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Puede que, como en fechas recientes ha propuesto Colin Renfrew (1989), los pueblos que hablan lenguas indoeuropeas se encontraran ya en Anatolia -su supuesta cuna- en la remota época de Çatalhöyük, o puede que tal y como escribe J. Mellaart (1981), los primeros indoeuropeos aparecieran en la península durante la segunda mitad del III milenio, viviendo de modo nómada o seminómada aunque en contacto con las ciudades de la región en un régimen de mutua dependencia. En el primero también, pero sobre todo en el segundo de los modelos apuntados, se podría hablar de anatolización progresiva, lenta pero real y causa de préstamos mutuos patentes, por ejemplo, en las tumbas reales de Alacahöyük. Gracias a la documentación asiria de Kanis, señala I. Singer (1981) que a comienzos del II milenio pueden señalarse en Anatolia áreas lingüísticas muy definidas, donde las etnias debían estar mezcladas: el área hatti en la meseta englobada por el río Halys, el área hurrita del Sureste, la región luvita al Suroeste y otra palaíta al Noroeste y, en fin, en la franja que sigue al río Halys por ambas orillas, desde su curso medio a sus fuentes, el área nesita o hitita. Dejando aparte al mundo hurrita, hostil desde muy temprano, la fusión gradual y la interpenetración de elementos hattis o hititas a comienzos del II milenio señala el tono y la base de la que sería un futuro Estado hitita. Algunos textos hititas tardíos cuentan que Pithana, rey de Kussara, conquistó la ciudad de Kanis. Anitta, su hijo y rey de Nesa, fue, según el mismo texto, el primer rey hitita. Y todo esto habría ocurrido hacia el 1780 a. C., cuando los asirios desaparecieron de Anatolia. Pero los comienzos son nebulosos, y otras tradiciones cuentan de otra forma los primeros pasos. Por eso la historia hitita suele dividirse en dos largos períodos. El primero, desde los orígenes inciertos hasta el 1450 a. C., posee dos momentos señalados: la época primera de expansión más allá del Tauro, durante los reinados de Hattusili I (1590-1560) y su nieto Mursili I (1550-1530) -que llevaría a los hititas a las primeras victorias sobre los principados amorritas y hurritas de Siria e, incluso, a la sorprendente conquista de Babilonia-, y la época de crisis y reforma del Estado que dirigida por Telepinu (ca. 1500 a. C.), afianzaría a la realeza y a la misma nación hitita. Aunque los resultados no fueran espectaculares en un primer momento, a su muerte, gracias a él y a la espera de tiempos mejores, Hatti pudo resistir durante el apogeo hurrita de Mitanni. El segundo gran período de la historia hitita es el que llamamos imperial. En el año 1450 a. C. llegaría al trono un monarca fundador de una nueva dinastía, Tudhaliya, que como guerrero nato comenzó a recuperar la iniciativa en todos los frentes de batalla. Pero serían Suppiluliuma I (1380-1346), el vencedor de Mitanni y conquistador del Imperio asiático hitita, Muwatalli (1306-1286) -el que combatió contra Ramsés II en Kades- y Hattusili III (1275-1250), el rey que firmó él tratado de paz con el mismo faraón -un verdadero tratado de reparto del mundo oriental entre las dos grandes potencias-, las figuras culminantes de la historia hitita en su período más brillante. A partir de entonces Hatti no tendría rival ninguno. Pero hacia el 1200 a. C., todo el Mediterráneo oriental se vio sometido a una crisis de supervivencia. Pueblos en masa emigraron arrasando reinos y principados. La capital hitita, Hattusa, aunque lejos de la costa, debió ser destruida en tomo al 1190 a. C., y con ella, se hundió el Estado hitita para siempre. Aunque muchas ciudades hititas sobrevivieron al desastre, en particular las situadas al sur y sureste, la destrucción del núcleo principal del Estado, su población, su ejército y su administración conllevó necesariamente el fin de la historia y la cultura del Imperio hitita.
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Las chicas de Wesselmann son jóvenes y bellas... y se bañan, mientras hablan por teléfono con los chicos. Las mujeres de Segal también están en el cuarto de baño, como los hombres, pero no son hermosas -no lo parecen a partir de su superficie rugosa y monócroma- y se dedican a actividades menos vistosas -afeitarse las piernas, por ejemplo-. El entorno es el mismo; la intención es muy distinta. Lo que en Wesselmann es glorificación de la sociedad de consumo, en Segal es análisis amargo, monócromo, casi existencialista, de la vida en las ciudades modernas.Segal, que pasó de granjero y pintor a escultor, empezó como tal en 1958, trabajando sobre la figura humana. En 1961 inició su técnica característica, a partir de modelos vivos que venda y cubre de escayola hasta que secan y obtiene un molde; esto le permite conseguir las formas básicas de las personas, pero sin entrar en detalles que individualicen. El paso siguiente es incluir esas esculturas, personajes anónimos por definición, en un ambiente. Para ello hace decorados básicos con los elementos imprescindibles de verdad -un mueble, un escaparate...- con lo que los sitúa en su ambiente cotidiano. El resultado son gentes solas, anónimas, sin importancia y sin historia, sometidas a los dictados de la gran ciudad, en actitudes estereotipadas, andando, sentadas a la mesa de un bar, despersonalizadas y deshumanizadas, convertidas en autómatas todos iguales unos a otros, sin nada que los individualice en una sociedad masificada, viviendo una existencia monótona y sin alicientes. En esos fantasmas sin rasgos Segal hace nuestros retratos más fieles.Este escultor -como Marisol (Escobar), que fabrica unas peculiares esculturas de madera pintada cuyas cabezas sustituye por fotografías- se desmarca del optimismo oficial del pop americano y es un ejemplo más de la poca exactitud de nuestras generalizaciones.
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Muchos de los problemas hasta ahora planteados tuvieron un precedente insospechado, casi un esquema de múltiples posibilidades en la obra del arquitecto austríaco Johann Bernard Fischer von Erlach (1656-1723).Erlach, heredero genuino de la gran tradición retórica y simbólica de la arquitectura barroca italiana, se formó en Roma con Carlo Fontana, realizando en Austria sus más importantes edificios, entre los que destaca la Karlskirche, construida en Viena entre 1717 y 1737. Pero en este contexto, lo que más interesa es su aportación teórica a la arquitectura en relación, sobre todo, al problema de la Historia. En 1705 comenzó a preparar un tratado absolutamente diferente de todos los conocidos. Publicado en 1721 en Viena, con el título ya recordado de "Ensayo de una arquitectura histórica", supone una decisiva e influyente aportación a los nuevos problemas que va a plantear la Ilustración. El tratado, con textos en alemán y francés, consistía en una serie de grandes láminas que representaban diferentes secuencias de edificios de la historia de la arquitectura. La selección no tenía nada que ver con la tradición normativa de los tratados anteriores, sin alusiones al sistema de los órdenes, o a conceptos como los de simetría, proporción o distribución, como tampoco planteaba modelos tipológicos civiles o religiosos. En general se trataba de vistas en perspectiva de algunos edificios y monumentos históricos, aunque no faltan algunas plantas y secciones.La secuencia se inicia con las Siete Maravillas del Mundo, de los Jardines de Babilonia o las Pirámides de Egipto al Mausoleo de Halicarnaso o el Faro de Alejandría, para terminar con la octava, el Templo de Salomón según la versión de Juan Bautista Villalpando. Además representa reconstrucciones de ciudades y edificios míticos, de Nínive al Laberinto de Creta, o restituciones de proyectos descritos en los tratados clásicos, como el de la ciudad diseñada por Dinócrates para Alejandro Magno según la versión de Vitruvio. A continuación pasa a ilustrar la arquitectura romana, también con ejemplos poco frecuentes, ya que las ruinas que quedaban no permitían aventurar restituciones fidedignas. También incluye arquitecturas primitivas como las de Stonehenge. A toda esa secuencia de imágenes de la historia de la arquitectura añaden, en tercer libro del tratado, edificios chinos, islámicos, persas o japoneses, de la iglesia de Santa Sofía de Constantinopla al Palacio Imperial de Pekín o jardines chinos, todo ello antes de la presencia de semejantes propuestas en el pintoresquismo inglés. Por último, esa historia mítica de la arquitectura, en la que el concepto de Antigüedad se amplía a todas las civilizaciones y culturas, de la clásica a la islámica o la china, atendiendo no sólo a los testimonios arqueológicos, sino también a la reconstrucción de la historia de la arquitectura tal como es descrita en la Biblia o en las fuentes clásicas, culminaba con su propia .obra, con sus propios proyectos, cerrando así simbólicamente toda una concepción nueva de la arquitectura. Si Palladio había incluido sus villas y palacios en su tratado como ejemplo de aplicación de los principios de la arquitectura clásica, Fischer von Erlach incluye los suyos como culminación de una tradición no normativa que tiene su más remoto y mítico origen en las Maravillas del Mundo, en el fabuloso inicio de la arquitectura. Es significativo que no aparezcan edificios románicos, góticos o del Renacimiento. La única arquitectura moderna representada es la propia suya, entendida como heredera de una tradición distinta. En este sentido, su célebre iglesia de San Carlos de Viena, ya recordada, ofrece toda una serie de referencias simbólicas y emblemáticas traducidas en un lenguaje barroco clasicista, como exaltación imperial y sagrada de Carlos VI.La influencia del tratado de Fischer von Erlach durante todo el siglo XVIII va a ser enorme, proporcionando a los arquitectos y teóricos otra Antigüedad, distinta a la griega y romana. Esas imágenes, verosímiles o inventadas aparecerán con frecuencia en arquitectos como Juvarra o Piranesi y los piranesianos franceses.
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Aunque las crónicas de la época son muy parcas al respecto, los primeros años del siglo X debieron ser, en la antigua Legio VII Gemina, momentos de gran actividad constructiva para adecuar la vieja urbe a las necesidades de la Corte recién instalada en ella. Como era habitual en situaciones similares, unos edificios se remozarían y otros se construirían ex novo. Las noticias más antiguas que hacen referencia al solar y al entorno que hoy ocupan el Panteón Real y la iglesia isidoriana, al norte de la ciudad y dentro del recinto murado, son escasas y muy confusas. La ausencia por otro lado, de vestigios materiales de aquel momento, tampoco contribuye a esclarecer el problema. En ese contexto, refiere el cronista Sampiro cómo Sancho I funda el monasterio de San Pelayo para custodiar las reliquias del niño mártir cordobés cuando éstas llegaron en el año 966 a León. En torno al año 1000 Almanzor asoló la ciudad, el edificio fue arruinado y, para evitar su profanación, las reliquias pelagianas se trasladaron a Oviedo. Poco tiempo después, Alfonso V reconstruye la ciudad, restaura el arruinado monasterio y edifica la iglesia de San Juan con materiales pobres: ladrillo y barro. El monarca -son palabras de don Lucas de Tuy- "... cogió los cuerpos de los reyes y obispos que estaban en la ciudad y los enterró en esta iglesia...". En ocasiones, a propósito de este hecho, se ha hablado de una advocación doble: san Juan y san Pelayo, de lo que se podría inferir, por ello, la existencia de un templo único o de la unión de ambos cenobios; lo que probablemente haría alusión a un monasterio dúplice. Ante los datos expuestos, debemos recordar varias circunstancias significativas para comprender aspectos que serán fundamentales a posteriori, en el análisis que estamos efectuando; como es el caso, en el orden espiritual, de la pérdida que debió suponer para la ciudad de las reliquias de san Pelayo. Por otro lado, la ignota fábrica de aquellos monumentos nos pone en relación con toda la problemática que gira en torno a la arquitectura leonesa de la décima centuria. Arquitectura que, por otro lado, debió estar muy conectada además a la tradición y modos de hacer de la corte astur. Finalmente, el hecho de haber reunido los despojos regios al amparo de este lugar santo, permite suponer el interés que el soberano sentía por el mencionado templo, así como el deseo de prestigiar la dinastía reinante, respetando con ello la memoria de sus deudos. Carecemos de cualquier indicio que nos permita asegurar en qué lugar se ubicaron los enterramientos: si se preparó un recinto para cementerio y se creó un ámbito especial, a modo de panteón, como hicieron los monarcas asturianos en Santianes de Pravia y en San Salvador de Oviedo, o bien si aquellos restos se colocaron, sin más problemas, en el interior del templo.
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La pintura de Wols causó una profunda impresión en Georges Mathieu (1921), más importante como publicista que como pintor. Partiendo de raíces surrealistas, de Matta y Masson, hacía ya a finales de los treinta una pintura caligrafíca que tiene cierta afinidad con Pollock, pero carece de su fuerza. Para Mathieu, como buen europeo inmerso en la cultura del existencialismo, la pintura es una pura manifestación del ser, y a mayor velocidad de realización mayor pureza.Por otra parte, como tal manifestación, puede hacerse en público. De ahí que Mathieu convierta la pintura en espectáculo, realizando cuadros en público y en tiempos muy breves: un cuadro de tres metros en 1956 en el teatro Sarah Bernardt de París en menos de una hora y uno de doce en veinte minutos, en Tokio. Lo mismo que Pollock cuando dejó filmar la realización de un par de cuadros en 1951, Mathieu se estaba adelantando al arte como espectáculo, al happenning. El fue además el principal responsable del conocimiento de los expresionistas abstractos americanos en Europa. En 1951 organizó la primera exposición, Véhémences confrontées (Vehemencias confrontadas), en la que se podían ver juntos franceses y americanos. Allí estaban Gorky, De Kooning, Hartung, él mismo, Picabia, Pollock, Rothko, Tobey, Wols y Rembrandt entre otros. Mathieu fue también uno de los principales difusores del informalismo en Francia, con exposiciones como L'imaginaire.