Desde fines del siglo XV, quedó patente el hecho de que los españoles no tenían inclinación por el trabajo manual y que la mano de obra sería la indígena (a la que se sumaría luego la esclava). Se instituyó por esto el repartimiento, entregando cupos de naturales a los españoles para que les utilizaran en labores agrícolas o mineras. La acelerada disminución del número de amerindios (por causas diversas, como el desarraigo familiar, el mismo trabajo, etc.) aconsejó sustituir el repartimiento por la encomienda (ambas instituciones coexistieron a veces), vieja institución feudal que establecía la servidumbre a los señores a cambio de la protección a los siervos. En el caso americano, se entregaba una comunidad indígena a un español, que debía españolizarles y adoctrinarles en la fe (pagando un doctrinero). Los encomendados entregaban al encomendero un capital anual, el tributo (en oro o en especie) y un capital-trabajo (algunas prestaciones). En ningún caso, el encomendero era propietario de la tierra donde vivían sus encomendados, que seguía siendo de la Corona y entregada en usufructo a la comunidad. Los encomenderos trataron de sacar el mayor rendimiento a los encomendados, manteniendo altos los tributos (pese a que disminuían los tributarios) y exigiéndoles trabajos adicionales, como labrar alguna parcela de maíz para sustento del señor e incluso prestaciones laborales en sus tierras particulares. Esto último era ilegal, pero solucionaba en parte el problema de la falta de mano de obra, cada vez más angustioso. La Corona intentó suprimir la encomienda en 1542 (Leyes Nuevas), impidiendo su transmisión, pero tuvo que ceder ante las presiones de los encomenderos peruanos (rebelión de Gonzalo Pizarro) y sostenerla. La falta de mano de obra indígena originó la reimplantación del repartimiento, pero distinto del existente al principio. Los indígenas próximos a una población española (encomendados y no encomendados), debían ofrecer un cupo de trabajadores (usualmente entre el 2% y el 4%) a modo de pequeño mercado de mano de obra para su contratación en labores agrícolas (escarde, cosechas, etc.) o urbanas (empedrado de calles, construcción de casas, etc.). El reparto lo hacía el Alcalde Mayor que tenía jurisdicción en los términos de la ciudad. La carencia de mano de obra jornalera no empezó a resolverse hasta principios del siglo XVII, cuando hubo un considerable número de mestizos y aparecieron los indios forasteros o huidos de sus encomiendas para no pagar tributos, ofreciéndose a trabajar por un salario. A éstos se sumaron los esclavos echados a jornal o alquilados por sus amos en obras u ocupaciones diversas a cambio de un salario que se embolsaban. En Cuba se utilizaron muchos de ellos en las obras de fortificación. En 1601 se estableció el concertaje o concierto de los trabajadores, por el cual éstos acordaban laborar para determinado propietario a cambio de un jornal. El concertaje robusteció la hacienda, que acabó con la encomienda. El repartimiento quedó reservado para actividades en las cuales no se encontraban jornaleros, como la minera en Nueva España, donde se implantó desde 1632. El concertaje funcionó usualmente durante la segunda mitad del siglo XVII. El concierto se hacía por escrito y por un período que iba de seis meses a un año. El trabajador tenía derecho a una casa y a los servicios religiosos. El salario debía pagarse en dinero y no en especie, pero lo corriente es que se diera una parte en dinero (entre 15 y 30 pesos al año) y otra en especie (ocho fanegas de maíz y media arroba de carne cada dos semanas). Aunque el patrono procuraba explotar a sus trabajadores, tenía siempre el límite impuesto por la oferta y la demanda. Si apretaba demasiado, el jornalero se buscaba otro patrono, siendo inútil tratar de hacer valer el papel del concierto firmado, pues primero había que encontrarle.
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Las grandes conquistas del siglo XIII fueron seguidas de la entrega de tierras a quienes habían intervenido en la campaña, y en casos como el mallorquín, el inicio de la guerra fue precedido del reparto de tierras en función de la contribución militar o económica ofrecida por cada uno. Jaime I se reservó la mitad de la isla y distribuyó el resto entre los nobles; de la parte real saldrían las concesiones hechas a los oficiales del rey, a las ciudades que habían intervenido en la campaña y a quienes quisieron repoblar la isla; al rey le correspondieron 2.100 casas, 320 tiendas, 24 hornos y 30 molinos, que unidos a las tierras y a los derechos reales servirían para incorporar a la Corona el condado de Urgel, en 1231, previo acuerdo con Pedro de Portugal, viudo de Aurembiaix de Urgel, que cedió el condado a cambio de los derechos del rey en Mallorca. En la recién tomada ciudad de Valencia fueron asentadas 300 familias de Barcelona, otras tantas de Teruel, 250 de Tortosa, 200 de Zaragoza, 175 de Lérida, 150 de Montpellier, 130 de Daroca...El territorio andaluz, aunque los sistemas de repoblación variaron de unos a otros lugares en función de la modalidad de conquista, puede aceptarse que fue dividido en donadíos y heredamientos; los primeros constituyen la recompensa a quienes han intervenido en la campaña de modo directo (fuerzas militares) o indirecto (personas y organizaciones que han contribuido a financiar las expediciones, avituallar las tropas, gobernar el reino durante las ausencias del monarca...), y los segundos son entregados a los repobladores que acuden a sustituir a los musulmanes huidos o expulsados. Los heredamientos de la conquistada ciudad de Sevilla varían entre las 8 aranzadas (4.000 pies de olivar) y 2 yugadas de tierra que reciben los caballeros y las 4 aranzadas y 1 yugada de los peones. Junto a estos repobladores, campesinos en su mayoría, se establecieron en la ciudad 200 caballeros de linaje que recibieron, además de las 8 aranzadas de olivar, 5 de viña, 2 de huerta y 6 yugadas de tierra. Dentro del término sevillano se asignaron bienes a los marinos y a los artesanos de la construcción naval, cuya presencia era necesaria para la defensa de Sevilla por mar; a cada cómitre o jefe de nave se entregaron 100 aranzadas de olivos e higueras y 5 aranzadas de cereal; el monarca entregaba además la galera en perfectas condiciones y el cómitre se comprometía a efectuar las reparaciones que fuesen necesarias y a sustituir la nave por otra cada siete años; los beneficios obtenidos en el mar, el botín, se repartirían entre el monarca y los marinos. Finalizadas las conquistas peninsulares, los nobles buscan salida en el exterior contratándose como mercenarios, entre los que cabe destacar en los años iniciales del siglo XIII a Sancho VII de Navarra, cuyo reino carece de fronteras con los musulmanes, que obtiene de su actividad militar dinero suficiente para convertirse en prestamista de los reyes de Aragón; tropas castellanas intervienen en la defensa del Norte de África e igual papel realizan las milicias catalano-aragonesas existentes desde mediados del siglo XIII en Túnez, Bona, Bujía y Constantina, cuyo jefe era nombrado por el rey aragonés, al que correspondía una parte del salario de estos caballeros, valorada entre cuatro y nueve mil dinares de oro al año.
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Desde finales del siglo XVII, los Habsburgo pretendían el intercambio de Baviera por los Países Bajos, pues de esta forma consolidarían su posición en el Imperio al dominar otro Electorado. En 1777 moría Maximiliano José de Baviera sin descendientes y, de acuerdo con los códigos medievales, el territorio se uniría de nuevo al Palatinado, con Carlos Teodoro al frente, también sin descendencia. José II reclamó sus derechos por estar casado con María Josefa de Bohemia y Baviera y rescató antiguas costumbres para avalar sus pretensiones, que eran de muy difícil comprobación. La habilidad de la diplomacia vienesa se manifestó en la presentación del problema de la sucesión bávara a Carlos Teodoro, pues, según José II, Federico II ambicionaba los ducados de Berg y Juliers y, para evitar mayores pérdidas, debía aceptar la tutela austriaca y la desmembración, a cambio de Baviera. En enero de 1778 firmaron el Tratado de Partición y los ejércitos imperiales tomaron posesión de manera inmediata para, después, buscar la aprobación internacional, donde Francia jugaba un papel crucial, pues era la única que frenaría las quejas de los afectados, sobre todo Prusia; no obstante, Vergennes declaró la neutralidad. Siempre impetuoso, José II ofreció territorios en Westfalia a Federico II si confirmaba el tratado de reparto bávaro. No podía esperar nada de la neutralidad francesa y de la influencia de María Antonieta en Versalles. Pero ante la sorpresa de todos, Prusia rechazó cualquier entendimiento con el argumento de la defensa del equilibrio de poder y de la Constitución imperial. Detrás estaba el miedo al poder de los Habsburgo y a sus previsibles reclamaciones sobre Silesia y otros dominios en poder de los Hohenzollern. El cerco diplomático francés dio sus frutos y la mayoría de los Estados se centraron en sus cuestiones particulares, por ejemplo, Gran Bretaña en América y Rusia en el mar Negro. Así, Federico II sólo halló respaldo contra la desmembración en el elector de Sajonia y el duque de Zweibrücken, ambos con derechos sobre Baviera y el Palatinado, respectivamente. Con tales acusaciones, conminó a José II para la evacuación del Electorado, lo que supuso la inminente declaración de guerra. La primera campaña fue la invasión de Bohemia, aunque sin éxito para los prusianos. Por su parte, María Teresa, considerando demasiado peligrosas las acciones de José II, inició negociaciones secretas con Federico II, con la mediación de Francia y Rusia. Empeñado en sus proyectos bélicos, el emperador reclamó el apoyo francés según lo estipulado en el segundo Tratado de Versalles, pero recibió la negativa por respuesta y la calificación del acto de inconstitucional. Dado el aislamiento, aceptó el armisticio de enero de 1779, que concluyó en el Tratado de Teschen, en mayo de 1779, de difícil gestación por los complejos intereses abarcados. Se acordó la anulación de la renuncia de Carlos Teodoro, elector del Palatinado, una pequeña compensación fronteriza para Austria en la región de Inn, el reconocimiento a los Hohenzollern en la sucesión de los margraviatos franconios de Ansbach y Bayreuth, pertenecientes a una rama colateral casi extinguida, la recuperación de las prerrogativas hereditarias del duque de Zweibrücken y la indemnización económica al elector de Sajonia. El gran vencedor fue Federico II: confirmaba su poder de estadista al lograr la ampliación sucesoria a los margraviatos franconios y aparecía como el defensor del equilibrio europeo y de las libertades germánicas. Francia y Rusia garantizaron el nuevo orden fijado en Teschen y se convirtieron en los árbitros de los conflictos europeos.