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CAPÍTULO XIV Del trabajo incomportable que los treinta caballeros pasaron al pasar de la ciénaga grande Pocas horas reposaron nuestros españoles sin sobresalto, aunque no causado de los enemigos sino del excesivo trabajo que por el camino habían padecido, y fue que, cerca de la media noche, uno de ellos, llamado Juan de Soto, que era camarada de Pedro Atienza, el que atrás dejamos enterrado, falleció casi repentinamente. No faltó en la cuadrilla quien a todo correr saliese huyendo de ellos diciendo a grandes voces: "Voto a tal, que nos ha dado pestilencia, pues en tan breve espacio, y tan repentinamente, se han muerto dos españoles." Gómez Arias, que era hombre cuerdo y discreto, dijo al que huía: "Harta pestilencia lleváis en vuestro viaje, de la cual no podéis huir por mucho que hagáis. Si huis de nosotros, ¿dónde pensáis ir?, que no estáis en el Arenal de Sevilla ni en su Axarafe." Con esto volvió el huidor y ayudó a rezar las oraciones que por el difunto se decían, mas no osó llegar a enterrar el cuerpo, que todavía porfiaba que había muerto de peste. Con este socorro para sus trabajos pasaron la noche. Venido el día, dieron orden en pasar la ciénaga, la cual vieron que traía menos agua que el día antes, que no fue poco alivio para el trabajo que esperaban tener. Ocho españoles que no sabían nadar, aderezaron la barandilla de la puente, que en lo más hondo de la ciénaga estaba hecha de árboles caídos, y por ella pasaron las sillas de los caballos y la ropa de todos los compañeros. Los otros veinte españoles, desnudos como nacieron, trabajaban por echar los caballos al agua, los cuales, por el mucho frío del agua, no querían entrar a lo hondo de ella donde hubiesen de nadar. Los castellanos ataban cordeles largos a las jáquimas, y cuatro y cinco de ellos entraban nadando hasta en medio de la corriente para tirar los caballos, otros con varas largas les daban de palos para que entrasen; mas ellos, juntando todos cuatro pies se estaban quedos y se dejaban matar a palos antes que entrar en el agua. Algunos caballos, así compelidos y forzados, entraban nadando un trecho, mas, no pudiendo sufrir el frío, revolvían, huyendo a tierra, trayendo los nadadores arrastrando, que no eran parte para los tener, ni los que estaban en tierra los podían resistir y, aunque decimos que estaban en tierra, andaban con el agua a la cinta y a los pechos. Así anduvieron trabajando estos veinte españoles más de tres horas de reloj, que con toda cuanta diligencia pusieron no fueron poderosos para hacer que caballo alguno quisiese pasar de la otra parte, aunque los remudaban, tomando unos y dejando otros, a ver si había alguno que quisiese pasar. Al cabo de las tres horas, por la mucha fuerza que les hacían, pasaron dos caballos. El uno fue el de Juan de Añasco y el otro de Gonzalo Silvestre, y, aunque pasaron éstos, no quisieron pasar los otros por el miedo que habían cobrado del frío del agua. Los dueños de los caballos que eran de los que no sabían nadar, los ensillaron y subieron en ellos, para estar apercibidos y hacer lo que pudiesen, si viniesen enemigos. Gómez Arias era el caudillo de los diez y nueve compañeros que en el agua andaban y era el que más trabajaba de todos ellos, los cuales, como hombres que había más de cuatro horas que andaban en el agua sufriendo el frío que los caballos no podían sufrir, estaban pasados de frío y tenían los cuerpos amoratados que parecían negros. Y, como viesen que todas las diligencias que hacían y el trabajo que pasaban (que cada uno puede imaginar cuál sería), no les aprovechaba nada para que los caballos pasasen de la otra parte, querían desesperar de la vida. A este tiempo llegó Juan de Añasco, que, como dijimos, había ensillado su caballo y venía por el agua por lo que se podía vadear hasta la canal honda, el cual, enfadado de que no hubiesen pasado más caballos, sin considerar que no había sido por falta de diligencia de los que en el agua andaban y sin mirar cuáles los tristes estaban, incitado de una cólera que este caballero tenía, ocasionada para que le perdiesen el respeto que como a caudillo se le debía tener, dijo en voz alta: "Gómez Arias, ¿por qué no acabáis de pasar esos caballos? Mucho enhoramala para vos." Gómez Arias, viendo cuáles estaban él y sus compañeros y que más parecían difuntos que vivos, que ya no podían llevar el tormento que sentían, así del ánimo como del cuerpo, y que el capitán agradecía mal el incomportable trabajo que él y sus compañeros padecían, que cierto no se puede encarecer ni de decir por entero el que aquel día pasaron estos veinte y ocho compañeros, en especial los que anduvieron en el agua, desdeñado de la ingratitud que Juan de Añasco mostraba a su mucho afán, le respondió diciendo: "Mala sea para vos y para la perra bagasa que os parió. Estáis encima de vuestro caballo, muy bien vestido y arropado con vuestro capote, y no miráis que ha más de cuatro horas que andamos en el agua, helados de frío, sin poder hacer más. Apeaos en mala hora y entrad acá; veremos si sois para más que nosotros." A estas palabras añadió otras no mejores, porque la ira, cuando se enciende, no sabe tener freno. Juan de Añasco se reportó por lo que los compañeros, volviendo por Gómez Arias, le dijeron, y también porque vio que en lo que había dicho no había tenido razón y que la aspereza de su mala condición había causado aquella cizaña, y con ella el desacato de su persona. Otras muchas veces se la causó en este viaje y en otros que hizo, que, por no mirar primero lo que en semejantes casos había de decir, se vio muchas veces en confusión y menoscabo de su reputación. Lo cual deben advertir los hombres, principalmente los constituidos en la guerra por caudillos y superiores, que en todo tiempo les está bien la mansedumbre y la afabilidad con los suyos y el mandarles en los trabajos, siempre sea antes con el ejemplo que con las palabras y, cuando hubiere de usar de ellas, sean buenas, que se puede decir lo que éstas ganan y pierden las malas, no siendo de más costa las unas que las otras.
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De cómo llegaron a la ciudad de la Ascensión los españoles que quedaron malos en el río del Piqueri Estando el gobernador en la ciudad de la Ascensión, de la manera que he dicho, a cabo de treinta días que hobo llegado a la ciudad, vinieron al puerto los cristianos que había enviado en las balsas, así enfermos como sanos, dende el río del Paraná, y de ello supo el gobernador y fue certificado que los indios naturales del río habían hecho gran junta y llamamiento por toda la tierra, y por el río en canoas y por la ribera del río habían salido a ellos, yendo por el río abajo en sus balsas muy gran número y cantidad de los indios, y con grande grita y toque de atambores los habían acometido, tirándoles muchas flechas y muy espesas, juntándose a ellos con más de doscientas canoas por los entrar y tomar las bolsas, para los matar, y que catorce días con sus noches no habían cesado poco ni mucho de los dar el combate; y que los de tierra no dejaban de les tirar juntamente, según que los de las canoas, y que traían unos garfios grandes para, en juntándose las bolsas a tierra, echarles mano; y con esto, era tan grande la vocería y alaridos que daban los indios, que parescía que se juntaba el cielo con la tierra, y como los de las canoas y los de tierra se remudaban, y unos descansaban y otros peleaban, con tanta orden, que no dejaban de les dar siempre mucho trabajo; donde hobo de los españoles hasta veinte heridos de heridas pequeñas, no peligrosas; y en todo este tiempo las bolsas no dejaban de caminar por el río abajo, así de día como de noche, porque la corriente del río, como era grande, los llevaba, sin que la gente trabajase más de en gobernar para que no se llegasen a tierra, donde estaba todo el peligro, aunque algunos remolinos que el río hace les puso en gran peligro muchas veces, porque traía las balsas a la redonda remolinando; y si no fuera por la buena maña que se dieron los que gobernaban, los remolinos los hicieran ir a tierra, donde fueran tomados y muertos. E yendo de esta forma, sin que tuviesen remedio de ser socorridos ni amparados, los siguieron catorce días los indios con sus canoas, flechándolos y peleando de día y de noche con ellos; se llegaron cerca de los lugares del dicho indio Francisco, que fue esclavo y criado de cristianos, el cual, con cierta gente suya, salió por el río arriba a recebir y socorrer los cristianos, y los trajo a una isla cerca de su propio pueblo, donde los proveyó y socorrió de bastimentos, porque del trabajo de la guerra continua que les habían dado venían fatigados y con mucha hambre, y allí se curaron y reformaron los heridos, y los enemigos se retiraron y no osaron tornarles acometer; y en este tiempo llegaron dos bergantines que en su socorro habían enviado, en los cuales fueron recogidos a la dicha ciudad de la Ascensión.
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Cómo llegamos al puerto de San Juan de Ulúa Desembarcados en unos arenales, hicimos chozas encima de los más altos médanos de arena, que los hay por allí grandes, por causa de los mosquitos, que había muchos, y con bateles sondearon el puerto y hallaron que con el abrigo de aquella isleta estarían seguros los navíos del norte, y había buen fondo; y hecho esto, fuimos a la isleta con el general treinta soldados bien apercibidos en los bateles, y hallamos una casa de adoratorio donde estaba un ídolo muy grande y feo, el cual se llamaba Tezcatepuca, y estaban allí cuatro indios con mantas prietas y muy largas con capillas, como traen los dominicos o canónigos, o querían parecer a ellos, y aquellos eran sacerdotes del aquel ídolo, y tenían sacrificados de aquel día dos muchachos, y abiertos por los pechos, y los corazones y sangre ofrecidos a aquel maldito ídolo, y los sacerdotes, que ya he dicho que se dicen papas, nos venían a zahumar con lo que zahumaban aquel su ídolo, y en aquella sazón que llegamos le estaban zahumando con uno que huele a incienso, y no consentimos que tal zahumerio nos diesen; antes tuvimos muy gran lástima y mancilla de aquellos dos muchachos e verlos recién muertos e ver tan grandísima crueldad. Y el general preguntó al indio Francisco, que traíamos del río de Banderas, que pareció algo entendido, que por qué hacían aquello, y esto le decían medio por señas, porque entonces no teníamos lengua ninguna, como ya otras veces he dicho. Y respondió que los de Culúa lo mandaban sacrificar; y como era torpe de lengua, decía: "Ulúa, Ulúa." Y como nuestro capitán estaba presente y se llamaba Juan, y asimismo era día de San Juan, pusimos por nombre a aquella isleta San Juan de Ulúa, y este puerto es ahora muy nombrado, y están hechos en él grandes reparos para los navíos, y allí vienen a desembarcar las mercaderías para México e Nueva-España. Volvamos a nuestro cuento: que como estábamos en aquellos arenales, vinieron luego indios de pueblos allí comarcanos a trocar su oro en joyezuelas a nuestros rescates; mas eran tan pocos y de tan poco valor, que no hacíamos cuenta dello; y estuvimos siete días de la manera que he dicho y con los muchos mosquitos no nos podíamos valer, viendo que el tiempo se nos pasaba, y teniendo ya por cierto que aquellas tierras no eran islas, sino tierra firme, y que había grandes pueblos; y el pan de cazabe muy mohoso e sucio de las fátulas, y amargaba; y los que allí veníamos no éramos bastantes para poblar, cuanto más que faltaban diez de nuestros soldados, que se habían muerto de las heridas, y estaban otros cuatro dolientes. E viendo todo esto, fue acordado que lo enviásemos a hacer saber al gobernador Diego Velázquez para que nos enviase socorro; porque el Juan de Grijalva muy gran voluntad tenía de poblar con aquellos pocos soldados que con él estábamos, y siempre mostró un grande ánimo de un muy valeroso capitán; y no como lo escribe el cronista Gómara. Pues para hacer esta embajada acordamos que fuese el capitán Pedro de Alvarado en un navío que se decía San Sebastián, porque hacía agua, aunque no mucho, porque en la isla de Cuba se diese carena y pudiesen en él traer socorro e bastimento. Y también se concertó que llevase todo el oro que se había rescatado y ropa de mantas, y los dolientes; y los capitanes escribieron al Diego Velázquez cada uno lo que le pareció, y luego se hizo a la vela e iba la vuelta de la isla de Cuba, adonde los dejaré ahora, así al Pedro de Alvarado como al Grijalva, y diré cómo el Diego Velázquez había enviado en nuestra busca.
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Capítulo XIV Cómo los españoles querían todos volverse a Panamá, y cómo no pudieron, y Diego de Almagro se partió con los navíos, quedando Pizarro en la isla del Gallo, y de la copla que enviaron al gobernador Pedro de los Ríos Pasado el río los españoles, no les contentó la tierra que vieron porque era muy cerrada de montaña y muy lluviosa y los ríos llenos de caneyes de indios que bastarían a matar a los que quedasen. Esto fue causa que la costa arriba anduvieron hasta llegar a Tempulla, que llamaron Santiago, donde estaba un río caudaloso. Estuvieron por allí ocho o diez días; tuvieron temor a los indios y salieron con prisa de aquella tierra. Todos los más hablaban mal de Pizarro y Almagro; decían que los tenían cautivos sin los querer dar licencia para salir de entre aquellos manglares; quisieran irse todos. Los capitanes, con buenas palabras los desvelaban de aquello, esforzándolos con la esperanza de lo de adelante. Más tenían sus pláticas por pesadas que por alegres. Con estas cosas volvieron a la bahía de San Mateo, donde tornaron a tratar en qué lugar sería seguro quedar, entretanto que Almagro fuese a Panamá y viniese a los buscar. Después de muchas consideraciones se acordó que el capitán Pizarro quedase en la isla del Gallo hasta que el socorro viniese. Los españoles tornaron los más de ellos a intentar que sería bueno volverse todos y no morir miserablemente adonde aun no tenían lugar sagrado para tener sepultura; y no fueron parte sus importunidades, porque Dios permitió que de aquella vez se descubriese la grandeza del Perú. Almagro se aparejó para se ir, llevando grande aviso de recoger las cartas que fuesen, porque sabían que iban llenas de quejas de su compañero y de él; porque perseveraban en el descubrimiento, se embarcó en el un navío y se partió; en el otro llevaron la gente a la isla del Gallo, donde se habían de quedar, que por todos eran ochenta y tantos españoles, porque ya se habían muerto los demás. Y al cabo de un mes que había que estaban en la isla del Gallo, el capitán Pizarro determinó que el otro navío fuese a Panamá, yendo en él el veedor Carbayuelo, para que se adobase y viniese con el que llevó Almagro. Y como los españoles anduviesen con tan mala gana, afirman que escribieron algunos de ellos cartas al gobernador Pedro de los Ríos, suplicándole quisiese libertarlos de la cautividad en que andaban; no embargante que Francisco Pizarro procuraba que no fuesen cartas, fueron algunas; y dicen que habiendo doña Catalina de Sayavedra, mujer del gobernador, enviado a pedir algunos ovillos de algodón hilado, porque le informaron que había en aquellas tierras mucho, que un español envió dentro de un ovillo una copla que decía: ¡Ah, señor gobernador: miradlo bien por entero, allá va el recogedor y acá queda el carnicero! Aunque también cuentan otros que esta copla fue en el navío donde iba Almagro, entre otras que fueron para el gobernador. También fue en el navío de Almagro un español llamado Lobato, enviado de la gente para que procurase como fuesen puestos en libertad para salir de entre aquellos manglares; y éste pudo salir, por ser amigo de Almagro, que de otra manera no fuera. Partidos los navíos, como se ha dicho, y quedando en la isla del Gallo Francisco Pizarro con los españoles, los indios isleños no quisieron tales vecinos y tuvieron por mejor dejarles sus casas y tierra que no estar entre ellos, y pasáronse a la tierra firme, querellándose de aquellos advenedizos; lo cual decían por los españoles. Bastimento no había mucho en la isla; agua caía tanta de los cielos que ordinariamente llovía lo más del tiempo, con andar la espesura de los nublados entre las nubes y la región del aire. El sol daba poca claridad y no veían en el cielo aquella serenidad con que los hombres se confortan y alegran, sino oscuridad y ruido de truenos con gran resplandor de ralámpagos. Los mosquitos críanse abundantemente con estas cosas, y como los naturales faltasen, cargaban todos sobre los tristes hombres que solos en la isla habían quedado; y muchos andaban medio desnudos y sin tener con que se cubrir, y como anduviesen mojados y por entre aquellas montañas y malos caminos, murieron parte de ellos; porque sin todas estas penalidades morían ya de hambre y casi no hallaban que comer. Y con razón se dijo por algunos "la muerte ser fin de los males" cierto; en algunos tiempos he pasado yo tal vida en semejantes descubrimientos, que la he deseado; y lo que éstos pasaban considérenla los leyentes, aunque uno es sentir y otro es decir. Visto por Francisco Pizarro la necesidad que tenían de comida, platicó con sus compañeros sobre que sería acertado hacer un barco para pasar a buscar maíz a la tierra firme. Como a todos conviniese, luego se puso por obra, y aunque se pasó trabajo grande en lo hacer, se acabó; y pasaron algunos españoles a la tierra firme y volvieron con él cargado de maíz, con que todos se sostuvieron algunos días.
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CAPÍTULO XIV Partida de Ticul. --La Sierra. --Nohcacab. --Ruinas de Nohpat. --Vuelta a Uxmal. --El camposanto. --Obra de Mr. Waldeck. --Descripción general de las ruinas. --Dos edificios arruinados. --Grandes piedras anulares. --Casa de las monjas. --Dimensiones, etc. --Patio. --Fachadas. --Un edificio elevado. --Adornos complicados. --Fachadas pintadas. --Pórticos esculpidos. --Casa de los pájaros. --Restos de pintura. --Un arco. --Casa del enano. --Edificio recargado de adornos. --Larga y estrecha estructura. --Esmerado arreglo de los adornos. --Sacrificios humanos. --Casa de las palomas. --Línea de terrazas llamada el camposanto. --Casa de la vieja. --Montículo circular de ruinas. --Muralla de la ciudad. --Fin de la descripción. --Títulos de propiedad de la hacienda Uxmal, y papeles que la comprueban. --Su antigüedad El día siguiente era domingo y lo empleamos en arreglar nuestros preparativos para volver a Uxmal. Tuve sin embargo alguna distracción. Durante la mañana la tranquilidad del pueblo fue ligeramente alterada con la noticia de una revolución acaecida en Tekax, población distante de allí unas ocho leguas. Nuestra mansión en el país había sido tan quieta y pacífica, que parecía violenta y era necesaria una pequeña revolución para variar aquella monotonía. Los insurgentes habían depuesto a los alcaldes, nombrado autoridades de su propio bando, decretado contribuciones sobre los habitantes; y se añadía que, en número de trescientos hombres, intentaban marchar contra Mérida, para hacer efectiva la declaración de la independencia. Ticul estaba situado en su línea de marcha, pero, como no se tenía por muy cierto que aquellos hombres ejecutasen su atrevido proyecto, por mi parte determiné no cambiar el mío. La presencia del doctor en el pueblo era, por supuesto, generalmente conocida; y, sin embargo de que no dejaba de perjudicar algo a su médica reputación el hecho de hallarse él mismo enfermo, no por eso le faltaron pacientes. Su fama, como médico de bizcos, había alcanzado hasta Ticul; pero felizmente para su propia tranquilidad no había más que un solo bizco en el pueblo, con lo cual tenía éste sobrado con qué estar violento. En la tarde de aquel propio día se presentó aquel hombre pidiendo ser operado. El doctor le dijo que aún no tenía el pulso suficientemente seguro, para verificar aquella operación; y que además de eso, yo había determinado partir al siguiente día. Pero esta excusa no satisfizo en manera alguna al interesado. Sucedió sin embargo, que se hallaba presente a la sazón un cierto caballero que había ido a hacer una consulta al doctor, e incidentalmente refirió que uno de los pacientes operados en Mérida había perdido el ojo, si bien agregó que semejante pérdida no se atribuía a la operación, sino al mal tratamiento posterior del operado. El hecho, según averiguamos después, era falso y la tal historia carecía de fundamento; pero produjo el más completo resultado sobre el bizco, quien, apenas hubo oído el cuento, endilgó su oblicuo ojo hacia la puerta con tal prontitud y violencia, que se atrajo en pos todo el resto del cuerpo, y no volvió más a ver al doctor. La única operación que éste hizo aquel día fue sobre la esposa del propietario de San Francisco, de cuya cabeza extrajo un tremendo lobanillo. He hecho ya mención de la extraordinaria quietud y sosiego de ese pueblo. Todas las noches, sin embargo desde mi llegada a él, aquella tranquilidad se interrumpía con los agudos tonos del muchacho que cantaba los números de la lotería. Estaban haciéndose los preparativos para una fiesta del pueblo que debía verificarse en febrero; estaba ya delineado el terreno enfrente del convento para una plaza de toros, y la lotería se había adoptado como un arbitrio para colectar dinero y acudir a los gastos. Aún no había yo concurrido a ellas, pero la última noche de mi estada en Ticul me determiné a hacerlo. Tenía lugar en el corredor de la audiencia a lo largo del cual había pendientes hojas de palma para proteger la luz. Aquel día era domingo, y, por consiguiente, la concurrencia era más numerosa que de ordinario. A la entrada estaba sentado el muchacho, cuya voz siento todavía resonar en mis oídos, sacudiendo un saco de bolas extrayéndolas y cantando los números. Había a lo largo del corredor una tosca mesa con una hilera de velas en el medio; y los bancos de cada lado se hallaban ocupados por los aldeanos, sin distinción de personas, con cartillas y granos de maíz por delante, lo mismo ni más ni menos que se hacía en Mérida. La mayor suma cantada fue de 29 reales. Deducíase un real de cada peso aplicable al particular, objeto de la lotería; y el fondo que el muchacho había obtenido por el uso de su voz tan poderosa montaba entonces a 63 pesos. Había algunos aficionados dando una especie de música equívoca, sin la que nada puede llevarse a cabo en aquel país, y de cuando en cuando recibían dichos aficionados dos reales sacados de la bolsa común. Entraban allí todos los que querían. No había ninguna regla en la etiqueta, sino solamente una muda cortesía en los modales, y se consideraba aquello como una mera conversación, o un modo de pasar el rato. Estuve dentro cerca de una hora. Cuando cruzamos la plaza, la luna iluminaba la venerable fachada del convento, siendo aquélla la última noche que dormí dentro de sus muros. En la mañana siguiente despedime cordialmente del cura, en la inteligencia de que, tan pronto como el Dr. Cabot estuviese en aptitud de regresar, lo verificaría en compañía del buen padre, a fin de que éste terminase la visita que nos fue a hacer a Uxmal. Yo no había perdido mi tiempo en Ticul; pues, además de explorar las ruinas de San Francisco, el cura me dio noticia de otras varias que prometían hacer mayor el interés de nuestra expedición. A efecto de echar una ojeada a una de estas plazas de ruinas de paso para Uxmal, determiné regresar por un camino diferente a través de la sierra, que se levanta a corta distancia del pueblo de Ticul. La subida era áspera, quebrada y pedregosa; y toda la cordillera era una masa de piedra calcárea cubierta de unos cuantos árboles que casi no daban sombra, y blanqueando a la reflexión de los rayos solares. Al cabo de una hora llegué a la cima de la sierra desde cuyo punto, culminante sobre todos los demás objetos adyacentes, vi atrás la iglesia que había dejado, y hacia adelante la iglesia de Nohcacab, que, destacándose como un coloso en las florestas, era el único indicio de la presencia del hombre. Bajando a la llanura ya no vi nada sino árboles, hasta que, casi al entrar en el pueblo, la gran iglesia volvió a levantarse delante de mí, descollando sobre todas las casas, que aún permanecían invisibles. El pueblo se hallaba bajo el cuidado pastoral del cura de Ticul; y en los suburbios encontré a su ministro a caballo, que estaba esperando, conforme a las instrucciones del primero, para escoltarme a las ruinas de Nohpat. A distancia de una legua separámonos del camino principal, y, siguiendo una vereda a través de algunas milpas, vimos descollar ante nosotros los elevados y derruidos edificios, que mostraban las reliquias de otra ciudad arruinada. A la simple vista conocí que sería indispensable la presencia de Mr. Catherwood; pero sin embargo pasé tres horas allí, trabajando en medio del rigor del sol, y a las cuatro de la tarde volví a montar a caballo para continuar mi jornada, no sin sentir una poderosa aprensión que me hacía temer un nuevo ataque de fiebre. Poco antes de oscurecer salí del bosque y vi en pie sobre la plataforma de la casa del gobernador a Mr. Catherwood, que era el único habitante de las ruinas de Uxmal. Los indios habían concluido su trabajo del día, Bernardo y Chepa Chí se habían marchado, y desde la partida del doctor dormía solo en nuestro departamento. Poseía un tal sentimiento de seguridad por el estado tranquilo del país, el carácter inofensivo de los indios, las ideas supersticiosas de éstos con respecto a las ruinas, que creía muy fácil, con una pistola a mano y un cordel atravesado en la puerta, repeler a cualquiera que intentase penetrar de noche. Felizmente para nuestras operaciones, Mr. Catherwood se había encontrado en esta posición, sin otra cosa en qué distraerse más que en el trabajo, había hecho demasiado y, hallándose mejor provisto que nunca de cuanto podía necesitar para las comodidades de la vida, había continuado en buena salud y mejor espíritu. Al anochecer llegó el indio conductor de mi equipaje, sudando a mares, habiendo traído a cuestas la carga por una distancia de siete leguas, y por el precio de tres reales y medio que le pagué. Al tiempo de partir le di un trozo de pan de trigo, y preguntó por señas si era para llevárselo al cura; pero, habiendo comprendido que se le daba para comer, sentose al punto y comenzó la obra, y probablemente jamás había comido durante su vida una porción tan grande de aquella clase de pan. Dile en seguida medio vaso de habanero, algunos plátanos y un tabaco, y como el rocío era fuerte le dije que se sentase junto al fuego. Cuando hubo acabado esta segunda ración, dile otro trago y se le hacía duro creer en la realidad de tan buena fortuna. Sin embargo él se consideraba bien allí, y fuese por ser forastero en Uxmal y estar libre, por tanto, de las aprensiones que experimentaban los indios de allí acerca de las ruinas, o por cualquier capricho que tuviese acerca de nosotros, lo cierto es que pidió un costal para echarse en él a dormir. Dímosle uno, en efecto, y acostose junto al fuego. Por un largo rato procuró preservar su desnudo cuerpo de la molestia de los mosquitos, dando manotadas a derecha e izquierda, más o menos fuertes según la gravedad del caso, cambiando de postura y verificando varias evoluciones; pero todo fue en vano. Por último, haciendo un esfuerzo triste para sonreírse, pidió otro trago de habanero y otro cigarro, y se marchó de allí. El 24 de diciembre regresó el Dr. Cabot de Ticul, trayendo consigo a Albino, que se hallaba aún en una deplorable situación. Por desgracia, el cura Carrillo se hallaba indispuesto y no pudo acompañarlo, si bien le ofreció seguirlo dentro de pocos días. En la víspera de Navidad nos encontrábamos ya reunidos otra vez, y el día siguiente, a despecho nuestro, fue un día de fiesta, porque ningún indio vino al trabajo. Chepa Chí, que era tan puntual como la salida del sol, faltó por vez primera. Sin embargo, tuvimos por vía de visitas algunas mujeres del pueblo de Muna. Desde la parte superior de la casa del enano las vimos dirigirse hacia el convento de las monjas, y bajamos a recibirlas. Las únicas personas masculinas que las acompañaban eran un mozo como de catorce años, que venía en unión de su novia, y el marido de la mujer que yo había visto enterrar en Uxmal, que o no tenía espíritu para tomar parte en las fiestas de la hacienda, o se estaba colocando en buen camino para reparar la pérdida sufrida. No pudiendo hacer cosa alguna en las ruinas, dirigime a la hacienda para ver a uno de nuestros caballos, que tenía una matadura. La casa principal estaba desierta, pero el sonido de los violines me guió al sitio en que se hallaban reunidos los indios. Grandes preparativos se hacían para la fiesta de la noche. Aquel lugar parecía un matadero, pues se habían degollado ocho pavos, dos cerdos y que sé yo cuantas gallinas. Las mujeres estaban activamente ocupadas, y nuestra Chepa Chí, que era la directora de los trabajos, se hallaba embadurnada de masa de maíz hasta los codos. Dirigime al camposanto, con el fin de llevarme aquellas dos calaveras que había escogido y separado en el harnero el día del funeral. Yo había tomado algunas precauciones, porque la noticia de la substracción de los huesos que hallamos en San Francisco había producido cierta sensación entre los indios de la comarca; y, como me era preciso atravesar por una hilera de chozas, procureme dos calabazos, que envolví en mi pañuelo, con la mira de arrojarlos en el camposanto y sustituir en su lugar las calaveras. Al llegar al harnero, observé que otras manos se me habían adelantado, y que, removidas las calaveras del sitio en que yo las había puesto, estaban ya mezcladas con las otras, en términos de no ser ya posible identificarlas. Púseme a examinar todo el montón y sólo pude reconocer la enorme calavera de un africano y la de aquella mujer que vi exhumar. La última pertenecía a una india de raza pura; pero estaba lastimada por la barreta; y, además de esto, yo vi extraer todos sus huesos, y aun parte de su carne, de la sepultura, habiendo oído hablar tanto de ella, que podía ser considerada como una conocida mía, y tuve por lo mismo algún remordimiento de conciencia en llevarme su calavera. Como me hallaba solo, en medio del silencio y sombría tranquilidad de un cementerio, confieso que me asaltó cierta cosa parecida a un sentimiento supersticioso para no perturbar los huesos de los muertos, substrayéndolos de su última morada. Sin embargo, yo hubiera vencido mis escrúpulos, tomando al azar una de aquellas calaveras, si no hubiese venido a redoblar mis sentimientos la vista de dos mujeres indias que se hallaban acechándome a través de unos árboles; y, como yo no quería correr el riesgo de excitar disturbios en la hacienda, dejé el camposanto con las manos vacías. El mayoral me dijo después que había sido una fortuna el que yo me hubiese manejado con aquella prudencia, pues que, de otra suerte, la substracción de una calavera habría conmovido a los indios y causado tal vez alguna mala consecuencia. El relato de nuestra residencia en Uxmal está a punto de determinarse, y ya es tiempo de presentar al lector lo que aún queda de aquellas célebres ruinas; pero antes de verificarlo haré una observación respecto de la obra de Mr. Waldeck, publicada in folio en París el año de 1835 y que, a excepción del breve relato que yo hice en mi visita anterior, es el único libro que se ha publicado sobre las ruinas de Uxmal. En mi última visita llevé y tuve conmigo este libro. Hallarase que nuestros planos y dibujos difieren materialmente de los suyos; pero debe saberse que Mr. Waldeck no era un dibujante arquitectural, y que se queja contra el Gobierno mexicano por haberle tomado sus dibujos. También difiero algo de él en el modo de fijar los hechos, y casi del todo, de sus opiniones y conclusiones. Pero esto es muy natural, y probablemente el próximo viajero que visite las ruinas diferirá también, en varios respectos, de él y de mí. Debe decirse, además, que Mr. Waldeck encontró mayores dificultades que yo, porque, cuando él hizo su visita, el terreno no estaba despejado para una milpa, y se hallaba erizado de árboles; y sobre todo tiene un pleno título a reputársele como el primer extranjero que visitó las ruinas de Uxmal y dio conocimiento de ellas al público. Volvamos al asunto. He mencionado ya la casa del gobernador y la casa de las tortugas, de las cuales esta última se halla en la gran plataforma de la segunda terraza del primer edificio, hacia el ángulo del norte. Bajando de este edificio y sobre la misma línea con la puerta de la casa de las monjas, en dirección al norte, a una distancia de doscientos y cuarenta pies, se encuentran otros dos edificios arruinados el uno enfrente del otro, y separados por un espacio de setenta pies. Cada uno de ellos mide ciento veintiocho pies de largo y, según lo que está en pie todavía, parece haber sido ambos exactamente iguales en el plan y en los adornos. Los lados, que hacen frente el uno al otro, se hallan embellecidos de esculturas y se ven en ambos los fragmentos de colosales serpientes entrelazadas, que corren por toda la extensión de las paredes. En el centro de cada fachada, en puntos directamente opuestos el uno del otro, se hallan los fragmentos de un anillo de piedra. Cada anillo de éstos era de cuatro pies de diámetro y estaba asegurado en la pared por un puyón de piedra de correspondientes dimensiones. Parece que los tales anillos han sido destrozados de intento: la parte más cercana de cada uno de ellos al puyón proyecta todavía de la pared, y la superficie exterior está cubierta de caracteres esculpidos. Hicimos excavaciones entre las ruinas a lo largo de las paredes con la esperanza de descubrir las partes perdidas de aquellos anillos, pero todo fue en vano. Aquellas estructuras no tenían entrada ni abertura alguna por ninguna parte. En la creencia de que debían de tener cuartos interiores, abrimos una brecha en una de las paredes del E. hasta una profundidad de ocho a diez pies, pero únicamente sacamos piedras toscas tan estrechamente unidas, que se hizo peligroso para los indios el trabajar en la cavidad y se vieron obligados a dejarlo. Esta excavación, sin embargo, nos condujo a través de una tercera parte de la estructura y nos convenció que aquellos grandes edificios paralelos no contenían ningún cuadro interior, sino que consistían únicamente en cuatro grandes paredes henchidas de una sólida masa de piedras. Nuestra opinión era que habían sido edificados expresamente con referencia a los dos grandes anillos que se presentaban en cada fachada, y que se había dejado un espacio entre ellas para la celebración de algunos juegos públicos, en cuya opinión tuvimos lugar de confirmarnos después. Pasando por entre edificios y continuando en la misma dirección llegamos al frente de la casa de las monjas. Este edificio es cuadrangular y tiene un patio en el centro. Está colocado sobre la parte más alta de tres terrados. El más bajo tiene tres pies de alto y veinte de ancho; el segundo, veinte pies de alto y cuarenta y cinco de ancho, y el tercero, cuatro pies de alto y cinco de ancho, extendiéndose por todo lo largo del frente del edificio. Este frente tiene doscientos setenta y nueve pies de largo; y sobre la cornisa, de un extremo al otro, está adornado con esculturas. En el medio hay una portada de diez pies y ocho pulgadas de ancho, medida con el arco triangular, y que conduce al patio. De cada lado de esta portada hay cuatro puertas de groseros dinteles, que introducen a otros tantos cuartos de cerca de veinticuatro pies de largo, diez de ancho y diecisiete de alto, hasta la parte superior del arco; y que no tienen comunicación entre sí. El edificio que forma el lado derecho u oriental del cuadrángulo tiene el largo de ciento cincuenta y ocho pies; el de la izquierda, ciento setenta y tres pies, y el de la línea opuesta, que cierra el cuadrángulo, mide doscientos sesenta y cuatro pies. Estas tres líneas de edificios no tienen puertas exteriores; su superficie es una pared bruta; sobre toda la cornisa están adornadas con las mismas ricas y acabadas esculturas. En la parte exterior de la última línea mencionada, los dibujos son simples y entre ellos hay dos rudas figuras desnudas, que han sido considerados como indicios de la existencia del mismo culto oriental ya referido, en el pueblo de Uxmal. Tal es el exterior de este edificio. Pasando por el abovedado pórtico, entramos en un extenso patio, con cuatro grandes fachadas que miran a él, adornadas todas de un extremo al otro con las más ricas y más intrincadas esculturas conocidas en el arte de los arquitectos de Uxmal, presentando una vista de una magnificencia extraordinaria y que sobrepasa a todo lo que hasta aquí se ha dicho de esas ruinas. Este patio tiene doscientos cuarenta pies de ancho y doscientos cincuenta y ocho de largo. Cuando nuestra primera entrada, estaba demasiado cubierto de arbustos y yerbas; las codornices saltaban por entre nuestros pies, y en ruidosas bandadas pasaban sobre las techumbres de los edificios. Como quiera, entramos en él espantando las manadas de aquellas aves, que durante nuestra residencia en Uxmal fueron las únicas perturbadoras de su silencio y desolación. Entre los varios motivos de pesadumbre que siento por verme obligado a presentar los dibujos en pequeña escala, no es el menor y menos vivo el no poder presentar detalladamente las cuatro grandes fachadas que dan a este patio. Hay una circunstancia que disminuye este pesar, y es que el lado más ricamente esculpido y recargado de adornos se encuentra en un estado de ruina tal, que en ninguna circunstancia podría presentarse entero. Esta fachada se halla a la izquierda del espectador al entrar en el patio. Tiene ciento setenta y tres pies de largo, y se distingue por dos colosales serpientes entrelazadas, que recorren y abrazan, en toda su extensión, los adornos de la fachada entera. La cola de una de las serpientes queda sobre la cabeza de la otra, que tiene un adorno a manera de turbante con plumeros. Los nudos que se encuentran en la extremidad de la cola indican tal vez que aquellas serpientes son de cascabel, especie que abunda en el país. La serpiente inferior tiene unas monstruosas quijadas abiertas, y dentro hay una cabeza humana, cuya fisonomía se distingue perfectamente en la piedra. D. Simón, de todo lo que había en las ruinas, nada cuidaba tanto como la cabeza de esta serpiente. Él nos había autorizado para arrancar y traernos cualquier otro adorno; pero se reservaba éste para colocarlo en una pared de su casa en Mérida, como un recuerdo de Uxmal. Si hubiésemos tenido la fortuna de ir a Uxmal algunos años antes, podríamos haber visto entera todavía esta admirable fachada, de la cual existen vestigios apenas. D. Simón nos dijo que, todavía, en 1835, todo el frente estaba en pie, viéndose con toda perfección las dos serpientes rodeando los adornos del edificio. En sus ruinas presenta una idea de "los grandes y bien construidos edificios de cal y canto con figuras de serpientes e ídolos pintados en las paredes", que Bernal Díaz del Castillo vio al desembarcar en Campeche. Al fondo del patio, frente a la entrada, se ve la fachada de un bello edificio de ciento sesenta pies de largo, situado en una terraza de veinte pies de elevación. Súbese a él por una grande, pero arruinada escalinata de noventa pies de ancho, flanqueada de cada lado por un edificio de frente esculturado, y con tres puertas que llevan a los departamentos interiores. La elevación de aquel edificio, desde el pavimento hasta la cornisa superior, es de veinte y cinco pies. Tiene trece entradas, sobre cada una de las cuales se eleva una pared perpendicular de diez pisos de ancho y de diecisiete de elevación sobre la cornisa que hacen por todo cuarenta y dos pies de altura sobre el nivel del terreno. Estas elevadas estructuras se erigieron, sin duda, para dar un golpe de grandeza al edificio; y a cierta distancia parecen unas torrecillas; pero de todas ellas sólo quedan cuatro en pie. Toda la gran fachada, con inclusión de las torres, está cubierta de complicadísimas y laboriosas estructuras, entre las cuales hay algunas figuras humanas ejecutadas con cierta rudeza: dos de ellas son representadas como tocando instrumentos músicos; uno semejante al arpa y otro por el estilo de una guitarra. Otra tercera figura aparece sentada con los brazos cruzados sobre el pecho y sujetos con ciertas ataduras, cuyas extremidades pasan por sobre los hombros. De todo lo demás nada puede distinguirse ni entenderse; y aquel recargado conjunto produce la idea de la grandeza y de la magnificencia, pero no del buen gusto y refinamiento. Este edificio tiene una circunstancia curiosa: está erigido sobre otro más pequeño y probablemente más antiguo, encerrándolo completamente. Las puertas, paredes y dinteles de madera de este último subsisten todavía, mientras que los del edificio exterior se han desplomado. La ornamentada cornisa del interior también está visible. Desde la plataforma de la escalinata de este edificio, mirando a través del patio, se presenta una vista magnífica, que abraza todos los edificios principales que descuellan sobre la llanura, a excepción de la casa del enano. La última de las cuatro fachadas que dan sobre el gran patio se encuentra al lado derecho del espectador. Es la más entera de todas; y, en efecto, sólo le falta los dinteles de madera y algunas piedras que se le han arrancado, para que aparezca completa. Es también la más pura y simple en el diseño y en los adornos, y descansaba la vista al fijarse sobre esta curiosísima y bella combinación, después de estar contemplando las complicadas masas de adornos que decoran las otras fachadas. El adorno que descuella en la puerta central es el más importante, el más complicado y minucioso y señala aquel cierto estilo peculiar que caracteriza los más vigorosos esfuerzos de los antiguos constructores de edificios. Los adornos que decoran las puertas restantes son menos notables, más simples y más agradables a la vista. En todos ellos hay en el centro un gran mascarón, con la lengua fuera y un minucioso adorno en la cabeza. Entre las barras horizontales hay una hilera de adornos de punta de diamante, en los cuales todavía se ven algunos vestigios de pintura encarnada; y en la extremidad de cada barra está la cabeza de una serpiente con la boca abierta. Paréceme conveniente omitir la descripción de los departamentos que caen al patio. Hicimos los planos de todos ellos; pero son en general absolutamente semejantes, si no es en las dimensiones, en que hay alguna variedad. Son ochenta y ocho por todo. Sin embargo hay una hilera de ellos diferente del resto. Éntrase a esta serie de habitaciones por la puerta principal del centro, y consiste en dos cámaras paralelas, cada una de treinta y tres pies de largo y trece de ancho. En la extremidad de ellas hay una puerta que comunica con otras cámaras de nueve pies de largo y trece de ancho. Las puertas están todas adornadas de esculturas, y son los únicos adornos de esta clase que se encuentran en el interior de los edificios de Uxmal. La hilera consiste en seis piezas; y hay un cierto refinamiento en su arreglo bastante conforme a los hábitos de lo que podríamos llamar una vida civilizada. En la estación de la seca, y cayendo sobre un patio majestuoso y libre de toda humedad y vegetación, debería ser la residencia más cómoda para un futuro explorador de las ruinas de Uxmal; y cuantas veces entraba yo allí sentía una especie de pesar por no habernos aprovechado de las ventajas que presentaba. Con estas pocas palabras me despido de la casa de las monjas, añadiendo únicamente que en el centro existe el fragmento de una gran piedra, semejante a la que se ve en la terraza de la casa del gobernador, llamada picota; y que, engañado por el relato de Waldeck, que dice hallarse todo aquel pavimento esculpido de tortugas, consumí una mañana en hacer excavaciones para limpiar el piso de la tierra allí acumulada, y no hallé cosa alguna de aquella especie. La capa interior consistía en piedras toscas que sin duda sirvieron de fundamento a un piso de mezcla, que ha desaparecido ya en lo absoluto, por su larga exposición a las lluvias. A espaldas de éste hay otro edificio, o mejor dicho otra línea de varios edificios, más bajos que la casa de las monjas, situados en orden irregular y muy arruinados ya. A la primera porción de estos edificios dimos el nombre de casa de los pájaros, por la circunstancia de que su parte exterior se encuentra adornada de representaciones de plumas y pájaros rudamente esculpidos. La porción restante consiste en algunas piezas muy grandes, entre las cuales hay dos de cincuenta y tres pies de largo, catorce de ancho y como veinte de alto, y son las mayores, o por lo menos las más anchas que hay en Uxmal. En una de ellas se ven los vestigios de una pintura muy bien conservada; y en la otra hay un arco que se aproxima más de cerca al principio de la verdadera clave, que ningúnotro de cuantos vimos en toda nuestra exploración de las ruinas. Es muy semejante a los primitivos arcos, si podemos llamarlos así, de los etruscos y griegos, tales como se encuentra en Arpino, del reino de Nápoles, y en Tiryus de Grecia. Desde estos edificios se baja a la casa del enano, conocida también con el nombre de casa del adivino, por la circunstancia de poderse contemplar desde ella toda la ciudad y hacer capaz a su habitante de saber cuanto pasa alrededor. El patio de este edificio es de ciento treinta y cinco pies de largo sobre ochenta y cinco de ancho. Está limitado por hileras de montículos de veinte y cinco a treinta pies de espesor, cubiertos ya de una tupida capa de maleza, pero que seguramente formaron antiguamente hileras de edificios. En el centro existe una piedra cilíndrica semejante a las que habíamos visto en los otros patios y que llamaban picotas. La base del edificio se encuentra hoy tan escombrada, que es muy difícil fijar con precisión sus dimensiones. Sin embargo, conforme a nuestras medidas, es de doscientos treinta y cinco pies de largo, y ciento cincuenta y cinco de ancho; su altura es de ochenta y ocho pies, y hasta la extremidad superior del edificio hay ciento y cinco pies. Aunque disminuye en proporción que sube, su forma no es exactamente piramidal y sus extremidades son redondas. Todo él está cubierto de piedra y es perfectamente sólido desde la base. A lo largo de éste, o más bien a una altura como de veinte pies a donde seguramente se llegaba por una escalinata que ha desaparecido ya, hay una hilera de curiosos departamentos casi llenos de escombros, pero conservando aún las vigas de zapote sobre las puertas. A la altura de sesenta pies hay una sólida plataforma, que proyecta sobre la cual existe un edificio recargado de adornos más ricos, minuciosos y cuidadosamente esculpidos, que los de ningún otro edificio de Uxmal. Un gran pórtico da sobre la plataforma. Los dinteles de zapote subsisten aún en sus primitivos sitios, y se divide el interior en dos departamentos: el primero es de quince pies de ancho, siete de profundidad y diecinueve de elevación; mientras que el otro tiene doce pies de ancho, cuatro de profundidad y once de elevación. Ambos son enteramente planos, sin adornos de ninguna especie, ni comunicación con parte alguna del montículo. La escalera, bien así como todo otro medio de comunicación con este edificio, ha desaparecido enteramente; y durante nuestra visita nos perdimos en conjeturas para saber cómo se llegaba a él. Por lo que después observamos, creímos que una gran escalinata construida sobre un plan diverso de lo que hasta allí habíamos examinado, soportada por un arco triangular, debió haber guiado hasta la puerta del edificio; y eso le daría, cuando aun estaba en pie, una extraordinaria apariencia de grandeza. La estructura situada en la cima era un largo y estrecho edificio de setenta pies de frente y sólo doce de profundidad. Ese frente se halla en completa ruina; pero aun en medio de su decadencia presenta una combinación de adornos, los más elegantes y de mejor gusto que hay allí, por lo que sería difícil formarse una idea perfecta, sino por medio de un grabado en escala mayor. Una serie de emblemas de la vida y de la muerte, en contraste perfecto, se ve en toda la extensión de la pared, confirmando la existencia de aquel culto practicado por los antiguos egipcios y otras naciones orientales, y del cual hemos hablado como de un culto que prevalecía en Uxmal. El interior está dividido en tres departamentos, de los cuales, el del centro mide veinticuatro pies sobre siete, y los laterales diecinueve sobre siete también. Carecen de comunicación entre sí: dos tienen sus puertas al oriente, y uno al poniente. Una estrecha plataforma, de cinco pies de latitud, proyecta de los cuatro lados del edificio. Toda la parte del norte está destruida, y un gran trozo del frente oriental se encuentra en el mismo estado. A este frente se sube por una gran escalinata de noventa peldaños, y tiene ciento dos pies de elevación sobre setenta de anchura. Los peldaños son estrechos y la escalinata es casi perpendicular. Por lo mismo, cuando la despejamos de los árboles y ya no había de qué asirse, la subida y bajada eran tan difíciles como peligrosas. El historiador Cogolludo refiere que una vez subió por esta escalinata, y que cuando quiso bajar se arrepintió de su empresa, pues se le fue la vista y se vio en gran peligro. Añade que en los departamentos de este edificio, que él llama pequeñas capillas, había ídolos y que en ellos se habían hecho sacrificios de hombres, mujeres y niños. Es indudable que este elevado edificio era el gran "Teocali" o el mayor templo de los ídolos a quienes el pueblo de Uxmal tributaba culto, y en él se celebraban sus más santos y misteriosos ritos. "El sumo sacerdote tenía en la mano un largo, ancho y agudo cuchillo de pedernal; otro llevaba un collar de madera en forma de culebra. Las víctimas que debían ser sacrificadas eran conducidas arriba, de una en una, enteramente desnudas;se les echaba boca arriba sobre la piedra, fijábaseles el collar al cuello, y otros cuatro sacerdotes le aseguraban los pies y las manos. Entonces el sumo sacerdote rasgábales el pecho, con prodigiosa destreza, arrancaba el corazón, y presentábalo en alto al Sol. Convertíase después al ídolo, y se lo enviaba a la cara, arrojando el cuerpo desde aquella altura, y no se detenía hasta llegar al fin de la escalera, porque los peldaños eran muy derechos. Y cierto indio recién convertido, que había sido en gentilidad sacerdote, decía que cuando se arrancaba el corazón a las miserables víctimas, quedaba saltando en el suelo tres o cuatro minutos, hasta que se enfriaba gradualmente, y entonces se arrojaba el cuerpo, palpitante aún, desde lo alto". En todo el largo catálogo de ritos supersticiosos con que están manchadas las páginas de la historia humana no puede imaginarse una pintura más odiosamente horrible que la de un sacerdote indio con su ropaje blanco y el cabello largo, haciendo sus formidables sacrificios humanos desde aquella notable altura, en presencia de todo el pueblo que podía contemplarlo en toda la vasta extensión de la ciudad. Desde la cima de este montículo pasamos por sobre la casa del gobernador a la casa de las palomas, que es de doscientos cuarenta pies de largo. El frente está muy arruinado y las habitaciones escombradas. En el centro de la techumbre, y en una dirección longitudinal, corre una hilera de estructuras piramidales, de la misma forma que el frente de algunas casas holandesas, de que todavía hay vestigios entre nosotros, aunque aquéllas son mayores y más macizas. Son nueve por todas, están hechas de piedra, de cerca de tres pies de espesor, y tienen unas pequeñas aberturas oblongas, que, por la ligera semejanza que tienen con las casillas de las palomas, se ha dado al edificio el nombre con que se le conoce. Todas ellas estuvieron antiguamente cubiertas de figuras y adornos de estuco, de que aún subsisten algunos vestigios. En el centro de este edificio hay un arco de diez pies de ancho, que guía a un patio de ciento ochenta pies de largo y ciento cincuenta de fondo, en cuyo centro, aunque arrancada ya, se ve la misma grande piedra cilíndrica de que hemos hablado tan a menudo. A derecha e izquierda hay una hilera de edificios arruinados y se ven también en el frente y en el fondo, con otro arco en el centro. Cruzando el patio y pasando bajo de este arco, subimos por un ramal de escaleras, ya arruinadas, y nos encontramos en otro patio de cien pies de largo y ochenta y cinco de ancho. También de cada lado de este patio había hileras de edificios destruidos, y en el otro extremo estaba un gran "Teocali" de doscientos pies de largo, ciento veinte de ancho y como cincuenta de elevación. Una ancha escalinata guía hasta la cima, sobre la cual existe un largo y estrecho edificio de cien pies sobre veinte, dividido en tres departamentos. Se sentía no sé qué solemne y sombrío interés en presencia de esta gran masa de ruinas. Al entrar bajo del ancho arco, cruzar los dos majestuosos patios sembrados de edificios en cabal ruina, y subir la gran escalinata hasta el edificio de la cima, se siente una vigorosa impresión de una grandeza que ha pasado ya; y esa impresión es producida con mayor viveza aquí, que en ninguna otra parte de la desolada ciudad. Tiene una vista dominante sobre todos los demás edificios, y subsiste solo, aislado en su sombría grandeza, turbada rara vez por el eco de los pasos de un hombre. En sus visitas a este edificio, Mr. Catherwood sorprendió una vez a un venado, y otra a un cerdo montés. En el ángulo N. E. de este edificio hay una hilera de altas y arruinadas terrazas con vista al E. y al O. de cerca de ochocientos pies de largo en su base, y cuyo conjunto se llama "El camposanto". En una de esas terrazas existe todavía un edificio de dos cuerpos, con algunos restos esculpidos. Los indios decían que en un valle profundo y escombrado que se veía al pie estuvo el antiguo sitio en que se hacían los enterramientos de la arruinada ciudad; pero, a pesar de nuestras propias investigaciones y de la promesa que de una recompensa hicimos a los indios, nunca hallamos un solo sepulcro. Además de todo esto, existía la casa de la vieja, en completa ruina. Una vez, en medio de un ventarrón, vimos desplomarse los restos de la pared del frente, que todavía estaban en pie. Está como a quinientos pies de distancia de la casa del gobernador y le viene el nombre de la estatua mutilada de una vieja, que estaba colocada allí. Cerca, había otros monumentos enteramente abatidos, y casi enterrados, los cuales nos fueron designados por los indios en nuestra primera visita. Al N. hay un montículo circular de ruinas, probablemente idéntico al edificio circular que vimos en Mayapán. Una muralla, que se dice haber ceñido la ciudad, podrá verse en nuestro plano hasta donde fue posible hacer la traza. Más allá, y por una gran distancia en todas direcciones, todo el terreno está cubierto de ruinas; pero cierro aquí la breve descripción de ellas, pues que, pudiendo prolongarla indefinidamente, me he encerrado en los más estrechos límites posibles. Tengo esperanza de que alguna vez podré presentar a los anticuarios todo lo que sobre este objeto puede satisfacer su curiosidad; confío, sin embargo, haber dicho lo bastante para dar al lector una idea clara y distinta de lo que son las ruinas de Uxmal. Tal vez podrá representarse allá en su imaginación, como nos ha sucedido a nosotros, lo sorprendente de la escena cuando todos esos edificios estaban en pie, habitados por un pueblo vestido de una manera tan fantástica y caprichosa como los adornos de sus edificios y poseyendo el conocimiento de todas aquellas pequeñas artes que deben ser coexistentes con la arquitectura y escultura, y a las cuales sólo ha sobrevivido la piedra imperecedera. La pequeña luz histórica que recibimos en Mérida y Mayapán de nada nos debía servir en Uxmal, pues que no se hace mención de esta ciudad en ninguno de los recuerdos de la Conquista. Los nubarrones vuelven a agruparse; pero todavía, a través de ellos, una estrella se columbra. Dice el padre Cogolludo,que en la memorable ocasión en que estuvo a punto de caer de las escaleras del gran "Teocali" halló en una de las piezas, que él llama adoratorios, "ofrendas de cacao y señales de copal, usado por los indios en lugar de incienso, y que se había quemado allí recientemente". Señal cierta, continúa ,"de que los indios de aquel lugar habían cometido allí un acto de superstición idolátrica"; diciendo luego: guiado de su espíritu piadoso, "Dios ayude a estos pobres indios, porque el diablo los engaña con harta facilidad". Cuando regresé a Mérida, facilitome D. Simón sus títulos y papeles de propiedad de la hacienda de Uxmal. Formaban una masa enorme, a cuyo lado habrían parecido un juguete los autos seguidos en un largo pleito; y desgraciadamente muchos de ellos estaban en lengua maya. Pero había un enorme legajo in folio, escrito en castellano, y allí constaba la primera concesión de esas tierras, hecha por el gobierno español, con fecha 12 de mayo de 1673, en favor del regidor D. Lorenzo de Evia, a quien se hizo la merced real de cuatro leguas de terreno desde los edificios de Uxmal hacia el sur, una al oriente, otra al poniente y otra al norte, por los distinguidos méritos y servicios que allí se expresaban. El preámbulo dice que el regidor D. Lorenzo de Evia en un escrito presentado a S. M. expresó que a distancia de dieciséis leguas de Mérida, y tres de la sierra del pueblo de Ticul, había unos terrenos, llamados Uxmal Checaxek, Tzenchan-Cemin, Curea-Kusultzac, Exmune-Hismouuec, incultos y realengos, que no podían aprovechar a los indios para sus siembras y labores, sirviendo únicamente para la cría de ganado vacuno; que el dicho regidor tenía esposa e hijos, a quienes, para el mejor servicio del Rey, le era necesario mantener conforme a su rango y jerarquía; y que deseaba poblar aquellos terrenos de ganado vacuno, pidiendo en consecuencia se le diesen, con tal objeto y en nombre de Su Majestad, toda vez que no resultaba perjuicio de tercero, sino, al contrario, un gran servicio a Dios nuestro Señor, porque dicho establecimiento evitaría que los indios diesen culto al diablo en los edificios viejos que había en aquel sitio, teniendo en ellos sus ídolos a los, cuales quemaban copal y hacían otros detestables sacrificios, según lo verificaban diariamente, como era público y sabido. Después de éste, aparece otro instrumento más reciente, de 3 de diciembre de 1687, cuyo preámbulo repite la solicitud del capitán D. Lorenzo de Evia; y la merced que se le hizo; y expresa que un indio llamado Juan Can le había importunado reclamando un derecho a dichas tierras, fundado en ser descendiente de los antiguos indios a quienes pertenecían; que el tal Can había exhibido algunos papeles y mapas confusos; y que, aunque no era posible a éste justificar su derecho, el expresado D. Lorenzo, para evitar litigios, convenía en darle setenta y cuatro pesos, como precio y valor de las dichas tierras. La petición expresa el consentimiento de Juan Can, con todas las formalidades requeridas en el caso, y que aparece en el acta original entre los títulos de propiedad y otros papeles, demandando en consecuencia se ratifique la primera concesión y se le ponga en real y corporal posesión de la finca. En el auto de confirmación aparece el relato de haber sido puesto en posesión (D. Lorenzo), y comienza así: "En el sitio llamado Los edificios de Uxmal y sus tierras, a los tres días del mes de enero de 1688, etc., etc." Y concluye con estas palabras. "En virtud del título y autoridad que se me ha dado por dicho gobernador, con sujeción a su tenor, tomé de la mano al dicho D. Lorenzo de Evia y paseó conmigo por todo Uxmal y sus edificios, abrió y cerró varias puertas que tenían algunas piezas, cortó dentro de su recinto algunos árboles, recogió y arrojó varias piedras, sacó agua de una de las aguadas de dicho sitio de Uxmal y ejerció otros varios actos de posesión". El lector notará que tenemos aquí dos diferentes testigos, independientes el uno del otro, testificando que ciento cuarenta años después de la fundación de Mérida los edificios de Uxmal eran mirados con reverencia por los indios; que éstos formaban el núcleo de una población dispersa, que concurría allí, lejos de la vista de los españoles, a verificar algunos ritos religiosos de su culto. Cogolludo vio en la casa del enano ciertas "señales de copal recientemente quemado", "muestra cierta de haberse ejecutado algún acto idolátrico"; y los títulos de D. Simón, que jamás se habían empleado para ilustrar ningún punto de la historia, además de mostrar cuál era la política del gobierno que para el servicio de Dios destruía las costumbres de los indios y alejaba a los indígenas de los edificios consagrados a su culto, pruebas son, que se calificarían de concluyentes en cualquier tribunal, de que los indios en ese tiempo daban notoriamente culto al demonio y hacían otras detestables ceremonias en aquellos antiguos edificios. ¿Puede suponerse que unos edificios en que se ejercían tales actos del culto religioso de los indios, y a los cuales concurrían éstos con tal asiduidad, que se tuvo por necesario arrojarlos de allí, fuesen edificios de otra raza; o más bien debería decirse que los indios hacían esto, porque aquellos edificios eran adaptados a los ritos y ceremonias que recibieron de sus padres; o porque eran los mismos en que sus antepasados dieron culto a los ídolos? A mi juicio, no hay duda ninguna que esta última interpretación es la más plausible que pueda darse de aquellos actos; y puedo añadir, conforme lo certifica el notario hace apenas ciento cuarenta y cuatro años, que los edificios arruinados de Uxmal tenían puertas que podían abrirse y cerrarse.
contexto
Capítulo XIV Que prosigue las cosas notables de la Ciudad de los Reyes Por ser tan difusa y larga la descripción y cosas que hay en esta Ciudad de los Reyes que considerar, me pareció dividirla en dos capítulos, para poderlas distinguir mejor, aunque se haya de enfadar el lector de ello. Reside en esta ciudad, como hemos dicho, el Virrey, lugarteniente de el Rey Católico de España, y desde ella gobierna todo el Reino del Perú, y a él acuden de las ciudades y provincias así españoles como indios. Él provee los oficios y corregimientos de las ciudades de españoles y de las provincias de indios, él encomienda repartimientos, él hace mercedes, él nombra generales de mar y tierra, y dél penden los negocios, y en general sustenta su Corte, que bien se le puede dar este nombre con mucho aplauso y majestad como de la persona que representa. Hay en esta ciudad la Chancillería, que dijimos, con dos salas de civil y ocho oidores, que despachan los negocios de justicia con mucha rectitud y justicia, y otra sala hay de tres alcaldes de corte, donde se castigan los delitos que se cometen en el distrito de la Audiencia, y estos mismos alcaldes de corte tienen su juzgado de provincia, que llaman para negocios civiles, y los alcaldes de la ciudad electos por el Cabildo. Hay dos alguaciles mayores, uno de corte y otro de la ciudad, y su juzgado de difuntos, cuyo juez mayor es un oidor cada año, corriendo por su turno. Ha puesto el Rey dos compañías, una de sesenta lanzas y otra de cuarenta arcabuceros a caballo, para juarda de esta ciudad. Las lanzas tienen a ochocientos pesos ensayados y los arcabuceros a cuatrocientos de paga. Tiene su asiento en esta ciudad el Arzobispo della, juez metropolitano a todos los que dijimos, y valdrá su renta sobre treinta mil pesos ensayados. La iglesia Catedral que ahora se va haciendo con grandísima suntuosidad, gasto y riqueza, al modelo y traza que la de Sevilla, dedicada al glorioso San Juan Evangelista, y la mayor parte de ella está ya acabada. Tiene sus dignidades, canónigos y racioneros con muy buena renta. Hay además desta, otras cinco parroquias: una de San Sebastián, otra de Santa Ana, otra de San Marcelo y otra de San Lázaro, que está de la otra banda del río. Es cierto que en la iglesia mayor y en las demás parroquias, con prebendados, curas, sacristanes, capellanes y sacerdotes, que residen en la ciudad y vienen a ella a negocios, hay de ordinario más de doscientos y treinta. Han salido de esta iglesia prelados para otras, como fue don Bartolomé Martínez, Arcediano de ella, obispo de Panamá y después Arzobispo del Nuevo Reino de Granada; el doctor don Juan de la Roca, obispo de Popayán, varones apostólicos. Los pastores que ha tenido hasta ahora, ya los hemos dicho. Demás de esto, hay en esta ciudad cinco conventos de religiosos, y uno del orden de Predicadores, de obra y edificio admirable, donde se encierran ciento y cincuenta religiosos, y hay hombres eminentísimos en las letras sagradas; el de San Francisco, con otros ciento y cincuenta y más frailes. El de San Augustín, en que hay ciento y treinta, y se ve en él el retrato del Santísimo Crucifijo que hay en la ciudad de Burgos, en España, con grandísima frecuentación, especialmente en la Cuaresma, que mueve a notable piedad y reverencia. El de Nuestra Señora de las Mercedes, Redención de cautivos con cien religiosos, que fue el primero que se fundó en esta ciudad, así como fueron los primeros los religiosos de este orden, los que pasaron a este Reino, como queda ya dicho, y tienen otro crucifijo devotísimo y una imagen de la Piedad que hace muchos milagros. El de la Compañía de Jesús, con cien religiosos, donde hay gran concurso de estudiantes, Sin éstos, está fuera de la ciudad otro convento de descalzos de San Francisco, y otro de Recoletos de Nuestra Señora de las Mercedes. Demás destos, hay cinco monasterios de monjas. El primero y más antiguo de todo el Reino, que con principios pobres empezó, y ahora es el más eminente, y tiene doscientas religiosas, es el de la Encarnación, de canónigas regulares de San Agustín, y se puede decir que es retrato e imagen del cielo, porque la música angélica que hay en él, suspende los ánimos y los levanta a la contemplación de la bienaventuranza. Según dicen los entremados en este arte, no se sabe en toda Europa de coro todo junto más famoso, ni donde con más solemnidad se canten los oficios divinos, en lo que toca a la música. El otro monasterio es dedicado a la Concepción Purísima de la Virgen, muy rico, y la iglesia de maravilloso edificio, y la música de él muy poco menos que el de la Encarnación. El tercero es dedicado a la Santísima Trinidad debajo de la regla de San Bernardo. El cuarto es de Descalzas de la Madre Teresa de Jesús. El quinto es de Santa Clara, hecho por don Toribio Alfonso Mogrovejo, donde hay una devotísima imagen de Nuestra Señora de la Peña de Francia, que ha resplandecido con infinitos milagros. No le faltan a esta ciudad cinco hospitales famosos. El uno hecho por don Andrés Hurtado de Mendoza, Marqués de Cañete, tercero virrey del Perú, para españoles, donde se curan infinitos. Otro de Santa Ana, fábrica del Arzobispo don Fray Gerónimo de Loaysa, primero de este Reino, donde se curan los indios, y es muy rico. Otro, con título del Espíritu Santo, para curar marineros y gente de la mar. El cuarto, dedicado a San Diego, donde se recogen los enfermos que salen de los otros hospitales a convalecer. El quinto de San Cosme y San Damián, donde está fundada una Cofradía de la Caridad, muy insigne. En este hospital se curan mujeres pobres; y la cofradía, el día de Nuestra Señora de Agosto, casa doncellas huérfanas y necesitadas, y hay año que son veinte y se les dan dotes suficientes. El último hospital, y primero en dignidad, es del Príncipe de los Apóstoles, fundado de limosnas que han dado sacerdotes y personas pías, donde son curados y regalados clérigos y sacerdotes pobres. Sin estas iglesias, hay hermitas muy devotas en diferentes lugares del pueblo; una de Nuestra Señora de Monserrate, otra de la Virgen de Guadalupe; otra de Nuestra señora del Prado, donde son infinitas las misas que cada día se dicen. En todas estas iglesias y monasterios hay fundadas grandes Cofradías a honor del nombre de Jesús, de su Madre Santísima y de otros santos. En San Francisco está la de la Concepción, que también cada año casa doncellas huérfanas. Porque en el capítulo pasado dijimos los gastos tan excesivos que en esta ciudad se hacen, no será razón pasar en silencio, y que no refiramos las limosnas que también se reparten, porque sin duda son muchas, especialmente a los pobres de las cárceles, para el sustento ordinario, a pobres, a vergonzantes que son infinitos, y por personas diputados para ello. Cada sábado se les reparten infinitas limosnas en dinero, pan y carne y vestidos. Hay una casa, donde se crían niños huérfanos que allí arrojan sus madres por imposibilidad de criarlos o vergüenza, que parezcan y manifiesten los pecados de sus padres. Para todas estas obras pías y de caridad, ayuda la ciudad y sus moradores con larguísima mano, y cada día van creciendo las limosnas, pues en las demás obras de piedad y religión en ninguna ciudad del Reino con tanto cuidado, solicitud y diligencia, especial en la frecuentación de los jubileos, que hay muchas y grandísimas procesiones, disciplinas y estaciones. Todo de manera que en esta ciudad la christiandad está en su punto; y no hay ninguna de España que le exceda. Hay en ella y reside el santo tribunal de la Inquisición, con dos inquisidores apostólicos y un fiscal con jurisdicción amplísima y extendidísima en el Perú, Chile, Tucumán, Paraguay y Santa Cruz de la Sierra, Popayán, Nuevo Reino de Granada, Cartagena y Tierra Firme, y se han hecho autos muy solemnes, castigando herejes secretos y otros delincuentes con grandísima rectitud y severidad, limpiando la cizaña que el demonio ha siempre pretendido sembrar entre estas nuevas plantas, para que no crezcan. Tiene esta ciudad una florida Universidad que, por orden de Su Majestad el Rey don Felipe segundo, fundó el virrey don Francisco de Toledo, dotándola de gruesas rentas y estipendios para los catedráticos de ella, donde se lee Teología, cánones y leyes, lógica y filosofía y gramática. Son infinitos los que cada día en ella reciben grados de bachilleres, licenciados, maestros y doctores, porque, hablando sin pasión alguna, en este caso los criollos y nacidos en este Reino son, por la mayor parte, de claro ingenio y entendimiento agudo inclinados a las ciencias. Los que en ello más se aventajan y exceden a los demás, son los originarios desta Ciudad de los Reyes, donde parece que por influjo y benignidad del cielo no hay ninguno de ingenio torpe y de entendimiento pequeño, porque en general son fáciles para todo género de facultades, y prestos en aprender cualquiera ciencia por dificultosa que sea. Así, desde que se fundó la Universidad, han dado de sí grandísimas muestras. Pero el poco premio y aliento que tiene, a causa de estar tan lejos, quien verdaderamente premia las letras y virtud, es ocasión de no llegar en los estudios a la excelencia que pudieran. Han salido ya de esta Universidad varones muy doctos, y prelados como fue don Fray Luis López de Solís, del orden de San Agustín, obispo de Quito y después de las Charcas, catedrático de vísperas, don Fray Bartolomé de Ledesma, obispo de Guajaca, don Fray Salvador de Ribera, obispo de Quito, ambos del orden de predicadores. Don Fray Juan de Almaraz, catedrático de Escritura, agustino, murió electo obispo de Paraguay. Ha habido en esta Universidad eminentes hombres en letras y catedráticos doctísimos, especialmente el maestro Fray Miguel Adriano, dominico, que fue catedrático de prima, y el maestro Fray Nicolás de Ovalle, del orden de Nuestra Señora de las Mercedes, que por muchos años regentó la misma cátedra con grandísimo aplauso. Son hoy sus discípulos los más graduados que hay en el Reino, y cada día se va aumentando este estudio, y salen dél muchos que se ocupan en enseñar y predicar a los indios el Santo Evangelio, porque, sin duda, como se aplican más a la inclinación y trato de los indios, los nacidos en el Perú son de más efecto y provecho y aún de menos codicia entre ellos. De suerte que ya al reino del Perú no le falta ninguna de las cosas ilustres y que le pueden ser de adorno, y darle perfección en la justicia y ciencias y virtud, y todo este bien se debe a los católicos Reyes de España que, con tanta vigilancia y cuidado, han atendido a ennoblecerlo e ilustrarlo por todos caminos. Porque concluyamos con lo tocante a esta ciudad, digo que el lenguaje que en ella se habla es el más cortesano, pulido y limado que en ninguna ciudad de España se habla, de tal manera, que el de Toledo, famoso y siempre celebrado, no le excede; y no se hallará en esta ciudad un vocablo tosco y que desdiga de la pulideza y cortesanía que pide el lenguaje español, que acá se ha trasplantado de lo mejor y más acendrado de España. Así son los criollos, facundos y elegantes en sus razones y, aunque están muchos en reputación de mentirosos, no es regla general, que también hay infinitos que se precian de trato verdadero, y siguen la virtud a banderas desplegadas. Rodean toda la ciudad mucho número de jardines y huertas de recreación que, como son abundantes de agua y la tierra fertilísima, así están llenos de flores olorosas y suaves traídas de España, y de frutas en grandísima cantidad, y no faltándole nada para la recreación y delicias humanas todo le sobra, y aumenta tanto que los que de ellas salen y, pasados algunos años, vuelven, casi no la conocen. Hay también muchos caballeros de hábitos de las órdenes de Santiago, Calatrava y Alcántara, y otros muy ilustres que la ennoblecen, y se van fundando mayorazgos muy ricos para más esplendor de ella. Las religiones tienen estudios, en sus monasterios, de Filosofía y Sagrada Escritura, de los cuales salen grandes predicadores para todo el Reino, porque, sin pasión, la Ciudad de los Reyes es la madre del Perú, de cortesanía, lustre, autoridad, valor, caballería, riquezas, justicia, ciencia, virtud, religión, santidad y perfección, y de ella mana, procede y se difunde por todo el Reino. Ha sido esta ciudad fatigada de temblores de tierra, como lo es la costa y las ciudades marítimas de cualquiera provincia, y especial un gran temblor que hubo el año de mil y quinientos y ochenta y seis, miércoles siete de julio, cerca de las ocho de la noche. Asoló gran parte de ella y murieron muchas personas. Hase reedificado lo caído mucho más aventajadamente y más fuerte que de antes. Tomó la ciudad por su abogada a la Visitación de la siempre Virgen María, a su prima Santa Elizabet, que le cayó por suerte; y este día se hace una solemnísima procesión, en la cual concurren todas las órdenes. Y desde entonces, aunque ha habido algunos temblores, no ha sido ninguno de consideración, que la intersección de la Virgen guarda esta ciudad, y esto basta della, aunque había mucho que referir.
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CAPÍTULO XIV De los sacerdotes y oficios que hacían En todas las naciones del mundo se hallan hombres particularmente diputados al culto de dios verdadero o falso, los cuales sirven para los sacrificios, y para declarar al pueblo lo que sus dioses les mandan. En México hubo en esto extraña curiosidad, y remedando el demonio el uso de la Iglesia de Dios, puso también su orden de sacerdotes menores, y mayores y supremos, y unos como acólitos y otros como levitas. Y lo que más me ha admirado, hasta en el nombre parece que el diablo quiso usurpar el culto de Cristo para sí, porque a los supremos sacerdotes, y como si dijésemos sumos pontífices, llamaban en su antigua lengua papas los mexicanos, como hoy día consta por sus historias y relaciones. Los sacerdotes de Vitzilipuztli sucedían por linajes de ciertos barrios diputados a esto. Los sacerdotes de otros ídolos eran por elección u ofrecimiento desde su niñez al templo. Su perpetuo ejercicio de los sacerdotes era inciensar a los ídolos, lo cual se hacía cuatro veces cada día natural: la primera en amaneciendo; la segunda al medio día; la tercera a puesta del sol; la cuarta a media noche. A esta hora se levantaban todas las dignidades del templo, y en lugar de campanas, tocaban unas bocinas y caracoles grandes, y otros unas flautillas, y tañían un gran rato un sonido triste, y después de haber tañido, salía el hebdomadario o semanero, vestido de una ropa blanca como dalmática, con su inciensario en la mano, lleno de brasa, la cual tomaba del brasero o fogón que perpetuamente ardía ante el altar, y en la otra mano una bolsa llena de incienso, del cual echaba en el inciensario; y entrando donde estaba el ídolo, inciensaba con mucha reverencia. Después tomaba un paño y con la misma, limpiaba el altar y cortinas. Y acabado esto, se iban a una pieza, juntos, y allí hacían cierto género de penitencia muy rigurosa y cruel, hiriéndose y sacándose sangre, en el modo que se dirá cuando se trate de la penitencia que el diablo enseñó a los suyos. Estos maitines a media noche jamás faltaban. En los sacrificios no podían entender otros sino sólo los sacerdotes, cada uno conforme a su grado y dignidad. También predicaban a la gente en ciertas fiestas, como cuando de ellas se trate diremos; tenían sus rentas y también se les hacían copiosas ofrendas. De la unción con que se consagraban Sacerdotes, se dirá también adelante. En el Pirú se sustentaban de las heredades, que allá llaman chácaras, de sus dioses, las cuales eran muchas y muy ricas.
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CAPÍTULO XIV Los españoles visitan el entierro de los nobles de Cofachiqui y el de los curacas Para ver las perlas y aljófar que había en el templo aguardaron a que el contador y capitán Juan de Añasco volviese del segundo viaje que hizo, y entretanto mandó el gobernador a personas de quien él se fiaba velasen el templo, y él mismo lo rondaba de noche porque no se atreviese alguien, con la codicia de lo que había oído, a desordenarse y querer llevar en secreto lo mejor que en el templo o entierro hubiese. Mas, luego que el contador vino, fueron el gobernador y los demás oficiales de la Hacienda Imperial, y otros treinta caballeros entre capitanes y soldados principales, a ver las perlas y las demás cosas que con ellas había. Hallaron que a todas las cuatro paredes de la casa había arcas arrimadas, hechas de madera al mismo modo de las de España, que no les faltaba sino gonces y cerrajas. Los castellanos se admiraron de que los indios, no teniendo instrumentos como los oficiales de Europa, las hiciesen tan bien hechas. En estas arcas, que estaban puestas sobre bancos de media vara en lo alto, ponían los cuerpos de sus difuntos, con no más preservativos de corrupción que si los echaran en sepulturas hechas en el suelo, porque del hedor de los cuerpos, mientras se consumían, no se les daba nada, porque estos templos no les servían sino de osarios donde guardaban los cuerpos muertos y no entraban en ellos a sacrificar ni hacer oración, que, como al principio dijimos, viven sin estas ceremonias. Y no diremos más de este entierro por no repetir en el de los señores curacas (que veremos presto donde habrá bien que decir) lo que aquí hubiésemos dicho. Sin las arcas grandes que servían de sepultura, había otras menores en las cuales, y en unas cestas grandes tejidas de caña, la cual los indios de la Florida labran con grande artificio y sutileza para todo lo que quieren hacer de ella, como en España de la mimbre, había mucha cantidad de perlas y aljófar y mucha ropa de hombres y mujeres de la que ellos visten, que es de gamuza y otras pellejinas que en todo extremo aderezan con su pelaje, tanto que para aforros de ropas de príncipes y grandes señores se estimaran en nuestra España en mucha cantidad de dineros. El gobernador y los suyos holgaron mucho de ver tanta riqueza junta, porque, al parecer de todos ellos, había más de mil arrobas de perlas y aljófar. Los oficiales de la Hacienda Real, yendo prevenidos de una romana, pesaron en breve espacio veinte arrobas de perlas entretanto que el gobernador se apartó de ellos mirando lo que en la casa había. El cual, volviendo a los oficiales, les dijo que no había para qué hiciesen tantas cargas impertinentes y embarazosas para el ejército, que su intención no había sido sino llevar dos arrobas de perlas y aljófar, y no más, para enviar a La Habana para muestra de la calidad y quilates de ellas, "que la cantidad", dijo, "creerla han a los que escribiéramos de ella. Por tanto, vuélvanse a su lugar y no se lleven más de las dos arrobas." Los oficiales le suplicaron diciendo que, pues estaban ya pesadas y no se había hecho mella, según las que quedaban, las permitiese llevar por que la muestra fuese más abundante y rica. El gobernador condescendió en ello, y él mismo, tomando de las perlas a dos manos juntas, dio a cada uno de los capitanes y soldados que con él habían ido una almozada, diciendo que hiciesen de ellas rosarios en que rezasen. Y las perlas eran bastantes para servir de rosarios, porque eran gruesas como garbanzos gordos. Con no más daño del que hemos dicho, dejaron los castellanos aquella casa de entierro y quedaron con mayor deseo de ver la que la señora les había dicho que era de sus padres y abuelos. Dos días después fueron a ella el general y los oficiales y los demás capitanes y soldados de cuenta, que por todos fueron trescientos españoles. Caminaron una gran legua, que toda ella parecía un jardín, donde había mucha arboleda, así de árboles frutales como de no frutales, por entre todos ellos se podía andar a caballo sin pesadumbre alguna, porque estaban apartados unos de otros como puestos a mano. Toda aquella gran legua caminaron los españoles derramados por el campo, cogiendo fruta y notando la fertilidad de la tierra. Así llegaron al pueblo, llamado Talomeco, el cual estaba asentado en un alto sobre la barranca del río. Tenía quinientas casas, todas grandes y de mejores edificios y de más estofa que las ordinarias, que bien parecía en su aparato que, como asiento y corte de señor poderoso, había sido labrado con más pulicia y ornamento que los otros pueblos comunes. De lejos se parecían las casas del señor porque estaban en lugar más eminente, y se mostraban ser suyas por la grandeza y por la obra sobre las otras aventajada. En medio del pueblo, frontero de las casas del señor, estaba el templo o casa de entierro que los españoles iban a ver, la cual tenía cosas admirables en grandeza, riqueza, curiosidad y majestad, extrañamente hechas y compuestas, que estimara yo en mucho saberlas decir como mi autor deseaba que dijera. Recíbase mi voluntad, y lo que yo no acertare a decir quede para la consideración de los discretos que suplan con ella lo que la pluma no acierta a escribir, que cierto (particularmente en este paso y en otros tan grandes que en la historia se hallarán), nuestra pintura queda muy lejos de la grandeza de ellos y de lo que se requería para los poner como ellos fueron. De donde diez y diez veces (frasis del lenguaje del Perú por muchas veces), suplicaré encarecidamente se crea de veras que antes quedo corto y menoscabado de lo que convenía decirse que largo y sobrado en lo que hubiese dicho.
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CAPÍTULO XIV Pueblo San José. --Iglesia de paja. --El cura. --Resistencia de un indio. --Afecto de los indios. --Jornada a Maní. --La Sierra. --Hacienda Santa María. --Montículo arruinado. --Buen camino. --Llegada a la ciudad de Tekax. --Revolución incruenta. --Situación y apariencia de la ciudad. --Encuentro interesante. --Curiosidad de las gentes del pueblo. --Akil. --Asiento de una ciudad arruinada. --Piedras esculpidas. --Continuación de la jornada. --Arribo a Maní. --Noticia histórica. --Tutul Xiu. --Embajada dirigida a los señores de Sotuta. --Asesinato de estos embajadores. --Maní fue el primer pueblo del interior que se sometió a los españoles. --Escasez de agua por todo el país. --Consideración de peso. --Descubrimiento interesante Marzo 5. A la mañana siguiente muy temprano nos pusimos en marcha para las ruinas de San José, y a las siete llegamos al pueblecito de aquel nombre situado agradablemente entre la sierra y una hilera de colinas, y contenía como unos doscientos habitantes, entre quienes había varios blancos, según pude observar al tiempo de encaminarme a la plaza. Encontramos en la casa real un cacique de respetable apariencia, quien nos dijo que no había paredes viejas en el pueblo, cuya aserción ratificaron otros varios indios que estaban presentes. No nos pesó mucho de ello, porque ciertamente no deseábamos encontrarnos con nada que nos distrajese y obligase a cambiar nuestros planes; y, por consiguiente, para no perder tiempo, determinamos proseguir a Maní, distante de allí ocho leguas, pidiendo un indio que llevase nuestras hamacas, y del cual se encargó de proveernos el cacique. En el lado opuesto de la casa real en la plaza había una iglesia techada de guano o paja, cuya campana llamaba a misa, y en cuya puerta había un grupo de hombres que rodeaba a un grave anciano vestido de chaqueta, que yo conocí, debía ser el cura. Todos ellos me ratificaron el relato que se me había hecho en la casa real respecto de la no existencia de ruinas en el pueblo; pero el cura, reforzando sus palabras con la exclamación de "¡Ave María!", me dijo que en Ticum, la cabecera de aquel curato, había bastantes de ellas. Pensaba regresar allí después de decir misa, y deseaba que le acompañásemos a verlas y escribir en seguida su descripción. Yo me sentía inclinado a verificarlo así, si sólo se hubiese tratado de pasar un día en su compañía en el convento; pero luego supe que las paredes viejas en cuestión estaban en la más completa ruina, pues que habían suministrado materiales para la fábrica de la iglesia, del convento y de todas la casas de piedra que había en el pueblo. Mientras pasaba esta conversación en la puerta de la iglesia, el bendito sacristán indio tiraba de la cuerda de la campana con tal furor y tenacidad, llamando a misa, que parecía como indignado de que su anuncio no fuese obsequiado; y con eso nos ensordecía en términos de costarnos mucho trabajo poder oírnos mutuamente. El cura no parecía darse mucha prisa; pero yo tuve algunos escrupulillos de estar haciendo esperar demasiado a la congregación, y tuve a bien regresarme a la casa real. Allí acababa de ocurrir una escena que el rumor de la campana me había impedido saber anticipadamente. Fue el caso que el cacique envió a buscar a un indio que cargase nuestro equipaje; mas este individuo rehusó obedecer redondamente, insolentándose contra el cacique, quien desde luego mandó que se le metiese en el cepo. Cuando yo entré, silencioso y ceñudo el delincuente esperaba la ejecución de la sentencia, y a los pocos momentos yacía echado en el suelo con las piernas metidas en el cepo, aseguradas más arriba de las rodillas. El cacique envió a buscar a otro indio, y entretanto una pobre anciana, con la expresión más lastimosa en la fisonomía, se presentó trayendo unas tortillas al preso. Era la madre; sentose en el cepo para permanecer con él y darle consuelos, y, al ver girar la cabeza de aquel hombre en el suelo y la actitud de la mujer que nos contemplaba con aire de azoramiento, nos reprochamos haber sido la causa de aquel desastre, y procuramos que se aliviase el castigo a aquel desgraciado; pero el cacique no quiso ni escucharnos, diciendo que no le castigaba por rehusar acompañarnos, aunque podía obligársele a ello en razón a que debía contribuciones en el pueblo, sino por habérsele insolentado. Evidentemente era éste un cacique de aquéllos que no gustaban ver burlada su autoridad; y viendo que, si insistíamos demasiado, sin poder servir de nada al indio, nos exponíamos a perder la buena disposición del cacique en favor nuestro, desistimos en fin de hablar más del asunto. Al cabo de algún tiempo, y a la cuenta no sin alguna dificultad, hubo de proporcionarnos otro cargador. Al tiempo de ponernos en marcha, hicimos un esfuerzo final en favor del pobre hombre que yacía con las piernas en el cepo, y el cacique nos ofreció ponerle en libertad, aunque aparentemente no podía comprender qué clase de interés podíamos tener en un negocio que, a su juicio, en nada nos atañía. Terminado este incidente, nos encontramos con que habíamos introducido la confusión en otra familia. La mujer y una hijita del cargador le acompañaron hasta la cima de la colina que estaba fuera del pueblo, en donde se despidieron de él como si partiese a un viaje largo y peligroso. La afición decidida del indio a su hogar es uno de sus distintivos más característicos. Los primitivos escritores de las cosas de América suponían que en ellos no existía la afición tierna de los dos sexos, y es probable que el refinamiento de este afecto no existiese en realidad; pero las circunstancias y el hábito ligan al marido y mujer indios con tanta fuerza como cualquier otro vínculo. Cuando el indio llega a la edad viril, busca a una mujer que le haga las tortillas y le provea de agua caliente para bañarse de noche. En la mujer que escoge, alguna vez por dirección de su amo, no busca mucho la semejanza de gustos, ni la proporción de la edad, y aunque él sea joven y vieja la mujer, viven juntos muy razonablemente. Si la mujer se hace culpable de una gran ofensa, o que su marido la reputa como tal, la demanda ante el amo o ante el alcalde del lugar hace que le den una azotaina y en seguida la toma del brazo y se vuelve tranquilamente con ella a su casa. El marido indio raras veces es cruel para con su esposa, y la adhesión de ésta al marido es siempre muy digna de notar: ambos participan de unos mismos placeres, labores y cuidados; juntos van acompañados de sus hijuelos a la fiesta de algún pueblo, y uno de los incidentes más aflictivos que pudiera sobrevenirles es la necesidad que obliga al marido a salir de casa por algún tiempo. En los suburbios del pueblo comenzamos a subir la sierra, desde cuya cima vimos a nuestros pies la hacienda Santa María. Detrás de ésta descollaba un elevado montículo, cubierto de árboles, indicio cierto de que allí existían también las ruinas de alguna ciudad antigua. Luego que bajamos de la sierra nos encaminamos a la hacienda, en donde vimos a tres individuos que estaban almorzando a la sombra. Uno de ellos gastaba sombrero de pelo, muestra de civilización que hacía largo tiempo no veíamos e indicio además de que era de la ciudad de Tekax y solo había ido allí a dar un paseo matutino. El propietario de la finca salió a recibirnos, y, designándole el montículo, le hicimos algunas preguntas relativas al edificio; pero él no nos comprendió y, suponiendo que le hablábamos de algunos ranchos antiguos existentes en aquella dirección, nos dijo que eran para los sirvientes. Albino le explicó que viajábamos por el país investigando las ruinas, y aquel buen hombre se le quedó mirando casi con el mismo aire de azoramiento y sorpresa con que el ventero contemplaba a Sancho Panza al hacerle éste la explicación de que su amo era un caballero andante, que andaba deshaciendo agravios y enderezando entuertos. Sin embargo, logramos entendernos al fin acerca del montículo, y entonces me dijo el dueño de la finca que nunca había estado allí, ni existía paso alguno que guiase hasta él, y que, si pretendíamos examinarlos, nos comerían vivos las garrapatas. Por último hizo comparecer a algunos indios que dijeron que el tal montículo estaba enteramente reducido a un montón de escombros. Quedé muy satisfecho de este resultado, porque la idea de cargarme de garrapatas y permanecer así hasta la noche casi me había hecho desistir de toda investigación. Al mismo tiempo, los otros caballeros hicieron mención de otras ruinas a distancia de una legua de Tekax, en la hacienda de un señor Galera. Yo me sentí muy dispuesto a practicar un rodeo y visitarlas, pero nuestro cargador ya había pasado de largo y la pequeña dificultad de alcanzarle, procurarnos otro para cambiar de camino y perder acaso un día entero eran objeciones un tanto graves. Al dejar la hacienda, entramos con satisfacción indecible en un construido camino para carros y calesas: hubimos salido de los estrechos y tortuosos senderos de milpas para entrar de nuevo en un camino real. Hubimos tenido la satisfacción de realizar una incursión, que se nos había anunciado como impracticable al tiempo de emprenderla; y nos hallábamos ya en aquella parte del Estado, la más rica y afamada por sus plantaciones de caña de azúcar. Encontramos varios carros pesados, tirados de bueyes y caballos, que conducían azúcar de las haciendas. Muy luego llegamos a la ciudad de Tekax, que es una de las cinco poblaciones que en Yucatán tienen el título de ciudad, y confieso que al entrar en ésta experimenté cierta emoción. Nuestro viaje en todo Yucatán había sido tan tranquilo, tan exento de peligros o interrupciones de ninguna clase, que todo eso me parecía extraordinario después de lo que había experimentado en mis viajes por Centroamérica. Yucatán estaba en completa escisión de México, y habíamos oído hablar algo relativo a ciertas maquinaciones de arreglo; pero en esto no había ocurrido tumulto, confusión, ni mucho menos derramamiento de sangre. Sólo Tekax había perturbado la tranquilidad general, y, mientras que todo el país permanecía inalterable, esta ciudad del interior había hecho de su cuenta y riesgo una pequeña revolución, a beneficio de quien en ello tenía interés. Según lo que yo oí decir acerca de este incidente, la tal revolución fue promovida por tres patriotas, cuyos nombres se me han extraviado por desgracia. Estos individuos pertenecían al partido llamado de los independientes, que querían se declarase la independencia de México. El resultado de las elecciones locales les había sido contrario y tomaron posesión de sus oficios los alcaldes del bando opuesto. Entretanto unos comisionados de Santa Anna habían llegado a Yucatán a negociar con su gobierno, instándole que no se hiciese una declaración abierta de independencia, sino que se continuase quietamente con el estado que guardaban las cosas hasta que se arreglasen las dificultades de México, y que entonces se escucharían las quejas y repararían todos los agravios. Temerosos de la influencia que podían ejercer estos comisionados, los tres patriotas de Tekax resolvieron dar el grito de libertad, se dirigieron a los ranchos de la sierra, reclutaron una partida de indios desnudos a quienes armaron de machetes, de escopetas viejas y de aquellas armas primitivas con que David derribó al gigante Goliath, cayeron sobre Tekax y, con terrible alarma de las mujeres y los muchachos, tomaron posesión de la plaza, colgaron la figura de Santa Anna, la apedrearon, la fusilaron, la quemaron y gritaron "Viva la independencia". Pero poquísimos de entre ellos habían oído hablar nunca de Santa Anna, lo cual no era una razón para no apedrearle y quemar su efigie. No conocían una palabra de las relaciones entre México y Yucatán, y con su grito de independencia no querían significar otro deseo que el de que se les librase de las contribuciones al gobierno y de sus deudas a los amos. Poco prácticos en las revoluciones, lo que hicieron fue deponer a los nuevos alcaldes, echar derramas sobre sus adversarios y fulminar la formidable amenaza de que marcharían trescientos hombres a la capital a obligarla a que hiciese la declaración de independencia. La noticia de todos estos movimientos llegó inmediatamente a Mérida, y las más temibles amenazas de guerra se cruzaron entre las dos ciudades. Cada una de ellas esperaba que la otra hiciese la primera demostración; pero al fin la capital se determinó a enviar una división, que llegó a Ticul precisamente un día después de mi última salida de allí, mientras el Dr. Cabot aún permanecía en aquel pueblo. No faltaba más que un día de marcha para llegar al foco de la rebelión; pero la tropa hizo alto para descansar y esperar el efecto moral que su aproximación produciría. Sin duda alguna el lector (americano) jamás ha oído hablar antes de la tal ciudad de Tekax, y sin embargo no hace un año que la turba de sansculotes armados allí para proclamar la independencia creía positivamente que el mundo entero tenía abiertos los ojos sobre ella. A los tres días, la división de Mérida prosiguió su marcha con cañones a vanguardia, banderas desplegadas y tambor batiente, mientras que las mujeres de Ticul se reían de buena gana, seguras de que no habría derramamiento de sangre. Ese mismo día llegaron las tropas a Tekax, y a la mañana siguiente, en vez de arremeterse unos y otros como bestias bravas, viose a los oficiales de las fuerzas de la capital y a los tres caudillos independientes pasearse públicamente de bracero por la plaza. Los primeros ofrecieron sus buenos oficios en favor de sus nuevos amigos, y dos reales a cada uno de los indios pronunciados: con eso quedó sofocada la revolución. Tales eran las noticias y relatos que recibíamos, acompañado todo de ciertas denuncias que nos representaban a la ciudad de Tekax como revolucionaria y radical, y a su pueblo como la gente más cavilosa de Yucatán. A pesar de tan mala reputación, me fue muy satisfactorio hallar que aquella ciudad tiene una apariencia más bella y que anuncia mejor porvenir que cualquier otra de las poblaciones del interior, que hasta allí habíamos visto; y a su aspecto no pude menos de pensar que sería mucho mejor para Yucatán que muchos de sus decadentes e inertes pueblos tuviesen gente tan cavilosa (rabble) como la de Tekax. La ciudad se encuentra a la falda de la sierra. Al entrar por ella teníamos a la vista la iglesia de la Ermita con un ancho ramal de escaleras trazado en la montaña. Las calles eran anchas, grandes y perfectamente arregladas las casas, y una de éstas tenía tres pisos con galerías y balcones a la calle. Había tal apariencia de vida y movimiento, que no pudo menos de excitarnos vivamente, viniendo como veníamos de los ranchos de indios, y privados por tanto tiempo de las comodidades y de la vista de algo que pudiera llamarse una ciudad. Mientras hacíamos nuestra entrada en Tekax, aproximábanse a nosotros una lucida calesa ocupada por un caballero y su señora, que era hermosa y estaba muy bien vestida. Con sorpresa nuestra reconocimos en la señora a la bella persona que había sido el objeto de nuestras primeras labores daguerrotípicas en Mérida, y cuyo presente de un pastel había penetrado hasta el cuero mismo de los cojinillos de mi silla de montar. El transcurso de unas pocas semanas había producido un cambio notable en su condición, y estaba ahora paseando al lado de su legítimo dueño. Por la cortesía de nuestro saludo procuramos distraer su atención del pésimo estado de nuestro pergeño; pero desgraciadamente el sombrero del Dr. Cabot estaba atado a su barba por una cinta, y por tanto no pudo quitárselo de la cabeza: el mío, al cual faltaba una de las cintas, describió un círculo en el aire hasta desaparecer bajo mi caballo, como el doctor decía maliciosamente. El caballero condescendió con hacernos una inclinación de cabeza, pero nos lisonjeamos en creer que la señora no hizo alto ninguno en nuestras personas. Pero, si bien olvidábanse de nosotros los amigos antiguos, los ciudadanos de Tekax no nos dejaron pasar desapercibidos. Conforme marchábamos a través de las calles, los ojos de todo el mundo se convertían a nosotros. Detuvímonos en la plaza, que, con su gran iglesia y hermosos edificios alrededor, era la más bella que yo había visto hasta allí, en el interior; y todos salieron a los corredores para contemplarnos. Era un suceso sin precedente el que unos viajeros extranjeros pasasen a través de aquella población: las sillas europeas, las fundas de las pistolas y aun las armas, todo les parecía extraño. Para mayor abundamiento, con inclusión de Albino, formábamos el cabalístico número de tres, que había ejecutado la última revolución. Conociendo la curiosidad que estábamos excitando y que todos querían hablarnos, sin desmontar ni cruzar con persona alguna una sola palabra, pasamos de largo y continuamos nuestra jornada. El pueblo estaba tan asombrado, como si la destrozada cola de un cometa hubiese pasado sobre sus cabezas; y después, hallándonos en otro pueblo lejano, llegó hasta nosotros la noticia que habíamos pasado por Tekax vestidos como moros. Como aquellas buenas gentes no habían visto jamás a ningún moro, ni estaban familiarizadas con los trajes moriscos, tomaron por tales las blusas que llevábamos. Lo extraño del traje con que nos presentamos allí mitigaba en algo la mortificación de no haber sido reconocidos de la bella señora de Mérida. Nuestro camino se extendía por alguna distancia a lo largo de la sierra: como era ancho y abierto, el sol nos hostigaba fieramente. A las diez y media de la mañana llegamos al pueblo de Akil, y nos encaminamos a la casa real, a cuya puerta estaba una de aquellas piedras huecas llamadas pilas, de que ya hemos hecho referencia. En las escaleras y paredes había piedras esculpidas tomadas de los montículos arruinados, que existían en las inmediaciones; y a la alzada que cruzaba el atrio de la iglesia guiando a la puerta de ésta, se hallaba trazada sobre un montículo, dejando parte de él a cada uno de los lados, y formando los escombros extraídos parte de las paredes del patio de la casa cural. El resto de estas paredes, la iglesia y el convento estaban construidos con piedras tomadas de los antiguos edificios. Estábamos, pues, en el asiento de otra de las ciudades arruinadas de la cual nunca habíamos oído hablar, y de cuya existencia ni aún se hubiera sospechado, sino por los elocuentes vestigios que aún se ven en la puerta de la casa real. Poco antes de las tres proseguimos nuestro camino. El sol calentaba mucho todavía: el camino era estrecho, pedregoso, poco interesante y trazado en gran parte a través de milpas bastante crecidas. A las cinco y media llegamos al pueblo de Maní, descubriendo aún sobre la puerta y en los costados de la casa real piedras esculpidas, algunas de ellas de nuevos y curiosos diseños: en un compartimento existía una figura sentada, llevando una cosa que podía parecer corona y cetro, y teniendo a los lados imágenes del sol y de la luna, curiosas e interesantes en sí mismas, aparte del recuerdo que nos hacía de hallarnos actualmente en el asiento de otra ciudad antigua. No teníamos guía ni historia ninguna para gobernarnos en nuestro viaje a través de todo aquel país. Día tras día veíamos y pasábamos por una multitud de lugares desconocidos más allá de los límites de Yucatán, sin historia ninguna que atrajese sobre ellos la atención y excitase algún sentimiento o recuerdo. Maní, sin embargo, es la excepción de la regla, y puede decirse que su historia se encuentra ampliamente escrita, comparada con la profunda oscuridad o equívoca luz en que están sepultados los demás lugares monumentales de la península. Cuando los altivos caciques mayas se rebelaron contra su señor supremo destruyendo la ciudad de Mayapán, el monarca reinante se vio confinado al solo territorio de Maní, cuyo pueblo no había tomado parte ninguna en la rebelión. Abatido allí su poder hasta el nivel del que tenían los demás caciques, la raza de los antiguos señores mayas gobernó en paz y tranquilidad aquel territorio hasta la época de la invasión de los españoles: la sombra del trono le cubría, gozaba del afecto de los indios, y todavía mucho tiempo después de la Conquista llevaba el orgulloso nombre de "La corona real de Maní". Ya se ha dicho que, al llegar los españoles a Thoo, acamparon sobre un cerro o montículo que estuvo situado en el sitio mismo que hoy ocupa la plaza mayor de Mérida. En esta disposición y cercados de todas partes de indios hostiles, cortadas las provisiones y reducidos a una penosa extremidad, los centinelas avanzados llevaron la noticia a don Francisco de Montejo de que una gran masa de indios, guerreros según todas las apariencias, avanzaba en aquella dirección. Desde la cima del cerro se descubría toda aquella multitud y en medio de ella a un personaje traído en hombros de indios, y extendido en una especie de litera. Suponiendo los españoles la proximidad inminente de una batalla, encomendáronse a Dios, el capellán enarboló la santa cruz, y, postrándose todos ante ella, apoderáronse desde luego de sus armas para prepararse a la lid. Luego que los indios estuvieron próximos al cerro, bajaron de sus hombros al que traían cargado, y éste comenzó a aproximarse solo, depuso en el suelo su arco y sus flechas, y levantando ambas manos hizo signo de que venía de paz. Inmediatamente todos los indios también depusieron sus arcos y flechas, y, tocando la tierra con las puntas de sus dedos, besáronla en signo igualmente de benevolencia. El jefe avanzó hasta el pie del cerro y comenzó a subir: don Francisco Montejo saliole al encuentro, y el indio le hizo una reverencia profunda. Montejo le hizo un recibimiento muy cordial, y, tomándole de la mano, le condujo a sus cuarteles. Este indio era Tutul Xiu, el mayor cacique de aquella tierra, el descendiente en línea recta de la estirpe real de los señores de Mayapán, y el actual régulo de Maní. Dijo que, movido del valor y perseverancia de los españoles, había venido espontáneamente a tributarles obediencia, y a ofrecerles su auxilio y el de sus vasallos para la pacificación de todo el resto del país; y trajo, además de eso, un cuantioso regalo de pavos, frutas y otras provisiones. Había venido, en suma, con el objeto de hacerse amigo de los españoles y además deseaba hacerse cristiano, para lo cual suplicó al Adelantado que se ejecutasen en su presencia algunas ceremonias religiosas. Don Francisco hizo entonces una solemnísima adoración de la santa cruz, y Tutul Xiu, contemplando atentamente lo que se hacía, imitó a los españoles como mejor supo, hasta que con grandes demostraciones de alegría llegó a besar el pie de la cruz. Encantados con eso estaban los españoles, y, concluida la adoración, notaron que aquel para ellos tan afortunado día era el del glorioso San Ildefonso, al cual eligieron inmediatamente por su santo patrono. Tutul Xiu fue acompañado de otros varios caciques, cuyos nombres, expresados en un manuscrito indio, habían sido también inscritos en la sumisión. Permanecieron todos setenta días en compañía de los españoles, y, al despedirse, Tutul Xiu prometió enviar embajadores a los demás caciques, que no eran vasallos suyos, a fin de que prestasen obediencia a los conquistadores. Con eso, y dejándoles una gran cantidad de provisiones y muchos indios de servicio, dio la vuelta a Maní. Allí convocó a todos sus súbditos, dioles noticia de sus intenciones, y del pacto que había hecho con los españoles, al cual todos los vasallos se sometieron de conformidad. En seguida despachó a los caciques que fueron en compañía suya a prestar su obediencia a los españoles, en calidad de embajadores cerca de los señores de Sotuta, llamados Cocomes, y las otras naciones del oriente hasta la región en que hoy existe la ciudad de Valladolid, dándoles a conocer su resolución, la amistad que había trabado con los españoles; suplicándoles que hiciesen lo mismo, en atención a que los conquistadores estaban resueltos a permanecer en la tierra, a que se habían establecido de asiento en Campeche, y a que estaban preparándose para verificar lo mismo en Thoo. Recordábales el número de batallas en que habían lidiado, y las muchas vidas de los naturales que se habían sacrificado; y, por último, les informaba que durante su presencia entre los españoles había permanecido con ellos en los mejores términos de amistad, y que juzgaba que sería mucho más conveniente a todos sus compatriotas el que siguiesen su ejemplo, considerando los peligros que resultarían de una conducta diferente. Los embajadores se dirigieron al distrito de Sotuta, y expusieron su embajada a Nachí Cocom, el principal señor de aquel territorio. Suplicoles éste que esperasen su respuesta por cuatro o cinco días, y entre tanto convocó a todos los caciques que de él dependían, quienes de acuerdo con su principal señor dispusieron una gran cacería con el pretexto ostensible de festejar a los embajadores. Con eso, alejáronlos hasta una espesa y solitaria floresta y allí les festejaron por tres días: al cuarto sentáronse para comer bajo un gran árbol de zapote, y el último acto de la fiesta fue degollar a los embajadores no exceptuando sino a uno solo, a quien se dio el encargo de informar a Tutul Xiu cuál había sido la recepción que se hizo de su embajada, y de reprocharle por su cobardía, pero, aunque dejaron con vida a este solo embajador, arrancáronle los ojos con una flecha y le enviaron bajo la guarda de cuatro capitanes hasta el territorio de Tutul Xiu, en donde le dejaron para volverse a su país. Tales fueron las desgraciadas circunstancias en que los españoles conocieron a Maní, que fue la primera población del interior que se les sometió. Si se echa una ojeada sobre el mapa de Yucatán, se verá que, después de la ruda, tortuosa e irregular ruta que habíamos seguido, nos encontrábamos entonces a la sola distancia de cuatro leguas de Ticul y a once de Uxmal por el camino ordinario, si bien en línea recta esa distancia era todavía mucho menor. Entre las cosas maravillosas que se presentan con el descubrimiento de estas numerosas y antiguas ciudades arruinadas, nada hizo en nuestro ánimo una impresión más viva, como el hecho de que su inmensa población existía en unas regiones tan escasamente provistas de agua. En efecto, ya lo he dicho, en toda la extensión de esta comarca no hay río, arroyo, pozo o fuente de agua viva; y, si no fuese por las extraordinarias cavernas y concavidades de las rocas de donde los habitantes de hoy se abastecen de agua, no hay duda de que la primitiva población debió depender ciertamente de fuentes artificiales, esto es, del agua que caía del cielo. Sin embargo, hay en este particular una importante consideración que es preciso tener presente, y es que los aborígenes de este país no tenían caballos ni ganado de ninguna otra clase, y que la cantidad de agua que se necesitaba para los usos del hombre era comparativamente pequeña. Acaso hoy, con diferentes necesidades y hábitos, el mismo país no podría sostener el mismo número de habitantes. Además de eso, el indio que habita hoy en aquella seca y sedienta región ha adquirido la costumbre de dominar sus apetitos y contener los estímulos de la sed. El agua es para él, lo mismo que para el árabe del desierto, una escasa y preciosa comodidad como de lujo. Cuando echa en tierra la enorme carga que lleva a cuestas, y su cuerpo está literalmente bañado en sudor, unas pocas gotas de agua recogidas en la palma de la mano del hueco de alguna roca bastan para apagar su sed. Como quiera, los medios de proveerse de agua presentan una de las circunstancias más características relacionadas con el descubrimiento de esas arruinadas ciudades, y confirma la creencia del número, poder y laboriosa industria de los antiguos habitantes. Estaba ya muy adelantada la tarde del sábado cuando llegamos a Maní. El guardia o tupil de indios había terminado su semana en turno de cuidar la casa real e iba a retirarse, como de ordinario, completamente ebrio; pero a pesar de eso conseguimos tener una amplia pieza limpia, provista de asientos y mesas, y allí colgamos nuestras hamacas, hallándonos tan en cabal ruina como los restos de las ciudades que nos rodeaban. Porque ha de saberse que antes de echarnos en las hamacas hicimos un triste y alarmante descubrimiento, cual era el que entre todos no quedaba sino una sola camisa limpia; y, si el lector hubiera conocido la extensión de nuestro equipaje, más se admiraría de que aun hubiese todavía esa sola camisa. Sin embargo, el descubrimiento nos puso en apuros. El día siguiente amanecía domingo, todo el pueblo se iba a presentar vestido de limpio, y nos era muy penoso no poder hacer otro tanto, a la vez que nos era sensible también por el lado de la comodidad personal. En Europa con una levita abotonada hasta el cuello, una corbata negra, un par de pantalones, otro de botas y un sombrero el viajero queda independiente de todo el mundo; pero esto no podía suceder en el ardiente y abrasador clima de Yucatán. Así es que inmediatamente destacamos a Albino para que viese modo de remediar esta falta; pero regresó sin haber conseguido su objeto, logrando a duras penas celebrar un contrato con una mujer a fin de que nos lavase una muda entera de ropa para el día siguiente; pero trabajo costó que entendiese que en una muda de ropa debían incluirse las medias.
contexto
CAPÍTULO XIV De los edificios y orden de fábricas de los ingas Los edificios y fábricas que los ingas hicieron en fortalezas, en templos, en caminos, en casas de campo y otras, fueron muchos y de excesivo trabajo, como lo manifiestan el día de hoy las ruinas y pedazos que han quedado, como se ven en el Cuzco, y en Tiaguanaco y en Tambo, y en otras partes, donde hay piedras de inmensa grandeza, que no se puede pensar cómo se cortaron y trajeron, y asentaron donde están. Para todos estos edificios y fortalezas que el Inga mandaba hacer en el Cuzco y en diversas partes de su reino, acudía grandísimo número de todas las provincias, porque la labor es extraña y para espantar; y no usaban de mezcla ni tenían hierro ni acero para cortar y labrar las piedras, ni máquinas ni instrumentos para traellas, y con todo eso están tan pulidamente labradas, que en muchas partes apenas se ve la juntura de unas con otras; y son tan grandes muchas piedras de éstas, como está dicho, que sería cosa increíble si no se viese. En Tiaguanaco, medí yo una de treinta y ocho pies de largo y de diez y ocho en ancho, y el grueso sería de seis pies, y en la muralla de la fortaleza del Cuzco, que está de mampostería, hay muchas piedras de mucho mayor grandeza. Y lo que más admira es que no siendo cortadas éstas que digo de la muralla, por regla, sino entre sí muy desiguales en el tamaño y en la facción, encajan unas con otras con increíble juntura sin mezcla. Todo esto se hacía a poder de mucha gente y con gran sufrimiento en el labrar, porque para encajar una piedra con otra, según están ajustadas, era forzoso proballa muchas veces, no estando las más de ellas iguales ni llenas. El número que había de acudir de gente para labrar piedras y edificios, el Inga lo señalaba cada año; la distribución, como las demás cosas, hacían los indios entre sí, sin que nadie se agraviase; pero aunque eran grandes estos edificios, comúnmente estaban mal repartidos y aprovechados, propriamente como mezquitas o edificios de bárbaros. Arco en sus edificios no le supieron hacer, ni alcanzaron mezcla para ello. Cuando en el río de Jauja, vieron formar los arcos de zimbrias, y después de hecha la puente, vieron derribar las zimbrias, echaron a huír, entendiendo que se había de caer luego toda la puente, que es de cantería. Como la vieron quedar firme y a los españoles andar por encima, dijo el cacique a sus compañeros: "razón es servir a éstos, que bien parecen hijos del sol". Las puentes que usaban eran de bejucos o juncos tejidos, y con recias maromas asidos a las riberas, porque de piedra ni de madera no hacían puentes. La que hoy día hay en el desaguadero de la gran laguna de Chycuito, en el Collao, pone admiración, porque es hondísimo aquel brazo, sin que se pueda echar en él, cimiento alguno; y es tan ancho, que no es posible haber arco que le tome, ni pasarse por un ojo, y así del todo era imposible hacer puente de piedra ni de madera. El ingenio e industria de los indios, halló cómo hacer puente muy firme y muy segura, siendo sólo de paja, que parece fábula y es verdad. Porque como se dijo en otro libro, de unos juncos o espadañas que cría la laguna, que ellos llaman totora, hacen unos como manojos, atados, y como es materia muy liviana, no se hunden; encima de éstos echan mucha juncia, y teniendo aquellos manojos o balsas muy bien amarrados de una parte y de otra del río, pasan hombres y bestias cargadas, muy a placer. Pasando algunas veces esta puente, me maravillé del artificio de los indios, pues con cosa tan fácil hacen mejor y más segura puente, que es la de barcos de Sevilla a Triana. Medí también el largo de la puente, y si bien me acuerdo, serán trescientos y tantos pies. La profundidad de aquel desaguadero dicen que es inmensa; por encima no parece que se mueve el agua; por abajo, dicen que lleva furiosísima corriente. Esto baste de edificios.