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CAPÍTULO V Y no tenían fuego. Solamente lo tenían los de Tohil. Éste era el dios de las tribus que fue el primero que creó el fuego. No se sabe cómo nació, porque ya estaba ardiendo el fuego cuando lo vieron Balam-Quitzé y Balam Acab. -¡Ay, nuestro fuego ya no existe! Moriremos de frío, dijeron. Entonces Tohil les contestó: -¡No os aflijáis! Vuestro será el fuego perdido de que habláis, les dijo entonces Tohil. -¿De veras? ¡Oh Dios, nuestro sostén, nuestro mantenedor, tú, nuestro Dios!, dijeron, dándole sus agradecimientos. Y Tohil les respondió: -Está bien, ciertamente yo soy vuestro Dios; ¡que así sea! Yo soy vuestro Señor; ¡que así sea! Así les fue dicho a los sacerdotes y sacrificadores por Tohil. Y así recibieron su fuego las tribus y se alegraron a causa del fuego. En seguida comenzó a caer un gran aguacero, cuando ya estaba ardiendo el fuego de las tribus. Gran cantidad de granizo cayó sobre las cabezas de todas las tribus, y el fuego se apagó a causa del granizo, y nuevamente se extinguió su fuego. Entonces Balam Quitzé y Balam Acab le pidieron otra vez su fuego a Tohil : -¡Ah, Tohil, verdaderamente nos morimos de frío!, le dijeron a Tohil. -Está bien, no os aflijáis, contestó Tohil, y al instante sacó fuego, dando vueltas dentro de su zapato. Alegráronse al punto Balam Quitzé, Balam Acab, Mahucutah e Iqui Balam, y en seguida se calentaron. Ahora bien, el fuego de los pueblos de Vucamag se había apagado igualmente, y aquéllos se morían de frío. En seguida llegaron a pedir su fuego a BalamQuitzé, BalamAcab, Mahucutah e Iqui Balam. Ya no podían soportar el frío ni la helada; estaban temblando y dando diente con diente; ya no tenían vida; las piernas y las manos les temblaban y nada podían coger con éstas cuando llegaron. -No nos causa vergüenza venir ante vosotros a pediros que nos deis un poco de vuestro fuego, dijeron al llegar. Pero no fueron bien recibidos. Y entonces se llenó de tristeza el corazón de las tribus. -El lenguaje de Balam Quitzé, Balam Acab, Mahucutah e Iqui-Balam es diferente. ¡Ay! ¡Hemos abandonado nuestra lengua! ¿Qué es lo que hemos hecho? Estamos perdidos. ¿En dónde fuimos engañados? Una sola era nuestra lengua cuando llegamos allá a Tulán; de una sola manera habíamos sido creados y educados. No está bien lo que hemos hecho, dijeron todas las tribus bajo los árboles y los bejucos. Entonces se presentó un hombre ante BalamQuitzé, BalamAcab, Mahucutah e Iqui Balam, y habló de esta manera el mensajero de Xibalbá: -Éste es, en verdad, vuestro Dios; éste es vuestro sostén; ésta es, además, la representación, el recuerdo de vuestro Creador y Formador. No les deis, pues, su fuego a los pueblos, hasta que ellos ofrenden a Tohil. No es menester que os den algo a vosotros. Preguntad a Tohil qué es lo que deben dar cuando vengan a recibir el fuego, les dijo el de Xibalbá. Éste tenía alas como las alas del murciélago. Yo soy enviado por vuestro Creador, por vuestro Formador, dijo el de Xibalbá. Llenáronse entonces de alegría, y se ensancharon también los corazones de Tohil, Avilix y Hacavitz cuando habló el de Xibalbá, el cual desapareció al instante de su presencia. Pero no perecieron las tribus cuando llegaron, aunque se morían de frío. Había mucho granizo, lluvia negra y neblina, y hacía un frío indescriptible. Hallábanse todas las tribus temblando y tiritando de frío cuando llegaron a donde estaban Balam Quitzé, Balam Acab, Mahucutah e Iqui Balam. Grande era la aflicción de sus corazones y tristes estaban sus bocas y sus ojos. En seguida llegaron los suplicantes a presencia de Balam-Quitzé, Balam Acab, Mahucutah e IquiBalam. -¿No tendréis compasión de nosotros, que solamente os pedimos un poco de vuestro fuego? ¿Acaso no estábamos juntos y reunidos? ¿No fue una misma nuestra morada y una sola nuestra patria cuando fuisteis creados, cuando fuisteis formados? Tened, pues, misericordia de nosotros!, dijeron. -¿Qué nos daréis para que tengamos misericordia de vosotros?, les preguntaron. -Pues bien, os daremos dinero, contestaron las tribus. -No queremos dinero, dijeron Balam Quitzé y Balam Acab. -¿Y qué es lo que queréis? -Ahora lo preguntaremos. -Está bien, dijeron las tribus. -Le preguntaremos a Tohil y luego os diremos, les contestaron. -¿Qué deben dar las tribus, ¡oh Tohil!, que han venido a pedir tu fuego?, dijeron entonces Balam-Quitzé, Balam Acab, Mahucutah e Iqui Balam. -¡Bueno! ¿Querrán dar su pecho y su sobaco? ¿Quieren sus corazones que yo, Tohil, los estreche entre mis brazos? Pero si así no lo desean, tampoco les daré su fuego, respondió Tohil. -Decidles que eso será más tarde, que no tendrán que venir ahora a unir su pecho y sus sobacos. Esto os manda decir, les diréis. Ésta fue la respuesta a Balam Quitzé, Balam Acab, Mahucutah e Iqui Balam. Entonces transmitieron la palabra de Tohil. -Está bien, nos uniremos y lo abrazaremos, dijeron los pueblos, cuando oyeron y recibieron la palabra de Tohil. Y no obraron con tardanza: -¡Bueno, dijeron, pero que sea pronto! Y en seguida recibieron el fuego. Luego se calentaron.
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CAPÍTULO V Y como ya presentían su muerte y su fin, les dieron sus consejos a sus hijos. No estaban enfermos, no sentían dolor ni agonía cuando dejaron sus recomendaciones a sus hijos. Éstos son los nombres de sus hijos: Balam Quitzé tuvo dos hijos, Qocaib se llamaba el primero y Qocavib era el nombre del segundo hijo de Balam-Quitzé, el abuelo y padre de los de Cavec. Y éstos son los dos hijos que engendró Balam-Acab, he aquí sus nombres: Qoacul se llamaba el primero de sus hijos y Qoacutec fue llamado el segundo hijo de Balam Acab, de los de Nihaib. Mahucutah tuvo solamente un hijo, que se llamaba Qoahau. Aquéllos tres tuvieron hijos, pero Iqui Balam no tuvo hijos. Ellos eran verdaderamente los sacrificadores, y éstos son los nombres de sus hijos. Así, pues, se despidieron de ellos. Estaban juntos los cuatro y se pusieron a cantar, sintiendo tristeza en sus corazones; y sus corazones lloraban cuando cantaron el Camucú, que así se llamaba la canción que cantaron cuando se despidieron de sus hijos. -¡Oh hijos nuestros ! Nosotros nos vamos, nosotros regresamos; sanas recomendaciones y sabios consejos os dejamos. Y vosotras, también, que vinisteis de nuestra lejana Patria, ¡oh esposas nuestras!, les dijeron a sus mujeres, y de cada una de ellas se despidieron. Nosotros nos volvemos a nuestro pueblo, ya está en su sitio Nuestro Señor de los Venados, manifiesto está en el cielo. Vamos a emprender el regreso, hemos cumplido nuestra misión, nuestros días están terminados. Pensad, pues, en nosotros, no nos borréis de la memoria, ni nos olvidéis. Volveréis a ver vuestros hogares y vuestras montañas, establecéos allí, y que ¡así sea! Continuad vuestro camino y veréis de nuevo el lugar de donde vinimos. Estas palabras pronunciaron cuando se despidieron. Luego dejó Balam Quitzé la señal de su existencia: -Éste es un recuerdo que dejo para vosotros. Éste será vuestro poder. Yo me despido lleno de tristeza, agregó. Entonces dejó la señal de su ser, el Pizom Gagal, así llamado, cuyo contenido era invisible, porque estaba envuelto y no podía desenvolverse; no se veía la costura porque no se vio cuando lo envolvieron. De esta manera se despidieron y en seguida desaparecieron allá en la cima del monte Hacavitz. No fueron enterrados por sus mujeres, ni por sus hijos, porque no se vio qué se hicieron cuando desaparecieron. Sólo se vio claramente su despedida, y así el Envoltorio fue muy querido para ellos. Era el recuerdo de sus padres e inmediatamente quemaron copal ante este recuerdo de sus padres. Y entonces fueron creados los hombres por los Señores que sucedieron a Balam Quitzé, cuando dieron principio los abuelos y padres de los de Cavec; pero no desaparecieron sus hijos, los llamados Qocaib y Qocavib. Así murieron los cuatro, nuestros primeros abuelos y padres; así desaparecieron, dejando a sus hijos sobre el monte Hacavitz, allá donde permanecieron sus hijos. Y estando ya los pueblos sometidos y terminada su grandeza, las tribus ya no tenían ningún poder y vivían todas dedicadas a servir diariamente. Se acordaban de sus padres; grande era para ellos la gloria del Envoltorio. Jamás lo desataban, sino que estaba siempre enrollado y con ellos. Envoltorio de Grandeza le llamaron cuando ensalzaron y pusieron nombre a la custodia que les dejaron sus padres como señal de su existencia. Así fue, pues, la desaparición y fin de Balam-Quitzé, Balam-Acab, Mahucutah e Iqui Balam; los primeros varones que vinieron de allá del otro lado del mar, de donde nace el sol. Hacía mucho tiempo que habían venido aquí cuando murieron, siendo muy viejos, los jefes y sacrificadores así llamados.
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CAPÍTULO V De los trabajos que pasó Juan de Añasco para descubrir la costa de la mar Dijimos que uno de los capitanes que fueron a descubrir la comarca de Apalache fue Juan de Añasco. Pues para que se sepa más en particular el trabajo que pasó, es de saber que llevó cuarenta caballos y cincuenta peones. Con él fue un caballero, deudo de la mujer del gobernador, que había nombre Gómez Arias, gran soldado, y, dondequiera que se hallaba, era de mucho provecho, porque con su buena soldadesca y mucha industria y buen consejo y con ser grandísimo nadador (cosa útil y necesaria para las conquistas), facilitaba las dificultades que en agua y tierra se le ofrecían. Había sido esclavo en Berbería, donde aprendió la lengua morisca, y la habló tan propiamente que de muchas leguas la tierra adentro salió a una frontera de cristianos sin que los moros que le topaban echasen de ver que era esclavo. Este caballero y la gente que hemos dicho fueron con Juan de Añasco hacia el mediodía a descubrir la mar, que había nueva que estaba menos de treinta leguas de Apalache. Llevaron un indio que los guiase, el cual se había ofrecido a los guiar haciendo mucho del fiel y muy amigo de los cristianos. En dos jornadas de a seis leguas que anduvieron de muy buen camino, ancho y llano, llegaron a un pueblo llamado Aute; halláronlo sin gente, pero lleno de comida. En este camino, pasaron dos ríos pequeños y de buen paso. Del pueblo de Aute salieron en seguimiento de su demanda, llevando comida para cuatro días. El segundo día que caminaron por el mismo camino ancho y bueno, empezó el indio que los guiaba a malear, pareciéndole que era mal hecho hacer buena guía a sus enemigos. Con esto los sacó del camino llano y bueno que hasta allí habían llevado y los metía por unos montes espesos y cerrados, de mucha aspereza, con muchos árboles caídos, sin camino ni senda, y algunos pedazos de tierra, que se hallaban como navazos sin monte, era de suyo tan cenagosa que los caballos y peones se hundían en ella, y por cima estaba cubierta de hierba y parecía tierra firme, que se podía andar seguramente por ella. Hallaron en este camino, o monte, por mejor decir, un género de zarzas con ramas largas y gruesas que se tendían por el suelo y ocupaban mucha tierra; tenían unas púas largas y derechas que a los caballos y a la gente de a pie lastimaba cruelmente, y, aunque quisiesen guardarse de estas malas zarzas, no les era posible porque había muchas y estaban entre dos tierras tendidas y cubiertas con cieno, o con arena, o con agua. Con estas dificultades, y otras cuales se pueden imaginar, anduvieron estos castellanos descaminados cinco días, dando vueltas a unas partes y a otras, por donde el indio, según su antojo, quería llevarlos para burlar de ellos o meterlos donde no saliesen. Cuando se les acabó la comida que sacaron del pueblo Aute, acordaron volverse a él para tomar más provisión y porfiar en su demanda. Al volver para Aute pasaron más trabajo en el camino que a la ida, porque les era forzoso desandar lo andado por los mismos pasos por no perderse y, como hallasen la tierra ya hollada del camino pasado, atollaban los caballos, y aun los infantes, más que cuando estaba fresca. En estas dificultades y trabajos, bien entendían los castellanos que el indio, a sabiendas, los traía perdidos, porque tres veces se hallaron por aquellos montes tan cerca de la mar que oían la resaca de ella. Mas el indio, luego que la sentía, volvía a meterlos la tierra adentro con deseo de entramparlos donde no pudiesen salir y pereciesen de hambre, y, aunque él muriese con ellos, se daba por contento a trueque de matarlos. Todo esto sentían los cristianos, mas no osaban dárselo a entender por no le dañar más de lo que de suyo lo estaba y también porque no llevaban otra guía. Vueltos a Aute, donde llegaron muertos de hambre como gente que había cuatro días que no habían comido sino hierbas y raíces, tomaron bastimento para otros cinco o seis días, que lo había en el pueblo en gran abundancia, y volvieron a su descubrimiento, no por mejores caminos que los pasados, sino por otros peores, si peores podían ser o si la diligencia y malicia de la guía los hallaba como los deseaba. Una noche de las que durmieron en los montes, el indio, que se le hacía largo el plazo de matar los cristianos, no lo pudiendo sufrir, tomó un tizón de fuego y dio con él a uno de ellos en la cara y se la maltrató. Los demás soldados quisieron matarlo por la desvergüenza y atrevimiento que había tenido, mas el capitán lo defendió diciendo que le sufriesen algo, que era guía y no tenían otra. Vueltos a reposar, donde a una hora hizo lo mismo a otro castellano. Entonces, por castigo, le dieron muchos palos, coces y bofetadas, mas el indio no escarmentó, que, antes que amaneciese, sacudió a otro soldado con otro tizón. Los españoles ya no sabían qué hacer de él. Por entonces se contentaron con darle muchos palos, y entregarlo por la cadena en que iba atado a uno de ellos mismos, para que tuviese particular cuidado de él. Luego que amaneció volvieron a caminar bien lastimados de la mucha aspereza del camino pasado y del presente y enfadados de la maldad de la guía. El cual, a poco trecho que hubieron caminado, viéndose en poder de sus enemigos sin los poder matar ni huirse de ellos, desesperado de la vida, arremetió con el soldado que lo llevaba asido por la cadena y, abrazándolo por detrás, lo levantó en alto y dio con él tendido en el suelo, y, antes que se levantase, saltó de pies sobre él y le dio muchas coces. Los castellanos y su capitán, no pudiendo ya sufrir tanta desvergüenza, le dieron tantas cuchilladas y lanzadas que lo dejaron por muerto; aunque se notó una cosa extraña, y fue que las espadas y hierros de las lanzas entraban y cortaban en él tan poco que parecía encantado, que muchas cuchilladas hubo que no le hicieron más herida que el verdugón que suele hacer una vara de membrillo o de acebuche cuando dan con ella. De lo cual, enojado Juan de Añasco, se levantó sobre los estribos, y a toda su fuerza, tomando la lanza con ambas manos, le dio una lanzada y, con ser hombre robusto y fuerte, no le metió medio hierro de lanza, de que, habiéndolo notado los españoles, se admiraron todos y le echaron un lebrel para que lo acabase de matar y se encarnizase y cebase en él. Así quedó el indio pérfido y malvado como él merecía.
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De cómo el gobernador dio priesa a su camino El gobernador, habida relación de los nueve cristianos, le paresció que para con mayor brevedad socorrer a los que estaban en la ciudad de la Ascensión y a los que residían en el puerto de Buenos Aires, debía buscar camino por la Tierra Firme desde la isla, para poder entrar por él a las partes y lugares ya dichos, do estaban los cristianos, y que por la mar podrían ir los navíos al puerto de Buenos Aires, y contra la voluntad y parescer del contador Felipe de Cáceres y del piloto Antonio López, querían que fuera con toda el armada al puerto de Buenos Aires, dende la isla de Santa Catalina envió al factor Pedro Dorantes a descubrir y buscar camino por la Tierra Firme y porque se descubriese aquella tierra; en el cual descubrimiento le mataron al rey de Portugal mucha gente los indios naturales; el cual dicho Pedro Dorantes, por mandado del gobernador, partió con ciertos cristianos españoles e indios, que fueron con él para le guiar y acompañar en el descubrimiento. Al cabo de tres meses y medio que el factor Pedro Dorantes hubo partido a descubrir la tierra, volvió a la isla de Santa Catalina, donde el gobernador le quedaba esperando; y entre otras cosas de su relación dijo que, habiendo atravesado grandes sierras y montañas y tierra muy despoblada, había llegado a do dicen el Campo, que dende allí comienza la tierra poblada, y que los naturales de la isla dijeron que era más segura y cercana la entrada para llegar a la tierra poblada por un río arriba, que se dice Itabucu, que está en la punta de la isla, a dieciocho o veinte leguas del puerto. Sabido esto por el gobernador, luego envió a ver y descubrir el río y la tierra firme de él por donde había de ir caminando; el cual visto y sabido, determinó de hacer por allí la entrada, así para descubrir aquella tierra que no se había visto ni descubierto, como por socorrer más brevemente a la gente española que estaba en la provincia; y así, acordado de hacer por allí la entrada, los frailes fray Bernardo de Armenta y fray Alonso Lebrón, su compañero, habiéndoles dicho el gobernador que se quedasen en la tierra e isla de Santa Catalina a enseñar y doctrinar los indios naturales y a reformar y sostener los que habían baptizado, no lo quisieron hacer, poniendo por excusa que se querían ir en su compañía del gobernador, para residir en la ciudad de la Ascensión, donde estaban los españoles que iban a socorrer.
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Cómo acordamos de nos volver a la isla de Cuba, y de la gran sed y trabajos que tuvimos hasta llegar al puerto de la Habana Desque nos vimos embarcados en los navíos de la manera que dicha tengo, dimos muchas gracias a Dios, y después de curados los heridos (que no quedó hombre ninguno de cuantos allí nos hallamos que no tuviesen a dos y a tres y a cuatro heridas, y el capitán con doce flechazos; sólo un soldado quedó sin herir), acordamos de nos volver a la isla de Cuba; y como estaban también heridos todos los más de los marineros que saltaron en tierra con nosotros, que se hallaron en las peleas, no teníamos quien marease las velas, y acordamos que dejásemos el un navío, el de menos porte, en la mar, puesto fuego, después de sacadas de él las velas y anclas y cables, y repartir los marineros que estaban sin heridas en los dos navíos de mayor porte; pues otro mayor daño teníamos, que fue la gran falta de agua; porque las pipas y vasijas que teníamos llenas en Champoton, con la grande guerra que nos dieron y prisa de nos acoger a los bateles no se pudieron llevar, que allí se quedaron, y no sacamos ninguna agua. Digo que tanta sed pasamos, que en las lenguas y bocas teníamos grietas de la secura, pues otra cosa ninguna para refrigerio no había. ¡Oh qué cosa tan trabajosa es ir a descubrir tierras nuevas, y de la manera que nosotros nos aventuramos! No se puede ponderar sino los que han pasado por aquestos excesivos trabajos en que nosotros nos vimos. Por manera que con todo esto íbamos navegando muy allegados a tierra, para hallarnos en paraje de algún río o bahía para tomar agua, y al cabo de tres días vimos uno como ancón, que parecía río o estero, que creíamos tener agua dulce, y saltaron en tierra quince marineros de los que habían quedado en los navíos, y tres soldados que estaban más sin peligro de los flechazos, y llevaron azadones y tres barriles para traer agua; y el estero era salado, e hicieron pozos en la costa, y era tan amargosa y salada agua como la del estero; por manera que, mala como era, trajeron las vasijas llenas, Y no había hombre que la pudiese beber del amargor y sal, y a dos soldados que la bebieron dañó los cuerpos y las bocas. Había en aquel estero muchos y grandes lagartos, y desde entonces se puso nombre el estero de los Lagartos, y así está en las cartas del marear. Dejemos esta plática, y diré que entre tanto que fueron los bateles por el agua y se levantó un viento nordeste tan deshecho, que íbamos garrando a tierra con los navíos; y como en aquella costa es travesía y reina siempre norte y nordeste, estuvimos en muy gran peligro por falta de cable; y como lo vieron los marineros que habían ido a tierra por el agua, vinieron muy más que de paso con los bateles, y tuvieron tiempo de echar otras anclas y maromas, y estuvieron los navíos seguros dos días y dos noches; y luego alzamos anclas y dimos vela, siguiendo nuestro viaje para nos volver a la isla de Cuba. Parece ser el piloto Alaminos se concertó y aconsejó con los otros dos pilotos que desde aquel paraje donde estábamos atravesásemos a la Florida, porque hallaban por sus cartas y grados y alturas que estaría de allí obra de setenta leguas, y que después, puestos en la Florida, dijeron que era mejor viaje y más cercana navegación para ir a la Habana que no la derrota por donde habíamos primero venido a descubrir; y así fue como el piloto dijo; porque, según yo entendí, había venido con Juan Ponce de León a descubrir la Florida había diez o doce años ya pasados. Volvamos a nuestra materia: que atravesando aquel golfo, en cuatro días que navegamos vimos la tierra de la misma Florida; y lo que en ella nos acaeció diré adelante.
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Capítulo V De cómo Montenegro llegó a las islas de las Perlas y de cómo volvió con el socorro Montenegro, con los que iban en el navío navegaron hasta que llegaron a las islas de las Perlas, bien fatigados de la hambre que habían padecido, y como allí llegaron, comieron y holgaron, teniendo cuidado de volver brevemente a remediar los que quedaron con el capitán Francisco Pizarro; y luego metieron en el navío mucho maíz y carne y plátanos y otras frutas y raíces, y con todo ello dieron la vuelta a donde habían dejado los cristianos; y llegaron a tiempo que el capitán con algunos de ellos habían salido a lo que en el capítulo pasado se contó; y como vieron el navío fue tanto el placer y alegría que todos recibieron cuanto aquí se puede encarecer. Tenían en más el poco mantenimiento que en él venía que a todo el oro del mundo; y así, antes de ser llegado al puerto, los que estaban enfermos, como si estuvieran sanos se levantaron. El capitán Francisco Pizarro, después que hubo andado algunos días por aquella playa donde hallaron los cocos y por el monte a la redonda, viendo que no podían hallar poblado alguno y que la tierra adentro era infernal, llena de ciénagas y de ríos, determinó de volver con sus compañeros al real donde habían quedado los otros. Y en el camino encontraron con un español que, muy alegre, venía a les contar la buena venida del navío y traía en la mochila tres roscas de pan para el capitán y cuatro naranjas. Entendido lo que pasaba, no fue menos el placer que recibió el capitán y los que con él iban que el que habían recibido los otros, y dieron gracias a Dios, porque así se había acordado de ellos en tiempo de tanto trabajo. Pizarro repartió las roscas y las cuatro naranjas por todos, sin comer de ellas él, más que cualquiera de ellos, y tanto esfuerzo tomaron, como si hubieran comido cada uno un capón; y con él anduvieron a toda prisa hasta que llegaron al real, adonde todos se hablaron alegremente; y Montenegro dio cuenta al capitán de lo que le había pasado en el viaje, y comieron todos de lo que vino en la nave, hablando unos con otros de lo que por ellos había pasado hasta aquel tiempo. Dicen que faltaban veinte y siete españoles que habían muerto con la hambre pasada, los que quedaron y el capitán se embarcaron en el navío con determinación de correr la costa de largo al poniente, donde esperaba topar alguna tierra buena, fértil y rica; y como se hubieron embarcados navegaron y tomaron tierra en un puerto, que, por llegar el día de nuestra señora de la Candelaria, le pusieron por nombre puerto de la Candelaria; y vieron cómo atravesaban caminos por algunas partes, mas la tierra era peor que la que dejaban atrás de manglares; y montaña tan espantosa que parece llegar a las nubes, y tan espesa que no se veía sino raíces y árboles, porque el monte de acá es de otra manera que los de España. Sin esto, caían tantos y tan grandes aguaceros, que aun andar no podían. La ropa, con ser camisetas de anjeo las más que traían, se les pudría y se les caían a pedazos los sombreros y bonetes. Hacía tan grandes relámpagos y truenos, como han visto los que por aquella costa han andado, y caían rayos. Con los nublados no veían el sol en muchos días, y aunque salía, la espesura del monte era tanta, que siempre andaban medio en tinieblas. Los mosquitos los fatigaban, porque, cierto, adonde hay muchos es gran tormento. A mí me ha muchas veces acaecido estar de noche lloviendo y tronando, y salirme de la tienda del valle, y subirme a los cerros y estar a toda el agua por huir de ellos. Son tan malos cuando son de los zancudos que muchos han muerto de achaque de ellos. Los naturales de aquellas montañas, en algunas partes hay muchos y en otras pocos, y como la tierra es tan grande, tienen bien donde se extender, porque no tienen pueblos juntos ni usan de la policía que otros, antes viven entre aquellos breñales o barrios con su mujer e hijos y en laderas cortan monte y siembran raíces y otras comidas. Todos entendían y sabían cómo andaba el navío por la costa, y cómo los españoles andaban saltando en los puertos, los que estaban cerca de la mar poníanse en cobro sin los osar aguardar.
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CAPÍTULO V Máquina del daguerrotipo. --Convertímonos en retratistas de señoras. --Preparativos. --Principio con el retrato de una bella señorita. --Preliminares. --Capítulo de contingencias. --Éxito del primer experimento. --Continuación del buen éxito de nuestros experimentos. --Cambio de fortuna. --Total abandono de esta clase de negocios. --Incidente. --Ejercicio de la cirugía. --Operación del estrabismo. --Particularidades. --Primer operado. --Gran reunión de bizcos. --Paciente pesado. --Un pequeño héroe. --Ejemplo extraordinario de fortaleza. --Un militar operado. --Una mujer operada. --Abandono de la práctica de la cirugía. --Instabilidad de la fama Pero el lector debe estar en que ya no era nuestro único negocio en Mérida la investigación de antigüedades; y que tuvimos entre manos otros asuntos en que emplearnos. Trajimos con nosotros un daguerrotipo, del cual sólo había aparecido en Yucatán anteriormente una mala muestra. Desde entonces se habían hecho grandes mejoras en el instrumento, y teníamos motivo para creer que el nuestro era uno de los más acabados. Habiendo adquirido la certeza de que nosotros tendríamos bastante que hacer en esa línea, nos resolvimos a ser retratistas de señoras en el daguerrotipo. Era una cosa enteramente nueva para nosotros y algo atrevida en verdad, aunque no peor que la de un gacetero convirtiéndose en capitán de un vapor; y, además no siendo asunto de bancos, no había temor de perjudicar a persona alguna con una quiebra. Habiendo hecho, hasta cansarnos, algunos ensayos entre nosotros mismos, y siempre con buen resultado, nos consideramos suficientemente instruidos para poner manos a la obra; y como sólo intentábamos practicar por afición y no por lucro, nos consideramos con derecho de escoger nuestros originales. En esta virtud no hicimos más que significar nuestro deseo, y a la mañana próxima preparamos la casa para recibir a nuestras bellas visitantes. Despejamos la sala de las hamacas, quitamos el aguamanil del asiento en que estaba, arrinconamos todos los trastos, y tan pronto como el sol comenzó a calentar regularmente, se hizo más brillante nuestra puerta con la entrada de tres señoritas, acompañadas de sus respectivos papás y mamás. En apuros nos vimos para ofrecer asientos a todos, y al cabo nos vimos precisados a colocar juntas en una hamaca a dos de las mamás. Las señoritas estaban vestidas con su más bello traje, llevaban pendientes y cadenas y adornado el cabello de flores. Todas ellas eran bonitas, y una era mucho más que bonita, no al estilo de la belleza española, con ojos y cabello negros, sino con una delicada, simple, natural y nada afectada belleza, que poseía sin conocerlo y como sin poderlo evitar. También su nombre era poético. Véome obligado a hacer de ella especial mención, porque la noche de nuestra salida de Mérida nos envió un gran pastel como de tres pies de circunferencia y seis pulgadas de espesor y que, sea dicho de paso, estando ya todo empaquetado, tuve que aplastarlo e introducirlo en un par de cojinillos, con lo cual se inutilizó parte de mi escasa ropa. Terminadas las ceremonias de recepción, hicimos los preparativos inmediatos para comenzar. Necesitábamos de muchas formalidades para estos preliminares, y, como nadie nos daba prisa, esas formalidades tardaron más de lo usual. Nuestro primer objeto era la señorita del nombre poético. Fue necesario tener una consulta acerca de sus adornos, si eran o no propios los colores para ser reproducidos en la máquina; si sería preferible un lazo en el cuello; si el cabello estaba bien arreglado o las flores en no muy buena posición; y otras varias cosas en fin, que ya puede figurarse el lector, y que, ocupando mucha parte de nuestro tiempo, produjeron algunas profundas observaciones con relación al efecto artístico. Estando ya aderezada la señorita del modo que se creyó mejor, fue necesario colocarla en el punto preciso de sombra y luz, examinar cuidadosamente la posición de ésta sobre sus formas; de allí consultar si sería mejor sacar el retrato de perfil o de frente, observar con atención la cabeza en ambas posiciones, y, por último, fijarla en la más recta, de manera que no quedase ni muy alta ni muy baja, ni más echada de un lado que de otro. Y, como todo esto exigía la más exacta precisión, fue indispensable que nuestras manos anduviesen girando por aquella preciosa cabeza, lo cual, sin embargo, se hacía de una manera inocente y respetuosa. Seguíase después a colocar a la señorita en el foco, esto es, obtener la reflexión de sus facciones en el espejo de la cámara oscura en la mejor posición posible; y, cuando se consiguió esto, la pequeña semejanza o retrato del objeto estaba tan fielmente reflejado, que nos vimos obligados, a guisa de entusiasmados artistas, a llamar a los papás y mamás para verlo; y decidieron que era bello; con cuya sentencia nos obligó la cortesía a conformarnos. Pulida ya la plancha, la colocamos en la caja, dejándola encerrada. Éste era el tiempo de prueba para la señorita, quien no debía abrir los labios, ni menear los ojos por espacio de un minuto y medio. Concluyó al fin esta eternidad, y se removió la plancha. Hasta allí todos nuestros procedimientos habían sido públicos. Cada nueva formalidad había aumentado nuestra importancia a la vista de nuestras lindas visitantes y sus respetables compañeros. Mr. Catherwood se retiró a la pieza inmediata para meter la plancha en el baño mercurial, mientras que nosotros ignorando el resultado que podía tener la prueba y temiéndola algo, procurábamos hacer entender de la manera más distinta que Mr. Catherwood era el maestro y que nosotros sólo éramos aficionados, porque no deseábamos ni defraudar a otro el honor que pudiese caberle en la prueba, ni tampoco dejarnos arrastrar en su caída. Al mismo tiempo, para patrocinar la causa de Mr. Catherwood, nos aprovechamos de su ausencia para hacer comprender que el procedimiento en que estaba empeñado y su buen éxito dependían de tal variedad de pequeñas circunstancias, que no sería sorprendente que el retrato dejase de salir en claro. La plancha podía no ser buena o no muy limpia: también las preparaciones químicas podían no ser las mejores; la plancha podría haber permanecido poco o demasiado tiempo en la caja yodina, etc.; y, aunque todos estos procedimientos estuviesen arreglados, también podría sobrevenir alguna falta de omisión o comisión, de la cual no estuviésemos informados, además de que el clima y la atmósfera tenían gran influencia en el negocio, y podía frustrar el éxito de la operación. Todas estas pequeñas sugestiones creímos necesario hacer, para prevenir un gran chasco, en caso de fallo en la prueba; y acaso nuestras lindas visitantes llegaron a sorprenderse algo de nuestra audacia al emprender tan dudosa experiencia, tomándolas a ellas por instrumento. Sin embargo, el resultado fue bastante para inducirnos en lo sucesivo a adoptar menos prudentes precauciones, porque la imagen de la joven señorita se estampó en la plancha, quedando ella encantada con la pintura y satisfecho el juicio crítico de sus amigos y admiradores. Nuestros experimentos sobre las otras señoras igualmente fueron completos en su éxito; y se nos gastó la mañana en tan agradable ocupación. Continuamos practicando algunos días más; y, como todas las pruebas que nos salían buenas circulaban extensamente, y nos reservábamos con cuidado las malas, se aumentó nuestra reputación, y una multitud de personas venían a retratarse. En tal estado de cosas suplicamos a algunos amigos, a quienes estábamos muy obligados, que nos permitiesen ir a sus casas para hacer sus retratos. A la mañana siguiente después de haber recibido su consentimiento, al toque de las nueve se metió Mr. Catherwood en una calesa rodeado de su complicado aparato y fue a apearse a la puerta de la casa de nuestros amigos, mientras que yo le había seguido a pie. Nuestra intención era retratar a toda la familia: tíos, tías, nietos, criados indios y a todos los que quisiesen; pero el hombre ha nacido para sufrir desengaños. Quiero evitar al lector la repetición de nuestros infortunios de aquel día, porque esto sería aflictivo. Bastará decir, que probamos plancha tras plancha, una postura tras otra, cambiando de luz, de tiempo y todas las otras circunstancias del procedimiento, pero todo fue en vano. El inflexible instrumento parecía decidido a confundirnos; y, disimulando nuestra confusión del mejor modo que pudimos, recogimos las piezas de nuestro daguerrotipo y nos marchamos de prisa, nunca pudimos saber de cierto cuál había sido la causa de nuestra derrota; pero, de todos modos, nos resolvimos a dar punto a nuestros negocios como retratistas de señoras al daguerrotipo. Hubo un curioso incidente enlazado con nuestra corta carrera práctica. Entre los retratos que hicimos, existía el de cierta señora; y esa especie llegó al conocimiento de un caballero que, a la cuenta, estaba interesado por el bello original. El tal caballero nos era totalmente desconocido antes; pero vino a visitarnos, y recayó naturalmente la conversación sobre el arte que entonces profesábamos. Hablose del retrato de la señorita, y, después de haber fumado el tercer cigarrillo de paja, se descargó, en fin, del objeto especial de su visita, que era procurarse un retrato de dicha dama. Esto parecía bastante natural, y nos prestamos a su indicación, con tal que consiguiese traerla al efecto; pero él deseaba que ni ella, ni sus amigos tuviesen conocimiento del negocio. Ya esto era una dificultad, porque no era muy fácil tomarlo a hurtadillas, Por más fuerte que sea la impresión hecha por una joven señorita, a la simple vista, en algunas substancias, nada puede hacer en verdad en una plancha de plata, en que se necesita el auxilio del yodo y del mercurio. Pero el joven era fértil en expedientes. Decía que era muy fácil inventar alguna excusa, prometiendo a la señorita un retrato más perfecto; y qu,e haciendo dos o tres ensayos, no sería difícil segregar una plancha para él. Ésta no era una mala sugestión ciertamente, al menos en lo que a él concernía; pero nosotros teníamos algunos escrúpulos de conciencia. Mientras estábamos deliberando, se introdujo una materia que llegaba tal vez al corazón del Dr. Cabot, tanto como la joven señorita al de nuestro nuevo amigo. Se trataba de un perro de caza, de que el doctor tenía suma necesidad. El caballero dijo que poseía uno, único que había en todo Mérida, y que lo daría por el retrato en cuestión. Era un tanto extravagante esta proposición; pero ofrecer un perro por el retrato de una querida no hay duda de que era cosa muy diferente de ofrecer el retrato de esta querida por un perro. Claro era que el joven estaba muy apurado: él habría apostado su vida, dejado de fumar, regalado su perro o cometido cualquier otra extravagancia. El caso era patético. El doctor estaba realmente interesado; y, después de todo, ¿qué mal habría en esto? El doctor y yo fuimos a ver el perro; pero resultó que era un cachorrillo enteramente indómito; y no sé cuál habría sido el resultado, si no se hubiesen roto las negociaciones por haber abandonado nuestra práctica, disgustados de nuestro oficio. No hay conexión ninguna ciertamente entre tomar retratos al daguerrotipo y practicar la cirugía; pero las circunstancias reunieron estrechamente estos dos diversos géneros de ocupaciones, y de la una pasamos a la otra. Remota y aislada como es la ciudad de Mérida, siendo raras veces visitada de extranjeros, la fama de nuevos descubrimientos en las ciencias no llega allí sino tardíamente. De aquí es que nadie había oído hablar de la nueva operación de Mr. Guerin para curar el estrabismo. En nuestras conversaciones privadas habíamos hablado de esta operación, y para darla a conocer y extender sus beneficios comprometiose el doctor Cabot a hacerlas en Mérida, en donde el pueblo en general tiene muy buenos los ojos; pero bien sea porque nuestra atención se fijó más particularmente en ello, o porque así es en realidad, nos pareció que había allí más bizcos que en ninguna otra población. Por de contado que en Mérida, así como en cualquier otra parte, eso de tener los ojos torcidos no se reputa como una belleza; pero bien sea por falta de confianza en un extranjero, o por el poco aprecio que se hace de un médico que no pide ninguna paga por sus servicios, el hecho es que las miras filantrópicas del doctor no fueron debidamente consideradas. Al menos, ninguno se curó de ser el primero; y, como el doctor no tenía consigo ninguna muestra de su habilidad, tampoco podía producirla. Fijamos el día de nuestra partida, y la antevíspera fue invitado directamente el doctor para hacer una de esas operaciones. El paciente era un muchacho, y la demanda en su favor fue hecha por un caballero, que era individuo de una tertulia, que nosotros visitábamos habitualmente, y a quien deseábamos servir en cuanto pudiésemos. Fijose la hora de las diez de la mañana siguiente. Después del almuerzo, preparamos nuestra sala para recibir a los concurrentes, y el doctor por primera vez se puso a examinar sus instrumentos. A este examen sobrevino algún recelo. Los instrumentos eran de una obra muy delicada, hechos en París, muy susceptibles a la influencia de la atmósfera; y en aquel clima era casi imposible preservar del orín ninguna cosa metálica. El doctor había colocado su caja instrumentaria dentro de su ropa en medio del baúl, y había tomado todas las precauciones posibles; pero, como sucede siempre en tales lances, el instrumento más indispensable estaba oxidado en la punta, y por lo mismo era absolutamente inútil. No había en toda la ciudad artífice alguno, ni otra persona competente, que pudiese arreglarlo,. Mr. Catherwood, sin embargo, sacó una vieja piedra de amolar que tenía, y entre él y el doctor procuraron limpiar el instrumento. A las diez en punto se presentó el paciente. Era hijo de una señora viuda, de familia muy respetable, como de catorce años de edad, de pequeña estatura y que presentaba desde la primera ojeada la figura de un caballerito. Tenía grandes ojos negros; pero su expresión estaba desgraciadamente neutralizada por el defecto de que adolecía. Con la frivolidad de la niñez, sin embargo, parecía indiferente a su personal apariencia; y vino, según decía, porque su madre le dijo que lo hiciese. Su buen personal y sus modestas y atractivas maneras nos hicieron tomar inmediatamente en su favor un decidido interés. Venían en su compañía el caballero que nos habló de él: el doctor Vado, médico guatemalteco que se había educado en París y que era el más antiguo y principal de los médicos de Mérida, y otros varios de su familia a quienes nosotros no conocíamos. Al punto se comenzaron los preparativos. El primero fue acercar una mesa a la ventana, poner encima un colchón y almohada y sobre ellos hacer acostar al muchacho. Yo no tenía idea alguna del preciso carácter de aquel negocio, hasta que llegó el momento de operar, y no me pareció en verdad tan favorable como la práctica del daguerrotipo. No es mi objeto hablar aquí un lenguaje técnico; y sólo deseo hacer partícipe al lector de las migajas de instrucción que he podido coger al vuelo durante mis viajes. La moderna ciencia ha descubierto,que el ojo es retenido en su órbita por seis músculos que le dan movimiento en todas direcciones; y que la indebida contracción de cualesquiera de estos músculos produce la llamada bizquera, que se suponía proceder de convulsiones en la niñez u otras causas desconocidas. La curación descubierta consiste en cortar el músculo contraído, con lo cual el ojo viene a dar inmediatamente a su propio lugar. Estos músculos están bajo de la superficie; y, como es necesario, por consiguiente, pasar a través de una membrana del ojo, no puede ciertamente cortarse ni con una segur, ni con una sierra de mano. En efecto, se requerían un conocimiento especial de la anatomía del ojo, mucha destreza de manos, instrumentos muy delicados y a Mr. Catherwood y a mí de practicantes. Nuestro paciente permaneció en perfecta quietud con los brazos cruzados sobre el pecho; pero, cuando el instrumento estaba cortando el músculo, lanzó un gemido tan angustiado, que hizo marcharse a la pieza inmediata a todos cuantos no estaban directamente empeñados en la operación. Pero, antes que se extinguiese el gemido que había lanzado, quedó concluida la operación, y el muchacho se incorporó con el ojo bañado en sangre, pero perfectamente derecho. Atósele una venda sobre él, y después de unas pocas direcciones para su tratamiento, con la misma sonrisa con que había entrado marchose el muchacho a ver a su madre en medio de los elogios y congratulaciones de todos los presentes. Las nuevas de esta maravilla circularon rápidamente; y, antes de que entrase la noche, ya el doctor Cabot había recibido numerosas y urgentes demandas para hacer la operación, y entre ellas una de un caballero a quien deseábamos hacer algún servicio; y que adolecía de aquel defecto en ambos ojos. En consideración suya, determinamos diferir nuestra partida un día más; y el doctor Cabot, saliendo de su primer propósito, anunció que haría la operación a todos cuantos se presentasen. En verdad que no nos empeñamos mucho en que circulase esta noticia; pero sin embargo, a la mañana siguiente, cuando volvimos de almorzar hallamos a nuestra puerta una reunión de muchachos bizcos, que juntamente con sus amigos y allegados presentaban una formidable apariencia y casi nos obstruían la entrada. Apenas se abrió la puerta, cuando la turba hizo una irrupción dentro de la casa; y, como algunos de éstos del ojo oblicuo podían no acertar a distinguir bien entre lo mío y lo tuyo, vímonos obligados a hacerlos esperar en la calle. A las diez acercose la gran mesa a la ventana y pusimos sobre ella el colchón y la almohada; pero, como una multitud de curiosos se habían reunido alrededor de la ventana, tuvimos que colocar en ella una sábana. Habíamos dirigido invitaciones al doctor Vado, al doctor Muñoz y a todos los demás médicos que quisiesen venir; y, habiéndome encontrado la tarde anterior con el Gobernador, le supliqué también estuviese presente. Todos ellos nos honraron con su compañía, juntamente con una porción de personas que se invitaron e introdujeron a sí solas, en términos que apenas había lugar para moverse. El primero que se presentó a ser operado fue un mocetón como de veinte años, a quien jamás habíamos visto ni oído antes. No sabíamos quién era, ni de dónde venía; pero era bizco de la peor especie, y parecía de una constitución física capaz de soportar cualquier operación quirúrgica. Tan pronto como el doctor comenzó a cortar el músculo, a pesar de toda su robustez, nuestro fornido paciente dio algunas señales de inquietud, y al fin, con una rápida inclinación, tiró la cabeza de un lado, llevando en su movimiento el bisturí del doctor, y trincó fuertemente los ojos como si estuviese determinado a retener para siempre jamás el bisturí. Afortunadamente el doctor soltó el instrumento, pues de otra suerte el ojo se hubiera vaciado. Sentose el paciente en esta disposición, con un ojo vendado y apretando con el otro el instrumento, que conservaba el mango de fuera. Probablemente en aquel instante habría preferido sacrificar todo su orgullo de personal apariencia, conservar su bizquera y volver a la vida con el bisturí en el ojo y el mango de fuera; pero el instrumento era de bastante valor en aquellas circunstancias para dejar que se perdiese. Muy interesante e instructivo habría sido en verdad saber a punto fijo cuál fuese la diferencia entre la serenidad del que lleva apretado un bisturí en el ojo y la del que, sin tenerlo, contempla semejante espectáculo. Todos los espectadores le echaban en cara su cobardía y falta de ánimo; y por último, después de una descarga de reproches, a que no se atrevió a responder, hubo de abrir el ojo y dejar caer el bisturí. Así acabó de empeorar el caso; porque, con pocos segundos más, la operación se hubiera concluido felizmente, mientras que ahora ya era preciso comenzarla de nuevo. Así que el músculo volvió a levantarse bajo de la cuchilla, me pareció percibir en la pupila del paciente cierta indicación de que iba a huir la cabeza otra vez; pero no fue así. Permaneció tranquilo; y con gran satisfacción de todos, aunque sin mucha simpatía a su favor, descendió de la mesa con el ojo bañado en sangre, pero derecho. Los muchachos le recibieron en la calle con tremenda rechifla y no volvimos a saber nada más de él. La pieza estaba llena de gente, y, estando ya disgustado de la cirugía, deseaba seriamente que aquella exhibición curase a otros del deseo de sufrir la prueba; pero un mesticillo como de diez años de edad, que había estado presente a toda la operación anterior, atravesó la muchedumbre, nos dirigió una de sus oblicuas miradas sin hablar, pero expresando con ellas suficientemente cuál era su deseo. Gastaba el traje usual de los mestizos, camisa y calzoncillos de algodón y sombrero de paja; y parecía tan candoroso e inocente, que no le juzgamos capaz de tomar por sí solo la resolución de ser operado, y así se lo dijimos; pero él repuso con un tono modesto y decidido: yo lo quiero. Preguntamos si había allí alguno que tuviese autoridad sobre el tal niño; y un hombre vestido de la propia manera que él y en quien no habíamos antes acatado se adelantó, dijo que era su padre, que lo había traído allí para ser operado y suplicó al doctor Cabot que procediese desde luego. Con dirección de su padre, el muchacho subió a la mesa; pero tenía las piernas tan cortas, que fue preciso ayudarlo. Vendósele el ojo, se le colocó la cabeza en la almohada, cruzó los brazos sobre el pecho, hizo exactamente todo cuanto se le indicó, y en medio minuto quedó terminada la operación, sin que, en mi concepto, haya cambiado de postura siquiera una línea, ni movido un solo músculo. Aquél fue un extraordinario ejemplo de fortaleza. Admirados estaban los espectadores, y el muchacho, en medio de las congratulaciones de todos, se hizo bajar de la mesa con el ojo vendado; y, sin decir una sola palabra y con todo el espíritu de un pequeño héroe, tomó la mano de su padre y se marchó. A este tiempo, cuando estábamos urgidos de continuas demandas para hacer la operación, un caballero vino a informarnos que una señorita estaba allí esperando su turno de ser operada. Esto nos proporcionó una excusa para hacer despejar la pieza, y suplicamos a todos, a excepción de los médicos y amigos inmediatos, que nos hiciesen el favor de marcharse. Era tal la extrema curiosidad de aquella gente en ver espectáculos desagradables, que con suma lentitud hubo de salir, y algunos se escurrieron en el patio y piezas adyacentes; pero nos encerramos bajo de llave, quedando ellos de fuera y la sala completamente despejada. La señorita venía acompañada de su madre: vacilaba y temía, deseando ansiosamente su curación, pero temiendo no poder sufrir el dolor. A la vista de los instrumentos, abandonó enteramente su resolución. El doctor Cabot tenía la costumbre de desanimar a cuantos mostraban la más ligera desconfianza de su propia fortaleza para sufrir la prueba, y la señorita se marchó sin ser operada, sintiendo yo por esto una pena mezclada de cierta alegría. Seguíase en pos el caballero, en cuyo favor habíamos diferido nuestra partida de Mérida. Era el general más antiguo de la República Mexicana y se hallaba desterrado en Mérida hacía dos años: su partido había sido derrotado por la última revolución que colocó a Santa Anna en el poder; y tenía derecho a nuestro aprecio porque, durante una de sus antiguas expatriaciones de México, había servido como voluntario a las órdenes del general Jackson en la batalla de Nueva Orleans. El tal caballero tenía una fatal bizquera en ambos ojos, lo cual sin embargo, en vez de ser un defecto, hacía su fisonomía característica: pero su vista padecía y el doctor pensó que podría mejorarse. Operose con prontitud y buen éxito el primer ojo, y, mientras que ensangrentado se movía ya con libertad dentro de su órbita, hízose la misma operación en el otro. En esta última, sin embargo, temiendo el doctor que el ojo pudiese caer demasiado en la dirección opuesta, no había cortado enteramente el músculo, y al examinarlo no quedó satisfecho de la apariencia que presentaba. El general colocó otra vez la cabeza sobre la almohada y sufrió que se repitiese otra operación, siendo ya la tercera en una rápida sucesión. El conjunto de todo aquello era en verdad una prueba terrible, y yo me quité de encima un peso enorme cuando se concluyó. Con los ojos derechos, pero vendados, le guiamos a una calesa que le estaba esperando, en donde, en vez de tomar el asiento, fue a sentarse en la delantera, presentando la espalda al caballo, hasta que, pasado algún tiempo, pudo colocarse en la postura recta. Esa equivocación causó una zambra entre los muchachos que por allí andaban acechando. Entretanto, la señorita había vuelto en unión de su madre. No acertaba a resignarse a perder aquella oportunidad; y, aunque no podía resolverse a sufrir la operación, tampoco quería dejar pasar esa oportunidad. La señorita sería como de dieciocho años de edad, de una imaginación muy viva, que le pintaba el placer y el dolor con los más fuertes coloridos, y teniendo en los labios una sonrisa dispuesta siempre a hacer desaparecer las lágrimas. En un momento se resolvía con un poderoso esfuerzo; y, en el momento siguiente, llamábase a sí misma cobarde, caía en los brazos de su madre, quien la acariciaba y animaba haciéndole ver, con aquella confianza que sólo es permitida delante de los médicos, las ventajas que lograría a los ojos de nuestro sexo. Los de la señorita eran grandes, plenos y redondos y, con las lágrimas que de ellos pendían, apenas se hacía visible el defecto. Realmente, lo único que les faltaba era estar en una posición derecha. He presentado al lector una agradable pintura de nuestra práctica al daguerrotipo con las señoritas; pero esto ya era otra cosa, y existía además una notable diferencia entre ella y operar a hombres y muchachos. Es muy fácil, en efecto, extender a un muchacho sobre una mesa; pero no así a una señorita. Nada hay más sencillo que atar una venda alrededor de la cabeza de un muchacho; pero el caso era difícil teniendo para ello que andar entre peinetas, rizos y una espesa cabellera. En mi calidad de practicante mayor del doctor Cabot, este complicado asunto era de mi incumbencia; y, habiéndolo desempeñado con el auxilio de la madre, coloqué la cabeza en la almohada con todo el cuidado y miramiento que mejor supe. En todos los casos antecedentes había creído necesario apoyar el codo en la mesa y la muñeca en la cabeza del paciente para tener expedita la mano. Lo mismo tuve que hacer esta vez, y me parece que nunca había mirado en ningún ojo con la misma intensidad y cuidado con que miré en uno en particular de los de aquella señorita. Cuando el doctor extrajo el instrumento, ciertamente la habría tomado en mis brazos; pero su imaginación había sido demasiado poderosa; cerráronse sus ojos, acometiole un ligero estremecimiento y se desmayó. Luego que esto hubo pasado, levantose con los ojos derechos. Un joven estaba esperándola para llevarla a su casa, y la sonrisa volvió a sus labios cuando el tal joven le dijo que la iba a desconocer su amante. Este último caso nos había tenido ocupados mucho tiempo: el trabajo del doctor se había redoblado por la absoluta falta de auxiliares competentes en la cirugía, estaba fatigado con la excitación, y yo me hallaba muy cansado; mi cabeza estaba llena de visiones, de ojos sangrientos y mutilados y casi dudaba yo de los míos. La repetición de aquellas operaciones no me habían ciertamente acostumbrado a ellas; y en verdad que la última había sido tan penosa, que me resolví a abandonar para siempre la práctica quirúrgica. El doctor Cabot había explicado perfectamente a todos los médicos la manera de operar; habíales ofrecido proporcionarles instrumentos, y, considerando con esto que aquella operación quedaba ya perfectamente introducida en el país, determinamos dejarla. Pero esto no era muy fácil y la muchedumbre agolpada a la puerta tenía formada su opinión en la materia. Los bizcos se consideraron ultrajados, y levantaron un clamor, semejante al que se excitaría en un motín de alguna ciudad del Oeste, para pedir la aplicación del Linch-law. Uno, sobre todo, se resistió tenazmente a retirarse. Era un joven corpulento de una mirada capaz de ahuyentar a cualquiera, y que seguramente había sido por toda su vida la mofa y escarnio de los despiadados muchachos de escuela. Habiendo logrado penetrar con las manos en los bolsillos, nos dijo que tenía dinero para pagar la operación y que no debía desechársele. Vímonos obligados a excusarnos, y darle alguna esperanza de que le haríamos la operación a nuestro regreso a Mérida. La noticia de estos sucesos se difundió como un incendio y excitaron una gran sensación en toda la ciudad. El doctor Cabot se encontró sitiado de suplicantes toda la tarde, y no pudo menos de pensar en la inestabilidad de la fama del mundo. Al principio de mi llegada en el país había yo sido anunciado ruidosamente en los periódicos; por algún tiempo, Mr. Catherwood me hizo sombra con su daguerrotipo; y ahora# todas nuestras glorias se las había absorbido el doctor Cabot con su curación del estrabismo. Sin embargo, su fama alcanzaba a nosotros, porque toda la tarde estuvieron los muchachos bizcos rondando nuestra calle, lanzando a nuestra puerta miradas oblicuas; y a la noche, cuando Mr. Catherwood y yo estábamos en la plaza, algunos vagabundos gritaban "Allí van los hombres que curan bizcos".
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CAPÍTULO V De la idolatría que usaron los indios con cosas particulares No se contentó el demonio con hacer a los ciegos indios, que adorasen al sol, y la luna y estrellas y tierra, y mar y cosas generales de naturaleza; pero pasó adelante a dalles por dioses y sujetarlos a cosas menudas, y muchas de ellas muy soeces. No se espantará de esta ceguera en bárbaros, quien trajere a la memoria que de los sabios y filósofos dice el Apóstol, que habiendo conocido a Dios, no le glorificaron ni dieron gracias como a su Dios, sino que se envanecieron en su pensamiento y se oscureció su corazón necio, y vinieron a trocar la gloria y deidad del eterno Dios, por semejanzas y figuras de cosas caducas y corruptibles, como de hombres, de aves, de bestias, de serpientes. Bien sabida cosa es el perro Osiris, que adoraban los egipcios, y la vaca Isis, y el carnero Amon; y en Roma, la diosa Februa de las calenturas, y el Anser de Tarpeya; y en Atenas la sabia, el cuervo y el gallo. Y de semejantes bajezas y burlerías están llenas las memorias de la gentilidad, viniendo en tan gran oprobio los hombres por no haber querido sujetarse a la ley de su verdadero Dios y Creador, como San Atanasio doctamente lo trata escribiendo contra los idólatras. Mas en los indios, especialmente del Pirú, es cosa que saca de juicio la rotura y perdición que hubo en esto; porque adoran los ríos, las fuentes, las quebradas, las peñas o piedras grandes, los cerros, las cumbres de los montes que ellos llaman Apachitas, y lo tienen por cosa de gran devoción; finalmente, cualquiera cosa de naturaleza que les parezca notable y diferente de las demás, la adoran como reconociendo allí alguna particular deidad. En Cajamalca de la Nasca me mostraban un cerro grande de arena, que fue principal adoratorio o guaca de los antiguos. Preguntado yo qué divinidad hallaban allí, me respondieron que aquella maravilla de ser un cerro altísimo de arena en medio de otros muchos, todos de peña. Y a la verdad, era cosa maravillosa pensar cómo se puso tan gran pico de arena en medio de montes espesísimos de piedra. Para fundir una campana grande tuvimos en la Ciudad de los Reyes, necesidad de leña recia y mucha, y cortose un arbolazo disforme, que por su antigüedad y grandeza había sido largos años adoratorio y guaca de los indios. A este tono cualquier cosa que tenga extrañeza entre las de su género, les parecía que tenía divinidad, y hasta hacer esto con pedrezuelas y metales, y aún raíces y frutos de la tierra, como en las raíces que llaman papas hay unas extrañas, a quien ellos ponen nombre llallahuas, y las besan y las adoran. Adoran también osos, leones, tigres y culebras, porque no les hagan mal. Y como son tales sus dioses, así son donosas las cosas que les ofrecen cuando los adoran. Usan cuando van camino, echar en los mismos caminos o encrucijadas, en los cerros, y principalmente en las cumbres que llaman Apachitas, calzados viejos y plumas, coca mascada, que es una yerba que mucho usan, y cuando no pueden, más siquiera una piedra, y todo esto es como ofrenda para que les dejen pasar y les den fuerzas, y dicen que las cobran con esto, como se refiere en un Concilio Provincial del Pirú. Y así se hallan en esos caminos muy grandes rimeros de estas piedras ofrecidas, y de otras inmundicias dichas. Semejante disparate al que usaban los antiguos, de quien se dice en los Proverbios: "Como quien ofrece piedras al montón de Mercurio, así el que honra a necios, que es decir que no se saca más fruto ni utilidad de lo segundo, que de lo primero; porque ni el Mercurio de piedra siente la ofrenda, ni el necio sabe agradecer la honra que le hacen". Otra ofrenda no menos donosa usan, que es tirarse las pestañas o cejas, y ofrecerlas al sol, o a los cerros y Apachitas, a los vientos o a las cosas que temen. Tanta es la desventura en que han vivido y hoy día viven muchos indios, que como a muchachos les hace el demonio entender cuanto se le antoja, por grandes disparates que sean, como de los gentiles hace semejante comparación San Crísostomo en una Homilía. Mas los siervos de Dios que atienden a su enseñanza y salvación, no deben despreciar estas niñerías, pues son tales que bastan a enlazarlos en su eterna perdición, mas con buenas y fáciles razones desengañarlos de tan grandes ignorancias. Porque cierto es cosa de ponderar cuán sujetos están a quien los pone en razón. No hay cosa entre las criaturas corporales más ilustre que el sol, y es a quien los gentiles todos comúnmente adoran. Pues con una buena razón me contaba un capitán discreto y buen cristiano, que había persuadido a los indios que el sol no era dios, sino sólo creado de Dios, y fue así: Pidió al cacique y señor principal, que le diese un indio ligero para enviar una carta; diósele tal, y preguntole el capitán al cacique. Dime, ¿quién es el señor y el principal; aquel indio que lleva la carta tan ligero o tú que se la mandas llevar? Respondió al cacique: yo, sin ninguna duda, porque aquél no hace más de lo que yo le mando. Pues eso mismo (replicó el capitán) pasa entre ese sol que vemos, y el Creador de todo. Porque el sol no es más que un criado de aquel altísimo Señor, que por su mandado anda con tanta ligereza sin cansarse, llevando lumbre a todas las gentes. Y así veréis cómo es sin razón y engaño, dar al sol la honra que se le debe a su Creador y señor de todo. Cuadroles mucho la razón del capitán a todos, y dijo el cacique y los indios que estaban con él, que era gran verdad, y que se habían holgado mucho de entenderla. Refiérese de uno de los reyes Ingas, hombre de muy delicado ingenio, que viendo cómo todos sus antepasados adoraban al sol, dijo que no le parecía a él que el sol era dios, ni lo podía ser. Porque Dios es gran señor, y con gran sosiego y señorío hace sus cosas; y que el sol, nunca para de andar; y que cosa tan inquieta no le parecía ser dios. Dijo bien. Y si con razones suaves y que se dejen percibir, les declaran a los indios sus engaños y cegueras, admirablemente se convencen y rinden a la verdad.
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Capítulo V Del gobierno que hoy tiene el reino del Perú Tiene la Majestad real en el Reino del Perú un lugarteniente suyo con título de virrey, y que representa su persona y autoridad real con amplísimos y bastantes poderes, para gobernar el Reino en paz y justicia y en las ocasiones de guerra, en tierra y mar, que se ofrecieren, para hacer mercedes de encomendar indios, y dar repartimientos a los que se hubieren señalado en el servicio de su Rey, y a los descendientes de los conquistadores y descubridores del Reino. Da los oficios y corregimientos de indios y de españoles y demás justicias necesarias al gobierno. Reparte indios para las labores y de las tierras, sementeras y estancias, crías de ganado mayor y menor, tiene de salario cuarenta mil pesos ensayados, y cuarenta alabarderos con su capitán y teniente que asisten cerca de su persona, y le acompañan, siendo servido, acatado y respetado en todo el Reino conforme la persona real, porque así por sus reales cédulas lo manda el Rey y que sea recibido. Es superior a cuatro o cinco chancillerías, como son la que reside en Panamá, y la que está en la Ciudad de los Reyes, y en la provincia de Quito, y en la Ciudad de la Plata en la provincia de los Charcas, y en el Reino de Chile, donde en lo que toca al gobierno pende dél solo, y a él se acude a las mercedes de oficio y a todos los negocios que se ofrecen. Reside en la Ciudad de los Reyes, como en la mayor, más suntuosa y poblada del Perú. Sustenta una casa de tanto gasto y ser, como cualquiera de los más grandes de España, en aparato y servicio de criados y todas las cosas concernientes a lo que representa. Ha sido siempre notable el cuidado que han tenido los Reyes Católicos de España, desde que se descubrió este Reino, en enviar a él visorreyes cristianos y celosos del aumento de la fe católica, y que se divulgue y propague el Evangelio, y de la conservación de los naturales del Reino, junto con el servicio de su Rey. El primero que fue, Blasco Núñez Vela, un muy notable caballero natural de Ávila, veedor de las guardias de Castilla, por cumplir las ordenanzas y leyes, que la Majestad cesárea del Emperador don Carlos hizo para el bien de los indios, pacificación y buen gobierno del Reino, vino a morir en Quito a manos de los tiranos, que les pesaba que en el Reino hubiese justicia ni se guardase, siendo su capitán Gonzalo Pizarro. El segundo Visorrey fue don Antonio de Mendoza que, habiéndolo sido de la Nueva España, pasó al Perú. Persona de grandísimo celo y cristiandad, el cual murió en breve; y en su ausencia brotó la rebelión de Francisco Hernández Girón. El tercero fue don Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y guarda mayor de Cuenca, que, en tres años que vivió, ordenó el Reino, que tan alborotado e inquieto estaba con las tiranías y revoluciones pasadas, disponiendo las cosas, de manera que, después acá, no ha habido alzamiento de consideración, y la Ciudad de los Reyes la empezó a ennoblecer, y dio principio al ser que hoy tiene. Sucedióle en el oficio don Juan de Velasco, conde de Nieva, caballero de grandísima prudencia y valor. El quinto fue don Francisco de Toledo, comendador de Acebuche, del orden militar de Alcántara, hermano del conde de Oropesa, que gobernó el Reino trece años, desde el de mil y quinientos y sesenta y ocho, hasta el de ochenta y uno. Visitóle personalmente la mayor parte de él. Funda la Villa Rica de Oropesa. En las minas de Potosí dio nuevas órdenes y trazas para el beneficio de los metales por azogue, dejando las fundiciones que se usaban de antes, con que añadió a la riqueza del Rey y Reino millones de pesos, y ha sido de manera que las barras, que antiguamente se hacían y eran de docientos y cincuenta pesos ensayados, ya no bajan de quinientos y aún más. Finalmente dispuso y ordenó el gobierno del Reino para españoles e indios con tanta prudencia, rectitud y celo, que hasta la fin del mundo durará su memoria en el Perú, mediante las ordenanzas que compuso, que están por la Majestad Real mandadas guardar. El año de mil y quinientos y ochenta y uno, vino al Perú don Martín Enríquez, caballero principalísimo, natural de Zamora, después de haber muchos años sido virrey en México. Vivió en el Perú casi dos años, habiendo sido padre de pobres, viudas y huérfanos, y gastado toda su hacienda en remediar necesidades, en casar doncellas y vestir desnudos, y por su fin le sucedió don Fernando de Torres y Portugal, caballero muy noble y de gran autoridad y, sobre todo, muy cristiano, que gobernó cuatro años. Después, el de mil y quinientos y ochenta y nueve, entró en el Reino don García Hurtado de Mendoza, que luego heredó el marquesado de Cañete a su hermano don Diego, hijo de don Andrés Hurtado de Mendoza, que había sido virrey en este Reino, el cual por mandado de su padre, siendo de solo veinte años, fue al Reino de Chile, alborotado y diviso, cuando los indios de Arauco la primera vez se alzaron, matando a Pedro de Valdivia, su conquistador y gobernador. En tres años que allá estuvo, sosegó y pacificó y allanó a los indios con prudencia de viejo, y valor y bríos de mozo, se suerte que casi fue adorado de ellos, y le vinieron a llamar San García. Rigió este Reino siete años, perfeccionando muchas cosas que lo requerían, y dando autoridad a la justicia. Tras él, vino de México donde había sodo virrey, don Luis de Velasco, caballero del hábito de Santiago, hombre de gran autoridad, prudencia y rectitud, y que con notable suvidad gobernó el Reino, sin queja de nadie. El décimo vizorrey fue don Gaspar de Zúñiga y Acevedo, conde de Monterrey, que primero gobernó en México, varón de grandísima prudencia y piedad, verdaderamente cristiano y merecedor del señorío de un mundo entero, el cual, sin duda, pusiera el Reino del Perú en todo el extremo de justicia y rectitud posible, remediando millones de abusos, si la muerte no le impidiera los pasos, con general lástima y sentimiento de todos los buenos, a poco más de un año que entrara en el Perú. Sucedióle don Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros y del Castillo de Bayuela, del hábito de Santiago, que también vino de México, del cual no se pueden tener al presente menos esperanzas de cristiandad y justicia y rectitud, que de cualquiera de sus pasados, que más en el Reino se aventajaron. Todos estos vizorreyes, el principal intento que han tenido y tienen después del aumento de la fe católica romana y servicio real, es el bien, conservación y crecimiento de los indios naturales del Reino, haciendo cada día y ordenando nuevas leyes y establecimientos, que todas tiran al favor de los indios, y a que sean desagraviados y amparados de las personas que viven entre ellos, y sólo atienden al pro y utilidad suya, y enriquecer, y así cada día se les van relevando multitud de cargas pesadas, que la codicia de muchos había introducido. El último que hoy gobierna y es virrey, es don Francisco de Borja, del hábito de Santiago, príncipe de Esquilache y conde de Mayalde, y de la cámara de su Majestad, que su raro entendimiento y ejemplar vida prometen la felicidad de su gobierno.
contexto
CAPÍTULO V Patofa promete venganza a su curaca, y cuéntase un caso extraño que acaeció en un indio guía El indio apu, que en la lengua del Perú quiere decir capitán general, o supremo en cualquier cargo, el cual en su propio nombre se llamaba Patofa y era de muy gentil persona y rostro, tal que su vista y aspecto certificaba ser bien empleada en él la elección de capitán general y prometía todo buen hecho en paz y en guerra, levantándose en pie y soltando una manta de pellejos de gatos, que en lugar de capa tenía, tomó un montante de palma, que un criado suyo en lugar de insignia de capitán en pos de él traía, y con él hizo delante de su cacique y del gobernador muchas y muy buenas levadas, saltando a una parte y a otra, con tanta destreza, aire y compás que un famoso esgrimidor o maestro de armas no pudiera hacer más, tanto que admiró grandemente a nuestros españoles, y, habiendo jugado mucho rato, paró, y con el montante en las manos se fue a su curaca y, haciéndole una gran reverencia a la usanza de ellos, que se diferenciaba poco de la nuestra, le dijo según los intérpretes declararon: "Príncipe y señor nuestro, como criado tuyo y capitán general de vuestros ejércitos, empeño mi fe y palabra a vuestra grandeza de hacer, en cumplimiento de lo que se me manda, todo lo que mis fuerzas e industria alcanzasen, y prometo, mediante el favor de estos valientes españoles, vengar todas las injurias, muertes, daños y pérdidas que nuestros mayores y nosotros hemos recibido de los naturales de Cofachiqui, y la venganza será tal que, con mucha satisfacción de tu reputación y grandeza, puedas borrar de la memoria lo que ahora, por no estar vengado, te ofende en ella. Y la más cierta señal que podrás tener de haber yo cumplido lo que me mandas será que, habiéndolo hecho bastantemente, osaré volver a presentarme ante vuestro acatamiento y, si la suerte saliese contraria a mis esperanzas, no me verán jamás tus ojos ni los del Sol, que yo mismo me daré el castigo que mi cobardía o mi poca ventura mereciese, que será la muerte, cuando los enemigos no quisiesen dármela de su mano." El curaca Cofaqui se levantó en pie y, abrazando al general Patofa, le dijo: "Vuestras promesas tengo por ciertas como si ya las viese cumplidas, y así las gratificaré como servicios hechos que yo tanto deseo recibir." Diciendo esto se quitó una capa de martas hermosísimas que traía puesta y, de su propia mano, cubrió con ella a Patofa en pago de los servicios aún no hechos. Las martas de la capa eran tan finas que la apreciaban los españoles valdría en España dos mil ducados. El favor de dar un señor a un criado la capa, o el plumaje o cualquier otra presea de su persona, principalmente si para darla se la quita en su presencia del criado, era entre todos los indios de este gran reino de la Florida cosa de tan gran honra y estima que ningún otro premio se igualaba a él, y parece que, conforme a buena razón, también lo debe ser en todas naciones. Estando ya proveído todo lo necesario para el camino de los españoles, sucedió la noche antes de la partida un caso extraño que los admiró, y fue que, como atrás hicimos mención, prendieron los nuestros en la provincia de Apalache dos indios mozos, los cuales se habían ofrecido guiar a los castellanos. El uno de ellos, a quien los cristianos sin le haber bautizado llamaban Marcos, había guiado ya todo lo que del camino sabía. El otro, que asimismo, sin le haber dado agua de bautismo, le llamaban Pedro, era el que había de guiar de allí adelante hasta la provincia de Cofachiqui, donde había dicho que hallarían mucho oro y plata y perlas preciosas. Este mozo andaba entre los españoles tan familiarmente como si hubiera nacido entre ellos. Sucedió que la noche antes de la partida, casi a media noche, dio grandísimas voces pidiendo socorro, diciendo que le mataban. Todo el ejército se alborotó, entendiendo que era traición de los indios, y así tocaron arma, y, a mucha diligencia, se pusieron a punto de guerra en escuadrones formados los infantes y los caballos; mas, como no sintiesen enemigos, salieron a reconocer de dónde había salido el arma y hallaron que el indio Pedro la había causado con sus gritos, el cual estaba temblando de miedo, asombrado y medio muerto. Preguntando qué era lo que había visto o sentido para pedir socorro con tan extraños gritos, dijo que el demonio, con una espantable vista y con muchos criados que le acompañaban, había venido a él y díchole que no guiase a los españoles donde había prometido guiarles so pena que lo mataría, y, juntamente diciendo estas palabras, lo había zaleado y arrastrado por el aposento, y dándole muchos golpes por todo el cuerpo de que estaba molido y quebrantado, sin poderse menear, y que, según el demonio lo maltrataba, entendía que lo acabara de matar si no acertaran a entrar tan presto dos españoles que le socorrieron, que como el demonio grande los vio entrar por la puerta de su aposento, le había dejado luego y huido, y tras él habían ido todos sus criados. Por lo cual entendía que los diablos habían miedo a los cristianos; por tanto, él quería ser cristiano; que por amor de Dios les suplicaba lo bautizasen luego, porque el demonio no volviese a le matar, que, estando bautizado como los otros cristianos, estaría seguro que no le tocase, porque lo había visto huir de ellos. Todo esto dijo el indio Pedro, catecúmeno, delante del gobernador y de otros españoles que se hallaron presentes, los cuales se admiraron de haberle oído, y vieron que no era fingido, porque los cardenales y torondones e hinchazos que en el rostro y por todo el cuerpo hallaron testificaban los golpes que le habían dado. El general mandó llamar los sacerdotes, clérigos y frailes y les dijo que en aquel caso hiciesen lo que bien visto les fuese. Los cuales, habiendo oído al indio, lo bautizaron luego y se estuvieron con él toda aquella noche y el día siguiente confirmándolo en la fe y esforzándole en su salud que decía estaba molido y hecho pedazos de los golpes que le habían dado, y, por su indisposición dejó de caminar aquel día el real hasta el siguiente, y lo llevaron dos días a caballo porque no podía tenerse en pie. Por lo que hemos dicho del indio Pedro se podrá ver cuán fáciles sean estos indios y todos los del nuevo mundo a la conversión de la Fe Católica, y yo, como natural y testigo de vista de los del Perú, osaré afirmar que bastaba la predicación de este indio, sólo con lo que había visto, para que todos los de su provincia se convirtieran y pidieran el bautismo, como él lo hizo; mas los nuestros, que llevaban intención de predicar el evangelio después de haber ganado y pacificado la tierra, no hicieron por entonces más de lo que se ha dicho. El ejército salió del pueblo Cofaqui y el curaca lo acompañó dos leguas, y pasara adelante, si el gobernador no le rogara que se volviera a su casa. Al despedirse mostró, como amigo, sentimiento de apartarse del gobernador y de los españoles, y habiéndole besado las manos, y a los más principales de ellos, encomendó de nuevo a su capitán general Patofa el cuidado de servir al adelantado y a todo su ejército. El cual respondió que por la obra vería cuán a su cargo llevaba todo lo que le había mandado. Con esto se volvió el cacique a su casa, y los españoles siguieron su camino en demanda de la provincia Cofachiqui, tan deseada por ellos.