Capítulo XIII 127 De cómo celebran las pascuas y las otras fiestas del año, y diversas ceremonias que tienen 128 Celebran las fiestas y pascuas del Señor y de Nuestra Señora, y de las advocaciones principales de sus pueblos con mucho regocijo y solemnidad. Adornan sus iglesias muy pulidamente con los paramentos que pueden haber, y lo que les falta de tapicería suplen con muchos ramos, flores, espadañas y juncia que echan por el suelo, yerbabuena, que en esta tierra se ha multiplicado cosa increíble, y por donde tiene de pasar la procesión hacen muchos arcos triunfales, hechos de rosas, con muchas labores y lazos de las mismas flores; y hacen muchas piñas de flores, cosa muy de ver, y por esto hacen en esta tierra todos mucho por tener jardines con rosas, y no las teniendo ha acontecido enviar por ellas diez y doce leguas a los pueblos de tierra caliente, que casi siempre las hay, y son de muy suave olor. 129 Los indios señores y principales, ataviados y vestidos de sus camisas blancas y mantas labradas con plumajes, y con piñas de rosas en las manos, bailan y dicen cantares en su lengua, de las fiestas que celebran, que los frailes se los han traducido, y los maestros de sus cantares las han puesto a su modo de manera de metro, que son graciosos y bien entonados; y estos bailes y cantos comienzan a media noche en muchas partes, y tienen muchas lumbres en sus patios, que en esta tierra los patios son muy grandes y muy gentiles, porque la gente es mucha, y no caben en las iglesias, y por esto tienen su capilla fuera en los patios, porque todos hayan misa todos los domingos y fiestas, y las iglesias sirven para entre semana, y después también cantan mucha parte del día sin les hacer mucho trabajo ni pesadumbre. Todo el camino que tiene de andar la procesión tienen enramado de una parte y de otra, aunque haya de ir un tiro y dos de ballesta, y el suelo cubierto de espadaña y juncia y de hojas de árboles y rosas de muchas maneras y a trechos puestos sus altares muy bien aderezados. La noche de Navidad ponen muchas lumbres en los patios de las iglesias y en los terrados de sus casas, y como son muchas las casas de azotea, y van las casas una legua, y dos, y más, parecen de noche un cielo estrellado: y generalmente cantan y tañen atabales y campanas, que ya en esta tierra han hecho muchas. Ponen mucha devoción y dan alegría a todo el pueblo, y a los españoles mucho más. Los indios en esta noche vienen a los oficios divinos y oyen sus tres misas, y los que no caben en la iglesia por eso no se van, sino delante de la puerta y en el patio rezan y hacen lo mismo que si estuviesen dentro; y a este propósito contaré una cosa que cuando la vi, por una parte me hacía reír y por otra me puso admiración, y es que entrando yo un día en una iglesia algo lejos de nuestra casa, hallé que aquel barrio o pueblo se había ayuntado, y poco antes habían tañido su campana como ya el tiempo que en otras partes tañen a misa, y dichas las horas de Nuestra Señora, luego dijeron su doctrina cristiana, y después cantaron su Pater Noster y Ave María y tañendo como a la ofrenda rezaron todos bajo; luego tañeron como a los santus, y herían los pechos ante la imagen del crucifijo, y decían que oían misa con el ánima y con el deseo, porque no tenían quién se la dijese. 130 La fiesta de los Reyes también la regocijan mucho, porque les parece propia fiesta suya: y muchas veces este día representan el auto del ofrecimiento de los Reyes al Niño Jesús, y traen la estrella de muy lejos, porque para hacer cordeles y tirarla no han menester ir a buscar maestros, que todos estos indios, chicos y grandes, saben tercer cordel. Y en la iglesia tienen a Nuestra Señora con su precioso Hijo en el pesebre, delante el cual aquel día ofrecen cera, y de su incienso, y palomas, y codornices, y otras aves que para aquel día buscan, y siempre hasta ahora va creciendo en ellos la devoción de este día. 131 En la fiesta de la Purificación o Candelaria traen sus candelas a bendecir. Después que con ellas han cantado y andado la procesión, tienen en mucho lo que les sobra, y guárdanlo para sus enfermedades, y para truenos y rayos; porque tienen gran devoción con Nuestra Señora, y por ser benditas en su santo día las guardan mucho. 132 En el domingo de ramos enraman todas sus iglesias, y más a donde se han de bendecir los ramos, y a donde se tiene de decir la misa; y por la muchedumbre de la gente que viene, que apenas bastarán muchas cargas de ramos, aunque a cada uno no se le diese sino un pequeñito, y también por el gran peligro del dar los ramos y tomarlos, en especial en las grandes provincias, que se ahogarían algunos, aunque se diesen los ramos por muchas partes, que todo se ha probado, y el mejor remedio ha parecido bendecir los ramos en las manos; y es muy de ver las diferentes divisas que traen en sus ramos; muchos traen encima de sus ramos unas cruces hechas de flores, y éstas son de mil maneras y de muchos colores; otros traen en los ramos engeridas rosas y flores de muchas maneras y colores, y como los ramos son verdes y los traen alzados en las manos, parece una floresta. Por el camino tienen puestos árboles grandes, y en algunas partes que ellos mismos están nacidos allí, suben los niños, y unos cortan ramos y los echan por el camino al tiempo que pasan las cruces, otros encima de los árboles cantan, otros muchos van echando sus ropas y mantas en el camino, y éstas son tantas que casi siempre van las cruces y los ministros sobre mantas; y los ramos tienen mucho cuidado de guardarlos, y un día o dos antes del Miércoles de Ceniza llévanlos todos a la puerta de la iglesia, y como son muchos hacen un rimado de ellos, que hay hartos para hacer ceniza para bendecir. Esta ceniza reciben muchos de ellos con devoción el primer día de cuaresma, en la cual muchos se abstienen de sus mujeres, y en algunas partes aquel día se visten los hombres y mujeres de negro. 133 El Jueves Santo con los otros dos días siguientes vienen a los oficios divinos, y a la noche en el hacer de la disciplina, todos, así hombres como mujeres, son cofrades de la cruz, y no sólo esta noche mas todos los viernes del año, y en la cuaresma tres días en la semana, hacen la disciplina en sus iglesias, los hombres a una parte y las mujeres a otra, antes que toquen el Ave María, y muchos días de la cuaresma después de anochecido. Y cuando tienen falta de agua, o enfermedad, o por cualquiera otra necesidad, con sus cruces y lumbres se van de una iglesia a otra disciplinando; pero la de Jueves Santo es muy de ver así en México, la de los españoles a una parte y la de los indios a otra, que son innumerables: en una parte son cinco o seis mil, y en otra diez y doce mil, y a el parecer de españoles en Tezcuco y en Tlaxcala parecen quince o veinticinco mil aunque la gente puesta en procesión parece más de lo que es. Verdad es que van en siete u ocho órdenes, y van hombres y mujeres y muchachos, cojos y mancos; y entre otros cojos este año vi uno que era cosa para notar, porque tenía secas ambas piernas de las rodillas abajo, y con las rodillas y la mano derecha en tierra siempre ayudándose, con la otra se iba disciplinando, que en sólo andar ayudándose con ambas manos tenía bien qué hacer. Unos se disciplinan con disciplinas de sangre, otros de cordel, que no se escuece menos. Llevan muchas hachas bien atadas de tea de pino, que dan mucha lumbre. Su procesión y disciplina es de mucho ejemplo y edificación a los españoles que se hallan presentes, tanto que o se disciplinan con ellos, o toman la cruz o lumbre para alumbrarlos, y muchos españoles he visto ir llorando, y todos ellos van cantando el Pater Noster y Ave María, Credo y Salve Regina, que muy muchos de ellos por todas partes lo saben cantar. El refrigerio que tienen para después de la disciplina es lavarse con agua caliente y con ají. 134 Los días de los Apóstoles celebran con alegría y el día de los finados casi por todos los pueblos de los indios dan muchas ofrendas por sus difuntos; unos ofrecen maíz, otros mantas, otros comida, pan, gallinas, y en lugar de vino dan cacao; y su cera cada uno como puede y tiene, porque aunque son pobres, liberalmente buscan de su pobreza y sacan para una candelilla. Es la gente del mundo que menos se mata por dejar ni adquirir para sus hijos. Pocos se irán a el infierno por los hijos ni por los testamentos, porque las tierras o casillas que ellos heredaron, aquello dejan a sus hijos, y son contentos con muy chica morada, y menos hacienda; que como caracol pueden llevar a cuestas toda su hacienda. No sé de quién tomaron acá nuestros españoles, que vienen muy pobres de Castilla, con una espada en la mano, y dende en un año más petacas y hato tienen que arrancar ha una reata, pues las casas todas han de ser de caballeros.
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Cómo se partieron los cuatro cristianos Partidos estos cuatro cristianos, dende a pocos días sucedió tal tiempo de fríos y tempestades, que los indios no podían arrancar las raíces, y de los cañales en que pescaban ya no había provecho ninguno, y corno las casas eran tan desabrigadas, comenzóse a morir la gente; y cinco cristianos que estaban en rancho en la costa llegaron a tal extremo, que se comieron los unos a los otros, hasta que quedó uno solo, que por ser solo no hubo quien lo comiese. Los nombres de ellos son éstos: Sierra, Diego López Coral, Palacios, Gonzalo Ruiz. De este caso se alteraron tanto los indios, y hobo entre ellos tan gran escándalo, que sin duda si al principio ellos lo vieran, los mataran, y todos nos viéramos en grande trabajo. Finalmente, en muy poco tiempo, de ochenta hombres que de ambas partes allí llegamos, quedaron vivos solos quince; y después de muertos éstos, dio a los indios de la tierra una enfermedad del estómago, de que murió la mitad de la gente de ellos, y creyeron que nosotros éramos los que los matábamos; y teniéndolo por muy cierto, concertaron entre sí de matar a los que habíamos quedado. Ya que lo venían a poner en efecto, un indio que a mí me tenía les dijo que no creyesen que nosotros éramos los que los matábamos, porque si nosotros tal poder tuviéramos, excusáramos que no murieran tantos de nosotros como ellos vían que habían muerto sin que les pudiéramos poner remedio; y que ya no quedábamos sino muy pocos, y que ninguno hacía daño ni perjuicio; que lo mejor era que nos dejasen. Y quiso nuestro Señor que los otros siguiesen este consejo y parescer, y ansí se estorbó su propósito. A esta isla pusimos por nombre isla del Mal Hado. La gente que allí hallamos son grandes y bien dispuestos; no tienen otras armas sino flechas y arcos, en que son por extremo diestros. Tienen los hombres la una teta horadada por una parte a otra, y algunos hay que las tienen ambas, y por el agujero que hacen, traen una caña atravesada, tan larga como dos palmos y medio, y tan gruesa como dos dedos; traen también horadado el labio de abajo, y puesto en él un pedazo de caña delgada como medio dedo. Las mujeres son para mucho trabajo. La habitación que en esta isla hacen es desde octubre hasta en fin de hebrero. El su mantenimiento es las raíces que he dicho, sacadas de bajo el agua por noviembre y diciembre. Tienen cañales, y no tienen más peces de para este tiempo de ahí adelante comen las raíces. En fin de hebrero van a otras partes a buscar con qué mantenerse, porque entonces las raíces comienzan a nascer, y no son buenas. Es la gente del mundo que más aman a sus hijos y mejor tratamiento les hacen; y cuando acaesce que a alguno se le muere el hijo, llóranle los padres y los parientes, y todo el pueblo, y el llanto dura un año cumplido, que cada día por la mañana antes que amanezca comienzan primero a llorar los padres, y tras esto todo el pueblo; y esto mismo hacen al mediodía y cuando anochece; y pasado un año que los han llorado, hácenles las honras del muerto, y lávanse y límpianse del tizne que traen. A todos los defuntos lloran de esta manera, salvo a los viejos, de quien no hacen caso, porque dicen que ya han pasado su tiempo, y de ellos ningún provecho hay: antes ocupan la tierra y quitan el mantenimiento a los niños. Tienen por costumbre de enterrar los muertos, si no son los que entre ellos son físicos, que a éstos quémanlos; y mientras el fuego arde, todos están bailando y haciendo muy gran fiesta, y hacen polvo los huesos; y pasado un año, cuando se hacen sus honras, todos se jasan en ellas; y a los parientes dan aquellos polvos a beber, de los huesos, en agua. Cada uno tiene una mujer, conoscida. Los físicos son los hombres más libertados; pueden tener dos, y tres, y entre éstas hay muy gran amistad y conformidad. Cuando viene que alguno casa su hija, el que la toma por mujer, dende el día que con ella se casa, todo lo que matase cazando o pescando, todo lo trae la mujer a la casa de su padre, sin osar tomar ni comer alguna cosa de ello, y de casa del suegro le llevan a él de comer; y en todo este tiempo el suegro ni la suegra no entran en su casa, ni él ha de entrar en casa de los suegros ni cuñados; y si acaso se toparen por alguna parte, se desvían un tiro de ballesta el uno del otro, y entretanto que así van apartándose, llevan la cabeza baja y los ojos en tierra puestos; porque tienen por cosa mala verse ni hablarse. Las mujeres tienen libertad para comunicar y conversar con los suegros y parientes, y esta costumbre se tiene desde la isla hasta más de cincuenta leguas por la tiera adentro. Otra costumbre hay, y es que cuando algún hijo o hermano muere, en la casa donde muriere, tres meses no buscan de comer, antes se dejan morir de hambre, y los parientes y los vecinos les proveen de lo que han de comer. Y como en el tiempo que aquí estuvimos murió tanta gente de ellos, en las más casas había muy gran hambre, por guardar también su costumbre y cerimonia; y los que lo buscaban, por mucho que trabajaban, por ser el tiempo tan recio, no podían haber sino muy poco; y por esta causa los indios que a mí me tenían se salieron de la isla, y en unas canoas se pasaron a Tierra Firme, a unas bahías adonde tenían muchos ostiones, y tres meses del año no comen otra cosa, y beben muy mala agua. Tienen gran falta de leña, y de mosquitos muy grande abundancia. Sus casas son edificadas de esteras sobre muchas cáscaras de ostiones, y sobre ellos duermen en cueros, y no los tienen sino es acaso; y así estuvimos hasta en fin de abril, que fuimos a la costa de la mar, a do comimos moras de zarzas todo el mes, en el cual no cesan de hacer su areitos y fiestas.
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CAPITULO XIV Parten los Padres Descalzos de la Isla de Luzón para la China: cuéntanse las cosas que en ella vieron Como el designio principal con que estos religiosos habían salido de España fuese el ir al Gran Reino de la China a predicar el santo Evangelio y siempre tuviesen el mesmo deseo, nunca trataban de otra cosa sino de ponerlo en ejecución y para esto daban muchas trazas, rogando algunas veces al Gobernador les ayudase para conseguir su intento, pues sería fácil por haber de ordinario navíos de mercaderes chinos en el puerto de Manila. El Gobernador los entretenía con muchas razones, y principalmente con ponerles delante la ley rigurosa que sabían por muy cierto estaba puesta contra los que entrasen en el reino sin licencia particular. Pero todas estas cosas no bastaban a resfriar el amoroso deseo de los dichos Padres que tenían puesto su pensamiento en predicar el Evangelio en aquel reino por la vía que pudiesen, aunque fuese poniendo sus vidas a riesgo. En consecución de esto el Comisario de aquellas islas, que era el Padre fray Hierónimo de Burgos, eligió seis religiosos para ello, y entre ellos al Padre Ignacio, de quien yo, como tengo dicho, supe por escrito y relación muchas cosas de las que se ponen en este Itinerario. De manera que con él eran siete religiosos, todos muy siervos de Dios y deseosos de la salvación de las almas, que era la causa por que se habían puesto en tan largo camino y dejado su natural y quietud. Estos siete con el beneplácito del Gobernador D. Gonzalo Ronquillo y del Obispo, a quienes vencieron con sus ruegos y perseverancia, acompañándolos un español su amigo llamado Juan de Feria, natural del Andalucía, y otros dos soldados que iban con designio de ser frailes, y un portugués, y seis indios isleños: todos los cuales octavo día del Corpus que fue a 21 de junio de 1582, salieron del puerto de Cavite, donde se embarcaron en una fragata del dicho Juan de Feria. Y habiendo dado la vela a las cinco de la tarde, fueron a amanecer viente leguas sobre el puerto que dicen del Fraile, de donde acordaron hacerse luego a la mar, dejando de costear la isla de Manila, que está Norte Sur con la China: de la cual ciudad que está, como decimos, en catorce grados y medio hasta el cabo del Boxeador, que está en diez y nueve, hay cien leguas de navegación, y de este Cabo hasta tierra firme de la China, ochenta escasas de atravesía. Y fue Dios servido que con haber tenido dos días de calma, al séptimo día, víspera de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, a las ocho de la mañana descubrieron la tierra firme de la China, que luego que la vieron, mandó luego el dicho Comisario sacar los hábitos que llevaban hechos para vestir a los españoles para que, viendo los chinos que eran todos frailes, perdiesen toda mala sospecha de que fuesen espías, como lo habían pensado cuando fueron los primeros, según queda ya dicho; y no contentándose con esto, echaron todos los vestidos de los soldados en la mar y un arcabuz de Juan de Feria con los frascos en que llevaba la pólvora y todo lo demás que creyeron les. podría dañar, si acaso errasen el puerto de los portugueses y diesen en la costa, como después les sucedió. Solamente la mecha del arcabuz se les olvidó, que por poco les costara bien caro. Pues, como vista la tierra no la conociesen bien por no haberla visto jamás y por la misma razón ignoraban los puertos (no obstante que estaban cerca de la Bahía de Cantón) corriendo la costa al Nordueste,, habiendo de correr al Sudueste, que fue causa de llegar a la Provincia de Chincheo. Este día a las cinco de la tarde vieron un puerto que no estaba lejos de ellos y navegando para él le tomaron surgiendo por la parte de afuera con harto temor de no saber la seguridad de él y el daño que de ello les podía venir. Luego en surgiendo vieron salir fuera muchos barcos grandes y pequeños, y en ellos muchos soldados con arcabuces, lanzas, espadas y rodelas y en las proas de los barcos algunos tiros pequeños. En llegando a tiro de mosquete del bergantín o fragata en que iban los nuestros, se pararon y comenzaron a tirar muchos arcabuzazos. Ellos que no llevaban armas ofensivas ni defensivas, la respuesta que daban a las pelotas era hacer muchas señales de paz, llamándoles con las manos que se llegasen más y que verían que no iban con ánimo de hacer mal. Todo esto no bastaba para que ellos dejasen de tirar ni para que se llegasen a la fragata. A este tiempo uno de los soldados chinos que había estado en Luzón y conocía a los nuestros, inspirado de Dios hizo señas a los demás para que dejasen de tirar, que lo hicieron luego, y él se llegó con su bergantín a la fragata y tras de él todos los demás. Los cuales, como vieron que ni tenían armas ni voluntad de huir de ellos, saltaron en ella esgrimiendo sobre las cabezas de los nuestros con las espadas desnudas y con muy gran alboroto lleváronlos luego dentro del puerto llamado Capsonzón, donde había un General de una gran Armada que estaba surta en el dicho puerto, el cual mandó luego llevar a su Nao Capitana cuatro de los nuestros que entendieron se hacía para quitarles las vidas. Por lo cual, como no señalase personas, se ofrecieron los cuatro religiosos a ir y lo hicieron después de haberse confesado y despedido de los compañeros, llevando cada uno una Cruz en las manos y un Breviario sin otra cosa alguna. Llegados a la presencia del Capitán, le hallaron con más blandura de la que ellos pensaban, que lo debía de haber hecho Dios para comenzar a pagar a aquellos sus siervos el riesgo en que se ponían por servirle. Preguntóles de dónde venían y a qué, y otras cosas a este tono. Y como le satisficiesen diciéndole la verdad, los mandó volver a su fragata sin que les fuese hecho otro daño, aunque con precepto de no salir de ella sin su licencia. En esta reclusión estuvieron y con guardas de barcos y soldados tres días, y el último de ellos invió el Capitán a llamar dos de los religiosos; y como llegasen ante él, los mandó llevar a un juez, su amigo, que estaba allí cerca. Estos jueces les hablaban con tanta gravedad y señales de aspereza, que cada vez que se veían delante de ellos les parecía que de allí los habían de mandar llevar a ajusticiar, y no hay duda sino que ellos tuvieron voluntad de hacerlo o de ponerles temor de muerte, porque se vio claro en cosas que mandaban, en especial un día que vino a ellos un juez con mucha gente armada y cercaron la fragata gran número de bergantines con señales muy claras de acometerlos o echarlos a fondo. A poco rato se quietaron y sosegaron y se subió el juez en un navío que estaba surto allí cerca y sentándose en una rica silla con gran guardia de soldados alrededor mandó a los que quedaban abajo en los bergantines fuesen luego a visitar y mirar lo que venía dentro de la fragata, inviando juntamente con ellos un intérprete de chincheo que entendía un poco la lengua portuguesa. Estos soldados llevaban unas maderas negras y otras señales tristes (que las usan en aquel reino cuando han de justiciar a alguno). Después de haber hecho la visita, aunque no hallaron en la fragata cosa prohibida sino sólo la mecha del arcabuz que dije, los mandaron luego embarcar de dos en dos en los bergantines donde iban los soldados armados, los cuales enderezaron las proas a una torre que servía de cárcel para poner los ladrones que prendían en la costa, de donde ninguno salía si no para ser ajusticiado. Viendo esto los indios de las islas lloraban tan amargamente que a los nuestros movieron a gran compasión, con estar en el mesmo trance y peligro y tener tan presente la muerte y tan tragada, que hubo dos religiosos que, viéndola tan cercana (aunque cuando estaba lejos daban muestras de no darseles nada para ella), perdieron con su presencia de tal manera el sentido, que el uno en toda aquella noche no fue señor de él ni discernía más el peligro en que estaba que si fuera ya muerto; y el otro de pura imaginación y melancolía cayó en una grave enfermedad, de la cual murió de allí a algunos días en la ciudad de Cantón. Finalmente el más esforzado tuvo harto temor, y diera su vida por bien poco por tenerla ya perdida, y tener por cierto los llevaban a ello. Y a esta causa un soldado español de los que iban con designio de ser religioso y llevaba ya el hábito vestido, hallándose con 1.600 reales, los echó a la mar, diciendo: que pues iba a morir, quería que fuese en el hábito de San Francisco y en la pobreza en que el glorioso Santo vivió y murió, para imitarlo de veras. Yendo todos con el temor ya dicho y llegando cerca de la torre, iba en seguimiento de los soldados que los llevaban un esquife con muchos remeros y gran priesa, el cual les dio voces diciendo que el Capitán General había mandado volver aquellos presos a su nao. Púsose luego en ejecución y después de haberles hecho algunas preguntas, los tornó a mandar llevar a la propia torre otras dos veces; sólo, a lo que pareció y juzgaron, para ponerles temor. Después de haberlos atemorizado con esta rigurosa tentación, el mesmo Capitán se metió en los bergantines y vino con ellos a tierra, donde, luego que llegó a ella, metió a los nuestros en un templo de ídolos que estaba edificado a la ribera del mar muy suntuosamente, a quien él hizo la reverencia acostumbrada, aunque los religiosos no obstante que estaban con tanto temor de morir, como habemos dicho, no le quisieron imitar, antes volvieron el rostro contra los ídolos, y les escupían, dando a entender con señales al Capitán que no se habían de adorar, pues no tenían más del ser que los hombres les daban y que según buena razón al contrario los ídolos debían hacer reverencia a los hombres que los habían fabricado, y que a quien se debía la verdadera adoración era a Dios, y verdadero Criador de cielo y tierra. En este acto se vio bien claramente el don de fortaleza que el Espíritu Santo da a sus bautizados y cristianos, pues con estar estos religiosos tan temerosos y ver la muerte al ojo, como dicen, tenían ánimo para resistir y reprender a quien les podía quitar las vidas. El Capitán, aunque mostró haber recibido pesadumbre de lo que les había visto hacer, no les hizo mal ninguno, antes los sacó fuera del templo y mandó a los soldados que quedasen allí en su guarda toda aquella noche, que la pasaron los nuestros tendidos por aquellos suelos, v aun lo tenían a dicha buena y daban gracias a Dios que los había cobrado de la muerte a que tan propincuos había estado.
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Del castigo que hizo don Diego de Mendoza por la muerte de Nuño de Chaves, y de los encuentros que tuvo el General y su compañía con los indios Muerto el Capitán Nuño de Chaves, intentaron los indios de la comarca acometer a toda la compañía de Diego de Mendoza, que con el aviso que tenía del trompeta, que se escapó, estaba con suma vigilancia, aguardando que viniesen contra él, como lo pusieron en efecto, tomando un paso peligroso, por donde los españoles habían de pasar para sus pueblos en un gran pantano y tremedal, en que les era forzoso ir a pie con los caballos de diestro: allí se emboscaron, y don Diego cuando llegó al paso, se previno de mandar primero reconocerle con lo que descubrió la celada, que le tenían armada, y haciendo buscar otro paso por la parte de arriba, y hallándole razonable, mandó pasar por él veinte soldados arcabuceros a caballo con algunos indios amigos; y puesto en efecto, acometieron al enemigo emboscado, y le echaron fuera al campo raso, con lo que pudo pasar don Diego con su gente por el paso que le tenía tomado al enemigo, y juntos en lo llano se trabó en reñido choque, en que salieron los nuestros victoriosos con muerte de muchos indios, abandonando el campo los que pudieron valerse de la diligencia, y dejando presos algunos de los motores de esta rebelión, a quienes luego mandó el Gobernador hacer cuartos, y ponerlos en los caminos para escarmiento. Para proseguir este ejemplar castigo, convocó algunos de los pueblos, que no habían tenido parte en el tumulto, y juntándolos a su compañía para refuerzo se encaminó al pueblo de Porrilla, donde se hallaban todos los autores de la muerte de Nuño de Chaves, con prevención de esperar a los nuestros con propósito de cogerlos entres sus poblaciones, teniendo para este fin el refuerzo de toda le gente de guerra que pudieron para el efecto. Con este apresto hicieron rostro a los españoles, con tanta audacia que los pusieron en mucho aprieto, hasta que con imponderable esfuerzo, favorecidos de N. S., rompieron los escuadrones enemigos, y entraron al pueblo, y le pusieron fuego, haciendo tal estrago con la ardentía de los soldados, que no perdonaron ni edad ni sexo, en que no ensangrentaron sus armas, ejecutando con la muerte de todos un tan cruel castigo, que hasta entonces no se vio igual en el Reino, pues los inocentes pagaron con su muerte lo con la de Nuño se hicieron delincuentes los culpados. Consiguióse con este desmedido castigo, atajar la malicia de aquellos bárbaros, que ya casi estaban todos rebelados. Concluida esta función, encaminó su marcha el Gobernador a la ciudad de Santa Cruz, donde llegados los capitulares y demás personas de distinción, le nombraron por capitán y justicia mayor en nombre de S.M., entre tanto que otra cosa fuese proveída por la Real Audiencia, y Exmo. Señor Virrey de aquel reino. Y dando cuanta como debían de lo sucedido a quien tocaba, fue aprobado, con cuya aprobación don Diego de Mendoza aprendió la gobernación de aquella tierra, hasta que, andando el tiempo, don Francisco de Toledo, que por orden de S.M., fue proveído por Virrey del Perú, envió por Gobernador de esta provincia de Santa Cruz al capitán Juan Pérez de Zurita, persona principal y benemérita, y que había servido a S.M. en varios empleos preeminentes, y hallándose en la conquista del reino de Chile, y administrado el gobierno de Tucumán. De su recibimiento se originaron las rebeliones y tumultos, de que se tratará en su lugar, como de la muere de don Diego de Mendoza, y sólo trataré en este capítulo de la jornada del General Felipe de Cáceres, y el Ilustrísimo obispo hasta llegar a la ciudad de la Asunción. Habían éstos estado en cierto lugar detenidos, mientras sucedió la muerte de Nuño de Chaves, a quien con impaciencia esperaban, bien inocentes de su desgracia, hasta que una tarde vieron dos indios, que puestos en la cima de un alto cerro, que cerca del Real estaba, empezaron a dar voces, haciendo señas con unas ramas, que traían en las manos, y se les percibió que decían: Españoles, no tenéis necesidad de esperar más a Nuño de Chaves, porque ya es muerto: y nosotros no pretendemos haceros daño alguno, sino que sigais vuestro camino en paz sin juntaros con la gente de don Diego, porque no os ha de ir bien de ello. Oída esta relación se determinó que fuesen con la posible cautela dos hombres a informarse de lo que pasaba, y partidos del campo, encontraron unos indios que les informaron de todo lo acaecido, y temiendo de alguna fatalidad, si proseguían adelante, retrocedieron a su Real con esta relación, sobre que se hizo consejo, en que fue resuelto no demorarse más en aquel sitio, sino que con la posible brevedad siguiesen su viaje. Ejecutóse, caminando hacia el río Paraguay, pero antes se despachó a un soldado llamado Jacome, gran lenguaraz, junto con unos caciques naturales de aquella parte del río, con recado a los principales indios comarcanos, que vinieron con el Obispo y Gobernador, que no se inquietasen, porque los españoles venían a hacerles toda paz y amistad. Llegó el mensajero a la provincia de Itatin, a cuyos caciques dio su embajada; pero ellos turbados tan lejos estuvieron de mantenerse en paz, que luego tomaron las armas contra los españoles, y por principio de paga mataron luego a Jacome el mensajero, con lo cual se alzó toda la tierra, sin quedar ninguno en toda aquella provincia y camino que lo hiciese, teniendo de largo más de ciento y cincuenta leguas hasta la ciudad de Asunción, de cuyo suceso, guerra y trabajos padecidos en este viaje, se tratará en el capítulo siguiente.
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CAPÍTULO XIV Lo que pasaron los dos españoles en su viaje hasta que llegaron al real Estos dos esforzados y animosos españoles no solamente no huyeron el trabajo, aunque lo vieron tan excesivo, ni temieron el peligro, aunque era tan eminente, antes, con toda facilidad y prontitud, como hemos visto, se ofrecieron a lo uno y a lo otro, y así caminaron las primeras cuatro o cinco leguas sin pesadumbre alguna, por ser el camino limpio, sin monte, ciénagas ni arroyos y por todas ellas no sintieron indios. Mas, luego que las pasaron, dieron en las dificultades y malos pasos que al ir habían llevado, con atolladeros, montes y arroyos que salían de la ciénaga mayor y volvían a entrar en ella. Y no podían huir estos malos pasos porque, como no había camino abierto ni ellos sabían la tierra firme, érales forzoso, para no perderse, volver siguiendo el mismo rastro que los tres días pasados al tino de lo que reconocían haber visto y notado a la ida. El peligro que estos dos compañeros llevaban de ser muertos por los indios era tan cierto que ninguna diligencia que ellos pudieran hacer bastara a sacarlos de él, si Dios no los socorriera por su misericordia mediante el instinto natural de los caballos, los cuales, como si tuvieran entendimiento, dieron en rastrear el camino que al ir habían llevado, y, como podencos o perdigueros, hincaban los hocicos en tierra para rastrear y seguir el camino; y, aunque a los principios, no entendiendo sus dueños la intención de los caballos, les tiraban de las riendas, no querían alzar las cabezas, buscando el rastro, y para lo hallar, cuando lo habían perdido, daban unos grandes soplos y bufidos, que a sus dueños les pesaba, temiendo ser por ellos sentidos de los indios. El de Gonzalo Silvestre era el más cierto en el rastro y en hallarlo cuando lo perdían. Mas no hay que espantarnos de esta bondad ni de otras muchas que este caballo tuvo, porque de señales y color naturalmente era señalado para, en paz y en guerra, ser bueno en extremo, porque era castaño oscuro, peceño, calzado el pie izquierdo y lista en la frente, que bebía con ella: señales que en todas las colores de los caballos, o sean rocines o jacas, prometen más bondad y lealtad que otras ningunas, y el color castaño, principalmente peceño, es sobre todos los colores bueno para veras y burlas, para lodos y polvos. El de Juan López Cacho era bayo tostado, que llaman zorruno de cabos negros, bueno por extremo, mas no igualaba a la bondad del castaño, el cual guiaba a su amo y al compañero. Y Gonzalo Silvestre, habiendo reconocido la intención y bondad de su caballo, cuando bajaba la cabeza para rastrear y buscar el camino, lo dejaba a todo su gusto sin contradecirle en cosa alguna, porque así les iba mejor. Con estas dificultades, y otras que se pueden imaginar mejor que escribir, caminaron sin camino toda la noche estos dos bravos españoles, muertos de hambre, que los dos días pasados no habían comido sino cañas de maíz que los indios tenían sembrado, e iban alcanzados de sueño y fatigados de trabajo; y los caballos lo mismo, que tres días había que no se habían desensillado, y a duras penas quitándoles los frenos para que comiesen algo. Mas ver la muerte al ojo si no vencían estos trabajos les daba esfuerzo para pasar adelante. A una mano y a otra de como iban dejaban grandes cuadrillas de indios que a la lumbre del mucho fuego que tenían se parecía como bailaban, saltaban y cantaban, comiendo y bebiendo con mucha fiesta de su gentilidad o platicando de la gente nuevamente venida a su tierra, no se sabe, mas la grita y algarada que los indios tenían, regocijándose, era salud y vida de los dos españoles que por entre ellos pasaban, porque, con el mucho estruendo y regocijo, no sentían el pasar de los caballos ni echaban de ver el mucho ladrar de sus perros que, sintiéndolos pasar, se mataban a ladridos. Lo cual todo fue Providencia Divina, que, si no fuera por este ruido de los indios y el rastrear de los caballos, imposible era que por aquellas dificultades caminaran una legua, cuanto más doce, sin que los sintieran y mataran. Habiendo caminado más de diez leguas con el trabajo que hemos visto, dijo Juan López al compañero: "O me dejad dormir un rato, o me matad a lanzadas en este camino, que yo no puedo pasar adelante ni tenerme en el caballo, que voy perdidísimo de sueño". Gonzalo Silvestre, que ya otras dos veces le había negado la misma demanda, vencido de su importunidad, le dijo: "Apeaos y dormid lo que quisiéredes, pues, a trueque de no resistir una hora más el sueño, queréis que nos maten los indios. El paso de la ciénaga, según lo que hemos andado, ya no puede estar lejos, y fuera razón que la pasáramos antes que amaneciera, porque si el día nos toma de esta parte es imposible que escapemos de la muerte." Juan López Cacho, sin aguardar más razones, se dejó caer en el suelo como un muerto, y el compañero le tomó la lanza y el caballo de rienda. A aquella hora sobrevino una grande oscuridad y con ella tanta agua del cielo que parecía un diluvio. Mas, por mucha que caía sobre Juan López, no le quitaba el sueño, porque la fuerza que esta pasión tiene sobre los cuerpos humanos es grandísima, y, como alimento tan necesario, no se le puede excusar. El cesar el agua y quitarse el nublado y parecer el día claro, todo fue en un punto, tanto que se quejaba Gonzalo Silvestre no haber visto amanecer, mas pudo ser que se hubiese dormido sobre el caballo tan bien como el compañero en el suelo, que yo conocí un caballero (entre otros), que caminando iba tres y cuatro leguas dormido sin despertar, y no aprovechaba que le hablasen, y se vio algunas veces en peligro de ser por ello arrastrado de su cabalgadura. Luego que Gonzalo Silvestre vio el día tan claro, a mucha prisa llamó a Juan López, y porque no le bastaban las voces roncas, bajas, y sordas que le daba, se valió del cuento de la lanza y lo recordó a buenos recatonazos, diciéndole: "Mirad lo que nos ha causado vuestro sueño. Veis el día claro que temíamos, que nos ha cogido donde no podemos escapar de no ser muertos a manos de los enemigos." Juan López subió en su caballo, y a toda diligencia caminaron más que de paso, corriendo a media rienda, que los caballos eran tan buenos que sufrían el trabajo pasado y el presente. Con la luz del día no pudieron los dos caballeros dejar de ser vistos por los indios, y en un momento se levantó un alarido y vocería, apercibiéndose los de la una y otra banda de la ciénaga con tanto zumbido y estruendo y retumbar de caracoles, bocinas y tamborinos, y otros instrumentos rústicos, que parecía quererlos matar con la grita sola. En el mismo punto aparecieron tantas canoas en el agua que salían de entre la anea y juncos que, a imitación de las fábulas poéticas, decían estos españoles que no parecía sino que las hojas de los árboles caídas en el agua se convertían en canoas. Los indios acudieron con tanta diligencia y presteza al paso de la ciénaga que cuando los cristianos llegaron a él, ya por la parte alta los estaban esperando. Los dos compañeros, aunque vieron el peligro tan eminente que al cabo de tanto trabajo pasado en tierra les esperaba en el agua, considerando que lo había mayor y más cierto en el temer que en el osar, se arrojaron a ella con gran esfuerzo y osadía, sin atender a más que a darse prisa en pasar aquella legua que, como hemos dicho, la tenía de ancho esta mala ciénaga. Fue Dios servido que, como los caballos iban cubiertos de agua y los caballeros bien armados, salieron todos libres sin heridas, que no se tuvo a pequeño milagro según la infinidad de flechas que les habían tirado, que uno de ellos contando después la merced que el Señor, particularmente en este paso, les había hecho de que no les hubiesen muerto o herido, decía que, salido ya fuera del agua, había vuelto el rostro a ver lo que en ella quedaba y que la vio tan cubierta de flechas como una calle suele estar de juncia en día de alguna gran solemnidad de fiesta. En lo poco que de estos dos españoles hemos dicho, y en otras cosas semejantes que adelante veremos, se podrá notar el valor de la nación española que, pasando tantos y tan grandes trabajos, y otros mayores que por su descuido no se han escrito, ganasen el nuevo mundo para su príncipe. Dichosa ganancia para indios y españoles, pues éstos ganaron riquezas temporales y aquéllos espirituales. Los españoles que en el ejército estaban, oyendo la grita y vocería de los indios tan extraña, sospechando lo que fue y apellidándose unos a otros, salieron a toda prisa al socorro del paso de la ciénaga más de treinta caballeros. Delante de todos ellos un gran trecho, venía Nuño Tovar, corriendo a toda furia encima de un hermosísimo caballo rucio, rodado, con tanta ferocidad y braveza del caballo, y con tan buen denuedo y semblante del caballero que, con sola la gallardía y gentileza de su persona, que era lindo hombre de la jineta, pudo asegurar en tanto peligro los dos compañeros. Que este buen caballero, aunque desfavorecido de su capitán general, no dejaba de mostrar en todas ocasiones las fuerzas de su persona y el esfuerzo de su ánimo, haciendo siempre el deber por cumplir con la obligación y deuda que a su propia nobleza debía, que nunca el desdén con toda su fuerza pudo rendirle a que hiciese otra cosa, que la generosidad del ánimo no consiente vileza en los que de veras la poseen. A que los príncipes y poderosos que son tiranos, cuando con razón o sin ella se dan por ofendidos, suelen pocas veces, o ninguna, corresponder con la reconciliación y perdón que los tales merecen, antes parece que se ofenden más y más de que porfíen en su virtud. Por lo cual, el que en tal se viere, de mi parecer y mal consejo, vaya a pedir por amor de Dios para comer, cuando no lo tenga de suyo, antes que porfiar en servicio de ellos, porque por milagros que en él hagan no bastarán a reducirlo en su gracia.
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CAPÍTULO XIV De las esmeraldas Aunque será bien primero decir algo de las esmeraldas, que así por ser cosa preciada como el oro y plata de que se ha dicho, como por ser su nacimiento también en minas de metales, según Plinio, no viene fuera de propósito tratar aquí de ellas. Antiguamente fue la esmeralda estimada en mucho, y como el dicho autor escribe, tenía el tercer lugar entre las joyas después del diamante y de la margarita. Hoy día, ni la esmeralda se tiene en tanto, ni la margarita, por la abundancia que las Indias han dado de ambas cosas; sólo el diamante se queda con su reinado, que no se lo quitará nadie; tras él los rubíes finos, y otras piedras se precian en más que las esmeraldas. Son amigos los hombres de singularidad, y lo que ven ya común, no lo precian. De un español cuentan que en Italia al principio que se hallaron en Indias, mostró una esmeralda a un lapidario y preguntó el precio, vista por el otro que era de excelente cualidad y tamaño, respondió que cien escudos; mostrole otra mayor; dijo que trescientos. Engolosinado del negocio, llevole a su casa y mostrole un cajón lleno de ellas; en viendo tantas, dijo el italiano: señor, estas valen a escudo. Así ha pasado en Indias y España, que el haber hallado tanta riqueza de estas piedras les ha quitado el valor. Plinio dice excelencias de ellas, y que no hay cosa más agradable ni más saludable a la vista, y tiene razón; pero importa poco su autoridad mientras hubiere tantas. La otra Lollia romana, de quien cuenta que en un tocado y vestido labrado de perlas y esmeraldas, echó cuatrocientos mil ducados de valor, pudiera hoy día con menos de cuarenta mil hacer dos pares como aquél. En diversas partes de Indias se han hallado. Los reyes mexicanos las preciaban y aun usaban algunos horadar las narices y poner allí una excelente esmeralda. En los rostros de sus ídolos también las ponían; mas donde se ha hallado y hoy en día se halla más abundacia, es en el Nuevo Reino de Granada y en el Pirú, cerca de Manta y Puerto Viejo. Hay por allí dentro una tierra que llaman de las esmeraldas por la noticia que hay de haber muchas, aunque no ha sido hasta agora conquistada aquella tierra. Las esmeraldas nacen en piedras a modo de cristales, y yo las he visto en la misma piedra que van haciendo como veta, y según parece poco a poco se van cuajando y afinando; porque vi unas medio blancas, medio verdes; otras cuasi blancas; otras ya verdes y perfectas del todo. Algunas he visto de grandeza de una nuez, y mayores las hay; pero no sé que en nuestros tiempos se hayan descubierto del tamaño del catino o joya que tienen en Génova, que con razón la precian en tanto por joya y no por reliquia, pues no consta que lo sea, antes lo contrario. Pero sin comparación excede lo que Teofrasto refiere de la esmeralda que presentó el rey de Babilonia al rey de Egipto, que tenía de largo cuatro codos y tres de ancho, y que en el templo de Júpiter había una aguja hecha de cuatro piedras de esmeraldas, que tenía de largo cuarenta codos y de ancho, en partes, cuatro, y en partes dos, y que en su tiempo en Tiro había en el templo de Hércules, un pilar de esmeralda. Por ventura era (como dice Plinio), de piedra verde que tira a esmeralda, y la llaman esmeralda falsa. Como algunos quieren decir que ciertos pilares que hay en la Iglesia Catedral de Córdoba desde el tiempo que fue mezquita de los reyes miramamolines moros, que reinaron en Córdoba, que son de piedra de esmeralda. En la flota del año de ochenta y siete en que yo vine de Indias, trajeron dos cajones de esmeraldas, que tenían cada uno de ellos por lo menos cuatro arrobas, por donde se puede ver la abundancia que hay. Celebra la Divina Escritura las esmeraldas como joya muy preciada, y pónelas así entre las piedras preciosas que traía en el pecho el Sumo Pontífice, como en las que adornan los muros de la celestial Jerusalén.
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CAPÍTULO XIV En seguida dijeron sus nombres y se ensalzaron a sí mismos ante todos los de Xibalbá. -Oíd nuestros nombres. Os diremos también los nombres de nuestros padres. Nosotros somos Ixhunahpú e Ixbalanqué, éstos son nuestros nombres. Y nuestros padres son aquéllos que matasteis y que se llamaban Hun Hunahpú y Vucub Hunahpú. Nosotros, los que aquí veis, somos, pues, los vengadores de los dolores y sufrimientos de nuestros padres. Por eso nosotros sufrimos todos los males que les hicisteis. En consecuencia, os acabaremos a todos vosotros, os daremos muerte y ninguno escapará, les dijeron. Al instante cayeron de rodillas, todos los de XibaIbá. -¡Tened misericordia de nosotros, Hunahpú e Ixbalanqué ! Es cierto que pecamos contra vuestros padres que decís y que están enterrados en Pucbal-Chah, dijeron. -Está bien. Ésta es nuestra sentencia, la que os vamos a comunicar. Oídla todos vosotros los de Xibalbá: -Puesto que ya no existe vuestro gran poder ni vuestra estirpe, y tampoco merecéis misericordia, será rebajada la condición de vuestra sangre. No será para vosotros el juego de pelota. Solamente os ocuparéis de hacer cacharros, apastes y piedras de moler maíz. Sólo los hijos de las malezas y del desierto hablarán con vosotros. Los hijos esclarecidos, los vasallos civilizados no os pertenecerán y se alejarán de vuestra presencia. Los pecadores, los malos, los tristes, los desventurados, los que se entregan al vicio, ésos son los que os acogerán. Ya no os apoderaréis repentinamente de los hombres, y tened presente la humildad de vuestra sangre. Así les dijeron a todos los de Xibalbá. De esta manera comenzó su destrucción y comenzaron sus lamentos. No era mucho su poder antiguamente. Sólo les gustaba hacer el mal a los hombres en aquel tiempo. En verdad no tenían antaño la condición de dioses. Además, sus caras horribles causaban espanto. Eran los Enemigos, los Buhos. Incitaban al mal, al pecado y a la discordia. Eran también falsos de corazón, negros y blancos a la vez, envidiosos y tiranos, según contaban. Además, se pintaban y untaban la cara. Así, fue, pues, la pérdida de su grandeza y la decadencia de su imperio. Y esto fue lo que hicieron Hunahpú e Ixbalanqué. Mientras tanto la abuela lloraba y se lamentaba frente a las cañas que ellos habían dejado sembradas. Las cañas retoñaron, luego se secaron cuando los quemaron en la hoguera; después retoñaron otra vez. Entonces la abuela encendió el fuego y quemó copal ante las cañas en memoria de sus nietos. Y el corazón de su abuela se llenó de alegría cuando por segunda vez, retoñaron las cañas. Entonces fueron adoradas por la abuela y ésta las llamó el Centro de la Casa, Nicah el centro se llamaron. Cañas vivas en la tierra llana Cazam Ah Chatam Uleu fue su nombre. Y fueron llamadas el centro de la Casa y el Centro, porque en medio de su casa sembraron ellos las cañas. Y se llamó Tierra Allanada, Cañas Vivas en la Tierra Llana, a las cañas que sembraron. Y también las llamó Cañas Vivas porque retoñaron. Este nombre les fue dado por Ixmucané a las que dejaron sembradas Hunahpú e Ixbalanqué para que fueran recordados por su abuela. Ahora bien, sus padres, los que murieron antiguamente, fueron Hun Hunahpú y Vucub Hunahpú. Ellos vieron también las caras de sus padres allá en Xibalbá y sus padres hablaron con sus descendientes, los que vencieron a los de Xibalbá. Y he aquí cómo fueron honrados sus padres por ellos. Honraron a Vucub Hunahpú; fueron a honrarlo al Sacrificadero del juego de pelota. Y asimismo quisieron hacerle la cara. Buscaron allí todo su ser, la boca, la nariz, los ojos. Encontraron su cuerpo, pero muy poco pudieron hacer. No pronunció su nombre el Hunahpú. Ni pudo decirlo su boca. Y he aquí cómo ensalzaron la memoria de sus padres, a quienes habían dejado y dejaron allá en el Sacrificadero del juego de pelota: "Vosotros seréis invocados", les dijeron sus hijos, cuando se fortaleció su corazón. "Seréis los primeros en levantaron y seréis adorados los primeros por los hijos esclarecidos, por los vasallos civilizados. Vuestros nombres no se perderán. ¡Así será!", dijeron a sus padres y se consoló su corazón. "Nosotros somos los vengadores de vuestra muerte, de las penas y dolores que os causaron." Así fue su despedida, cuando ya habían vencido a todos los de Xibalbá. Luego subieron en medio de la luz y al instante se elevaron al cielo. Al uno le tocó el sol y al otro la luna. Entonces se iluminó la bóveda del cielo y la faz de la tierra. Y ellos moran en el cielo. Entonces subieron también los cuatrocientos muchachos a quienes mató Zipacná, y así se volvieron compañeros de aquéllos y se convirtieron en estrellas del cielo.
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Capítulo XIV Cómo sucedían los Yngas en este reino Siempre procuraron los Yngas perpetuarse en la sucesión deste Reino, y que no saliese de su linaje, y no como quiera, sino que fuese de la manera que había tenido origen y principio en Manco Capac, primer fundador de su monarquía, que así como el hijo que le sucedió, llamado Sinchiroca, fue hijo de Mama Huaco su hermana, así se acostumbró entre ellos casarse con su hermana legítima, y aunque tuviesen infinitas mujeres y de ellas hijos sin número, aquel era tenido por legítimo sucesor del Reino y el que, heredando, se prefería a los demás, aunque fuesen mayores en edad, que era hijo del Ynga y de la Coya su hermana y principal mujer, porque ésta era la Señora preferida en todo a las demás, y ésta era tenida y reputada por mujer legítima del Ynga y reina, y sus hijos preferían a los demás, porque querían los indios que el que fuese rey e Ynga, pudiesen decir con verdad que era hijo del Rey y Reina y que, por línea de padre y madre, era descenciente de Manco Capac, primer Ynga, que en ninguna manera, siendo tal, degeneraría de la sangre donde descendía. Así, aunque Tupa Ynga Yupanqui, cuando murió, quiso pervertir este orden hasta allí guardado, nombrando a Capac Huare, un hijo muy querido suyo, dejando a Huaina Capac hijo de la mujer legítima, llamada Mama Ocllo, después de él muerto, no lo quisieron consentir los orejones, como está dicho en el capítulo veinte y ocho del primer libro. Si el hijo mayor de la Coya no era suficiente para el gobierno y era inhábil, que jamás entre ellos sucedió, buscaban, entre los demás hijos della y del Ynga, otro que fuese hombre prudente para regirlos y seguir las conquistas, y a aquél nombraba el Ynga por sucesor. Y si esto no había, escogían entre los hijos de las demás mujeres el más valeroso, astuto y valiente para la guerra, y de quien más confianzas, se tenía que aumentaría el reino de sus antepasados, y que los gobernaría con más justicia, y al que en las conquistas se hubiese mostrado de ánimo y sagaz, y a éste nombraba el Ynga, por heredero. Este mismo orden guardaban en los curacas de las provincias y gobernadores que el Ynga tenía puestos, dando el regimiento al hijo principal de la mujer que el Ynga le había dado, porque ésta era sobre las demás estimada y tenida, y cuando éste no era para el gobierno, buscaba el Ynga otro de los hijos, el más hábil y señalado, y se lo daba con el servicio y autoridad que lo tuvo su padre. Si el heredero quedaba niño y sin edad bastante, el hermano del padre entraba gobernando por él, con orden y licencia del Ynga, hasta que tuviese edad, que entonces el Ynga le metía en el gobierno de su padre. Y, si moría sin hijos, heredáble el hermano mayor y más hábil, y en esto había grandísima cuenta. Si faltaban hijos legítimos y bastardos, no tenía el estado y sucesión al hijo del hermano, antes al hijo de la hermana, que deste preferían, diciendo que éste era más cierto y heredero y sobrino que el hijo del hermano, pues era verdad que su hermana lo había parido, y había más certidumbre del que no el que paría la cuñada. Tenían siempre, entre los hijos del Ynga, grandísimo respeto y temor al que había de suceder en el reino, y le obedecían y respetaban como Señor que había de ser en todo cuanto les mandaba. También guardaron entre ellos inviolablemente que, cuando moría el Ynga, no gobernaba el sucesor cosa ninguna, sino solos los de su Consejo, hasta que había recibido la borla, que era como coronarse, y entonces entraba mandando y haciendo mercedes y usando de la potestad y señorío real. El cómo los coronaban, ya se vio en el fin de la vida de Ynga Yupanqui.
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Capítulo XIV 396 De la muerte de tres niños, que fueron muertos por los indios, porque les predicaban y destruían sus ídolos, y de cómo los niños mataron a el que se decía ser dios del vino 397 A el principio, cuando los frailes menores vinieron a buscar la salud de las ánimas de estos indios, parecióles que convenía que los hijos de los señores y personas principales se recogensen en los monasterios; y para esto dio mucho favor y ayuda el marqués del Valle, que a la sazón gobernaba, y para todo lo demás tocante a la doctrina cristiana; y como los indios naturales le amaban y temían mucho, obedecían de buena gana su mandamiento en todo, hasta dar sus hijos, que a el principio se les hizo tan cuesta arriba, que algunos señores escondían a sus hijos, y en su lugar ataviaban y componían algún hijo de su criado o vasallo, o esclavillo, y enviábanle acompañado con otros que le sirviesen por mejor disimular, y por no dar a el hijo propio. Otros daban algunos de sus hijos, y guardaban los mayores y los más regalados. Esto fue al principio, hasta que vieron que eran bien tratados y doctrinados los que se criaban en la casa de Dios, que como conocieron el provecho, ellos mismos los venían después a traer y a rogar con ellos, y luego se descubrió también el engaño de los niños escondidos; y porque viene a propósito contaré de la muerte que los niños dieron a un indio que se hacía dios, y después la muerte que un padre dio a su hijo, y las muertes de otros dos niños indios, ya cristianos. 398 Como en el primer año que los frailes menores poblaron en la ciudad de Tlaxcala recogesen los hijos de los señores y personas principales para los enseñar en la doctrina de nuestra santa fe, los que servían en los templos del demonio no cesaban en el servicio de los ídolos, e inducir al pueblo para que no dejasen sus dioses, que eran más verdaderos que no los que los frailes predicaban, y que así lo sustentarían; y por esta causa salió uno de los ministros del demonio (que por venir vestido de ciertas insignas de un ídolo o demonio Umotochtli, y ser su ministro, se llamaba umetoch cocoya, según que aquí se pintará), salió al tianguez o mercado. Este demonio Umotochtli era uno de los principales dioses de los indios, y era adorado por el dios del vino, y muy temido y acatado, porque todos se embeodaban y de la beodez resultaban todos sus vicios y pecados; y estos ministros que así estaban vestidos de las vestiduras de este demonio, salían pocas veces fuera de los templos o patios del demonio, y cuando salían teníanles tanto acatamiento y reverencia, que apenas osaba la gente a alzar los ojos para mirarles; pues este ministro así vestido salió y andaba por el mercado comiendo o mascando unas piedras agudas de que acá usan en lugar de cuchillos, que son unas piedras tan negras como azabaches, y con cierta arte las sacan delgadas y del largor de un jeme, con tan vivos filos como una navaja, sino que luego saltan y se mellan; este ministro para mostrarse feroz y que hacía lo que otros no podían hacer, andaba mascando aquellas navajas por el mercado y mucha gente tras él. A esta sazón venían los niños, que se enseñaban en el monasterio, del río de lavarse, y habían de atravesar por el tianguez o mercado; y como viesen tanta gente tras el demonio, preguntaron qué era aquello, y respondieron unos indios diciendo: "nuestro dios Umotoch"; los niños dijeron: "no es dios sino diablo, que os miente y engaña". Estaba en medio del mercado una cruz, adonde los niños de camino iba a hacer oración, y allí se detenían hasta que todos se ayuntaban, que como eran muchos iban derramados. Estando allí, vínose para ellos aquel mal demonio, o que traía sus vestiduras, y comenzó de reñir a los niños y mostrarse muy bravo, diciéndoles: "que presto se morirían todos, porque le tenían enojado, y habían dejado su casa e ídose a la de Santa María". A lo cual algunos de los grandecillos que tuvieron más ánimo le respondieron: "que él era el mentiroso, y que no le tenían ningún temor porque él no era dios sino diablo y malo y engañador". A todo esto el ministro del demonio no dejaba de afirmar que él era dios y que los había de matar a todos, mostrando el semblante muy enojado, para les poner más temor. Entonces dijo uno de los muchachos: "veamos ahora quién morirá, nosotros o éste"; y abajóse por una piedra y dijo a los otros: "echemos de aquí este diablo, que Dios nos ayudará"; y diciendo esto tiróle con la piedra, y luego acudieron todos los otros; y aunque a el principio el demonio hacía rostro, como cargaron tantos muchachos comenzó a huir, y los niños con gran grita iban tras él tirándole piedras, e ibaseles por pies; mas permitiéndolo Dios y mereciéndolo sus pecados, estropezó y cayó, y no hubo caído cuando le tenian muerto y cubierto de piedras, y ellos muy regocijados decían: "matamos al diablo que nos quería matar. Ahora verán los macehuales (que es la gente común) cómo éste no era dios sino mentiroso, y Dios y Santa María son buenos". Acabada la lid y contienda, no parecía que habían muerto hombre sino al mismo demonio. Y como cuando la batalla rompida los que quedan en el campo quedan alegres con la victoria y los vencidos desmayados y tristes, así quedaron todos los que creían y servían a los ídolos, y la gente del mercado quedaron todos espantados, y los niños muy ufanos diciendo: "Jesucristo, Santa María nos han favorecido y ayudado a matar a este diablo." En esto ya habían venido muchos de aquellos ministros muy bravos, y querían poner las manos en los muchachos, sino que no se atrevieron porque Dios no lo consintió ni les dio ánimo para ello; antes estaban como espantados en ver tan grande atrevimiento de muchachos. Vanse los niños muy regocijados para el monasterio y entran diciendo cómo habían muerto al diablo. Los frailes no les entendían bien, hasta que el intérprete les dijo cómo habían muerto a uno que traía vestidas las insignias del demonio. Espantados los frailes y queriéndolo castigar y amedrentar, preguntaron ¿quién lo había hecho? A lo cual respondieron todos juntos: "nosotros lo hicimos". Preguntóles otra vez su maestro: "¿Quién tiró la primera piedra?" Respondió uno y dijo: "yo la eché". Y luego el maestro mandábale azotar diciéndole: "¿que cómo había hecho tal cosa, y había muerto un hornbre?" El muchacho respondió: "que no había muerto hombre sino demonio; y que si no lo creían que lo fuesen a ver". Entonces salieron los frailes y fueron a el mercado, y no vieron sino un gran montón de piedras, y descubriendo y quitando de ellas vieron cómo el muerto estaba vestido del pontifical qel diablo, y tan feo como el mismo demonio. No fue la cosa de tan poca estima, que por sólo este caso comenzaron muchos indios a conocer los engaños y mentiras det demonio, y a dejar su falsa opinión, y venirse a reconciliar y confederar con Dios y a oir su palabra. 399 En esta ciudad de Tlaxcala fue un niño encubierto por su padre, porque en esta ciudad hay cuatro cabezas o señores principales, entre los cuales se reduce toda la provincia, que es harto grande, de la cual se dice que salían cien mil hombres dé pelea. Demás de aquellos cuatro señores principales, había otros muchos que tenían y tienen muchos vasallos. Uno de los más principales de éstos, llamado por nombre Axutecath, tenía sesenta mujeres, y de las más principales de ellas tenía cuatro hijos, los tres de éstos envió al monasterio a los enseñar, y el mayor y más amado de el y más bonito, e hijo de la más principal de sus mujeres, dejóle en su casa como escondido. Pasados algunos días y que ya los niños que estaban en los monasterios descubrían algunos secretos, así de idolatrías como de los hijos que los señores tenían escondidos, aquellos tres hermanos dijeron a los frailes cómo su padre tenía escondido en su casa a su hermano mayor, y sabido, demandáronle a su padre, y luego le trajo y según me dicen era muy bonito, y de edad, de doce a trece años. Pasados algunos días y ya algo enseñado, pidió el bautismo y fuele dado, y puesto por nombre Cristóbal. Este niño, además de ser de los más principales y de su persona muy bonito y bien acondicionado y hábil, mostró principios de ser buen cristiano, porque de lo que él oía y aprendía enseñaba a los vasallos de su padre; y a el mismo padre decía que dejase los ídolos y los pecados en que estaba, en especial el de la embriaguez, porque todo era muy gran pecado, y que se tornase y conociese a Dios del cielo y a Jesucristo su Hijo, que Él le perdonaría, y que esto era verdad, porque así lo enseñaban los padres que sirven a Dios. El padre era un indio de los encarnizados en guerras y envejecido en maldades y pecados, según después pareció, y sus manos llenas de homicidios y muertes. Los dichos del hijo no le pudieron ablandar el corazón ya endurecido, y como el niño Cristóbal viese en casa de su padre las tinajas llenas de vino con que se embeodaban él y sus vasallos, y viese los ídolos, todos los quebraba y destruía, de lo cual los criados y vasallos se quejaron a el padre, diciendo: "tu hijo Cristóbal quebranta los ídolos tuyos y nuestros, y el vino que puede hallar todo lo vierte. A ti y a nosotros echa en vergüenza y en pobreza". Esta es manera de hablar de los indios, y otras que aquí van, que no corren tanto como nuestro romance. Demás de estos criados y vasallos que esto decían, una de sus mujeres muy principal, que tenía un hijo del mismo Axutechatlh, le indignaba mucho e inducía para que matase a aquel hijo Cristóbal, porque aquel muerto heredase otro suyo que se dice Bernardino, y así fue que ahora este Bernardino posee el señorío del padre. Esta mujer se llamaba Xuchipapalozin, que quiere decir flor de mariposa. Esta también decía a su marido: "tu hijo Cristóbal te echa en pobreza y en vergüenza". El muchacho no dejaba de amonestar a la madre y los criados de casa que dejasen los ídolos y los pecados juntamente, quitándoselos y quebrantándoselos. En fin, aquella mujer tanto indignó y atrajo a su marido, y él que de natural era muy cruel, que determinó de matar a su hijo mayor Cristóbal, y para esto envió llamar a todos sus hijos, diciendo que quería hacer una fiesta y holgarse con ellos; los cuales llegaron a casa del padre, llevolos a unos aposentos dentro de casa, y tomó a aquel su hijo Cristóbal que tenía determinado de matar, y mandó a los otros hermanos que se saliesen fuera; pero el mayor de los tres, que se dice Luis (del cual yo fui informado, porque éste vio cómo pasó todo el caso), éste como vio que le echaban de allí y que su hermano mayor lloraba mucho, subióse a una zotea, y desde allí por una ventana vio cómo el cruel padre tomó por los cabellos a aquel hijo Cristóbal, y le echó en el suelo dándole muy crueles coces, de los cuales fue maravilla no morir (porque el padre era un valentazo hombre, y es así porque yo que esto escribo le conocí), y como así no lo pudiese matar, tomó un palo grueso de encina y diole con él muchos golpes por todo el cuerpo hasta quebrantarle y molerle los brazos y piernas, y las manos con que se defendía la cabeza, tanto, que casi todo el cuerpo corría sangre; a todo esto el niño llamaba continuamente a Dios, diciendo en su lengua: "Señor Dios mío, habed merced de mí, y si tú quieres que yo muera, muera yo; y si Tú quieres que viva, líbrame de este cruel de mi padre." Ya el padre cansado, y según afirman, con todas las heridas el muchacho se levantaba y se iba a salir por la puerta afuera, sino que aquella cruel mujer que dije que se llamaba Flor-de-mariposa le detuvo en la puerta, que ya el padre de cansado le dejaba ir. En esta sazón súpolo la madre de Cristóbal, que estaba en otro aposento algo apartado, y vino desolada, las entrañas abiertas de madre, y no paró hasta entrar a donde su hijo estaba caído llamando a Dios; y queriéndole de tomar para como madre apiadarle, el cruel de su marido, o por mejor decir, el enemigo estorbándola, llorando y querellándose decía: "¿Por qué me matas a mi hijo? ¿Cómo has tenido manos para matar a tu propio hijo? Matárasme a mí primero, y no viera yo tan cruelmente atormentado un solo hijo que parí. Déjame llevar a mi hijo, y si quieres mátame a mí, y deja a él que es niño e hijo tuyo y mío." En esto aquel mal hombre tomó a su propia mujer por los cabellos y acoceóla hasta se cansar, y llamó a quien se la quitase de allí, y vinieron ciertos indios y llevaron a la triste madre, que más sentía los tormentos del amado hijo que los propios suyos. Viendo, pues, el cruel padre que el niño estaba con buen sentido, aunque muy mal llagado y atormentado, mandóle echar en un gran fuego de muy encendidas brasas de leña de cortezas de encina secas, que es la lumbre que los señores tienen en esta tierra, que es leña que dura mucho y hace muy recia la brasa; en aquel fuego le echó y le revolvió de espaldas y de pechos cruelísimamente, y el muchacho siempre llamando a Dios y a Santa María; y quitado de allí casi por muerto, algunos dicen que entonces el padre entró por una espada, otros que por un puñal, y que a puñaladas le acabó de matar; pero lo que yo con más verdad he averiguado es que el padre anduvo a buscar una espada que tenía de Castilla, y que no la halló. Quitado el niño del fuego envolviéronle en unas mantas, y él con mucha paciencia encomendándose a Dios estuvo padeciendo toda una noche aquel dolor que el fuego y las heridas le causaban con mucho sufrimiento, llamando siempre a Dios y a Santa María. Por la mañana dijo el muchacho que le llamasen a su padre, el cual vino, y venido, el niño le dijo: "¡Oh, padre! No piensen que estoy enojado, porque yo estoy muy alegre, y sábete que me has hecho más honra que no vale tu señorío." Y dicho esto demandó de beber y diéronle un vaso de cacao, que es en esta tierra casi como en España el vino, no que embeoda, sino sustancia, y en bebiéndola luego murió. 400 Muerto el mozo mandó el padre que le enterrasen en un rincón de una cámara, y puso mucho temor a todos los de su casa que a nadie dijesen la muerte del niño: en especial habló a los otros tres hijos que se criaban en el monasterio, diciéndoles: "no digáis nada, porque si el capitán lo sabe, ahorcarme ha". Al marqués del Valle a el principio todos los indios le llamaban el Capitán, y teníanle muy gran temor. 401 No contento con esto aquel homicida malvado, mas añadiendo maldad a maldad, tuvo temor de aquella su mujer y madre del muerto niño, que se llamaba Tlapaxilozin, de la cual nunca he podido averiguar si fue bautizada o no, porque ha ya cerca de doce años que aconteció hasta ahora que esto escribo, en el mes de marzo del año 39. Por ese temor que descubriría la muerte de su hijo, la mandó llevar a una su estancia o granjería, que se dice Quimichucan, no muy lejos de la venta de Tecoac, que está en el camino real que va de México a el puerto de la Veracruz, y el hijo quedaba enterrado en un pueblo que se dice Atleueza, cuatro leguas de allí y cerca de dos leguas de Tlaxcala; aquí a este pueblo me vine a informar y vi a dónde murió el niño y a dónde le enterraron, y en este mismo pueblo escribo ahora esto; llámase Atleuesa, que quiere decir adonde cae el agua, porque aquí se despeña un río de unas peñas y cae de muy alto. A los que llevaron a la mujer mandó que la matasen muy secretamente; no he podido averiguar la muerte que le dieron. 402 La manera como que se descubrieron los homicidios de aquel Ayutecatlh fue que pasando un español por su tierra, hizo un maltratamiento a unos vasallos de aquel Ayutecatlh y ellos viniéronsele a quejar, y él fue con ellos a donde quedaba el español, y llegado tratóle malamente; y cuando de sus manos se escapó dejándole cierto oro y ropas que traía, pensó que le había hecho Dios mucha merced, y no se deteniendo mucho en el camino llegó a México, y dio queja a la justicia del maltratamiento que aquel señor indio le había hecho, y de lo que le había tomado; y venido mandamiento, prendióle un alguacil español que aquí en Tlaxcala residía; y como el indio era de los más principales señores de esta provincia de Tlaxcala, después de los cuatro señores, fue menester que viniese un pesquisidor con poder del que gobernaba en México, a lo cual vino Martín de Calahorra, vecino de México y conquistador, persona de quien se pudiera bien fiar cualquiera cargo de justicia. Y éste, hechas sus pesquisas y vuelto a el español su oro y su ropa, cuando el Ayutecatlh pensó que estaba libre, comenzáronse a descubrir ciertos indicios de la muerte del hijo y de la mujer, como parecerá por el proceso que el dicho Martín de Calahorra hizo en forma de derecho, aunque algunas cosas más claramente las manifiestan ahora que entonces, y otras se podrían entonces mejor averiguar, por ser los delitos más frescos, aunque yo he puesto harta diligencia por no ofender a la verdad en lo que dijere. 403 Sentenciado a muerte por estos dos delitos y por otros muchos que se le acumularon, el dicho Martín de Calahorra ayuntó los españoles que pudo para con seguridad hacer justicia; porque tenía temor que aquel Ayutecatlh era valiente hombre y muy emparentado, y aunque estaba sentenciado no parecía que tenía temor; y cuando le sacaron que le llevaban a horcar iba diciendo: "¿ésta es Tlaxcala? ¿Y cómo vosotros, tlaxcaltecas, consentís que yo muera, y no sois para quitarme de estos pocos españoles?" Dios sabe si los españoles llevaban temor; pero como la justicia venía de lo alto, no bastó su ánimo, ni los muchos parientes, ni la gran multitud del pueblo, sino que aquellos pocos españoles le llevaron hasta dejarle en la horca. Luego que se supo a dónde el padre le había enterrado fue de esta casa un fraile que se llamaba fray Andrés de Córdoba, con muchos indios principales por el cuerpo de aquel niño, que ya habrá más de un año que estaba sepultado, y afírmanme algunos de los que fueron con fray Andrés de Córdoba que el cuerpo estaba seco, mas no corrompido. 404 Dos años después de la muerte del niño Cristóbal vino aquí a Tlaxcala un fraile domingo llamado fray Bernardino Minaya, con otro compañero, los cuales iban encaminados a la provincia de Guaxacac; a la sazón era aquí en Tlaxcala guardián nuestro padre de gloriosa memoria fray Martín de Valencia, al cual los padres dominicos rogaron que les diese algún muchacho de los enseñados, para que les ayudase en lo tocante a la doctrina cristiana. Preguntados a los muchachos si había alguno que por Dios quisiese ir a aquella obra, ofreciéronse dos muy bonitos e hijos de personas muy principales; a el uno llamaban Antonio; éste llevaba consigo un criado de su edad que decían Juan, a el otro llamaban Diego; y a el tiempo que se querían partir díjoles el padre fray Martín de Valencia: "hijos míos, mirad que habéis de ir fuera de vuestra tierra, y vais entre gente que no conoce aún a Dios, y que creo que os veréis en muchos trabajos; yo siento vuestros trabajos como de mis propios hijos, y aún tengo temor que os maten por esos caminos; por eso antes que os determinéis miradlo bien". A esto ambos los niños conformes, guiados por el Espíritu Santo respondieron: "padre, para eso nos ha enseñado lo que toca a la verdadera fe; ¿pues cómo no había de haber entre tantos quien se ofreciese a tomar trabajo por servir a Dios? Nosotros estamos aparejados para ir con los padre y para recibir de buena voluntad todo trabajo por Dios; y si Él fuere servido de nuestras vidas, ¿por qué no las pondremos por Él? ¿No mataron a San Pedro crucificándole y degollaron a San Pablo y San Bartolomé no fue desollado por Dios? ¿Pues por qué no moriremos nosotros por Él, si Él fuere de ello servido?" Entonces, dándoles su bendición, se fueron con aquellos dos frailes y llegaron a Tepeaca, que es casi diez leguas de Tlaxcala. Aquel tiempo en Tepeaca no había monasterio como le hay ahora, más de que se visitaba aquella provincia desde Huexuzinco, que está otras diez leguas del mismo Tepeaca e iba muy de tarde en tarde, por lo cual aquel pueblo y toda aquella provincia estaba muy llena de ídolos, aunque no públicos. Luego aquel padre fray Bernardino Minaya envió a aquellos niños a que buscasen por todas las casas de los indios los ídolos y se los trajesen, y en esto se ocuparon tres o cuatro días, en los cuales trajeron todos los que pudieron hallar. Y después apartáronse más de una legua del pueblo a buscar si había más ídolos en otros pueblos que estaban allí cerca; a el uno llamaban Coahuvtinchan, y al otro, porque en la lengua española no tiene buen nombre, le llamaban el pueblo de Orduña, porque está encomendado a un Francisco de Orduña. De unas casas de este pueblo sacó aquel niño llamado Antonio unos ídolos, e iba con él el otro su paje llamado Juan; ya en esto algunos señores y principales se habían concertado en matar a estos niños, según después pareció; la causa era porque les quebraban los ídolos y les quitaban sus dioses. Vino aquel Antonio con los ídolos que traía recogidos del pueblo de Orduña a buscar en el otro que se dice Coauticlan si había algunos; y entrando en una casa, no estaba en ella más de un niño guardando la puerta, y quedó con él el otro su criadillo; y estando allí vinieron dos indios principales con unos leños de encina, y en llegando, sin decir palabra, descargan sobre el muchacho llamado Juan, que había quedado a la puerta, y al ruido salió luego el otro Antonio, y como vio la crueldad que aquellos sayones ejecutaban en su criado, no huyó, antes con grande ánimo les dijo: "¿por qué me matáis a mi compañero que no tiene él la culpa, sino yo, que soy el que os quito los ídolos, porque sé que son diablos y no dioses? Y si por ellos los habéis, tomadlos allá, y dejad a ése que no os tiene culpa". Y diciendo esto, echó en el suelo unos ídolos que en la falda traía. Y acabadas de decir estas palabras ya los dos indios tenían muerto a el niño Juan, y luego descargan en el otro Antonio, de manera que también allí le mataron. Y en anocheciendo tomaron los cuerpos, que dicen los que los conocieron que eran de la edad de Cristóbal, y lleváronlos a el pueblo de Orduña, y echáronlos en una honda barranca, pensando que echados allí nunca de nadie se pudiera saber su maldad; pero como faltó el niño Antonio, luego pusieron mucha diligencia en buscarle, y el fray Bernardino Minaya encargólo mucho a un alguacil que residía allí en Tepeaca, que se decía Álvaro de Sandoval, el cual con los padres dominicos pusieron gran diligencia; porque cuando en Tlaxcala se los dieron, habíanles encargado mucho a aquel Antonio, porque era nieto del mayor señor de Tlaxcala, que se llamó Xicotengalth, que fue el principal señor que recibió a los españoles cuando entraron en esta tierra, los favoreció y sustentó con su propia hacienda, porque este Xicotengalth y Maxixcazin mandaban toda la provincia de Tlaxcala, y este niño Antonio había de heredar a el abuelo, y así ahora en su lugar lo posee otro su hermano menor que se llama don Luis Moscoso. 405 Parecieron los muchachos muertos, porque luego hallaron el rastro por do habían ido y a donde habían desaparecido, y luego supieron quién los había muerto, y presos los matadores, nunca confesaron por cuyo mandado los habían muerto; pero dijeron que ellos los habían muerto, y que bien conocían el mal que habían hecho y que merecían la muerte; y rogaron que los bautizasen antes que los matasen. Luego fueron por los cuerpos de los niños, y traídos, los enterraron en una capilla adonde se decía la misa, porque entonces no había iglesia. Sintieron mucho la muerte de estos niños aquellos padres dominicos, y más por lo que había de sentir el padre fray Martín de Valencia, que tanto se los había encargado cuando se los dio, y parecióles que sería bien enviarle a los homicidas y matadores, y diéronlos a unos indios para que los llevasen a Tlaxcala. Como el señor de Coantinchan lo supo y también los principales, temiendo que también a ellos les alcanzaría parte de la pena, dieron joyas y dádivas de oro a un español que estaba en Coantinchan porque estorbase que los presos no fuesen a Tlaxcala, y aquel español comunicó con otro que tenía cargo de Tlaxcala, y partió con él el interés, el cual salió a el camino e impidieron la ida. Todas estas diligencias fueron en daño de los solicitadores, porque a los españoles aquel alguacil fue por ellos, y entregados a fray Bernardino Minaya, pusieron a el uno de cabeza en el cepo, y a el otro atado, los azotaron cruelmente y no gozaron del oro. A los matadores, como se supo luego la cosa en México, envió la justicia por ellos y ahorcáronlos. Al señor de Coatinchan como no se enmendase, mas añadiendo pecados a pecados, también murió ahorcado y con otros principales. Cuando fray Martín de Valencia supo la muerte de los niños, que como a hijos había criado, y que habían ido con su licencia, sintió mucho dolor y llorábalos como a hijos, aunque por otra parte se consolaba en ver que había ya en esta tierra quien muriese confesando a Dios; pero cuando se acordaba de lo que le había dicho al tiempo de su partida, que fue: "¿pues no mataron a San Pedro, y a San Pablo y desollaron a San Bartolomé, pues que nos maten a nosotros no nos hace Dios muy grande merced?", no podía dejar de derramar muchas lágrimas.
contexto
De cómo se comenzó a tratar de la población y de lo que pasó, poblando, con las quejas de los soldados El siguiente día, hallándose el maese de campo en tierra, trató, con los soldados de desmontar un sitio que junto a un grande manantial estaba para la fundación de un pueblo. No agradó el lugar a los soldados por entender sería enfermo, y por esto se vinieron a la nao, algunos de los casados, a avisar al adelantado de la determinación del maese de campo y pedirle saliese a tierra, a hacer que se poblase en uno de los pueblos de los indios, que estaban las casas hechas y los sitios usados, que no podían dejar de ser más a propósito que el lugar que se escogía; y que pues los indios no tenían poblado allí, era indicio de su mala disposición; o si no, que hiciese lo que mejor le pareciese. Salió a esto el adelantado a tierra e hizo junta; y porque los solteros fueron del parecer del maese de campo, incontinente se sacaron hachas, machetes y azadones, empezando a cortar árboles que los había de lisos troncos, altos y coposos y en hojas muy diferentes. Poco contento quedó el adelantado del acuerdo, por ser su intento poblar en una punta rasa, que está más a la entrada de la bahía, a donde fue con el maese de campo y soldados; y todos vinieron diciendo de la tierra ser una Andalucía, y muchas las haciendas que los indios allí tenían y el sitio para un pueblo tan agradable como bueno. Con mucho gusto los soldados cortaban árboles, traían palos, con que armaban chozas, y las palmas y ramos con que las cubrían: olvidados de lo que trabajaban y del regalo que habían dejado, y del poco que de presente tenían, no se acordaban de patrias, ni de haber dejado la provincia del Perú tan rica y larga, a donde no hay hombre pobre de esperanzas. Todas las dificultades representadas y a la vista se vencían por su Dios y por su rey; que todo lo puede el animo y valor de los españoles, a quien no espantan trabajos ni malos sucesos suyos ni ajenos, por arduos ni temerosos que sean. Al fin hicieron sus casas y plantaron sus tiendas, cada uno como mejor pudo, para principio de las que habían de hacer en partes donde entendieron vivir y acabar con honra y fama; mas pudo el diablo tanto con algunos, que tenían en el alma las delicias de Lima, que bastaron para robar a los demás sus altos pensamientos, y abatir así el ánimo como la constancia que para conservarse y permanecer en tales cosas es menester. No se desembarcó el adelantado, y desde la nao mandó lo que le parecía convenir al buen gobierno de su gente; mas los soldados, a quien pocas veces o ninguna las cosas limitadas parecieron bien, comenzaron a quejarse de un bando que el adelantado mandó echar, en razón del buen trato de los naturales y de sus casas y haciendas; y no faltó quien les dijo que no les había de dar repartimiento, sino una moderada paga, pues bastaba haberlos llevado a su costa, y que todo era suyo, y otras cosas que notaban y bastaron para acordarse de lo que habían gastado y dejado, y del trabajo que padecían y esparaban; con que subían quejas de punto y por todo punto iban perdiendo el amor.