Capítulo XIV Que trata de cómo bajados aquellos capitanes indios a comer con el general les habló y la cautela que usaron con él Bajados los dos caciques capitanes que arriba dijimos con otros cinco indios al llano del valle y sitio donde el general Pedro de Valdivia tenía asentado su real, porque hay diferencia en los asientos de la gente de guerra, así como lo hay en todo lo demás; porque los cristianos que conquistan en indios y son cursados, asientan sus reales en lo más llano que hallan por ser lugar más fuerte, que haya muchos españoles o que haya pocos. Ansí se requiere por respeto que en lo llano son señores del campo con los caballos, y por consiguiente, los indios huyen de lo llano por temor de los caballos, y reconociendo la ligereza de los españoles, asientan su real entre arboledas y cuchillas de sierras y partes que los caballos no pueden caminar; y sin ellos no pueden aprovecharse, sino con grave trabajo por la gran cantidad de ellos. Y por este respetó digo que bajaron los dos capitanes con otros indios a donde estaba el general Pedro de Valdivia y le hicieron su acatamiento como ellos los usaban, con aquellas ceremonias que tienen de costumbre, haciendo una reverencia con ambas piernas, curvándolas un poco y alzando las manos parejas contra el rostro del que obedecen, haciendo con la boca una manera de besar. Y por esto llaman a esta ceremonia que quiere decir tanto como besar y adorar y reverenciar. Luego los mandó el general Valdivia asentar en el suelo como ellos usan y les mandó dar de comer, usando con ellos y su gente de una cautela que convenía, con tal astucia como la usó Bías con Aliate por librar del cerco a su patria. Requiérese con los indios hacerse así porque ellos siempre están fundados en cautelas y traiciones. Y estando comiendo les dio a entender cómo eran venidos a hacerse sus hermanos y que entendiesen que había en España un rey, como ya les había dicho, que tenía de ellos gran noticia, y que él venía a aquella tierra por su mandado, y que quería que fuesen cristianos, y que les daría a entender lo que habían de guardar y mantener. Y dioles chaquira y tijeras y espejos y cosas de nuestra España, especialmente cosas de vidrio que ellos tienen en mucho. Dado esto y hecha la plática, les dijo que se fuesen y que otro día viniesen a verle a un pueblo pequeño que estaba más abajo media legua, y que trujesen la gente que más pudiese de paz, y que los enviaría a llamar con un cristiano y un yanacona. Ellos dijeron que sí, y que si aquellos mensajeros enviaba, que ellos vendrían otro día, y que hablarían a los señores e les contarían lo que les había dicho, y le traerían la respuesta. Y ansí se fueron estos indios.
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CAPÍTULO XIV Batalla de un indio tula con tres españoles de a pie y uno de a caballo Porque la verdad de la historia nos obliga a que digamos las hazañas, así hechas por los indios como las que hicieron los españoles, y que no hagamos agravio a los unos por los otros, dejando de decir las valentías de la una nación por contar solamente las de la otra, sino que se digan todas como acaecieron en su tiempo y lugar, será bien digamos un hecho singular y extraño que un indio tula hizo poco después de la batalla que hemos referido. Y suplicamos no se enfade el que lo oyere porque lo contamos tan particularmente, que el hecho pasó así y en sus particularidades hay qué notar. Fue el caso que algunos españoles, que presumían de más valientes, andaban de dos en dos derramados por el campo donde había sido la batalla, mirando, como lo habían de costumbre, los muertos y notando las grandes heridas dadas de buenos brazos. Esto hacían siempre que había pasado alguna batalla grande y muy reñida. Un soldado, que se decía Gaspar Caro, natural de Medellín, peleó aquella noche a caballo y, como quiera que fue, o le derribaron los enemigos o él cayó del caballo, al fin lo perdió, y el caballo se huyó de la batalla y se fue por el campo. Para cobrarlo pidió Gaspar Caro a un amigo el caballo y fue a buscar el suyo, y, habiéndolo hallado, se volvió con él trayéndolo antecogido y así llegó donde andaban cuatro soldados mirando los muertos y heridos. Uno de ellos, llamado Francisco de Salazar, natural de Castilla la Vieja, subió en el caballo para mostrar su buena jineta, que presumía de ella. A este punto, uno de los tres soldados que estaban a pie, llamado Juan de Carranza, natural de Sevilla, dio voces diciendo: "¡Indios, indios!" Y la causa fue que vio levantarse un indio de unas matas que por allí había y volverse a esconder. Los dos de a caballo, sin más mirar, entendiendo que era mucha gente, fueron corriendo el uno a una mano y el otro a otra por atajar los indios que saliesen. Juan de Carranza, que había visto al indio, fue corriendo a las matas donde estaba escondido, y el uno de sus dos compañeros fue a toda prisa en pos de él, y el otro, no habiendo visto más de un indio, fue poco a poco tras ellos. El bárbaro, como viese que no podía escapar porque los caballos y peones le habían atajado por todas partes, salió de las matas corriendo a recibir a Juan de Carranza. Traía en las manos una hacha de armas que le había cabido en suerte del saco y despojo que aquella madrugada los indios hicieron a los ballesteros. Era la hacha del capitán Juan Páez, y, como joya de capitán de ballesteros, estaba bien afilada de filos, con un asta de más de media braza, muy acepillada y pulida. Con ella, a dos manos, dio el indio a Juan de Carranza un golpe sobre la rodela, que, derribando al suelo la mitad de ella, le hirió malamente en el brazo. El español, así del dolor de la herida como de la fuerza del golpe, quedó tan atormentado que no tuvo vigor para ofender al enemigo, el cual revolvió sobre el otro español que iba cerca del Carranza y le dio otro golpe ni más ni menos que al primero, que partió la rodela en dos partes, y le dio otra mala herida en el brazo y lo dejó como a su compañero, inhabilitado para pelear. Este soldado se decía Diego de Godoy y era natural de Medellín. Francisco de Salazar, que era el que había subido en el caballo de Gaspar Caro, viendo los dos españoles tan mal parados, arremetió a toda furia contra el indio, el cual, porque el caballo no le atropellase, corrió a meterse debajo de una encina que estaba cerca. Francisco de Salazar, no pudiendo entrar con el caballo debajo del árbol, se llegó a él, y caballero como estaba tiraba al indio unas muy tristes estocadas, que no podía alcanzarle con ellas. El indio, no pudiendo bracear bien con la hacha porque las ramas del árbol se lo estorbaban, salió de debajo de él y se puso a mano izquierda del caballero y, alzando la hacha a dos manos, dio al caballo encima de toda la espalda, junto a la cruz, y con el gavilán de la hacha se la abrió toda hasta el codillo y el caballo quedó sin poderse menear. A este punto llegó otro español que venía a pie, que, por parecerle que para un indio solo bastarían dos españoles a pie y uno a caballo, no se había dado más prisa. Este era Gonzalo Silvestre, natural de Herrera de Alcántara. Como el indio lo vio cerca, salió a recibirle con toda ferocidad y braveza, habiendo cobrado nuevo ánimo y esfuerzo con los tres golpes tan victoriosos que había dado, y, tomando la hacha a dos manos, le tiró un golpe que fuera como los dos primeros si Gonzalo Silvestre no entrara más recatado que los otros para poderle hurtar el cuerpo, como lo hizo. La hacha pasó rozando la rodela, que no asió en ella, y por la mucha fuerza que llevaba no paró hasta el suelo. El español le tiró entonces una cuchillada de revés, de alto abajo, y, alcanzándole por la espalda, le hirió en la frente y por todo el rostro abajo y en el pecho y en la mano izquierda, de manera que se la cortó a cercén por la muñeca. El infiel, viéndose con sola una mano y que no podía jugar de la hacha a dos manos como él quisiera, puso la asta sobre el tocón del brazo cortado y desesperadamente se arrojó de un salto a herir al español, de encuentro, en la cara. El cual, apartando la hacha con la rodela, metió la espada por debajo de ella, y, de revés, le dio cuchillada por la cintura que, por la poca o ninguna resistencia de armas ni de vestidos que el indio llevaba, ni aun de hueso, que por aquella parte el cuerpo tenga, y también por el buen brazo del español, se la cortó toda con tanta velocidad y buen cortar de la espada que, después de haber ella pasado, quedó el indio en pie y dijo al español: "Quédate en paz." Y, dichas estas palabras, cayó muerto en dos medios. A este tiempo vino Gaspar Caro, cuyo era el caballo que Francisco de Salazar trajo a la pelea, el cual viendo cual estaba su caballo, lo tomó sin hablar palabra, guardando su enojo para mostrarlo en otra parte, y, antecogido, lo llevó al gobernador y le dijo: "Porque vea vuesa señoría la desdicha de algunos soldados que en el ejército tiene, aunque ellos presumen de valientes, y vea juntamente la ferocidad y braveza de los naturales de esta provincia Tula, le hago saber que uno de ellos de tres golpes de hacha inhabilitó de poder pelear a dos españoles de a pie y a uno de a caballo, y los acabara de matar si Gonzalo Silvestre no llegara a tiempo a los socorrer, el cual, de la primera cuchillada que dio al enemigo, le abrió la cara y el pecho y le cortó una mano y de la segunda le partió por la cintura." El gobernador y los que con él estaban se admiraron de oír la valentía y destreza del indio y del buen brazo del español, y, porque Gaspar Caro, con el enojo de la desgracia de su caballo, se desmandaba a notar de infelices o cobardes a los tres españoles, queriendo el general volver por la honra de ellos, que cierto eran valientes y hombres para cualquier buen hecho, le dijo que se reportase de su enojo y mirase que eran suertes de ventura, la cual en ninguna cosa se mostraba más variable que en los sucesos de la guerra, favoreciendo hoy a unos y mañana a otros; que procurase curar con brevedad el caballo, que le parecía no moriría porque la herida no era penetrante; y que, por la admiración que con su relación le había causado, quería ir a ver con sus propios ojos lo sucedido, porque de cosas tan hazañosas era razón que muchos pudiesen dar testimonio de ellas. Diciendo esto, fue acompañado de mucha gente a ver el indio muerto y las valentías que dejaba hechas, y de los mismos españoles heridos supo las particularidades que hemos referido, de que el gobernador y todos los que lo oyeron se admiraron de nuevo.
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De algunas guerras que tuvieron Tezozómoc rey de Azcaputzalco y los señores mexicanos, ampliando su señorío; y de la sucesión de Acamapichtli en el reino de los culhuas por Illancueitl, su mujer y otras cosas que sucedieron hasta la muerte de Techotlalatzin Así como entró en la sucesión del reino Tezozómoc, convocó a sus dos hermanos Hepcoatzin y Acamapichtli señores de México, para hacer guerra contra Tzonpantecuhtli, rey que a la sazón era del reino de los otomíes, que tenían su corte en Xaltocan y contra los de Cuauhtitlan y Tepotzotlan y juntando para el efecto sus gentes fueron sobre ellos y de tal manera hicieron la guerra, que se apoderaron del reino de los otomíes y Tzonpantecuhtli, su señor, determinó irse huyendo a la provincia de Metztitlan de donde lo era también. Techotlalatzin viendo estas alteraciones, juntó su gente y se puso con ella en Chicunauhtla, para desde allí conocer los designios de los tepanecas y mexicanos y aquella noche, cuando dieron la batalla a Tzonpantecuhtli y le ganaron la ciudad de Xaltocan, paso cerca de su ejército un escuadrón de los otomíes que iban huyendo y llevaban en medio de él mucha gente miserable de mujeres, niños y viejos; entendiendo que eran algunos de los enemigos, que pretendían entrarse en las tierras del reino de Tetzcuco, fue en su seguimiento hasta Tezontépec en donde echó de ver que era gente forajida; y como supo de su calamidad, trabajos y que era gente doméstica, los mandó volver y les dio tierras y lugares en la provincia que desde entonces se llamó de Otopan para que los poblasen y Tezozómoc se alzó con el reino de los otomíes desde este tiempo y con la provincia de Mazahuacan y con la de Coauhtitlan y Tepozotlan, dando y repartiendo algunos pueblos y lugares a los señores mexicanos. Asimismo vinieron otros otomíes del reino de los tepanecas y de la provincia de Cuahuacan para que los amparase y les diese tierras en que poblar, porque Tezozómoc su señor los tenía muy oprimidos con hechos y tributos excesivos que cada día les imponía; el cual los admitió y envió a poblar en Yahualiuhcan y Macapan, en donde permanecieron. Acamapichtli señor de los tenochcas, viéndose ya en esta sazón poderoso y favorecido del rey Tezozómoc y de Hepcoatzin, sus hermanos, procuró introducirse y alzarse con el reino de los culhuas, por el derecho que pretendía tener por Yllancueitl su mujer, hija, aunque menor, de Achitometzin; lo cual hizo con facilidad. Lo uno porque en aquella sazón Coxcoxtzin que era rey de los culhuas, estaba desflaquecido de gente y señorío, pues el de Coatlichan lo había dejado a su hermano Mococomatzin con la codicia de heredar el reino de los culhuas, como en efecto lo heredó; y lo otro porque entre los mismos culhuas había bandos y discordias sobre sus idolatrías y antigüedades de sus dioses; y así Acamapichtli se apoderó del reino sin contradicción ninguna y Coxcoxtzin se fue a Coatlichan y con él algunos de los culhuas de la parte caída; que poblaron en Coatlichan y de los mismos que fueron a Tetzcuco, como queda atrás referido. Acamapichtli no quiso asistir en Culhuacan cabecera de aquel reino, sino que puso un gobernador del que fue su nieto Quetzaloya hijo de Chalchiutlatónac señor de Coiohuacan; el cual y su hermano Hepcoatzin señor de Tlatelolco murieron ambos casi a un tiempo, habiendo reinado cincuenta y un años según la Historia general, que es la que sigo. Y entró en la sucesión Huitzilihuitzin, el cual casó con Tetzihuatzin, hija de Acolnahuacatzin, señor de Tlacopan y de Tzihuacxochitzin; en la cual tuvo ocho hijos; el primero que fue Chimalpopocatzin, que le heredó en el señorío; la segunda Matlatzihuatzin que casó con Ixtlilxochitzin rey de Tetzcuco; el tercero Omipoxtectzin; el cuarto Tlatopilia; el quinto Zacahuehuetzin; el sexto Itzcoatzin, que asimismo vino a ser rey de México; el séptimo Temilotzin; el octavo y último, Temictzin. A Hepcoatzin sucedió en el señorío de Tlatelolco, Quaquauhpitzáhuac, el cual casó con Coaxochitzin, señor de la casa de Coatlichan, y tuvo tres hijos; que fue el primero Amantzin; el segundo Tlacateotzin, tercer señor de Tlatelolco y a la última y tercera Matlalatzin. El rey Tezozómoc casó con Chalchiuhcozcatzin en quien tuvo once hijos; que el primero fue Maxtla que después le sucedió en el reino; el segundo Tecuhicpaltzin; el tercero Tayatzin; la cuarta Cuetlachcihuatzin, que caso con Tlacateotzin señor de Tlatelolco; la quinta Cuetlaxxochitzin, que casó con Xilomantzin hijo de Quetzalia de Culhuacan; la sexta Tzihuacxochitzin, que caso con Acolnahuacatzin señor de Tlacopan; la séptima Chalchiuhcihuatzin, que casó con Tlatocatlatzacuilotzin señor de Acolman; la octava Tecpaxochitzin, que habiendo sido casada con Técpatl, señor de Atotonlico, la repudió y después pretendió su padre darla por mujer legítima a Ixtlilxochitzin rey de Tetzcuco, el cual no la admitió sino por concubina, que fue una de las causas en que se fundó Tezozómoc para tiranizar el imperio; la novena se llamó Papaloxochitzin, que casó con Opantecuhtli señor de Coatlichan; los otros últimos fueron hembras. Cerca de los fines del imperio de Techtlalatzin murieron Quacluauhpitzáhuac señor de Tlatelolco y entró en su lugar Tlacateotzin su hijo, que tuvo en Cuetlachcihuatzin, hija de Tezozómoc, tres hijos; los dos que fueron varones nacieron de un vientre, los cuales se llamaron Tzontecomoctzin y Quauhtlatoatzin Y asimismo murió Huitzilihuitzin y entró en la sucesión del señorío de Thenotitlan y reino de los culhuas Chimalpopocatzin, el cual casó con Matlalatzin, hija de Quaquauhtipitzáhuac señor de Tlatelolco, en la cual tuvo siete hijos; que los dos últimos fueron Quatlecoatzin y Motecuhzomatzin Ilhuacamina, primero de este nombre que vino a ser rey de México, y el menor de todos sus hermanos. Habiendo sucedido y pasado todas las cosas referidas, murió el emperador Techotlalatzin en sus palacios de Oztotícpac dentro de la ciudad de Tetzcuco (después de haber gobernado ciento y cuatro años), con gran sentimiento de todos los del imperio que a la sazón había en esta Nueva España que eran entre reyes y señores sesenta y siete, según por la Historia general parece, y se hallaron los más de ellos en sus honras y entierros que fue el año de 1357 de la encarnación de Cristo nuestro señor que llaman chicuecalli.
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De la consagración de los Reyes de la Nueva España Al morir el emperador de los mexicanos, los reyes de Tezcoco y de Tlacopan, los teteuhqui y los tequitlatoque, clases de magistrados llamados así en la lengua mexicana, se reunían al mismo tiempo en la ciudad y designaban por los sufragios de todos a otro que sucediera al difunto; la mayor parte de las veces al hermano mayor (como dijimos) o a los hijos, o si había muerto sin hermanos, sobrinos e hijos, al pariente consanguíneo de grado más cercano, con tal de que fuese reputado digno del oficio regio, apto para conservar la República y para dilatar más y más el Imperio. Con gran pompa pero todos en silencio, conducían al electo desnudo y cubiertas tan sólo las partes pudendas al templo de Hoitzilopuchtli, que era el mayor de todos, y de allí por las escalinatas a los altares mismos, apoyado en dos señores de magna estimación en aquel Imperio, los cuales habían sido escogidos desde hacía tiempo para ese objeto. Precedían los reyes predichos, en cuyos mantos se veían entretejidas las imágenes que indicaban los cargos que tenían que desempeñar ese día. Unos cuantos subían entonces al altar, y éstos para que vistieran al nuevo rey y que asistieran a los ritos establecidos que tenían que observarse. Contemplábalos una numerosa turba desde las escalinatas, desde el suelo y desde los tejados. Se aproximaban después al altar con grandísima reverencia, doblaban las rodillas delante del simulacro de Hoitzilopochtli, y suplicantes llevaban a la boca un dedo con el que habían tocado la tierra primero. Luego el sumo sacerdote vestido de pontifical, y acompañado por innumerables otros de orden inferior vestidos de fiesta, sin hablar palabra, teñía todo el cuerpo del rey con un pigmento negro, preparado y mezclado para ese objeto y después, saludando al ungido, lo rociaba y regaba con ciertas aguas consagradas a los dioses, según la costumbre, empleando un hisopo hecho con hojas de caña, de cedro, y de sauce, tal vez por alguna significación y propiedad conocida de ellos. Le ponía después en la cabeza un manto cuyo tejido representaba huesos de hombre y calaveras y a éste se le sobreponía otro negro y otro azul pintados con las mismas figuras e imágenes. Le rodeaba el cuello con unas correas coccíneas muy largas, con muchos ramales pendientes, en cuyas extremidades se cosían algunas insignias reales. Le colgaban también a la espalda una calabaza llena de un polvo con cuya fuerza se disipara la peste, se apartaran los dolores y toda clase de enfermedades y se estrellaran las artes malignas de los fascinadores y burladores benéficos, de modo que ninguno de ellos le pudiese empecer. Se le ponía después en el brazo izquierdo un saco lleno de incienso del país y un vaso de barro lleno de carbón que hacían de corteza de encina. Así adornado, se levantaba el rey y echaba incienso al fuego: con magna reverencia y modestia insigne deleitaba a Hoitzilopochtli con el suave olor y cuando había concluido, se sentaba. Entonces el sumo sacerdote lo obligaba bajo juramento a observar para siempre la religión de los patrios dioses, a no violar nunca los derechos y estatutos de los mayores, y a ser considerado justo y equitativo; a no agraviar sin causas justísimas a sus súbditos, confederados y amigos; a mostrarse fuerte en la guerra y hacer que el sol no abandonara su curso acostumbrado y no dejara de iluminar el orbe; que las nubes llovieran, que los ríos prosiguieran su curso, y que la tierra produjera todo género de semillas, frutos y legumbres abundantemente; las cuales todas, y otras cosas semejantes a éstas, que no puede ejecutar el poder humano, el nuevo rey, a tal punto lo creían dios, juraba que él lo haría. Daba las gracias al sumo sacerdote, invocaba la ayuda y el auxilio de los dioses y de los presentes y así bajaba por las escalinatas apoyado en los mismos con quienes pidiendo a los dioses un Imperio feliz y fausto, que gobernara durante largo tiempo con salud de todo el pueblo. Vieras entonces a ésos hablar con grande alegría entre ellos, y a aquéllos pulsar instrumentos varios y a todos manifestar y mostrarse mutuamente la hilaridad del ánimo con varios signos y movimientos de cabeza. Antes de que bajase todos los principales varones que estaban presentes daban obediencia al nuevo emperador, y con ánimo dispuesto lo recibían como señor y rey, lo que atestiguaban con presentes de hermosas plumas, morriones, brazaletes, caracoles, collares y varios otros ornamentos de oro, y mantas en las que estaban tejidos cráneos de hombre. Acompañábanle después hasta una gran sala, e íbanse. El rey se sentaba en el trono llamado tlacalteco, y no salía del templo durante cuatro días para dedicarse a la oración, a los sacrificios y a otras cosas semejantes, y prestarles incesante atención. Sólo una vez al día tomaba alimento, pero, sin embargo, comía carne, sal, chile y la demás comida acostumbrada por los reyes. También una sola vez al día usaba del baño, pero en la noche era lavado de nuevo en una ancha alberca, donde se extraía sangre de las orejas perforadas, la ofrecía a los dioses de la lluvia, que llaman Tlaloques, y a las otras imágenes presentes en el patio y en el templo, y les presentaba tortas, flores, frutos, palomas, tórtolas, codornices, virutas de caña teñidas en la propia sangre, sangre sacada de la lengua, de las narices, de las manos, de las partes pudendas y de otras partes del cuerpo. Pasados esos cuatro días se acercaban a él todos los próceres para conducirlo al Palacio Real, lo que se hacía con concurso increíble y magno aplauso y pompa de todo el pueblo. Pocos sin embargo miraban al rostro real después de la consagración. Del mismo modo se ungía a los otros reyes, súbditos del Imperio Mexicano, pero sin subir las gradas. Después, lo que se había hecho era afirmado y sancionado por el Emperador de México como máximo de todos los reyes. Vueltos al fin a su patria, con gran alegría y alegres convites, atestiguaban el gozo del ánimo por la dignidad recientemente obtenida.
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CAPÍTULO XIV De la guerra y victoria que tuvieron los mexicanos de la ciudad de Cuyoacán Aunque lo principal de los tepanecas era Azcapuzalco, había también otras ciudades que tenían entre ellos señores proprios, como Tacuba y Cuyoacán. Éstos, visto el estrago pasado, quisieron que los de Azcapuzalco renovaran la guerra contra mexicanos, y viendo que no salían a ello como gente del todo quebrantada, trataron los de Cuyoacán de hacer por sí la guerra, para la cual procuraron incitar a las otras naciones comarcanas, aunque ellas no quisieron moverse ni trabar pendencia con los mexicanos. Mas creciendo el odio y invidia de su prosperidad, comenzaron los de Cuyoacán, a tratar mal a las mujeres mexicanas que iban a sus mercados, haciendo mofa de ellas, y lo mismo de los hombres que podían maltratar, por donde vedó el rey de México, que ninguno de los suyos fuese a Cuyoacán, ni admitiesen en México ninguno de ellos. Con esto acabaron de resolverse los de Cuyoacán, en darles guerra, y primero quisieron provocarles con alguna burla afrentosa, y fue convidarles a una fiesta suya, solemne, donde después de haberles dado una muy buena comida y festejado con gran baile a su usanza, por fruta de postre les enviaron ropas de mujeres, y les constriñeron a vestírselas y volverse así con vestidos mujeriles a su ciudad, diciéndoles que de puro cobardes y mujeriles, habiéndoles ya provocado, no se habían puesto en armas. Los de México, dicen que les hicieron en recompensa otra burla pesada, de darles a las puertas de su ciudad de Cuyoacán, ciertos humazos, con que hicieron malparir a muchas mujeres y enfermar mucha gente. En fin paró la cosa en guerra descubierta, y se vinieron los unos a los otros a dar batalla de todo su poder, en la cual alcanzó la victoria el ardid y esfuerzo de Tlacaellel, porque dejando al rey Izcoatl, peleando con los de Cuyoacán, supo emboscarse con algunos pocos valerosos soldados, y rodeando, vino a tomar las espaldas a los de Cuyoacán, y cargando sobre ellos, les hizo retirar a su ciudad; y viendo que pretendían acogerse al templo, que era muy fuerte, con otros tres valientes soldados rompió por ellos y les ganó la delantera, y tomó el templo y se lo quemó, y forzó a huír por los campos, donde haciendo gran riza en los vencidos, les fueron siguiendo por diez leguas la tierra adentro, hasta que en un cerro, soltando las armas y cruzando las manos, se rindieron a los mexicanos; y con muchas lágrimas les pidieron perdón del atrevimiento que habían tenido en tratarles como a mujeres, y ofreciéndose por esclavos, al fin les perdonaron. De esta victoria volvieron con riquísimos despojos los mexicanos, de ropas, armas, oro, plata, joyas y plumería lindísima, y gran suma de cautivos. Señaláronse en este hecho sobre todos, tres principales de Culhuacán, que vinieron a ayudar a los mexicanos, por ganar honra; y después de renoconidos por Tlacaellel y probados por fieles, dándoles las divisas mexicanas, los tuvo siempre a su lado, peleando ellos con gran esfuerzo. Viose bien que a estos tres, con el general, se debía toda la victoria, porque de todos cuantos cautivos hubo, se halló que de tres partes las dos eran de estos cuatro, la cual se averiguó fácilmente por el ardid que ellos tuvieron, que en prendiendo alguno luego, le cortaban un poco del cabello y lo entregaban a los demás, y hallaron ser los del cabello cortado en el exceso que he dicho; por donde ganaron gran reputación y fama de valientes, y como a vencedores, les honraron con darles de los despojos y tierras, partes muy aventajadas, como siempre lo usaron los mexicanos, por donde se animaban tanto los que peleaban, a señalarse por las armas.
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CAPÍTULO XIV Sucesos que durante el crecer y menguar del Río Grande pasaron, y el aviso que de la liga dio Anilco Todo el tiempo que duró el crecer del Río Grande, que fueron cuarenta días, no cesaron los españoles de trabajar en la obra de los bergantines, aunque el agua les hacía estorbo; empero, subíanse a las casas grandes que dijimos habían hecho altas del suelo, que llamaban atarazanas, y allá trabajaban con tan buena maña e industria en todos oficios que aun hasta el carbón para las herrerías hacían dentro en aquellas casas encima de los sobrados de madera, y lo hacían de las ramas que cortaban de los árboles que salían fuera del agua, que entonces no había otra madera ni leña, que todo estaba cubierto de agua. En estas obras los que más notablemente ayudaban a trabajar, no solamente como ayudantes sino como maestros que hubieran sido de herrería y carpintería y calafates, eran dos caballeros hermanos, llamados Francisco Osorio y García Osorio, deudos muy cercanos de la casa de Astorga, y el Francisco Osorio era en España señor de vasallos. Los cuales, aunque tan nobles, acudían con tanta prontitud, maña y destreza a todo lo que era menester trabajar, como siempre habían acudido a todo lo que fue menester pelear, y con el buen ejemplo de ellos se animaban todos los demás españoles nobles y no nobles a hacer lo mismo, porque el obrar tiene más fuerza que el mandar para ser imitado. Con la creciente del Río Grande, como la inundación fuese tan excesiva, se deshizo toda la gente de guerra que los caciques de la liga contra los castellanos habían levantado, porque a todos ellos les fue necesario y forzoso acudir a sus pueblos y casas a reparar y poner en cobro lo que en ellas tenían, con lo cual estorbó Nuestro Señor que por entonces no ejecutasen estos indios el mal propósito que tenían de matar los españoles o quemarles los navíos. Y, aunque la gente se deshizo, los curacas no se apartaron de su mala intención, y, para la encubrir, enviaban siempre recaudos de su amistad fingida, a los cuales respondía el gobernador con la disimulación posible, dándoles a entender que estaba ignorante de la traición de ellos, mas no por eso dejaba de recatarse y guardarse en todo lo que convenía para que sus enemigos no le dañasen. A los últimos de abril empezó a menguar el río tan a espacio como había crecido, que aún a los veinte de mayo no podían andar los castellanos por el pueblo sino descalzos y en piernas por las aguas y lodos que había por las calles. Esto de andar descalzos fue uno de los trabajos que nuestros españoles más sintieron de cuantos en este descubrimiento pasaron, porque, después de la batalla de Mauvila, donde se les quemó cuanto vestido y calzado traían, les fue forzoso andar descalzos, y, aunque es verdad que hacían zapatos, eran de cueros por curtir y de gamuzas, y las suelas eran de lo mismo, y de pieles de venados que, luego que se mojaban, se hacían una tripa. Y, aunque pudieran, usando de su habilidad, pues la tenían para cosas mayores y más dificultosas, hacer alpargates, como lo hicieron los españoles en México y en Perú y en otras partes, en esta jornada de la Florida no les fue posible hacerlos porque no hallaron cáñamo ni otra cosa de que los hacer. Y lo mismo les acaeció en el vestir, que, como no hallasen mantas de lana ni de algodón, se vestían de gamuza, y sola una ropilla servía de camisa, jubón y sayo, y habiendo de caminar y pasar ríos o trabajar con agua que les caía del cielo, no teniendo ropa de lana con que defenderse de ella, les era forzoso andar casi siempre mojados y muchas veces, como lo hemos visto, muertos de hambre, comiendo hierbas y raíces por no haber otra cosa. Y de esto poco que en nuestra historia hemos dicho y diremos hasta el fin de ella podrá cualquier discreto sacar los innumerables y nunca jamás bien ni aun medianamente encarecidos trabajos que los españoles en el descubrimiento, conquista y población del nuevo mundo han padecido tan sin provecho de ellos ni de sus hijos, que por ser yo uno de ellos, podré testificar bien esto. Fin de mayo volvió el río a su madre habiendo recogido sus aguas que tan largamente había derramado y extendido por aquellos campos. Y, luego que la tierra se pudo hollar, volvieron los caciques a sacar en campaña la gente de guerra que habían apercibido y salieron determinados de dar con brevedad ejecución a su empresa y mal propósito. Lo cual, sabido por el buen capitán general Anilco, fue, como solía, a visitar al gobernador y en secreto, de parte de su cacique y suya, le dio muy particular cuenta de todo lo que Quigualtanqui y sus aliados tenían ordenado en daño de los españoles, y dijo cómo tal día venidero cada curaca, de por sí aparte, le enviaría sus embajadores, y que lo hacían porque no sospechase la liga y traición de ellos si viniesen todos juntos. Y, para mayor prueba de que le decía verdad y que sabía el secreto de los caciques, relató lo que cada embajador había de decir en su embajada y la dádiva y presente que en señal de su amistad había de traer, y que unos vendrían por la mañana y otros a medio día y otros a la tarde, y que estas embajadas habían de durar cuatro días, que era el plazo que los caciques confederados habían puesto y señalado para acabar de juntar la gente y acometer los españoles. Y la intención que traían era matarlos a todos y, cuando no pudiesen salir con esta empresa, a lo menos quemarles los navíos porque no se fuesen de su tierra, que después pensaban acabarlos a la larga con guerra continua que les darían. Habiendo dicho el general Anilco lo que pertenecía al aviso de la traición de los curacas, dijo: "Señor, mi cacique y señor Anilco ofrece a vuestra señoría ocho mil hombres de guerra, gente escogida y temida de todos los de su comarca, con que vuestra señoría resista y ofenda a sus enemigos. Y yo ofrezco mi persona para venir con ellos y morir en vuestro servicio. También dice mi señor que si vuestra señoría quisiese retirarse a su tierra, que desde luego se la ofrece para todo lo que a vuestro servicio convenga, y muy encarecidamente suplica a vuestra señoría acepte su ánimo y su estado y señorío, y de todo use como de cosa suya propia. Y podrá vuestra señoría creerme que, si va al estado de mi señor Anilco, estará seguro que no osen sus enemigos ofenderle y, entretanto, podrá vuestra señoría ordenar lo que mejor le estuviese."
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En que se contiene el camino que hay desde la ciudad de Antiocha a la villa de Ancerma, y qué tanto hay de una parte a otra, y de las tierras y regiones que en este camino hay Saliendo de la ciudad de Antiocha y caminando hacia la villa de Ancerma verse ha aquel nombrado y rico cerro de Buritica, que tanta multitud de oro ha salido dél en el tiempo pasado. El camino que hay de Antiocha a la villa de Ancerma son setenta leguas; es el camino muy fragoso, de muy grandes sierras peladas, de poca montaña. Todo ello o lo más está poblado de indios, y tienen las casas muy apartadas del camino. Luego que salen de Antiocha se allega a un pequeño cerro que se llama Corome, que está en unos vallecetes, donde solía haber muchos indios y población; y entrados los españoles a conquistarlos, se han diminuído en grande cantidad. Tiene este pueblo muy ricas minas de oro y muchos arroyos donde los pueden sacar. Hay pocos árboles de fruta y maíz se da poco. Los indios son de la habla y costumbres de los que hemos pasado; de aquí se va a un asiento que está encima de un gran cerro, donde solía estar un pueblo junto de grandes casas, todas de mineros, que cogían oro por su riqueza. Los caciques comarcanos tienen allí sus casas, y les sacaban sus indios harta cantidad de oro. Y cierto se tiene que deste cerro fue la mayor parte de la riqueza que se halló en el Cenu en las grandes sepulturas que en él se sacaron; que yo vi sacar hartas y bien ricas antes que fuésemos al descubrimiento de Urate con el capitán Alonso de Cáceres. Pues volviendo a la materia: acuérdome cuando descubrimos este pueblo con el licenciado Juan de Vadillo, que un clérigo que iba en el armada, que se llamaba Francisco de Frías, halló en una casa o bohío deste pueblo de Buritica una totuma, que es a manera de una albornía grande, llena de tierra, y se apartaban los granos de oro de entre ella muy espesos y grandes; vimos también allí los nascimientos y minas donde lo cogían, y las macanas o coas con que lo labraban. Cuando el capitán Jorge Robledo pobló esta ciudad de Antiocha fue a ver estos nacimientos, y lavaron una batea de tierra, y salió cantidad de una cosa muy menuda. Un minero afirmaba que era oro, otro decía que no, sino lo que llamamos margajita; y como íbamos de camino, no se miró más en ello. Entrados los españoles en este pueblo, lo quemaron los indios, y nunca han querido volver más o poblarlo. Acuérdome que yendo a buscar comida un soldado llamado Toribio, halló en un río una piedra tan grande como la cabeza de un hombre, toda llena de vetas de oro, que penetraban la piedra de una parte a otra, y como la vido, se la cargó en sus hombros Para la traer al real; y viniendo por una sierra arriba encontró con un perrillo pequeño de los indios, y como lo vido, arremetió a lo matar para comer, soltando la piedra de oro, la cual se volvió rodando al río, y el Toribio mató al perro, teniéndolo por de más precio que al oro por la hambre que tenía, que fue causa que la piedra se quedase en el río donde primero estaba. Y si se tornara en cosa que se pudiera comer, no faltara quien la volviera a buscar, porque ciertos teníamos necesidad muy grande de bastimento. En otro río vi yo a un negro del capitán Jorge Robledo de una bateada de tierra sacar dos granos de oro bien crecidos: en conclusión, si la gente fuera doméstica y bien inclinada y no tan carniceros de comerse unos a otros, y los capitanes y gobernadores más piadosos, para no haberlos apocado, la tierra de aquellas comarcas muy rica es. Deste pueblo que estaba asentado en este cerro, que se llama Buritica, nasce un pequeño río; hace mucha llanada, casi a manera de valle, donde está asentada una villa de minas que ha por nombre Santa Fe, que pobló el mismo capitán Jorge Robledo, y es sufragana a la ciudad de Antiocha; por tanto, no hay que decir della. Las minas se han hallado muy ricas junto a este pueblo, en el río grande de Santa Marta, que pasa junto a él. Cuando es verano sacan los indios y negros en las playas harta riqueza, y por tiempos sacarán mayor cantidad, porque habrá más negros. También está junto a este pueblo otra población, que se llama Xundabe, de la misma nación y costumbres de los comarcanos a ellos. Tienen muchos valles muy poblados y una cordillera de montaña en medio, que divide las unas regiones de las otras. Más adelante está otro pueblo que se llama Caramanta, y el cacique o señor, Cauroma.
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De otras cosas que realzan el ornamento de la ciudad tetzcocana Es en verdad el más noble y más reciente y más famoso por su artística estructura; en el cual, además de un añoso abeto en medio de uno de los patios, verde aún después de setecientos años y que apenas pueden rodear siete hombres con los brazos extendidos; además de los laberintos inextricables de las calles superiores y de las encrucijadas subterráneas en las que el rey cuando le venía en mente o juzgaba que convenía, se escondía y ocultaba o remaba en chalupas por ciertas galerías y túneles ocultos, sin que nadie lo pudiera ver hasta el lago mexicano, distante casi una milla de su ciudad; además del número increíble de huertos y vergeles y de la variedad de aviarios de muchas clases, jaulas de fieras, piscinas, bóvedas de piedra; además de multiformes canales cuyas esculturas en piedra podían envidiarlas el oro y la plata y aun las mismas gemas; además de las construcciones y mamposterías de piedras y guijarros toscos y desiguales, acomodados con artificio admirable, divididos y separados, pero de tal manera unidos con sábulo y cal, con ligeras depresiones, aplanados y grietas de la mezcla gratas a la vista, que presentaban un espectáculo firme y al mismo tiempo hermoso a los ojos de los transeúntes; además, digo, de todas estas cosas y de otras que apenas pueden alabarse dignamente, se ve algo admirable: veinte o más piedras de grandísimo tamaño, de las cuales muchas son del grosor de cuatro bueyes, embutidas en el piso (?) y estoy suficientemente persuadido de que para levantar una de ellas, apenas bastarían cincuenta mil hombres con tanta penuria de maquinaria. Y no eran para otro uso más que para que las avecillas que acostumbraban espontáneamente revolotear por los palacios y huertos reales, tuvieren licor preparado para saciar libremente su sed, bebiendo las lluvias recogidas, o para acogerse a algunas pequeñas fosas clavadas por la propia naturaleza de las piedras y así halagaran con sus gratísimos cantos los oídos de los presentes. En esta época se hicieron tantas guerras y se sujetaron tantas provincias, que en breve se dilató el imperio del mar septentrional al austral. Y en la época también de estos dos reyes postremos, los tlaxcalteca y los hoexincenses hicieron la guerra al rey tetzcocano y al mexicano, a los cuales mexicanos, a pesar de ser enemigos temidos y odiados, cuando huyendo de los tlaxcaltecas, se refugiaron en Tetzcoco en busca de auxilio y protección, Neçahoalcoyotzin poco antes les había recibido y protegido. Pero ¿por qué paso en silencio los hechos heroicos y humanos de este varón? Durante los años estériles, valiéndose de cualquier ocasión, para que no se resintieran, repartía la anona oculta y conservada desde mucho antes de su reinado. Por aquellos mismo tiempos comenzó a aparecer aquel conocidísimo esplendor casi una noche tras otra durante el espacio de cuatro años completos: empezó el año chichimetecpatl y desapareció en el año matlactlocetecpatl. También en ese tiempo en no pocos lugares se derrumbaron las cumbres de algunas montañas; algunas colinas se hundieron espontáneamente y fueron arrancadas de su sitio como por milagro piedras de inmensa mole. Se vio extinguirse el resplandor completamente cuatro años antes de la llegada de los españoles, y en este mismo tiempo ese príncipe se partió de los vivos. Tuvo cuatrocientas concubinas, de las cuales, según he oído, recibió trescientos cincuenta y cinco hijos. Cuando ya estaba cerca de la muerte, exhortó a sus súbditos para que no resistiesen a la gente que venía de longincuas regiones, por muy presto que llegara, y que no se esforzaran inútilmente en contra del hado, sino que cedieran. El sexto se llamó Cacamatzin, tiránicamente llevado al suelo solio? regio por el rey Motecçuma, que pospuso al hermano mayor y más honrado, a quien por naturaleza y por su valor y méritos, pertenecía el reino. Cacama reinó cuatro años. Bajo su imperio, los españoles, con el auspicio y providencia de los dioses, llegaron a estas regiones en sus flotas y a tan larga distancia del suelo paterno, sometieron en breve tantos millares de hombres, de pueblos y de ciudades a Carlos César y a sus descendientes, porque atemorizados aquellos por la artillería, los caballos, la pericia militar, los atabales, las armaduras y las armas de brillante acero, y completamente imperitos e ignaros, se juzgaron impares para conjurar y refrenar tanto daño como venía sobre el género humano. Llamado Cacama por el mismo Motecçuma por quien había sido alzado al imperio, Cortés lo puso en la cárcel, porque se había indignado en contra del rey de los mexicanos y por medio de sus enviados, criticaba con discursos su incipiente amistad con el jefe español y que tolerara con ecuanimidad la violencia y la injuria que se le hacían y porque Cacama amenazara vehementemente a los españoles. El séptimo, puesto en el trono por Cortés, se llamaba Tecocoltzin, quien reinó cuando tenía las riendas del imperio mexicano por la miserable muerte de Motecçuma, Quauhtimotzin. Este, ausente Cortés, que había ido a pedir refuerzos a los tlaxcalteca, fue muerto por su hermano Coanacotzin, al que pueden considerar como octavo; al cual, a quien Cortés hizo prisionero cuando volvió, siguió el noveno, Hernando, y a éste Ixtlilxochitl, que aun cuando reinó ocho años completos, siguió siempre las armas vencedoras de Cortés y quien en medio de los vencedores, no despreció su rudo vestido, casi no usado por ninguna gente, y llegó hasta el fin de su vida sin mudarlo por el español. Este, en mi opinión, no debe de pasarse en silencio, por más que omita los otros, los cuales ya brillando en estas playas el astro cesáreo, alguien llama con más propiedad Gobernadores que reyes. Pero vamos a lo que falta. Los señores de Tetzcoco erigieron muchos templos en los cuales acostumbraban venerar a los dioses de los mexicanos y principalmente a Titlacoa, Quetzalcoatl y Hoitzilopuchtli, los cuales consta entre ellos que fueron hombres, pero héroes y como semillero de dioses y fuerza inmortal. Pero antes de la llegada de los mexicanos, sólo consideraban como númenes el sol y la tierra. Uno de los templos era el mayor de todos; construido a una altura de seiscientos codos y de una maravillosa amplitud, desde su último piso (tanta era su altura), parecía a los espectadores que la Ciudad de México yacía muy cerca a sus pies. Ahí se rendían honores sumos a Huitzilopuchtli. Todavía quedan hoy en día vestigios, y gran copia de ladrillos crudos dispuestos en murallas de mayor a menor, adonde hacían sacrificios a Ecatl, dios de los vientos, ¿porque, en qué cosa no estaba persuadida que había un numen esa estupidísima raza de hombres, según la costumbre de los paganos? ¿Qué diré de la casa de Motecçuma, o del llamado Cuicacalli donde los niños de los tetzcoquenses se ejercitaban en bailes y cantos compuestos en honor de los dioses, de los reyes y de los héroes, en los que se contaban sus hazañas, y que ahora se usa como cárcel y de otras muchas que apenas podían ser alabadas como lo merecen por varones muy sabios? Las vestiduras de las mujeres y de los hombres eran semejantes a aquellas que usaban los mexicanos, a pesar de que las mujeres cubrieran en cueitl con un género de manto que se llamaba quezquemitl, tejido de hilos brillantísimos de algodón y los varones sólo blancos y sin ningún color, en contra de la costumbre de sus colindantes. Los sacrificios también y las inmolaciones de hombres eran casi los mismos, a pesar de que se sacrificaba un número mucho menor de enemigos, de esclavos o de comprados para este objeto, que en México. Porque entre éstos cada año perecían con los corazones arrancados en honor de los dioses, más de mil quinientos hombres y entre los tetzcoquenses se acostumbraba inmolar apenas trescientos. Este rito execrable nació de su cobardía y vergonzosa timidez, porque en manera alguna se atrevían a tener dentro de sus murallas y hogares a los prisioneros de guerra, o por esta otra razón: la de comer carne humana; cien años ha un hambre acerba los obligó, para no perecer, a comer carne de hombres sacrificados. No tenían ningunas instituciones legales ni jurídicas diferentes de los mexicanos; había en verdad pretores y tribunos de la plebe, de quienes podía apelarse a los senadores y al rey si fuese necesario o al triunvirato o consejo (así parece bien llamar al consejo de los tres reyes amigos y confederados), cuando ocurría algo que necesitara mayor examen o consulta. Por las mismas causas se ejecutaba a los reos, y no me parece que debe omitirse que procedían tan severamente en contra de los ladrones, que por una sola espiga de tlaolli robada, eran castigados con la pena capital y los adúlteros también, principalmente cuando maculaban la regia majestad, a tal grado, que un rey tezcoquense, poco antes de que las armas españoles penetraran en estas regiones, no sólo mandase matar a su mujer, sino a cuatrocientos otros varones y mujeres que se encontraron complicados, aunque en mínima parte, en este crimen; lo cual ocasionó tanto terror a todo, que estando en esas casas abiertas (porque en verdad no conocían el uso de las puertas antes de la llegada de los españoles), acostadas las mujeres y tiradas por todos lados cosas preciosísimas, ninguna llegó a ser violada por fuerza y ninguna cosa fue robada a hurtadillas. Pero declaremos ya el principio de los mexicanos, según las opiniones de algunos.
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CAPÍTULO XIV LO QUE ORDENARON LOS CAPITANES Y SOLDADOS DE LAS DOS CARABELAS Volviendo a nuestro cuento, es así que el capitán Juan Gaytán, sintiendo que la carabela había tocado en tierra, o por el enojo que tenía de la contradicción que los soldados le habían hecho, o por presumir de tener experiencia, que en semejantes peligros era menos peligroso saltar a la mar por la popa que por otra parte alguna del navío, se arrojó por ella al agua y, al salir arriba, tocó con las espaldas en el timón, y, como iba desnudo, se hirió y lastimó en ellas malamente. Todos los demás soldados quedaron en la carabela, la cual del primer golpe que dio en tierra, como las olas fuesen tan grandes, cuando la resaca volvió a la mar quedó más de diez pasos fuera del agua, mas, volviendo las olas a la combatir, la trastornaron a una banda. Los que iban dentro saltaron luego al agua, que para andar en ella no les estorbaba la ropa. Unos acudieron por un lado y otros por otro a enderezar la carabela y tenerla derecha, porque con los golpes de las olas no se anegase. Otros entendieron en descargar el maíz y echar fuera la carga que traía. Otros la llevaron a tierra. Con esta diligencia en brevísimo tiempo la descargaron toda y, como quedase liviana, y con la ayuda de los golpes que las olas en ella daban, fácilmente la pusieron en seco llevándola casi en peso y la apuntalaron para la volver al agua si adelante fuese menester. Lo mismo que pasó en la carabela del tesorero Juan Gaytán pasó en la de los capitanes Juan de Alvarado y Cristóbal Mosquera, la cual dio en la costa apartada de la otra como dos tiros de arcabuz, y con la misma diligencia y presteza que a la compañera, la descargaron y sacaron a tierra. Y los capitanes y soldados de los dos bergantines, viéndose libres de la tormenta y peligros del mar, se enviaron luego a visitar los unos a los otros y a saber cómo les hubiese sucedido en el naufragio. El mensajero de la una salió al mismo punto que el de la otra, como si hubieran hecho señas, y se toparon en medio del camino y, trocando los recaudos de la demanda y respuesta, se volvió cada cual a los suyos con la buena relación de todos, de que los unos y los otros hubieron mucho regocijo y dieron gracias a Dios que los hubiese librado de tanto trabajo y peligro. Mas el no saber qué hubiese sido del gobernador y de los demás compañeros les daba nueva congoja y cuidado, por ser cosecha propia de la naturaleza humana que apenas hayamos salido de una miseria cuando nos hallemos en otra. Para tratar lo que les conviniese hacer en aquella necesidad se juntaron luego los tres capitanes y los soldados más principales de ambas carabelas, y entre todos acordaron sería bien que luego aquella noche fuese algún soldado diligente a saber del gobernador y de las carabelas que habían visto subir por el estero o río, y a darle cuenta del suceso de los dos bergantines. Mas, considerando el mucho trabajo que con la tormenta de la mar habían pasado y que en más de veinte y ocho horas que había que la tormenta se levantó no habían comido ni dormido y que, después que salieron de la mar, aún no habían descansado siquiera media hora, no osaban nombrar alguno que fuese, porque les parecía gran crueldad elegirlo para nuevo trabajo y no menor temeridad enviarlo a que tan manifiestamente pereciese en el viaje, porque había de caminar aquella misma noche trece o catorce leguas que al parecer de ellos había desde allí hasta donde habían visto subir las carabelas, y había de ir por tierra que no conocía ni sabía si por el camino había otros ríos o esteros, o si estaba segura de enemigos, porque, como se ha dicho, no sabían en qué región estaban. A la confusión de nuestros capitanes y soldados, y a las dificultades de los trabajos y peligros propuestos, venció el generoso y esforzado ánimo de Gonzalo Cuadrado Jaramillo, de quien hicimos particular mención el día de la gran batalla de Mauvila, el cual, poniéndose delante de sus compañeros, dijo: "No embargante los trabajos pasados ni los que de presente con el eminente riesgo de la vida se ofrecen, me ofrezco a hacer este viaje por el amor que al general tengo, porque soy de su patria, y por sacaros de la perplejidad en que estáis, y protesto caminar toda esta noche y no parar hasta amanecer mañana con el gobernador o morir en la demanda. Si hay otro que quiera ir conmigo y, no lo habiendo, digo que iré solo." Los capitanes y soldados holgaron mucho de ver este buen ánimo, al cual quiso semejar el de otro valiente castellano llamado Francisco Muñoz, natural de Burgos, el cual, saliendo de entre los suyos y poniéndose al lado de Gonzalo Cuadrado Jaramillo, dijo que a vivir o a morir quería acompañarle en aquel viaje. Luego al mismo punto, sin dilación alguna, les dieron unas alforjuelas con un poco de maíz y tocino, lo uno y lo otro mal cocido, porque aún no habían tenido tiempo para cocerlo bien. Con este buen regalo y apercibidos con sus espadas y rodelas y descalzos, como hemos dicho que andaban todos, salieron a una hora de la noche estos dos animosos soldados y caminaron toda ella llevando por guía la orilla de la mar porque no sabían otro camino, donde los dejaremos por decir lo que entre tanto hicieron sus compañeros. Los cuales, luego que los despacharon se volvieron a sus carabelas y en ellas durmieron con centinelas puestas, porque no sabían si estaban en tierra de enemigos o de amigos. Y, luego que amaneció, volviéndose a juntar, eligieron tres cabos de escuadra que con cada veinte hombres fuesen por diversas partes a descubrir y saber qué tierra fuese aquélla. Llamámoslos cabos de escuadra y no capitanes por la poca gente que llevaban. El uno de ellos se llamaba Antonio de Porras, el cual fue por la costa adelante al mediodía; y el otro, que había nombre Alonso Calvete, fue por la misma costa hacia el norte, y Gonzalo Silvestre fue la tierra adentro al poniente. Todos fueron con orden que no se alejasen mucho porque los que quedaban pudiesen socorrerles si lo hubiesen menester. Cada uno de ellos fue con mucho deseo de traer buenas nuevas por su parte.
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De las fiestas movibles La fiesta movible que era la primera entre todas, se celebraba a honra del sol en la cuarta casa del signo Ocelotl llamada Naholin, y se ofrecían a la efigie del sol codornices y el perfume del incienso del país. El día noveno se mataban algunos cautivos a honra de ese dios y se sacaba sangre de las orejas a los niños y a otros de edad más avanzada y se consagraba al mismo. En la casa séptima del signo, hacían fiesta todos los artistas que imitaban cualquiera cosa y reproducían sus formas, ya sea que hicieran esto con pigmentos o con colores o con plumas varias, tejidas y dispuestas con arte maravilloso, y en este arte esta gente aventajaba muchísimo a las de las otras naciones. Durante veinte días comían poquísimo y muchos también durante cuarenta, para conseguir de los dioses la perfección de su arte y el conocimiento requerido de ella, lo que declaraban en hermosas lápidas. También ofrecían codornices y otras muchas cosas en honor de Chicomecatl y de Xochiquetzatl y los varones y las mujeres desempeñaban sus ministerios. En la primera casa del tercer signo llamado Cemaçatl, hacían fiesta a las diosas llamadas Cioapipilti, las que decían que por ese tiempo bajaban a la tierra y por eso adornaban sus estatuas con papel y las decoraban con muchos dones. En la segunda casa, Umetochtli del signo Cemaçatl, acostumbraban celebrar la fiesta máxima a Izquitecatl, segundo dios del vino; vestían su estatua con gran cuidado y diligencia en el templo en que era costumbre venerarlo, le ofrecían innumerables géneros de comida v cantaban con la música que conocían, tañendo sus instrumentos ante su altar. Los taberneros llenaban con vino del país una tinaja colocada en el patio de su templo a disposición de los que querían beber, para los que había preparadas cañas o sifones para chupar, y si por la cantidad de bebedores que siempre era muy grande, acontecía que se vaciara en gran parte la tinaja, era llenada otra vez por los mismos taberneros a su costa, de modo que siempre se encontrara llena, y esto correspondía mas bien a aquellos que acababan de castrar maguey y estaban provistos en ese momento de vendimia, porque estaban obligados en derecho a llevar las primicias de su licor al templo de ese dios. En la primera casa del signo Cetochtli, los señores y los régulos hacían fiesta, cantaban y bailaban en honor de este signo y se ejercitaban en otros muy alegres juegos, adornados con los penachos de plumas que usaban para dirigir los coros y los bailes y regalaban a los principales varones, a los soldados, a los palaciegos y a los cantores muchos y preciosos dones. En la primera casa del signo Acatl hacían fiesta a Quetzalcoatl, dios de los vientos, los régulos y los principales varones de la ciudad y de los barrios, frente al edificio del Calmecac, donde habitaban los sacerdotes y eran educados los hijos de los nobles. Se educaban en verdad como en un monasterio, en el que estaba colocada la imagen de ese dios, que en ese día adornaban con cuanta diligencia podían, ofreciéndole toda clase de comida y sahumerios perfumadísimos, creyendo firmemente que de ese modo el signo era dedicado al dios Quetzalcoatl y le era propio y peculiar. También en la primera casa del signo Cemiquiztli había por costumbre celebrar una gran fiesta por los caciques y próceres en honor de Tetzcatlipoca, máximo de los dioses, porque estimaban que este signo te era peculiar. Como casi todos tenían en sus casas particulares oratorios y altares y en ellos el ídolo de este dios y de otros muchos, ese día adornaban su estatua y le ofrecían sahumerios, flores y varios géneros de comida. También sacrificaban codornices delante de sus altares, arrancándoles la cabeza, lo cual no sólo hacían los próceres y los caciques sino otros muchos, por lo que se hacía famosa esa ceremonia. Lo mismo se hacía en los templos y en los calpullis. Todos pedían a este dios con muchos géneros de oraciones y depreciaciones que aumentara sus fortunas particulares y atestiguaban que era el más poderoso de los dioses. En la primera casa del signo cequahuitl veneraban a las diosas Cioapipiltin. De éstas corría la fama que eran las mujeres que por lo acerbo del primer parto habían muerto y por esa razón habían sido incluidas en el número de las diosas y habitaban la casa del sol. Creían que éstas bajaban mientras regía este signo a la tierra e inficionaban con pernicioso contagio y con varios géneros de enfermedades a los que se encontraban fuera de sus casas, por lo cual apenas había a quien se le ocurriera salir de su domicilio por esos días. Había oratorios establecidos en honor de estas diosas cerca de todas las encrucijadas, llamados Gioateuhcalli o Cioateopan, en los cuales estaban colocadas sus estatuas, las que por aquellos días con gran reverencia y más que lo acostumbrado adoraban y veneraban con ceremonias, ofreciéndoles los papeles llamados amatoyuitl, y ese día mataban en su honor los hombres detenidos en las cárceles y que por lo demás tenían que ser ejecutados por sus torpes crímenes. En la quinta casa llamada Nahoecatl del signo llamado Çequiahuitl, que era infaustísima, se hacia expiación con la muerte de hombres facinerosos detenidos en las cárceles y el cacique también, conmovido por la piedad hacia los dioses, les hacia don de algunos esclavos para que fueran inmolados. Los mercaderes ostentando sus riquezas, sus tesoros y sus hermosos ajuares y preciosa mercancía, se esmeraban por la noche en consumir manjares y vino de todo género. Olían flores y chupaban y aspiraban el humo de los tabacos y sentados alegremente y charlando contaban con cuánto trabajo habían aumentado su fortuna. Recordaban qué regiones habían rodeado y recorrido, embromando a otros que por flojera y demasiado amor a la patria no se habían atrevido a viajar a lugares distantes por lo que les había tocado menor fortuna; y en esta clase de conversaciones pasaban gran parte de la noche. En la segunda casa, llamada Umeacatl, del signo Emalinalli, celebraban una gran fiesta porque tenían por seguro que pertenecía a Tetzcatlipoca. En esta fiesta erigían la imagen de Omacatl y los que querían que ese numen les fuera propicio se llevaban la efigie a su casa para que todo les saliera próspero y que la fortuna de la familia se hiciera más abundante cada día y no lo llevaban de nuevo a su sede hasta que el mismo signo por los giros del cielo ejerciera de nuevo su imperio en estas regiones inferiores. En la primera casa del signo Cetecpatl sacaban todos los ornamentos de Hoitzilopochtli para limpiarlos, sacudirlos y ponerlos al sol, porque tenían por seguro que este signo era peculiar a él y a Camaxtle; esto se hacia en Tlacateco, donde ofrecían muchos géneros de comida muy bien guisada, en el día que dijimos (?) a la imagen de Uitzilopochtli, tales como era costumbre servir a los señores y a los reyes. Después de que habían permanecido delante de ese dios por algún tiempo los sacerdotes las quitaban y las repartían entre ellos y comían alegremente devorando las ofrendas. Después adoraban la imagen con sahumerios, y con la sangre derramada de codornices a las que arrancaban la cabeza. Y era también costumbre de los señores ofrecer en ese mismo tiempo flores perfumadas y hermosas. En el quinto mes que llamaban Ceocomitl, decían que las diosas Pipiltin bajaban a la tierra para dañar a los niños y a los muchachos de tierna edad con parálisis, y si alguno de ellos por esos días era invadido por enfermedades de esta naturaleza, creían firmemente que se debía al encuentro de aquellas diosas; y por tanto los padres retenían en casa a los hijos con el objeto de evitar esa calamidad, temida por ellos sobre manera. Decían que el signo Çeitzquintli era el señor del fuego y por consiguiente cuando regía, tenían por costumbre hacer fiesta a Xiuhteutli, ofreciéndole gran cantidad de incienso patrio y de codornices que se crían en esa tierra y adornando su estatua con muchas clases de papel y con otras alhajas no despreciables. Los señores celebraban la misma fiesta con gran aplicación y diligencia dentro de sus casas propias con opíparos convites. Bajo el mismo signo eran elegidos los señores y la solemnidad de la elección se celebraba a domicilio el día cuarto del mismo signo con banquetes, regalos y bailes. Hecho esto, pregonaban la guerra. En la primera casa del quinto signo llamado Ceatl hacían fiesta a Chalchiutlycue, diosa del mar, los aguadores, pescadores y los que de cualquiera manera trabajaban con el agua, quienes ornaban su estatua en la casa Calpulli y la adoraban y veneraban con magna reverencia. Los señores, los próceres, los nobles, mercaderes y los otros ricos observaban el día y hora en que les nacía un hijo o una hija y qué signo dominaba cuando salían a luz, y sobre la marcha iban a ver a los profetas y adivinos; después de que los imponían de todo, les consultaban acerca de la fortuna o infortunios de los niños. Los adivinos, si regla un signo próspero los exhortaban a que los lavaran y bautizaran inmediatamente, pero si era adverso decretaban que era de esperarse otro más próspero. Entonces los padres suplicaban a los parientes, amigos y afines que estuviesen presentes al bautismo y en un opíparo banquete para ellos preparado y para todos los muchachos del barrio, la partera, con muchas oraciones a los dioses y no menores ceremonias, de las que ya dijimos bastante, lavaba el niño (pues en ella recaía este deber) en casa de los padres. También elegían un signo próspero para celebrar matrimonios. Conviene advertir que las fiestas movibles de esta clase se decía que a veces tomaban el lugar de las fijas, como también suele acostumbrarse entre nosotros. Además celebraban dos fiestas que en parte eran movibles y en parte fijas porque solían celebrarse con intervalos establecidos de años, a saber cada cuarto o cada octavo año, y eran fijas porque tenían lugar en día, mes y año ciertos. En aquella que celebraban cada cuarto año, agujereaban las orejas a los niños y a los muchachos y pedían a los dioses que les permitiesen crecer y pasar la adolescencia con felicidad; y al mismo tiempo los lustraban con fuego. En la que se celebraba cada ocho años, durante ocho días se alimentaban sólo con tortillas y se dedicaban a bailar vestidos con pieles de varias aves y de otros animales, diciendo que buscaban la fortuna próspera, como en otra parte lo diremos con mayor amplitud.