CAPÍTULO V Viaje al rancho Nohcacab. --Una fuente y una ceiba. --Llegada al rancho. --Su apariencia. --Un trío de enfermos. --Efectos de un buen almuerzo. --Visita a las ruinas. --Terraza y edificios. --Carácter de estas ruinas. --Desengaño. --Vuelta a Xul. --Visita a otra ciudad arruinada. --Edificio en ruinas. --Un arco revocado y cubierto de pinturas. --Otras pinturas. --Pozo subterráneo. --Vuelta al pueblo. --Jornada de Ticul. --Grandes montículos. --Pasaje de la sierra. --Gran vista. --Llegada a Ticul. --Fiesta del pueblo. --Baile de mestizas. --Trajes. --Baile del toro. --El lazo. --Baile diurno. --Los fiscales. --Escena burlesca. --Una danza. --Amor frenético. --Almuerzo único. --Fin del baile A la mañana siguiente, muy temprano, salimos para el rancho Nohcabab, distante de allí tres leguas. El dueño había partido antes de amanecer para recibirnos en su territorio. No nos habíamos alejado mucho todavía, cuando Mr. Catherwood sintió un ligero dolor de cabeza y nos manifestó su deseo de caminar más despacio. En tal virtud le dejamos atrás para que marchase en compañía del equipaje, tomando la delantera el Dr. Cabot y yo. El aire de la mañana era fresco y reparador, el paisaje quebrado, cubierto de colinas y pintoresco. Como a la distancia de dos leguas llegamos a un gran depósito de agua, o fuente, que era un gran vaso rocalloso como de noventa pies de circunferencia y unos diez de profundidad, que servía de depósito para las aguas llovedizas. En un terreno tan árido era aquél un agradable espectáculo; y junto a la fuente descollaba un gran árbol de ceiba, que parecía invitar al viajero a que reposase bajo sus ramas. Dimos de beber a nuestros caballos en el mismo mueble que usábamos nosotros para aquel objeto, y sentimos la vehemente tentación de tomar un baño, a que habríamos sucumbido con el mayor gusto, si no hubiese prevalecido el temor de correr el riesgo de los fríos y calenturas, cuya experiencia propia aun no se borraba. Esta fuente distaba una lengua del rancho a donde nos dirigíamos, y era el único depósito de agua de donde se proveían sus habitantes. A las nueve de la mañana llegamos al rancho que justificaba plenamente el espíritu de aquel refrán español: "El ojo del amo engorda al caballo". Las primeras casas estaban cercadas de una bien construida pared de piedra, a lo largo de la cual aparecían de trecho en trecho algunos esculpidos fragmentos de las ruinas. Algo más allá, se levantaba otra pared que cercaba la cabaña que solía ocupar el propietario en sus visitas al rancho, y cuya entrada se formaba de dos monumentos de piedra esculpida de un dibujo curioso y muy excelente trabajo, haciendo subir de punto nuestras esperanzas acerca de las ruinas de aquel rancho y sosteniendo la verosimilitud de los relatos que habíamos escuchado con respecto a ellas. El propietario estaba en expectativa para recibirnos, y habiendo tomado nosotros posesión de una cabaña desocupada que se nos destinó y dispuesto de los caballos, le acompañamos a echar una ojeada sobre el rancho. Lo que el propietario consideraba más digno de mostrarse era, en primer lugar, su cosecha de tabaco, colocado para secarse en algunas chozas vacías, y que él contemplaba con gran satisfacción; y en segundo lugar, el pozo que miraba con el pesar más profundo. Tenía trescientos cincuenta y cuatro pies de profundidad, y, a pesar de eso, aun no había dado agua. Cuando nos hallábamos ocupados en este examen, llegaron los conductores del equipaje, dando la noticia de que Mr. Catherwood se había enfermado, y que le habían dejado tendido en el camino. Inmediatamente pedí al propietario un koché y algunos indios, que él se apresuró a proporcionarme con la mejor voluntad: al mismo tiempo ensillé mi caballo y retrocedí de carrera en busca de Mr. Catherwood, a quien hallé tendido en el suelo, y a Albino a su lado, bajo la sombra del árbol que estaba junto a la fuente. Tiritaba con el frío precursor de la calentura, estaba cubierto de todas las envolturas que pudo haber a la mano, con inclusión de las sillas mismas de los caballos. Mientras se hallaba en tal estado, presentáronse dos hombres montados en un solo caballo, trayendo sábanas y frazadas para formar la cobertura de un koché. En pos vino una bulliciosa línea de indios conduciendo palos y mimbres para atarlos, y todavía se pasó una hora larga para concluir el vehículo. El camino era estrecho, bordado de ambos lados de zarzas y espinos, que lastimaban la piel y músculos de los indios conductores del koché, obligados frecuentemente a detenerse para salir de un zarzal. Al llegar al rancho, nos encontramos al Dr. Cabot acometido ya de la calentura. De la irritación y ansiedad que yo sufrí acompañando a Mr. Catherwood bajo el sol ardiente, y de hallar al doctor postrado, asaltome también un fuerte calosfrío, y a los pocos minutos los tres nos encontramos confinados en las hamacas. Pocas horas habían bastado para producir en nosotros un cambio tan súbito, y en nada estuvo que nuestro huésped se enfermase también; se había ocupado afanosamente en prepararnos un almuerzo en grande, y parecía mortificadísimo de ver que ninguno de nosotros se hallaba en disposición de hacer justicia a su mesa. Movido de un vivo sentimiento en favor suyo, le hice sentarse a mi lado en la hamaca; y el esfuerzo que hice le puso muy contento, y empezó a pensar que mi postración era un efecto solamente de la reacción de la fatiga que había sufrido; y, en efecto, lo que comencé a hacer por complacer al huésped continuó gradualmente en propia satisfacción mía, y ya no tenía aprensión ninguna por la enfermedad de mis compañeros. Mi tranquilidad se restableció perfectamente, y concluido el almuerzo salí a echar una ojeada a las ruinas. Desde nuestra llegada a Yucatán, habíamos recibido por varias partes muchas demostraciones de cortesía y civilidad; pero ningunas más cumplidas que las de nuestro huésped del rancho Nohcacab. Él había ido allí con la intención de pasarse una semana con nosotros, y los indios del rancho se hallaban enteramente a nuestra disposición por todo el tiempo que hubiésemos querido permanecer en él. Pasando a través de una de las cabañas, llegamos a una colina cubierta de árboles y bastante barrancosa; y sobre ella el propietario había hecho practicar no una vereda de indios, sino un camino de dos o tres varas de ancho, que conducía a un edificio colocado en una terraza, situada sobre uno de los frentes de la colina. La parte superior de la cornisa había caído del todo, pero la inferior estaba en pie y era de piedra llana. También la parte inferior se hallaba completa, pero no tenía ninguna fisonomía o carácter particular. Siguiendo la ceja de esta colina, llegamos a otros tres edificios situados sobre la misma línea, y sin ninguna variación importante en los detalles, excepto que una de las bóvedas carecía de clave, sino que las dos paredes se juntaban formando un ángulo cerrado en forma de punta. Los indios nos dijeron que éstos eran los únicos edificios que permanecían, porque aquéllos de donde se habían extraído las columnas que decoraban la iglesia de Xul no eran ya sino una masa informe de ruinas. El chasco, pues, era completo para mí. Allí no había objetos que dibujar, y, excepto la impresión profunda que me producía hallarme vagando en medio de las desoladas estructuras de otra antigua y arruinada ciudad, nada podía sacarse de aquel sitio. El propietario parecía extremadamente mortificado por no tener otras ruinas mejores que presentarnos; pero yo le hice ver que la culpa no era suya, y que no tenía por qué mortificarse. Después de todo, era ciertamente un contratiempo desgraciado el encontrarnos con tan buena voluntad de su parte, y con tal número de indios a nuestra disposición, sin tener en qué aprovecharlos. Los indios mismos participaban del sentimiento de su amo, y para indemnizarse de aquel chasco me hablaron de otras dos ciudades arruinadas, una de las cuales apenas distaba dos leguas del pueblo de Xul. Luego que regresé al rancho y di cuenta de mi excursión, Mr. Catherwood propuso que volviésemos inmediatamente al pueblo. Albino le había hecho una pintura alarmante de la situación sanitaria del rancho, y consideraba muy prudente no pasar una sola noche allí. El Dr. Cabot estaba sentado en su hamaca disecando un pájaro. Un nuevo ataque de calenturas podía obligarnos a detenernos más tiempo, y por consiguiente resolvimos de común acuerdo regresar de luego a luego a Xul. Nuestra determinación fue ejecutada con la misma prontitud con que la habíamos concebido; y, dejando el equipaje a cargo de Albino, con asombro de los indios y grande mortificación del propietario, media hora después estábamos en camino para el pueblo. Ya era bastante tarde cuando llegamos, pero el cura nos recibió con la misma bondad de antes. Durante la velada me propuse hacer investigaciones sobre el sitio de que los indios del rancho me habían hablado. Apenas distaba de allí dos leguas; pero ninguno de los concurrentes tenía noticia de su existencia. Sin embargo, el cura envió por un joven que tenía su rancho en aquella dirección, y éste prometió que me acompañaría. A las seis de la mañana siguiente me puse en camino con mi guía, sin que Mr. Catherwood ni el Dr. Cabot pudiesen acompañarme. Como a dos leguas de distancia llegamos a un rancho de indios, y supimos por una vieja que habíamos pasado ya de la vereda que conducía a las ruinas. No conseguimos que retrocediese a mostrarnos el camino; pero nos dio la dirección de otro rancho, en donde, nos dijo, podíamos procurarnos un guía. Este rancho se hallaba situado en un pequeño desmonte hecho en medio de la floresta, cerrado de un soto ele arbustos: delante de la puerta había una enramada de hojas de palma, en el interior se columpiaban algunas hamacas, y el conjunto era la verdadera pintura de las comodidades de la vida indígena. Mi compañero se dirigió a él, y yo desmonté del caballo creyendo que aquél era un buen sitio para descansar, cuando he aquí que, al echar hacia abajo una mirada, me encontré con que mis pantalones no se veían de garrapatas. Dirigime a un arbusto para tomar una rama y sacudirme, y centenares de aquellos insectos cayeron sobre mis manos y brazos. Sacudime como mejor supe de las que se hallaban más a la vista, y montando de nuevo me alejé de allí esperando muy de corazón que no encontrásemos las ruinas, ni nos ocurriese la necesidad de alojarnos en aquel bendito rancho que me había parecido tan confortable. Tuvimos la fortuna de hallar en el rancho a un indio, que, por razones que sabían él y la mujer del amo de casa, que a la sazón se hallaba en su milpa, estaba allí haciendo una visita. Sin el tal indio, difícil habría sido proporcionarnos el nuevo guía. Retrocedimos, pues, y habiendo cruzado el camino real, entramos por la floresta del otro lado: atamos los caballos, y el indio abrió una vereda sobre el declive de una colina en cuya parte superior estaban las ruinas de un edificio. La pared exterior había caído, dejando expuesta a la vista la mitad de un arco o bóveda interior, hacia la cual se iba concentrando toda mi atención conforme nos acercábamos. Este arco estaba revocado y cubierto de figuras pintadas de perfil, bastante mutiladas; pero, en su lugar, quedaba todavía una hilera de piernas, que al parecer habían pertenecido a una procesión, que a primera vista trajo a mi espíritu el recuerdo de las procesiones funerales que se ven sobre las paredes de las tumbas de Tebas. En la pared o tabique triangular que formaba la testera de la pieza había tres compartimientos en que aparecían otras figuras, adornadas unas cabezas de plumeros, otras de un sombrero a manera de torre o campanario, otras llevando encima una cosa muy parecida a un canasto, y dos había que descansaban sobre las manos con los pies en el aire. Estas figuras tenían como un pie de tamaño, y la pintura era roja; el dibujo muy bueno, la actitud expresiva y natural, y en su conjunto eran con mucho, aun en su estado de mutilación, las más interesantes que yo hubiese visto de este género en el país. Otro departamento estaba también revocado y cubierto de pinturas, cuyos colores eran muy vivos y brillantes en algunos sitios. Aquí cogimos y matamos una culebra de cinco pies de largo, y al sacarla se me representaron vivamente las terribles escenas que debieron haber ocurrido antiguamente en aquel país, los gritos de angustia que se elevarían hasta los cielos cuando estos edificios cubiertos de pinturas y esculturas se abandonaron para venir a ser después la morada de los cuervos y de las serpientes. Había allí otro edificio, y según nos dijo el guía, estos dos eran todos los que existían en pie; pero es muy probable que hubiese todavía otros más, sepultados en la espesura de la floresta. Volviendo a donde estaban los caballos, se me guió a otro pozo subterráneo de un carácter extraordinario, que sin duda proveía de agua a los antiguos habitantes. Mirelo desde la boca y observé que el primer descenso se hacía por una escalera muy empinada, pero no me sentía dispuesto a emprender una nueva exploración. A los pocos minutos habíamos montado de nuevo para volver al pueblo. A cada paso, y en todas direcciones, se nos presentaban montes de ruinas, que para explorarlas se habría necesitado de años enteros: nosotros sólo podíamos disponer de algunos meses, y las enfermedades venían a detenernos en la obra. A lo menos Mr. Catherwood necesitaba de algunos días para poder reasumir sus trabajos. Yo estaba realmente afligido de la magnitud de cuanto se nos presentaba delante; y, no pudiendo por entonces hacer nada de provecho, determiné cambiar el lugar de la escena. La fiesta de Ticul estaba entre manos, y aquella noche misma debía comenzar con un baile de mestizas. El pueblo de Ticul estaba en el derrotero de nuestro regreso y distaba de Xul nueve leguas; sin embargo de esto, yo me determiné a emprender el viaje y llegar allí aquella misma noche. Mi compañero no simpatizaba mucho con mi buen humor; pues su silla de vaquero le embarazaba y apenas podía caminar a un paso corto. A pesar de que me era necesario economizar toda mi fuerza para la caminata que proyectaba, tomele su pésima silla y fatal caballo trotón, dándole mi cabalgadura. A fuerza de talonazos, hubimos de llegar al pueblo de Xul a las once de la mañana, y en el acto dispuse que, sin desensillarlo, se bañara a mi caballo dándole después un buen pienso de maíz, en tanto que se me servían dos huevos cocidos. Mientras almorzaba yo, Mr. Catherwood tuvo un nuevo acceso de fiebre, y mi caballo se escapó, pero el acceso fue ligero, y el fugitivo fue preso a buen tiempo y traído a mi presencia. Así, pues, a las dos de la tarde continué mi jornada con una sábana y una hamaca y llevando a Albino de compañero. El calor era sofocante, y de buena gana hubiera gruñido Albino por la salida a una hora semejante; pero ansiaba por hallarse en la fiesta de Ticul. Como a la hora de estar en marcha, vimos a través de los bosques, hacia el lado derecho, algunas grandes colinas artificiales, que indicaban la presencia allí de alguna ciudad antigua y arruinada. Dirigime hacia allí para echar una ojeada sobre los edificios; pero todos estaban en la ruina más completa, y no gané más que un aumento nuevo de garrapatas sobre las infinitas que ya tenía encima. Nada habíamos oído decir en el pueblo acerca de estas ruinas, y, por más que lo investigué después, jamás pude llegar a saber el nombre con que eran conocidas. A la distancia como de tres leguas comenzamos a subir la sierra, y por espacio de dos horas el camino se extendía sobre un lecho inmenso de roca viva. Después de la montaña del Mico, ésta era la peor cuesta que yo había subido, si bien era de un carácter muy diferente; en vez de que los fosos, cavidades y paredes fueran de lodo, aquí eran de roca pelada, sobre la cual era intensa la reflexión de los rayos solares, y extremadamente ofensiva a la vista. Había sitios en que la roca estaba lisa y resbaladiza como el cristal. Yo había cruzado esa sierra anteriormente en dos diferentes puntos; pero éstos eran comparativamente con el actual, lo mismo que el Simplón con el San Gotardo a través de los Alpes. Los cascos de mi caballo resonaban a cada paso; y, aunque el animal era fuerte y estaba bien herrado, vacilaba y resbalaba a cada instante de un modo que causaba pena y peligro no sólo a la pobre bestia, sino también al jinete; y en verdad que habría sido un cambio agradable el haber caído casualmente en algún fangal en aquella circunstancia. Era imposible caminar sino al paso; y temeroso de que nos asaltase la noche, pues, en tal caso, como no había luna, podíamos extraviarnos fácilmente, desmonté y seguí a pie llevando del diestro a mi caballo. Era ya casi de noche cuando llegamos a la cima de la última cuesta. La vista era de las más espléndidas que yo había contemplado en Yucatán. En el borde mismo de la cuesta se veía la pequeña iglesia llamada "La Ermita", hacia abajo el pueblo de Oxcutzcab, y en último término una llanura ilimitada cubierta de espesos bosques, interrumpidos apenas en tres partes en que descollaban otros tantos pueblecillos. Descendimos por una vereda barrancosa y tallada en la piedra viva, y, dando una vuelta a lo largo del frente de "La Ermita", dimos en una ancha calzada de piedras, extraídas de los arruinados edificios de alguna ciudad antigua. Pasamos bajo una imponente puerta de entrada, y al llegar al pueblo nos detuvimos en la primera casa para tomar un trago de agua; desde allí, al echar una ojeada hacia atrás, vimos acumularse las sombras de la noche sobre la sierra, de cuyo conflicto nos habíamos escapado tan a duras penas. Había en las inmediaciones una porción de montículos, que yo quería examinar de paso; pero como nos quedaba que andar cuatro leguas todavía, no me pareció bien detenerme, y seguimos adelante. El camino era ancho y bien nivelado, pero pedregoso; y muy pronto sobrevino una oscuridad tan profunda, que era imposible ver nada. Mi caballo había hecho aquel día una jornada harto laboriosa, y vacilaba de tal suerte, que con dificultad acertaba yo a contenerlo y evitar que cayese postrado. Cruzamos por medio de las jaurías de perros que nos ladraban en otros dos pueblos, de los cuales nada pude distinguir, sino las siluetas de sus gigantescas iglesias, y a las nueve de la noche trotábamos ya por medio de la plaza de Ticul, cubierta de indios en aquel momento. Las luces brillaban en toda ella; en el centro había un gran tablado circular para la lucha de los toros, y hacia un extremo se veía una amplia enramada, de la cual brotaban torrentes de música, anunciando que el baile de mestizas había comenzado ya. Otra vez recibí la cordial bienvenida del cura Carrillo; pero la música de la enramada me estaba recordando que volaban los momentos del placer. Como estaban ya nuestros baúles en Ticul, conforme a las órdenes que habíamos enviado a Nohcabab, hice de prisa mi tocador y encamineme a la sala de baile acompañado del padre Briceño: la muchedumbre que estaba en la parte de fuera nos abrió paso; don Felipe Peón me hizo seña para que entrase, y un momento después me hallaba instalado en uno de los sitios más cómodos del baile de mestizas. Después de vagar por un mes en los ranchos de indios, de haber trabajado aquel día mismo en las ruinas, alejado de toda distracción por las mordeduras de las garrapatas, trepado una sierra fragosa y hecho una jornada más penosa que podía serlo una de sesenta millas en nuestro propio país, encontrábame de improviso en un baile fantástico, en medio de la música, de la iluminación, de mujeres preciosas, y en posesión plena de una silla de brazos y de un cigarro en la boca. Por un momento me asaltó una ligera sombra de pesar, recordando a mis pobres compañeros enfermos; pero muy pronto les eché en olvido. La enramada o salón de baile era un cobertizo como de ciento cincuenta pies de largo y cincuenta de ancho, rodeado de una balaustrada de ruda madera, cubierto de costales para proteger a los espectadores de la intemperie, e iluminado de luces colocadas en faroles. El piso era de mezcla compacta y endurecida: en el circuito del enverjado había una línea de asientos ocupados todos por las señoras; y los caballeros, los muchachos de ambos sexos, las criaturas y sus nodrizas estaban sentados en el suelo, habiendo ido a colocarse entre todos éstos don Felipe Peón, cuando me cedió el asiento que ocupaba. El baile de las mestizas es un baile que puede llamarse de fantasía: en él, las señoritas del pueblo se presentaban de mestizas, es decir, vestidas del traje que usa esta clase en el país: una vestidura suelta muy blanca con bordados rojos en el ruedo y en el cuello, un sombrero negro de hombre, en la cabeza, una trenza azul pendiente del hombro, y cadenas, brazaletes y arracadas de oro. Los jóvenes, imitando a los vaqueros y mayordomos, aparecían vestidos de camisa y pantalones de muselina listada, botines de gamuza amarilla, sombrero recio y pequeño de paja con borlas y ribetes de hilo de oro. Ambos trajes eran tan bonitos cuanto caprichosos, sólo que el sombrero negro me pareció realmente repulsivo a primera vista. Yo había oído decir que el sombrero negro era un obligado del traje de las mestizas; pero yo me imaginé que sería de paja, y de alguna graciosa y bella construcción; mas las facciones de las muchachas eran tal dulces e interesantes, que a pesar del sombrero de hombre nada perdían de su encanto femenil. El conjunto de la escena fue algo diferente de lo que yo me había figurado, y era más fantástico, caprichoso y pintoresco. Para sostener ese carácter fantástico, la única danza era la del "Toro". Un vaquero se colocaba en el puesto y todas las mestizas eran llamadas a él una por una. Esta danza, tal cual la habíamos visto entre los indios, era de poquísimo interés en sí misma, y exigía un movimiento del cuerpo, un giro de los brazos y un traquido de los dedos, que por lo menos nada tenían de elegantes; pero entre las mestizas de Ticul era muy graciosa y agradable, y el traquido de los dedos atraía particularmente. Allí no había bellezas deslumbradoras, y ninguna se figuraba que lo fuese; pero todas ellas ostentaban tal suavidad, dulzura y amabilidad de expresión, que producían un simpático sentimiento de ternura. Sentado con toda comodidad en mi silla de brazos, después de mi residencia en los ranchos de los indios, sentíame muy particularmente susceptible a esas influencias. El baile se acabó demasiado pronto, y cuando apenas comenzaba a recoger el fruto de mi laboriosa tarea de aquel día. En el instante hubo una irrupción de mozos para llevarse las sillas a casa de sus respectivos dueños; y al cabo de media hora, todo el pueblo se hallaba sumergido en el reposo, con excepción del sitio en que estaban las mesas en frente del corredor de la audiencia. Después de un rato más, hallábame en mi pacífica celda en el convento, imaginándome ver todavía las gentiles figuras de las mestizas; pero, rendido del cansancio y fatigas de aquel día, olvidelas muy pronto. Al amanecer el siguiente día, el repique de las campanas y el estruendo de los cohetes anunciaron la continuación de la fiesta. Celebrose en la iglesia una misa solemne; y a las ocho de la mañana hubo en la plaza una grande exhibición del lazo de novillos, hecha por los vaqueros aficionados. Entonces aparecieron montados en grandes sillas vaqueronas, armados de espuelas y provistos todos de un lazo corredizo en la mano: soltáronse los novillos en el circo que mantenía abiertas sus puertas en todas direcciones. Corrían los aficionados en pos de los animales con una especie de frenesí, y con notorio peligro de la gente anciana, de las mujeres y muchachos que inundaban las avenidas haciendo lo posible por contemplar de cerca el espectáculo, tan animados con la carrera como los novillos y vaqueros mismos. Uno de los caballos dio un tropezón y cayó arrastrando en su caída al jinete; pero felizmente no hubo ningún descalabrado. Concluida esta barahunda, se dispersó la concurrencia para hacer los preparativos del baile del día. Por espacio de una hora estuve sentado en el corredor del convento contemplando la plaza. El sol brillaba despidiendo un calor intenso, y el pueblo entero estaba engolfado en la quietud, como si le hubiese sobrevenido súbitamente una inmensa calamidad. Al cabo de ese tiempo, un grupo cruzó la plaza: era un vaquero escoltando a una mestiza, que se dirigía al baile, llevando desplegado un quitasol de seda encarnada para protegerla contra los rayos del sol de mediodía. En pos apareció una señora anciana en compañía de un caballero, de varios muchachos y criados, que formaban un completo grupo de familia, vestidas las mujeres de blanco con pañolones y chales de un color rojo muy subido, otros grupos aparecieron en el instante en todas direcciones, formando en la plaza un pintoresco y agradable espectáculo. En el instante me dirigí hacia la enramada. A pesar de hallarnos en pleno día, y sin más sombra que la muy ligera que podía proporcionar un toldo de costales, conforme iban sentándose las mestizas, me parecían más bellas que la noche precedente. El sombrero negro había perdido su carácter repugnante, y en algunas de las mestizas producía muy buen efecto. El vestido de los vaqueros también podía sufrir la prueba de la luz diurna. El sitio estaba abierto para cuantos quisiesen entrar, y el piso estaba materialmente empedrado de indios, muchachos y mestizos verdaderos, vestidos de camisas de algodón, calzoncillos y alpargatas: la baranda exterior aparecía decorada de una masa densa de indios y mestizas, que miraban con la mayor satisfacción y alegría aquel remedo de sus personas y sus costumbres. El conjunto de todo aquello era más informal, bullicioso y alegre de lo que parecía se había pensado que fuese; esto es, una fiesta de pueblo. El baile diurno, o de día, tenía por objeto poner en acción la vida de una hacienda de campo; y había allí dos personajes prominentes, que no aparecieron en la noche anterior, y se llamaban fiscales, que antiguamente eran unos adjuntos de los caciques y les representaban en su autoridad sobre los indios. Aparecían ataviados de unas camisas largas no muy limpias, rotas en algunas partes y con mangas disformes; de calzoncillos sujetos con un ceñidor de algodón, cuyas extremidades caían hasta más abajo de las rodillas, de sandalias, sombreros de paja puestos de través y con alas de diez o doce pulgadas de ancho bajo los cuales se escapaban unos largos mechones de cabellos que les cubrían las orejas. Uno de ellos portaba oblicuamente sobre el hombro una manta de algodón azul desteñido, diciendo que era un vínculo que le venía por herencia de un antiguo cacique; y ambos tenían en las manos unas disciplinas. Estos dos individuos eran los directores y maestros de ceremonias con una autoridad absoluta e ilimitada sobre toda la concurrencia y con derecho, según se jactaban de ello, hasta para zurrar a las mestizas, si les venía a cuento. Conforme iban llegando las mestizas, los fiscales hacían a un lado sin ceremonia al caballero, en cuya compañía se presentaba la recién venida, y la conducían a su asiento. Si el caballero no se daba mucha prisa en obsequiar aquella muda intimación, tomábanle de los hombros y le hacían caminar hasta el otro extremo del salón. Una turba les seguía a dondequiera que se encaminaban, y, mientras se estuvieron reuniendo los bailadores, todo era barullo risible y confusión estrepitosa por los extravagantes esfuerzos que hacían para conservar el orden. Lograron al fin despejar un espacio suficiente para el baile, empujando de una manera poco ceremoniosa a las damas, hasta arrimarlas a la balaustrada, y cogiendo del hombro a los demás concurrentes, hombres y muchachos, para hacerles tomar asiento en el suelo. Mientras se hallaban en esto, presentose a la puerta, encendiendo tranquilamente un nuevo cigarro en el que se le gastaba, un corpulento caballero, de respetable apariencia, y que desempeñaba en el pueblo un destino elevado; tan pronto como los fiscales le vieron, abandonaron la obra que tenían entre manos, y usando de su caprichoso y ridículo poder arbitrario, dirigiéronse hacia él, le arrastraron hasta el centro de la pieza, colocándole en las espaldas de un vaquero y, apartando las faldas de su casaca, diéronle una azotaina con tal escarnio y solemnidad, que todos los concurrentes se debatían en una risa convulsiva. Estremecíanse las posaderas del elevado dignatario, el vaquero vacilaba con el peso, y en nada estuvo que ambos diesen en tierra. Terminada esta operación, los muy pícaros se dirigieron hacia mí, porque el inglés no se había escapado por mucho tiempo de su vista. Hasta allí había evitado con dificultad un lance, y parecía que mi turno llegaba al fin. El que portaba la manta azul de los antiguos caciques abriose camino a grandes pasos, y agitando el zote en el aire, lanzando una voz estentórea y centelleándole los ojos de una manera estrambótica, se encaminó a donde yo estaba. Seguíale la turba y llegué a recelar que tratasen de colocarme a cuestas de un vaquero; pero inesperadamente se detuvo el fiscal, y cambiando de tono me lanzó una estrepitosa arenga en lengua maya. Todos sabían que yo no comprendía una sola palabra del discurso, y por de contado era yo el objeto de la risa universal. No dejaba de mortificarme el lance; pero, haciendo un esfuerzo por traer a la memoria mi colección de palabras mayas aprendidas en Nohcarab, quise responder y respondí efectivamente con una oración en inglés. El efecto fue instantáneo. El fiscal no había escuchado jamás un idioma que no comprendiese, y aplicaba el oído con todo empeño, imaginándose que consagrando toda su atención podría llegar a comprender el significado de mis palabras, que le confundieron y colocaron en tal ansiedad, que al fin vino a convertirse en objeto de burla y risa de cuantos le contemplaban. Quiso replicarme comenzando otra arenga, pero yo le tapé la boca con una estrofa en griego que se me ocurrió de improviso. Esto bastó para dejarle mudo, y dándome el título de inglés, me echó los brazos al cuello llamándome su amigo, conviniendo mutuamente en que no volveríamos a emplear otro idioma que el castellano. Finalizada esta escena, mandó que la música comenzase, plantó en el puesto a un vaquero, sacó a bailar a una mestiza, introdujo de nuevo la confusión entre los espectadores, y sentose tranquilamente en el suelo y a mis pies. Todas las mestizas fueron a su vez llamadas a bailar, y se me presentó el mismo bello espectáculo que presencié la noche precedente. Sobre todo estaba allí una mestiza que ya me había llamado la atención: sería apenas de quince años, de una talla fina y delicada, y de unos ojos tan tiernos y expresivos, que era imposible mirarlos sin experimentar un sentimiento de ternura. Parecía echada al mundo para ser contemplada y amada de todos, y estaba vestida de un holán blanco finísimo, el verdadero emblema de la pureza, de la inocencia y del amor. Según supe, su nacimiento era vergonzoso, pues era crianza o hija natural de un caballero del pueblo. Acaso el temor de ser objeto del desprecio de los otros, daba a su apariencia aquel aire de indescriptible interés; pero, recogida felizmente en la casa paterna, ella podía caminar por los senderos de la vida sin encontrar una mirada de aversión, ni experimentar la vergüenza que manchaba su nombre. Como puede suponerse, la presencia allí de aquella señorita no pasó desapercibida a los ojos del azogado fiscal. Desde el momento se sintió excitado e inquieto, y lanzándose a sus pies estúvola contemplando por un momento como si tuviese delante una visión: en seguida, como arrastrado por su pasión y sin saber lo que hacía ni en dónde estaba, hizo a un lado al vaquero que bailaba con ella, y, arrojando a sus pies el sombrero, exclamó en un tono de verdadero éxtasis: "¡Voy a bailar con usted, corazón mío!" Durante el baile, parecía crecer su excitación de momento en momento: olvidándose de cuanto le rodeaba, la expresión de sus facciones se hizo arrebatada, fija, intensa; arrancose su mata de cacique y en medio de la danza arrojósela a los pies. Esto pareció que le excitaba más todavía; y transportado del todo, echó mano del cuello de su camisa en un ademán violento y frenético como pretendiendo arrancarse la cabeza y arrojarla a los pies de la mestiza. No pudiendo conseguir esto, pareció entregarse a la más viva desesperación; pero súbitamente llevose las manos bajo la camisola, se apoderó de la faja que la ceñía, y bailando con toda la energía de que era capaz conforme se dirigía a la pareja, desatose la banda, y con un aire mezclado de gracia, galantería y desesperación, echola a sus pies, volviendo en seguida a su puesto. Pero entre tanto sus calzoncillos que estaban sujetos con la faja, comenzaron a escurrírsele; mas él echó ambas manos sobre ellos, sosteniéndolos con todo vigor y como si para eso necesitase de un extraordinario esfuerzo, continuando en el baile con una expresión desesperada en la fisonomía, que era irresistiblemente risible. Durante esta escena perecían de risa todos los concurrentes; y yo no pude menos de notar la extremada modestia y circunspección de la señorita, quien ni se sonrió una sola vez, ni dirigió mirada alguna al fiscal, y sólo cuando se concluyó la danza le hizo una ligera inclinación de cabeza volviendo a su asiento. El pobre fiscal permaneció en el sitio contemplándolo estático, como si el sol de su existencia se hubiese ocultado. Al fin, volviendo la cabeza y llamándome su amigo, me preguntó si en mi país había mestizas como aquélla, y que si me agradaría traérmela conmigo; pero luego añadió que se reservaba ésta para sí, mas que bien podía elegir entre las otras, y el malvado insistía en voz alta en que me decidiese por alguna, ofreciendo llevarme al convento a cualquiera de ellas que yo eligiese. Por lo pronto yo me había imaginado que, lo mismo que los vaqueros, estos fiscales serían de los principales jóvenes del pueblo entregados aquel día al bullicio y a la extravagancia; pero yo supe después que, no queriendo éstos representar un papel semejante, se lo conferían a otros individuos conocidos por su jocosidad y buen humor a fin de no infringir las reglas de la propiedad y bien parecer. El fiscal de que he hablado era un matador de cochinos, de excelente carácter y muy vivo, con lo cual se daba a entender que era un camarada gracioso y de buen humor. Las gentes del pueblo tenían el aire de creer que el poder que se le confería, hasta para azotar a las mestizas, era el extremo de la licencia; pero no consideraban que, ni aun siquiera en aquel día, el matador de cochinos pudiese igualarse a aquéllos que, en la vida común, eran para él como seres de otra esfera. Podía entonces, es verdad, tributar sus sentimientos a la belleza; pero esto era visto por todos como una mera farsa ridícula, que debía ser olvidada por todos los que la presenciaban, y principalmente por aquélla a quien iban dirigidos esos sentimientos de admiración. ¡Ah, pobre matador de cochinos! Conforme a las reglas que se observaban, la manta y ceñidor que había arrojado a los pies de la dama pertenecían a ésta, y estaba obligado a implorar la caridad de los espectadores pidiéndoles dinero para redimir las prendas. Entretanto, el baile continuaba sin interrupción; y, habiéndose apoderado los fiscales del puesto en clase de bailadores, a cada paso quitaban del sitio a los vaqueros para ocupar su lugar. De cuando en cuando, y siempre bajo la dirección de los fiscales, los vaqueros que no bailaban sentábanse en el suelo en una de las testeras de la enramada entonando el cántico rústico de la vaquería en coros alternados de lengua maya y castellana. Los fiscales llevaban el coro con un estrépito tal, que ahogaba todos los demás ruidos, y en medio de este bullicioso regocijo seguían moviéndose las ligeras y graciosas figuras de las mestizas en el baile. A las doce en punto se hicieron los preparativos para un almuerzo sólido y suculento, dispensándose en él el uso de trinchantes y cuchillos. Despejose el centro de la sala, y se llevó allí una enorme vasija de barro, igual en capacidad a un tonel, llena de frijoles fritos. Otra vasija de las mismas dimensiones contenía una preparación de huevos y carnes; y allí junto descollaba una pequeña montaña de tortillas de maíz, de todo lo cual se habían apoderado las mestizas para servir el almuerzo a todos los concurrentes. El fiscal no se olvidó de su amigo, sino que me condujo una de las mestizas, acerca de la cual yo le había expresado en confianza mi opinión, trayendo en la palma de la mano un rimero de tortillas con frijoles en el centro, y recogida la circunferencia de las tortillas por medio de los dedos, como para evitar que los frijoles se escapasen. Un ademán que hice para dar las gracias fue reprimido por el fiscal que me encajó el sombrero hasta los ojos diciéndome: que no se usaba de cumplimientos en las haciendas y que todos allí éramos indios. Difícil era mantener en la mano las tortillas y frijoles sin que corriese borrasca el único par de pantalones blancos que yo tenía en mi equipaje; y, para salir de aquel apuro, las pasé por sobre la baranda, fuera de la cual había una muchedumbre de indios muy dispuestos y listos a recibirlas; pero apenas había concluido esta operación, cuando otra mestiza me trajo un nuevo regalo de tortillas, y, todavía una de mis manos no había salido de este embarazo, cuando una tercera mestiza me colocó en la otra un cerro de tortillas y huevos, de manera que yo no sabía qué hacerme ni cómo moverme. Por fin hice un esfuerzo y logré pasar todo aquello a los espectadores de fuera de la baranda. Terminado el almuerzo, comenzó de nuevo el baile, con más espíritu y vigor: los fiscales estuvieron más jocosos que antes; y todos convenían en que el baile era muy alegre; y yo no pude menos de observar que en medio de esta reunión abigarrada y de esta extraordinaria libertad no había allí tanto ruido como en uno de nuestros salones. A las dos de la tarde, con gran pesadumbre mía, se concluyó el baile de mestizas, que era para mí enteramente nuevo y que permanece grabado en mis recuerdos como el mejor de los bailes de pueblo.
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CAPÍTULO V Del género de letras y libros que usan los chinas Las escrituras que usan los chinas, piensan muchos y aún es común opinión, que son letras como las que usamos en Europa; quiero decir, que con ellas se puedan escrebir palabras o razones, y que sólo difieren de nuestras letras y escrituras en ser sus caracteres de otra forma, como difieren los griegos de los latinos, y los hebreos y caldeos. Y por la mayor parte no es así; porque ni tienen alfabeto ni escriben letras, ni es la diferencia de caracteres, sino en que principalmente su escrebir es pintar o cifrar, y sus letras no significan partes de dicciones como las nuestras, sino son figuras de cosas, como de sol, de fuego, de hombre, de mar y así de lo demás. Pruébase esto evidentemente, porque siendo las lenguas que hablan los chinas, innumerables y muy diferentes entre sí, sus escrituras y chapas igualmente se leen y entienden en todas lenguas, como nuestros números de guarismo igualmente se entienden en francés y español, y en arábigo. Porque esta figura 8 dondequiera dice ocho, aunque ese número el francés le llame de una suerte y el español de otra. De aquí es que como las cosas son en sí innumerables, las letras o figuras que usan los chinas para denotarlas, son cuasi infinitas. Porque el que ha de leer o escrebir en la China, como los mandarines hacen, ha de saber por lo menos ochenta y cinco mil figuras o letras, y los que han de ser perfectos en esta lectura, ciento y veinte y tantas mil. Cosa prodigiosa y que no fuera creíble, si no lo dijeran personas tan dignas de fe, como lo son los padres de nuestra Compañía, que están allá actualmente aprendiendo su lengua y escritura, y ha más de diez años que de noche y de día estudian en esto con inmortal trabajo, que todo lo vence la caridad de Cristo, y deseo de salvación de las almas. Esta misma es la causa por qué en la China son tan estimados los letrados como de cosa tan difícil, y sólo ellos tienen oficios de mandarines, y gobernadores y jueces y capitanes. Y así es grande el cuidado de los padres en que sus hijos aprendan a leer y escrebir. Las escuelas donde esto aprenden los niños o mozos son muchas y ciertas, y el maestro de día en ellas, y sus padres de noche en casa, les hacen estudiar tanto que traen los ojos gastados y les azotan muy a menudo con cañas, aunque no de aquellas rigurosas con que azotan los malhechores. Ésta llaman la lengua mandarina, que ha menester la edad de un hombre para aprenderse; y es de advertir que aunque la lengua en que hablan los mandarines, es una y diferente de las vulgares, que son muchas, y allá se estudia como acá la latina o griega, y sólo la saben los letrados, que están por toda la China; pero lo que se escribe en ella, en todas las lenguas se entiende, porque aunque las provincias no se entienden de palabra unas a otras, mas por escrito sí, porque las letras o figuras son unas mismas para todos y significan lo mismo, mas no tienen el mismo nombre ni prolación, porque como he dicho, son para denotar cosas y no palabras, así como en el ejemplo de los números de guarismos que puse se puede fácilmente entender. De aquí también procede que siendo los japones y chinas, naciones y lenguas tan diferentes, leen y entienden los unos las escrituras de los otros; y si hablasen lo que leen o escriben, poco ni mucho no se entenderían. Estas pues son las letras y libros que usan los chinas tan afamados en el mundo, y sus impresiones son grabando una tabla de las figuras que quieren imprimir, y estampando tantos pliegos como quieren, en la misma forma que acá estampamos imágenes grabando el cobre o madera. Mas preguntará cualquier hombre inteligente, cómo pueden significar sus conceptos por unas mismas figuras, porque no se puede con una misma figura significar la diversidad que cerca de la cosa se concibe, como es decir que el sol calienta, o que miró al sol, o que el día es del sol; finalmente los casos y conjugaciones, y artículos que tienen muchas lenguas y escrituras, ¿cómo es posible denotarlo por unas mismas figuras? A esto se responde que con diversos puntos, y rasgos y postura, hacen toda esa variedad de significación. Más dificultad tiene entender cómo pueden escrebir en su lengua, nombres proprios, especialmente de extranjeros, pues son cosas que nunca vieron ni pudieron inventar figura para ellos; yo quise hacer experiencia de esto hallándome en México con unos chinas, y pedí que escribiesen en su lengua esta proposición: "José de Acosta ha venido del Pirú", u otra semejante. Y el china estuvo gran rato pensando, y al cabo escribió, y después él y otros leyeron en efecto la misma razón, aunque en el nombre proprio algún tanto variaban, porque usan de este artificio tomando el nombre proprio, y buscan alguna cosa en su lengua, con que tenga semejanza aquel nombre, y ponen la figura de aquella cosa, y como es difícil en tantos nombres hallar semejanza de cosas y sonido de su lengua, así les es muy trabajoso escrebir los tales nombres. Tanto que nos decía el padre Alonso Sánchez, que el tiempo que anduvo en la China, trayéndole en tantos tribunales de mandarín en mandarín, para escrebirle su nombre en aquellas chapas que ellos usan, estaban gran rato, y al cabo salían con nombralle a su modo, en un modo ridículo que apenas acertaban con él. Este es el modo de letras y escritura que usan los chinas. El de los japones es muy semejante a éste, aunque de los señores japones que estuvieron en Europa, afirman que escrebían fácilmente en su lengua cualquier cosa, aunque fuesen nombres proprios de acá, y me mostraron algunas escrituras suyas por donde parece que deben de tener algún género de letras, aunque lo más de su escritura debe de ser por caracteres y figuras, como está dicho de los chinas.
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Capítulo V Vida y creencias de los mayas Que la manera (que los indios tenían de) hacer sus casas era cubrirlas de paja, que tienen muy buena y mucha, o con hojas de palma, que es propia para esto; y que tenían muy grandes corrientes para que no se lluevan, y que después echan una pared de por medio y a lo largo, que divide toda la casa y en esta pared dejan algunas puertas para la mitad que llaman las espaldas de la casa, donde tienen sus camas y la otra mitad blanquean de muy gentil encalado y los señores las tienen pintadas de muchas galanterías; y esta mitad es el recibimiento y aposento de los huéspedes y no tiene puerta sino toda es abierta conforme al largo de la casa y baja mucho la corriente delantera por temor de los soles y aguas, y dicen que también para enseñorearse de los enemigos de la parte de dentro en tiempo de necesidad. El pueblo menudo hacía a su costa las casas de los señores; y que con no tener puertas tenían por grave delito hacer mal a casas ajenas. Tenían una portecilla atrás para el servicio necesario y unas camas de varillas y encima una serilla donde duermen cubiertos por sus mantas de algodón; en verano duermen comúnmente en los encalados con una de aquellas serillas especialmente los hombres. Allende de la casa hacía todo el pueblo a los señores sus sementeras, y se las beneficiaban y cogían en cantidad que les bastaba a él y a su casa; y cuando había caza o pesca, o era tiempo de traer sal, siempre daban parte al señor porque estas cosas siempre las hacían en comunidad. Si moría el señor, aunque le sucediese el hijo mayor, eran siempre los demás hijos muy acatados y ayudados y tenidos por señores. A los demás principales inferiores del señor ayudaban en todas estas cosas conforme a quienes eran, o al favor que el señor les daba. Los sacerdotes vivían de sus oficios y ofrendas. Los señores regían el pueblo concertando los litigios, ordenando y concertando las cosas de sus repúblicas, todo lo cual hacían por manos de los más principales, que eran muy obedecidos y estimados, especialmente de gente rica, a quienes visitaban; tenían palacio en sus casas donde concertaban las cosas y negocios, principalmente de noche; y si los señores salían del pueblo llevaban mucha compañía, lo mismo que cuando salían de sus casas. Que los indios de Yucatán son gente bien dispuesta, altos, recios y de muchas fuerzas y comúnmente todos estevados porque en su niñez, cuando las madres los llevan de una parte a otra van a horcajadas en los cuadriles. Tenían por gala ser bizcos, lo cual hacían por arte las madres colgándoles del pelo desde niños, un pegotillo que les llegaba al medio de las cejas; y como les andaba allí jugando, ellos alzaban siempre los ojos y venían a quedar bizcos. Y que tenían las cabezas y frentes llanas, hecho también por sus madres, por industria, desde niños, que traían las orejas horadadas para zarcillos y muy harpadas de los sacrificios. No criaban barbas y decían que les quemaban los rostros sus madres con paños calientes siendo niños, para que no les naciesen. Y que ahora crían barbas aunque muy ásperas como cerdas de rocines. Que criaban cabello como las mujeres: por lo alto quemaban como una buena corona y así crecía mucho lo de debajo y lo de la corona quedaba corto y que lo trenzaban y hacían una guirnalda de ello en torno de la cabeza dejando la colilla atrás como borlas. Que todos los hombres usaban espejos y no las mujeres; y que para llamarse cornudos decían que su mujer les había puesto el espejo en el cabello sobrante del colodrillo. Que se bañaban mucho, no curando de cubrirse de las mujeres sino cuanto podía cubrir la mano. Que eran amigos de buenos olores y que por eso usan ramilletes de flores y yerbas olorosas, muy curiosos y labrados. Que usaban pintarse de colorado el rostro y el cuerpo y les parecía muy mal, pero teníanlo por gran gala. Que su vestido era un listón de una mano de ancho que les servía de bragas y calzas y que se daban con él algunas vueltas por la cintura de manera que uno de los cabos colgaba adelante y el otro detrás, y que estos cabos los hacían sus mujeres con curiosidad y labores de pluma, y que traían mantas largas y cuadradas y las ataban en los hombros; y que traían sandalias de cáñamo o cuero de venado por curtir, seco, y no usaban otro vestido. Que el mantenimiento principal es el maíz, del cual hacen diversos manjares y bebidas, y aun bebido como lo beben, les sirve de comida y bebida, y que las indias echan el maíz a remojar en cal y agua una noche antes, y que a la mañana está blando y medio cocido y de esta manera se le quita el hollejo y pezón; y que lo muelen en piedras y que de lo medio molido dan a los trabajadores, caminantes y navegantes grandes pelotas y cargas y que dura algunos meses con sólo acedarse; y que de aquello toman una pella y deslíenla en un vaso de la cáscara de una fruta que cría un árbol con el cual les proveyó Dios de vasos; y que se beben aquella sustancia y se comen lo demás y que es sabroso y de gran mantenimiento; y que de lo más molido sacan leche y la cuajan al fuego y hacen como poleadas para las mañanas y que lo beben caliente; y que en lo que sobra de las mañanas echan agua para beber en el día porque no acostumbran beber agua sola. Que también tuestan el maíz, lo muelen y deslíen en agua, que es muy fresca bebida, echándole un poco de pimienta de Indias o cacao. Que hacen del maíz y cacao molido una manera de espuma muy sabrosa con que celebran sus fiestas y que sacan del cacao una grasa que parece mantequilla y que de esto y del maíz hacen otra bebida sabrosa y estimada; y que hacen otra bebida de la substancia del maíz molido así crudo, que es muy fresca y sabrosa. Que hacen pan de muchas maneras, bueno y sano, salvo que es malo de comer cuando está frío; y así pasan las indias trabajo en hacerlo dos veces al día. Que no se ha podido acertar a hacer harina que se amase como la del trigo, y que si alguna vez se hace como pan de trigo no vale nada. Que hacen guisados de legumbres y carne de venados y aves monteses y domésticas, que hay muchas, y de pescados, que hay muchos, y que así tienen buenos mantenimientos, principalmente después de que crían puercos y aves de Castilla. Que por la mañana toman la bebida caliente con pimienta, como está dicho, y entre día, las otras frías, y a la noche los guisados; y que si no hay carne, hacen sus salsas de la pimienta y legumbres. No acostumbraban comer los hombres con las mujeres; ellos comían por sí en el suelo o cuando mucho sobre una serilla por mesa, y comen bien cuando tienen, y cuando no, sufren muy bien el hambre y pasan con muy poco. Se lavan las manos y la boca después de comer. Labrábanse los cuerpos, y cuanto más, tanto más valientes y bravos se tenían, porque el labrarse era gran tormento, que era de esta manera: los oficiales de ello labraban la parte que querían con tinta y después sajábanle delicadamente las pinturas y así, con la sangre y tinta, quedaban en el cuerpo las señales; y que se labraban poco a poco por el grande tormento que era, y también después se (ponían) malos porque se les enconaban las labores, y hacíase materia, y que con todo eso se mofaban de los que no se labraban. Y que se precian mucho de ser requebrados y tener gracias y habilidades naturales, y que ya comen y beben como nosotros. Que los indios eran muy disolutos en beber y emborracharse, de lo cual les seguían muchos males como matarse unos a otros, violar las camas pensando las pobres mujeres recibir a sus maridos, también con padres y madres como en casa de sus enemigos, y pegar fuego a sus casas, y que con todo eso se perdían por emborracharse. Y cuando la borrachera era general y de sacrificios, contribuían todos para ello, porque cuando era particular hacía el gasto el que la hacía con ayuda de sus parientes. Y que hacen el vino de miel y agua y cierta raíz de un árbol que para esto criaban, con lo cual se hacía el vino fuerte y muy hediondo; y que con bailes y regocijos comían sentados de dos en dos o de cuatro en cuatro, y que después de comido, los escanciadores, que no se solían emborrachar, sacaban unos grandes artesones de beber hasta que se hacía un zipizape; y las mujeres tenían mucha cuenta de volver borrachos a casa sus maridos. Que muchas veces gastan en un banquete lo que en muchos días, mercadeando y trompeando, ganaban; y que tienen dos maneras de hacer estas fiestas. La primera, que es de los señores y gente principal, obliga a cada uno de los convidados a que hagan otro tal convite y que den a cada uno de los convidados una ave asada, pan y bebida de cacao en abundancia y al fin del convite suelen dar a cada uno una manta para cubrirse y un banquillo y el vaso más galano que pueden, y si muere alguno de ellos es obligada la casa o sus parientes a pagar el convite. La otra manera es entre parentelas, cuando casan a sus hijos o hacen memoria de las cosas de sus antepasados; y ésta no obliga a restitución, salvo que si cuando han convidado a un indio a una fiesta así, él convida a todos cuando hace fiesta o casa a sus hijos. Y sienten mucho la amistad y la conservan (aunque estén) lejos unos de otros, con estos convites; y que en estas fiestas les daban de beber mujeres hermosas las cuales, después de dado el vaso, volvían las espaldas al que lo tomaba hasta vaciado el vaso. Que los indios tienen recreaciones muy donosas y principalmente farsantes que representan con mucho donaire; tanto, que éstos alquilan los españoles para que vean los chistes de los españoles que pasan con sus mozas, maridos o ellos propios, sobre el buen o mal servir, y lo representan después con tanto artificio como curiosidad. Tienen atabales pequeños que tañen con la mano, y otro atabal de palo hueco, de sonido pesado y triste, que tañen con un palo larguillo con leche de un árbol puesta al cabo; y tienen trompetas largas y delgadas, de palos huecos, y al cabo unas largas y tuertas calabazas; y tienen otro instrumento de la tortuga entera con sus conchas, y sacada la carne táñenlo con la palma de la mano y es su sonido lúgubre y triste. Tienen silbatos de los huesos de cañas de venado y caracoles grandes, y flautas de cañas, y con estos instrumentos hacen són a los bailantes. Tienen especialmente dos bailes muy de hombre y de ver. El uno es un juego de cañas, y así le llaman ellos colomché, que lo quiere decir. Para jugarlo se junta una gran rueda de bailadores con su música que les hace son, y por su compás salen dos de la rueda: el uno con un manojo de bohordos y baila enhiesto con ellos; el otro baila en cuclillas, ambos con compás de la rueda, y el de los bohordos, con toda su fuerza, los tira al otro, el cual, con gran destreza, con un palo pequeño arrebátalos. Acabado de tirar vuelven con su compás a la rueda y salen otros a hacer lo mismo. Otro baile hay en que bailan ochocientos y más y menos indios, con banderas pequeñas, con son y paso largo de guerra, entre los cuales no hay uno que salga de compás; y en sus bailes son pesados porque todo el día entero no cesan de bailar y allí les llevan de comer y beber. Los hombres no solían bailar con las mujeres. Que los oficios de los indios eran olleros y carpinteros, los cuales, por hacer los ídolos de barro y madera, con muchos ayunos y observancias, ganaban mucho. Habla también cirujanos o, por mejor decir, hechiceros, los cuales curaban con yerbas y muchas supersticiones; y así de todos los demás oficios. El oficio a que más inclinados estaban es el de mercaderes llevando sal, y ropa y esclavos a tierra de Ulúa y Tabasco, trocándolo todo por cacao y cuentas de piedra que eran su moneda, y con ésta solían comprar esclavos u otras cuentas con razón que eran finas y buenas, las cuales traían sobre sí los señores como joyas en las fiestas; y tenían por moneda y joyas de sus personas otras hechas de ciertas conchas coloradas, y las traían en sus bolsas de red que tenían, y en los mercados trataban todas cuantas cosas había en esa tierra. Fiaban, prestaban y pagaban cortésmente y sin usura, y sobre todos eran los labradores y los que se ponen a coger el maíz y las demás semillas, las cuales guardan en muy lindos silos y trojes para vender a su tiempo. Sus mulas y bueyes son la gente. Suelen, de costumbre, sembrar para cada casado con su mujer medida de 400 pies lo cual llaman hum uinic, medida con vara de 20 pies, 20 en ancho y 20 en largo. Que los indios tienen la buena costumbre de ayudarse unos a otros en todos sus trabajos. En tiempo de sus sementeras, los que no tienen gente suya para hacerlas, júntanse de 20 en 20 o más o menos, y hacen todos juntos por su medida y tasa la labor de todos y no la dejan hasta cumplir con todos. Las tierras, por ahora, son de común y así el que primero las ocupa las posee. Siembran en muchas partes, por si una faltare supla la otra. En labrar la tierra no hacen sino coger la basura y quemarla para después sembrar, y desde mediados de enero hasta abril labran y entonces con las lluvias siembran, lo que hacen trayendo un taleguillo a cuestas, y con un palo puntiagudo hacen un agujero en la tierra y ponen allí cinco o seis granos que cubren con el mismo palo. Y en lloviendo, espanto es cómo nace. Júntanse también para la caza de cincuenta en cincuenta más o menos, y asan en parrillas la carne del venado para que no se les gaste y venidos al pueblo hacen sus presentes al señor y distribuyen (el resto) como amigos y lo mismo hacen con la pesca. Que los indios, en sus visitas, siempre llevan consigo don que dar según su calidad; y el visitado, con otro don, satisface al otro, y los terceros de estas visitas hablan y escuchan curiosamente conforme a la persona con quien hablan, no obstante que todos se llaman de tú porque en el progreso de sus pláticas, el menor, por curiosidad, suele repetir el nombre del oficio o dignidad del mayor. Y usan mucho ir ayudando a los que les dan los mensajes (con) un sonsonete hecho con la aspiración en la garganta, que es como decir hasta que o así que. Las mujeres son cortas en sus razonamientos y no acostumbran a negociar por sí, especialmente si son pobres, y por eso los señores se mofaban de los frailes que daban oído a pobres y ricos sin respeto. Que los agravios que hacían unos a otros mandaba satisfacer el señor del pueblo del dañador; y si no, era ocasión e instrumento de más pasiones. Y si eran de un mismo pueblo lo comunicaban al juez que era árbitro. Y examinado el daño mandaban la satisfacción; y si no era suficiente para la satisfacción, los amigos y parientes le ayudaban. Las causas de que solían hacer estas satisfacciones eran si mataban a alguno casualmente, o cuando se ahorcaban la mujer o el marido con alguna culpa o haberle dado ocasión para ello, o cuando eran causa de algún incendio de casas o heredades, de colmenas o trojes de maíz. Los otros agravios hechos con malicia los satisfacían siempre con sangre y puñadas. Que los yucatanenses son muy partidos y hospitalarios porque no entra nadie en su casa a quien no den de la comida o bebida que tienen; de día de sus bebidas y de noche de sus comidas. Y si no tienen, búscanlo por la vecindad; y por los caminos, si se les junta gente, a toda han de dar aunque (a ellos) les quepa, por eso, mucho menos. Que su contar es de 5 en 5 hasta 20, y de 20 en 20 hasta 100, y de 100 en 100 hasta 400, y de 400 en 400 hasta 8 mil; y de esta cuenta se servían mucho para la contratación del cacao. Tienen otras cuentas muy largas, y que las extienden ad infinitum contando 8 mil 20 veces, que son 160 mil, y tornando a duplicar por 20 estas 160 mil, y después de irlo así duplicando por 20 hasta que hacen un incontable número, cuentan en el suelo o cosa llana. Que tienen mucha cuenta con saber el origen de sus linajes, especialmente si vienen de alguna casa de Mayapán y eso procuran saberlo de los sacerdotes, que es una de sus ciencias, y jáctanse mucho de los varones señalados que ha habido en sus linajes. Los nombres de los padres duran siempre en los hijos, en las hijas no. A sus hijos e hijas los llamaban siempre por el nombre del padre y de la madre, el del padre como propio, y el de la madre como apelativo; de esta manera, el hijo de Chel y Chan llamaban Nachanchel, que quiere decir hijos de fulanos y ésta es la causa (por la cual) dicen los indios que los de un nombre son deudos y se tratan por tales. Y por eso cuando vienen a parte no conocida (y se ven) necesitados acuden luego al nombre, y si hay alguien (que lo lleve), luego con toda caridad se reciben y tratan. Y así ninguna mujer u hombre se casaba con otro del mismo nombre porque era en ellos gran infamia. Llámanse ahora (por) los nombres de pila y los propios. Que los indios no admitían que las hijas heredaran con los hermanos sino era por vía de piedad o voluntad; y entonces dábanles algo del montón y lo demás lo partían igualmente los hermanos, salvo que al que más notablemente había ayudado a allegar la hacienda, dábanle equivalencia; y si eran todas hijas, heredaban los hermanos (del padre) o (los) más propincuos; y si eran de edad que no se pudiera entregar la hacienda, dábanla a un tutor, deudo más cercano, el cual daba a la madre para criarlos porque no usaban dejar nada en poder de (las) madres, o quitábanles los niños, principalmente siendo los tutores hermanos del difunto. Estos tutores daban lo que así se les entregaba a los herederos cuando eran de edad, y no hacerlo era gran fealdad entre ellos y causa de muchas contiendas. Cuando así lo entregaban era delante de los señores y principales, quitando lo que habían dado para criarlos; y no daban de las cosechas de las heredades sino cuando eran colmenares y algunos árboles de cacao, porque decían que harto era tenerlas en pie. Si cuando el señor se moría no estaban los hijos (en edad) de regir y tenía hermanos, regía el mayor de los hermanos o el más desenvuelto, y mostraban al heredero sus costumbres y fiestas para cuando fuese hombre; y estos hermanos, aunque el heredero (tuviese ya la edad) para regir, mandaban toda su vida; y si no había hermanos, los sacerdotes y gente principal elegían un hombre suficiente para ello. Que antiguamente se casaban de 20 años y ahora de 12 ó 13 y por eso ahora se repudian más fácilmente, como que se casan sin amor e ignaros de la vida matrimonial y del oficio de casados; y si los padres no podían persuadirlos de que volviesen con ellas, buscábanles otras y otras. Con la misma facilidad dejaban los hombres con hijos a sus mujeres, sin temor de que otro las tomase por mujeres o después volver a ellas; pero con todo eso son muy celosos y no llevan a paciencia que sus mujeres no les están honestas; y ahora en vista de que los españoles, sobre eso, matan a las suyas, empiezan a maltratarlas y aun a matarlas. Si cuando repudiaban (a sus mujeres) los hijos eran niños, dejábanlos a las madres; si grandes, los varones con los padres, y hembras con las madres. Que aunque era tan común y familiar cosa repudiar, los ancianos y de mejores costumbres lo tenían por malo y muchos había que nunca habían tenido sino una (mujer), la cual ninguno tomaba de su nombre de parte de su padre porque era cosa muy fea entre ellos; y si algunos se casaban con las cuñadas, mujeres de sus hermanos, era tenido por malo. No se casaban con sus madrastras ni cuñadas, hermanas de sus mujeres, ni tías, hermanas de sus madres, y si alguno lo hacía era tenido (por) malo. Con todas las demás parientas de parte de su madre contraían (matrimonio), aunque fuese prima hermana. Los padres tienen mucho cuidado de buscarles con tiempo a sus hijos, mujeres de su estado y condición, y si podían, en el mismo lugar; y poquedad era entre ellos buscar las mujeres para sí, y los padres casamiento para sus hijas; y para tratarlo buscaban casamenteros que lo acordasen. Concertado y tratado, concertaban las arras y dote, lo cual era muy poco y dábalo el padre del mozo al consuegro, y hacía la suegra, allende del dote, vestidos a la nuera e hijo; y venido el día se juntaban en casa del padre de la novia y allí, aparejada la comida, venían los convidados y el sacerdote, y reunidos los casados y consuegros trataba el sacerdote cuadrarles y si lo habían mirado bien los suegros y si les estaba bien; y así le daban su mujer al mozo esa noche si era para ello y luego se hacía la comida y convite y de ahí en adelante quedaba el yerno en casa del suegro, trabajando cinco o seis años para el mismo suegro, y si no lo hacía echábanle de la casa. Las madres trabajaban para que la mujer diese siempre de comer al marido en señal de casamiento. Los viudos y viudas se concertaban sin fiesta ni solemnidad y con sólo ir ellos a casa de ellas y admitirlos y darles de comer se hacía el casamiento; de lo cual nacía que (las mujeres) se dejaban con tanta facilidad como se tomaban. Nunca los yucatanenses tomaron más de una como se ha hallado en otras partes tener muchas juntas, y los padres, algunas veces, contraen matrimonio por sus hijos niños hasta que sean venidos en edad, y se tratan como suegros. No se halla el bautismo en ninguna parte de las Indias sino en ésta de Yucatán y aun con vocablo que quiere decir nacer de nuevo u otra vez, que es lo mismo que en la lengua latina renacer, porque en la lengua de Yucatán zihil quiere decir nacer de nuevo u otra vez, y no se usa sino en composición de verbo: y así caputzihil quiere decir nacer de nuevo. No hemos podido saber su origen sino que es cosa que han usado siempre y a la que tenían tanta devoción que nadie la dejaba de recibir, y tanta reverencia que los que tenían pecados, si eran para saberlos cometer, habían de manifestarlos, especialmente a los sacerdotes para recibirlo, y tanta fe en él que no lo iteraban en ninguna manera. Lo que pensaban (que) recibían en el (bautismo) era una previa disposición para ser buenos en sus costumbres y no ser dañados por los demonios en las cosas temporales, y venir, mediante él y su buena vida, a conseguir la gloria que ellos esperaban, en la cual, según en la de Mahoma, habían de usar de manjares y bebidas. Tenían, pues, esta costumbre para venir a hacer los bautismos, que criaban las indias a los niños hasta la edad de tres años, y a los varoncillos usaban siempre ponerles pegada a la cabeza, en los cabellos de la coronilla, una contezuela blanca, y a las muchachas traían ceñidas abajo de los riñones con un cordel delgado y en él una conchuela asida, que les venía a dar encima de la parte honesta, y de estas dos cosas era entre ellos pecado y cosa muy fea quitarla de las muchachas antes del bautismo, el cual les daban siempre desde la edad de tres años hasta la de doce, y nunca se casaban antes del bautismo. Cuando había alguno que quisiese bautizar a su hijo, iba al sacerdote y dábale parte de su intento; el sacerdote publicaba por el pueblo el bautismo y el día en que lo hacía ellos miraban siempre que no fuese aciago. Hecho esto, el que hacía la fiesta, que era el que movía la plática, elegía a su gusto un principal del pueblo para que le ayudase en su negocio y las cosas de él. Después tenían por costumbre elegir a otros cuatro hombres ancianos y honrados que ayudasen al sacerdote en las ceremonias el día de la fiesta, y a éstos los elegían juntamente a su gusto con el sacerdote, y en estas elecciones entendían siempre los padres de todos los niños que había que bautizar pues de todos era también la fiesta, y a éstos que escogían llamábanles chaces. Tres días antes de la fiesta ayunaban los padres de los muchachos y los oficiales, absteniéndose de las mujeres. El día (del bautismo) juntábanse todos en casa del que hacía la fiesta y llevaban a todos los niños que habían de bautizar a los cuales ponían en orden, de un lado los muchachos y del otro las muchachas, en el patio o plaza de la casa que limpio y sembrado de hojas frescas tenían. A las niñas poníanles como madrina a una mujer anciana y a los niños un hombre que los tuviese a su cargo. Hecho esto trataba el sacerdote de la purificación de la posada echando al demonio de ella. Para echarlo ponían cuatro banquillos en las cuatro esquinas del patio en los cuales se sentaban los cuatro chaces con un cordel largo del uno al otro, de manera que quedaban los niños acorralados en medio o dentro del cordel; después, pasando sobre el cordel, habían de entrar al circuito todos los padres de los niños, que habían ayunado. Después, o antes, ponían en medio otro banquillo donde el sacerdote se sentaba con un brasero, un poco de maíz molido y un poco de su incienso. Allí venían los niños y las niñas, por orden, y echábales el sacerdote un poco de maíz molido y del incienso en la mano, y ellos (lo echaban) en el brasero, y así hacían todos; y acabados estos sahumerios tomaban el brasero, en que los hacían y el cordel con que los chaces los tenían cercados y echaban en un vaso un poco de vino y dábanlo todo a un indio que lo llevase fuera del pueblo, avisándole no bebiese ni mirase atrás a la vuelta, y con esto decían que el demonio quedaba echado. Ido el indio, barrían el patio y lo limpiaban de las hojas de árbol que tenía, (árbol) que se dice cihom y echaban otras de otro que llaman copó y ponían unas seras en tanto que el sacerdote se vestía. Vestido, salía con un saco de pluma colorado y labrado de otras plumas de colores y otras plumas largas colgando de los extremos (del saco) y una como coroza, de las mismas plumas, en la cabeza, y debajo del saco muchos listones de algodón (que llegaban) hasta el suelo, como colas, y con un hisopo en la mano, hecho de un palo corto muy labrado y por barbas o pelos del hisopo ciertas colas de unas culebras (que son) como cascabeles, y con no más ni menos gravedad que tendría un papa para coronar a un emperador, que era cosa notable la serenidad que les causaban los aparejos. Los chaces iban luego a los niños y ponían a todos, en las cabezas, sendos paños blancos que sus madres traían para ello. Preguntaban a los que eran grandecillos si habían hecho algún pecado o tocamiento feo, y si lo habían hecho confesábanlo y los separaban de los otros. Hecho esto mandaba el sacerdote callar y sentar la gente y comenzaba él a bendecir con muchas oraciones a los muchachos y a santiguarlos con su hisopo y (todo ello) con mucha serenidad. Acabada su bendición se sentaba y levantábase el principal que los padres de los muchachos habían elegido para esta fiesta y con un hueso que el sacerdote le daba iba a los muchachos amagaba a cada uno nueve veces en la frente; después mojábale en un vaso de una agua que llevaba en la mano y untábales la frente y las facciones del rostro, y entre los dedos de los pies, y de las manos, a todos sin hablar palabra. Esta agua la hacían de ciertas flores y de cacao mojado y desleído con agua virgen, que ellos decían traída de los cóncavos de los árboles o de las piedras de los montes. Acabada esta untura se levantaba el sacerdote y les quitaba los paños blancos de la cabeza y otros que tenían colgados a las espaldas en que cada uno traía atadas unas pocas plumas de unos pájaros muy hermosos y algunos cacaos todo lo cual recogía uno de los chaces, y luego el sacerdote cortaba a los niños, con una navaja de piedra, la cuenta que habían traído pegada en la cabeza; tras esto iban los demás ayudantes del sacerdote con un manojo de flores y un humazo que los indios usan chupar y amagaban con cada uno de ellos nueve veces a cada muchacho y después dábanles a oler las flores y a chupar el humazo. Luego recogían los presentes que las madres traían y daban de ellos a cada muchacho un poco para comer allí, que de comida eran los presentes, y tomaban un buen vaso de vino y puesto en medio ofrecíanlo a los dioses, y con devotas plegarias les rogaban recibiesen aquel don pequeño de aquellos muchachos y llamando a otro oficial que les ayudaba, que llamaban cayom, dábanle (el vino) a que lo bebiese, lo que hacía sin descansar, que dicen que era pecado. Hecho esto se despedían primero las muchachas a las cuales iban sus madres a quitarles el hilo con que habían andado atadas por los riñones hasta entonces, y la conchuela que traían en la puridad lo cual era como una licencia de poderse casar cuando quiera que los padres quisiesen. Después despedían a los muchachos, e idos, venían los padres al montón de las mantillas que habían traído y repartíanlas, por su mano, a los circunstantes y oficiales. Acababa después la fiesta con comer y beber largo. Llamaban a esta fiesta imku, que quiere decir bajada de Dios. El que principalmente habíala hecho moviéndola y haciendo el gasto, después de los tres días en que por ayuno se había abstenido, se había de abstener nueve más y lo hacían invariablemente. Que los yucatanenses naturalmente conocían que hacían mal, y porque creían que por el mal y pecado les venían muertes, enfermedades y tormentos, tenían por costumbre confesarse cuando ya estaban en ellos. De esta manera, cuando por enfermedad u otra cosa estaban en peligro de muerte, confesaban sus pecados y si se descuidaban traíanselos sus parientes más cercanos o amigos a la memoria, y así decían públicamente sus pecados, al sacerdote si estaba allí, y si no, a los padres y madres, las mujeres a los maridos y los maridos a las mujeres. Los pecados de que comúnmente se acusaban eran el hurto, homicidio, de la carne y falso testimonio y con esto se creían salvos; y muchas veces, si escapaban (a la muerte), había revueltas entre marido y mujer por las desgracias que les habían sucedido y con los que las habían causado. Ellos confesaban sus flaquezas salvo las que con sus esclavas, los que las tenían, habían cometido, porque decían que era lícito usar de sus cosas como querían. Los pecados de intención no confesaban aunque teníanlos por malos y en sus consejos y predicaciones aconsejaban evitarlos. Que las abstinencias que comúnmente hacían eran de sal en los guisados, y pimienta, lo cual les era grave; absteníanse de sus mujeres para la celebración de todas sus fiestas. No se casaban hasta un año después de viudos por no conocer hombre o mujer en aquel tiempo; y a los que esto no guardaban tenían por poco templados y (creían) que por eso les vendría algún mal. En algunos ayunos de sus fiestas no comían carne ni conocían sus mujeres; recibían los oficios de las fiestas siempre con ayunos y lo mismo los oficios de la república; y algunos (ayunos) eran tan largos que duraban tres años y era gran pecado quebrantarlos. Que eran tan dados a sus idolátricas oraciones, que en tiempo de necesidad hasta las mujeres, muchachos y mozas entendían en esto de quemar incienso y suplicar a Dios les librase del mal y reprimiese al demonio que ello les causaba. Y que aun los caminantes llevaban en sus caminos incienso y un platillo en que quemarlo, y así, por la noche, do quiera que llegaban, erigían tres piedras pequeñas y ponían en ellas sendos pocos del incienso y poníanles delante otras tres piedras llanas en las cuales echaban el incienso, rogando al dios que llamaban Ekchuah los volviese con bien a sus casas; y esto lo hacían cada noche hasta ser vueltos a sus casas donde no faltaba quien por ellos hiciese otro tanto y aun más. Que tenían gran muchedumbre de ídolos y templos suntuosos a su manera, y aun sin los templos comunes tenían los señores sacerdotes y gente principal oratorios e ídolos en casa para sus oraciones y ofrendas particulares. Y que tenían a Cuzmil y el pozo de Chichenizá en tanta veneración como nosotros las romerías a Jerusalén y Roma y así los iban a visitar y ofrecer dones, principalmente a Cuzmil, como nosotros a los lugares santos, y cuando no iban, enviaban siempre sus ofrendas. Y los que iban tenían también la costumbre de entrar en los templos de relictos cuando pasaban por ellos a orar y quemar copal. Tantos ídolos tenían que aún no les bastaban los de sus dioses, pero no había animal ni sabandija a los que no les hiciesen estatuas, y todas las hacían a la semejanza de sus dioses y diosas. Tenían algunos pocos ídolos de piedra y otros de madera y de bultos pequeños, pero no tantos como de barro. Los ídolos de madera eran tenidos en tanto, que se heredaban como lo principal de la herencia. Ídolos de metal no tenían porque no hay metal ahí. Bien sabían ellos que los ídolos eran obras suyas y muertas y sin deidad, mas los tenían en reverencia por lo que representaban y porque los habían hecho con muchas ceremonias, especialmente los de palo. Los más idólatras eran los sacerdotes, chilanes, hechiceros y médicos, chaces y nacones. El oficio de los sacerdotes era tratar y enseñar sus ciencias y declarar las necesidades y sus remedios, predicar y echar las fiestas, hacer sacrificios y administrar sus sacramentos. El oficio de los chilanes era dar al pueblo las respuestas de los demonios y eran tenidos en tanto que acontecía llevarlos en hombros. Los hechiceros y médicos curaban con sangrías hechas en la parte donde dolía al enfermo y echaban suertes para adivinar en sus oficios y otras cosas. Los chaces eran cuatro hombres ancianos elegidos siempre de nuevo para ayudar al sacerdote a hacer bien y cumplidamente las fiestas. Nacones eran dos oficios: el uno perpetuo y poco honroso porque era el que abría los pechos a las personas que sacrificaban; el otro era una elección hecha de un capitán para la guerra y otras fiestas, que duraba tres años. Éste era de mucha honra. Que hacían sacrificios con su propia sangre cortándose unas veces las orejas a la redonda, por pedazos, y así las dejaban por señal. Otras veces se agujereaban las mejillas, otras los bezos bajos; otras se sajaban partes de sus cuerpos; otras se agujereaban las lenguas, al soslayo, por los lados, y pasaban por los agujeros unas pajas con grandísimo dolor; otras, se harpaban lo superfluo del miembro vergonzoso dejándolo como las orejas, con lo cual se engañó el historiador general de las Indias cuando dijo que se circuncidaban. Otras veces hacían un sucio y penoso sacrificio, juntándose en el temple, los que lo hacían y puestos en regla se hacían sendos agujeros en los miembros viriles, al soslayo, por el lado, y hechos pasaban toda la mayor cantidad de hilo que podían, quedando así todos asidos y ensartados; también untaban con la sangre de todas estas partes al demonio, y el que más hacia era tenido por más valiente y sus hijos, desde pequeños, comenzaban a ocuparse en ello y es cosa espantable cuán aficionados eran a ello. Las mujeres no usaban de estos derramamientos aunque eran harto santeras, mas siempre le embadurnaban el rostro al demonio con la sangre de las aves del cielo y animales de la tierra o pescados del agua y cosas que haber podían. Y ofrecían otras cosas que tenían. A algunos animales les sacaban el corazón y lo ofrecían; a otros, enteros, unos vivos, otros muertos, unos crudos, otros guisados, y hacían también grandes ofrendas de pan y vino y de todas las maneras de comidas y bebidas que usaban. Para hacer estos sacrificios, había en los patios de los templos unos altos maderos labrados y enhiestos, y cerca de la escalera del templo tenían una peana redonda y ancha, y en medio una piedra de cuatro o cinco palmos de alto, enhiesta, algo delgada; arriba de las escaleras del templo había otra tal peana. Que si en las fiestas, en las cuales para solemnizarlas se sacrificaban personas, también por alguna tribulación o necesidad les mandaba el sacerdote o chilanes sacrificar personas, y para esto contribuían todos para que se comprasen esclavos o por devoción daban sus hijitos, los cuales eran muy regalados hasta el día y fiesta de sus personas, y muy guardados (para) que no se huyesen o ensuciasen de algún pecado carnal, y mientras les llevaban de pueblo en pueblo con bailes, los sacerdotes ayunaban con los chilanes y oficiales. Y llegado el día juntábanse en el patio del templo y si había (el esclavo) de ser sacrificado a saetazos, desnudábanle en cueros y untábanle el cuerpo de azul (poniéndole) una coroza en la cabeza, y después de echado el demonio, hacía la gente un solemne baile con él, todos con flechas y arcos alrededor del palo, y bailando subíanle en él y atábanle siempre bailando y mirándole todos. Subía el sucio del sacerdote vestido y con una flecha le hería en la parte verenda, fuese mujer u hombre, y sacaba sangre y bajábase y untaba con ella los rostros del demonio, y haciendo cierta señal a los bailadores, ellos, como bailando, pasaban de prisa y por orden le comenzaban a flechar el corazón el cual tenía señalado con una señal blanca; y de esta manera poníanle al punto los pechos como un erizo de flechas. Si le habían de sacar el corazón, le traían al patio con gran aparato y compañía de gente y embadurnado de azul y su coroza puesta, le llevaban a la grada redonda que era el sacrificadero y después de que el sacerdote y sus oficiales untaban aquella piedra con color azul y echaban al demonio purificando el templo, tomaban los chaces al pobre que sacrificaban y con gran presteza le ponían de espaldas en aquella piedra y asíanle de las piernas y brazos todos cuatro que le partían por enmedio. En esto llegaba el sayón nacón con un navajón de piedra y dábale con mucha destreza y crueldad una cuchillada entre las costillas, del lado izquierdo, debajo de la tetilla, y acudíale allí luego con la mano y echaba la mano al corazón como rabioso tigre arrancándoselo vivo, y puesto en un plato lo daba al sacerdote el cual iba muy de prisa y untaba a los ídolos los rostros con aquella sangre fresca. Algunas veces hacían este sacrificio en la piedra y grada alta del templo y entonces echaban el cuerpo ya muerto a rodar gradas abajo y tomábanle abajo los oficiales y desollábanle todo el cuero entero, salvo los pies y las manos, y desnudo el sacerdote, en cueros vivos, se forraba con aquella piel y bailaban con él los demás, y esto era cosa de mucha solemnidad para ellos. A estos sacrificados comúnmente solían enterrar en el patio del templo, o si no, comíanselos repartiendo entre los señores y los que alcanzaban; y las manos y los pies y cabeza eran del sacerdote y oficiales; y a estos sacrificados tenían por santos. Si eran esclavos cautivados en guerra, su señor tomaba los huesos para sacarlos como divisa en los bailes, en señal de victoria. Algunas veces echaban personas vivas en el pozo de Chichenizá creyendo que salían al tercer día aunque nunca más parecían. Que tienen armas ofensivas y defensivas. Las ofensivas eran arcos y flechas que llevaban en sus carcajes con pedernales por casquillos y dientes de pescados, muy agudos, las cuales tiran con gran destreza y fuerza. Los arcos son de un hermoso palo leonado y fuerte a maravilla, más derechos que curvos, y las cuerdas La largura del arco es siempre algo menor que la de quien lo trae. Las flechas son de (unas) cañas muy delgadas que se crían en las lagunas y largas de más de cinco palmos; átanle a la caña un pedazo de palo delgado, muy fuerte, en que va insertado el pedernal. No usaban, ni lo saben poner ponzoña, aunque tienen harto de qué. Tenían hachuelas de cierto metal y de esta hechura, las cuales encajaban en un mástil de palo y les servían de armas y para labrar la madera. Dábanles filo con una piedra, a porrazos, pues el metal es blando. Tenían lanzuelas cortas de un estado con los hierros de fuerte pedernal, y no tenían más armas que éstas. Tenían para su defensa rodelas que hacían de cañas hendidas y muy tejidas, redondas y guarnecidas de cueros de venados. Hacían sacos de algodón acolchados y de sal por moler, acolchada en dos tandas o colchaduras, y éstos eran fortísimos. Algunos señores y capitanes tenían como morriones de palo, pero eran pocos, y con estas armas y plumajes y pellejos de tigres y leones puestos, iban a la guerra los que los tenían. Tenían siempre dos capitanes: uno perpetuo (cuyo cargo) se heredaba, y otro elegido por tres años con muchas ceremonias para hacer la fiesta que celebraban en su mes de Pax, que cae el doce de mayo, o por capitán de la otra banda para la guerra. A éste llamaban Nacón; no había, en estos tres años, conocer mujer ni aun la suya, ni comer carne; teníanle en mucha reverencia y dábanle a comer pescados e iguanas que son como lagartos; no se emborrachaba en este tiempo y tenía en su casa las vasijas y cosas de su servicio, apartadas, y no le servia mujer y no trataba mucho con el pueblo. Pasados los tres años, (volvía a vivir) como antes. Estos dos capitanes trataban la guerra y ponían sus cosas en orden y para esto había en cada pueblo gente escogida como soldados que, cuando era menester, acudían con sus armas. A éstos llamaban holcanes, y no bastando éstos, recogían más gente y concertaban y repartían entre sí, y guiados con una bandera alta salían con mucho silencio del pueblo y así iban a arremeter a sus enemigos con grandes gritos y crueldades donde topaban descuidos. En los caminos y pasos, los enemigos les ponían defensas de flechaderos de varazón y madera y comúnmente hechos de piedra. Después de la victoria quitaban a los muertos la quijada y limpia de la carne, poníansela en el brazo. Para su guerra hacían grandes ofrendas de los despojos y si cautivaban algún hombre señalado, le sacrificaban luego porque no querían dejar quien les dañase después. La demás gente era cautiva en poder del que la prendía. Que a esos holcanes si no era en tiempo de guerra, no daban soldada, y cuando había guerra los capitanes les daban cierta moneda, y poca, porque era de la suya, y si no bastaba, el pueblo ayudaba a ello. El pueblo dábales también la comida, y ésa la aderezaban las mujeres para ellos; la llevaban a cuestas por carecer de bestias y así les duraban poco las guerras. Acabada la guerra, los soldados hacían muchas vejaciones en sus pueblos (mientras) duraba el olor de la guerra y sobre ello hacíanse servir y regalar; y si alguno había matado algún capitán o señor, era muy honrado y festejado. Que a esta gente les quedó de Mayapán (la) costumbre de castigar a los adúlteros de esta manera: hecha la pesquisa y convencido alguno del adulterio, se juntaban los principales en casa del señor, y traído el adúltero atábanle a un palo y le entregaban al marido de la mujer delincuente; si él le perdonaba, era libre; si no, le mataba con una piedra grande (que) dejábale (caer) en la cabeza desde una parte alta; a la mujer por satisfacción bastaba la infamia que era grande, y comúnmente por esto las dejaban. La pena del homicida aunque fuese casual, era morir por insidias de los parientes, o si no, pagar el muerto. El hurto pagaban y castigaban, aunque fuese pequeño, con hacer esclavos, y por eso hacían tantos esclavos, principalmente en tiempo de hambre, y por eso fue que nosotros los frailes tanto trabajamos en el bautismo: para que les diesen libertad. Y si eran señores o gente principal, juntábase el pueblo y prendido (el delincuente) le labraban el rostro desde la barba hasta la frente, por los dos lados, en castigo que tenían por grande infamia. Que los mozos reverenciaban mucho a los viejos y tomaban sus consejos y así se jactaban de (ser) viejos y decían a los mozos que pues habían más visto que ellos, les habían de creer, lo cual si hacían los demás les daban más crédito. Eran tan extremados en esto, que los mozos no trataban con viejos sino en cosas inevitables y los mozos por casar con los casados, sino muy poco. Por eso usaban tener en cada pueblo una casa grande y encalada, abierta por todas partes, en la cual se juntaban los mozos para sus pasatiempos. Jugaban a la pelota y a un juego con unas habas como a los dados, y a otros muchos. Dormían aquí todos juntos casi siempre, hasta que se casaban. Y dado que he oído que en otras partes de las Indias usaban en tales casas del nefando pecado, en esta tierra no he entendido que hiciesen tal, ni creo lo hacían porque los llagados de esta pestilencial miseria dicen que no son amigos de mujeres como eran éstos, que a esos lugares llevaban a las malas mujeres públicas y en ellos usaban de ellas, y las pobres que entre esta gente acertaban a tener este oficio, no obstante que recibían de ellos galardón, eran tantos los mozos que a ellas acudían, que las traían acosadas y muertas. Embadurnábanse de color negro, hasta que se casaban y no se solían labrar hasta casados, sino poco. En las demás cosas acompañaban siempre a sus padres y así salían tan buenos idólatras como ellos y servíanles mucho en los trabajos. Que las indias criaban a sus hijitos en toda la aspereza y desnudez del mundo, porque a los cuatro o cinco días de nacida la criaturita poníanla tendidita en un lecho pequeño, hecho de varillas, y allí, boca abajo, le ponían entre dos tablillas la cabeza: la una en el colodrillo y la otra en la frente entre las cuales se la apretaban tan reciamente y la tenían allí padeciendo hasta que acabados algunos días les quedaba la cabeza llana y enmoldada como la usaban todos ellos. Era tanta la molestia y el peligro de los pobres niños, que algunos peligraban, y el autor vio agujerársele a uno la cabeza por detrás de las orejas, y así debían hacer muchos. Criábanlos en cueros, salvo que de 4 a 5 años les daban una mantilla para dormir y unos listoncillos para honestarse como sus padres, y a las muchachas las comenzaban a cubrir de la cintura para abajo. Mamaban mucho porque nunca dejaban, en pudiendo, de darles leche aunque fuesen de tres o cuatro años, de donde venía haber entre ellos tanta gente de buenas fuerzas. Criábanse los dos primeros años a maravilla lindos y gordos. Después, con el continuo bañarlos las madres y los soles, se hacían morenos; pero eran todo el tiempo de la niñez bonicos y traviesos, que nunca paraban de andar con arcos y flechas y jugando unos con otros y así se criaban hasta que comenzaban a seguir el modo de vivir de los mancebos y tenerse en su manera en más, y dejar las cosas de niños. Que las indias de Yucatán son en general de mejor disposición que las españolas y más grandes y bien hechas, que no son de tantos riñones como las negras. Précianse de hermosas las que lo son y a una mano no son feas; no son blancas sino de color moreno causado más por el sol y del continuo bañarse, que de su natural. No se adoban los rostros como nuestra nación, que eso lo tienen por liviandad. Tenían por costumbre aserrarse los dientes dejándolos como dientes de sierra y esto tenían por galantería y hacían este oficio unas viejas limándolos con ciertas piedras y agua. Horadábanse las narices por la ternilla que divide las ventanas por enmedio, para ponerse en el agujero una piedra de ámbar y teníanlo por gala. Horadábanse las orejas para ponerse zarcillos al modo de sus maridos; labrábanse el cuerpo de la cintura para arriba --salvo los pechos por el criar--, de labores más delicadas y hermosas que los hombres. Bañábanse muy a menudo con agua fría, como los hombres, y no lo hacían con sobrada honestidad porque acaecía desnudarse en cueros en el pozo donde iban por agua para ello. Acostumbraban, además, bañarse con agua caliente y fuego y de éste poco, y más por causa de salud que por limpieza. Acostumbraban untarse, como sus maridos, con cierto ungüento colorado, y las que tenían posibilidad, echábanse cierta confección de una goma olorosa y muy pegajosa que creo que es liquidámbar que en su lengua llaman iztah-te y con esta confección untaban cierto ladrillo como de jabón que tenían labrado de galanas labores, y con aquel se untaban los pechos y brazos y espaldas y quedaban galanas y olorosas según les parecía; y durábales mucho sin quitarse según era bueno el ungüento. Traían cabellos muy largos y hacían y hacen de ellos muy galán tocado partido en dos partes y trenzábanselos para otro modo de tocado. A las mozas por casar, suelen las madres curiosas curárselos con tanto cuidado que he visto muchas indias de tan curiosos cabellos como curiosas españolas. A las muchachas hasta que son grandecitas se los trenzan en cuatro cuernos y en dos, que les parecen muy bien. Las indias de la costa y de las provincias de Bacalar y Campeche son muy honestas en su traje, porque allende de la cobertura que traían de la mitad para abajo, se cubrían los pechos atándoselos por debajo de los sobacos con una manta doblada; todas las demás no traían de vestidura más que un como saco largo y ancho, abierto por ambas partes y metidas en él hasta los cuadriles donde se los apretaban con el mismo anchor y no tenían más vestidura salvo que la manta con que siempre duermen que, cuando iban en camino, usaban llevar cubierta, doblada o enrollada, y así andaban. Preciábanse de buenas y tenían razón porque antes que conociesen nuestra nación, según los viejos ahora lloran, lo eran a maravilla y de esto traeré ejemplos: el capitán Alonso López de Ávila, cuñado del adelantado Montejo, prendió una moza india y bien dispuesta y gentil mujer, andando en la guerra de Bacalar. Ésta prometió a su marido, temiendo que en la guerra no le matasen, no conocer otro hombre sino él, y así no bastó persuasión con ella para que no se quitase la vida por no quedar en peligro de ser ensuciada por otro varón, por lo cual la hicieron aperrear. A mi se me quejó una india por bautizar, de un indio bautizado, el cual andando enamorado de ella, que era hermosa, aguardó se ausentase su marido y se le fue una noche a su casa y después de manifestarle con muchos requiebros su intento y no bastarle, probó a dar dádivas que para ello llevaba, y como no aprovechasen, intentó forzarla; y con ser un gigantón y trabajar por ello toda la noche, no sacó de ella más que darle enojo tan grande que se me vino a quejar a mi de la maldad del indio, y era así lo que decía. Acostumbraban volver las espaldas a los hombres cuando los topaban en alguna parte, y hacerles lugar para que pasasen, y lo mismo cuando les daban de beber, hasta que acababan de beber. Enseñan lo que saben a sus hijas y críanlas bien a su modo, que las riñen y las adoctrinan y hacen trabajar, y si hacen culpas las castigan dándoles pellizcos en las orejas y en los brazos. Si las ven alzar los ojos, las riñen mucho y se los untan con su pimienta, que es grave dolor; y si no son honestas, las aporrean y untan con la pimienta en otra parte, por castigo y afrenta. Dicen a las mozas indisciplinadas, por mucho baldón y grave reprensión, que parecen mujeres criadas sin madre. Son celosas, y algunas tanto, que ponían las manos en quien tienen celos, y tan coléricas y enojadas aunque harto mansas, que algunas solían dar vuelta de pelo a los maridos con hacerlo ellos pocas veces. Son grandes trabajadoras y vividoras porque de ellas cuelgan los mayores y más trabajos de la sustentación de sus casas y educación de sus hijos y paga de sus tributos, y con todo eso, si es menester, llevan algunas veces carga mayor labrando y sembrando sus mantenimientos. Son a maravilla granjeras, velando de noche el rato que de servir sus casas les queda, yendo a los mercados a comprar y vender sus cosillas. Crían aves de las suyas y las de Castilla para vender y para comer. Crían pájaros para su recreación y para las plumas, con las que hacen ropas galanas; y crían otros animales domésticos, de los cuales dan el pecho a los corzos, con lo que los crían tan mansos que no saben írseles al monte jamás, aunque los lleven y traigan por los montes y críen en ellos. Tienen costumbre de ayudarse unas a otras al hilar las telas, y páganse estos trabajos como sus maridos los de sus heredades y en ellos tienen siempre sus chistes de mofar y contar nuevas, y a ratos un poco de murmuración. Tienen por gran fealdad mirar a los hombres y reírseles, y por tanto, que sólo esto bastaba para hacer cualquier fealdad, y sin más entremeses las hacían ruines. Bailaban por sí sus bailes y algunos con los hombres, en especial uno que llamaban Naual no muy honesto. Son muy fecundas y tempranas en parir y grandes criadoras, por dos razones: la una, porque la bebida de las mañanas que beben caliente, cría mucha leche, y el continuo moler maíz y no traer los pechos apretados les hace tenerlos muy grandes, de donde les viene tener mucha leche. Emborrachábanse también ellas en los convites, aunque por sí, ya que comían solas, y no se emborrachaban tanto como los hombres. Son gente que desea muchos hijos; la que carece de ellos los pedía a sus ídolos con dones y oraciones, y ahora los piden a Dios. Son avisadas y corteses y conversables con quien se entienden, y a maravilla bien partidas. Tienen pocos secretos y son tan limpias en sus personas y en sus casas, por cuanto se lavan como los armiños. Eran muy devotas y santeras, y así tenían muchas devociones con sus ídolos, quemándoles de sus inciensos, ofreciéndoles dones de ropa de algodón, comidas, bebidas, y teniendo ellas por oficio hacer las ofrendas de comidas y bebidas que en las fiestas de los indios ofrecían; pero con todo eso no tenían por costumbre derramar su sangre a los demonios, ni lo hacían jamás. Ni tampoco las dejaban llegar a los templos a los sacrificios, salvo en cierta fiesta a la que admitían a ciertas viejas para la celebración. Para sus partos acudían a las hechiceras, las cuales les hacían creer sus mentiras y les ponían debajo de la cama un ídolo de un demonio llamado Ixchel, que decían era la diosa de hacer las criaturas. Nacidos los niños los bañan luego y cuando ya los habían quitado del tormento de allanarles las frentes y cabezas, iban con ellos a los sacerdotes para que les viese el hado y dijese el oficio que había de tener y pusiese el nombre que había de llevar el tiempo de su niñez, porque acostumbraban llamar a los niños por nombres diferentes hasta que se bautizaban o eran grandecillos; y después que dejaban aquéllos, comenzaban a llamarlos (por) el de los padres hasta que los casaban, que (entonces) se llamaban (por) el del padre y la madre. Que esta gente tenía mucho, excesivo temor a la muerte y lo mostraban en que todos los servicios que a sus dioses hacían no eran por otro fin ni para otra cosa sino para que les diesen salud y vida y mantenimientos. Pero, ya que venían a morir, era cosa de ver las lástimas y llantos que por sus difuntos hacían y la tristeza grande que les causaban. Llorábanlos de día en silencio y de noche a altos y muy dolorosos gritos que era lástima oírlos. Andaban a maravilla tristes muchos días. Hacían abstinencias y ayunos por el difunto, especialmente el marido o la mujer, y decían (del difunto) que se lo había llevado el diablo, porque de él pensaban que les venían todos los males, en especial la muerte. Muertos, los amortajaban, llenándoles la boca de maíz molido, que es su comida y bebida que llaman koyem, y con ello algunas piedras de las que tienen por moneda, para que en la otra vida no les faltase de comer. Enterrábanlos dentro de sus casas o a las espaldas de ellas, echándoles en la sepultura algunos de sus ídolos; y si era sacerdote, algunos de sus libros; y si hechicero, sus piedras de hechizos y pertrechos. Comúnmente desamparaban la casa y la dejaban yerma después de enterrados, menos cuando habla en ella mucha gente con cuya compañía perdían algo del miedo que les quedaba de la muerte. A los señores y gente de mucha valía quemaban los cuerpos y ponían las cenizas en vasijas grandes, y edificaban templos sobre ellas, como muestran haber hecho antiguamente los que se hallaron en Izamal. Ahora, en este tiempo, se halló que echaban las cenizas en estatuas huecas, hechas de barro, cuando (los muertos) eran muy señores. La demás gente principal hacía a sus padres estatuas de madera a las cuales dejaban hueco el colodrillo, y quemaban alguna parte de su cuerpo y echaban allí las cenizas y tapábanlo; y después desollaban al difunto el cuero del colodrillo y pegábanselo allí, enterrando los residuos como tenían de costumbre; guardaban estas estatuas con mucha reverencia entre sus ídolos. A los antiguos señores Cocom, habían cortado las cabezas cuando murieron, y cocidas las limpiaron de la carne y después aserraron la mitad de la coronilla para atrás, dejando lo de adelante con las quijadas y dientes. A estas medias calaveras suplieron lo que de carne les faltaba con cierto betún y les dieron la perfección muy al propio de cuyas eran, y las tenían con las estatuas de las cenizas, todo lo cual tenían en los oratorios de las casas, con sus ídolos, en muy gran reverencia y acatamiento, y todos los días de sus fiestas y regocijos les hacían ofrendas de sus comidas para que no les faltase en la otra vida donde pensaban (que) sus almas descansaban y les aprovechaban sus dones. Que esta gente ha creído siempre en la inmortalidad del alma más que otras muchas naciones aunque no haya sido de tanta policía, porque creían que después de la muerte había otra vida más excelente de la cual gozaba el alma en apartándose del cuerpo. Esta vida futura, decían que se dividía en buena y mala vida, en penosa y llena de descanso. La mala y penosa, decían, era para los viciosos, y la buena y deleitosa para los que hubiesen vivido bien en su manera de vivir; los descansos que decían habrían de alcanzar si eran buenos, eran ir a un lugar muy deleitable donde ninguna cosa les diese pena y donde hubiese abundancia de comidas y bebidas de mucha dulzura, y un árbol que allá llaman yaxché muy fresco y de gran sombra, que es (una) ceiba, debajo de cuyas ramas y sombra descansarían y holgarían todos siempre. Las penas de la mala vida que decían habrían de tener los malos, eran ir a un lugar más bajo que el otro que llaman mitnal, que quiere decir infierno, y en él ser atormentados por los demonios, y de grandes necesidades de hambre y frío y cansancio y tristeza. También había en este lugar un demonio, príncipe de todos los demonios, al cual obedecían todos y llámanle en su lengua Hunhau; y decían (que) estas mala y buena vida no tenían fin, por no tenerlo el alma. Decían también, y lo tenían por muy cierto, (que) iban a esta su gloria los que se ahorcaban; y así había muchos que con pequeñas ocasiones de tristeza, trabajos o enfermedades, se ahorcaban para salir de ellas e ir a descansar a su gloria donde, decían, los venía a llevar la diosa de la horca que llamaban Ixtab. No tenían memoria de la resurrección de los cuerpos y no daban razón de quién hubieron noticia de esta su gloria e infierno.
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Capítulo V Que trata de cómo el general Pedro de Valdivia, después de haber estado en Tarapacá algunos días, se partió al valle de Atacama Allegado al valle de Tarapacá, el general Pedro de Valdivia aguardó allí a su capitán Alonso de Monrroy, que vino de las Charcas con setenta hombres, los cincuenta de a caballo y veinte de a pie. Convínole esperar allí algunos días para que los caballos se reformasen y la gente se aderezase e se proveyese de bastimento. Supo como venía el capitán Francisco de Aguirre con cierta gente. Envióle avisar que él se iba por la falda de la sierra a esperarle en el valle de Atacama. Tenida esta nueva, salió el general de este valle de Tarapacá para el valle de Atacama. En un pueblo que se dice Los Capiruzones se juntó Francisco de Villagran con el general, el cual venía de Tarija a causa de haberse deshecho la entrada que llevaba Pedro de Candía. Y como Francisco de Villagran iba por su general, viendo el negocio deshecho, ayuntó sus amigos e vino a juntarse con el general, como he dicho, que no fue mal socorro para la jornada. Así caminó el general con toda esta gente con esta orden de veinte en veinte, por amor de la falta de agua y hierba que en estos caminos hay, porque en el compás que hay de fuera de los valles no hay sino unos jagüeyes, que son como unos pozuelos o charcos. Y en estos pozuelos de agua no hay tanta que treinta hombres no la agoten, e después torna poco a poco a henchirse. Son algunos de éstos salobres, y otros que no huele muy bien el agua a causa de estar en aquellos arenales. Acostúmbrase llevar el agua en estos despoblados en calabazos, donde los hay. Y en estos valles acostumbran los naturales llevar el agua en estas vasijas, en unos odres de cuero hechos en esta forma: que de que matan algún carnero, le desuellan las piernas de la rodilla arriba hasta la ingle, y átanle, y otros le cosen y pélanle no muy bien, y el pelo adentro hínchanle de agua, y por quitar el mal sabor del agua, échanle harina de maíz tostado. Cabe en un odrecillo de éstos un azumbre o dos de agua, y aquella agua beben y no la tienen en poco. Muchas veces vi las barbas del que bebía aquesta agua con mucha cantidad de harina. No digo lo que bebían porque no se veía que era en cantidad. Pues el olor del zaque que dije, que no le hacen otro adobo más de desollarlo y mal pelarlo, y así fresco le echan el agua y la harina. Pero también diré de otros odres o zaques que se usan, que son hechos de los vientres de los lobos marinos muy lavados de lo acostumbrado, pero no limpios del olor del lobo extrañamente perverso, porque huele a carne y a pescado manido. Pues el que lleva un zaque lleno de éstos y en la siesta y gran calor, que es más recio que el de España, tiene libertad para que pueda beber cuando quiere en aquellos arenales, no le parece que tiene poco, ni recibe poco consuelo en haber bebido, porque queda tan contento como si bebiera en Guadalquivir, y con aquel ímpetu caminan. Allegados al jagüey o pozuelo, apéase el buen descubridor y peregrino conquistador, quita la frazada que lleva en la silla de su caballo y tiéndela en el suelo, echa en ella un poco de maíz tostado que lleva en una guayaca o talega, y algunas veces lo llevan crudo, y hace que coma allí el caballo. Echase él de lado y come de lo mesmo, porque no hay otra cosa, de suerte que comen el caballo y el caballero en una mesa, y beben con una taza, porque cuando tiene sed el caballero y le parece que por no tocar en el zaque que lleva avinado con la harina de maíz, quítase la celada o morrión de la cabeza y entra en el pozo, que es hondo, saca agua y bebe, y da a beber a su caballo, y va contanto, y hecho esto caminan. Los que en semejantes jornadas van a pie, cuando llegan al jagüey, despacio se paran a limpiarle, y como andan cavando los puzuelos o jagüeyes, hallan el agua peor que pensaban. Y de esta suerte y con más trabajo se pasan estos despoblados. Pues ¿qué diré de la comida? porque luego que acaba de llegar el campo, manda el general apercibir dos caudillos con cada veinte hombres y yanaconas, que vayan a buscar maíz, que lo tienen enterrado por los arenales los naturales, porque no se lo gasten los cristianos, que tienen noticia que vienen. La orden que tienen en buscallos es ésta: despiden la vaina del espada, y con la espada desnuda andan atentando por los campos y quebradas, como quien busca turmas de tierra. Son tan diestros muchos de ellos en buscar y otros que su ventura lo lleva donde hay maíz, y de él cargan y vienen muy contentos y aborrecidos todos los trabajos.
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CAPÍTULO V Salen los españoles de Chisca y hacen barcas para pasar el Río Grande y llegan a Casquin Habiendo salido el ejército de Chisca, anduvo cuatro jornadas pequeñas de a tres leguas, que la indisposición de los heridos y enfermos no consentía que fuesen más largas. Y todos los cuatro días caminaron el río arriba. Al fin de ellos, llegaron a un paso por donde se podía pasar el Río Grande, no que se vadease, sino que tenía paso abierto para llegar a él, porque en todo lo de atrás de su ribera había monte grandísimo y muy cerrado y tenía las barrancas de una parte y otra muy altas y cortadas, que no podían subir ni bajar por ellas. En este paso fue necesario que el gobernador, y su ejército, parase veinte días porque para pasar el río era menester se hiciesen barcas, o piraguas como las que se hicieron en Chicaza, porque, luego que los nuestros llegaron al paso del río, se mostraron de la otra parte más de seis mil indios de guerra, bien apercibidos de armas, y gran número de canoas para defenderles el paso. Otro día, después que el gobernador llegó a este alojamiento, vinieron cuatro indios principales con embajadas del señor de aquella misma provincia donde los españoles estaban, cuyo nombre, por haberse ido de la memoria, no se pone aquí. Puestos ante el general, sin haber hablado palabra ni hecho otro semblante alguno, volvieron los rostros al oriente e hicieron una adoración al Sol con grandísima reverencia, luego, volviéndose al poniente, hicieron otra no tan grande a la Luna, y luego, enderezándose hacia el gobernador, le hicieron otra menor, de manera que todos los circunstantes notaron las tres maneras de veneración que habían hecho por sus grados. Luego dieron su embajada, diciendo que el curaca señor, y todos sus caballeros y la demás gente común de su tierra les enviaban a que, en nombre de todos ellos, le diesen la bienvenida y le ofreciesen su amistad y concordia y el servicio que su señoría gustase recibir de ellos. El adelantado les dijo muy buenas palabras y los envió muy contentos de su afabilidad. Todo el tiempo que los españoles estuvieron en aquel alojamiento, que fueron veinte días, o más, sirvieron estos indios al ejército con mucha paz y amistad, empero el curaca principal nunca vino a ver al gobernador, antes se anduvo excusando con achaques de falta de salud. De donde se entendió que hubiese enviado la embajada y hecho el de más servicio por temor de que no le talasen los campos, que estaban fértiles y cerca de sazonar los frutos, y porque no les quemasen los pueblos más que no por amor que tuviese a los castellanos ni deseo de servirles. Con la mucha diligencia y trabajo que en hacer las barcas los españoles pusieron (que todos trabajaban en ellas sin diferencia alguna de capitanes a soldados, antes era tenido por capitán el que más trabajo ponía en ellas), echaron al cabo de quince días dos barcas al río, acabadas de todo punto, y de noche y de día las guardaban con mucho cuidado porque los enemigos no se las quemasen. Los cuales en todo el tiempo que los españoles se ocupaban en su trabajo no cesaron de molestarlos en las canoas, que las tenían muchas y muy buenas, que, hechos sus escuadrones, unas veces bajando el río abajo, otras subiendo el río arriba, al emparejar les echaban muchas flechas, y los españoles se defendían y los apartaban de sí con los arcabuces y ballestas con que les hacían mucho daño, porque de sus reparos tiraban a no perder tiro y hacían hoyos en las orillas del río, donde se escondían porque los indios llegasen cerca. Al fin de los veinte días que los castellanos entendían en hacer las barcas, tenían cuatro en el agua, en las cuales cabían ciento y cincuenta infantes y treinta caballos y, para que los indios las viesen bien y entendiesen que no les podían ofender, las llevaron a vela y remo el río arriba y abajo. Los infieles, reconociendo que no podían defender el paso, acordaron alzar su real e irse a sus pueblos. Los españoles sin contradicción alguna pasaron el río en sus piraguas y en algunas canoas que con su buena industria habían ganado a los enemigos. Y, deshechas las barcas por guardar la clavazón, que era muy necesaria, pasaron adelante en su viaje y, habiendo caminado cuatro jornadas por tierras despobladas, al quinto día asomaron por unos cerros altos y descubrieron un pueblo de cuatrocientas casas asentado a la ribera de un río mayor que Guadalquivir por Córdoba. En toda la ribera de aquel río, y su comarca, había muchas sementeras de maíz, o zara, y gran cantidad de árboles frutales que mostraban ser la tierra muy fértil. Los indios del pueblo, que ya tenían noticias de la ida de los castellanos, salieron en comunidad, sin personaje señalado, a recibir al gobernador, y le ofrecieron sus personas, casas y tierras, y le dijeron que de todo le hacían señor. Dende a poco vinieron de parte del curaca dos indios principales acompañados de otros muchos, y de nuevo, en nombre del señor y de todo su estado, ofrecieron al general (como lo habían hecho los primeros) su vasallaje y servicio. Y el gobernador les recibió con mucha afabilidad y les dijo muy buenas palabras, con que se volvieron muy contentos. Este pueblo, y toda su provincia, y el curaca señor de ella, habían un mismo nombre y se llamaban Casquin. Por la mucha comida que tenía para la gente, y por regalar los enfermos y también los caballos, descansaron los españoles seis días, los cuales pasados, fueron en otros dos al pueblo donde el cacique Casquin residía, que estaba en la misma ribera, siete leguas el río arriba, toda tierra muy fértil y poblada, aunque los pueblos eran pequeños, de a quince, veinte, treinta y cuarenta casas. El cacique, acompañado de mucha gente noble salió a recibir al gobernador y le ofreció su amistad y servicio y su propia casa en que se alojase, la cual estaba en un cerro alto hecho a mano en un lado del pueblo, donde había doce o trece casas grandes en que el curaca tenía toda su familia de mujeres y criados, que eran muchos. El gobernador dijo que aceptaba su amistad, mas no su casa, por no desacomodarle, y holgó de aposentarse en una huerta que el mismo cacique señaló cuando vio que no quería sus casas, donde los indios, sin una buena casa que en ella había, hicieron con mucha presteza grandes y frescas ramadas que eran así menester por ser ya mayo y hacer calor. El ejército se alojó parte en el pueblo y parte en las huertas, donde todos estuvieron muy a placer.
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Que trata de la venida de los aculhuas, tepanecas y otomíes, y de cómo Xólotl los recibió y les dio señoríos y tierras en que poblasen, casando a las dos cabezas con sus dos hijas, y de los hijos que tuvieron; y asimismo del casamiento del príncipe Nopaltzin y de los hijos que tuvo Hacía cuarenta y siete años cumplidos que Xólotl estaba en esta tierra de Anáhuac poblándola, y cincuenta y dos años de la última destrucción de los toltecas, que ya era el año de 1011 de la encarnación de Cristo nuestro señor, cuando llegaron la nación de los aculhuas, los cuales salieron de las últimas tierras de la provincia de Michuacan, que eran de la misma nación de los chichimecas michchuaque, aunque venían divididos en tres parcialidades, que cada una de ellas tenían diferente lenguaje, trayendo cada una de ellas su caudillo y señor. Los que se llamaban tepanecas traían por caudillo y señor a Acolhua, que era el más principal de los tres; el segundo se decía Chiconquauh, caudillo y señor de los otomíes, que era de las tres la más remota y de lenguaje muy extraño y diferente; y según sus historias parece vinieron de la otra parte de aquel mar mediterráneo que llaman Bermejo, que es hacia donde caen las Californias. El tercero se llamaba Tzontecómatl, caudillo y señor de los verdaderos aculhuas: los cuales se fueron a la presencia de Xólotl para que los admitiese en su señorío y diese tierras en que poblasen, el cual teniendo muy entera relación de ser estos caudillos de muy alto linaje se holgó infinito; y no tan solamente los admitió, sino que también les dio tierras en que poblasen los vasallos que traían, y los dos de ellos los casó con sus dos hijas, dándoles con ellas pueblos y señoríos; casando a la infanta Cuetlaxxochitzin con Aculhua y le dio con ella la ciudad de Azcaputzalco por cabeza de su señorío; y a la otra infanta Tzihuacxóchitl la casó con Chiconquauhtli, y le dio a Xaltocan por cabeza de su señorío, que lo fue muchos años de la nación otomíe. A Tzontecómatl caudillo de los aculhuas, le dio a Cohuatlichan por cabeza de su señorío, y les casó con Quatetzin, hija de Chalchiutlatónac señor de la nación tulteca y uno de los primeros señores de la provincia de Chalco. Acolhua primer señor de Azcaputzalco y de los tepanecas, tuvo en la infanta Cuetlaxxochitzin tres hijos varones, que el primero se llamó Tezocómoc, el cual después de sus días le heredó en el señorío; el segundo se llamó Hepcoatzin, que después vino a ser primer señor de los tlatelulcos; y el menor Acamapichtli, de los tenochcas que es la nación mexicana, que después vinieron a poblar, y fueron los últimos. Chiconquauh, señor de Xaltocan y de la nación otomíe, tuvo en la infanta Tzihuacxochitzin otros tres hijos. La primera se llamó Tzipacxochitzin, que casó con Chalchiuhtotemotzin, primer señor de Chalco Atenco; el segundo Macuilcoatlochopantecuhtli, que vinieron a ser primeros señores y pobladores de la provincia de Metztitlan Tzontecomatltecuhtli tuvo solo un hijo que se llamó Tlacotzin que casó con una hija de Cozcaquauh, uno de los primeros señores y pobladores de la provincia de Chalco. El príncipe Nopaltzin que también casi a estos tiempos se casó con Azcaxochitzin, hija legítima del príncipe Póchotl, y nieta de Topiltzin último rey de los tultecas (con esta unión y matrimonio quedaron en perpetua paz y conformidad, y comenzaron a emparentar los unos con los otros); tuvo en esta señora tres hijos: el primero fue el príncipe Tlotzinpóchotl; el segundo Huixaquentochintecuhtli; el tercero y último Coxanatzin Aténcatl. También tuvo antes de estos un hijo natural, que se llamó Tenancacaltzin.
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De la casa Calmécac Pero los próceres de la Ciudad y los señores acostumbraban dedicar sus hijos al Colegio Calmécac para que instruidos allí mismo, ministrasen a los dioses; ese género de vida era en verdad más modesto, santo y severo. Invitaban a los ministros de los ídolos y los llamaban al convite, y también a los ancianos a cuyo cuidado estaba ese barrio. Durante la comida, los padres les hablaban abriéndoles su alma y diciendo que habían decidido consagrar a su hijo al ministerio de los dioses y que desde hacía largo tiempo lo habían destinado a tales maestros para que fuera instruido. Los sacerdotes alababan la determinación y prometían poner todo su empeño en aquel negocio. Añadían que el niño no les era encomendado a ellos sino a Dios, ni estaba en poder de ellos que saliese honrado, sino de Dios Óptimo Máximo, pero que ellos sin embargo se afanarían porque lo adornase todo género de virtudes. Después, los padres llamaban a su hijo y ofrecían múltiples dones a la imagen de Quetzalcohatl. Teñían el cuerpo del niño con tinta y le ponían al cuello unos glóbulos llamados "precarios", y, como para confirmar y cimentar su religión, ofrecían a los dioses como don, sangre sacada de las orejas pinchadas. Si todavía era de tierna edad, dejaba los glóbulos en el templo y volvía a casa de sus padres hasta que fuera un poco mayor; pero si ya era más grande se quedaba con los sacerdotes para ministrar y aprender. Era de costumbre para todos los colegiales dormir de noche en el Colegio Calmécac; ejercitarse en las cosas necesarias a la casa; dormir separados; mantenerse como internos con las rentas pertenecientes al Colegio; levantarse a la media noche para orar ante los dioses, y a los que hacían esto con negligencia, les punzaban los cuerpos con espinas de maguey hasta la efusión de sangre. Eran humildes, inofensivos y observantísimos de su instituto. Al ebrio y al adúltero los castigaban con pena de muerte o estrangulándolos con un lazo o quemando al que aún respiraba. Por muy leve culpa les traspasaban las orejas, a los malos con las sobredichas espinas, lo cual era tenido en animadversión general por los muchachos. O de otra manera, los azotaban con ortigas, de las cuales hay entre los indios muchísimos géneros, muy grandes y con muchas espinas. Usaban bañarse ya muy entrada la noche en una fuente de la ciudad, rociándose con sus aguas. En días determinados se abstenían de comida hasta el mediodía y en la fiesta de Atamalcualli, llamada así porque se abstenían de viandas aun de ínfima calidad y no consumían nada más que pan y agua fría. Había algunos que no tomaban nada sino hasta muy entrada la noche y otros que sólo cenaban al mediodía y en la noche ni siquiera bebían agua helada, porque estimaban que bebiéndola violaban el ayuno. Eran reseñados allí a decir la verdad y a hablar con elocuencia; a saludar a los que se encontraban; a reverenciar a los mayores y a los viejos, y cuando hacían estas cosas de mala gana o no practicaban la enseñanza con los hechos, eran pinchados con aguijones; se les instruía además en los cánticos que llaman divinos, que conservaban escritos en papel con letras jeroglíficas (que también les enseñaban a dibujar). Aprendían asimismo la cuenta de tiempo; el arte de augurar y aquella parte de la astrología que da respuesta a las cosas futuras y predice los acontecimientos lejanos. Y más aún, aprendían de los sacerdotes la doctrina de interpretar los sueños, tal cual éstos la habían recibido de los mayores, para burlar y atormentar a la baja plebe, perdida y envuelta en las perniciosas tinieblas de la ignorancia, mientras ellos se imponían al pueblo y eran alabados como varones sapientísimos y semidioses, y así amplificaban y aumentaban las limosnas a lo templos. También se obligaban con voto y nudo indisolubles a preservar la castidad y hacían profesión con gran empeño y religiosa observancia de otras cosas semejantes, que dieran indicio de vida estudiosa y honesta.
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CAPÍTULO V De lo que les sucedió en Malinalco, y en Tula y en Chapultepec Hay de Mechoacán a México, más de cincuenta leguas. En este camino está Malinalco, donde les sucedió que quejándose a su ídolo, de una mujer que venía en su compañía, grandísima hechicera, cuyo nombre era Hermana de su Dios, porque con sus malos artes les hacía grandísimos daños, pretendiendo por cierta vía hacerse adorar de ellos por diosa, el ídolo habló en sueños a uno de aquellos viejos que llevaban el arca, y mandó que de su parte consolase al pueblo, haciéndoles de nuevo grandes promesas, y que a aquella su hermana, como a cruel y mala, la dejasen con toda su familia, alzando el real de noche y con gran silencio, y sin dejar rastro por donde iban. Ellos lo hicieron así, y la hechicera, hallándose sola con su familia y burlada, pobló allí un pueblo que se llama Malinalco, y tienen por grandes hechiceros a los naturales de Malinalco, como a hijos de tal madre. Los mexicanos, por haberse disminuido mucho por estas divisiones, y por los muchos enfermos y gente cansada que iban dejando, quisieron rehacerse, y pararon en un asiento que se dice Tula, que quiere decir, lugar de juncia. Allí el ídolo les mandó que atajasen un río muy grande, de suerte que se derramase por un gran llano, y con la industria que les dio, cercaron de agua un hermoso cerro llamado Coatepec, e hicieron una laguna grande, la cual cercaron de sauces, álamos, sabinos y otros árboles. Comenzose a criar mucho pescado y a acudir allí muchos pájaros, con que se hizo un deleitoso lugar. Pareciéndoles bien el sitio y estando hartos de tanto caminar, trataron muchos de poblar allí, y no pasar adelante. De esto el demonio se enojó reciamente, y amenazando de muerte a sus sacerdotes, mandoles que quitasen la represa al río, y le dejasen ir por donde antes corría; y a los que habían sido desobedientes, dijo que aquella noche él les daría el castigo que merecían. Y como el hacer mal es tan proprio del demonio, y permite la Justicia Divina muchas veces que sean entregados a tal verdugo los que le escogen por su dios, acaeció que a la media noche, oyeron en cierta parte del real un gran ruido, y a la mañana, yendo allá, hallaron muertos los que habían tratado de quedarse allí. Y el modo de matarlos fue abrirles los pechos y sacarles los corazones, que de este modo los hallaron, y de aquí les enseñó a los desventurados su bonito dios, el modo de sacrificios que a él le agradaba, que era abrir los pechos y sacar los corazones a los hombres, como lo usaron siempre de ahí delante en sus horrendos sacrificios. Con este castigo y con habérseles secado el campo, por haberse desaguado la laguna, consultando a su dios, de su voluntad y mandato pasaron poco a poco, hasta ponerse una legua de México, en Chapultepec, lugar célebre por su recreación y frescura. En este cerro se hicieron fuertes, temiéndose de las naciones que tenían poblada aquella tierra, que todas las eran contrarias, mayormente por haber infamado a los mexicanos en Copil, hijo de aquella hechicera que dejaron en Malinalco; el cual, por mandado de su madre, a cabo de mucho tiempo vino en seguimiento de los mexicanos, y procuró incitar contra ellos a los tepanecas y a los otros circunvecinos, y hasta los chalcas, de suerte que con mano armada vinieron a destruir a los mexicanos. El Copil se puso en un cerro que está en medio de la laguna, que se llama Acopilco, esperando la destrucción de sus enemigos; mas ellos, por aviso de su ídolo, fueron a él, y tomándole descuidado, le mataron y trajeron el corazón a su dios, el cual mandó echar en la laguna, de donde fingen, haber nacido en Tunal, donde se fundó México. Vinieron a las manos los chalcas y las otras naciones, con los mexicanos, los cuales habían elegido por su capitán a un valiente hombre llamado Vitzilouitli, y en la refriega, éste fue preso y muerto por los contrarios; mas no perdieron por eso el ánimo los mexicanos, y peleando valerosamente, a pesar de los enemigos, abrieron camino por sus escuadrones, y llevando en medio a los viejos, y niños y mujeres, pasaron hasta Atlacuyavaya, pueblo de los culhuas, a los cuales hallaron de fiesta, y allí se hicieron fuertes. No les siguieron los chalcas ni los otros, antes de puro corridos de verse desbaratados de tan pocos, siendo tantos, se retiraron a sus pueblos.
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CAPÍTULO V CÓMO GUACHOYA VISITA AL GENERAL Y AMBOS VUELVEN SOBRE ANILCO El gobernador, que estaba alojado en la casa de Guachoya, sabiendo que venía cerca, salió a recibirle hasta la puerta de ella. Al cacique, y a todos los suyos, habló amorosamente, de que ellos quedaron muy favorecidos y contentos. Luego se entraron en una gran sala que en la casa había, y el general, mediante los muchos intérpretes puestos como atenores, habló con el curaca informándose de lo que en su tierra y en las provincias comarcanas había en pro y contra de la conquista. Estando en esto, el cacique Guachoya dio un gran estornudo. Los gentileshombres que con él habían venido, que estaban arrimados a las paredes de la sala entre los españoles que en ella había, todos a un tiempo, inclinando las cabezas y abriendo los brazos y volviéndolos a cerrar y haciendo otros ademanes de gran veneración y acatamiento, le saludaron con diferentes palabras enderezadas todas a un fin, diciendo: "El Sol te guarde, sea contigo, te alumbre, te engrandezca, te ampare, te favorezca, te defienda, te prospere, te salve", y otras semejantes, cada cual como se le ofrecía la palabra, y por buen espacio quedó el murmullo de aquellas palabras entre ellos. De lo cual, admirado el gobernador, dijo a los caballeros y capitanes que con él estaban: "¿No miráis cómo todo el mundo es uno?" Este paso quedó bien notado entre los españoles, de que, entre gente tan bárbara, se usasen las mismas o mayores ceremonias que al estornudar se usan entre los que se tienen por muy políticos. De donde se puede creer que esta manera de salutación sea natural en todas gentes y no causada por una peste, como vulgarmente se suele decir, aunque no falta quien lo rectifique. El cacique comió con el gobernador, y sus indios estuvieron todos alrededor de la mesa, que no quisieron, aunque los españoles se lo mandaron, irse a comer hasta que su señor hubiese comido, lo cual también se notó entre los nuestros. Luego les dieron de comer en otro aposento, que para todos ellos tenían aderezada la comida. Para aposento del curaca desocuparon una de las piezas de su propia casa, donde se quedó con pocos criados, y los indios gentileshombres se fueron a puesta de sol de la otra parte del río y volvieron por la mañana, y así lo hicieron los días que los castellanos estuvieron en aquel pueblo. Entretanto persuadió el curaca Guachoya al gobernador volviese a la provincia de Anilco, que él se ofrecía a ir con su gente sirviendo a su señoría, y, para facilitar el paso del río de Anilco, mandaría llevar ochenta canoas grandes, sin otras pequeñas, las cuales irían por el Río Grande abajo siete leguas hasta la boca del río de Anilco, que entraba en el Río Grande, y que por él subirían hasta el pueblo de Anilco, que todo el camino que las canoas habían de hacer por ambos ríos sería como veinte leguas de navegación; y que, entretanto que las canoas bajaban por el Río Grande y subían por el de Anilco, irían ellos por tierra para llegar todos juntos a un tiempo al pueblo de Anilco. El gobernador fue fácil de persuadir a este viaje porque deseaba saber lo que en aquella provincia hubiese de provecho y socorro para el intento que tenía de hacer los bergantines. Deseaba asimismo atraer de paz y amistad al curaca Anilco a su devoción para que, sin las pesadumbres y trabajos de la guerra, pudiese poblar y hacer su asiento entre aquellas dos provincias que le habían parecido abundantes de comida, donde podría esperar el suceso de los dos bergantines que pensaba enviar por el río abajo. La intención del gobernador para volver al pueblo de Anilco era la que hemos visto; mas la del curaca Guachoya era muy diferente, porque era de vengarse con fuerzas ajenas de su enemigo Anilco, el cual en las guerras y pendencias continuas que tenían, siempre lo había traído, y traía, muy avasallado y rendido, y pretendía ahora, en esta ocasión, satisfacerse de todas las injurias pasadas, para lo cual incitó al gobernador con toda la disimulación posible que volviese al pueblo de Anilco y mandó con gran solicitud y diligencia apercibir las cosas necesarias para el viaje. Luego que fueron aprestadas y hubieron traído las canoas, mandó el general que el capitán Juan de Guzmán con su compañía fuese en ellas para gobernar y dar orden a cuatro mil indios de guerra que en ellas iban, sin los remeros, los cuales también llevaban sus arcos y flechas, y les dio de plazo para su navegación tres días naturales, que parecían término bastante para que los unos y los otros llegasen juntos al pueblo de Anilco. Con esta orden salió el capitán Juan de Guzmán por el Río Grande abajo, y, a la misma hora, salieron por tierra el gobernador con sus españoles y Guachoya con dos mil hombres de guerra, sin otra gran multitud de indios que llevaban los bastimentos, y, sin que a los unos ni a los otros les acaeciese cosa de momento, llegaron todos a un tiempo a dar vista al pueblo de Anilco, cuyos moradores, aunque el cacique estaba ausente, tocaron arma y se pusieron a la defensa del paso del río con todo el ánimo y esfuerzo posible, mas, no pudiendo resistir a la furia de los enemigos, que eran indios y españoles, volvieron las espaldas y desampararon el pueblo. Los guachoyas entraron en él como en pueblo de enemigos tan odiados y como gente ofendida que deseaba vengarse lo saquearon y robaron el templo y entierro de los señores de aquel estado, donde, sin los cuerpos de sus difuntos, tenía el cacique lo mejor y más rico y estimado de su hacienda, y los despojos y trofeos de las mayores victorias que de los guachoyas había habido, que eran muchas cabezas de los indios más señalados que habían muerto, puestas en puntas de lanzas a las puertas del templo y muchas banderas y gran cantidad de armas de los guachoyas de las que habían perdido en las batallas que habían tenido con los anilcos. Las cabezas de sus indios quitaron de las lanzas y en lugar de ellas pusieron otras de los anilcos; sus insignias militares y sus armas llevaron con gran contento y alegría de verse restituidos en ellas; los cuerpos muertos, que estaban en arcas de madera, derribaron por tierra, y, con todo el menosprecio que pudieron mostrar, los hollaron y pisaron en venganza de sus injurias.
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CAPÍTULO V Vuelven los españoles en demanda del Río Grande y los trabajos que en el camino pasaron El gobernador Luis de Moscoso y sus capitanes, habiendo oído la buena relación del camino por donde se habían prometido salir a tierra de México, y habiendo platicado sobre ello y considerado las dificultades de su viaje, acordaron no pasar adelante por no perecer de hambre atajados en aquellos desiertos, que no sabían dónde iban a parar, sino que volviesen atrás en demanda del mismo Río Grande que habían dejado, porque ya les parecía que para salir de aquel reino de la Florida no había camino más cierto que echarse por el río abajo y salir a la mar del Norte. Con esta determinación procuraron informarse del camino que podrían llevar a la vuelta, huyendo de las malas tierras y despoblados que al venir habían pasado. Y supieron que, volviendo en arco sobre mano derecha de como habían venido, era camino más corto para su viaje, mas que les convenía pasar otros muchos despoblados y desiertos. Empero que, si quisiesen volver sobre mano izquierda, haciendo el mismo arco, aunque alargaban más el camino, irían siempre por tierras pobladas, donde hallarían comida e indios que los guiasen. Habida esta relación, se dieron prisa a salir de aquellas malas tierras de los Vaqueros y caminaron en cerco hacia el mediodía, llevando siempre aviso de lo que adelante en el camino había por no caer en algún desierto donde no pudiesen salir, y, aunque los castellanos caminaban con cuidado de no hacer agravio a los indios, por no los irritar a que les hiciesen guerra, y aunque hacían grandes jornadas por salir presto de sus provincias, los naturales de ellas no los dejaban pasar en paz, antes, a todas las horas del día y de la noche los sobresaltaban con armas y rebatos, y, para más sobresaltarles, se metían en los montes donde los había cerca del camino, y, donde no los había, se echaban en el suelo y se cubrían con hierba y, al pasar de los nuestros, que iban descuidados no viendo gente, se levantaban a ellos y los flechaban malamente, y, en revolviendo sobre ellos, echaban a huir. Estos rebatos eran tantos y tan continuos que apenas habían echado los enemigos de la vanguardia cuando acudían otros por la retaguardia, y muchas veces a un mismo tiempo por tres y cuatro partes, y siempre dejaban hecho daño con muertes y heridas de hombres y caballos. Y esta provincia de los Vaqueros fue donde los españoles, sin llegar a las manos con los enemigos, recibieron más daño que en otra alguna de cuantas anduvieron, particularmente el día postrero que por ella caminaron, que acertó a ser el camino áspero, por montes y arroyos, pasos muy propios para salteadores como lo eran aquellos indios, donde, entrando y saliendo a su salvo, no cesaron en todo el día de sus acometimientos, con que mataron e hirieron muchos castellanos e indios de servicio y caballos. Y en el postrer asalto, que fue al pasar de un arroyo donde había mucho monte, hirieron a un soldado natural de Galicia, llamado Sanjurge, de quien al principio de esta historia hicimos mención, y, por haber sido hombre notable, será razón digamos algunas cosas suyas en particular, pues todas son de nuestra historia y, porque son extraordinarias remito lo que sobre ellas y sobre cualquier otra cosa que aquí o en otra parte dijese a la corrección y obediencia de la Santa Madre Iglesia Romana, cuyo catolicísimo hijo soy por la misericordia de Dios, aunque indigno de tal madre. Yendo Sanjurge por medio del arroyo, le tiró un indio de entre las matas un flechazo tan recio que le rompió unos calzones de malla y le atravesó el muslo derecho, y, pasando las tejuelas y bastos de la silla, llegó a herir al caballo con dos o tres dedos de flecha, el cual salió corriendo del arroyo a un llano, echando grandes coces y corcovos por despedir la flecha y a su amo, si pudiera. Los españoles que se hallaron cerca acudieron al socorro y, viendo que Sanjurge estaba clavado con la silla y que el alojamiento se hacía cerca de donde estaba, lo llevaron asido a él y a su caballo hasta su cuartel, donde, alzándole de la silla, por entre ella y el muslo le cortaron la flecha, y luego con gran tiento quitaron la silla y vieron que la herida del caballo no había sido penetrante, empero se admiraron que la flecha, siendo de las comunes que los indios hacen de munición sin casquillo, hubiese penetrado tanto, que era de carrizo y la punta hecha de la misma caña, cortada al sesgo y tostada al fuego. A Sanjurge dejaron tendido en el llano a beneficio de su habilidad, que, entre muchas que tenía, era una curar heridas con aceite, lana sucia y palabras que llamaban de ensalmo, que en este descubrimiento había hecho muchas curas de gran admiración, que parecía tener particular gracia de Dios para ellas. Empero, después que en la batalla de Mauvila se les quemó el aceite y la lana sucia y lo demás que los castellanos llevaban, había dejado de curar y, aunque él mismo se había visto herido otras dos veces, la una de una flecha que le entró por el empeine y le salió al calcañar, de que estuvo más de cuatro meses en sanar, y la otra de otra flecha que le dio en la coyuntura y juego de la rodilla, donde le quedó quebrado el casquillo, que era de cuerna de venado, y para lo sacar le habían hecho grandes martirios, con todo eso, no había querido curarse ni a sí ni a otro herido, entendiendo que no aprovechaba la cura sin aceite y lana sucia. Ahora, pues, viendo la necesidad que tenía y no queriendo llamar al cirujano por una rencilla que con él había tenido, que por la aspereza y crueldad con que le curaba la herida de la rodilla, enfadado de la torpeza de sus manos, por gran injuria le había dicho que si otra vez se viese herido no le llamaría, aunque supiese morir, y el cirujano, en su satisfacción le había respondido que, aunque supiese darle la vida, no le curaría, que no le llamase cuando lo hubiese menester. Guardando entre ellos este enojo de tanta importancia, ni Sanjurge quiso llamar el cirujano ni el cirujano quiso comedirse a ir a le curar, aunque supo que estaba herido. Por lo cual le pareció socorrerse de lo que sabía, y, en lugar de aceite, tomó unto de puerco, y por lana sucia, las hilachas de una manta vieja de indios, que muchos días había que entre los castellanos no había camisa ni cosa de lienzo. Y fue de tanto provecho la cura que se hizo, que en cuatro días que el ejército, por los muchos heridos que llevaba, descansó en aquel alojamiento, sanó, y al quinto día, caminando los nuestros, Sanjurge subió en su caballo y, para que los españoles viesen que estaba sano, corrió por un lado y otro del ejército diciendo a grandes voces: "Dadme la muerte, cristianos, que os he sido traidor y mal compañero, que, por no haber yo querido curar entendiendo que la virtud de mis curas estaba en el aceite y lana sucia, he dejado morir más de ciento y cincuenta de los vuestros." Con los sucesos que hemos contado salieron los castellanos de la provincia de los Vaqueros y caminaron a largas jornadas veinte días por otras tierras que no les supieron los nombres. Llevaban su viaje en arco hacia el mediodía y, por parecerles que decaían mucho de la provincia de Guachoya, donde deseaban volver, enderezaron su camino al levante, con advertencia que siempre fuesen subiendo al norte. Caminando de esta suerte llegaron a cruzar el camino que a la ida habían llevado, mas no lo conocieron por la poca cuenta que al ir habían tenido de las tierras que atrás dejaban. Cuando llegaron a aquel paso era ya mediado septiembre y, habiendo caminado casi tres meses después que salieron del pueblo de Guachoya, en todo aquel tiempo y largo camino, aunque no tuvieron batallas campales, nunca les faltaron rebatos y sobresaltos, que los indios a todas horas del día y de la noche les daban, con que nunca dejaban de hacer daño, principalmente en los que se desmandaban del real, que, acechándolos como salteadores, viéndolos apartados de la compañía, luego los flechaban, y así mataron en veces más de cuarenta españoles en sólo este viaje. De noche entraban en el real a gatas y arrastrándose por el suelo como culebras, sin que las centinelas los sintiesen, flechaban los caballos y a las mismas centinelas, tomándolos por las espaldas, en castigo de que no los hubiesen visto ni oído. Así mataron una noche dos centinelas. Con estas pesadumbres continuas traían los indios muy fatigados a nuestros castellanos. Un día de los de este viaje acaeció que, como algunos españoles tuviesen falta de servicio, pidieron licencia al gobernador para quedarse emboscados docena y media de ellos y prender diez o doce indios de los que a la pospartida de los españoles solían venir a su alojamiento a rebuscar lo que en él quedaba como si dejaran cosas de provecho. Con la licencia del general quedaron una docena de caballos y otra de infantes metidos entre unos árboles espesos, y en el más alto de ellos pusieron una atalaya que diese aviso cuando hubiese indios, y, en cuatro lances, con mucha facilidad, prendieron catorce indios sin que hiciesen resistencia alguna, y queriendo irse los castellanos con la presa, habiéndola repartido entre ellos, salió maestre Francisco Ginovés, a cuya recuesta se había pedido la licencia, el cual, no contento con dos indios que le habían dado, dijo que había menester otro y que no fuesen hasta que lo hubiesen preso. Los compañeros le dijeron que por aquella vez se contentase con los que tenía, que ellos le prometían acompañarle otro día que los quisiese prender. Maestre Francisco, obstinado en su pretensión, dijo que, aunque se quedase solo, no se había de ir de allí hasta haber preso un indio, que lo había menester. Y, aunque cada uno de los compañeros le ofreció el que le había cabido en suerte, por agradarle, porque entendían que presto le habría menester para el hacer de los bergantines, no quiso aceptarlo, diciendo que no había de ser tan descomedido que quitase a otro lo que le hubiesen dado por suyo, que él quería que se prendiese un indio en su nombre. Con esta porfía rindió a sus compañeros a que se quedasen en la emboscada, contra la voluntad de todos ellos, que parece que adivinaban el mal suceso. Poco después dio el atalaya aviso que había un indio en el puesto. Los castellanos, con deseo de irse, no aguardaron que viniesen más indios, y así salió corriendo uno de a caballo, que se decía Juan Páez, natural de Segovia, de quien atrás hicimos mención, que no escarmentó de lo pasado y arremetió con el indio, el cual, porque no le atropellase el caballo, se metió debajo de un árbol y puso una flecha en el arco y esperó al castellano. El cual, pasando por lado, le tiró al través una impertinente lanzada. El indio, al emparejar del caballo, le tiró la flecha y le dio junto al codillo izquierdo y le hizo ir trompicando más de veinte pasos y cayó muerto. En pos de Juan Páez había salido otro de a caballo, que era de su camarada y de su propia tierra y había nombre Francisco de Bolaños, el cual arremetió con el indio, y, no pudiendo entrar debajo del árbol, le tiró por el lado un golpe de lanza poniéndola sobre el brazo izquierdo, que fue de ningún efecto. El indio, que presumía emplear mejor sus flechas que los castellanos sus lanzas, tiró una al caballo y le dio por el mismo lugar que al primero, de tal manera que por los mismos pasos del otro fue rodando y cayó muerto a sus pies. Felicísimos dos tiros si al tercero no hallara contradicción que le cortó el hilo de la buena dicha. Otro lance al propio contamos haber pasado en la provincia de Apalache.