Los pueblos más próximos al Lacio y con los que Roma mantendrá en primer lugar relaciones, generalmente hostiles, fueron los sabinos, los hérnicos, los volscos y los ecuos. Los sabinos, contiguos al Lacio, tuvieron una estrecha relación con la Roma primitiva. La tradición presenta a tres reyes de Roma como de origen sabino: Tito Tacio, Numa Pompilio y Anco Marcio. Hasta Rieti, que era una aldea situada en el centro del territorio sabino, llegaba la vía Salaria que desde Campania pasaba por Roma. La actividad económica primordial en la Sabina era la ganadería. La discusión sobre la presencia de sabinos en la Roma primitiva ha oscilado entre los que mantienen la existencia de un dualismo latino-sabino, hasta los que han borrado toda presencia sabina destacable en Roma hasta la llegada de Attus Clausus, a comienzos de la República. Hoy día se admite que ya desde el siglo VIII a.C. hubo grupos de sabinos asentados en Roma atraídos por la importancia de esta ciudad como centro comercial y, sobre todo, como centro redistribuidor de la sal que llegaba hasta la Sabina. Debemos tener en cuenta la importancia de la sal en el mundo antiguo tanto para las personas como para el ganado, la conservación de alimentos, etc. Pero la existencia de sabinos en la Roma primitiva no permite hablar de un origen sabino de ésta. Los hérnicos, situados al sureste del Lacio, mantuvieron una estrecha relación con los latinos e incluso llegaron a formar parte de la Liga Latina para protegerse frente a los volscos y ecuos, también vecinos suyos. En el 362 a.C. fueron sometidos por Roma, como consecuencia de lo cual perdieron gran parte de sus territorios. Entre los hérnicos parece que no se había alcanzado un desarrollo urbano notable. Su núcleo urbano más importante, Anagni, era más que una ciudad, un centro religioso. Al suroeste del Lacio antiguo, entre los montes Albanos y el mar, se extendía una vasta llanura que entonces y ahora es una importante zona cerealística y hortícola, además de ofrecer buenas condiciones para la pesca y el cultivo de la vid. Es la llanura Pontina. Desde comienzos del siglo V a.C., los volscos consiguieron adueñarse de la mayor parte de esta región, que anteriormente había servido de zona de expansión para los latinos. En el tratado romano-cartaginés del 509 a.C. se dice que los cartagineses no debían molestar a las ciudades pontinas, aludiendo expresamente a Ardea, Anzio, Laurentum, Circei y Terracina. Sin duda es ilustrativo de los intereses que Roma tenía en esta región, rica y bien comunicada, ya que era la salida del Lacio hacia la Campania, por donde mas tarde se construiría la vía Apia. La apropiación de gran parte de la Pontina por los volscos, que la ocuparon durante más de cien años, fue una de las razones que explican la crisis económica de Roma durante el primer siglo de la República. Todo el siglo V a.C. de la historia de Roma está salpicado de enfrentamientos con los volscos. Aunque Roma logró varias victorias sobre ellos, como la de Algido en el 431 a.C., el peligro volsco sólo se conjuró definitivamente cuando Roma concluyó un tratado con los samnitas en el 354 a.C. que colocaba a los volscos entre dos fuegos. Por este tratado, ambas partes se comprometían a repartirse el territorio volsco a conquistar. En el 338 a.C. tuvo lugar la derrota decisiva de los volscos, cuyo territorio pasó a manos de romanos y samnitas. Los ecuos, cuyo territorio se extendía al este del Lacio, entre los sabinos y los hérnicos, no conocían la organización urbana. Su población se mantenía en aldeas dispersas y fortines en las alturas, a semejanza de los samnitas. Estos fortines, además de servir de refugio a la población, solían encerrar un templo o santuario. Ya en el siglo VII a.C., los ecuos suponían una amenaza constante para la ciudad latina de Preneste. Desde comienzos del siglo V éstos, unidos a los sabinos y a los volscos, constituían un grave peligro para Roma y la población del Lacio, pero la victoria del dictador romano A. Postumio Tuberto, en el 431 a.C., sobre ecuos y volscos logró conjurar definitivamente dicha amenaza.
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Los alemanes, al retirarse, retardaron cuanto les fue posible la apisonadora aliada, que había acumulado ingentes medios. Con el X Ejército de Vietinghoff en pleno repliegue y lejos aún de Roma, la posibilidad de asestar un golpe mortal a los germanos se hacía evidente. Alexander, acuciado por Churchill y Wilson, cursó órdenes estrictas de envolvimiento, apoyadas por rápidos ataques en tenaza para el 22 de mayo como fecha límite.Clark, obsesionado en que nadie le disputase la entrada en la Ciudad Eterna, confundió a un impaciente Truscott con órdenes de avanzar a la vez hacia Valmontone -para enlazar con ingleses y franceses- y sobre la demolida Cisterna di Latina, para, atento a sus órdenes, poder lanzarse sobre Roma.Los alemanes, que habían levantado una tercera línea de resistencia, la Caesar, en los montes Albanos, confiaban en salvar sus divisiones maltrechas y reagruparlas detrás para defender la capital italiana. Tan sólo la falta de imaginación y coordinación, imprescindibles entre los mandos aliados, salvó a los alemanes.Finalmente, tarde ya para el copo alemán, los olvidados de Anzio lanzaban un ataque concentrado a las 22,30 horas del 23 de mayo, apoyados por 500 cañones y 120 aviones, sobre el Ejército XIV de Mackensen. Pese a una resistencia desesperada de los alemanes -los americanos perdieron 100 carros en tan sólo tres horas-, en la mañana del 25 una cansada patrulla del 6.° Cuerpo de Truscott divisaba otros casos e idénticos uniformes que caminaban con precaución por las cunetas de la carretera nacional 7. Eran soldados del 2.° Cuerpo de Keyes.Aquel abrazo había costado 123 días de lucha y pérdidas que resultaban inconfesables.La línea Dora saltó en pedazos y sólo la habilidad de Kesselring le permitió escabullirse con el grueso de sus soldados, aunque abandonando casi todo el material pesado.El 31 de mayo, unos hombres que llevaban meses esperando saldar una vieja cuenta remontaron silenciosamente la ladera del monte Artemisio para salir después por Vetrelli y tomar por sorpresa Valmontone, sellando así el destino de los últimos defensores alemanes e italianos de la línea Caesar. Aquellos hombres eran los supervivientes del Rápido: la 36 División Texas.Tres días después, Kesselring recibía autorización para abandonar Roma. Las gestiones diplomáticas para que Roma fuese declarada "cittá aperta" y no se convirtiera en frente de batalla y, consecuentemente, en un montón de ruinas, dieron resultado, y el 4 de junio, las primeras tropas norteamericanas eran acogidas jubilosamente por la Ciudad Eterna. Mientras tanto, los alemanes se replegaban sobre sus defensas en el Arno. La guerra en Italia estaba aún sin decidir, aunque ya sería un objetivo secundario.La actual visita a Cassino promueve inmediatamente la pregunta: ¿aquí se dio aquella feroz batalla? Una apretada muralla verde sube serena hacia la cumbre. Arriba, la grandiosa construcción de San Benedetto de Norcia parece incólume. La basílica, las amplias salas, los patios porticados, el arte y la filigrana del Quattroccento aparecen imperturbables y magníficos.La reconstrucción se ha cuidado al más pequeño detalle. Fuera, la panorámica revela una campiña feraz, con la trepidante vida mecánica de la moderna ciudad de Cassino abajo, y cómodamente perdida en sus tribulaciones domésticas. Pero si giramos levemente la cabeza a un lado, un corte abierto en los repoblados montes cercanos nos vuelve a la tragedia de hace cuarenta años.Es un rectángulo inmenso, adaptado a la abrupta inclinación de la pendiente, salpicado de filas y filas de puntitos blancos. Son cruces. Hay miles y miles de ellas. Treinta mil cuerpos descansan allí.En la abadía, y coincidiendo con las vacaciones de verano, no es difícil ver a unos hombres ya mayores, generalmente solos, que pasean con evidente estupor su mirada plena de los horrores del pasado.Son ingleses o alemanes -los americanos suelen venir en bullangueros grupos que pronto pierden su imagen de polaroid y tour operator, sobrecogidos por el recuerdo y la realidad presentes-, ensimismadas figuras que terminan por escoger un lugar tranquilo al sol y allí se sientan, tratando de recordar y de comprender... Viejos soldados que se dispararon desde opuestas trincheras y que en la actualidad apenas si se hallan separados por la barrera idiomática, que salvan con una cortés inclinación de cabeza. Es la paz de los viejos soldados, y también la paz de los muertos.
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Roma, la capital del imperio al que dio nombre, la ciudad de los Papas, la Ciudad Eterna, es una de las urbes más atractivas del mundo, considerándose una auténtica ciudad-museo. El mítico origen de Roma está ligado a Rómulo y Remo y la loba capitolina. El germen de la ciudad lo encontramos en el Palatino. En época imperial esta zona fue ocupada por los palacios de los emperadores. Domiciano fue el promotor de la construcción de una gran mansión, que se mantuvo como sede regia hasta época medieval. El espacio entre los montes Palatino y Capitolio estaría ocupado por un valle donde se levantó el foro, centro religioso, político y comercial de la antigua Roma. Entre los edificios más interesantes se encuentra la Basílica de Majencio, colosal construcción del siglo IV en la que destacan las espectaculares bóvedas. Del templo de Saturno, construido en el siglo V antes de Cristo, sólo quedan ocho columnas. La Curia era la sede del Senado; es uno de los edificios mejor conservados. También se conserva en buen estado el arco de Septimio Severo, erigido en el año 203 para conmemorar la victoria del emperador sobre los partos, pueblo del actual Irán. La Columna Trajana es el monumento más interesante del foro de Trajano, erigida en el año 113 para conmemorar la conquista de la Dacia. En una cinta helicoidal de 200 metros de longitud se narran los hechos más interesantes de las dos campañas que se realizaron para dominar el territorio de la actual Rumanía. El Coliseo es el gran edificio de espectáculos. Levantado por la familia Flavia en los últimos años del siglo I, el anfiteatro tiene forma elíptica y unas impactantes dimensiones: 188 metros en su lado mayor y 155 en el menor, mientras que la fachada alcanza los 50 metros de altura, dividida en cuatro pisos. El papel de las termas será crucial en la vida romana. Las termas de Caracalla podían acoger a más de 1.600 bañistas. Se trata de un espectacular edificio, construido entre los años 212 y 216, que ocupaba 11 hectáreas. Uno de los edificios imperiales más impactantes es el Panteón. Construido por Agripa, Adriano será el responsable de la construcción actual. Se trata de un gran pórtico con ocho columnas adosado a una rotonda de más de 43 metros de diámetro, igual que la altura del edificio. A partir del siglo II, el cristianismo empieza a ganar adeptos entre los romanos. En la primera mitad de esta centuria empezaron a enterrar a sus muertos en las catacumbas, verdaderos cementerios excavados. La publicación del Edicto de Milán en el año 313 acabó con las persecuciones. Sobre las catacumbas se edificaron las primeras iglesias. San Juan de Letrán es la catedral de Roma. Fundada por Constantino en el siglo IV, tiene cinco naves que fueron remodeladas por Borromini entre 1646 y 1649. En el crucero hallamos el tabernáculo que cobija el altar, donde sólo puede oficiar misa el papa, como obispo de Roma. En la basílica de San Pietro in Vincoli se encuentra la tumba de Julio II, realizada por Miguel Angel. El espectacular Moisés preside el sarcófago. De la monumental figura del profeta destaca la fiereza de su mirada, en la que destella la terribilitá de las obras de Buonarroti. En 1536 el papa Paulo III encarga a Miguel Angel la remodelación de la plaza del Capitolio. En el centro de la plaza se erige la estatua ecuestre de Marco Aurelio, un original en bronce de época romana. Al fondo se alza el Palacio Senatorial, actual ayuntamiento de la ciudad. En los extremos de la plaza se levantan el Palacio de los Conservadores y el Palacio Nuevo. El Castell Sant'Angelo se asienta sobre la base del mausoleo de Adriano, construido en el año 123. En el siglo XIII el edificio pasará a poder de los papas y lo convertirán en fortaleza militar, habilitando una zona para construir lujosos apartamentos. Desde Sant'Angelo parte la Via de la Conciliazione que enlaza con la plaza de San Pedro. Encargada por el papa Alejandro VII, Bernini será el elegido para realizar una plaza ovalada de 340 x 240 metros. Constantino es el promotor de la primitiva basílica de San Pedro. En el siglo XV, Julio II eligió a Bramante para construir un nuevo templo. Se trata de la iglesia más grande de la cristiandad, con 187 metros de longitud. En una de las primeras capillas encontramos la Piedad de Miguel Angel. En el crucero se levanta el Baldaquino, obra de Bernini. Realizado en bronce dorado, madera y mármol, mide 29 metros de altura. La grandiosa cúpula fue diseñada por Miguel Angel. Con sus 42 metros de diámetro y casi metros de altura, se eleva por encima de las famosas colinas de la urbe. Los mosaicos se realizaron a finales del siglo XV, representando los círculos del Paraíso con el Padre Eterno. El edificio que acoge la Biblioteca Apostólica Vaticana fue construido por Domenico Fontana por encargo de Sixto V. Cesare Nebbia y Giovanni Guerra son los responsables de la decoración de las salas. Los Museos Vaticanos ocupan buena parte de los palacios que construyeron los papas a partir del siglo XIII. En su interior se conservan excelentes colecciones de escultura clásica y de pintura, con los mejores maestros del Renacimiento y del Barroco. En 1508 Rafael llega a Roma y se le encarga la decoración de los apartamentos de Julio II, las famosas Stanzias. La primera que realizó fue la de la Signatura, destinada a estudio y biblioteca del papa, destacando en ella la famosa Escuela de Atenas. Pero la obra maestra del Vaticano la encontramos en la Capilla Sixtina. Julio II también será el promotor de la decoración de la bóveda de esta capilla, eligiendo a Miguel Angel para su ejecución. Las escenas desarrollan el tema de la creación y la caída del hombre, rodeados de las sibilas y los profetas que anunciaron la venida de Cristo. Al final de su vida, Miguel Angel vuelve a trabajar en la Sixtina. El tema elegido es el [Juicio Final#CUADROS#94. En esta obra destaca la intensidad emocional y dramática del momento, junto a la excepcional potencia anatómica de las figuras y un acertado uso del color. El Barroco tendrá en la arquitectura romana uno de los mejores enfrentamientos artísticos de su tiempo: Bernini frente a Borromini. Bernini es el autor de la Capilla Cornaro, en la iglesia de Santa Maria della Vittoria. En el centro se representa la visión de santa Teresa de Jesús. La iglesia de San Carlo alle Quattro Fontane fue encargada a Borromini, diseñando un pequeño edificio que, según la tradición, cabría en un pilar de la basílica de San Pedro. El espacio interior presenta forma oval, con una cúpula elíptica que descansa sobre un gran tambor. La culminación de este enfrentamiento tendrá lugar en la Piazza Navonna, uno de los centros neurálgicos de la ciudad. El antiguo estadio de Domiciano está presidido por la iglesia de Santa Agnese in Agone, cuya fachada se debe a Borromini. Frente a ella encontramos la Fuente de los Cuatro Ríos. Realizada por Bernini, simboliza los cuatro continentes conocidos hasta la fecha. La figura del Río de la Plata parece protegerse con una de sus manos ante la posible caída de la fachada de Santa Agnese. Pero la fuente romana por excelencia es la Fontana di Trevi. Su ubicación, a espaldas del Palacio Poli y en una reducida plaza, la hace todavía más espectacular. Nicola Salvi es el autor del proyecto. Piazza di Spagna es el otro centro neurálgico de Roma. La famosa escalinata es obra de Francesco de Sanctis, proyecto financiado por el rey francés Luis XV, ya que la escalera conduce a la iglesia de la Trinità dei Monti, una fundación francesa. A los pies de la escalinata encontramos la Fuente de la Barcaccia, realizada por los Bernini en 1627. En Piazza Venecia se alza uno de los monumentos más denostados de la ciudad: el Monumento a Vittorio Emanuele II, erigido entre 1885 y 1911 para honrar la memoria del primer rey italiano. Giuseppe Sacconi es el autor del proyecto en el que trabajaron los mejores escultores de la época. Como bien dice el adagio "para Roma no basta una vida entera" ya que una vez vivida, el viajero siempre desea regresar. Y por eso la famosa costumbre de arrojar de espaldas una moneda en la Fontana de Trevi.
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En la década de 1590 se registró en Roma la eclosión de dos tendencias pictóricas que, en los inicios de la nueva civilización figurativa que estaba conformándose, reaccionaron contra el cansado y cerebralista arte del Manierismo tardío, que sólo satisfacía a un restringido círculo socio-cultural, hasta provocar su definitivo ocaso. Las poéticas que removieron de raíz los círculos manieristas romanos se revelaron en los frescos de la Galería Farnesio (Pal. Farnese, 1597-1600), del boloñés Annibale Carracci, y en los cuadros de La vida de San Mateo (S. Luigi dei Francesi, Cap. Contarelli, 1599-1602), del milanés Michelangelo Merisi, il Caravaggio.Tan dispares fueron la reforma de Carracci y la revolución de Caravaggio, que ya el juicio crítico del Seicento fomentó la clave teórica de un antagonismo Carracci-Caravaggio, irreductible tanto en sus poéticas como en sus lenguajes pictóricos. Se presentó a uno como el restaurador de la tradición clásica y a otro como el trasgresor de esa tradición. Se creó así una simplista y rígida contraposición, en parte maniquea: ideal/real, clasicista/naturalista, eclecticismo/realismo que, más que aclarar, ha enturbiado la comprensión del doble giro de rosca sufrido por la pintura entre fines del Cinquecento e inicios del Seicento. Con todo, los dos artistas poseyeron en su radical diversidad modal un transfondo cultural común, manifestado en su decidida oposición al Manierismo y en la recíproca complementariedad de sus dos corrientes (verificable en la producción de muchos pintores suscitados por ellos) que, en su radical divergencia, se acercaron a la naturaleza para pintar la verdad de las cosas.La polémica entre el filón naturalista y el clasicista terminaría resolviéndose hacia 1625 con la aparente victoria del segundo. Mientras el naturalismo se centraba, hasta agotarse, en la vía de los géneros, el clasicismo continuaría vigente durante el Seicento, revitalizándose con aportes de todo tipo, a pesar del avance de nuevas y más frescas corrientes, las barrocas, y del peligro de caer en el entumecimiento asentado cada vez más en los estrechos ambientes académicos.
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Si en lo sustancial Urbano VIII (1623-44) no transformó Roma, la marca del mecenazgo Barberini fue determinante en su conformación como ciudad barroca. El clima cultural que hizo posible la Roma de los Barberini, está unido al ficticio mantenimiento del papel político de la Iglesia e implicado, con cierta intolerancia, en la defensa de la ortodoxia católica. A pesar de la relajación del rigor de la primera Contrarreforma, fue este pontificado el del proceso a Galileo (1633) y el de la condena del jansenismo (1642), pero también el que mejor supo asumir los sentimientos de riqueza, de exhibición y de fastuosidad en la manifestación triunfal de la Iglesia, el que con más fuerza otorgó al arte una función dialéctica que, con festiva suntuosidad, pasó por ser el medio más poderoso de propaganda y de persuasión ideológicas, el que más estimó las obras artísticas como dirigidas "ad maiorem Dei gloriam", y el que más las tuvo por instrumentos difusores de aquellos principios políticos en que se asentaba la autoridad de la Iglesia y el Papado, a cuya sombra se encontraba la ambición de los Barberini.Pero, aun así, la inclinación y liberalidad que demostraron por la cultura y las artes, se manifestó en su interés por cualquier tipo de experiencia y orientación estilística. Urbano VIII, el refinado y dulce cardenal poeta que componía dísticos latinos a las obras de Bernini, una vez papa, mostró su rígida y desenfrenada perentoriedad en la ejecución de sus proyectos. Que se popularizara el pasquín "quod non fecerunt barbari, fecerunt Barberini" (referido al bronce que necesitó para el Baldaquino y que lo obtuvo con el expolio del Panteón), lo dice casi todo. Pero es un hecho que durante su pontificado, con la ayuda artística de Bernini, su casi ministro de propaganda, hizo de Roma la más grandiosa y bella de las capitales de Europa.El borrascoso fin de su pontificado con la guerra de Castro (1641-44) y el consecuente desastre económico, fue el inicio del papado de Inocencio X (1644-55), del linaje romano de los Pamphili, que impuso la austeridad a la corte pontificia. Artísticamente, la crisis empezó a vislumbrarse en la paulatina cesión por Roma a favor de París de su función de capital rectora de la cultura europea. Ni el papa, ni sus familiares fueron capaces de asumir la tarea de verdaderos mecenas y protectores de las artes. Tan sólo el sostén de la dignidad papal y la débil recuperación económica de la Iglesia permitió a Inocencio X superar momentáneamente la crisis, pero sin evitar que la actividad artística se resintiera por la falta total de continuidad y por las dificultades derivadas de los cada vez más raros encargos nobiliarios y del contradictorio comportamiento de los coleccionistas. Al declive del mecenazgo romano, incapaz de estimular y gestionar la producción artística, correspondió la afirmación de los marchantes de arte y la dispersión de las grandes colecciones.El contraste entre las dificultades reales del momento y el gran empeño financiero y monumental de muchas empresas artísticas de la segunda mitad del Seicento es tanto mayor cuanto que no formaron parte de ningún proyecto orgánico de reestructuración. Sobre todo, fueron el resultado de la conjunción de las personalidades de varios artistas, activos durante mucho tiempo, y principalmente, Bernini, Borromini y Da Cortona, capaces de mantener un nivel altísimo en todas las fases de su carrera, con resultados siempre innovadores.Con el pontificado del cultísimo Alejandro VII (1655-67), miembro de la familia Chigi, mecenas por tradición familiar, amante y experto del arte, parecía que iba a reanudarse el perdido mecenazgo humanista. Pero las empresas realizadas por esos años en Roma, y que culminaron en el decidido empeño de acabar las obras en la Basílica Vaticana, tan sólo confirman una impresión, no la realidad: que el mecenazgo de altos vuelos e inspirado fue exclusivamente pontificio reduciéndose paulatinamente en cantidad y calidad los encargos de la aristocracia. Por lo demás, las dispendiosas empresas papales, como la construcción de la Columnata frente a San Pietro, contrastan con la miseria de la población que, al iniciarse el papado Chigi, fue azotada por la peste (1656), lo que agudizaría su ya crítica situación hasta límites que rozaron la tragedia. En este clima que vivía Roma, las dificultades con que tropezaron los artistas no fueron ni pocas, ni nimias, como lo demuestra la sensible mengua del flujo hacia Roma de artistas tanto extranjeros como italianos. A falta de la financiación dispensada por los Barberini, la Accademia di San Luca comenzó a presentar problemas, y artistas de la indiscutida calidad de Poussin vieron reducida su actividad. El que Alejandro VII se plegara a la voluntad de Luis XIV, permitiendo el viaje a Francia (1665) de Bernini, precisamente en el momento de mayor necesidad en la ejecución de los trabajos vaticanos: Columnata, Cátedra y Escalera regia, habla del enorme prestigio del artista, pero también del escaso ascendiente del Papado.Si Roma, en su acusado declive político, social y económico, aún siguió siendo Roma, fue gracias a la actividad de los tres artistas citados, que siguieron manteniendo sus altos niveles operativos y sus mismas capacidades creadoras. Pero, muerto en 1667 Borromini y en 1669 Da Cortona, el único que quedó vivo fue Bernini, que moriría en 1680, sin toparse tan siquiera con un papa Pamphili. Del mecenazgo papal tan sólo quedaban los rescoldos, y así Clemente X (1670-76), de la familia Altieri, se limitó a trasladar a su pontificado los comportamientos ya consagrados por la nobleza romana. Del resto, mejor no hablar.
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Mas por encima de todos estos focos artísticos, reflejo de una prosperidad más o menos activa, fueron los Estados Pontificios y su capital Roma los que galvanizaron la creación artística a lo largo de todo el Cinquecento. La actividad constructora de los Papas del siglo XV, que fue convirtiendo el viejo castillo medieval que había quedado empequeñecido a un costado de la basílica constantiniana de San Pedro, hasta el final del cisma de Aviñón, en residencia mucho más confortable y suntuosa con las decoraciones de la Capilla de Sixto IV y los Apartamentos Borgia, se proyecta desde comienzos del XVI, sobre todo por el impulso de Julio II, que suma a su animosa actividad política y militar una ambición artística de pródigo mecenas, y luego de los Papas Médicis León X y Clemente VII, hasta alcanzar metas de alcance universal. Pocas veces ha podido contar una ciudad con una reunión de talentos geniales como la que Roma logró en las dos primeras décadas del quinientos con Bramante, Miguel Angel y Rafael, la más alta cima del Clasicismo, y a la vez génesis de los movimientos manieristas que siguieron. También se dio en la Ciudad Eterna un plantel de mecenas y promotores que, junto con los pontífices, cardenales y banqueros, la hermosearon hasta convertirla en el enclave monumental más prestigioso de Europa, en aras de rubricar su renovada ambición imperial de Cabeza del mundo. La búsqueda de modelos de la antigüedad que Nicolás Pisano ya insertó desde el siglo XIII en los relieves de sus púlpitos toscanos, y Brunelleschi y Donatello llevan en su ánimo cuando visitan las ruinas romanas, provoca un auge creciente de la arqueología, fomentada a su vez por el interés de los coleccionistas. Aunque se rehuye la mera copia de los patrones antiguos, los hallazgos se convierten para los artistas principiantes en motivo de estudio y para los coleccionistas en marchamo de prestigio. El coleccionismo de los Médicis en su jardín de San Marcos o de Isabel de Este en Mantua proporcionó a los aprendices de escultor o pintor fecundas lecciones, extraídas de las estatuas y relieves clásicos. En el Cinquecento el gusto por reunir preseas antiguas se incrementa considerablemente, al tiempo que se forman las primeras colecciones de arte del momento no sólo en Florencia y Roma, también en Mantua, Venecia y Como. Recuérdese la anécdota del Cupido dormido de Miguel Angel, enterrado para hacerlo pasar por antigüedad arqueológica. El papa Julio II adquiere para el Museo Vaticano que decide instalar en el Belvedere el Laocoonte, el grupo famoso del arte helenístico rodio que se descubrió entre las ruinas del Palacio de Tito en 1506, hallazgo presenciado por Miguel Angel que motivó el concurso de jóvenes copistas al que acudió Alonso Berruguete y ganó Jacobo Sansovino. A él agregó el pontífice el Apolo, llamado desde entonces del Belvedere por su ubicación en el mismo recinto. También las pinturas parietales descubiertas en los subterráneos o grutas en que la Edad Media sepultó las estancias de la Domus Aurea de Nerón, proporcionaron los candelabros y grutescos convertidos en tópicos de la decoración al fresco, los estucos y relieves de toda ornamentación fomentada por Rafael y sus seguidores. La presencia de dioses y héroes de la mitología pagana junto a los motivos de iconografía bíblica y el repertorio cristiano no sólo no repugna, sino que se busca una y otra vez en aras de la actitud sincrética del Humanismo, fomentado por los escritores y pedido por los mismos mecenas. Este espíritu de concordia o concordatio, que no vio hostilidad en la simbología politeista de los antiguos sino enriquecimiento histórico de la cultura cristiana, es adoptado incluso en los programas aprobados por los mismos Papas tanto para la intimidad de su morada como para recintos sagrados. Esto se puede observar en un enclave religioso como es la capilla sepulcral del banquero sienés Agostino Chigi en Santa María del Pópolo, construida por Rafael y por él decorada con un cortejo de dioses olímpicos emparejado con figuras cristianas y símbolos astrológicos que protegen el reposo de una pirámide de ascendencia egipcia como la sepultura de Cayo Sestio en los días de Augusto, con la misma coherencia con que también Rafael adornó con escenas de amor la Villa Farnesina construida para el mismo cliente.
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El estudio sobre los orígenes de Roma ofrece al historiador una serie de dificultades importantes que se asientan principalmente sobre las propias informaciones de los autores antiguos y sobre el considerable número de hallazgos arqueológicos en Roma y en el Lacio, sobre todo durante los últimos veinte años, que obligan a una constante sistematización de los planteamientos y a una difícil tarea de compulsa con las mentes antiguas. Esta complejidad explica que, durante mucho tiempo, esta etapa inicial de la historia de Roma se haya venido situando más en el terreno de la leyenda que en el de la historia. Sólo a partir del siglo XVIII, se inició la revisión crítica de las fuentes con un prejuicio hipercrítico de partida que se basaba en el hecho de que la parcial destrucción de Roma, en la primera década del siglo IV a.C., a consecuencia de la invasión gala, había supuesto la pérdida de los archivos y documentos relativos a los primeros siglos de la ciudad. Como los primeros analistas romanos (Nevio, Ennio) habían iniciado su actividad historiográfica sólo en las últimas décadas del siglo III a.C., se derivó a unas posiciones que llegaban a poner en duda la propia realidad histórica del período monárquico. Ha sido muy reciente, ya en el siglo XX, cuando gracias a las aportaciones de las ciencias auxiliares (arqueología, etnología comparada, lingüística, topografía, etc.), se ha logrado revalorizar -al menos en sus términos esenciales- la tradición, despojándola de muchos elementos legendarios, de deformaciones interesadas en pro de determinadas familias y de anacronismos e interpretaciones sospechosas. Todos estos elementos aparecen en mayor o menor medida en las fuentes antiguas, comenzando por el de la propia fundación de la ciudad, que la leyenda presenta como una ciudad griega, puesto que los fundadores descendían de estirpe troyana. Esta interpretación que encontramos en algunos historiadores griegos mencionados por Plutarco -Helánico de Mitilene, Eráclides Póntico- y en otros -Timeo, Dionisio de Halicarnaso- se propago no sólo en el ámbito griego, sino que, a partir de los siglos IV-III a.C., también se afirmó en el mundo itálico frente a otras tradiciones diversas que le suponían un origen arcadio o aqueo, relacionadas con el mito de Evandro, la primera, y con el de Odiseo o Ulises, la segunda. Esta leyenda, recogida por los analistas romanos Nevio y Fabio Pictor, presenta a Eneas como antepasado directo de Rómulo y Remo y que, tras casarse con la hija del rey Latino, se convirtió a su vez en rey. Más tarde, el historiador Livio sigue la misma tradición. Para los griegos el concepto de origen de los pueblos se identificaba generalmente con acontecimientos precisos y personalizados. Imaginaban emigraciones marítimas a Italia de pueblos procedentes de Oriente, como los arcadios, pelasgos, lidios, troyanos, cretenses y de héroes civilizadores como Enotro, Hércules, Minos, Eneas y Ulises, entre otros. Así, la historiografía griega helenística concedió un origen divino y griego a la fundación de Roma, versión que ésta, a su vez, posteriormente asumió. Tales migraciones se situaban generalmente en torno a la época de la guerra de Troya. El esquema se repite en varios mitos griegos: el héroe extranjero que primero lucha con los indígenas y después -generalmente a través del matrimonio- hereda el dominio o funda una nueva ciudad. En este segundo caso, el origen de Roma era presentado como un acto de fundación voluntaria y precisa, consecuencia de la imagen que los griegos tenían de la fundación de colonias. Ciertamente, es inadmisible la tradición de un origen troyano de Roma cuando se compara la fecha tradicional de la destrucción de Troya (1200 a.C.) con la realidad arqueológica del poblamiento del Lacio y el Septimontium, semejante a otros muchos poblados del Bronce Final de Italia y muy lejos de ser considerado ni siquiera un poblamiento importante, cuanto menos una ciudad. A pesar de que los autores antiguos presentan a veces relatos distintos y de muy desigual valor de la historia de la Roma arcaica, hay algunas constantes que permiten suponer la validez de determinados elementos o vicisitudes de la Roma de esta época. Una de ellas es la de que la primera forma de organización política romana era de tipo monárquico. Este testimonio es confirmado por la arqueología y por la tradición. Así, por ejemplo, la aparición de un vaso de bucchero procedente de las excavaciones en la Regia (casa donde habitaba el rey) del Foro romano y fechado a mediados del siglo VII a.C., en el que aparece la palabra Rex. También la palabra regei aparece inscrita en el cipo del Foro conocido como Lapis Niger, que contiene una ley sagrada. La antigüedad de esta institución podría también deducirse de otras instituciones del Lacio, como la del rex nemorensis (rey del bosque) que, desde el siglo VI a.C. hasta plena época imperial, era el sacerdote encargado de los bosques consagrados a Diana junto al lago de Nemi. Así también la continuidad en la Roma republicana de la figura del rex sacrorum, el sacerdote-rey, que no es sino la pervivencia de la antigua institución de la realeza, reducida únicamente a las funciones religiosas. Es una peculiaridad romana la de no abolir definitivamente nada y mantener cualquier institución inútil o superada, bien sacralizándola o bien limitando sus funciones. La lista canónica de los siete reyes de Roma -u ocho, de incluir a Tito Tacio, que durante algún tiempo habría constituido con Rómulo una especie de diarquía- es la siguiente: Rómulo, Numa Pompilio, Tulio Hostilio, Anco Marcio, Lucio Tarquinio Prisco, Servio Tulio y Tarquinio el Soberbio. La existencia de los tres últimos es aceptada por todos los historiadores modernos, en gran parte porque la documentación arqueológica es más abundante y aporta bastantes confirmaciones a los textos de los autores antiguos y también porque las características de estos tres monarcas cuya soberanía es similar a la de los tiranos griegos han resistido cualquier análisis crítico de las fuentes antiguas. Pero incluso sobre los primeros reyes no hay suficientes argumentos que nos lleven a creer en la falsedad de los mismos. Muchos historiadores mantienen que la lista de los reyes ya había sido establecida cuando los primeros historiadores romanos del siglo III a.C. escribieron sobre los orígenes de Roma, lo que confirmaría que éstos existieron realmente. Como la fecha de la fundación de Roma propuesta por Verrón y aceptada por la analística romana se sitúa en el 754 a.C., cada reinado tendría una media de treinta y cinco años, que habría que alargar o reducir en caso de admitirse la fecha del 814 a.C. propuesta por el historiador griego Timeo en el siglo III a.C., o del 729 según Cincio Alimento, también del siglo III a.C. Sin embargo, la fecha del 754 a.C. es la más aceptada, con un valor orientativo, esto es, se acepta que la primitiva Roma pudo ya existir en la últimas décadas del siglo VIII a.C., cualquiera que fuese entonces su nombre y su organización en ciudad o más bien, inicialmente, bajo la forma de federación de aldeas.
contexto
La leyenda cuenta que la ciudad de Roma fue fundada por Rómulo el 21 de abril de 754 a.C. Rómulo, y su hermano gemelo Remo, era hijo de la vestal Rea Silvia y el dios Marte. Rea Silvia, hija de Numitor, el rey de Alba Longa -fundada por Ascanio, hijo del troyano Eneas-, se hizo vestal cuando su tío Amulio destronó a su padre. El voto de castidad obligatorio para las vestales fue quebrantado por Rea Silvia, ya que tuvo con Marte dos mellizos. Amulio la condenó a muerte y a los mellizos a ser arrojados al Tíber. Pero los esclavos encargados de cumplir el castigo se apiadaron de los pequeños y dejaron la canasta en la orilla del río. Cuando una loba se acercó al río a beber, oyó los llantos de los niños y los amamantó hasta que el pastor Fausto se hizo cargo de ellos. Cuando se enteraron de la verdadera historia de su nacimiento, mataron a Amulio y restauraron en el trono a su abuelo Numitor. Abandonaron Alba Longa y decidieron fundar una ciudad en el sitio donde fueron encontrados. Rómulo trazó el contorno de la ciudad con un arado y juró que mataría a quien franqueara las imaginarias murallas de Roma. Su hermano Remo pensó que la amenaza de Rómulo no sería efectiva y cruzó la línea. Rómulo mató a su hermano y se convirtió en rey de la nueva ciudad. Durante su reinado, Roma se unió a los sabinos. La leyenda nos narra el famoso rapto de las sabinas, mujeres que habitaban en las cercanías de la ciudad que fueron raptadas por los romanos, iniciándose un período de luchas entre ambos pueblos hasta que se estableció la paz, creándose un estado único con el poder compartido entre el rey sabino Tito Tacio y Rómulo. A la muerte del sabino, Rómulo quedó como único rey. La monarquía será, por lo tanto, el primer sistema de gobierno que se establecerá en la nueva ciudad. Arqueológicamente, se han encontrado importantes restos en las siete colinas que conformarán Roma -Capitolino, Quirinal, Viminal, Esquilino, Celio, Aventino y Palatino-, especialmente en el Palatino, fechados en el siglo VIII a.C. Posiblemente se tratara de aldeas independientes que se coaligaron por razones defensivas, eligiendo a uno de sus jefes como rey. La lista canónica de los siete reyes de Roma -u ocho, de incluir a Tito Tacio, que durante algún tiempo habría constituido con Rómulo una especie de diarquía- es la siguiente: Rómulo, Numa Pompilio, Tulio Hostilio, Anco Marcio, Lucio Tarquinio Prisco, Servio Tulio y Tarquinio el Soberbio. Los tres primeros, sin contar a Rómulo, serán de origen sabino, lo que viene a confirmar la fusión de romanos y sabinos -posiblemente instalados en el Quirinal-. En estos primeros momentos se empiezan a gestar las primeras instituciones urbanas: los Comicios Curiados y el Senado. La mayoría de los historiadores actuales comparten la idea de una Roma en progreso que alcanzó, en la últimas décadas del siglo VII a.C. y sobre todo en el siglo VI a.C., un auge comparable al de las grandes ciudades etruscas. La ciudad-estado romana estaba ya plenamente formada en esta época, con una imagen externa monumental, con templos importantes, un foro pavimentado y unos ordenamientos constitucionales que fueron actualizados durante el siglo VI a.C. El advenimiento de Tarquinio Prisco es visto por algunos historiadores como una consecuencia de la dominación etrusca sobre Roma. Los cambios que se producen en la imagen de la ciudad -pavimentación del Foro y construcción de la Cloaca Máxima- son indicativos de la mencionada dominación etrusca. Roma, durante esta segunda fase monárquica, siguió siendo una ciudad latina, independiente políticamente, aunque muy vinculada al mundo etrusco. Además, en estas fechas se produjo un sorprendente progreso social y económico de la urbe, que se convirtió en la ciudad hegemónica del Lacio. También fue decisiva en este período la influencia griega. La nueva organización del territorio al dividir a los romanos en tribus y en clases según su riqueza, la elaboración del censo, la creación de un sistema monetario, la introducción de los Comicios Centuriados y la creación de un ejército hoplítico serán las reformas más importantes impulsadas por Servio Tulio. El reinado de Tarquinio el Soberbio supondrá el final de la monarquía y el inicio de la República. El cambio de régimen vendrá motivado, posiblemente, por el cansancio de los aristócratas de la política expansiva del monarca. La invasión de Roma por Porsenna y el republicanismo imperante en las vecinas ciudades etruscas sirvieron como acicate para provocar el derrocamiento. Pero la leyenda nos narra de una manera diferente el final de la monarquía romana. Lucrecia era una importante matrona romana, hija de Septimio Lucrecio Triciplino y esposa de Colatino. Sexto, hijo del monarca romano Tarquinio el Soberbio, se prendó de la belleza de la mujer y al no conseguir sus propósitos, consiguió entrar una noche en la habitación de Lucrecia para forzarla. La amenazó, si no accedía a sus deseos, con matarla y situar a su lado el cadáver de un esclavo para aumentar su deshonra. Consumada la violación, Lucrecia convocó a su familia al día siguiente para darle a conocer la terrible noticia, momento que aprovechó para suicidarse y lavar así la afrenta. Bruto, presente en el momento del suicidio, arrancó el puñal que Lucrecia había clavado en su corazón y juró venganza. La venganza de los Lucrecios será, por lo tanto, el mítico origen de la caída de la Monarquía en Roma y la instauración de la República en el año 509 a.C.
contexto
La formación, a lo largo del siglo IV a.C., de una nueva elite dirigente en Roma constituyó un hecho político por el que se posibilitaba que los plebeyos ricos, antes marginados, pudieran ahora entrar también en la clase dirigente y acceder al consulado (367 a.C.). En realidad, el surgimiento de la llamada nobilitas patricio-plebeya fue el factor que inició una etapa de la historia de Roma durante la cual se destacan dos hechos característicos: el profundo avance y desarrollo económicos y la nueva articulación de la sociedad romana. El saqueo de Roma por los galos en el 390, por traumático que fuera en su momento, tuvo poco efecto sobre el desarrollo interno de Roma o sobre el proceso de conquista, pese a que muchos historiadores han magnificado su importancia. La tierra adquirida a raíz de la conquista de Veyes fue repartida entre los plebeyos de Roma, lo cual tuvo como resultado la creación de una nueva y enorme reserva de soldados campesinos. Hacia mediados del siglo IV a.C., Roma dominaba el sur de Etruria, había superado sus desgarradoras luchas sociales y se encontraba inmersa en un proceso de desarrollo cargado de vitalidad y rapidez.
Personaje
Pintor
Hijo de los comerciantes de algodón Jozef Leper y Elisabeth Romako, el 11 de junio de 1862 contrajo matrimonio con Sophie Köbel, la atractiva hija del arquitecto Karl Köbel. El compositor Franz Liszt estuvo presente en la ceremonia. Romako vivió en Roma durante casi veinte años y su trabajo alcanzó una importante popularidad. En 1875 su esposa le abandonó por otro hombre y él regresó a Viena al año siguiente. Desgraciadamente, el éxito obtenido en Italia no le siguió a Viena y las cosas se torcieron cuando en 1887 sus dos jóvenes hijas se suicidaron súbitamente. Romako no pudo soportar la soledad y falleció dos años después. Su obra no sería justamente valorada hasta cincuenta años más tarde.