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Postmodernidad

Desarrollo


Frente a las afirmaciones de que la política de Occidente (en especial, durante las presidencias de Reagan y Bush) jugó un papel decisivo en el final de la guerra fría, hay que reconocer que fue la evolución del adversario lo que la facilitó. El ascenso al poder de Gorbachov permitió, en efecto, que tuviera lugar una nueva distensión que no se limitó tan sólo a reconstruir la situación de los años setenta, sino que devolvió al mundo una colaboración entre las grandes potencias que no se había producido desde 1945. Esta colaboración se hizo posible por la desaparición como adversario de uno de los contendientes de la guerra fría. A fin de cuentas, se convirtió en realidad lo que Kennan había defendido en los años cuarenta: contenida la expansión soviética, llegó el momento en que se produjo un cambio en el sistema de Gobierno de la Unión Soviética y de él resultó una nueva época en las relaciones internacionales. Con una facilidad aparentemente desconcertante, conflictos que habían durado mucho tiempo y que habían exigido largas e intensísimas negociaciones desaparecieron en el plazo no ya de unos años sino incluso en el de unos meses. Entre 1945 y 1989, once secretarios de Estado norteamericanos no habían visto cambiar de forma sustancial las fronteras del mundo, pero ahora éstas cambiaron por completo en tan sólo tres años y medio.

Además, dio la sensación de transmitirse al conjunto del escenario internacional una voluntad de llegar a acuerdos en conflictos de importancia menor que no parecían relacionados con la posibilidad de una guerra nuclear como aquellos en los que chocaban las superpotencias. Esta evolución se debió al impacto de la Perestroika en el escenario internacional. Gorbachov afirma en sus memorias que "nuestro estilo diplomático era la dureza por la dureza" y que él estuvo dispuesto desde un principio a que la situación cambiara de forma sustancial y fuera posible una cooperación real con Occidente. Tanto él mismo como muchos de sus colaboradores descubrieron el peso del gasto militar en el conjunto del presupuesto soviético, así como el hecho de que las inversiones realizadas en investigación estaban en la práctica dirigidas a la tecnología militar. Deseoso de llevar a cabo una política propia y consciente de que no podría hacerlo sin colaboradores cercanos, Gorbachov sustituyó por completo el equipo de política exterior precedente. Shevardnadze, el ministro de Asuntos Exteriores, era una persona de su confianza con la que había tenido contacto previo pero que carecía de experiencia en materia diplomática. Decidido defensor de una política reformista, con el transcurso del tiempo dio más sensación de haberse convertido al ideario democrático que el propio Gorbachov, lo que explica su postura. Si el primer año de Gorbachov estuvo dedicado a confirmar su poder en el interior de la URSS, muy pronto se lanzó a una larga serie de iniciativas en materia de relaciones internacionales, como, por ejemplo, una moratoria de seis meses en la implantación de los misiles intermedios.

Otra propuesta suya consistió en la reducción del 50% en las armas estratégicas y su no implantación en el espacio exterior, punto éste que resultaba por completo incompatible con la tesis de Reagan sobre la Iniciativa de Defensa Estratégica. Sin duda, la política exterior de Gorbachov nacía de su deseo de dar prioridad a la reforma interna de la Unión Soviética. Eso le llevaba a abrir una nueva etapa de distensión, pero tardó bastante en conseguir que se apreciara la sinceridad de sus propuestas. Cuando, por ejemplo, hablaba de construir la "casa común europea", sin tener en cuenta aparentemente las diferencias de régimen existentes entre la URSS y los países democráticos, había razones para juzgar que pretendía una neutralización de la Europa Occidental, tal como lo había intentado la anterior política soviética. Con el transcurso del tiempo se hizo patente, no obstante, que para explicar la política exterior de Gorbachov era preciso también tener en cuenta un fenómeno de impregnación por parte de la política exterior de los países democráticos, tal y como le sucedió en la propia política interna. Con el paso del tiempo, desapareció en los textos del dirigente soviético la idea de la lucha de clases como mecanismo inspirador de la política internacional propia e incluso la idea de incompatibilidad entre el sistema capitalista y el socialista. En cambio, se reveló como una obviedad la imposibilidad de vencer al adversario y se convirtió en norma la apelación a principios humanos universales como objetivo de un nuevo orden internacional.

Sin duda, el éxito de sus iniciativas y la popularidad conseguida en todo el mundo contribuyeron a estos cambios de Gorbachov: cuanto mejor era recibido, más identificaba su política con la del antiguo adversario. Además, ante los dirigentes de otros países, a menudo hizo afirmaciones autocríticas acerca del suyo: transformó la anécdota de De Gaulle que decía que su país era una nación con 120 clases de quesos y que por eso era difícil de gobernar, afirmando que la URSS era un país con 120 naciones y sin queso en absoluto, aludiendo a las dificultades alimentarias que padecía. Esta vertiente netamente positiva de su actuación no implica claridad en su propósito final: como hemos visto, no la hubo en la interior y tampoco en lo que respecta a la política internacional. Hacía afirmaciones un tanto peregrinas acerca del sistema que construiría como consecuencia de la Perestroika. Hablaba, por ejemplo, de que intentaría pasar de la propiedad del Estado a la colectiva y manifestaba su deseo de que su país se pareciese a Suecia. Su estilo consistía en hacer declaraciones abstractas sobre la conveniencia de los cambios y sobre la necesidad de que éstos trajeran consigo una nueva forma de pensar. Al secretario de Estado norteamericano, James Baker, sus declaraciones le parecían "teología académica", pero a medio plazo esa actitud supuso la asunción final de muchos de los principios fundamentales de la política exterior del antiguo adversario.

Otro rasgo muy característico suyo fue que condujo él mismo la política exterior y negoció a menudo sobre materias -por ejemplo, de armamento nuclear- que desconocía. Esto y la voluntad de agradar al adversario le hizo ceder en puntos sustanciales. Los chinos llegaron a decir a los norteamericanos que, simplemente, no le entendían; tantos fueron sus cambios de postura con el paso del tiempo. Al mismo tiempo se produjo también una evolución en la política norteamericana que tuvo una importancia quizá no decisiva pero tampoco desdeñable. En principio, parecía inconcebible que, cuando asumió el poder Reagan en 1981, fuera a tener lugar el mayor cambio en las relaciones soviético-norteamericanas de la Historia de la posguerra. Las propuestas que hacía y, sobre todo, el lenguaje dialéctico de Reagan, parecían destinados a impedir cualquier tipo de acuerdo. Pero, aunque la gestión de Reagan en política exterior resultó siempre muy desordenada y contradictoria, fue pasando del predominio de una actitud de pura dureza a un conservadurismo pragmático que representó, sobre todo, el secretario de Estado, Shultz. El cambio empezó a percibirse en 1983 -es decir, antes de la llegada de Gorbachov al poder- y vino a ser la demostración de que, con frecuencia, hay que evitar la predicción de los resultados políticos de una gestión atendiendo tan sólo a los atributos personales de un político. Cuando Reagan decía que había que llevar a cabo una negociación "desde la fuerza", en realidad quería combinar ambas.

De ahí, por ejemplo, la utilización de ésta en Granada, invadiendo esta pequeña isla caribeña que parecía decantarse hacia el comunismo. Reagan acabó aceptando, como hombre sencillo que era, a fin de cuentas incapaz de entender la mecánica y la argumentación sofisticada del equilibrio de terror nuclear, acuerdos concretos en puntos concretos (lo que denominó Shultz "una construcción de coral", por la lentitud con que se gestaba y por la solidez final del acuerdo). Las posiciones de Reagan carecieron siempre de matices, pero tuvieron la ventaja de resultar más constructivas que el exceso de sutileza de las negociaciones de desarme. Además, imaginó soluciones que hasta entonces no se habían siquiera planteado, por más que resultaran inverosímiles desde el punto de vista tecnológico. No parece cierto, no obstante, su afirmación de que el resultado de los cambios de los soviéticos estuviera motivado por la iniciativa de defensa estratégica; ése fue más bien un claro obstáculo para llegar a un acuerdo con ellos. También alude Reagan en sus memorias a su información acerca de una inminente crisis económica del sistema soviético pero, aunque ésta se produjo, no tuvo efecto inmediato sobre la política exterior. Lo que resulta cierto es que Reagan se sintió preocupado por una situación en la que, en definitiva, parecía que se enfrentaban dos pistoleros sin llegar a saberse quién desenfundaría primero; fue en estos precisos términos como él mismo describió la situación.

Según el embajador soviético en Estados Unidos, Dobrynin, "los primeros años de la presidencia de Reagan habían sido los más dificultosos de su vida como embajador". Los soviéticos tenían de él la visión de que era un militarista y pensaron seriamente en la posibilidad de que provocara una guerra nuclear. En 1982, las relaciones entre Estados Unidos y la URSS no eran malas, sino inexistentes. Pero ya en 1988, sin embargo, se había producido un cambio en ellas lo bastante importante como para que pudiera empezar a hablarse del final de la guerra fría. Cabe preguntarse qué razones hicieron que Reagan pasara de la primera posición a la segunda. En parte, fue el pragmatismo lo que le hizo cambiar, pero también pudo ser la acumulación de errores propios. El cambio, en efecto, sólo tuvo lugar cuando Reagan estaba acosado por el llamado Irangate, es decir, la ilegal ayuda a la "Contra" nicaragüense que había despertado todo tipo de protestas en su propio país. También hubo otro factor que nació del contacto con el antiguo adversario. En cada una de las reuniones entre Reagan y Gorbachov la duración fue superior a la prevista originariamente; no cabe poner en duda que acabaron congeniando. El presidente norteamericano siempre tuvo la sensación de que podía llegar a acuerdos con el líder soviético. Proclive a una interpretación en exceso ideológica del adversario, a Reagan le sorprendió que en ninguna de las reuniones que tuvieron Gorbachov insistiera en las tesis del leninismo, ni siquiera sobre sus principios internacionalistas.

A la Cumbre de Ginebra, celebrada en noviembre de 1985, Reagan llegó con confianza en sus capacidades como comunicador pero se encontró con una sorpresa que contribuía a quitar fundamento a sus planteamientos de fondo. Para él, la reunión significó sustituir la imagen del Imperio del Mal por la de un político concreto, Gorbachov, afable y dispuesto a conversar (y a ceder). Se superó, así, la conflictividad nacida de las declaraciones y Reagan empezó a comprender la preocupación objetiva de Gorbachov por las armas en el espacio exterior. Fue la primera reunión en la Cumbre en seis años -desde 1979- y puede ser considerada como el comienzo del fin de la guerra fría. Aunque la discusión se centró sobre la Guerra de las Estrellas quedó abierta la posibilidad de un acuerdo sobre otras materias, como las fuerzas nucleares de alcance intermedio. Más importante resultó la cumbre de Rejkiavik, realizada en octubre de 1986. Gorbachov, en el ínterin, había lanzado una propuesta, de acuerdo con la cual se eliminarían todas las armas nucleares para el año 2000, pero admitía ya otras soluciones parciales al problema del desarme nuclear. Ya entonces empezaba a evolucionar hasta ver el mundo como una única realidad compartida por todos los humanos y, por tanto, puesta en peligro por unos y otros. En cambio, había ya abandonado la preferencia por las aventuras en el Tercer Mundo y describió lo sucedido en Afganistán como "una herida dolorosa".

La reunión mantenida en la capital islandesa fue concebida como una Cumbre ocasional entre dos reuniones más importantes, pero su contenido resultó mucho más trascendente. Algunos la percibieron como la gran oportunidad perdida; fue, en todo caso, un gran momento en las relaciones internacionales y sus consecuencias resultaron a medio plazo históricas. Gorbachov acudió a la reunión acompañado por un número elevado de expertos y por su esposa. Reagan esperaba poco de la entrevista pero luego afirmó que su importancia radicaba no en la ausencia de acuerdos sino en lo cercano que se estuvo de suscribirlos. En Rejkiavik, Reagan tuvo que llegar a rebuscar verdaderos motivos de discrepancia en "uno de los días más largos, más decepcionantes y más exasperantes" de su presidencia. Gorbachov, por su parte, llegó a la conclusión de que era posible superar la coexistencia pacífica. Al final, lo único en que Reagan no se mostró dispuesto a ceder fue en la Iniciativa de Defensa Estratégica, que había sido, en realidad, la única propuesta novedosa que había hecho en el pasado. El principio de acuerdo por parte de Reagan sobre eliminación de los euromisiles dejó en difícil situación al Alto Mando norteamericano, pero más aún a los dirigentes europeos, porque les dejaba inermes ante la superioridad convencional del Ejército soviético en Europa. El primer acuerdo efectivo suscrito entre las dos superpotencias fue el relativo al establecimiento de un centro para evitar los riesgos nucleares en las dos capitales de los respectivos Estados.

Cuando, en diciembre de 1987, firmaron el Tratado de Washington los mandatarios norteamericano y soviético ya se tuteaban. Era la primera Cumbre celebrada en catorce años que concluía en un tratado y la tercera de la Historia concluida en suelo norteamericano. El acuerdo preveía la destrucción -no sólo el desmontaje- de armas nucleares intermedias; fue la primera ocasión en que se decidió la desaparición de una categoría completa de armas. Tan sólo se refería al 5% de las armas nucleares, pero los soviéticos eliminaban un número mucho más elevado que sus adversarios que, no obstante, disponían de un armamento mucho más moderno. Además, permanecían subsistentes las armas nucleares británicas y francesas, que no contaron en el cómputo final. Un rasgo muy característico del momento en que se vivía fue el establecimiento de un sistema de verificación muy sofisticado, cuando hasta el momento la URSS había hecho todo lo posible por evitar esos acuerdos por considerarlos un procedimiento de camuflar el espionaje occidental. Por entonces, llegó el líder soviético al máximo de su popularidad: un 65% de los norteamericanos tenía una buena opinión de Gorbachov, mientras que sólo llegaba al 61% el porcentaje de juicios positivos sobre Reagan. En junio de 1988, tuvo lugar en Moscú una nueva reunión de los dos líderes mundiales. Reagan no acudió a ella con objetivos concretos de negociación pero sí, por el contrario, los tenía Gorbachov. Resultó, sobre todo, una reunión de considerables efectos mediáticos.

Reagan aseguró en público que cuando habló del Imperio del Mal en relación con la URSS se refería a otro momento de la Historia. Ya se podía considerar superada la estrategia del "coral-building" propuesta a la vez por Shultz y Dobrynin para mejorar las relaciones entre los dos países. Se llegó a acuerdos de menor importancia acerca de los misiles y de las experiencias atómicas, pero sobre todo se trató de los derechos humanos. A fines de año, Gorbachov anunció la retirada unilateral de fuerzas soviéticas en Europa, aunque se mantendría el predominio soviético en armas convencionales en el Viejo Continente. La verdadera plasmación del cambio en la política internacional tuvo lugar durante la presidencia de George Bush. Éste había informado a Gorbachov que durante la campaña electoral tendría que hacer afirmaciones que no le gustarían, pero que no debía hacerles demasiado caso. Eso describe muy bien a Bush como una persona poco escrupulosa en cuanto a los métodos a utilizar en política, pero que también tenía discrepancias de cierta importancia con quien había sido su presidente. Criticó, en efecto, a Reagan porque había exagerado con su identificación de la URSS con el Imperio del Mal, había preparado insuficientemente sus conversaciones con los soviéticos y no había consultado a los aliados, pero también porque, en su opinión, había decretado demasiado pronto el final de la guerra fría. Durante los primeros meses de su presidencia, Bush hizo toda una reevaluación de la política exterior norteamericana.

Su muy prudente actitud le llevó a aceptar una sugerencia de Kissinger: llevar un mensaje a Gorbachov pidiéndole la no intervención soviética en una Europa del Este en plena ebullición. A cambio, los Estados Unidos no tratarían de obtener ventajas estratégicas en ella. Pero esta propuesta pronto se vio superada por las circunstancias. A estas alturas, los expertos norteamericanos empezaban a pensar que Gorbachov tenía pocas posibilidades de supervivencia: algunos consideraban que la URSS estaba viviendo un período revolucionario que podía llevar a situaciones irreversibles, pero nadie imaginaba siquiera dar por liquidado su régimen político. Bush finalmente aprobó un documento titulado NSR -3 que proponía una política de no ayudar a un Gorbachov estático, sino que pretendía retarle a moverse poco a poco en la dirección apropiada. Bush y su secretario de Estado, Baker, podían ser descritos como conservadores pragmáticos. Bush, un político de amplia experiencia, trabajador, capaz de escuchar y moderado por temperamento tuvo, a partir del momento en que fue elegido, una voluntad decidida pero prudente de ir más allá de la contención frente a la opinión demasiado negativa expuesta por la CIA acerca de la situación en la Unión Soviética. Tanto él como su secretario de Estado mantuvieron siempre una clara prevención respecto a los éxitos de popularidad de Gorbachov en Occidente, pero recibieron prontas sorpresas debido al mismo desarrollo vertiginoso de los acontecimientos en la URSS y en la Europa Oriental.

Eso les hizo dar a menudo la sensación de estar desbordados por los acontecimientos: por ello, Bush pareció siempre hallarse más próximo de Jaruzelski que de Walesa. En el mes de agosto de 1990, se enteraron ambos del intento de golpe de Estado en Rusia por medio de la CNN y toda la preocupación del presidente norteamericano fue descubrir si tenía algo que reprocharse a sí mismo o que alguien le pudiera reprochar porque se hubiera producido ese acontecimiento. Esto indica su pasiva actitud, pero el equipo norteamericano en política exterior supo ser prudente y permanecer unido, dos cualidades importantes para la buena conclusión del proceso hacia el final de la guerra fría. Los Estados Unidos no influyeron en los acontecimientos de 1989 o de 1991, pero quizá con otra persona en la presidencia hubiera podido suceder que concluyeran en la autodestrucción del proceso reformador o, al menos, en una grave complicación entre las superpotencias. Un paso importante en el camino hacia el final de la guerra fría fue la reunión celebrada en Malta entre Bush y Gorbachov, en diciembre de 1989. Fue también histórica como la de Rejkiavik y, como en ella, no se discutió ningún posible tratado preciso y concreto. Gorbachov declaró que, en adelante, no consideraría a Bush como enemigo y éste consideró que, en efecto, al igual que Reagan, había roto el hielo con el presidente soviético. Se habló de las posibles elecciones en Nicaragua, pero también de la posibilidad de conceder a la URSS el trato de "nación más favorecida" en el terreno comercial.

Gorbachov repudió, en el momento de la caída del Muro, la afirmación de que los valores occidentales habían triunfado en el Este de Europa, afirmando que eran valores universales los verdaderamente vencedores. Entre los comentaristas periodísticos de todo el mundo existió la sensación predominante de que se abría una nueva etapa en las relaciones internacionales y muchos jugaron con las palabras Yalta y Malta para referirse a esa realidad. Tras la reunión, los norteamericanos empezaron a pensar que si los soviéticos estaban dispuestos a ceder en lo relativo a Alemania, como creía Bush, los cambios iban a ser más decisivos de lo que habían imaginado. Bush propendió, en general, a aceptar las propuestas de Gorbachov, pero solicitando a cambio contrapartidas concretas y tangibles. De hecho, porque Gorbachov sabía que ésa era la posición norteamericana, al poco tiempo tuvo lugar una reducción unilateral de las fuerzas soviéticas en Europa Central y, por vez primera, se aceptó una política de cielos abiertos que permitía la verificación absoluta de los acuerdos de armamento. En la práctica, esa reducción de fuerzas convencionales careció de verdadero significado con la desaparición del Pacto de Varsovia, pero indicó la disponibilidad de Gorbachov para satisfacer a su antiguo adversario. Esta actitud se explica en gran medida por la creciente dependencia de Gorbachov de una posible ayuda occidental para resolver sus problemas económicos, como si no existiera otro procedimiento para resolverlos en la antigua URSS.

Dada la incertidumbre que la totalidad de los políticos soviéticos sentían en esta materia, su única seguridad parecía ser ésta. Pero ello implicaba una dependencia absoluta de Occidente. A partir de 1988, Gorbachov se había convertido en una especie de figura patética que iba a remolque de los acontecimientos. En lo que respecta a la política interior, es muy posible que la situación de las relaciones exteriores que permitía a Gorbachov actuar en la forma que le gustaba, es decir, como una especie de patrocinador mundial de la paz, contribuyera a evitar que se produjera la intervención violenta de los soviéticos en los Países Bálticos. De todos modos, las crecientes cesiones de la URSS en el terreno estratégico a partir de 1990 provocaron la aparición de una oposición interna, principalmente de carácter militar. No cabe la menor duda de que sin estos antecedentes no es posible explicar el intento de golpe de Estado de 1990. Sin embargo, los principios de acuerdo se multiplicaron de una forma que parecía uniformemente acelerada e imparable. En junio de 1990 se llegó a un acuerdo en Camp David, por el que se preveía la reducción de las armas estratégicas del orden de un 50%. Si hay que señalar una fecha para el final de la guerra fría ésta puede situarse entre julio y agosto de 1990. Por vez primera, con la invasión de Kuwait, las dos grandes potencias adoptaron una postura común sobre un problema esencial de la política internacional y fueron capaces de mantenerla durante toda la duración del conflicto.

Además, por estas mismas fechas, Gorbachov llegó a aceptar que la Alemania unificada siguiera perteneciendo a la OTAN. Eso también suponía un cambio decisivo en la política exterior soviética, que siempre había considerado que la zona oriental era parte decisiva de un glacis de protección propio. Gorbachov siempre había pensado que los países del Este de Europa vivían por encima de sus posibilidades; sabía perfectamente que tanto búlgaros como alemanes orientales reexportaban a Occidente buena parte del petróleo recibido de la URSS. Además, desde el año 1985 no hicieron caso a sus propuestas relativas a una política reformista. En estas condiciones, por más que significara un giro copernicano en la política exterior de la URSS, la reunificación de Alemania fue considerada, pasados unos meses, sencillamente como inevitable por parte de Gorbachov y eso le hizo aceptarla, previas contrapartidas económicas. En definitiva, como señaló Shevardnadze, la URSS no alentó en modo alguno la evolución de los acontecimientos en esos países y Gorbachov, presionado por las circunstancias, acabó convirtiéndose en un testigo impotente que poco a poco digería las consecuencias desagradables de la política que él mismo había iniciado. Bush acertó en no empujar demasiado en el caso de la URSS y, en especial, al señalar el principio de que "sólo se baila con quien está en la pista" y al evitar dar la sensación de que el interés norteamericano radicaba en la desestabilización de la URSS.

No cabe la menor duda de que si los norteamericanos hubieran apoyado a Yeltsin antes del golpe de Estado la situación en la URSS hubiera sido peor, a pesar de que el nuevo gobernante tuviera mejores credenciales democráticas. Tras el golpe en julio de 1991 tuvo lugar en Moscú la primera Cumbre de la posguerra fría. Liquidada la invasión iraquí de Kuwait, también coincidieron las dos grandes superpotencias en la idea de convocar una Conferencia sobre la paz en Oriente Próximo. El acuerdo START, suscrito en esta ocasión, supuso la reducción de un 25-30% del arsenal estratégico. Con esta decisión, el tratado estaba lejos del porcentaje señalado por vez primera, pero fue el acuerdo de armamento más importante logrado desde 1945. Además, se hicieron en esta ocasión propuestas audaces sobre los aspectos más variados del desarme. En el verano de 1992, se suscribió en Camp David una carta de cooperación entre los dos países. A comienzos de 1993, Bush y Yeltsin firmaron el tratado START II, que preveía la desaparición en diez años de dos tercios de las ojivas nucleares existentes. Sólo en este año, los Estados Unidos renunciaron definitivamente a la Iniciativa de Defensa Estratégica. Una de las cuestiones más espinosas de la relación entre los dos grandes fue la relativa a la relación entre los norteamericanos y el conjunto de unidades políticas surgidas de la descomposición de la URSS. En este terreno, también hay que alabar la prudencia de Bush que, por ejemplo, dio la sensación de no apoyar la independencia de Ucrania hasta que fue inevitable.

De hecho, la CIA no jugó ningún papel en la descomposición de la URSS que, como es lógico, creaba un elemento más de incertidumbre en un panorama ya de por sí complicado. En 1994, los Estados Unidos suscribieron un acuerdo con Ucrania para el desmantelamiento de su antiguo arsenal atómico. Pero toda esta evolución positiva estaba destinada a entrar en crisis con el transcurso del tiempo. A partir de 1995, la política exterior de Rusia y Estados Unidos tendió ya a alejarse. La causa aparente fue la integración en la OTAN de países de Europa Central que antaño habían pertenecido al desaparecido Pacto de Varsovia. Pero, con la alusión a esta fecha, hemos entrado ya en otra etapa de la Historia.

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