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Postmodernidad

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El origen de cuanto antecede puede ponerse en relación, al menos remota, con la caída del comunismo, pero ésta ha jugado, sin duda, un papel decisivo en la configuración del orden internacional que también se presenta de modo paradójico, con interrogantes acerca de si la nueva panorámica de las relaciones entre potencias se inclina hacia la estabilidad o hacia la conflictividad. De cualquier modo, los efectos de la revolución de 1989 fueron, en este terreno, inmediatos. Desde 1985, lo dominante en el orden mundial ya no era la coexistencia pacífica, sino una coexistencia pacificada. Así, se ha podido hablar de un "tiempo de los abrazos" entre los representantes de los Grandes, una serie de reconciliaciones sucesivas en los más diversos escenarios. Pero luego, a partir de 1990, el escenario internacional presenció la aparición de conflictos tan graves como inesperados. "Después de ellos -es decir, del duopolio norteamericano-soviético-, el diluvio", fue el nuevo diagnóstico. En febrero de 1986, Gorbachov describió la Guerra de Afganistán como "una herida sangrante". En cinco años, los votos contrarios a la URSS en la ONU habían pasado de 104 a 122. Ya en 1988, Gorbachov anunció que aquella guerra concluiría en mayo de 1989. La retirada se llevó a cabo finalmente en el momento previsto, dejando como herencia 13.310 muertos de la antigua URSS y un país enzarzado en una permanente guerra civil.

En segundo lugar, el líder soviético hizo evolucionar la política de su país en el sentido de silenciar la cuestión de Jerusalén, mencionando tan sólo la necesidad de existencia de un Estado palestino. Si esto alivió las tensiones, en realidad tan sólo después de la Guerra del Golfo se planteó la posibilidad de una solución. En octubre de 1991 tuvo lugar la Conferencia de Madrid y, en junio de 1992, el laborista Shamir ganó las elecciones en Israel. En septiembre de 1993, tuvieron lugar las Conversaciones de Oslo que concluyeron con el mutuo reconocimiento entre Israel y la OLP. En octubre de 1994, Jordania firmó la Paz con Israel, como ya lo había hecho Egipto. Pero el avance hacia la paz definitiva estaba destinado a manifestarse muy lento. La distendida situación internacional de fines de los años ochenta también favoreció la solución de problemas que parecían irresolubles en otro momento. En África del Sur, todavía en 1984 se habían producido 200 muertos en incidentes raciales; pero en 1989 el clima había cambiado de forma sustancial. En este momento, la población negra tenía ya la mitad del poder de compra y el 70% de los blancos votó por partidos que apoyaban la idea de concederle a aquella mayoría cierto grado de poder político. En diciembre de 1988, se produjo la retirada militar de Angola, tras un pacto entre Sudáfrica, Cuba (que tenía 50.000 soldados destacados allí) y Estados Unidos.

Namibia alcanzó la independencia en marzo de 1990 y en el nuevo Estado pasaron a dominar los miembros de la antigua guerrilla, pero conviviendo con el resto de los sectores políticos. En enero de 1989, Botha se retiró de la política sudafricana y en marzo de 1992 tuvo lugar un referéndum entre la población blanca, cuyo resultado fue que el 68% de la misma se mostró a favor del programa de reformas. En abril de 1994, tuvieron lugar las primeras elecciones multirraciales. El Partido Nacional del reformista De Klerk obtuvo dos tercios del voto blanco y casi todo el de los mestizos y de los asiáticos, lo que equivalía al 25% del total. El Partido del Congreso logró el 60%, dominando en siete de las nueve regiones del país, pero no alcanzó los dos tercios del voto que le hubieran permitido gobernar sin contar con los demás. De esta manera se produjo también una transición, antes impensable, hacia la democracia. En cuarto lugar, se produjo la desaparición de gran parte de los conflictos en el Extremo Oriente. En mayo de 1991, se alcanzó un acuerdo que solucionaba el contencioso territorial entre Rusia y China y, en octubre de 1991, el final de la cuestión de Camboya, donde en mayo de 1992 fue restablecido Norodom Sihanuk. En diciembre de 1991, fue suscrito un acuerdo entre las dos Coreas. Finalmente, para concluir esta panorámica general, debe anotarse que tuvo lugar la estabilización de la América Latina.

En 1992, sólo Cuba mantenía un régimen dictatorial, con el problema añadido de su estrecha dependencia del comercio con los antiguos países del Este. En 1990, por su parte, había quedado encauzada ya la situación política en Nicaragua, tras la victoria de los partidarios de la democracia. A la hora de hacer un balance del siglo XX con la vista puesta de modo especial en sus últimos años, es preciso recordar que desde 1991 la Humanidad ha vivido en unas condiciones radicalmente distintas de las precedentes desde 1945 en lo que atañe a las relaciones internacionales. La conciencia de este cambio es generalizada pero su contenido parece mucho menos claro de lo que se pudiera pensar en principio. Como veremos, una de las interpretaciones acerca de lo que ha ocurrido en las relaciones internacionales es que se ha llegado a la adopción de los principios comunes de lo que derivaría la paz universal. Una observación de la situación presente hace también pensar que, más que el final de la Historia, lo que se ha producido es su retorno, en el sentido de que reaparecen ahora conflictos de largas raíces, por el enfrentamiento de civilizaciones o la reaparición de disputas entre naciones. También se puede interpretar que lo sucedido fue no tanto el fin de la Historia como el de la Prehistoria, en el sentido de que se esfumó una confrontación de sistemas que ya carecía de sentido alguno, porque desde hacía mucho tiempo era evidente la superioridad moral y funcional del vencedor.

Gran parte de la sensación de desconcierto existente deriva de que la Humanidad no estaba preparada desde el punto de vista intelectual para la desaparición del comunismo como alternativa. Teniendo en cuenta la desaparición de muchos otros Imperios, como el austrohúngaro, se podía prever que la caída del soviético se produciría con una mayor violencia. La opinión pública de los países democráticos ha experimentado, en consecuencia, alternativos períodos de optimismo y de pesimismo, unos y otros, desmesurados. La especulación respecto al futuro se ha convertido en una especie de pasatiempo obligado de ensayistas y especialistas. En la actualidad, el horizonte se muestra de una manera que, si por un lado parece radicalmente distinto a como lo fue entre 1945 y 1989, al mismo tiempo no sabemos en qué consistirá el futuro, ni siquiera de un modo aproximado. Lo que ya parece evidente es que resultan injustificadas unas ilusiones milenaristas de no hace tanto tiempo. El presidente norteamericano Bush anunció en el momento de la caída del comunismo que había nacido un nuevo orden mundial y que "el reino de la ley y no la ley de la jungla" gobernaría en adelante la conducta de los pueblos. Se atribuyó, además, el mérito del cambio producido al decir que la guerra fría no había concluido por ensalmo sino que había sido vencida. Pero su deseo profético se vio casi inmediatamente incumplido con el estallido de la Guerra del Golfo.

En teoría, esa visión idílica podía parecer fundamentada, pero no se ha producido en absoluto una difusión de la libertad y de la paz estables, tal como parecía deducirse de esas palabras. En poco tiempo, hemos descubierto que la libertad era mucho más complicada de conseguir y la paz estaba menos segura de lo que podía pensarse. También se ha hecho patente que muchas de las especulaciones que fueron hechas en el inmediato pasado respecto al previsible rumbo de los acontecimientos no se han cumplido. Una tesis muy popular en los medios liberales de comienzos de siglo presuponía la difusión indefinida de la libertad y la democracia en el mundo: en 1910, la Enciclopedia Británica consideraba erradicada la tortura de Europa cuando, pasados unos años, vendrían la revolución rusa y el fascismo. En el fondo, esta interpretación fue proseguida por Francis Fukuyama cuando proclamó su tesis del "fin de la Historia" como consecuencia de la caída del comunismo. En un artículo que escribió con ese título dio por supuesto que el papel del marxismo (o de cualquier otra teoría revolucionaria) se limitaría a algunos países subdesarrollados o a algunas Universidades sofisticadas del mundo occidental como, por ejemplo, las de la costa Este de los Estados Unidos. En un libro posterior, con idéntico título, opinó que podría haber retrocesos y desilusiones en el proceso de democratización mundial, porque "lo que aparece como victorioso no es tanto la práctica liberal como la idea liberal".

Claro está que en estos términos genéricos una declaración como la transcrita puede aceptarse, pero la previsión inicial que hizo Fukuyama fue mucho más inmediata y directa. También los futurólogos de los años sesenta previeron un desarrollo económico indefinido que tuvo el peligro de no situar en el horizonte de lo inmediato las posibles y aún probables crisis cíclicas. Mucho menos justificada todavía parece la teoría enunciada por algunos prestigiosos sociólogos de esa misma época -Aron, por ejemplo- que presagiaron una coincidencia final del sistema capitalista y el comunista. Si la evidencia empírica prueba que a largo plazo esas previsiones no se cumplieron y tampoco, en un plazo más corto, las de Fukuyama, algo parecido cabe decir de las teorías de otros escritores. Paul Kennedy, un profesor norteamericano, señaló que a su país le amenazaba el peligro derivado de querer abarcar demasiado en el terreno militar y en sus compromisos exteriores; de ahí podía derivar el final de su hegemonía mundial como le ha sucedido en la historia a muchos otros Imperios. Por otro lado, según Kennedy, otros países de Asia Oriental -como Japón, Taiwán o Corea del Sur- estaban en mejores condiciones de cara al futuro, por su elevado nivel educativo y su cohesión social de las que carecía el suyo. La realidad es que Estados Unidos sigue siendo no sólo la primera potencia mundial sino también el gendarme universal y su decadencia económica está lejos de producirse.

Finalmente, por acabar una relación que podría convertirse en interminable, puede parecer más acertada la tesis defendida por Huntington acerca del nuevo orden mundial. Frente a un mundo bipolar, este sociólogo vio en el horizonte, unos años después de la caída del comunismo, un mundo multipolar por la existencia de civilizaciones a menudo contrapuestas no sólo en intereses sino, sobre todo, en concepción de la vida. Con la caída del comunismo, no habría llegado una civilización universal sino la floración de media docena de realidades distintas, a menudo enfrentadas entre sí. Sería entre ellas donde tendrían lugar los conflictos, mucho más regionales que globales. La causa esencial sería la divergencia e incompatibilidad de identidades contrapuestas, por lo que en la "línea de falla" de choque entre dos civilizaciones sería aquel punto donde existiría un mayor peligro de confrontación. Huntington concluyó que esta multipolaridad obligaba a la civilización occidental a evitar un intervencionismo excesivo que pudiera provocar la multiplicación de los choques. Debía, al mismo tiempo, procurarse el encuentro de puntos de coincidencia entre las civilizaciones. Pero la occidental no es, según él, una más de las posibles. Si la diversidad no va a desaparecer con el transcurso del tiempo, la civilización occidental ha sido, sin lugar a ninguna duda, la única que ha hecho posible la libertad individual. Esta afirmación es cierta y debe ser tenida en cuenta para evitar la carencia de criterio que sería juzgar a todas las civilizaciones por idéntico rasero.

La explicación de Huntington, por otro lado, encierra gran parte de verdad, pero se refiere tan sólo a una parte de las realidades que hoy vemos en el escenario internacional presente. Fukuyama ha señalado que es muy improbable que el actual conflicto entre nacionalismos llegue a tener una importancia y unas consecuencias parecidas al de 1914. Según él, lo más probable es que, pasado algún tiempo, este género de conflictos desaparezca. Pero sólo el futuro acabará por probarlo. El paralelismo con otras situaciones históricas anteriores hace pensar, ante todo, que nos encontramos en una de esas fases históricas en las que se ha producido la quiebra de un sistema de relaciones internacionales sin que al mismo tiempo haya acabado de surgir uno nuevo. "Se diría que el mundo antiguo concluye y que el nuevo comienza", escribió Chateaubriand tras las guerras napoleónicas. Cuando, por ejemplo, hablamos del sistema de Yalta no solemos tener en cuenta que, desde la reunión en aquella ciudad soviética de los llamados "Grandes" hasta la definitiva consolidación de unas relaciones internacionales surgidas en ella transcurrieron unos años, que fueron los más caóticos y peligrosos de la historia de la guerra fría. Todo ello por la sencilla razón de que no estaba en absoluto claro cuáles eran las reglas, escritas o no escritas, a las que debía someterse el comportamiento de las potencias. Algo parecido nos sucede en el momento presente y hay que renunciar a pensar que en un plazo de tiempo breve vaya a ser posible la emergencia de un nuevo orden internacional absolutamente estable.

Como ha escrito un historiador de una de las guerras mundiales, después de una larga guerra es imposible hacer una paz rápida. Como sucedió en 1919 y en 1945, lo que hubo inicialmente en 1991 fue una visión triunfalista del futuro. Luego, por el contrario, ha existido una sensación creciente de perplejidad, entre otros motivos porque la conciencia de victoria ha sido muy limitada. Se ha recordado, además, lo escrito por el poeta Cavafis sobre el final del Imperio romano. Los "bárbaros", es decir, un mundo inferior pero amenazador por su potencia bruta, eran "una especie de solución" en el sentido de que proporcionaban una interpretación plausible y estable del escenario internacional. Ahora, en cambio, esa visión se ha resquebrajado. La Humanidad, no obstante, no debería pasar por alternativas de optimismo y pesimismo, sino más bien constatar la realidad y tratar de obtener de ella los mejores resultados posibles, sin pretender que en un brevísimo espacio de tiempo se realice de forma completa y absoluta el ideal de la paz y la libertad universales. De momento, habría que partir de que una situación que suele describirse como "el nuevo desorden mundial", en contraposición a lo imaginado por Bush, no tiene tantos rasgos negativos como estos tres términos unidos podrían hacer pensar. El sistema bipolar nacido de la guerra fría partía de un enfrentamiento tan absoluto que, al menos en teoría, hubiera podido llevar en cualquier momento a la guerra mundial con un resultado devastador.

El arma atómica lo impidió, porque su mera existencia aseguró la disuasión. La certeza de que si se producía un choque frontal se ponía en peligro la supervivencia de la Humanidad tuvo como consecuencia que el conflicto se trasladara a la periferia del mundo civilizado y que, además, nunca concluyera con el recurso al arma nuclear, aunque en los años cincuenta se aludió a ella como una eventualidad, con el propósito de aterrorizar al adversario. Hubo, por lo tanto, "gesticulación nuclear", no sólo en los momentos en que se esgrimía la bomba, sino también cuando se desplegaba una nueva arma por considerar obsoleta la precedente. El arma nuclear, en definitiva, permitió a Occidente desarrollarse conservando sus principios, al mismo tiempo que esperaba a que las contradicciones internas del comunismo lo eliminaran como alternativa. Eso fue lo previsto por Kennan en torno a 1947 y los acontecimientos de 1989 han probado que este juicio prospectivo estaba fundamentado. El holocausto nuclear fue posible en ese pasado. Pero, en la práctica, desde 1946 no ha habido ni tan siquiera un muerto como consecuencia de la utilización del arma nuclear, mientras que las llamadas guerras convencionales, vinculadas o no a la guerra fría, han causado más de diecisiete millones de víctimas mortales. Por lo tanto, el primer cambio que se ha producido en la Historia de la Humanidad desde 1992 ha consistido en la desaparición de la bipolaridad nuclear.

En el momento actual, se puede decir que vivimos en una era posatómica. En ella se dan dos fenómenos paralelos que establecen una distancia abismal con respecto al pasado. En primer lugar, la disuasión nuclear ya no funciona en absoluto. Con el transcurso del tiempo, a la vez que el debate acerca de un posible desarme nuclear se hacía cada vez más complicado, la conciencia humana consideraba crecientemente incompatible con su sensibilidad la mera posibilidad de utilizar ese arma. Durante la Guerra de Corea, Truman esgrimió el arma atómica, pero durante la del Golfo, Bush no lo hizo: ni tan siquiera Saddam Hussein llegó a emplear sus armas químicas. En un momento en que el holocausto nuclear es ya inverosímil, el arma atómica resulta, por tanto, inútil como instrumento para la paz. Al mismo tiempo, sin embargo, la multipolaridad nuclear no sólo es cada vez más imaginable, sino que se ha convertido en una realidad plenamente vigente. Una quincena de países, de los que más de la mitad están situados en Oriente Medio, tiene ya probablemente la bomba, pero lo más grave es que dispongan también de ella otros que llevan muchísimo tiempo enzarzados en conflictos inacabables, como India y Pakistán. Por otra parte, este recurso al arma nuclear para resolver disputas regionales en absoluto quiere decir que esas potencias sean un rival para los Estados Unidos. En definitiva, el mundo desarrollado es posnuclear cuando una porción creciente del mundo subdesarrollado se está convirtiendo en, al menos, prenuclear.

Ésas son las dos caras de una misma realidad: el arma atómica no garantiza la paz porque no disuade y puede incluso ser un aliciente para chantajear al adversario y favorecer así la mayor conflictividad. Por otro lado y en segundo lugar, la bipolaridad entre comunismo y democracia se ha resuelto con ventaja para la segunda, pero de ninguna manera se puede decir que haya triunfado de manera clara, como pretendía Fukuyama. Cualquier examen de lo acontecido en el mundo desde 1989 debe llevar a la conclusión de que lo sucedido es que el comunismo se ha autodestruido sin que la democracia haya hecho otra cosa que contener su expansión. El tránsito del totalitarismo a la democracia ha producido toda una serie de situaciones intermedias más que la floración de las nuevas instituciones con ese contenido en todos los países excomunistas. Aún once años después de la caída del Muro, el número de países con democracia estable que han pasado antes por la experiencia totalitaria es reducido. La democracia puede parecer el único sistema intelectual y moralmente aceptable, pero eso no supone que se vaya a realizar en la práctica a escala universal de forma inmediata. Desear la libertad y la paz universales es una honesta esperanza, pero considerarlas como inminentes resulta una pretenciosidad y darlas por supuestas resulta una peligrosa imprudencia. Si la Humanidad camina hacia mayores cotas de libertad y hacia unas relaciones entre los países basada en principios y no en imposiciones por la fuerza, lo hace de una forma tan lenta, con unos avances tan minúsculos y susceptibles de traspiés, que pueden tener como posible consecuencia un Hitler o, al menos, un Kosovo.

En suma, cualquier caracterización de la situación internacional presente ha de pasar por constatar que estamos en una etapa intermedia con un orden emergente que no acaba de perfilarse y otro que no ha desaparecido por completo. Las fuerzas de integración o de globalización y sujeción a un orden de principios y las de fragmentación o de conflicto se contraponen sin que, por el momento, resulte previsible que esta situación pueda ser superada a corto plazo. Una situación como la descrita permite, en primer lugar, la aparición de los conflictos entre civilizaciones o entre naciones que pertenecen a áreas distintas, como previó Huntington, pero también otros fenómenos sin los cuales no se entiende la completa realidad del escenario internacional. En cierta manera, por ejemplo, existe una perduración del conflicto bipolar heredado del pasado aunque se produzca en unas circunstancias muy distintas. Rusia se ha convertido en "una superpotencia reducida a la mendicidad", que soporta mal la hegemonía norteamericana pero carece de elementos materiales para contrapesarla, a pesar de intentarlo. En el momento de la caída del comunismo, el liderazgo soviético era lo bastante fuerte como para derrotar a los enemigos interiores pero, al mismo tiempo, débil en el marco internacional, lo que le inducía a ceder ante las potencias democráticas. Hoy, la Rusia poscomunista puede tener la tentación de contrapesar sus dificultades internas con una pretensión de mayor activismo internacional.

Con frecuencia trata de hacer perdurar, al menos, la sensación de un cierto duopolio, pero es siempre ficticio, porque acaba por imponerse la realidad. Por su parte, los Estados Unidos oscilan entre una política de perfil bajo -que busca descomprometerse por el renacimiento de su tradicional aislacionismo o por la esperanza de que otros asuman sus responsabilidades- y otra de intervencionismo en nombre del derecho que, al final, ha acostumbrado a imponerse más como una obligación que como el resultado de una actitud espontánea. Kennan ha llegado a describir la posición de su propio país como la de un diplodocus que chapoteara inmovilizado en el barro. Tan es así que, cuando los especialistas norteamericanos han querido llegar a un acuerdo acerca de los principios que habrían de regir la política internacional propia, no han llegado a un acuerdo teórico. Probablemente, una buena solución a esa incógnita podría ser considerar que los Estados Unidos deberían intentar rehabilitar en todos los terrenos a los antiguos adversarios y empujarlos a continuación a integrarse de forma constructiva en un sistema internacional más propicio a la paz. Pero, en el orden práctico, es difícil saber cómo puede llegarse a ese resultado y, sobre todo, más difícil es todavía saber cómo se debe actuar en la situación intermedia. Cuando se acusa a los Estados Unidos de haberse convertido en una especie de policía universal no parece tenerse en cuenta que, como indicó el general Colin Powell, cuando se necesitan fuerzas de orden público todo el mundo está dispuesto a defender su presencia, aunque critique la situación cuando se vuelve a la normalidad.

Ese gendarme mundial ha cometido errores graves, probablemente debido a su creencia de que podía llegar a todas partes en todo momento, como, por ejemplo, en la intervención en Somalia o en el bombardeo sobre Sudán. Pero su intervención ha sido imperiosamente requerida en Yugoslavia por las permanentes dudas de los países europeos y porque la OTAN ha permanecido como instrumento de seguridad, pero poco adaptado a las necesidades del momento. De cualquier manera, la ausencia de duopolio de poder ha podido dar la sensación a algunos aventureros de que habían desaparecido las reglas o incluso la previsibilidad en el mundo de las relaciones entre países. Eso es lo que explica, por ejemplo, la Guerra del Golfo. En el mundo al que nos enfrentamos, la amenaza de inestabilidad es versátil, cambiante e inesperada como lo fue, por ejemplo, la reaparición del nacionalismo. La esperanza de una paz perpetua, como la que en un momento determinado imaginó Kant, se ha demostrado injustificada a corto plazo y lo que, de momento, tenemos al alcance de la vista es un conjunto de incertidumbres derivadas de un orden internacional inestable. No ya el duopolio ha desaparecido, sino que también han sido cuestionados, por ejemplo, los Estados establecidos, la intangibilidad de las fronteras o el principio de no intervención de unos Estados en otros. El mundo se ha hecho a la vez más fragmentado y más unificado. La fragmentación nace de la existencia de conflictos regionales que, tan sólo si acumulan una dosis de violencia muy importante, provocan la intervención de la comunidad internacional.

Pero también se ha unificado más en el sentido de que cada día la ONU es más solicitada para misiones crecientemente complejas. Todo el mundo acude a ella, cuando la realidad es que en 1995 casi quebró en el terreno económico por no contar con los recursos necesarios. De ella habrá de surgir -está emergiendo ya- un nuevo orden internacional. Fue en el Consejo de Seguridad de la ONU donde por primera vez, en abril de 1991, se hizo presente la novedad más satisfactoria del orden internacional, es decir, el derecho de injerencia en caso de peligro para los derechos humanos. En el verano de 1998, unos ciento veinte países propusieron la creación de un tribunal penal universal que está por plasmarse en la realidad, pero que ya parece una posibilidad no tan remota. En definitiva, por vez primera el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas funciona como estaba previsto en tiempos de su creación, cuando hasta el momento estaba paralizado por la posibilidad de veto. Hoy, sólo una cuestión que afecte a la China comunista puede ser objeto de veto y aún no es seguro, porque la presión económica norteamericana acabaría por evitarlo. De este modo, cabría decir que lo que domina en el mundo es una especie de Santa Alianza, como en la época posnapoleónica, un mundo multipolar en que existe en germen la posibilidad de un futuro Gobierno mundial con capacidad de decisión en todo el orbe. Esa tendencia es visible en muchos otros aspectos de la vida, en el comienzo de un nuevo milenio en que las comunicaciones y la difusión de la civilización industrial fomentan la integración.

En la práctica, las organizaciones no gubernamentales están llevando a cabo una importante labor en ese mismo sentido del intervencionismo en pro del desarrollo. Por otra parte, la lucha contra la violación de los derechos humanos traspasa las fronteras sin necesidad de que se haya establecido el citado tribunal: de hecho, se está juzgando a criminales de guerra de la antigua Yugoslavia, y la experiencia del ex dictador Pinochet en Londres viene a constituir un aviso del destino que pueden correr quienes hayan gobernado de la misma manera que él. Por lo tanto, mucho más que las previsiones acerca del futuro inmediato, lo que interesa es la vigencia de valores que puedan construir un nuevo mundo. La situación resulta tan inédita que, verdaderamente, la Humanidad no ha meditado lo suficiente desde una óptica democrática. Hay que pensar que, si la organización internacional ha empezado a funcionar como nunca lo había hecho, tiene, sin embargo, graves carencias heredadas del pasado: todavía Alemania y Japón aparecen marginadas del Consejo de Seguridad de la ONU, como consecuencia de su derrota en 1945 y a pesar de su importancia económica. Sólo tras la conflictividad inacabable de Yugoslavia se ha planteado la definitiva posibilidad de una fuerza de intervención militar europea. Como en tantas otras ocasiones, la Humanidad está gestando un mundo nuevo, con enormes dificultades y con resultados todavía no definitivamente perceptibles.

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