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De una gran fiesta de Texcalla Los texcaltecas celebraban casi las mismas fiestas que los mexicanos, que los de Huexotzingo, los tepeacenses, chululenses, acatlanenses y otras naciones y repúblicas, y regía entre ellos el mismo rito para sacrificar hombres; pero variaban mucho los nombres de los dioses, de las fiestas y de los días. Inmolaban todos los años muchos niños a los tlaloques, dioses de la lluvia, a Matlalcuaye y Xuchiqueçatl. En cierta fiesta ataban a una cruz a un hombre y lo atravesaban con flechas disparadas con arco y en otra a otro arrojándole cañas puntiagudas. En otra fiesta arrancaban a dos mujeres la piel de la espalda, después de haberlas matado ante los dioses, y dos sacerdotes muy jóvenes y ágiles se las vestían y corriendo así vestidos, rodeaban el templo y toda la ciudad persiguiendo a los próceres y a los conciudadanos bien vestidos, y los desnudaban y despojaban de las plumas, mantos, penachos, y otras alhajas con las cuales se habían adornado como para celebrar solemnemente la fiesta. Pero las principales solemnidades de los texcalteca, llamadas Teuhxihuilt, se celebraban en el mes de marzo de cada cuarto año en honor de la dignidad de Camaxtle, el cual solfa también ser llamado Mixcoatl. En ésta los sacerdotes acostumbraban ayunar ciento sesenta días y los laicos setenta. Antes de que empezara el ayuno el máximo Achcauhtli predicaba un sermón a sus compañeros inflamando sus ánimos para sus futuras labores, y manifestándoles cómo convenía que fuesen esclavos del dios a quien se habían ofrecido espontáneamente para desempeñar su ministerio y además declaraba que ya había llegado el año divino, durante el cual habían de atormentarse los cuerpos en obsequio del dios y por consiguiente los que se sintiesen débiles e ineptos para desempeñar esos trabajos, o tibios en el obsequio de los dioses, que se saliesen del patio del templo dentro de cinco días sin que durante este tiempo se les herrara con ninguna señal o se les deshonrara con ningún castigo (?); pero si desistieran del ayuno comenzado y no lo pudieran llevar a cabo, serían considerados indignos del ministerio de los dioses, y de la compañía de los otros sacrificadores, y serían degradados de su dignidad, se les prohibiría el sacerdocio y serían despojados de sus bienes. ¡Cuánto ocurre admirar aquí lo inculto de esa gente y la demencia de los que creían que los dioses no ven lo que los hombres emprenden y desean con ardor, sino sólo hasta qué punto puedan tolerar los trabajos las fuerzas humanas, frecuentemente enfermizas y débiles aun en aquellos que se proponen vencer a los otros en el ejercicio de las virtudes y que están encendidos por el amor de las cosas divinas y altísimas, y no pueden servir ni responder a los afectos y propensión del alma, en lo cual toda la fuerza de la virtud y de la honestidad está colocada, como obsequio gratísimo del dios! Transcurridos pues los cinco días antedichos, preguntaba de nuevo si todos estaban presentes y si habían decidido seguirlo y emularlo. La mayor parte respondía que harían de bonísima voluntad todo lo que pudieran y que con todas sus fuerzas seguirían sus huellas; y así partía acompañado de trescientos y más sacerdotes a una sierra apérrima, muy alta y distante de la ciudad de Tlaxcala diez y seis millas. Antes de que llegasen a la cumbre, todos los sacerdotes se quedaban atrás orando a los dioses y ascendía hasta la cumbre, solo Achcauhtli, que era el principal. Entraba en el templo de Matlalcuaye y ofrecía a la efigie o ídolo con gran reverencia esmeraldas y plumas verdes de pavo, incienso de la tierra, copalli y papeles preparados de papiro y después volvía al templo de Camaxtle. Ya estaban allí todos los ministros de los dioses con haces de leña. Comían todos y bebían liberalmente, porque no habiendo comenzado el ayuno les era permitido darse cuanto quisieran a los banquetes, al vino y a los manjares. Llamaban después muchos carpinteros, los cuales durante un intervalo de cinco días habían también recitado sus preces a los dioses y usado de muy poco alimento para aplacarlos y poder más diestramente adelgazar las varitas y ajustarlas con mejores auspicios; cuando habían concluido se retiraban. Venían inmediatamente los artífices de hacer navajas, los cuales habían hecho lo mismo que los anteriores durante cinco días íntegros, y hacían las navajas de piedra iztlina, muchas espadas, navajas y escalpelos que saltaban con admirable velocidad y muy delgadas al empuje de un palo; las ponían sobre unas mantas nuevas y limpias, y si alguna se rompía, antes de que hubieran concluido las ceremonias, increpaban al artífice diciendo que había observado mal el ayuno y el reglamento de la comida durante los cinco días precedentes. Después los sacerdotes sahumaban aquellas espadas nuevas y las exponían al sol dispuestas sobre los mismos mantos, entonando versos ligeros y con tonada alegre y acompañamiento de pequeños tambores; pero poco después de que se abstenían de tocarlos cantaban versos tristes en tono grave y melancólico, y hacían resonar el lugar con aullidos, luto y lágrimas. Después, por su orden en procesión, seguían al sumo sacerdote hasta la última grada del templo. El cual, cogiendo una navaja perforaba por la mitad la lengua de cada uno con gran destreza, como quien estaba acostumbrado desde largo tiempo a ese ejercicio. Ni era permitido perforar muchas lenguas en un mismo escalpelo, sino sólo una, por lo cual se preparaban desde el principio tantos cuantos eran ellos. Entonces todos de rodillas delante de Camaxtle comenzaban a pasar varitas por las perforaciones; algunos, ciento, otros doscientas, y el Achcauhtli y los viejos, cuatrocientas cinco de las más gordas. Concluía este sacrificio cerrada ya la noche y entonces el Achcautli iniciaba nuevos cantos y respondían los otros sacerdotes como mudos y balbucientes por la sangre que corría, la fuerza del dolor y la inflamación. Ayunaban después otros veinte días, comiendo poquísimo alimento o casi nada y procuraban con gran cuidado y diligencia que no les cicatrizaran las heridas. Tenían que pasarse a los veinte, a los cuarenta, a los sesenta y a los ochenta días tantas varitas cuantas se habían pasado el primer día, principio del sacrificio. Después del octogésimo día plantaban un ramo en medio del patio para indicar que todavía faltaban otros ochenta de ayuno hasta el día de la fiesta. Y no había ninguno que siguiendo la costumbre no ayunara, tomando poca comida y bebiendo agua sin mezcla ninguna. No les era permitido usar chile, alimento en verdad caliente y demasiado excitante, ni ir a los baños, ni tener relación con mujer, ni extinguir el fuego en las casas de los señores, como eran Mexixicatzin y Xicotencatl en el tiempo en que primero Cortés llegó a aquellas regiones, si acaecía que se extinguiera el fuego, mataban al guardián y rociaban el hogar con su sangre. El día que plantaban el ramo en el patio, fijaban otros ocho grandes varales que pudieran creerse allí nacidos y sembrados, dispuestos en tres o cuatro filas, y en medio de ellos arrojaban las varas ensangrentadas que se había pasado por las heridas, para que se quemaran igualmente, pero antes se las ofrecían a Camaxtle. Durante los últimos ochenta días, los mismos sacerdotes se pasaban varas por las perforaciones, pero más delgadas y en menor número, como el grueso de un cañón de pluma de ánsar, cantando siempre y respondiendo con voz lúgubre y llorosa. Se dirigían entonces a los barrios cercanos y pueblos, llevando ramos en las manos y todos les daban mantos, plumas y cacaoatl. Embarraban y blanqueaban con cal las paredes y las aulas del templo y del patio y tres días antes de la fiesta se teñían algunos de los sacerdotes de rojo y de color macilento, de modo que aparecieran hórridos a la vista de los espectadores, porque además de los varios colores, se pintaban con efigies de mil demonios, de serpientes, tigres, lagartijas, lagartos y de otros animales, algunos más hórridos y feroces si los hay. Bailaban y saltaban sin cesar (en la tarde que precedía a la fiesta habían llegado algunos sacerdotes de la ciudad de Cholula para estar presentes a la solemnidad), adornados con los vestidos y otros ornamentos de Quetzalcoatl. Vestían también a Camaxtle y a un ídolo pequeño de otro dios que estaba colocado cerca de Camaxtle. Camaxtle no era de más estatura que la de los hombres medianos, el otro dios de aquella que le hiciera aparecer niño junto a Camaxtle; a pesar de esto lo reverenciaban también tanto, que no se atrevían a levantar los ojos para verlo. Vestían a Camaxtle con varios mantos y encima de todos otro muy grande llamado teuhxicoalli, el cual era muy semejante al vestido con el que para infamia por causa de herejía suelen ser marcados los infectados; después con un manto v una máscara, la cual dicen que la trajeron los primeros fundadores de su Ciudad de Papayahuitla de donde dicen que fuera oriundo del mismo Camaxtle. También le ponían un penacho muy grande de plumas entrelazadas de color verde y rojo y un escudo de oro entretejido de varias plumas y ligado al brazo izquierdo, y en la diestra una gran flecha con casquillo de pedernal; le ofrecían además flores de muchas clases y el tecopalli del país; inmolaban conejos, codornices, culebras lacustres, mariposas y otros animales, cuantos acaecía cazar en los campos. Ya cerrada la noche el sacerdote se vestía según costumbre y suscitaba el fuego nuevo y sacrificaba con la sangre rociada de algún varón principal, al cual llamaban hijo del sol, porque lo habían matado en esa solemnidad. Marchábanse después cada uno de los sacerdotes a sus templos, llevando aquel fuego nuevo y allí inmolaban otra vez algunos cautivos a sus ídolos, a saber: en el templo de Camaxtle que estaba colocado en el barrio de Ocotelulco (horrible cosa), tantos cuantos el sumo sacerdote había pasado varitas por la perforación de su lengua; en el barrio de Tepeticpaci, cien, y casi otros tantos, en los barrios de Ticatlani e Iquiahoitlani. Ni había plaza fuerte de las que pertenecían a la república, adonde tres, cuatro o más no fueran matados, porque es fama que los tlaxcaltecas y las ciudades sujetas a ellos, inmolaban y devoraban durante la sola fiesta de Camaxtle que celebraban cada cuarto año, novecientos o mil hombres. La primera comida matutina de los sacerdotes era de carne humana y los profanos cargaban sus mesas con manjares preparados de las mismas carnes, ¡cosa inhumana y cruel!, rellenándose de comida y vino. En verdad los tlaxcaltecas eran atroces y en la guerra los más fuertes de todos los indios. Estimaban que habían hecho grandes hazañas si traían a su patria muchos prisioneros de guerra y los ofrecían para ser inmolados en los altares; así cuando Cortés penetró en esa ciudad encontró quienes hubieran superado por su propio valor cien o más enemigos y presentándolos para ser degollados en las aras de torpísimos demonios.
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CAPITULO XIX Que trata de las dos edades del mundo y de los dioses que tenían en tiempo de su infidelidad Había un error muy grande entre estos naturales y muy general en toda esta Nueva España, pues decían que este mundo había tenido dos acabamientos y fines. Y dicen que el uno había sido por diluvios y aguas tempestuosas y que se había vuelto la tierra de abajo a arriba, y que los que en aquellos tiempos vivían habían sido gigantes, cuyos huesos se hallaban por las quebradas. Como atrás dejamos tratado, no tuvieron conocimiento de los cuatro elementos, ni de sus operaciones, más de que era aire, fuego, tierra y agua, confusamente. Ansimismo, por consiguiente, dicen que obo otro fin y acabamiento del mundo por aires y huracanes, que fueron tan grandes que cuanto había en él se asoló, hasta las plantas y árboles de las muy altas montañas, y que arrebató los hombres de aquellos tiempos y que fueron levantados del suelo hasta que se perdieron de vista, y que al caer se hicieron pedazos, y que algunas gentes de estas, que escaparon, quedaron enredadas en algunas montañas y riscos escondidos y se convirtieron en monas y micos y que olvidaron el uso de la razón, perdieron la habla y quedaron de la manera que agora los vemos, que no les falta otra cosa sino la habla, y quedaron mudos para ser hombres perfectos. Esto tenían tan creído como si fuera de fe y dicen que todas las cosas que tratamos y hacemos que las alcanzan y entienden; mas que como pasó el tiempo de su edad, los dioses, movidos de piedad que de ellos tuvieron, aunque los habían privado de razón, les habían hecho merced de las vidas. Tienen por muy cierto que ha de haber otro fin, que ha de ser por fuego y que la tierra ha de tragarse a los hombres, que todo el universo mundo se ha de abrasar y que han de bajar del cielo los dioses y las estrellas, que, personalmente, han de destruir a los hombres del mundo y acaballos, y que las estrellas han de venir en figuras salvajes. Este es el último fin que ha de haber en el mundo. Cuando los nuestros llegaron a esta provincia, como atrás lo dejaremos tratado, entendieron que era llegado el fin del mundo, según las señales y apariencias tan claras que veían. Tenían estas naciones a una diosa que llamaban la Diosa de los enamorados, como antiguamente tenían los gentiles la diosa Venus. Llamábanla Xochiquetzatl, la cual decían que habitaba sobre todos los aires y sobre los Nueve Cielos y que vivía en lugares muy deleitables y de muchos pasatiempos, acompañada y guardada de muchas gentes, siendo servida de otras mujeres, como diosa, en grandes deleites y regalos de fuentes, ríos, florestas de grandes recreaciones, sin que le faltase cosa alguna. Y decían que, donde ella estaba, era tan guardada y encerrada que los hombres no la podían ver y que en su servicio había un gran número de enanos y corcovados, truhanes y chocarreros, que la daban solaz con grandes músicas y bailes y danzas, y de estas gentes se fiaba y eran sus secretarios para ir con embajadas a los dioses, a quien ella cuidaba. Y decían que su entretenimiento era hilar y tejer cosas primorosas y muy curiosas, y pintábanla tan linda y tan hermosa que en lo humano no se podía más encarecer. Llamaban al cielo donde esta diosa estaba Tamohuanichan Xochitlihcacan Chitamohuan ("en asiento del árbol florido") y Chicuhnauhuepaniuhcan Itzehecayan, que quiere decir: "El lugar de Tamohuan y en asiento del árbol florido, donde los aires son muy fríos, delicados y helados, sobre los Nueve Cielos". De este árbol Xochitlicacan, dicen que el que alcanzaba desta flor o de ella era tocado que era dichoso y fiel enamorado. A esta diosa Xochiquetzatl celebraban fiesta cada año con mucha solemnidad y a ella concurrían muchas gentes donde tenía su templo dedicado. Dicen que fue mujer del dios Tlaloc, dios de las aguas, y que se la hurtó Tezcatlipuca, que la llevó a los Nueve Cielos y la convirtió en Diosa del bien querer. Había otra diosa que llamaban Matlacueye, atribuida a las hechiceras y adivinas. Con ésta casó Tlaloc después que Tezcatlipuca le hurtó a Xochiquetzatl, su mujer. Obo otra diosa, que se llamó Xochitecacihuatl, diosa de la mezquindad y avaricia, y fue mujer de Quiahuiztecatl. Estas diosas y dioses, para eternizar sus memorias, dejaron puestos sus nombres en sierras muy conocidas, llamándose de sus propios nombres. Ansí, muchos cerros y sierras hoy en día se llaman con estos nombres. Cuando había falta de aguas y hacía grande seca y no llovía, hacían grandes procesiones, ayunos y penitencias y sacaban en procesión gran cantidad de perros pelones, que son de su naturaleza pelados sin ningún género de pelo, de los cuales había antiguamente en su gentilidad muchos, que los tenían para comer, y los comían. Yo tengo al presente casta de ellos, que son, por cierto, muy extraños y muy de ver. Y de este género de perros, como referido tenemos, sacaban en procesión y andas muy adornadas y los llevaban a sacrificar a un templo que les tenían dedicado, que lo llamaban Xoloteupan. Y llegados allí, los sacrificaban y les sacaban los corazones y los ofrecían al dios de las aguas. Cuando volvían de este sacrificio, antes que llegasen al Templo Mayor, llovía y relampagueaba de tal manera que no podían llegar a sus casas con la mucha agua que llovía. Y después de muertos los perros, se los comían. Yo me acuerdo que ha menos de treinta años había carnicería de perros en gran muchedumbre, sacrificados y sacados los corazones por el lado izquierdo, a manera de sacrificio. Y dimos noticia de ellos y orden para que se quitase, y ansí se desarraigó este error. Ya dejamos referido cómo tenían otras carnes que comer de cazas y monterías y de cómo, antiguamente, había cantidad de ellas. Hacían otra ceremonia y superstición infernal y diabólica. Y era que cuando prendían algún prisionero en la guerra, prometían los que iban a ella que al primer prisionero que cautivaban le habían de desollar el cuero cerrado y meterse en él tantos días en servicio de sus ídolos o del dios de las batallas. El cual rito o ceremonia llamaban exquinan. Y era ansí que desollado, cerrado y entero el miserable cautivo, se metía dentro de él el que lo había prendido y andábase corriendo con aquella piel de templo en templo. Y a este tiempo los muchachos y hombres andaban tras este exquinan con gran regocijo, a manera de quien corre un toro, hasta que de puro cansado lo dejaban y huían de él, porque no le alcanzase a alguno, porque le aporreaba de tal manera que lo dejaba casi muerto. A veces se juntaban dos o tres de éstos, que regocijaban todo el pueblo. Ansí, llamaban este rito el juego del exquinan. Había otros penitentes que andaban de noche, que los llamaban en su lengua tlamaceuhque, los cuales tomaban un brasero pequeño sobre su cabeza, el cual llevaban encendido desde que anochecía hasta que amanecía. Andaban de noche de templo en templo solos y con mucho silencio, visitando sus dioses en sus templos y ermitas. Duraban en esta penitencia y pobreza un año o dos, dándose a la pobreza y miseria por alcanzar algo, por humildad sirviendo a los dioses. Estos servían de día y de noche en los templos; mas tomaban estas romerías y andar estas estaciones por haber salido y escapado de algún peligro, o porque los dioses se doliesen de él o los encaminasen en algunas pretensiones o fines que deseaban. No comían carne ni legumbres al tiempo en que hacían estas penitencias, sino pan sin levadura ni otra mixtura alguna, que llaman los naturales yoltan... Allí todas estas cosas como al principio prometimos, pasamos sucintamente a causa de que las han escrito los religiosos muy copiosamente por estirpar las idolatrías de esta tierra, especialmente Fray Andrés de Olmos, Fray Bernardino de Sahagún, Fray Toribio de Motolinía, Fray Jerónimo de Mendieta y Fray Alonso de Santiago. Por esta causa, nos vamos acortando lo más que podemos. Los ayunos de estas gentes duraban según se les antojaba y las promesas que hacían. Ansí, por promesas o por armarse caballeros, cuando esto era, ayunaban ochenta días y velaban las armas, como atrás dejamos referido cuando hablamos de las ceremonias de armarse, del vejamen que sufrían, de las propinas que daban, y de cómo les abofeteaban y daban una coz, y cómo todo lo habían de sufrir según su costumbre, y que aquel que más sufría y pasaba, aquel era muy buen caballero.
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CAPITULO XIX Carta del V. Padre, y lo que en su vista practiqué. Viva Jesús, María y José=R. P. Lector Presidente Fr. Francisco Palou. =Amantísimo Compañero y muy Señor mío: En el discurso de diez meses y diez días que han pasado desde que di a V. R. el último abrazo en su Misión de San Xavier, hasta el día de la fecha, sobre la frecuente memoria de V. R. que es consiguiente a nuestra antigua amistad y sus favores, me ha ocupado el amor que le profeso, en largos ratos, de pensar como le habrá ido de trabajos, para allanar los asuntos, que en mi salida no quedaban muy en su lugar; y aunque todo lo ignoro, me he compadecido bastante de lo que tengo por muy verosímil haya sucedido. Quiera la infinita bondad de Dios, que siquiera ahora esté ya todo en buen estado, y V. R. goce paz y todo consuelo. Yo, gracias a Dios, he tenido y tengo salud, y con esto lo digo todo. Ultra de las Cartas que últimamente escribí desde una jornada más acá de San Juan de Dios, escribí también a V. R. acabado de llegar a este Puesto de San Diego, a principios de Julio del año pasado. Si recibió, como supongo, aquella Carta, ya por ella vería cómo me fue bien en el camino, que es bien poblado de Gentilidad; y que pasadas algunas jornadas de San Juan de Dios, así que comienzan, prosiguen los parajes, no sólo buenos, sino excelentes para muchas Misiones, que podrán formar una bella Cordillera para ésta de San Diego, que se fundó día del Triunfo de la Santa Cruz, y nuestra Señora del Carmen 16 de Julio, asentándonos de Ministros de ella el Padre Fr. Fernando, y yo, como que el P. Crespí y el P. Gómez habían salido dos días antes para Monterrey, dejando en ésta al P. Fr. Fernando con el Padre Murguía, que en breve esperaba con el Paquebot San José; pero hoy es el día en que ni hay Barcos, ni San Buenaventura, ni Monterrey; y de lo que más hablan algunos, es del desamparo y abolición de esta mi pobre Misión de San Diego. No permita Dios que tal suceda. Los que salieron de acá día del Señor San Buenaventura para Monterrey, volvieron día 24 de Enero del presente año, con el mérito de haber padecido, comido mulas y mulos, y no haber hallado tal Monterrey; que juzgan se habrá cegado tal Puerto, por los grandes méganos que de arena hallaron en el sitio donde se había de encontrar; y yo ya casi lo he creído también. Y porque he visto las Cartas que escriben a V. R. el P. Fr. Juan Crespí y el Sargento Ortega, omito todo lo tocante a la peregrinación de ellos, y sólo me queda el lamentarme de ver los lentos pasos con que se anda, y de los recelos de que no se quede tanta mies, que parece que no puede estar de más sazón, sin poner mano a ella, acabándola tantos de ver y palpar con tantas circunstancias. V. R. por amor de Dios, desde ahí procure hacer todos los buenos oficios que pueda, para que esto vaya adelante. Si yo supiese como se halla eso, y si han venido o no los de la Misión de España, sabría lo que puedo pedir; pero ahora, y más ignorando si vendrán o no, o cuando vendrán Barcos, nada puedo determinadamente pedir; y esta negación de comunicación con V. R. y esas Misiones, es (sin duda) uno de los grandes trabajos de por acá, y lo menos para lo que la deseo es para algún socorro, aunque las necesidades sean bastantes, ¿qué mientras hay salud, una tortilla y yerbas del campo, más nos queremos? Sólo el estarnos sin noticia de nada, y a todos para poder pasar adelante, y aún con dudas de si se habrá de desamparar lo ganado, es lo que aflige; aunque yo, por la misericordia de Dios, me hallo bien sosegado y contento con lo que Dios dispusiere. Aquí tres ocasiones me he considerado y hallado en peligro de muerte de mano de estos pobres Gentiles, que fue el día de la Seráfica Madre Santa Clara, el día de S. Hipólito, y el día de la Asunción de nuestra Señora, en que me mata este asunto en sus santas oraciones, pidiéndole el arribo del Barco antes que llegase el día señalado para la retirada, para que no se perdiese la ocasión de convertirse a Dios tantas almas como Gentiles tenían a la vista; y que si entonces no se lograba la reducción, podría imposibilitarse, o a lo menos dilatarse por muchos años. Acordábase que había ciento sesenta y seis, que nuestros Españoles habían estado en aquel Puerto, por mar solamente, y que desde entonces no se había vuelto a ver; y que si ahora, habiendo tomado de él jurídica posesión, y empezado a poblar, se desamparaba, podrían pasarse muchos siglos sin lograr otro tanto. Estas consideraciones, y los ardientes deseos de convertir almas para Dios, hicieron resolver a su Siervo la subsistencia en San Diego, aunque la Expedición saliese; y para esto convidó a su Discípulo el P. Fr. Juan Crespí, quien se ofreció gustoso a acompañarlo, confiando en Dios que algún día llegase Barco con socorro; y que dejándole algunos Marineros para suplir de Soldados, podrían convertir a Dios alguna alma, ínterin los Señores Superiores mandaban que volviese a subir la Expedición y Tropa para poner en planta la espiritual Conquista. Corría ya el mes de Marzo, y no parecía Barco alguno de dos que se esperaban; y permaneciendo constante el V. Padre en el ánimo de quedarse, se fue al Barco a tratar este asunto con el Comandante de mar D. Vicente Vila, y le habló de esta manera: "Señor: el Comandante de tierra, y Señor Gobernador, tiene determinado retirarse y desamparar este Puerto para el día 20, si antes no llega alguno de los Barcos con socorro; impeliéndolo a esto así la escasez de víveres, como la opinión común de que se ha cegado el Puerto; aunque yo sospecho que no lo conocieron. Lo mismo pienso yo (respondió el Comandante) según les he oído, y he leído en las Cartas: el Puerto está allí mismo donde pusieron la Cruz. Pues, Señor (dijo el V. Padre) yo estoy resuelto a quedarme, aunque se vaya la Expedición, y en mi compañía el P. Crespí; si Vm. quiere, vendremos aquí luego que salga la Expedición, y en llegando el otro Paquebot, subiremos por mar en busca de Monterrey." Convino gustoso el Comandante, y quedando de acuerdo, se retiró el V. Padre a su Misión, guardando para sí aquel secreto. Viendo el V. Siervo de Dios lo inmediata que estaba ya la festividad del Santísimo Patriarca Señor S. José, propuso al citado Comandante y Gobernador se hiciese la Novena a este Santo Patrón de las Expediciones; y convenido a ello, se verificó con general asistencia de todos, después de concluido el rezo diario de la Corona. Llegó el día de Señor S. José, y se celebró la fiesta de este gran Santo con Misa cantada y Sermón, teniéndolo ya dispuesto todo para la retirada que el día siguiente había de hacer para la California antigua toda la Expedición. Pero aquella tarde misma quiso Dios satisfacer los ardientes deseos de su Siervo, por intercesión del Santísimo Patriarca, y dar a todos el consuelo, de que viesen clara y distintamente un Barco, que ocultándose de la vista el día siguiente, no dio fondo hasta el cuarto día en el Puerto de S. Diego. Esta visión fue bastante para suspender el desamparo de aquel sitio y Misión, animándose todos a la subsistencia, y atribuyendo a milagro del Patriarca Santo el que en su propio día, en que a la Expedición se terminaba el plazo de su salida, se dejase ver el Barco: y mayor fue la admiración, cuando se tuvo noticia de las circunstancias que para esto concurrieron; pero entretanto paso a referirlas, remito a la consideración piadosa del Lector, el singular gozo y alegría que poseía el corazón de nuestro V. Padre, que incesantemente repetía a Dios las gracias, y asimismo al bendito Santo, consuelo de afligidos, Señor San José, a quien confesaba a boca llena, por tan especialísimo beneficio, al que manifestándose agradecido, correspondía con una Misa cantada al Santo, que celebraba con la mayor solemnidad el día 19 de cada mes; cuya devoción santa continuó hasta el último de su vida, como diré a su tiempo.
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Cómo todos estaban muy atentos a los indicios que había en el mar, con deseo de llegar a tierra Como toda la gente de la armada era nueva en semejante navegación y peligro, y se veían tan lejos de todo socorro, no dejaban entre ellos de murmurar; y no viendo más que agua y cielo, notaban siempre con atención cualquier señal que se les presentaba, como aquellos que estaban de hecho más lejanos de tierra, que nadie lo había estado hasta entonces. Por lo que referiré todo aquello a que daban alguna importancia, y esto será cuanto a la delación de este primer viaje; pues de los otros indicios menores que se presentan con frecuencia, y se ven ordinariamente, no quiero razonar. Digo, pues, que el 19 de Septiembre, de mañana, vino a la nave del Almirante un pájaro llamado alcatraz, y otros vinieron por la tarde, que daban alguna esperanza de tierra, porque juzgábase que tales aves no se habrían separado mucho de aquélla. Con cuya esperanza, cuando hubo calma sondaron con doscientas brazas de cuerda; y aunque no pudieron hallar fondo, conocieron que todavía las corrientes iban hacia el Sudoeste. Igualmente, el jueves, a veinte días de aquel mes, dos horas antes de medio día llegaron dos alcatraces a la nave, y aún vino otro al cabo de poco, y tomaron un pájaro semejante al gorjao, sólo que era negro, con un penacho blanco en la cabeza, y con patas semejantes a los del ánade, como suelen tener las aves acuáticas; a bordo, mataron un pez pequeño; vieron mucha da la hierba mencionada, y al salir el día vinieron a la nave tres pajarillos de tierra, cantando, pero al salir el sol desaparecieron, dejando algún consuelo, porque se pensaba que las otras naves, por ser marinas y grandes, podían mejor alejarse de tierra, y que estos pajarillos no debían venir de tanta lejanía. Luego, tres horas después, fue visto otra alcatraz, que venía del Oesnoroeste; al día siguiente, a la tarde, vieron otro rabo de junco y un alcatraz, y se descubrió más cantidad de hierba que en todo el tiempo pasado, hacia el Norte, por cuanto se podía extender la vista, de lo cual recibían aliento, creyendo que vendría de alguna tierra próxima; esto, a veces, les causaba gran temor, porque había allí matas de tanta espesura, que en algún modo detenían los navíos, y como quiera que el miedo lleva la imaginación a las cosas peores, temían hallarla tan espesa que quizá les sucediese lo que se cuenta de San Amador, en el mar helado, del cual se dice que no deja avanzar a los navíos; por esto separaban los navíos, de la matas de hierba, todas las veces que podían. Pero volviendo a los indicios, digo que otro día vieron una ballena, y al sábado siguiente, que fue a 22 de Septiembre, fueron vistas algunas pardelas; y soplaron aquellos tres días algunos vientos del Sudoeste, unas veces más al Poniente, y otras menos, los cuales, aunque eran contrarios a la navegación, el Almirante dice que los tuvo por muy buenos y de gran provecho, porque al murmurar entonces la gente, entre las otras cosas que decían para aumentar su miedo, era una el que, pues siempre tenían el viento en popa, que en aquellos mares no le tendrían nunca próspero para volver a España, y aun dado que sucediese lo contrario, decían que el viento no era estable, y que no bastando para agitar el mar, no podrían tornar, dado lo largo del camino que dejaban atrás. Aunque el Almirante replicaba, diciéndoles que esto procedía de estar ya cerca de tierra, que no dejaba levantar las olas, y les diese las razones que mejor podía, afirma que tuvo entonces necesidad de la ayuda de Dios, igual que Moisés, cuando sacó a los hebreos de Egipto, los cuales se abstenían de poner las manos en él, por los muchos prodigios con que Dios le favorecía; así dice el Almirante le sucedió en aquel viaje, porque pronto, el domingo siguiente, a 23, se levantó un viento Oesnoroeste, con el mar algún tanto agitado, como la gente deseaba; e igualmente, tres horas antes de medio día, vieron una tórtola, que volaba sobre la nave, y a la tarde siguiente vieron un alcatraz, una avecilla de río y otros pajarillos blancos; en la hierba encontraron algunos cangrejillos; al día siguiente vieron otro alcatraz, muchas pardelas que venían de hacia Poniente, y algunos pececillos, algunos de los cuales mataron los marineros con fisgas, porque no picaban en el anzuelo.
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CAPÍTULO XIX Que se puede pensar que los primeros pobladores de Indias aportaron a ellas echados de tormenta y contra su voluntad Habiendo mostrado que no lleva camino pensar que los primeros moradores de Indias hayan venido a ellas con navegación hecha para ese fin, bien se sigue que si vinieron por mar haya sido acaso y por fuerza de tormentas el haber llegado a Indias, lo cual por inmenso que sea el mar Océano, no es cosa increíble. Porque pues así sucedió en el descubrimiento de nuestros tiempos, cuando aquel marinero (cuyo nombre aún no sabemos, para que negocio tan grande no se atribuya a otro autor sino a Dios) habiendo por un terrible e importuno temporal reconocido el Nuevo Mundo, dejó por paga del buen hospedaje a Cristóbal Colón la noticia de cosa tan grande, así pudo ser que alguna gente de Europa o de África antiguamente hayan sido arrebatadas de la fuerza del viento y arrojadas a tierras no conocidas, pasado el mar Océano. ¿Quién no sabe que muchas o las más de las regiones que se han descubierto en este Nuevo Mundo, ha sido por esta forma, que se debe más a la violencia de temporales su descubrimiento que a la buena industria de los que las descubrieron? Y porque no se piense que sólo en nuestros tiempos han sucedido semejantes viajes hechos por la grandeza de nuestras naos y por el esfuerzo de nuestros hombres, podrá desengañarse fácilmente en esta parte quien leyere lo que Plinio refiere haber sucedido a muchos antiguos. Escribe pues de esta manera: "Teniendo el cargo Gayo César, hijo de Augusto, en el mar de Arabia cuentan haber visto y conocido señas de naos españolas que habían padecido naufragio", y dice más después: "Nepote refiere del rodeo Septentrional que se trajeron a Quinto Metelo Celere, compañero en el Consulado de Gayo Afranio (siendo el dicho Metelo, Procónsul en la Galia) unos indios presentados por el rey de Suevia, los cuales indios, navegando desde la India para sus contrataciones, por la fuerza de los temporales fueron echados en Germania". Por cierto si Plinio dice verdad, no navegan hoy día los portugueses más de lo que en aquellos dos naufragios se navegó, el uno desde España hasta el mar Bermejo, y el otro desde la India Oriental hasta Alemania. En otro libro escribe el propio autor, que un criado de Annio Plocanio, el cual tenía arrendados los derechos del mar Bermejo, navegando la vuelta de la Arabia, sobreviniendo Nortes furiosos, en quince días vino pasada la Carmania a tomar a Hippuros, puerto de la Taprobana que hoy día llaman Samatra. También cuentan que una nao de cartaginenses, del mar de Mauritania fue arrebatada de brisas hasta ponerse a vista del Nuevo Orbe. No es cosa nueva para los que tienen alguna experiencia de mar, el correr a veces temporales forzosos y muy porfiados, sin aflojar un momento de su furia. A mí me acaeció pasando a Indias, verme en la primera tierra poblada de españoles en quince días después de salidos de las Canarias, y sin duda fuera más breve el viaje si se dieran velas a la brisa fresca que corría. Así que me parece cosa muy verisímil, que hayan en tiempos pasados venido a Indias hombres vencidos de la furia del viento, sin tener ellos tal pensamiento. Hay en el Pirú gran relación de unos gigantes que vinieron en aquellas partes, cuyos huesos se hallan hoy día de disforme grandeza cerca de Manta y de Puerto Viejo, y en proporción habían de ser aquellos hombres más que tres tanto mayores que los indios de agora. Dicen que aquellos gigantes vinieron por mar, y que hicieron guerra a los de la tierra, y que edificaron edificios soberbios, y muestran hoy un pozo hecho de piedras de gran valor. Dicen más: que aquellos hombres, haciendo pecados enormes y especial usando contra natura, fueron abrasados y consumidos con fuego que vino del cielo. También cuentan los indios de Yca y los de Arica, que solían antiguamente navegar a unas islas al Poniente, muy lejos, y la navegación era en unos cueros de lobo marino, hinchados. De manera que no faltan indicios de que se haya navegado la mar del Sur antes que viniesen españoles por ella. Así que podríamos pensar que se comenzó a habitar el Nuevo Orbe de hombres, a quien la contrariedad del tiempo y la fuerza de Nortes echó allá, como al fin vino a descubrirse en nuestros tiempos. Es así y mucho para considerar que las cosas de gran importancia de naturaleza por la mayor parte se han hallado acaso y sin pretenderse, y no por el habilidad y diligencia humana. Las más de las yerbas saludables, las más de las piedras, las plantas, los metales, las perlas, el oro, el imán, el ámbar, el diamante y las demás cosas semejantes, y así sus propiedades y provechos, cierto más se han venido a saber por casuales acontecimientos, que no por arte e industrias de hombres, para que se vea que el loor y gloria de tales maravillas se debe a la providencia del Creador y no al ingenio de los hombres. Porque lo que a nuestro parecer sucede acaso, eso mismo lo ordena Dios muy sobre pensado.
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En que se cuenta la venida del presidente don Juan de Borja, del hábito de Santiago; la venida del arzobispo don Pedro Ordóñez y Flórez; su muerte; con algunos casos sucedidos durante el dicho gobierno. La venida del arzobispo don Fernando Arias Ugarte Entrádosenos ha por las puertas el tiempo en que al Nuevo Reino de Granada le trocaron la garnacha de su gobierno por una capa y espada. En si ha sido acertado o no, yo no me entremeto. En la voz del vulgo y votos del común no hay punto fijo, porque unos dicen que lo entierren; y otros, que no sea enterrado. Lo que a mí toca es decir de dónde se originó esta mudanza, que pasa así: Dos caminos hay por donde este Reino tiene su trato y comercio con el del Pirú y gobernación de Popayán. El uno que va por la mesma gobernación, y el otro que va por el valle de Neiva, y éste es el más breve. Por el de la gobernación se pasan y atraviesan el Río Grande de la Magdalena y el río del Cauca. Yendo por el valle de Neiva, se descabezan estos dos ríos por sus nacimientos, porque nacen de una misma cordillera, y fenece en los llanos de Ibagué, torciéndose la vuelta del oeste hacia la ciudad de Cartago, que desde su nacimiento, que es la culata que cae a las espaldas del real de minas y ciudad de Almaguer, hasta los dichos llanos de la ciudad de Ibagué, corre cien leguas, poco menos. La cordillera principal, de donde ésta se descuelga, comienza desde Caracas, gobernación de Venezuela, pasando por muchas provincias conquistadas y por conquistar, y para asimismo lindando con algunas ciudades de las de este Reino hasta meterse por las provincias del Pirú, siempre en tierra perlongada por más de mil leguas, todas de tierra firme. Esta, como árbol principal, arroja de sí sus ramas; unas a unas banda y otras a otra, que corren a diferentes partes. Querer hacer la descripción de esta tierra sería nunca acabar. Sólo trataré de la que hace a mi propósito, que es la que arroja de sí estos caudalosos ríos, Cauca y el de la Magdalena, que éste nace en esta banda del este y hace su curso corriendo al norte, sin atravesar provincias ningunas, hasta entrar en la mar. El del Cauca nace de la banda del oeste, y atravesando por partes de la gobernación de Popayán, Santa Fe, Antioquia y lindando con el real de minas de la ciudad de Zaragoza, por bajo de la villa de Mompós. Junto al pueblo de indios de Tocaba. se junta con el de la Magdalena, habiendo éste recorrido desde su nacimiento más de trescientas leguas, y el del Cauca al pie de quinientas. Desde este puesto, juntos hacen su curso a la mar, entrando en ella entre las dos ciudades de Santa Marta y Cartagena, sirviéndoles de mojón a sus jurisdicciones. Pues volviendo al nacimiento de estos dos ríos y a su cordillera, digo que había en ella las naciones de indios siguientes: los paeces, nación belicosa; los pijaos, caribes que comían carne humana; los apojos, los coyaimas y natagaimas, y los de San Sebastián de la Plata, con otras naciones que descuelgan a la parte de Popayán y Almaguer. Los coyaimas, natagaimas y aponjas fueron indios retirados de aquel primer apuntamiento que se hizo cuando el mariscal Hernán Venegas conquistó a los panches de Tocaima. Los paeces eran naturales de aquella cordillera; los pijaos no lo eran, porque aquellos naturales todos decían que esta nación vino de aquella parte del Darién, huyendo y vencidos. Atravesando las muchas y ásperas montañas que hay desde aquel río a esta cordillera, allegó esta bandada de langostas al asiento y población de los paeces, con los cuales trataron amistad y parentesco, y como gente belicosa se apoderó de lo más de aquella cordillera. No me haga cargo el lector de que me dentengo en estas relaciones, porque le respondo: que gasté los años de mi mocedad por esta tierra, siguiendo la guerra con algunos capitanes timaneses. Esta cordillera tiene sus tierras de esta manera: las que dan vista al Río Grande de la Magdalena y valle de Neiva son tierras rasas, de sabanas que no tienen montaña; las que caen a la banda de la gobernación de Popayán y río del Cauca son tierras de fragosas montañas; y asimismo, en el medio de esta cordillera, hay un sitio que llaman Los Órganos, que son unos picachos muy altos (unos más, otros menos), que por esta razón los llaman órganos; y tal vez ha sucedido hablarse dos soldados, el uno en un picacho y el otro en otro, y entenderse las razones, y para juntarse ser necesario caminar todo un día en subir y bajar un picacho de éstos. De esta banda del Río Grande, y por encima del valle de Neiva hacia este Reino, corre otra cordillera. En ella residen los duhos y bahaduhos, que estas naciones eran la carne del monte de los pijaos, que salían a caza de ellos como acá se sale a caza de venados; y vez nos sucedió que habiendo dado un aluaso sobre el cercado del cacique Dura, a donde hallamos retirada la gente, porque nos sintió la espía y les dio aviso, halláronse solas dos indias viejas que no pudieron huir, y un chiquero de indios duhos, que los tenían allí engordando para comérselos en las borracheras. Este chiquero era de fortísimos guayacanes, y la entrada tenía por lo alto, que se subía por escaleras. Sacámoslos, sirvieron algunos días de cargueros, y al fin nos dieron cantonada huyéndose. Los palos de la redonda del cercado estaban todos llenos de calaveras de muertos. Dijeron las indias viejas que eran de españoles de los que mataban en los caminos, y de las guerras pasadas. En medio del patio había una piedra muy grande, como de molino, con muchos ojos dorados; dijeron que allí molían oro. Allí hallamos escopetas hendidas por medio, hechas dalles que las cortaban con arena, agua y un hilo de algodón. Las armas de toda esta gente eran lanzas de treinta palmos, dardos arrojadizos, que tiraban con mucha destreza, macanas, y también usaban de la honda y piedra, porque pijaos y paeces traían guerra; y siempre la trajeron con coyaimas y natagaimas, aunque para ir contra españoles o a robarlos y saltearlos, todos se aunaban. Pues estas gentes, por más tiempo de cuarenta y cinco años, infestaban, robaban y salteaban estos dos caminos, matando a los pasajeros, hombres, mujeres, niños, sacerdotes, con todos los criados y gente que los acompañaban. Muchas veces salieron capitanes a guerrearlos, entrándoseles a sus propias tierras; pero como tenían las dos fuertes guaridas del Río Grande y de las montañas, hacíase poco efecto. Pues llegó a tanta desvergüenza el atrevimiento de esta gente, que quemaron y robaron tres ciudades: la de Neiva, el año de 1570; la ciudad de Paéz, el año de 1572; la ciudad de San Sebastián de la Plata, el de 1577; y últimamente acometieron a la ciudad de Ibagué, como diré en su lugar. Y pues he hecho este nuevo discurso para dar a entender la causa de la mudanza de los gobernadores, quiero decir un poquito de lo que sucedió en aquellos tiempos, que en ello seré breve. El capitán Sebastián Quintero, conquistador que fue de Guatemala, y después lo fue de Quito y gobernación de Popayán, pobló un pueblo en una provincia de las de esta cordillera, vertientes a Popayán, y púsole por nombre San Sebastián de los Cambis. De los primeros alcaldes que en ella puso, fue el uno Álvaro de Oyón, y el más antiguo, que en aquellas jornadas procuró siempre honrarle por ser su patria, que ambos eran de la villa de Palos, en el condado de Niebla. Y el pago que el Álvaro de Oyón le dio a esta buena amistad, fue matarle, y al otro alcalde su compañero, alzándose contra el real servicio, ayudado de soldados desterrados de Gonzalo Pizarro, el tirano, y otros que le seguían más por fuerza que de grado. Muertos el capitán y el alcalde, lo primero que hizo fue despoblar el pueblo de los Cambis, y de allí vino sobre la villa de Timaná y sobre la de Neiva, a donde hizo muchos daños. De aquí revolvió sobre la ciudad de Popayán, a donde le prendieron con parte de los suyos, y de todos ellos hicieron justicia, quitándoles las cabezas y poniéndolas en la plaza de aquella ciudad, en el árbol de justicia que en ella había. De este alzamiento de Álvaro de Oyón se le pegó el daño al licenciado Juan de Montaño, ahijándole aquella carta en que pedía los cuatro caballos de buena raza, que sus contrarios le probaron que no eran sino capitanes lo que pedía para fomentar el alzamiento que pretendía hacer en este Reino, que todo debió ser malicia, o algunos humos de aquellos alzamientos que en aquella sazón andaban, que eran los de Gonzalo de Pizarro en el Pirú, los de Francisco Hernández Girón en el Cuzco, los Contreras en Panamá, Lope de Aguirre en el Marañón o Río de Orellana, y Álvaro de Oyón en la gobernación de Popayán. En este Reino no se ha sentido tirano alguno, aunque hubo aquellas revueltas del licenciado Monzón y los demás, aquellas tiranías eran de amor y celos, que no son también de poco riesgo a los que se envuelven en ellas. Y pues hemos dicho el origen de la mudanza y trueque de los gobernadores, volvamos a tratar de ellos y sus cosas. * * * Por muerte del presidente don Francisco de Sandi, quedó gobernando este Nuevo Reino el licenciado Diego Gómez de Mena, en compañía de los oidores Luis Enríquez, don Luis Tello de Erazo, el licenciado Lorenzo de Terrones y el licenciado Alonso Vásquez de Cisneros, que la prudencia suya no daba lugar a que hubiese disgustos entre los demás oidores, aunque no faltaban encuentros. El oidor Lorenzo de Terrones fue con la misma plaza a México. De lo demás ya dije su mudanza. El doctor don Luis Tello de Erazo se fue a Sevilla, que no quiso pretender plaza, porque trocó la garnacha por una dama con quien se amigó y casó y herido del mal francés murió en aquella ciudad. Por septiembre del año de 1605, vino por presidente de esta Real Audiencia don Juan de Borja, nieto del duque de Gandía, que fue religioso y prepósito general de la Compañía de Jesús. Escogiólo el rey soldado y no letrado, si bien estudiante, discreto y de sana intención, para que pacificase a los indios pijaos y allanase los dos caminos del Pirú, que los ocupaban con sus salteamientos, como queda dicho. El presidente, como tan gran caballero que era, gobernaba este Reino con gran prudencia, manteniéndole siempre en paz y justicia. Era su condición amorosa, su despidiente de caballero cristiano; todos en común le amaban, respetaban y obedecían. Pues habiendo puesto orden en lo que convenía tocante a su gobierno, trató de la guerra. Nombró capitanes, despachó tropas de soldados, hizo entrar en la tierra y correrla; fue personalmente a la guerra, y asentó su real en el asiento del Chaparral, a donde lo dejaremos por agora, porque nos llaman los visitadores que vinieron en esta sazón, y otras cosas que sucedieron en estos tiempos. Por la muerte del licenciado Salierna de Mariaca, visitador, envió el rey, nuestro señor, a don Nuño Núñez de Villavicencio, a que acabase la visita de la Real Audiencia, con el mesmo cargo y título de presidente de las Charcas, acabándola. Entró en esta ciudad por septiembre del dicho año de 1605, que fue luego tras el presidente; y habiendo comenzado la visita, en el siguiente de 1607 murió. En su lugar vino por visitador el licenciado Álvaro de Zambrano, oidor de la Real Audiencia de Panamá. Prosiguió en la visita, concluyéndola. Al contador Juan Beltrán de Lazarte, que lo era de la real caja, se la tomó apretada, que por haber alzado bienes, para descubrirlos le dio tormento; y lo propio hiciera de Gaspar Lope Salgado, amigo del contador, y de Pedro Suárez de Villena, a los cuales hacía cargo que tenían muy gran cantidad de moneda del dicho contador. Con el Gaspar López se hizo la diligencia hasta mandarle desnudar, y estándose desabotonando el sayo, dijo: "Hasta aquí puede llegar un amigo por otro". Con lo cual declaró la moneda que estaba en su poder. El Pedro Suárez de Villena no quiso allegar a romper estas lanzas, porque luego declaró lo que tenía del contador Lazarte, al cual con lo actuado lo envió el visitador a España, de donde salió bien de sus negocios; y yo vi carta suya, que me la mostró Nicolás Hernández, portero, en que le daba cuenta de cómo le había ido en el Real Consejo. Por final decía que, acabadas sus cosas y fuera ya de ellas, había empleado cuarenta mil reales de a ocho, con que se ve que no quedó pobre de la visita. Fueron algunas personas a casa del visitador Zambrano a buscarle para tratar algunas cosas, y no le hallaron, porque había dos días que iba caminando la vuelta de Lima, para donde estaba proveído por alcalde de Corte. Entre los hombres que vinieron con el visitador Álvaro Zambrano, vino Francisco Martínea Bello. Este casó en esta ciudad con doña María de Olivares, hija de Juan de Olivares, sobrino de María Blasa de Villarroel, mujer de Diego de Alfaro, el mercader. De este matrimonio parió la doña María de Olivares una hija, de lo cual el Francisco Martínez Bello tomó mucho enfado, e importunó muchas veces a la mujer que matase esta criatura. Pensamiento cruel y de hombre desalmado y dejado (si se puede decir) de la mano de Dios. ¡Como si la madre y la hija fuesen parte, o culpantes, en el engendrar y nacer! De no querer la mujer cumplir lo que el marido le ordenaba, había disgustos entre ellos. Pues sucedió que enfermó la María Blasa de Villarroel, tía del Juan de Olivares, y para sacramentarla llevaron un crucifijo de la sacristía de Santo Domingo, para aderezar un altar. Pues habiéndola sacramentado, al cabo de dos o tres días, vino el sacristán por el cristo. Estaba sentada la doña María de Olivares junto a la cama de la enferma; entró el fraile y sentóse junto a ella (hoy es vivo este fraile, y es tal persona, que en el discurso de su vida no se le ha sentido flaqueza ninguna en esta parte). Pues entró el Francisco Martínes Bello, y como vio sentado al fraile junto a la mujer, se alborotó, y de aquí dijeron que se originó hacer el mal hecho que hizo. Andaba el Francisco Bello buscando ocasión para sacar a la mujer de Santa Fe, para ejecutar su mal intento; y en fin, el tiempo se la trajo a las manos. Con achaque de que iba al valle de Ubaté a negocios suyos, y que no podía volver tan presto, recogió todo el dinero que tenía y joyas de la mujer, y con ella, la niña y una negra que la cargaba, salió de esta ciudad para el dicho valle; y habiendo pasado del Portachuelo de Tausa se apartó del camino, metiéndose por dentro de unos cerrillos y escondrijos. Apeóse del caballo, apeó a la mujer, sacaron la comida que llevaban y sentáronse a comer. El Francisco Martínez Bello diole a la negra la comida para ella, y mandóle que caminase, con lo cual se quedaron los dos solos. ¿Quién podrá, Señor soberano, guardarse de un traidor encubierto, casero, y con rebozo de amigo? Sólo Vuestra Majestad puede prevenir aquesto. La traición es una alevosía, determinación injusta y acordada contra un hombre descuidado y libre de ella. Cuando el Francisco Martínez vio que la negra iba ya lejos, echó vino en un vaso y diole a la mujer para que bebiese. Ella lo tomó, y poniendo el vaso en la boca para beber, descubrió el cuello de alabastro. A este tiempo, aquel traidor encubierto, le tiró el golpe con un machete muy afilado, que ya días había tenido prevenido, como constó de su confesión, con el cual golpe aquella inocente y sin culpa quedó degollada y sin vida en aquel desierto. Bórrese, si fuera posible, de la memoria de los hombres tal hombre, o no se le dé nombre de hombre, sino de fiera cruel e infernal, pues dio la muerte a quien nada le debía y a quien por leyes divinas y humanas debía amparar y defender. ¿Dije borrar de la memoria de los hombres este hombre? No podrá ser, porque hay mucho actuado sobre este caso, y se escribió largo sobre él. Dícese comparativamente y por excelencia, más cruel que tigre de Hircana, más que can de Getulia, más que osa de Libia y más que la misma crueldad, que todo cabe en un traidor como éste. Era Nerón tan cruel de naturaleza, que era su vida no darla a nadie; el cual, entre otras y execrables crueldades que cometió, fue que por sólo su gusto hizo matar a su madre Agripina. Este hizo pegar fuego a la ciudad de Roma, sin tener respeto a cosa sagrada, mandando que ninguno lo apagase, ni pusiese en cobro nada de sus haciendas; y así ardió siete días y noches la ciudad, y él se holgaba de ver este espectáculo de su patria. Mandó asimismo matar a infinitas gentes y fue el primero que persiguió a los cristianos, y en su tiempo fue la primera y notable persecución de la iglesia. Entre los famosos crueles es contado Herodes, rey que fue de los judíos, que después de haber muerto ciento y cuarenta y cuatro mil niños inocentes, pensando matar al Salvador del mundo, y entre ellos a sus mismos hijos, y habiendo sido cruel toda su vida, lo quiso ser también después de muerto; y estando para ello, mandó llamar a todos los principales de Jerusalén y encerrarlos en una sala, y le mandó a su hija que en muriendo él los matasen a todos; y esto hacía porque sabía que todos le querían mal y también porque llorasen todos por los muertos y tuviesen tristeza en su muerte, por fuerza. La negra con la niña había caminado con gran diligencia, y metiéndose en una estancia a donde esperaba a su señora, vido venir al Francisco Martínez Bello, solo. Escondióse de él, y habiendo pasado, como vio que su señora no venía, dijo en aquella posada lo que pasaba, de que se tuvo mala sospecha; y aunque era ya tarde se dio aviso al alcalde de la hermandad, que estaba cerca, que aquel año fue Domingo de Guevara, el cual vino al punto; y el día siguiente, guiados por la negra, fueron al lugar donde los había dejado, a donde hallaron degollada a la inocente señora. Llevaron el cuerpo a darle sepultura. El alcalde despachó luego cuadrilleros y gente que siguiesen al matador, el cual como no topó la negra, que iba con intento de matarla también y la niña, que así lo confesó; pero guardábala Dios, y nadie la podía ofender. Hoy es viva esta señora, y muy honrada; está casada con Luis Vásquez de Dueñas, receptor de la Real Audiencia. El Francisco Martínez, como no pudo alcanzar a la negra, salióse del camino real, echándose por atajos y veredas no usadas. Pasó la voz del caso a la ciudad de Santa Fe. La Real Audiencia despachó jueces en virtud de la querella que el Juan de Olivares, padre de la difunta, había dado. Por una y otra parte le iban siguiendo, por la noticia que de él se daba. Había traído el Bello a sí una guía a trueque de dinero. Llegaron al río de Chicamocha, que venía muy crecido y se pasaba por tarabita. Pasó la guía primero y díjole al Francisco Martínez Bello que pasase, el cual no se atrevió a pasar, porque el traidor no tiene lugar seguro, y el cruel muere siempre a manos de sus crueldades. Porque como Dios Nuestro Señor es justificado en sus cosas y obras, mide j los hombres con la vara que ellos miden. Aunque la guía volvió a pasar a donde estaba el Bello y le importunó a que pasase, no lo quiso hacer, con lo cual volvió a pasar el río y siguió su viaje, dejándole allí al Francisco Martínez, el cual se metió por una montañuela de las del río, a donde se echó a dormir. Uno de los cuadrilleros que le venía siguiendo y siempre le traía el rastro, lo prendió en este puesto, y traído a esta ciudad y apremiado, confesó el delito con todas sus circunstancias; y substanciada la causa, la Real Audiencia lo condenó a muerte de horca, la cual se ejecutó. Perdone Dios a los difuntos, y a todos nos dé su santa gracia para que le sirvamos. * * * Volviendo a nuestro presidente, que le dejamos en el chaparral con sus capitanes y soldados, digo: que para que se entienda la perversidad de estos indios y sus atrevimientos, estándole corriendo la tierra los españoles y el presidente en el Cahaparral, una noche acometieron a la ciudad de Ibagué y le pusieron fuego por una parte, robando y matando mucha gente, así de los naturales como de los vecinos, llevándose algunas mujeres; la otra parte del pueblo se defendió mejor hasta resistirlos, con lo cual se retiraron. El capitán general, informado de este caso, hizo grandes diligencias, y la mayor fue atraer a sí de paz a los coyaimas y natagaimas, que éstos, con cuña del mismo palo, hendieron la tierra y acompañados de los españoles, fueron consumiendo los pijaos y las reliquias que había de los paeces, cuyos enemigos eran. Cobraron la gente que se habían traído de Ibagué; lanzaron de aquella tierra aquella mala pestilencia de pijaos, sin que se halle el día de hoy rastro ninguno. Dieron la obediencia al rey, nuestro señor, y quedaron por pueblos suyos, con lo cual se allanaron los caminos; se aseguró la tierra; se volvió a poblar la villa de Neiva, y toda aquella tierra está poblada de muchas estancias y hatos de ganado mayor. En todo dejó el presidente muy buen orden y gobierno, con lo cual se volvió a esta ciudad, acompañado de sus capitanes y soldados. No pongo particularidades de esta guerra, porque entiendo que está escrita. Entre los disgustos que tuvo el presidente don Juan de Borja durante su gobierno, fue uno de ellos el siguiente: Tenía por sus criados, entre los demás, a Antonio de Quiñones, hidalgo noble, y a Juan de Leiva. Diole el presidente en la ciudad de Tunja al Antonio de Quiñones el corregimiento de Toca. Era encomendera de este pueblo doña María de Vargas, viuda del capitán Mancipe, moza, rica y hermosa, señora y dueña de su voluntad y libertad. Déjame, hermosura, que ya tienes por flor el encontrarte a cada paso conmigo, que como me coges viejo, lo harás por darme pasagonzalos, pero bien está. La hermosura es red, que si la que alcanza este don la tiende, ¿tal cual pájaro se le irá? Porque es red barredora de voluntades y obras. La hermosura es don de naturaleza, que tiene gran fuerza de atraer a sí los corazones y benevolencias de los que la miran. Pocas veces están juntas hermosura y castidad, como dice Juvenal. Los años nuevos, gala y gentileza de Antonio de Quiñones, y los tiernos de doña María de Vargas y su hermosura, que sin gozarla se marchitaba, el trato y comunicación de los dos, con la ocasión que se les puso en medio, todas estas cosas juntas abrieron puerta a estas amistades, con palabra de casamiento, sin entender el frasis de esta palabra, porque es lo propio que decir que en CASAMIENTO, pues corre esta palabra con aquella respuesta que daba el oráculo de Apolo délfico al pueblo gentílico cuando le consultaban para ir a la guerra: Ivis revidis non morieris in bello. Por manera que con adverbio non los engañaba. "Si salían vencidos y volvían a él con las quejas del engaño, decía: "Yo no os engañé porque os dije la verdad --Ivis, iréis, non redivis, no volveréis, morieris in bello, moriréis en la guerra". Si salían vencedores y le iban a dar las gracias, con el mismo adverbio non los engañaba: --Ivis, iréis, revidis, volveréis, non morieris in bello, no moriréis en la guerra". Lo propio tiene la palabra de casamiento, porque tiene quitadas muchas flores y muchísimos honores, que tal o cual vez sale con victoria. En conclusión, con esta palabra estos amantes, sin sacar licencia ni esperar que el cura los desposase, ellos se velaron con velas de sebo. Acompañaba al Antonio de Quiñones el Juan de Leiva, que era sabidor de estas amistades, y muchas veces tercero en ellas. Al cabo de muchos días y tiempo, llegó el día en que la doña María de Vargas le pidió al Antonio de Quiñones el cumplimiento de la palabra de casamiento que le había dado, el cual se la revalidó condicionalmente, diciendo: que la cumpliría, "dando de ello primero cuenta al presidente, su señor"; que habiéndole dicho el Antonio de Quiñones su pretensión, le dijo el presidente que no se casase; con lo cual mudó de intento el Quiñones, y la doña María de Vargas, sentida del agravio, se apartó de su amistad, de manera que ya no se hablaban ni comunicaban. El Juan de Leiva, que vio muerto el fuego que había entre los dos, puso el pensamiento en casarse con la doña María de Vargas; y engañóse, porque aquella brasa de fuego que él tenía por muerta, no estaba sino cubierta con las cenizas de aquellas dos voluntades, que al primer soplo había de revivir y encenderse, y particularmente con el soplo de la privación, que es fortísimo. En fin, el Juan de Leiva dio parte de su intento al Antonio de Quiñones, rogándole que pues no se casaba con doña María de Vargas y su amistad era acabada, que él se quería casar con ella, y que tomase la mano y la metiese en efectuarlo. El Quiñones se comprometió y echó personas que lo tratasen con la doña María, cargando la mano el Antonio de Quiñones en abonar la persona del Juan de Leiva y su nobleza, con lo cual la doña María de Vargas hubo de dar el sí del casamiento. Cuando llego a considerar este negocio, considero en él la fragilidad humana, que ciega de su apetito y gusto, cierra ambos ojos a la razón y las puertas al entendimiento. Esta señora no podía estar olvidada de que Juan de Leiva era sabedor de sus flaquezas, ni tampoco él ignoraba estas amistades, pues que había sido tercero en ellas. ¿Con qué disculpas disculparé estas dos partes, o con qué capa las cubriré? Si quisiere decir que el nuevo estado mudaría las voluntades, no me atrevo a mandar en casa ajena. Capa no hallo ninguna, ni nadie la quiere dar, porque dicen la romperá el toro, que en tal paró ello; y así llevaron el pago de su atrevimiento. Cudicia de ser encomendero despeñó al Juan de Leiva, que no sabía, ni todos saben, la peste que trae consigo esta encomienda, que como es sudor ajeno, clama el cielo. ¡Maldita seas, cudicia, esponja y harpía hambrienta, lazo a donde muchos buenos han caído, y despeñadero a donde han sucedido millones de desdichas! Naciste en el infierno y en él te criaste, y agora vives entre los hombres, a donde traes por gala, tinta en sangre, la ropa que vistes; y por cadena al cuello, traes ya el engaño, tu pariente, eslabonado de víboras y basiliscos, y por tizón pendiente en ella al demonio, tu padre; el cual te trae por calles y plazas y tribunales, salas y palacios reales, y no reservas los humildes pajizos de los pobres, porque tú eres el sembrador de sus cosechas. ¡Maldita seas, cudicia, y para siempre seas maldita! Entraste en el seno de Juan de Leiva, espoleástele con la cudicia de la encomienda del pueblo de Toca y sus anexos; cerró los ojos a la razón, y con la facilidad de la dama se concluyó el casamiento, y últimamente se vinieron a vivir a esta ciudad de Santa Fe; y estando en ella, podemos decir, y cabe muy bien, que "donde amor ha cabido no puede olvido caber". Los dos amantes se comunicaban por escrito y de palabra. El Juan de Leiva, lastimado y asombrado de algunas cosas que había visto y de algunos papeles que había cogido, gastada la paciencia, le dijo al presidente don Juan de Borja, su señor, que le mandase a Antonio de Quiñones que no le entrase en su casa ni la solicitase, porque votaba a Dios que lo había de matar; y con esto le dijo el presidente lo que pasaba, y le mostró los billetes y papeles que había cogido. El presidente no se descuidó en avisar al Antonio de Quiñones, porque el uno y el otro eran sirvientes de su casa, mandándole expresamente, y so pena de su gracia, no fuese ni entrase en casa de Juan de Leiva, ni le solicitase a la mujer. Con esto, el Antonio de Quiñones vivía con cuidado, aunque no se podía vencer ni retraerse de las ocasiones que se le ofrecían, porque toda esta fuerza hace la privación de la cosa amada. El Juan de Leiva tampoco se descuidaba de seguirle los pasos al Quiñones y cogerle los papeles y billetes con las correspondencias. Al fin, vencido de la fuerza de la honra, si podemos decir que la tiene quien sabía lo qué él sabía y se casó de la manera que él se casó; en fin, él se determinó a matar a los dos amantes, la cual determinación puso en ejecución de la manera siguiente. Con la pasión de los celos vivía con notable cuidado, espiando de día y de noche, y muchas veces se antojaba ver visiones, como dijo San Pedro en la prisión, aunque en este caso las llamaremos ilusiones del demonio o gigantes de su propia imaginación, que le hacía creer lo fingido por verdadero; que éstas son las ganancias de los que andan en malos pasos. Pues arrebatado de esta falsa imaginación y pensando que el Antonio de Quiñones estaba con la mujer, le sucedía muchas veces, de noche y de día, entrar a su casa por las paredes, armado y con dos negros con sus alabardas, y allegar hasta la cama de la mujer sin ser sentido, y después de haber buscado todos los rincones y escondrijos de la casa, volverse a salir de ella sin hablar con la mujer ni decille cosa alguna, con lo cual la traía tan amedrentada y temerosa, que determinó de irse a un convento de monjas; y pluguiera a Dios hubiese puesto en ejecución tan buen pensamiento, que con esto excusara las muertes y daños que hubo; pero como tengo dicho ya otra vez, que cuando Dios Nuestro Señor permite que uno se pierda, también permite que no acierte en consejo ninguno que tome; esto por sus secretos juicios. Con este intento, la doña María de Vargas se salió de su casa y se fue a casa del presidente, don Juan de Borja, al cual suplicó favoreciese sus intentos, diciéndole que en poder de Juan de Leiva traía la vida vendida, contándole lo que con él le pasaba. El presidente la aquietó, y tomó la mano en hacer estas amistades, que no debiera; pero pensó que acertaba, y engañóse. Hízolos a todos amigos, como criados que eran de su casa y que habían pasado con él de Castilla a las Indias, amonestando muy en particular y en secreto al Antonio de Quiñones no entrase en casa de Juan de Leiva ni tratase con su mujer. Con esto el Quiñones determinó pasarse al Pirú, y trataba de hacer su viaje. El Juan de Leiva puso la mira en salirle al camino y matarle en él, porque del rabioso mal de celos es éste su paradero. Los celos son un eterno desasosiego, una inquietud perpetua, un mal que no acaba con menos que muerte, y un tormento que hasta la muerte dura. El hombre generoso y que es señor de su entendimiento ha de considerar a su mujer de tanto valor, que ni aun por la imaginación le pasara ofenderle; y él se ha de tener en tanta estima, que sólo su ser le haga seguro de semejante ofensa y afrenta. Lo que se saca de tener celos es que si es mentira, nunca sale de aquel engaño, antes se va en él consumiendo siempre; y si es verdad, después le pesa de haberlo visto, y que será más estarse en duda. Pongo por ejemplo: cuando cogió Vulcano en el lazo a su mujer Venus y a Marte, llamó a todos los dioses para que lo viesen, y él se deshonró, y en los dos amantes dobló el amor, tanto, que después no se recataban de él tanto como de primero; y así quedó el cojo Vulcano arrepentido. Pues andándose aviando el Antonio de Quiñones para irse al Pirú, sucedió que se trató el casamiento de doña Juana de Borja, hija del presidente don Juan de Borja y de doña Violante de Borja su legítima mujer, que a esta sazón ya era muerta, con el oidor don Luis de Quiñones, y se habían de desposar en la ciudad de Nuestra Señora de la Concepción, que pobló el gobernador Diego de Ospina en el valle de Neiva, a donde se había de llevar a la desposada y a donde había de venir el oidor, que estaba en el Pirú, por partir el camino. Con esto dejó el Antonio de Quiñones su viaje por ir con el presidente, que para su intento todo era uno; y el Juan de Leiva perdió la ocasión que esperaba, por cuanto habían de ir todos en tropa, con lo cual procuró tomar otro camino. Sucedió, pues, que la doña María de Vargas había escrito a Tunja a sus parientes los disgustos que tenía con el Juan de Leiva, y de cómo estaba determinada de irse a un convento de monjas y tratar de descasarse. Entre los parientes se trató el negocio y se acordó que Antonio Mancipe, cuñado de la doña María, viniese a Santa Fe y la metiese en un convento de monjas, y que pusiese luego el pleito de divorcio. Como ellos lo trataron en Tunja, se lo escribieron luego todo al Juan de Leiva, y de cómo había partido ya el Antonio Mancipe al negocio. Diéronle las cartas en la plaza de esta ciudad, donde las leyó. Estaba con él un primo suyo llamado Bartolomé de Leiva, que le había hecho venir de Toca, donde le tenía en sus haciendas, para que le ayudase en la ejecución de sus intentos. Leídas las cartas, determinó el Juan de Leiva de matar al Quiñones aquel propio día, lo uno porque ya el presidente andaba de camino para irse al casamiento de la hija, y lo otro, porque ya venía cerca el Antonio Mancipe a meter a la cuñada en el convento y ponerle el pleito. Pues en la misma plaza, los dos primos concertaron el orden que habían de tener en matar al Antonio de Quiñones, y así el Juan de Leiva se fue a casa del presidente a sacar al Quiñones y llevallo al matadero. El primo se fue a poner en la parada para hacer el hecho, que fue en las casas de la morada de la doña María y del Juan de Leiva; el cual entró en casa del presidente y halló que el Quiñones estaba dando de vestir a su señor, que de esto hizo después mucho sentimiento el presidente, y puso gran diligencia por prender al Leiva, por haber sacado al Quiñones de su recámara para matarlo, con trato doble y alevoso. Opiniones hubo sobre si ésta fue traición o no, y salió en discordia. Pero yo diré un punto en derecho, y es éste: de menor a menor no hay privilegio; y correrá la misma razón de traidor a traidor. Por lo menos, cabe aquí muy bien aquello que se suele decir: "A un traidor dos alevosos". Díjole el Leiva al Quiñones que su primo había venido a hacer cuenta con él de la hacienda que tenía en Toca a su cargo, y que ya le conocía cuán ocasionado era, y que él quería ahorrar pesadumbres; que le hiciese la merced de ir a su casa y hacer cuenta con él. Concedióselo el Antonio de Quiñones, y prevínose de armas para ir allá, aunque no de recato como debiera, pues le llamaba un enemigo tan conocido y tan declarado. Llevaba el Quiñones su espada, y por daga una pistola. El Leiva no llevaba espada por hacer mejor su hecho, y descuidarle. En la calle toparon al Juan de Otálora, platero de oro, que andaba buscando al Juan de Leiva para hacer la cuenta de unas joyas que le había hecho. Díjole: --"Vamos a casa y haremos todas estas cuentas". Con lo cual se fueron todos tres juntos; entraron en la casa; iba delante el Quiñones. Tenían prevenido un negro para que, en entrando, echase la llave en la puerta. En llegando el Quiñones al puesto donde estaba el Bartolomé de Leiva, el cual le dio la primera estocada o herida, dio una voz diciendo: --"¡Que me han muerto!". Allegó a este tiempo el Juan de Leiva, sacóle la espada de la cinta y diole con ella otras heridas, dejándolo con el primo para que lo acabase de matar; y él entró en busca de la mujer, que pensó no hallarla con el ruido que se había hecho, porque tuvo tiempo de arrojarse a la calle por una ventana, que eran bajas. Salía la pobre señora a ver qué ruido era el que había fuera. Topó con el marido, que le dio de estocadas, con lo cual murieron los dos amantes dentro de segundo día. Fue Nuestro Señor servido que tuviesen lugar de sacramentarse. El Juan de Otálora, que entró con ellos, viendo lo que pasaba, se metió en la caballeriza, porque no llevaba espada, y se escondió entre la yerba de los caballos. Tenía el Juan de Leiva prevenido y ensillado un caballo rucio, el cual de días atrás tenía enseñado y adiestrado a subir y bajar aquel camino que va a la primera cruz que está sobre la cordillera de esta ciudad. Tomó la pistola y espada de Quiñones y subió en el caballo. El primo había salido delante primero e ídose hacia el convento de los descalzos, a donde esperó al Juan de Leiva, que en allegando donde estaba, lo echó a las ancas del caballo, tomando el camino de la cruz. Pasó la palabra del hecho a la plaza del presidente y justicias. Salieron tras los delincuentes, fuéronlos siguiendo, porque desde la plaza y calles los veían huir, subiendo la cuesta arriba. El que más diligencia puso en seguirles fue el oidor Lorenzo de Terrones, acompañado de Lorenzo Gómez, el alguacil. Ganó la cumbre el Juan de Leiva con su primo, apeáronse del caballo a descansar, porque veían el espacio que llevaban los que le seguían. Llevaba el Juan de Leiva una sotanilla de luto, cortóla por más arriba del lagarto, y echósela al caballo a las ancas, para cubrirlo, y para que subiese el primo. Llegaron el oidor y el Lorenzo Gómez hasta ver el caballo. Víanlo por las ancas, parecíales morcillo, y el que llevaba Leiva era rucio. Diéronles voces de abajo diciendo: "Acá viene, acá viene", con que hicieron volver al oidor, porque lo cierto fue que reconocieron la determinación del Juan de Leiva, porque antes se había dejar matar que prender, y que se había de vender bien vendido o bien vengado. Reconocieron la ventaja de la pistola, y que la pendencia era o había de ser con hombres desesperados. Con lo cual determinaron de volverse y desviar al oidor de aquel riesgo. El Juan de Leiva y el primo dejaron el caballo en aquel puesto, cogieron el monte en la mano y emboscáronse. Confesó el Leiva que desde aquellos altos había visto los dos entierros. Algo sosegado el negocio, se bajaron por la quebrada de San Francisco y se fueron a San Diego, y de allí, saliendo de noche, a San Agustín. El primo era poco conocido en esta ciudad. Con las diligencias que se hacían por prenderlos, no tenía lugar seguro. Pasóse el Juan de Leiva a esconderse a casa del canónigo Alonso de Bonilla, a donde también fue sentido. íbanle a prender dos oidores, don Francisco de Herrera y Lorenzo de Terrones. Tuvo poco antes aviso el canónigo; echó fuera de casa al Leiva, con hábito de clérigo, en manos del doctor Osorio y del padre Diego de las Peñas, sus sobrinos. Bajaban por la calle por donde venían los oidores. Fueron venturosos en tener esquina que atravesar. Abajaba por la propia casa Alonso de Torralba, receptor de la Real Audiencia, conoció al Leiva y díjole: "¿Aquí estáis agora? Pues allí viene el infierno todo junto". Topóse con los oidores y preguntáronle qué clérigos eran aquéllos. Díjoles que el doctor Osorio y el cura Diego de las Peñas y que al otro no lo había conocido. Con lo cual los oidores se fueron a casa del canónigo e hicieron la diligencia y no le hallaron. De allí a cuatro o seis días salió el presidente para el valle de Neiva, al casamiento de su hija. Hizo noche en el pueblo de Ontibón, y no faltó quien dijo que aquella noche estuvo el Juan de Leiva en la plaza de aquel pueblo con los pajes del presidente, tratando de aquel negocio; que no fue mucho para un hombre atrevido y rematado como él lo estaba, pues se atrevió a andar en esta ciudad de noche, y con el dinero que tenía y con el primo se fueron a embarcar al puerto de Honda, donde se vieron en mucho riesgo y se volvieron al convento de San Agustín, de donde se fueron a la estancia del dicho convento, a donde el padre Barrera los tuvo escondidos muchos días en una cueva; y allí también fueron sentidos, porque envió la Real Audiencia a Lorenzo Gómez, alguacil de Corte, con gente para que los prendiesen; y tuvieron tan buena suerte, que la noche que llegó el Lorenzo Gómez, en su busca, se habían venido de madrugada a la ciudad, a buscar de comer. Habló aquella noche el Lorenzo Gómez con el padre Barrera, el cual le afirmó que no estaban allí los hombres que buscaba. Pasó allí la noche, y al otro día estaba el fraile con aquel cuidado que volviendo de Santa Fe no los viesen o topasen. Con este cuidado estaba cuando los vido venir. Metióse por una era de trigo; salióles al encuentro y dioles el aviso, con que se pusieron en cobro. Dentro de pocos días los despachó para el Pirú, a donde se fueron; y de él a Castilla, de donde el Juan de Leiva escribió al presidente, su señor, cómo quedaba en Lucena, su patria, a donde se había casado con una viuda rica; diciendo por conclusión de su carta: "¡Plegue a Dios, señor, que sea mejor que la otra!". Después se dijo en esta ciudad que habían quemado al Juan de Leiva, por haberle hallado culpado en cierta moneda falsa. Lo cierto es que mide Dios a los hombres con la vara que ellos propios miden, porque no deja el mal sin castigo ni el bien sin galardón. * * * Por muerte del arzobispo don Pedro de Ordóñez y Flórez, fue electo por arzobispo de este Nuevo Reino el doctor don Fernando Arias de Ugarte, obispo de Quito, natural de esta ciudad de Santa Fe; y pues doy cuenta de los prelados de esta santa Iglesia metropolitana, no se enfade el lector de que la dé un poco más larga de un hijo suyo, que por sus virtudes llegó a ser su prelado. Sirvióla en su niñez de acólito; y habiendo comenzado a estudiar gramática, le envió su padre a España, de poco menos de quince años, y en ella estudió leyes hasta graduarse; y estando abogando, fue nombrado por auditor general de los alborotos del Reino de Aragón, sobre la fuga que hizo de Madrid el secretario Antonio Pérez, los cuales averiguados vino a Indias proveído por oidor de Panamá, a donde le dejaremos hasta el siguiente, porque descanse el lector y yo, el necesitado.
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CAPÍTULO XIX De la cualidad de la tierra de Indias en general La cualidad de la tierra de Indias (pues es este el postrero de los tres elementos que propusimos tratar en este libro) en gran parte se puede bien entender por lo que está disputado en el libro antecedente de la Tórridazona, pues la mayor parte de Indias cae debajo de ella; pero para que mejor se entienda he considerado tres diferencias de tierra en lo que he andado en aquellas partes, una es baja y otra muy alta, y la que está en medio de estos extremos. La tierra baja es la que es costa de mar, que en todas las Indias se halla, y ésta de ordinario es muy húmeda y caliente, y así es la menos sana y menos poblada al presente; bien que hubo antiguamente grandes poblaciones de indios, como las historias de la Nueva España y del Pirú consta, porque como les era natural aquella región, a los que en ella nacían y se criaban, conservábanse bien. Vivían de pesquerías del mar y de las sementeras que hacían sacando acequias de los ríos, con que suplían la falta de lluvias que ordinariamente es poca en la costa y en algunas partes ninguna del todo. Tiene esta tierra baja grandísimos pedazos inhabitables, ya por arenales que los hay crueles, y montes enteros de arena, ya por ciénagas, que como corre el agua de los altos, muchas veces no halla salida y viértese, y hace pantanos y tierras anegadizas sin remedio. En efecto, la mayor parte de toda la costa del mar es de esta suerte en Indias; mayormente por la parte del mar del Sur. En nuestro tiempo está tan disminuída y menoscabada la habitación de estas costas o llanos, que de treinta partes se deben de haber acabado las veinte y nueve; lo que dura de indios creen muchos se acabará antes de mucho. Atribuyen esto diversos a diversas causas, unos a demasiado trabajo que han dado a los indios, otros al diverso modo de mantenimientos y bebidas que usan después que participan del uso de españoles; otros al demasiado vicio que en beber y en otros abusos tienen. Y yo para mí creo que esta desorden es la mayor causa de su diminución y el disputarlo no es para agora. En esta tierra baja que digo, que generalmente es mal sana y poco apta para la habitación humana, hay excepción de algunas partes que son templadas y fértiles, como es gran parte de los llanos del Pirú, donde hay valles frescos y abundantes. Sustenta por la mayor parte la habitación de la costa el comercio por mar con España, del cual pende todo el estado de las Indias. Están pobladas en la costa algunas ciudades, como en el Pirú, Lima y Trujillo; Panamá y Cartagena en Tierrafirme; Santo Domingo y Puerto Rico y La Habana en las islas, y muchos pueblos menores como la Veracruz en la Nueva España, Ica y Arica, y otro en el Pirú; y comúnmente los puertos (aunque poca) tienen alguna población. La segunda manera de tierra es por otro extremo muy alta, y por el consiguiente fría y seca, como lo son las sierras comúnmente. Esta tierra no es fértil ni apacible, pero es sana, y así es muy habitada; tiene pastos, y con ellos mucho ganado, que es gran parte del sustento de la vida humana; con esto suplen la falta de sementeras, rescatando y trajinando. Lo que hace estas tierras ser habitadas y algunas muy pobladas, es la riqueza de minas que se halla en ellas, porque a la plata y al oro obedece todo. En estas por ocasión de las minas, hay algunas poblaciones de españoles y de indios, muy crecidas, como el Potosí, Guancavelica en el Pirú, los Zacatecas en Nueva España. De indios hay por tolas las serranías grande habitación, y hoy día se sustentan y aun quieren decir que van en crecimiento los indios, salvo que la labor de minas gasta muchos, y algunas enfermedades generales han consumido gran parte, como el cocoliste en la Nueva España, pero en efecto de parte de su vivienda no se ve que vayan en diminución. En este extremo de tierra alta, fría y seca, hay los dos beneficios que he dicho de pastos y minas, que recompensan bien otros dos que tienen las tierras bajas de costa, que es el beneficio de la contratación de mar y la fertilidad de vino, que no se da sino en estas tierras muy calientes. Entre estos dos extremos hay la tierra de mediana altura, que aunque una más o menos que otra, no llegan ni al calor de la costa ni al destemple de puras sierras. En esta manera de tierra se dan sementeras bien, de trigo, cebada y maíz, las cuales no se dan en tierras muy altas, aunque sí en bajas. Tienen también abundancia de pastos y ganados; frutas y arboledas se dan asaz y verduras. Para la salud y para el contento es la mejor habitación, y así lo más que está poblado en Indias es de esta cualidad. Yo lo he considerado con alguna atención en diversos caminos y discursos que he hecho, y hallado por buena cuenta que las provincias y partes más pobladas y mejores de Indias, son de este jaez. En la Nueva España (que sin duda es de lo mejor que rodea el sol) mírese, que por doquiera que se entre, tras la costa luego se va subiendo, subiendo, y aunque de la suma subida se torna a declinar después, es poco y queda la tierra mucho más alta que está la costa. Así está todo el contorno de México y lo que mira el volcán, que es la mejor tierra de Indias. Así en el Pirú, Arequipa y Guamanga y el Cuzco, aunque una algo más y otra algo menos, pero en fin toda es tierra alta y que de ella se baja a valles hondos y se sube a sierras altas, y lo mismo me dicen de Quito y de Santa Fe, y de lo mejor del Nuevo Reino. Finalmente, tengo por gran acuerdo del Hacedor, proveer que cuasi la mayor parte de esta tierra de Indias fuese alta, porque fuese templada, pues siendo baja fuera muy cálida debajo de la Zona Tórrida, mayormente distando de la mar. Tiene también cuasi cuanta tierra yo he visto en Indias, vecindad de sierras altas por un cabo o por otro, y algunas veces por todas partes. Tanto es esto, que muchas veces dije allá que deseaba verme en parte donde todo el horizonte se terminase con el cielo y tierra tendida, como en España en mil campos se ve, pero jamás me acuerdo haber visto en Indias tal vista ni en islas ni en tierra firme, aunque anduve bien más de setecientas leguas en largo. Mas como digo, para la habitación de aquella región fue muy conveniente la vecindad de los montes y sierras para templar el calor del sol; y así todo lo más habitado de Indias es del modo que está dicho, y en general toda ella es tierra de mucha yerba, y pastos y arboleda, al contrario de lo que Aristóteles y los antiguos pensaron. De suerte que cuando van de Europa a Indias se maravillan de ver tierra tan amena y tan verde, y tan llena de frescura, aunque tiene algunas excepciones esta regla, y la principal es de la tierra del Pirú, que es extraña entre todas, de la cual diremos agora.
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De cómo los reyes del Cuzco mandaban que se tuviese cuenta en cada año con todas las personas que morían y nacían en todo su reino y cómo todos trabajaban y ninguno podía ser pobre con los depósitos. Para muchos efectos concuerdan los orejones que en el Cuzco me dieron la relación, que antiguamente, en tiempo de los reyes Incas, se mandaba por todos los pueblos y provincias del Perú que los señores principales y sus delegados supiesen cada año los hombres y mugeres que habían sido muertos y todos los que habían nacido; porque, así para la paga de los tributos como para saber la gente que había para la guerra y la que podía quedar por defensa del pueblo, convenía que se tuviese ésta, la cual fácilmente podían saber porque cada provincia, en fin del año, mandaba asentar en los quipos por la cuenta de sus nudos, todos los hombres que habían muerto en ella en aquel año, y por el siguiente los que habían nacido. Y por principio del año que entraba venían con los quipos al Cuzco, por donde se entendía así los que en aquel año habían nacido como los que faltaban, por ser muertos. Y en esto había gran verdad y certidumbre, sin en nada haber fraude ni engaños. Y entendido esto, sabían el Señor y los gobernadores los indios que destos eran pobres y las mugeres que eran viudas y si bien podían pagar los tributos y cuánta gente podía salir para la guerra y otras muchas cosas que para entre ellos se tenían por muy importantes. Y como sea este reino tan largo, como en muchos lugares de esta escriptura tengo dicho, y en cada provincia principal había número grande de depósitos llenos de mantenimientos y de otras cosas necesarias y provechosas para el provehimiento de los hombres, si había guerra gastábase, por donde quiera que iban los reales, de lo questaba en estos aposentos, sin tocar en lo que los confederados suyos tenían ni allegar a cosa ninguna que en sus pueblos hobiese; y si no había guerra, toda la multitud de mantenimientos que había se repartía por los pobres y por las viudas. Estos pobres habían de ser los que eran viejos demasiadamente, los que eran cojos, mancos o tollidos o toviesen otras enfermedades, porque si estaban sanos ninguna cosa les mandaban dar. Y luego eran tornados a hinchir los depósitos con los tributos que eran obligados a dar; y si por caso venía algún año de mucha esterilidad mandaban así mesmo abrir los depósitos y prestar a las provincias los mantenimientos necesarios; y luego, en el año que hobiese hartura, lo daban y volvían por su cuenta y medida cierta. Aunque los tributos que a los Incas se daban no sirvieran para otras cosas que para las dichas, era bien empleado, pues tenían su reino tan harto y bien proveído. No consentían que ninguno fuese haragán y anduviese hurtando el trabajo de otros, sino a todos mandaban trabajar. Y así, cada señor, en algunos días, iba a su chácara y tomaba el arado en las manos y aderezaba la tierra, trabajando en otras cosas. Y aún los mismos Incas lo hacían, puesto que era por dar buen ejemplo de sí, porque se había de tener por entendido que no había de haber ninguno tan rico que por serlo quisiese baldonar y afrentar al pobre; y con su orden no había ninguno que lo fuese en toda su tierra, porque, teniendo salud, trabajaba y no le faltaba, y estando sin ella de sus depósitos le proveían de lo necesario. Ni ningún rico podía traer mas arreo ni ornamento de los pobres ni diferenciar el vestido y traje, salvo a los señores y curacas, que éstos, por la dignidad suya, podían usar de grandes franquezas y libertades y lo mesmo los orejones, que entre todas las naciones eran jubilados.
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De cómo en el Cuzco se levantó un tirano y del alboroto que hobo y de cómo fueron castigadas ciertas mamaconas porque, contra su religión, usaban de sus cuerpos feamente; y de cómo Viracocha Inca volvió al Cuzco. De todas las cosas que a Viracocha sucedían iban al Cuzco las nuevas; y como en la ciudad se contase la guerra que tenía con los de Caitamarca dicen que se levantó un tirano hermano de Inca Yupanqui el pasado, el cual, habiendo estado muy sentido porque el señorío y mando de la ciudad se había dado a Viracocha inca y no a él y aguardaba tiempo oportuno para procurar de haber el señorío. Y este pensamiento tenía éste porque hallaba favor en alguno de los orejones y principales del Cuzco del linaje de los Orencuzco; y con la nueva desta guerra que el Inca tenía, paresciéndoles que tenía harto que hacer en la fenecer, animaban a este que digo para que, sin más aguardar, matase al que en la ciudad por gobernador había quedado, para se apoderar della. Capac, que así había por nombre, codicioso del señorío, juntados sus aliados en un día questaban en el templo del sol todos los más de los orejones y entre ellos Inca Roca el gobernador del Inca Viracocha, tomando las armas, publicando libertad del pueblo y que Viracocha Inca no pudo haber el señorío, arremetieron para el lugarteniente y lo mataron así a él como a otros muchos; la sangre de los cuales regaba los altares donde estaban las aras y santuarios y las figuras del sol. Las mamaconas con los sacerdotes salieron con grand ruido, maldiciendo a los matadores, diciendo que tan grand pecado grand castigo merecía. De la ciudad acudió grand golpe de gente a ver lo que era; y entendido, unos, aprobando lo hecho, se juntaron con Capac; otros, pesándoles, se pusieron en armas sin querer pasar por ello; y así, habiendo división, caían muchos muertos de una parte y de otra. La ciudad se alborotó en tanta manera que, reendiendo por los aires el sonido de sus propias voces, no se oían ni entendían. En esto, prevaleciendo el tirano, se apoderó de la ciudad matando a todas las mugeres del Inca, aunque las más principales habían ido con él. Huyéronse de la ciudad algunas, las cuales fueron a parar a donde Viracocha Inca estaba; y como por él fue entendido, disimulando el pesar que sintió, mandó a su gente que caminasen la vía del Cuzco. Pues volviendo a Capac el tirano, como hobo tomado la ciudad en sí quiso salir en público con la borla, para por todos ser tenido por rey; mas como el primer ímpetu fuese pasado y aquel furor conque los hombres, saliendo de su entero juicio, acometen grandes maldades, los mesmos que lo incitaron a que se levantase, riéndose de que quisiese la dignidad real le injuriaron de palabra y le desampararon, saliendo a encontrarse con el verdadero Señor, a quien pidieron perdón por lo que había cometido. A Capac no le faltó ánimo para llevar el negocio adelante; mas, viendo la poca parte que era, muy turbado, viendo la mudanza tan súpita maldecía a los que le habían engañado y a sí propio, por fiarse dellos; y por no ver con sus ojos al rey Inca castigó el mesmo su yerro, tomando ponzoña, de que cuentan que murió. Sus mujeres y hijos con otros parientes le imitaron en la muerte. La nueva de todo esto iba a los reales del Inca, el cual, como llegase a la ciudad y entrase en ella, fue derecho al templo del sol a hacer sacrificios. Los cuerpos de Capac y de los otros que se habían muerto mandó que fuesen echados en los campos para ser manjar de las aves y, buscando los participantes en la traición, fueron condenados a muerte. Entendido por los confederados y amigos de Viracocha Inca lo sucedido, le enviaron muchas embajadas con grandes presentes y ofrecimientos, congratulándose con él; y a estas embajadas respondió alegremente. En este tiempo dicen los orejones que había en el templo del sol muchas señoras vírgenes, las cuales eran muy honradas y estimadas y no entendían en más de lo por mí dicho en muchas partes desta Historia. Y cuentan que cuatro dellas usaban feamente de sus cuerpos con ciertos porteros de los que las guardaban; y, siendo sentidas, fueron presas y lo mesmo a los adulteradores, y el sacerdote mayor mandó que fuesen justiciados ellas y ellos. El Inca estaba con determinación a lo de Condesuyo, mas, hallándose cansado y viejo, lo dejó. Por entonces mandó que le fuesen hechos en el valle de Xaquixaguana unos palacios para salirse a recrear en ellos; y como tuviese muchos hijos y conosciese que el mayor de ellos, que había por nombre Inca Urco, en quien había de quedar el mando del reino, tenía malas costumbres y era vicioso y muy cobarde, deseaba privarlo del senorío para lo dar a otro más mancebo, que por nombre había Inca Yupanqui.
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CAPÍTULO XL De las vicuñas y tarugas del Pirú Entre las cosas que tienen las Indias del Pirú, notables, son las vicuñas y carneros que llaman de la tierra, que son animales mansos y de mucho provecho. Las vicuñas son silvestres y los carneros son ganado doméstico. Algunos han pensado que las vicuñas sean las que Aristóteles y Plinio, y otros autores, tratan cuando escriben de las que dicen capreas, que son cabras silvestres; y tienen sin duda similitud por la ligereza, por andar en los montes, por parecerse algo a cabras. Mas en efecto no son aquéllas, pues las vicuñas no tienen cuernos y aquéllas los tienen, según Aristóteles refiere. Tampoco son las cabras de la India Oriental, de donde traen la piedra bezaar, o si son de aquel género, serán especies diversas, como en el linaje de perros es diversa especie la del mastín y la del lebrel. Tampoco son las vicuñas del Pirú, los animales que en la provincia de la Nueva España tienen las piedras que allá llaman bezaares, porque aquellos son de especie de ciervos o venados. Así que no sé que en otra parte del mundo haya este género de animales, sino en el Pirú y Chile, que se continúa con él. Son las vicuñas mayores que cabras y menores que becerros; tienen la color que tira a leonado, algo más clara: no tienen cuernos, como los tienen ciervos y capreas; apaciéntanse y viven en sierras altísimas, en las partes más frías y despobladas, que allá llaman punas. Las nieves y el hielo no les ofende, antes parece que las recrea; andan a manadas y corren ligerísimamente; cuando topan caminantes o bestias, luego huyen como muy tímidas; al huír, echan delante de sí sus hijuelos. No se entiende que multipliquen mucho, por donde los reyes ingas tenían prohibida la caza de vicuñas, si no era para fiestas con orden suyo. Algunos se quejan que después que entraron españoles, se ha concedido demasiada licencia a los chacos o cazas de vicuñas, y que se han disminuído. La manera de cazar de los indios, es chaco, que es juntarse muchos de ellos, que a veces son mil, y tres mil y más, y cercar un gran espacio de monte, e ir ojeando la caza, hasta juntarse por todas partes, donde se toman trescientas, y cuatrocientas y más y menos, como ellos quieren, y dejan ir las demás, especialmente las hembras, para el multiplico. Suelen trasquilar estos animales, y de la lana de ellos hacen cubiertas o frazadas de mucha estima, porque la lana es como una seda blanda y duran mucho, y como el color es natural y no de tinte, es perpetuo. Son frescas y muy buenas para en tiempo de calores; para inflamaciones de riñones y otras partes las tienen por muy sanas, y que templan el calor demasiado, y lo mismo hace la lana en colchones, que algunos usan por salud, por la experiencia que de ello tienen. Para otras indisposiciones, como gota, dicen también que es buena esta lana, o frazadas hechas de ella; no sé en esto experiencia cierta. La carne de las vicuñas no es buena, aunque los indios la comen y hacen cusharqui o cecina de ella. Para medicina podré yo contar lo que vi: Caminando por la sierra del Pirú, llegué a un tambo o venta una tarde con tan terrible dolor de ojos, que me parecía se me querían saltar, el cual accidente suele acaecer de pasar por mucha nieve y miralla. Estando echado con tanto dolor que cuasi perdía la paciencia, llegó una india y me dijo: "ponte padre, esto en los ojos, y estarás bueno". Era una poca carne de vicuña recién muerta y corriendo sangre. En poniéndome aquella medicina, se aplacó el dolor, y dentro de muy breve tiempo se me quitó del todo, que no le sentí más. Fuera de los chacos que he dicho, que son cazas generales, usan los indios particularmente para coger estas vicuñas, cuando llegan a tiro, arrojarles unos cordelejos con ciertos plomos, que se les traban y envuelven entre los pies, y embarazan para que no puedan correr; y así llegan y toman la vicuña. Lo principal porque este animal es digno de precio son las piedras bezaares que hallan en él, de que diremos luego. Hay otro género que llaman tarugas, que también son silvestres, y son de mayor ligereza que las vicuñas; son también de mayor cuerpo, y la color más tostada; tienen las orejas blandas y caídas. Estas no andan a manadas como las vicuñas, a lo menos yo no las vi sino a solas y de ordinario por riscos altísimos. De las tarugas sacan también piedras bezaares, y son mayores y de mayor eficacia y virtud.