecía, había uno de grandes partes llamado Autzol; a éste dieron los demás sus votos, y fue su elección en extremo acepta a todo el pueblo, porque demás de ser muy valiente, le tenían todos por afable y amigo de hacer bien, que en los que gobiernan es principal parte para ser amados y obedecidos. Para la fiesta de su coronación, la jornada que le pareció hacer, fue ir a castigar el desacato de los de Quaxutatlan, provincia muy rica y próspera que hoy día es de lo principal de Nueva España. Habían éstos salteado a los mayordomos y oficiales, que traían el tributo a México, y alzádose con él; tuvo gran dificultad en allanar esta gente, porque se habían puesto donde un gran brazo de mar impedía el paso a los mexicanos, para cuyo remedio, con extraño trabajo e invención hizo Autzol fundar en el agua una como isleta hecha de fajina y tierra, y muchos materiales. Con esta obra pudo él y su gente pasar a sus enemigos y darles batalla, en que les desbarató, y venció y castigó a su voluntad, y volvió con gran riqueza y triunfo, a México, a coronarse según su costumbre. Extendió su reino con diversas conquistas Autzol, hasta llegarle a Guatimala, que está trescientas leguas de México; no fue menos liberal que valiente: cuando venían sus tributos (que como está dicho, venían con grande aparato y abundancia), salíase de su palacio, y juntando donde le parecía todo el pueblo, mandaba llevasen allí los tributos; a todos los que había necesitados y pobres, repartía allí ropa y comida, y todo lo que habían menester, en gran abundancia. Las cosas de precio como oro, plata, joyas, plumería y preseas, repartíalas entre los capitanes, y soldados y gente que le servía, según los méritos y hechos de cada uno. Fue también Autzol, gran republicano, derribando los edificios mal puestos y reedificando de nuevo muchos suntuosos. Pareciole que la ciudad de México gozaba poca agua, y que la laguna estaba muy cenagosa, y determinose echar en ella un brazo gruesísimo de agua, de que se servían los de Cuyoacán. Para el efecto, envió a llamar al principal de aquella ciudad, que era un famosísimo hechicero, y propuesto su intento el hechicero, le dijo que mirase lo que hacía, porque aquel negocio tenía gran dificultad, y que entendiese que si sacaba aquella agua de madre y la metía en México, había de anegar la ciudad. Pareciéndole al rey eran excusas para no hacer lo que él mandaba, enojado le echó de allí. Otro día envió a Cuyoacán, un alcalde de corte a prender al hechicero, y entendido por él a lo que venían aquellos ministros del rey, les mandó entrar, y púsose en forma de una terrible águila, de cuya vista, espantados se volvieron sin prenderle. Envió otros enojado Autzol, a los cuales se les puso en figura de tigre ferocísimo, y tampoco éstos osaron tocarle. Fueron los terceros, y halláronle hecho sierpe horrible, y temieron mucho más. Amostazado el rey de estos embustes, envió amenazar a los de Cuyoacán, que si no le traían atado aquel hechicero, haría luego asolar la ciudad. Con el miedo de esto, o él de su voluntad, o forzado de los suyos, en fin fue el hechicero, y en llegando, le mandó dar garrote. Y abriendo un caño por donde fuese el agua a México, en fin salió con su intento, echando grandísimo golpe de agua en su laguna, la cual llevaron con grandes ceremonias y superstición, yendo unos sacerdotes e inciensando a la orilla; otros sacrificando codornices y untando con su sangre el bordo del caño; otros tañendo caracoles y haciendo música al agua, con cuya vestidura (digo de la diosa del agua), iba revestido el principal, y todos saludando al agua y dándole la bienvenida. Así está todo hoy día pintado en los Anales Mexicanos, cuyo libro tienen en Roma, y está puesto en la Sacra Biblioteca o librería Vaticana, donde un padre de nuestra Compañía que había venido de México, vio ésta y las demás historias, y las declaraba al bibliotecario de su Santidad, que en extremo gustaba de entender aquel libro que jamás había podido entender. Finalmente, el agua llegó a México; pero fue tanto el golpe de ella, que por poco se anegara la ciudad, como el otro había dicho, y en efecto arruinó gran parte de ella. Mas a todo dio remedio la industria de Autzol, porque hizo sacar un desaguadero por donde aseguró la ciudad, y todo lo caído, que era ruin edificio, lo reparó de obra fuerte y bien hecha, y así dejó su ciudad cercada toda de agua, como otra Venecia, y muy bien edificada. Duró el reinado de éste, once años, parando en el último y más poderoso sucesor de todos los mexicanos.
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De los ritos y sacrificios que estos indios tienen y cuán grandes carniceros son de comer carne humana Las armas que tienen estos indios son dardos, lanzas, hondas, tiraderas con sus estalocisa99; son muy grandes voceadores; cuando van a la guerra llevan muchas bocinas y atambores y flautas y otros instrumentos. En gran manera son cautelosos y de poca verdad, ni la paz que prometen sustentan. La guerra que tuvieron con los españoles se dirá adelante en su tiempo y lugar. Muy grande es el dominio y señorío que el demonio, enemigo de natura humana, por los pecados de aquesta gente sobre ellos tuvo, permitiéndolo Dios; porque muchas veces era visto visiblemente por ellos. En aquellos tablados tenían muy grandes manojos de cuerdas de cabuya, a manera de crizneja (la cual nos aprovechó para hacer alpargates), tan largas que tenían a más de cuarenta brazas cada una de aquestas sogas; de lo alto del tablado ataban los indios que tomaban en la guerra por los hombros y dejábanlos colgados, y a algunos dellos les sacaban los corazones y los ofrecían a sus dioses, al demonio, a honra de quien se hacían aquellos sacrificios, y luego, sin tardar mucho, comían los cuerpos de los que ansí mataban. Casa de adoración no se ha visto ninguna, más de que en las casas o aposentos de los señores tenían un aposento muy esterado y aderezado; en Paucora vi yo uno destos oratorios, como adelante diré; en lo secreto dellos estaba un retrete100, y en él había muchos encensarios de barro, en los cuales, en lugar de encienso, quemaban ciertas hierbas menudas; yo las vi en la tierra de un señor desta provincia, llamado Yayo, y eran tan menudas que casi no salían de la tierra; unas tenían una flor muy negra y otras la tenían blanca; en el olor parescían a verbena; y éstas, con otras resinas, quemaban delante de sus ídolos; y después que han hecho otras supersticiones viene el demonio, el cual cuentan que les aparesce en figura de indio y los ojos muy resplandecientes, y a los sacerdotes o ministros suyos daba la respuesta de lo que preguntaban y de lo que querían saber. Hasta agora en ninguna destas provincias están clérigos ni frailes, ni osan estar, porque los indios son tan malos y carniceros que muchos han comido a los señores que sobre ellos tenían encomienda; aunque cuando van a los pueblos de los españoles los amonestan que dejen sus vanidades y costumbres gentílicas y se alleguen a nuestra religión, recibiendo agua de baptismo; y permitiéndolo Dios, algunos señores de las provincias desta gobernación se han tornado cristianos, y aborrecen al diablo y escupen de sus dichos y maldades. La gente desta provincia de Arma son de medianos cuerpos, todos morenos; tanto, que en la color todos los indios y indias destas partes (con haber tanta multitud de gentes que casi no tienen número, y tan gran diversidad y largura de tierra) parece que todos son hijos de una madre y de un padre; las mujeres destos indios son de las feas y sucias que yo vi en todas aquellas comarcas; andan ellas y ellos desnudos, salvo que para cubrir sus vergüenzas se ponen delante dellas unos maures tan anchos como un palmo y tan largos como palmo y medio; con esto se atapan la delantera, lo demás todo anda descubierto. En aquel tierra no ternán los hombres deseo de ver las piernas a las mujeres, pues que agora haga frío o sientan calor nunca las atapan; algunas de las mujeres andan tresquiladas, y lo mismo sus maridos. Las frutas y mantenimientos que tienen es maíz y yuca y otras raíces muchas y muy sabrosas, algunas guayabas y paltas y palmas de los pixivaes. Los señores se casan con las mujeres que más les agradan; la una destas se tiene por la más principal; y los demás indios cásanse unos con hijas y hermanas de otros, sin orden ninguna, y muy pocos hallan las mujeres vírgenes; los señores pueden tener muchas, los demás a una y a dos y a tres, como tiene la posibilidad; en muriéndose los señores o principales, los entierran dentro en sus casas o en lo alto de los cerros, con las cerimonias y lloros que acostumbran, los que de suso he dicho; los hijos heredan a los padres en el señorío y en las casas y tierras; faltando hijo, lo hereda el que lo es de hermana, y no del hermano. Adelante diré la causa por que en la mayor parte destas provincias heredan los sobrinos hijos de la hermana, y no del hermano, según yo oí a muchos naturales dellas, que es causa que los señoríos o cacicazgos se hereden por la parte femenina y no por la masculina101. Son tan amigos de comer carne humana estos indios que se ha visto haber tomado indias tan preñadas que querían parir, y con ser de sus mismos vecinos, arremeter a ellas y con gran presteza abrirles el vientre con sus cuchillos de pedernal o de caña y sacar la criatura; y habiendo hecho gran fuego, en un pedazo de olla tostarlo y comerlo luego, y acabar de matar la madre, -y con las inmundicias comérsela con tanta priesa, que era cosa de espanto. Por los cuales pecados y otros que estos indios cometen ha permitido la divina Providencia que, estando tan desviados de nuestra región de España que casi parece imposible que se pueda andar de una parte a otra, hayan abierto caminos y carreras por la mar tan larga del Océano y llegado a sus tierras, a donde solamente diez o quince cristianos que se hallan juntos acometen a mil, a diez mil dellos, y los vencen y subjetan; lo cual también creo no venir por nuestros merescimientos, pues somos tan pecadores, sino por querer Dios castigarlos por nuestra mano, pues permite lo que se hace. Pues volviendo al propósito, estos indios no tienen creencia, a lo que yo alcancé, ni entienden más de lo que permite Dios que el demonio les diga. El mando que tienen los caciques o señores sobre ellos no es más de que les hacen sus casas y les labran sus campos, sin lo cual les dan mujeres las que quieren y les sacan de los ríos oro, con que contratan en las comarcas; y ellos se nombran capitanes en las guerras y se hallan con ellos en las batallas que dan. En todas las cosas son de poca constancia; no tienen vergüenza de nada ni saben qué cosa sea virtud, y en malicias son muy astutos unos para con otros. Adelante desta provincia, a la parte de oriente, está la montaña de suso dicha, que se llama de los Andes, llena de grandes sierras; pasada ésta dicen los indios que está un hermoso valle con un río102 que pasa por él, donde (según dicen estos naturales de Arma) hay gran riqueza y muchos indios. Por todas estas partes las mujeres paren sin parteras, y aun por todas las más de las Indias; y en pariendo, luego se van a lavar ellas mismas al río, haciendo lo mismo a las criaturas, y hora ni momento no se guardan del aire ni sereno, ni les hace mal; y veo que muestran tener menos dolor cincuenta destas mujeres que quieren parir que una sola de nuestra nación. No sé si va en el regalo de las unas o en ser bestiales las otras.
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De los cinco soles o edades Los culhuacanenses confiesan que los dioses crearon el mundo; no saben decir por qué razón, pero creen firmemente que después de su principio perecieron cuatro soles, fuera del que ahora rige e ilumina el orbe. Y así dicen que el primer sol se perdió por agua, en la que sumergidos y ahogados habían muerto todos los animales. El segundo por la caída del cielo, por lo cual dicen que los hombres y todo lo que entonces vivía, pereció. Creen firmemente que en ese tiempo habitaban la tierra gigantes, de los cuales quedan hoy huellas y huesos tan grandes que de ellos pueda conjeturarse que su altura era mayor de quince pies. Dicen que el tercer sol se consumió por el fuego y que en aquel tiempo se incendió el universo y toda la gente y todos los animales ardieron. Añaden que el cuarto sol pereció por la fuerza de los vientos y de las tempestades, que en aquel tiempo soplaron con tal ímpetu y violencia que arrancaron los edificios de los cimientos y no perdonaron las estructuras más firmes y despedazaron rocas y otras cosas consideradas inmóviles, las volcaron y devastaron completamente; quedaron sólo los hombres, pero convertidos en monas y cercopitecos. El quinto sol que ahora alumbra al mundo, no saben cómo perecerá, pero dicen que cuando desapareció el cuarto sol, las tinieblas cubrieron el universo mundo y persistieron sobre su faz durante veinticinco años continuos; en el décimo quinto fue generado un varón y en seguida una mujer que le dio hijos y después de otros diez anos apareció el sol engendrado en día de conejo dasípodo, llamado tochtli en la lengua patria. Por lo cual traen el cómputo de sus años desde ese día y figura, y por consiguiente para los que contaban desde ese tiempo hasta el año de milésimo, quincuagésimo, septuagésimo cuarto 1574 su postremo sol había cumplido ochocientos ochenta. De todo lo cual consta que desde hace muchos años usaban jeroglíficos. Y no sólo los usaban desde tochtli, que es el principio del primer año, mes y día del quinto sol, sino que también los usaban en vida de los cuatro soles, pero prudentemente permitían que lo acontecido se olvidara, juzgando que cosas también nuevas deberían seguir el nuevo sol. Cuentan además que tres días después de nacido este quinto sol, murieron todos los dioses, de donde es lícito juzgar, por la propia declaración de ellos, cuáles serían estos dioses que veneraban y de qué manera, corriendo el tiempo, nacieron.
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CAPÍTULO XIX Dan cuenta al visorrey de los casos más notables que en la Florida sucedieron Entre los vecinos y caballeros principales de México que llevaron a los nuestros a hospedar a sus casas acertó el fator Gonzalo de Salazar, de quien al principio de esta historia hicimos mención, a llevar a Gonzalo Silvestre, y hablando con él de muchas cosas acaecidas en este descubrimiento, vinieron a tratar del principio de su navegación y lo que les acaeció la primera noche de ella cuando salieron de San Lúcar: de cómo se vieron los dos generales en peligro de ser hundidos. En este discurso vino a saber el fator que era Gonzalo Silvestre el que había mandado tirar los dos cañonazos que a su nao tiraron por haberse adelantado de la armada y puéstose a barlovento de la capitana, como largamente lo tratamos en el primer libro de esta historia, por lo cual de allí adelante le hizo más honra diciendo que lo había hecho como buen soldado, aunque también dijo que holgara ver al gobernador Hernando de Soto para le hablar sobre lo que aquella noche había pasado. Después supo el fator de otros soldados la buena suerte que Gonzalo Silvestre había hecho en la provincia de Tula, del indio que partió por la cintura de una cuchillada y, viendo la espada, que era antigua, de las que ahora llamamos viejas, se la pidió para ponerla en su recámara por joya de mucha estima. Y, cuando supo que el listón o pendón de martas finas guarnecido de perlas y aljófar que dijimos había ganado en el pueblo donde tomaron comida viniendo por el Río Grande abajo, donde desampararon los caballos por la prisa que los indios les dieron, lo había dado en Pánuco a su huésped en recompensa del hospedaje que le había hecho, le pesó diciendo que, por sólo tener en su recámara una cosa tan curiosa como era el pendón, le diera mil y quinientos pesos por él, porque en efecto era el fator curiosísimo de cosas semejantes. Por otra parte, toda la ciudad de México en común, y el visorrey y su hijo don Francisco de Mendoza en particular, holgaban mucho de oír los sucesos del descubrimiento, y así pedían se los contasen sucesivamente. Admiráronse cuando oyeron contar los tormentos tantos y tan crueles que a Juan Ortiz había dado su amo Hirrihigua y de la generosidad y excelencias de ánimo del buen Mucozo, de la terrible soberbia y braveza de Vitachuco, de la constancia y fortaleza de sus cuatro capitanes y de los tres mozos hijos de señores de vasallos que sacaron casi ahogados de la laguna. Notaron la fiereza y lo indomables que se mostraron los indios de la provincia de Apalache, la huida de su cacique tullido y los casos extraños que en trances de armas en aquella provincia acaecieron, con la muy trabajosa jornada que al ir y volver a ella los treinta caballeros hicieron. Maravilláronse de la gran riqueza del templo de Cofachiqui, de sus grandezas y suntuosidad y abundancia de diversas armas, con la multitud de perlas y aljófar que en él hallaron y la hambre que antes de llegar a él pasaron en los desiertos. Holgáronse de oír la cortesía, discreción y hermosura de la señora de aquella provincia Cofachiqui, y de los comedimientos y grandezas, y el ofrecer su estado el curaca Coza para asiento de los españoles. Espantáronse de la disposición de gigante que el cacique Tascaluza tenía y de la de su hijo, semejante a la de su padre, y de la sangrienta y porfiada batalla de Mauvila y de la repentina de Chicaza, y de la mortandad de hombres y caballos que estas dos batallas hubo, y de la del fuerte de Alibamo. Gustaron de las leyes contra las adúlteras. Dioles pena la necesidad de la sal que los nuestros pasaron y la horrible muerte que la falta de ella les causaba, y la muy larga e inútil peregrinación que hicieron por la discordia secreta que entre los españoles se levantó, de cuya causa dejaron de poblar. Estimaron en mucho la adoración que a la cruz se le hizo en la provincia de Casquin y el apacible y regalado invierno que tuvieron en Utiangue. Abominaron la monstruosa fealdad que los de Tula artificiosamente en sus cabezas y rostros hacen, y la fiereza de sus ánimos y condición semejante a la de sus figuras. Dioles mucho dolor la muerte del gobernador Hernando de Soto. Hubieron lástima de los dos entierros que le hicieron, y, en contrario, holgaban mucho de oír sus hazañas, su ánimo invencible, su prontitud para las armas y rebatos, su paciencia en los trabajos, su esfuerzo y valentía en pelear, su discreción, consejo y prudencia en la paz y en la guerra. Y, cuando dijeron al visorrey la intención que la muerte le atajó de enviar dos bergantines por el Río Grande abajo a pedir socorro a su excelencia y cómo (por lo que ellos vieron navegando hasta la mar) se le pudiera haber dado con mucha facilidad, lo sintió grandemente y culpó mucho al general y capitanes que habían quedado que no hubiesen proseguido y llevado adelante los propósitos del gobernador Hernando de Soto, pues eran en tanto provecho y honra de todos ellos, y afirmaba con grandes juramentos que él mismo fuera el socorro hasta la boca del Río Grande, porque fuera más en breve y mejor aviado, y todos los caballeros y gente principal de la ciudad de México decían lo mismo. También holgaba el visorrey de oír la hermosura y buena disposición que en común los naturales de la Florida tienen, el esfuerzo y valentía de los indios, la ferocidad y destreza que en tirar sus arcos y flechas muestran, los tiros tan extraños y admirables que con ellas hicieron, la temeridad de ánimo que muchos de ellos en singular mostraron y la que todos en común tienen, la guerra perpetua que unos a otros se hacen, el punto de honra que en muchos de los caciques hallaron, la fidelidad del capitán general Anilco, el desafío que hizo el cacique de Guachoya, la liga de Quigualtanqui con los diez caciques con él conjurados, el castigo que a sus embajadores se les dio, el trabajo que los nuestros pasaron en hacer los siete bergantines, la brava creciente del Río Grande, el embarcarse los españoles, la multitud y hermosura de canoas que sobre ellos amanecieron, la cruel persecución que les hicieron hasta echarlos fuera de todos sus confines. Quiso asimismo el visorrey saber particularmente las calidades de la tierra de la Florida. Holgó mucho oír que hubiese en ella tanta abundancia de árboles frutales de los de España, como ciruelos de muchas maneras, nogales de tres suertes --y la una suerte de ellas con nueces tan aceitosas que, apretada la medula entre los dedos, corría aceite por ellos--, tanta cantidad de bellotas de encina y roble, la hermosura y muchedumbre de los morales, la fertilidad de las parrizas con las muchas y muy buenas uvas que llevan. Finalmente holgaba mucho de oír el visorrey la grandeza de aquel reino, la comodidad que tiene para criar toda suerte de ganado y la fertilidad de la tierra para las mieses, semillas, frutas y legumbres, para las cuales cosas crecía el deseo del visorrey de hacer la conquista, mas, por mucho que lo trabajó, no pudo acabar con la gente que había salido de la Florida que se quedase en México para volver a ella, antes, dentro de pocos días que en ella habían entrado, se derramaron por muchas partes, como luego veremos.