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Aunque la división cronológica adoptada obliga a cercenar en dos el mandato presidencial de Ronald Reagan, la trascendencia de los acontecimientos ocurridos en la URSS obliga a ello y, además, resulta oportuna esa división, pues entre esos dos mandatos, aunque hubiera la lógica continuidad, se produjo también una cierta ruptura, concluida en un final feliz para el presidente conservador. Habiendo cumplido Reagan setenta años pocos días después de ser elegido presidente por vez primera, las razones para no presentarse en una segunda parecían poderosas, pero su indudable popularidad y su carácter competitivo, más que su aferramiento al poder, explican que de nuevo fuera el candidato republicano. En cuanto al demócrata, Walter Mondale, en otra época sin duda hubiera sido un buen candidato. Descendiente de noruegos y, por tanto, con una sólida minoría a su favor, este heredero de Humphrey representaba la ética del Medio Oeste por su capacidad para el trabajo duro, su compasión hacia los desheredados y su espíritu de servicio público. Su misma carrera política representó un modelo de preparación de largo aliento: buen abogado, tenía también amplios conocimientos de política internacional, un terreno en que, como sabemos, su adversario flaqueaba de forma clara: nada menos que Kennan juzgó la actitud en política exterior de Reagan como "inexcusablemente infantil". En la precampaña electoral, Mondale intentó reconstruir la serie de alianzas en que siempre se había basado la política del Partido Demócrata e incluso ampliarla.

Quiso, por ello, tener una vicepresidenta -Geraldine Ferraro- pero le falló al final; cuando llegó el momento de la convención de su partido, le dio un especial protagonismo a Jesse Jackson, personaje carismático para la población negra. La reconstrucción y ampliación de la coalición demócrata, sin embargo, acabó siendo contraproducente, porque de esta manera fomentó el despegue de los trabajadores manuales y especializados, tradicionalmente demócratas, que ya en 1980 se habían pasado a los republicanos en un 22%. De esta manera puede decirse que el proyecto de Mondale fracasó y que ningún otro surgió en el campo demócrata. Gary Hart, identificado con una cultura política más innovadora e individualista, representó un futuro demasiado imperfecto como para que pareciera viable en este momento. Un signo evidente de la debilidad de Mondale fue el hecho de que, durante las primarias, Hart y Jackson en conjunto obtuvieron más votos que él. Pero, además, muy pronto quedó claro que la capacidad política de Reagan era, a pesar de su edad, muy superior a la prevista. Fue denominado el "Presidente Teflón", porque ni los años, ni sus limitaciones de formación ni la pérdida de memoria, parecían afectarle: su gran momento electoral fue cuando, dándole la vuelta a la argumentación de sus adversarios, aseguró que no iba a utilizar contra ellos el arma de la edad para descalificarlos por su juventud e inexperiencia. Era un "demócrata cultural", en el sentido de que conectaba muy bien con el populismo norteamericano y parecía lejano al conservadurismo más característico de los republicanos y, además, una persona a la que, porque parecía próxima al americano medio, se le perdonaban con gusto todas sus equivocaciones e insuficiencias.

Mondale llegó a producir pena atacándole y al hacerlo pareció también ir en contra de la misma América. La victoria de Reagan fue, por tanto, aplastante. Obtuvo el 59% del voto y 49 de los 50 Estados; en votos electorales, la victoria sobre su contrincante resultó abrumadora (525 votos contra tan sólo 10). El 61% de los electores independientes optaron por él y también lo hizo uno de cada cuatro demócratas. Los jóvenes votaron por vez primera republicano, pero también lo hicieron los trabajadores manuales. Mondale sólo obtuvo una clara mayoría entre judíos y negros. Sin duda, había mejorado la situación económica norteamericana y eso contribuyó de forma importante a la victoria de Reagan. Pero también hubo otro factor cultural que la explica. Un Nuevo Patriotismo dominaba América: la campaña de Reagan aseguraba que se había devuelto a América a su pasado y le esperaba un futuro prometedor. Los datos objetivos parecían darle razón y, aunque no hubiera sido así, existía el decidido deseo de creerlo. Sin embargo, a la hora de gobernar Reagan dio la sensación de que, en el ápice de su popularidad, era también perfectamente capaz de autodestruirse por completo. Ya su forma de gobernar pasiva y distante durante el primer mandato hubiera podido producir un desastre de no ser por quienes le rodeaban en la Casa Blanca, pero en 1987 todo pareció definitivamente volverse en contra suya. En parte se debió a que ese equipo originario fue sustituido por otro mucho menos eficaz y apropiado.

Si Baker, como jefe de Gabinete, había servido de escudo protector del presidente, ahora un empresario megalómano y carente de cualquier capacidad política, Reagan, rodeado por personajes situados en la extrema derecha (como Buchanan) multiplicaron su fragilidad. La culpa fue también del propio Reagan, que con el paso del tiempo no sólo veía multiplicar sus achaques (en el verano de 1985 sufrió una operación de colon), sino que cada vez resultó más incapaz de arbitrar entre los componentes de su Gabinete, cada vez más enfrentados entre sí. A esa situación se sumó la intromisión en la política de su mujer, cuya ausencia de criterio la llevaba a consultar con astrólogos los desplazamientos o las decisiones de su marido. Un primer error grave cometido por Reagan se produjo cuando viajó a Alemania y en Birburg visitó un cementerio donde reposaban los restos de miembros de las SS. Pero mucho más grave y dañino para su prestigio fue, sin embargo, el asunto conocido como Irangate (por analogía con el Watergate). En sus memorias, Reagan asegura que, a pesar de la condición de "gran comunicador" que se le atribuyó, nunca consiguió convencer a la opinión pública ni tampoco al Congreso de la existencia de un peligro comunista en Nicaragua. Además, en 1985 el escenario político internacional parecía dominado por el terrorismo, lo que provocó el bombardeo de un país, Libia, cuyo líder, Gaddafi, parecía ser su principal promotor.

La operación fue bien recibida por la opinión pública norteamericana, pero no consiguió, en cambio, el apoyo de los aliados europeos. Consecuencia de una serie de operaciones terroristas fue el hecho de que grupos de ciudadanos norteamericanos quedaran como rehenes en las manos de fundamentalistas, de los que se pensaba que podían ser influidos por las autoridades iraníes. Todas estas circunstancias explican el asunto Irangate sin que sea posible precisar por completo el grado de conocimiento preciso que tuvo de todo ello el presidente, que no parece haber sido demasiado consciente de lo acordado aunque lo autorizó con su firma en varias ocasiones; parece que desde luego no midió las consecuencias de lo que se decidió hacer. Tanto el secretario de Estado como el de Defensa se mantuvieron en oposición a la operación. Sentados estos antecedentes, ya puede explicarse en qué consistió. En la primavera de 1985, los norteamericanos convencieron a Israel de que vendiera armas norteamericanas a Irán, a cambio de que se facilitara la liberación de los prisioneros que estaban en poder de los terroristas; luego, los Estados Unidos repondrían esas armas. Se pretendió incluso por este procedimiento establecer un contacto con los elementos más moderados del régimen iraní. Además, se utilizó un procedimiento paralelo para financiar a la "contra" nicaragüense. Parte de las cantidades cobradas de los iraníes fue a parar a la guerrilla anticomunista, cuando existía una "enmienda Boland", aprobada por el Congreso, que desautorizaba este tipo de ayuda.

Toda la operación, pensada con una indudable megalomanía, adquirió en ocasiones ribetes de opereta cómica. Los enviados norteamericanos tardaron mucho en conseguir la liberación de los rehenes porque ni siquiera eran capaces de establecer contacto con las más altas autoridades de Irán. Al mismo tiempo, las comisiones cobradas por los intermediarios resultaron ser de mayor importancia que las cantidades que llegaron a la "contra". El informe Tower, elaborado por el Congreso, aseguró que Reagan "parecía no haberse dado cuenta" de lo que había hecho, pero fue la primera ocasión en que el presidente quedó en entredicho y esa misma frase resultaba ya gravísima para él. En tan sólo unos meses, el presidente vio cómo la altísima tasa de aprobación del 70% que había alcanzado se desplomaba hasta el 46%. Además, el informe del Congreso reveló la existencia de unos circuitos de acción paralelos a los gubernamentales, de los que formaban parte personas, como el teniente coronel North y el almirante Poindexter, caracterizadas por una peculiar mentalidad de fervor religioso, nacionalismo y militarismo, hasta constituir una especie de CIA paralela, que se permitía interpretar la posición del presidente, decidir al margen del legislativo, mentir y ocultar operaciones ilegales. Aparte del Irangate, que por un momento pareció poder acabar con Reagan de la misma manera que el Watergate había concluido con Nixon, pronto la política económica de Reagan empezó a naufragar.

El déficit empezó a crecer de forma espectacular, de manera que Estados Unidos, que no hacía tanto tiempo era el primer acreedor del mundo, se convirtió en el primer deudor. El incremento de la deuda durante el mandato de Reagan decuplicó el producido durante cualquier otro período presidencial. Hubo, además, un fenómeno de especulación bursátil que, si creó unas expectativas espectaculares por algún tiempo, a través por ejemplo de los arriesgadísimos "junk bonds" o "bonos basura", luego llevó a un resultado aparentemente catastrófico. En octubre de 1987 se produjo un "crash" bursátil y en una semana la Bolsa perdió el 13% de su valor. Se daba la circunstancia, además, de que una reforma fiscal que había disminuido la progresividad parecía al mismo tiempo haber puesto en peligro la estabilidad del presupuesto y los avances de la legislación social. En definitiva, a la altura de 1987, el mandato de Reagan parecía haber implosionado, destruyendo al Presidente Teflon. Por una ironía del destino, quien salvó a Reagan -o contribuyó de forma decisiva a ello- fue su peor enemigo de siempre: el comunismo. Durante su primer mandato, Reagan se había negado a tener contactos con los soviéticos, hasta el extremo de que vedó al embajador de la URSS una discreta entrada al Departamento de Estado que utilizaba en los momentos en que quería tener una entrevista reservada. El presidente podía tener una vaga idea acerca de cómo quería que fueran las cosas pero no, en cambio, una verdadera política exterior; por ello, no llegó a mediar en las diferencias entre Shultz y Weinberger en esta materia.

La Iniciativa de Defensa Estratégica nació de un buen deseo (o, quizá, de alguna película de ciencia ficción que hubiera visto el presidente), pero no la consultó con casi nadie en absoluto y probablemente era por completo impracticable. En esta materia como en otras, Reagan trataba el "conocimiento como si fuera una cosa peligrosa para sus convicciones". No tenía reparos en autodefinirse como una especie de "sheriff" empeñado en imponer el orden en el pueblo, lo que irritaba a cualquier gobernante europeo medianamente sofisticado. Sin embargo, disponía también del arma del buen sentido a su favor: su deseo de evitar un holocausto nuclear o de hacer que Estados Unidos tuviera un escudo protector contra los misiles lo testimonian. En otras ocasiones, no obstante, convertía en posibles sus simples deseos. Tenía unas convicciones tan fuertes que simplificaba al extremo, pero esto le hacía llegar a la opinión pública. Todos estos rasgos de su personalidad hacían muy difícil imaginar que Reagan pudiera llegar a ser protagonista del final de la guerra fría, tal como veremos que acabó sucediendo. En este hecho, aunque parezca inconcebible, hubo también factores individuales de primera importancia. En el fondo, Reagan era un solitario: a su lado tenía solamente una persona amiga, con la que se había casado. Su mujer, Nancy, jugó un papel de primera importancia para convencerle de que podía concluir su presidencia con un esfuerzo por liquidar la confrontación de las dos superpotencias.

Pero, como es natural, mucha mayor importancia tuvo para él descubrir en Gorbachov, un personaje tan magnético como él mismo, a una persona que podía ser un compañero creíble en esta empresa. El mérito de Reagan fue, a pesar de su edad, el de ser capaz de testimoniar apertura ante esta posibilidad. La rápida mejora de las relaciones internacionales contribuyó de manera decisiva al definitivo "final feliz" de la presidencia de Reagan. Además, con el transcurso del tiempo, cambió también la situación económica. El propio Congreso votó una disposición, la Ley Gramm-Rudman, destinada a combatir el déficit público y enjugarlo. Al final de la etapa de Reagan, se habían crea do en los Estados Unidos unos dieciocho millones y medio de empleos, mientras que la inflación había descendido de un 12.5% a un 4.4%. Subsistían los interrogantes acerca de una economía que parecía en exceso especulativa y que, sobre todo, suscitaba serias dudas acerca del comportamiento ético en materias económicas de quienes estaban en los aledaños del poder. Aunque Reagan fuera personalmente honesto, varios de sus colaboradores se beneficiaron en ese terreno de relaciones privilegiadas con el poder político. Al mismo tiempo, no cabe duda de que el presidente consiguió lo que en su momento también había logrado aquel político de su país al que trató de imitar, Franklin Delano Roosevelt: crear un orgullo nacional, una especie de reconciliación de Estados Unidos consigo mismo.

Claro está que lo hizo de un modo que permitió la cristalización de una visión conservadora en la antítesis de lo que había sido la contracultura de finales de los años sesenta. Esta visión conservadora pudo tener una vertiente positiva en lo que respecta a la recuperación de los valores familiares, por ejemplo, o, en el terreno cultural, la denuncia de una cultura banal y simplificadora de que fue muestra el éxito conseguido por el libro de Allan Bloom The closing of American Mind (1987). Pero, al mismo tiempo, el inconveniente de la herencia de Reagan fue la perduración e incluso el incremento de la influencia de una derecha que se significaba por no establecer una verdadera distancia entre los principios religiosos y la presencia o actuación en la vida política, al tiempo que se revolvía en contra del intervencionismo del Estado. En ella se daba, por tanto, la paradoja de un extremado liberalismo -en el sentido europeo- en materias económicas y un autoritarismo en las culturales y morales. Esta herencia ha durado hasta el momento presente. George Bush, sin embargo, no perteneció a este mundo o, al menos, no se identificó plenamente con él. Pocos presidentes de los Estados Unidos han llegado a su cargo con tan amplia experiencia como la suya. Había sido un colaborador muy estrecho de Reagan en la vicepresidencia y tenía, al llegar a ella, una larga experiencia como embajador, director de la CIA y vicepresidente. El principal fallo en su carrera política fue que sólo había ganado una elección popular al Congreso.

Cuando tuvo la pretensión de aparecer como un rico texano del petróleo, en definitiva, una especie de populista, aunque dotado de medios económicos, no consiguió acabar por perfilar esa imagen. En realidad, era un prototípico miembro del "establishment" aristocrático de la Costa Este y sus intentos por aparecer como otra cosa fracasaron por completo. Se dijo de ellos que era como si María Antonieta pretendiera ser una lechera (tal como intentó transfigurarse a fines del XVIII). Quayle, la persona que eligió como vicepresidente, fue un peso ligero que era capaz de, equivocándose, leer un discurso sobre una materia distinta de aquella sobre la que se hablaba en el Senado o que demostraba no saber siquiera deletrear palabras elementales. El sí estuvo relacionado de forma clara con la derecha religiosa ya mencionada. Presidente y vicepresidente estuvieron siempre a años luz de la capacidad de llegar a la opinión pública que tuvo Reagan. Pero no tuvieron problemas para vencer a los demócratas, que no acababan de encontrar su camino tras la etapa reaganiana. En efecto, en la elección presidencial de 1988 los demócratas volvieron a tener como candidato a Gary Hart, representante de la nueva cultura tecnológica y de un nuevo modo de concebir la política del Partido Demócrata, pero tras una etapa prometedora acabó por hundirse por su agitada vida sentimental y por su insinceridad al dar cuenta pública de ella. Por su parte, Dukakis ofreció un perfil del Partido Demócrata que pretendía ser nuevo a base de diluir las líneas maestras que le habían diferenciado en el pasado: llegó a decir que la campaña electoral no era un problema de ideas sino de competencia personal de los candidatos.

Siguiendo una pauta que ya venía de lejos, pero que se aceleró en los años noventa, los mensajes propagandísticos, sobre todo los de televisión, resultaron en 1988 de una extraordinaria simplicidad, limitándose a tan sólo nueve segundos de duración. A ello se sumó el empleo de procedimientos más que dudosos para caracterizar al candidato demócrata: Dukakis fue destrozado como alternativa, al ser presentado como una persona excesivamente blanda en lo que se refería al orden público. La presidencia de Bush estuvo concentrada de forma especial en los problemas de política exterior en el momento en que se producía el final de la guerra fría y aparecía un nuevo orden mundial que se descubrió más inestable de lo que podía pensarse. Ya veremos que la labor del presidente no careció de méritos que, además, le fueron reconocidos en las encuestas. Durante la Guerra del Golfo, Bush llegó a tener una aceptación del 91% en la opinión pública norteamericana. Sin embargo, el país estaba más dividido de lo que se podía pensar, como se demuestra por el hecho de que Bush logró un apoyo no tan marcado en el legislativo norteamericano. Pero, además, con el paso del tiempo se descubrieron aspectos negativos de la actuación anterior de Bush, contra quien se volvió esa trayectoria anterior como gobernante que había contribuido a darle la victoria. No sólo había sido partidario de entregar armas a Irán, sino también al propio Iraq.

Además, aunque sin duda en este punto se exageraron sus responsabilidades, tan sólo unos días antes del estallido de la guerra había dado aparentes seguridades a los iraquíes de que no deseaba enfrentarse a ellos, lo que pudo estimular la agresividad de Sadam Hussein. Pero, sobre todo, lo que hizo imposible la reelección de Bush fue el hecho de que su política interior fuera pésima. Después de haber prometido solemnemente que no incrementaría los impuestos -incluso lo hizo deletreando y pidiendo que se leyeran sus labios al pronunciar estas palabras- lo hizo luego sin ningún reparo dando lugar a la subida más grande de la Historia. Su reacción ante la crisis económica se resumió en declaraciones consistentes en decir que ya pasaría o que en el fondo no era tan grave. A los ocho meses de la Guerra del Golfo, no le apoyaba más que el 40 % de los norteamericanos. En las elecciones fue derrotado y es difícil que los historiadores del futuro no vean en su presidencia otra cosa que una especie de apéndice o apostilla final de la etapa de Reagan. Las elecciones de 1992 revisten un interés excepcional en la Historia norteamericana, no sólo porque en ellas se interrumpió el ciclo de doce años de presidencia republicana. Fueron, por así decirlo, como una especie de juicio retrospectivo acerca de los sesenta, percibidos desde ópticas muy contradictorias: bien desde la óptica del idealismo y la voluntad de renovación de aquellos años, bien desde la vertiente de la contracultura y el deseo de romper con los modos tradicionales de concebir la vida.

Por otro lado, la desafección creciente en torno al sistema político tuvo como consecuencia la aparición, por vez primera en mucho tiempo, de un tercer candidato al margen del republicano y el demócrata. Como veremos, a pesar de resultar derrotado, este tercer candidato imprimió un giro decisivo a la política norteamericana. Bill Clinton fue un candidato demócrata ideal para conseguir los votos situados en el centro. Eso ofrecía de él una imagen borrosa y demasiado blanda, porque parecía cualquier cosa a cualquier persona pero le permitía acceder a una parte del electorado poco accesible hasta estos momentos para los demócratas. Como se verá, a todo ello sumó una capacidad para elaborar un programa renovador que le hacía aparecer como un demócrata nuevo. Pero, en realidad, su victoria se explica por las limitaciones de los demás tanto en el campo demócrata como en el republicano. Al igual que Carter, era un demócrata del Sur, gobernador de su Estado, que ganó porque en el momento en que se presentó dejó de hacerlo el candidato más imaginable y popular (Kennedy, en el primer caso, y Cuomo, gobernador de Nueva York, en el segundo). Carter y Clinton, cada uno en su momento, consiguieron la victoria a pesar del predominio político de los republicanos, por razones derivadas de acontecimientos concretos, como el Watergate, en el primer caso, o la recesión, en el segundo. Los dos vencieron a candidatos que no se libraron de la sombra que sobre ellos pesaba.

Ford no hizo olvidar el recuerdo de Nixon, ni Bush el de Reagan. Clinton sólo tenía cuarenta y cinco años cuando llegó a la presidencia, pero llevaba doce como gobernador de Arkansas. Nacido hijo póstumo en 1946, tuvo una infancia poco feliz, con una madre y un padrastro de relaciones más que tormentosas. Su interés por la política fue muy temprano. Estudió en Georgetown, Oxford y Yale, en el momento en que Estados Unidos vivía la tragedia de la Guerra de Vietnam y su actitud al respecto fue muy definitoria. Quería dedicarse a la política y no deseaba ir a la guerra, pero posiblemente temía también ser acusado de falta de patriotismo. Al final, como tantos otros jóvenes norteamericanos, evitó el alistamiento por procedimientos más o menos tortuosos. En ningún caso, puede ser descrito como un joven idealista que corriera peligros graves por haberse enfrentado a la Guerra de Vietnam, pues no solamente no vivió lejos del "establishment", sino que siempre estuvo próximo a él. Así pudo convertirse en 1978 en el gobernador más joven de su Estado natal de Arkansas en las últimas cuatro décadas, después de haber sido previamente fiscal en el mismo. Derrotado en 1980 -en ese momento fue el tercer gobernador de Arkansas en un siglo que no consiguió un segundo mandato, lo que no hacía pensar en un futuro prometedor- volvió al poder en 1983, desde donde se fue construyendo una popularidad más allá de los límites de su Estado.

La estrategia con la que lo logró merece ser reseñada porque la mantuvo con posterioridad y porque resulta muy representativa de los cambios producidos en la reciente política norteamericana. Evitando enfrentarse con la prensa abrumó a la opinión pública a través de los anuncios televisivos al mismo tiempo que llevaba a cabo encuestas permanentes que le permitían seguir paso a paso los cambios de aquélla e ir adaptando sus propuestas programáticas a sus deseos. Como Reagan, pero de una forma diferente a la suya, fue un gran comunicador y una máquina de ganar elecciones: a la altura del año 1988, había hecho quince campañas electorales en tan sólo catorce años. En otro punto, su relación con su mujer fue también testimonio de los cambios acontecidos en la sociedad norteamericana. Pocos ponían en duda que su cónyuge -la abogada Hillary Rodham- tenía mayor capacidad intelectual que él, una vida profesional que le permitía obtener mayores ingresos e incluso una voluntad más decidida y una capacidad de mando superiores a las de su marido. La campaña electoral de Clinton fue realizada a base de dar importancia a lo que lo tenía para el elector ciñéndose a los resultados de las encuestas. "It's the economy, stupid" fue la divisa interna de quienes colaboraron en ella. Además, el candidato siempre tuvo la preocupación de tratar de llegar a los electores demócratas que habían abandonado su campo durante los tres cuatrienios anteriores. Un aspecto novedoso de la campaña de 1992 consistió en el papel atribuido al comportamiento sexual del candidato demócrata.

Clinton fue acusado por su comportamiento con las mujeres y no sólo él sino también su esposa tuvieron que dar explicaciones públicas acerca de su relación y de las repetidas infidelidades de aquél. Todo ello fue producto de una sociedad que ansiaba cada vez más la transparencia informativa incluso en comportamientos individuales que no afectaban en nada a la política. También los medios de comunicación jugaron un papel muy importante en lo que respecta a la candidatura independiente del millonario y self-made man Ross Perot que, en realidad, fue lanzado ante la opinión por el programa televisivo de entrevistas Larry King Live. Perot hizo propuestas innovadoras en todos los terrenos y resultó un buen testimonio del cansancio generalizado respecto a la política tradicional. Lo más sorprendente es que en el momento de la elección llegara a nada menos que el 19% de los votos tras haber estado muy por encima de esta cifra. En adelante, cada uno de los partidos tradicionales tuvo que pensar en la necesidad de vencer al adversario conquistando estos votos. Entre los republicanos, cada vez tenía más importancia la extrema derecha religiosa (a través de candidatos como Robertson o Buchanan). No tenía, por el momento, la posibilidad de triunfar, ni tan siquiera de imponer un cambio de rumbo a la candidatura presidencial propia pero constituía un factor de creciente importancia en la vida pública. Bush como candidato presidencial resultó ser un desastre: de él se dijo que no parecía siquiera tener claro por qué debía ser elegido.

Además da la sensación de que intentó utilizar procedimientos sucios contra su adversario, como ya había hecho con Dukakis. Pero de poco le sirvió: consiguió menos votos que ningún otro candidato en el campo republicano en los últimos tiempos. Durante los primeros meses de la presidencia de Clinton pareció existir una permanente sensación de inestabilidad. El nuevo presidente no tenía equipo y acudió a Washington con una marcada inexperiencia acerca de cómo se hacía la política presidencial pero, al menos y a diferencia de Carter, con la conciencia de que debía llegar a aprender. Tenía, al menos, un programa sugerente que hacía patente su deseo de aparecer como un nuevo tipo de demócrata en ruptura con el modelo del New Deal. En vez de patrocinar programas sociales a base de incrementar el gasto público social, propuso diversas medidas que suponían el reaprendizaje profesional a lo largo de toda la vida, la reinvención del gobierno, el estímulo económico a la innovación tecnológica, la mejora de los programas de sanidad (una de las deficiencias más patentes de la vida pública norteamericana), la ecología y la reducción del déficit, creciente preocupación de la opinión pública. Si este programa no rompía de forma radical con la etapa reaganiana, al mismo tiempo demostraba la voluntad de restaurar entre los norteamericanos un sentido de comunidad. Pero la inseguridad y los errores de Clinton a lo largo de muchos meses, que se desgranaron en incidentes variados (apoyo a los derechos de los homosexuales en el Ejército, por ejemplo), tuvieron como consecuencia un rápido deterioro ante la opinión pública.

En las elecciones legislativas de 1994, los republicanos consiguieron una victoria casi arrolladora en el Congreso y en el Senado. De los 73 nuevos congresistas republicanos, la mitad suscribía los principios de la llamada "coalición cristiana" con una característica identificación entre religión y política. Pero los republicanos triunfantes acudieron también con un programa novedoso en otros aspectos. Newt Gingrich, su líder, había propuesto "un contrato con América", programa innovador que tenía no poco que ver con propuestas de Perot y con la renovación de la vida política. A pesar de esas circunstancias desfavorables, en 1996 Clinton salió reelegido por el procedimiento de volver a aquellos métodos de campaña permanente que le habían hecho gobernador de Arkansas. Esto y sus éxitos económicos compensaron la nueva erupción de escándalos que hubo de padecer y explican el balance positivo de su presidencia. Su sucesor en el cargo será George W. Bush, hijo del también presidente George Bush, quien venció en unas reñidas elecciones al candidato demócrata Al Gore, vicepresidente del gobierno Clinton.

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