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Con el telón de fondo del deterioro del liderazgo mundial de los Estados Unidos, la herencia de Nixon gravitó de forma pesada sobre sus sucesores en la política interna norteamericana. Gerald Ford llegó a la presidencia con una reputación de decencia pero inmediatamente perdonó a Nixon, lo que contribuyó de forma poderosa a hacer pensar que en Estados Unidos existían dos varas de medir en lo relativo a la aplicación de la Justicia. Además, se convirtió en el más conservador de los presidentes norteamericanos, llegando a vetar hasta 39 medidas del Congreso del que, paradójicamente, procedía. Le tocó, por si fuera poco, presidir la retirada del Vietnam. Su liderazgo, además, pronto transmitió la impresión de que era un personaje tan gris y se convirtió en moneda corriente juzgarle extremadamente limitado desde el punto de vista intelectual. En el transcurso de un debate televisivo con su contendiente demócrata, Ford llegó a decir que en realidad no existía una dominación soviética en el Este de Europa, lo que le fue muy criticado. Pero, en realidad, el nuevo presidente tenía virtudes objetivas: no era tortuoso, como Nixon, y fue capaz de formar un equipo de Gobierno compacto y que funcionó bien; era amable más que débil y su humildad -dijo ser "un Ford, no un Lincoln", en referencia a marcas de coches pero también a presidentes- fue sincera y bienintencionada.

Jimmy Carter, el candidato demócrata que triunfó en la elección de 1976, tenía un talante moral y populista parecido al de los predicadores que recorrían pequeñas poblaciones en el Sur de los Estados Unidos a fines del XIX. Gobernador de uno de esos Estados, su promoción a candidato, explicable por la ausencia de Edward Kennedy, supuso un intento de moralización de la política internacional norteamericana después del exceso de diplomacia sin principios que había sido atribuida a Kissinger y una inmaculada pulcritud en el comportamiento del Ejecutivo en política interna. Uno de sus principales colaboradores, el secretario de Estado, Brzezinski, le describe en sus memorias como una persona muy decente de gran inteligencia -pero, a veces, de sorprendente ingenuidad- y enorme dedicación al trabajo, hasta la más extremada minuciosidad, pero a menudo de excesiva flexibilidad táctica. En sus memorias, Carter reconoce haber sido ridiculizado por hacer demasiado patente su amor hacia su mujer: con ella discutió los dos versículos de la Biblia que citó en el acto de su toma de posesión. Brzezinski cuenta, además, que leía diariamente con ella la Biblia en castellano, para así mejor avanzar en su conocimiento de los idiomas. Como daba una impresión de ser una especie de predicador religioso, para parecer más humano tuvo que conceder a Playboy una entrevista en la que admitió "haber sentido lujuria", poniéndose con ello en ridículo, al demostrar ser incapaz de darse cuenta de que no tenía sentido pasar de un extremo a otro a la hora de hacer declaraciones.

En realidad, ninguno de los dos candidatos de 1976 fue bueno, por lo menos en la percepción que de ellos tuvieron sus conciudadanos: alrededor del 80% de los norteamericanos no vio altura suficiente en ninguno de los dos. Pero finalmente, quizá por reacción contra la situación anterior, los demócratas ganaron las elecciones con el 51% de los votos y llegaron a dominar los dos tercios del Congreso. Carter obtuvo el 75% de los votos de aquellos para quienes la preocupación predominante era encontrar trabajo, mientras que Ford atrajo a los que temían la inflación. En realidad, ambos problemas tenían semejante envergadura para la política económica norteamericana, pero a ninguno de ellos pareció dar una posible respuesta ninguno de los dos candidatos. "Outsider" de la clase política de Washington, Carter no llegó a convertirse en un "insider" de la misma ni siquiera tras alcanzar la presidencia. De este modo, fue por completo incapaz de influir en el Congreso y ese factor resulta siempre de primera importancia para la labor realizada por un presidente norteamericano. En sus memorias, afirma que la prensa dijo desde un principio que si, como presidente, quería tener una luna de miel con el Congreso, éste parecía no querer tenerla con él. Pero ésa es la única explicación que da de su fracaso, algo paradójico dado que, además, existía entre ambos una identidad de adscripciones políticas que debería favorecer la colaboración. Por si fuera poco, su equipo se caracterizó por la más completa desunión.

El ritmo de las sesiones del Gabinete pasó de 36 al año en el primero de su mandato a tan sólo 6 al final. Los enfrentamientos entre el secretario de Estado y el asesor de seguridad, Brzezinski, mucho más propicio este último a una postura dura respecto a los soviéticos, se tradujeron en frecuentes filtraciones a la prensa. En los momentos decisivos, Carter dio la sensación de ser incapaz de trascender desde una postura moral a una posición política. Cuando se planteó el problema de los precios de la energía, hizo un "speech" que fue una brillante jeremiada contra la difícil situación, pero que no proporcionó, en absoluto, soluciones propiamente dichas. Unos breves apuntes acerca de la evolución de la política exterior confirman el balance negativo de la presidencia de Carter. La política norteamericana respecto a la revolución de Irán fue dubitativa y contradictoria: por un lado, quiso introducir alguna especie de fórmula constitucional en este país, lo que resultaba plenamente coherente con la voluntad de convertir los derechos humanos en uno de los ejes fundamentales de su política exterior, pero en el momento decisivo no llegó a convencer al propio sha de la necesidad de resistir o de enfrentarse a una revolución islámica que alejaba cualquier posible liberalización. También en este punto hubo una división entre los inspiradores de la política norteamericana: Brzezinski, por ejemplo, hubiera preferido un Gobierno militar.

El secuestro de los rehenes capturados por los seguidores de Jomeini en la Embajada norteamericana de Teherán proporcionó una visión de la presidencia definida por la indecisión. Al mismo tiempo, la crisis económica hacía que el paro se situara en el 8%. Sólo el 20% de los norteamericanos estaba de acuerdo con la política seguida en torno a Irán, cuestión en la que, aparte de producirse un intento fallido de rescate de los rehenes, concluyó con los iraníes humillando a la presidencia del país más poderoso del mundo, al negarse a liberarlos hasta que Carter hubo abandonado la Casa Blanca. Este hecho, junto con la invasión de Afganistán por la URSS, en diciembre de 1979, provocaría un importante cambio en la política exterior norteamericana y una modificación en la evolución de su presupuesto de defensa. En dólares reales, los Estados Unidos habían tenido una disminución del 35% en sus gastos militares en los últimos tiempos, mientras que en la URSS había crecido a un ritmo del 4% anual. Cuando, en aquel 1979, el dirigente chino Deng Xiaoping visitó los Estados Unidos, no dudó en lanzar acusaciones a los norteamericanos por no haber parado a tiempo los pies a los soviéticos con una confrontación más decidida en el terreno militar. Con este negativo balance, las posibilidades de Carter de ser reelegido en el año 1980 eran muy escasas. Edward Kennedy, ahora candidato, le presentó como una especie de republicano clónico, mientras que Reagan utilizaba contra él una retórica que pretendía recordar el patriotismo de los norteamericanos, al tiempo que insistía en que los últimos cuatro años habían sido negativos desde el punto de vista económico.

La confluencia entre estas dos críticas necesariamente había de ser devastadora para el presidente saliente. En la elección de 1980, un 40% de los que votaron por Reagan no eran conservadores, sino personas que pensaban que había llegado un momento de cambio para los Estados Unidos. El resultado de la votación fue un abrumador pronunciamiento en contra de una Administración incompetente tanto en política exterior como en la interior. Dos tercios de los electores pensaron que Reagan era más apropiado para mantener una postura dura contra los soviéticos. Al mismo tiempo, el cambio en el clima cultural y espiritual que ya ha sido descrito trajo como consecuencia la preferencia por un candidato que representara esos valores. Reagan consiguió una victoria abrumadora, dejando a Carter tan sólo como vencedor en seis Estados. Un rasgo muy característico de esta elección fue que el 47% del electorado se abstuvo, consagrando una característica que ha resultado, por el momento, irreversible pero que era una novedad entonces: en 1960, dos tercios de los electores todavía votaban. En este momento, los abstencionistas fueron fundamentalmente electores demócratas de clase obrera de la mitad Norte del país. Carter no había conseguido llegar a ellos; además, los sectores más liberales siguieron votando a candidatos de significación demócrata en las primarias, como Jackson, pero no lo hicieron por él. En estas condiciones era muy difícil que pudiera llegar a triunfar.

Su sucesor, Ronald Reagan, a pesar de la simplicidad de su posición política imprimió su sello durante los años ochenta en los Estados Unidos hasta un grado sólo comparable al de Franklin Roosevelt, su héroe político durante su juventud e inicial madurez. Nacido en 1911, Reagan era de origen humilde y problemático: su padre era un irlandés alcohólico que hizo de él un niño infeliz. A lo largo de su juventud, trabajó de salvavidas, locutor radiofónico y, a partir de 1937, como actor cinematográfico. A lo largo de su vida profesional como tal hizo cincuenta y tres películas, normalmente de escasa calidad. Muchas pertenecían al género del "western", que además tenía mucho que ver con sus aficiones: "Nada mejor para el interior de un hombre que el exterior de un caballo", afirma en sus memorias. Dotado de gran capacidad para las relaciones públicas, se convirtió en dirigente del sindicato de actores y eso le llevó a enfrentarse con los comunistas, a los que atribuyó el haber sido marginado por las productoras durante una parte de su vida. Ante todo, un actor Reagan sabía aprenderse su papel y dejarse dirigir y eso, junto con su capacidad para la comunicación, fueron virtudes suficientes para que iniciara una carrera política. En 1960, todavía era un demócrata progresista, pero luego descubrió los males del Estado. Éste -cuenta en sus memorias- tenía seis programas diferentes para promover la producción de huevos y otro más para descubrir qué hacer con los excedentes del mismo producto.

Su espontaneidad y su procedencia de un medio popular le proporcionaron ventajas objetivas para perfilar su carrera política dentro del Partido Republicano. Apoyó a Goldwater y en 1966 decidió convertirse en gobernador de California. El gobernador saliente, el demócrata Brown, le atacó afirmando que mientras él estaba preocupándose por mejorar California, Reagan estaba actuando como artista en una película titulada Bedtime for Bonzo (Bonzo era un chimpancé y desempeñaba el papel protagonista en la película). Pero Reagan triunfó en un momento en que la experiencia política parecía una contraindicación para cualquiera que se quisiera presentar a un puesto de estas características. Su etapa de gobernador en este importante Estado fue positiva: limitando el gasto público devolvió los impuestos hasta cuatro veces y en casi mil ocasiones vetó el gasto decidido por el legislativo. También se dio a conocer por una política de orden público en una Universidad como la californiana que padeció de forma singular el clima revolucionario de los años sesenta. Reagan intentó llegar a la presidencia por vez primera en 1976, pero fue derrotado en las primarias republicanas por pocos votos frente a Ford, al que luego pensó en volver a nombrar vicepresidente. En la campaña, aunque se situaba en el espectro derecho de su partido, supo evitar el exceso de contraposición con sus adversarios (consideró como "el undécimo mandamiento no atacar al correligionario").

Victorioso con un amplio margen en las primarias de 1980, Reagan llegó a la presidencia ya con una edad avanzada, celebrando su setenta aniversario pocos días después de tomar posesión. Su discurso inaugural quiso abrir "un nuevo comienzo" de los Estados Unidos, bajo la divisa de que "el Gobierno no es una solución a nuestros problemas, el Gobierno es nuestro problema". La realidad es que, a lo largo de su presidencia, siempre se demostró capaz de decir algunas frases sobre el excesivo papel del Gobierno en la vida de los ciudadanos pero careció de verdadero programa en materias concretas. Sus intervenciones consistían en bromas ocasionales y sus citas se limitaban a escenas de películas. Además, tenía otros inconvenientes: medio sordo, a veces su sonrisa ocultaba su ausencia. A su ausencia de preparación sumó también la carencia de dedicación: no se leía los papeles; incluso para una reunión crucial con los soviéticos, si había la oportunidad de ver una buena película la noche anterior, la veía, y es posible que alguna de sus propuestas sobre desarme se originara tras haber visto alguna. No estaba mínimamente al día de algunas de las grandes cuestiones que debía tener entre las manos: decía que los ICBM una vez disparados podían ser enviados atrás o aseguraba que los submarinos nucleares no llevaban misiles. Sus colaboradores debieron acostumbrarse a proporcionarle "minimemorias" de tan sólo una página. Por su edad, se retiraba del trabajo a las cinco y media de la tarde, descansaba a medio día y se tomaba como libres los fines de semana largos y extensas vacaciones.

De esta descripción es posible llegar a unas conclusiones caricaturescas acerca de Reagan. Pero la verdad es que, precisamente gracias a que tenía muy pocas ideas, pero disponía de una extraordinaria capacidad para comunicarlas, al explicarlas resultó casi siempre muy convincente. Estas ideas resultaban algo así como un catecismo religioso: no estaban sujetas a cualquier evidencia empírica ni tampoco eran producto de una elaboración sofisticada, pero muy a menudo eran el producto de una honesta y sincera preocupación de una persona que no podía definirse como especialista en nada. Por otro lado, Reagan tenía a su favor un sentido del humor y la suficiente seguridad como para bromear siempre, incluso sobre sí mismo: en el mismo momento en que iba a ser operado preguntó a los doctores que le iban a operar si de verdad eran republicanos. Este conjunto de rasgos explica la profunda relación establecida entre él y los norteamericanos. Uno de sus principales problemas cuando estuvo instalado en la Casa Blanca fue la carencia de un equipo político sólido. El que tuvo lo eligió, además, de forma muy apresurada: el secretario de Estado, Haig, apenas estuvo tres horas con él antes de su nombramiento, de modo que no pudo intercambiar con él puntos de vista. A su segundo jefe de Gabinete le nombró con una simple llamada telefónica. En realidad, Reagan era un solitario que no confiaba más que en sí mismo o en su mujer y ésta no dudaba en consultar a los astrólogos -o hacía que lo hiciera su jefe de Gabinete- cuando había ocasiones políticas importantes, como un viaje al exterior para entrevistarse con los soviéticos.

Como Carter, Reagan fue siempre incapaz de superar la división interna de su propio Gabinete: los enfrentamientos entre los secretarios de Estado y de Defensa fueron constantes. Al final en sus memorias acabó por decir que Haig no quería cumplir su programa sino el suyo propio. Quienes verdaderamente influyeron fueron los consejeros de la Casa Blanca que tenían acceso directo a su persona: Edwin Meese, James Baker, George Bush, etc., especialmente el segundo que desempeñó la jefatura de su Gabinete. Para hacer un balance de la presidencia de Reagan es necesario tener en cuenta el conjunto de su permanencia en el poder. A pesar de ello se pueden avanzar algunas conclusiones relativas a su primer mandato. Muy de acuerdo con su visión, Reagan coincidió con la actitud de Nueva Derecha en materias morales, como la prohibición de difundir información sobre control de natalidad o aborto sin el permiso de los padres. También redujo los programas sociales en 25.000 millones de dólares, testimoniando su voluntad de cortar el cordón umbilical de dependencia de las ayudas sociales, mientras que aumentó el presupuesto militar en un 41%. Sus recetas económicas no funcionaron en ese primer período. En economía para Reagan era posible reducir los impuestos, hacer crecer el presupuesto militar y conseguir un presupuesto equilibrado, propuestas simplemente incompatibles entre sí. El verdadero director de la política económica fue una persona que carecía de puesto en el Gabinete, Stockman, quien pronto percibió estas contradicciones y, sobre todo, el hecho de que a Reagan principalmente le interesaba la política, es decir unos cuantos eslóganes y conseguir votos.

La realidad es que naciones con mayor protección social crecieron más y que, además, el presupuesto norteamericano no pudo quedar equilibrado. En el segundo año del mandato, el paro llegó en Estados Unidos al 11% aunque la inflación quedó en el 6%. La recuperación sólo fue definitiva a mediados de los ochenta. En política exterior, Reagan dio un nuevo sentido de orgullo a los norteamericanos. La verdad es que tenía un cierto sentido de lo que debía ser la dirección a imprimir a la política norteamericana, pero carecía propiamente de un programa. De cualquier forma, partiendo de una visión monolítica y simplicísima, que identificaba el Bien con los valores propios y el Mal con los relacionados con la URSS, transmitió al electorado su creencia firme en la superioridad moral de los norteamericanos. En consecuencia, proporcionó armas en el Tercer Mundo a quienes consideraba como "luchadores por la libertad" y no tuvo inconveniente en describir a Estados Unidos como un "arsenal de la democracia". En una sola semana -en octubre de 1983- se enfrentó con dos situaciones que, en condiciones normales, hubieran afectado gravemente a la credibilidad de cualquier presidente: un atentado en Líbano que causó la muerte de 240 marines y una invasión de la isla caribeña de Granada que le enfrentó con aliados tan firmes con Margaret Thatcher y que podía haberse convertido en un pequeño Vietnam. Pero comunicó con tal espontaneidad a sus ciudadanos lo sucedido que todo le fue perdonado. Además, el activismo en política exterior parecía justificado, después de tanta pasividad e incertidumbre. Más adelante, en política interna, durante su segundo mandato, reaparecieron aquellas cuestiones que habían provocado su victoria electoral inicial -Irán, por ejemplo- pero la exterior le proporcionó éxitos cuya autoría, en su mayor parte, no le correspondía.

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