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La realidad parece apuntar hacia un ambiente muy distinto. Lo mejor del arte de Luis de Morales -pintor de muy cerca, sutil en los detalles pero falto de lo mejor del arte y de estudio del dibujo, como señalaría más tarde Francisco Pacheco, el escritor del seiscientos sevillano y suegro de Velázquez- se adecuaba perfectamente al género de tablas de devoción privada, de oratorio particular, más que al de las grandes composiciones de tono narrativo de los retablos eclesiásticos. La tradición técnica de la pintura flamenca -inaugurada a comienzos del siglo XV por los ya míticos Jan y Hubert van Eyck- era la más adecuada para este tipo de cuadros, de uso privado y pequeño formato, productos refinados como objetos de lujo, naturalistas en su representación de la historia sagrada, de forma que nos la aproximara e instalara en el ambiente cotidiano del devoto, y detallistas en los pormenores más inmediatos; la pintura hispanoflamenca del reino de Castilla, de la segunda mitad del siglo XV, se había dedicado preferentemente, no obstante, a la gran tabla de retablo, que requería por sus funciones y caracteres materiales otro tipo de fórmulas representativas. Esta sería la tradición artística -más que un Renacimiento italiano vuelto hacia la Antigüedad- que constituiría el fondo contra el que habría que contrastar el arte de Luis de Morales, al que se podían añadir algunos elementos puntuales, tanto técnicos como de temperamento, que podían encontrarse en la pintura renacentista italiana de comienzos del siglo XVI, pero también en las obras flamencas, renovadas al calor de las innovaciones procedentes de Italia, del primer tercio de la centuria, tablas que siguieron siendo masivamente importadas por la nobleza y la burguesía española desde los Países Bajos hasta los mercados feriales castellanos, como los de Medina del Campo o Medina de Rioseco, o las tiendas de pinturas de Zaragoza, Valencia, Barcelona o Sevilla. Y este género, menos conservado por su carácter privado más que institucional, tuvo que ser practicado también por nuestros artistas, entre los que se contó evidentemente Morales. No pueden extrañarnos, por lo tanto, los muy distintos destinatarios de unas u otras tablas, ni que sus mejores obras pertenezcan a aquel género, el cuadro de oratorio familiar o pequeña capilla, como su Virgen con el Niño y el pajarito (con una cartela que porta la fecha de 1546, hoy en la parroquia de San Agustín de Madrid, al parecer procedente de la Concepción de Badajoz), su Virgen con el Niño y San Juanito de la colegiata navarra de Roncesvalles (encargo del obispo Francisco de Navarra, hasta poco antes prior de aquella institución pirenaica), o su Piedad de la Academia de San Fernando de Madrid (procedente del colegio de jesuitas de Santa Catalina de Siena de Córdoba y probable encargo de Cristóbal de Rojas y Sandoval, que pasó en 1562 de obispo de Badajoz a Córdoba). Su estilo poderosamente relevado, con sus figuras recortadas sobre un fondo neutro, de un claro naturalismo en el detalle descriptivo y de corte absolutamente convencional en sus esquemas y composiciones, daba cuerpo y piel -más que carne y hueso- a unas imágenes sagradas en las dos vertientes más características para la época y el país. Por una parte, escenas de la Pasión de Cristo pero aisladas de la secuencia narrativa de la que procedían, concentradas a lo esencial de su mensaje incluso al optar por la solución del empleo de medias figuras, en las que se exageraba el emocionalismo y el patetismo casi hasta la caricatura; estaban destinadas a la meditación sobre una historia archiconocida más que a la enseñanza de un pasaje evangélico; sus ejemplos y episodios se repiten en multitud de pequeñas tablas con mínimas variaciones entre sí: el Ecce Homo, de Nueva York (The Hispanic Society) y Madrid (Real Academia de San Fernando), el Cristo a la columna con San Pedro de Madrid (Palacio Episcopal), el Cristo con la cruz a cuestas de Barcelona (colección Grases), la Piedad de Madrid (Palacio Episcopal) y Leeds (City Art Gallery), la Dolorosa de San Petersburgo (Ermitage), etc. Por otra parte, escenas de la Infancia de Cristo de elevado tono ternurista, aparentemente anecdóticas pero que se presentaban como prefiguraciones de la futura Pasión, sobre las que se debía reflexionar con la propia Virgen, más atenta a sus pensamientos anticipadores que al juego con el Niño; si en la Virgen con el Niño y el pajarito la avecilla de alas abiertas nos trae a la mente la Crucifixión, en la tabla de Roncesvalles María nos muestra ensimismada el pie del Niño y el espectador se lo representaría mentalmente horadado por el clavo; de igual forma, se nos habla de la corona de espinas en la Virgen de la leche (Madrid, Museo del Prado, y Londres, National Gallery), en las que María acaricia con infinito tacto la cabeza del Niño. Más evidentes aún en su carácter pasionista, por su inclusión de crucecitas, son la Virgen de la rueca de Nueva York (The Hispanic Society) o, la Virgen gitana o del sombrerito de Madrid (colección Adanero), según un modelo del que poseyó dos ejemplares el obispo Juan de Ribera, y cuya iconografía indumentaria se tomó de la ilustración de la mujer egipcia de François Desprez (publicada en su libro "Recueil de la diversité des habits qui sont à présent en usage" de 1567), que se nos presenta como una instantánea de la estancia de la Sagrada Familia en Egipto; de ahí la indumentaria de María, a la gitana o egiciana. Como premoniciones de la Piedad podrían también considerarse las Sagradas Familias de Madrid (colección marqués de Rivadulla), con el Niño dormido, y Nueva York (The Hispanic Society), dormido y envuelto en lo que cabría identificar como un pequeño sudario, más que simplemente fajado o vestido con sus pañales. Este cuadro de la Sagrada Familia merece una más pormenorizada atención. En su fondo aparece, junto a una persona que ofrece una cesta de huevos y un lejano y diminuto anuncio del ángel a los pastores, una torre identificada por una inscripción como la Turris Ader, tomada de la Paráfrasis al Evangelio de San Lucas del humanista holandés Desiderio Erasmo de Rotterdam, publicada en latín en Alcalá de Henares (1525), y en la que se indicaba que Cristo había nacido según los oráculos antiguos; la profecía y el destino final quedan simbolizados por el esquema del horóscopo de Cristo, copiado del que había predicho y publicado Girolamo Cardano en sus "Commentaria in Claudium Ptolomaeum" (Basilea, 1554). Este había sido -recordémoslo- amigo de Constantino Ponce de la Fuente, el canónigo magistral de la catedral sevillana de los cuarenta y los cincuenta, que pasó del erasmismo a un evangelismo radical y moriría en las cárceles inquisitoriales de Sevilla en 1560, acusado de luterano, y que el texto del científico italiano editado en Suiza había sido expurgado en este particular astrológico, en 1571, por las autoridades eclesiásticas, tras años de sospechas hacia su pertinencia. Y Erasmo, el máximo representante para la piedad española de la devotio moderna, había pasado de ser visto como modelo minoritario y culto para la práctica religiosa a ser considerado como autor sospechoso, aunque sólo fuera por su respuesta sólo tibia al mundo del protestantismo y sus críticas a las formas tradicionales de religiosidad, que a partir de la reacción contrarreformística fueron defendidas por unas autoridades eclesiásticas que se oponían a cualquier cambio o crítica.
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El reinado de Pedro I (1350-1369) coincidió con los años más duros de la crisis bajomedieval. Cruel para unos y justiciero para otros, Pedro I ha pasado a la posteridad asociado a la polémica. Fue sin duda un ardiente defensor de la autoridad monárquica, aunque es posible que se inspirara en los modelos de despotismo que le ofrecía el mundo oriental. En lugar de apoyarse en la alta nobleza, el monarca castellano buscó sus colaboradores preferentemente entre los legistas salidos de las Universidades, por lo general pertenecientes a los rangos de la baja nobleza. También tuvo estrechos lazos con los judios, a los que amparó de forma decidida, como se comprueba en las inscripciones de la sinagoga del Tránsito de Toledo, sumamente laudatorias para el monarca castellano. En cambio se mostró reticente a la convocatoria de Cortes. De hecho sólo se conservan los cuadernos de las celebradas en Valladolid en el año 1351, cuando Pedro I era todavía un joven de 17 años. En dicha reunión se tomaron diversas medidas encaminadas a paliar los efectos de la reciente peste negra, pero también, ante la presión que ejercía la alta nobleza, que pretendía repartirse las behetrías, se ordenó confeccionar un censo general de las mismas y de sus señores naturales: el Becerro del que se ha hablado con anterioridad. En el año 1354 comenzaron las dificultades para Pedro I, al constituirse una poderosa coalición nobiliaria contra él. En ella participaban algunos de los bastardos habidos por Alfonso XI con su amante Leonor de Guzmán, mujer de excepcional belleza al decir de los cronistas. Pero también se integró en la coalición antimonárquica Juan Alfonso de Alburquerque, personaje que en los primeros años del reinado había gozado del favor de Pedro. Por si fuera poco, el bando antipetrista recibió el apoyo de la Corona francesa, molesta por el repudio del rey de Castilla a su joven esposa, la princesa gala Blanca de Borbón. Mas después de dos años de lucha incierta Pedro I salió vencedor. No obstante, en 1356, a raíz de un incidente marítimo que tuvo lugar en la localidad andaluza de Sanlúcar de Barrameda, estalló la guerra entre Castilla y Aragón, la denominada guerra de los dos Pedros, por el nombre de sus dos principales protagonistas. En esas condiciones Pedro IV de Aragón decidió dar su apoyo de forma explícita a los bastardos de Alfonso XI. El conflicto castellano-aragonés, salpicado de períodos de tregua, se prolongó hasta el año 1365. En un principio se sucedieron las iniciativas de ambos bandos. En 1359 la flota castellana atacó Barcelona, aunque sin éxito. Al año siguiente los bastardos invadieron Castilla, pero fueron derrotados en las proximidades de Nájera. Así las cosas, la paz de Terrer, firmada en el año 1361, dio paso a una paz de carácter temporal. Pero en 1362, después de lograr el apoyo inglés mediante el tratado de Londres, el monarca castellano reanudó la ofensiva contra Aragón. En esta ocasión los éxitos le sonrieron. Tras la conquista de villas como Calatayud, Borja o Cariñena se firmó, en 1363, una nueva paz, la de Murviedro, que consagraba la supremacía peninsular de Pedro I. Nuevamente se abrieron las hostilidades en 1365, año en el que los castellanos ocuparon la plaza de Murviedro. Pero para esas fechas sus enemigos, dirigidos por el bastardo Enrique de Trastámara, estaban preparando en toda regla una invasión del reino de Castilla.
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La stupa, creada por Ashoka en el siglo III a. C (aunque su origen megalítico puede remontarse al II milenio a. C.), es un monumento funerario de peregrinación, que encerraba o simplemente señalaba el lugar donde había sido enterrada una reliquia budista; ésta solía consistir en las cenizas procedentes de la incineración de algún santo personaje o de algún objeto ritual famoso, así como también en imágenes de culto consideradas milagrosas. Esta costumbre estaba ya difundida en época de Buda, pues a su muerte ocho clanes principescos se disputaron las cenizas de la incineración de Buda y las enterraron bajo ocho stupas en diferentes lugares; no se conservan restos de ellas, probablemente porque se construyeron en adobe y madera. Ashoka la concibió como símbolo cósmico, conmemorativo del paranirvana de Buda: sobre una gran plataforma (medhi), a modo de altar sacrificial, que significa la tierra se levanta el cuerpo central semiesférico, macizo, que representa la bóveda celeste (anda) o también el huevo cósmico. Encima, una empalizada cuadrangular (harmika) alude al lugar donde reside la esencia divina, y protege la parte superior del eje del universo (yashti), que hipotéticamente atraviesa la bóveda. Rematando el eje aparecen varios discos decrecientes (chatravali), que se adaptan a la forma de una sombrilla sagrada, queriendo insistir en la dignidad de la reliquia en cuestión (cuantos más chatravali, más sagrada). El peregrino debía acercarse a la stupa desde el este, y rodearla de izquierda a derecha (dejando siempre el monumento a su derecha) en el sentido en que las estrellas circundan el firmamento. Las numerosas (según los textos budistas, 80.000) stupas que Ashoka mandó erigir en los lugares más significativos de su imperio fueron recubiertas y adornadas en posteriores etapas, sobre todo durante las dinastías Shunga y Andhra. Estos monumentos tuvieron tal éxito que llegaron a congregar a una gran masa de gente, de manera que se hizo necesario delimitar el lugar sacro para la circunvalación (pradakshina). Surgen ahora el deambulatorio (védika) y las cuatro puertas cardinales (toranas), que servirán de soporte para el adoctrinamiento budista de un pueblo analfabeto, incapaz de interpretar los textos sagrados; cumplen un servicio similar al de los primitivos capiteles historiados del románico europeo. Lógicamente utilizan un lenguaje costumbrista y desenfadado de fácil comprensión popular, pero que desde el elevado punto de vista metafísico del budismo tuvo que resultar a veces vulgar y desvergonzado. A partir del siglo II d. C. con el budismo mahayana la stupa empieza su expansión y, aunque permanecen sus elementos principales, puede llegar a transformar tanto su aspecto que a menudo resulta difícil definir su evolución; quizá, la única característica que unifica la stupa de expansión es su colosalismo, pues poco tienen que ver entre sí la stupa nepalí con los ojos de Buda en la harmika, con la tibetana caracterizada por su anda bulbosa; todavía más dispares son la stupa-campana de Sri Lanka, la stupa-flecha indochina y la stupa-montaña indonésica. Sin lugar a dudas, la evolución más sorprendente la constituyen las stupas extremo orientales (China, Corea y Japón) convertidas en pagodas gracias a la multiplicación de pisos, que no son otra cosa que monumentales chatravati.
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Los años veinte vieron en todo el mundo una "revolución en las comunicaciones" casi tan importante y decisiva como la que en el siglo XIX supuso el ferrocarril. En Estados Unidos, por ejemplo, los automóviles desplazaron al ferrocarril en el transporte de viajeros. En Europa, los camiones empezaron a disputarle el transporte de mercancías. Las grandes fábricas de automóviles (Ford, General Motors, Chrysler, creada en 1925, Morris, Austin, Renault, Citroën, Opel) reorientaron su producción hacia vehículos económicos para uso de las masas. En 1939, había unos 19 millones de coches particulares en Estados Unidos, cerca de dos millones en Gran Bretaña y cifras superiores al millón en Alemania y Francia. Las hazañas de aviadores como los ingleses Alcock y Brown, que en 1919 hicieron el primer viaje transoceánico sin escala, o como el norteamericano Charles A. Lindbergh -que en 1927 voló en solitario de Nueva York a París-, prepararon el camino para la comercialización de la aviación. No fue, pues, casual que Saint-Exupéry escribiera ahora, 1929-39, sus novelas sobre los pioneros de la aviación (Correo del Sur, Vuelo de noche, Tierra de hombres). En 1919, se pusieron en servicio en Estados Unidos y en Europa las primeras, y muy modestas, líneas aéreas de pasajeros. En 1937, transportaban ya en todo el mundo a unos 2,5 millones de viajeros. En 1939, la empresa norteamericana Pan-Am estableció viajes regulares entre Estados Unidos y Europa. En 1920 habían comenzado, en Estados Unidos, las emisiones regulares de programas de radio. En 1922 se creó en Gran Bretaña para ese fin la British Broadcasting Company. En 1925 se usaban ya en el país 1.652.000 aparatos de radio (y el doble de esa cifra en 1930). En 1927, se estableció comunicación telefónica entre Nueva York y Londres. El total de aparatos telefónicos se acercaba en Inglaterra en 1930 a los 2 millones. En los años 1926-30, comenzaron en Estados Unidos e Inglaterra las primeras experiencias de televisión.
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Nunca antes se había producido un cataclismo de similares proporciones. Cinco años de guerra que implicaron a las tres cuartas partes de los habitantes del planeta de una u otra forma: cincuenta millones de muertos, una cifra superior de heridos, cien millones de desplazados, docenas de millones de hogares calcinados, fronteras que mudan de lugar y gentes que de la noche a la mañana se vieron cambiadas de nacionalidad e idioma. Una inmensa ola de hambre se extendió por medio mundo, mientras los supervivientes temblaban de frío, dolor o miedo. Este capítulo recoge todo ese panorama en Alemania, -donde también se va a efectuar un ajuste de cuentas: el juicio de Nuremberg-, en Japón, en los demás países derrotados u ocupados por unos y otros... De hecho ellos tampoco se libraron de grandes destrucciones y de numerosísimas bajas -en el caso de la URSS, la mitad de las víctimas mortales de la guerra-, de intensísimas controversias internas, de mutaciones que sacaron de su quicio los sólidos postulados anteriores al conflicto. Ellos, que podían proclamarse vencedores, también eran derrotados de alguna forma, como Gran Bretaña empobrecida, privada de su gran influencia anterior y con el imperio en disolución. Finalmente, se abordan aquí los planes económicos elaborados por los vencedores para cuando concluyeran las hostilidades. El Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial fueron dos de las ideas válidas que surgieron en pleno caos bélico.