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El rey Fernando VII regresó a Madrid desde el Puerto de Santa María mediante un recorrido que le llevó a Sevilla y a otras poblaciones de la mitad sur de España. A través del Secretario de Estado, comunicó a la Regencia que volvía a tomar las riendas del gobierno y que por tanto daba por finalizada su gestión. Una vez en la capital, el gobierno provisional que había nombrado la Regencia y que presidía Víctor Damián Sáez siguió interinamente en el poder y dictó algunas medidas, la más importante de las cuales fue, sin duda, el establecimiento del Consejo de Ministros por un decreto de 19 de noviembre de 1823. Paradójicamente, se trataba de una gran innovación en el momento de la restauración del absolutismo. Para José A. Escudero, que ha consagrado dos volúmenes al estudio de esta cuestión, se trataba de la culminación de un proceso que había comenzado en el siglo XVIII, mediante el cual la Monarquía intentaba crear un organismo central que coordinase y preparase la acción del Estado. Al Consejo de Ministros se le otorgaba una función consultiva y también ejecutiva, aunque en estos primeros años de funcionamiento mostró una gran fragilidad y una escasa eficacia, pues carecía de poder para tomar decisiones y cada uno de los ministros conservaba una amplia autonomía. El rey continuaba siendo la única fuente de poder y cualquier acuerdo del Consejo debía obtener su asentimiento para ser aplicado. La presión del embajador ruso Pozzo di Borgo, con el apoyo de otros representantes diplomáticos, parece que influyó en la destitución de Víctor Sáez y en su sustitución por el marqués de Casa Irujo con otros Secretarios más moderados. Irujo, sin embargo, tuvo que abandonar el cargo a las pocas semanas a causa de una grave enfermedad que le llevaría a la muerte y su puesto fue ocupado por Narciso de Heredia, conde de Ofalia. Con él permaneció, entre otros, Luis López Ballesteros como Secretario de Hacienda. Este nuevo gabinete, nombrado el 2 de diciembre de 1823, se enfrentó con la grave tarea de la reconstrucción del Estado en un ambiente de división entre los españoles que hacía sumamente difícil cualquier tarea de gobierno. Sin embargo, fueron importantes las reformas que se llevaron a cabo y especialmente aquellas que afectaron a la Hacienda. En este sentido, hay que destacar la labor de su titular, López Ballesteros, que permaneció en ese puesto casi nueve años, lo que le convierte en todo un récord en el siglo XIX. Nada hacia presagiar su valía, pues el embajador francés lo describía, en una comunicación a su jefe de gobierno en 1824, con estas palabras: "El ministro de Finanzas está lleno de prejuicios y de ideas rutinarias de las que es imposible hacerle salir", aunque le reconocía su "hombría de bien" y su honestidad. La política económica de López Ballesteros, que ha sido estudiada en detalle por Josep Fontana, reposaba sobre un principio fundamental: ajustar los gastos del Estado a sus escasos recursos, evitando cualquier reforma fiscal por razones ideológicas. Su labor puede dividirse en tres etapas. Desde 1824 hasta 1827 todas las energías se dirigieron a poner orden en la caótica administración de la Hacienda, mediante dos líneas de actuación: la primera consistente en la centralización de sus estructuras; la segunda, en la restauración de un sistema fiscal coherente. Este, que fue aprobado mediante catorce decretos publicados el 16 de febrero de 1824, comprendía 48 rentas. Tres de ellas representaban los impuestos clásicos del Antiguo Régimen y suponían las tres cuartas partes de la suma recaudada: aduanas, monopolios y rentas provinciales. Las únicas novedades incluidas, y de carácter muy tímido, son: un subsidio de comercio y la contribución de frutos civiles, que representaban del 4 al 6 por ciento de la renta sobre la propiedad. Por último, se creó una Caja de Amortización de la Deuda pública, sin que eso significase que se reconocían los empréstitos contraídos durante el Trienio. La segunda etapa se inició cuando se comprobó el escaso aumento de los recursos como consecuencia de estos retoques al sistema del Antiguo Régimen. Eso llevó a la publicación del primer presupuesto de toda la Historia de España el 28 de abril de 1828, aunque también con poco éxito. La tercera etapa de la política de López Ballesteros consistió, una vez contenido el gasto, en el intento de aumentar los recursos favoreciendo el crecimiento de la riqueza mediante la creación del Ministerio de Fomento. No obstante, los resultados de esta medida, aun siendo muy limitados, no comenzarían a obtenerse hasta después de la salida de López Ballesteros del gobierno. El conde de Ofalia fue depuesto de su cargo de Secretario de Estado y sustituido por Francisco Cea Bermúdez el 11 de julio de 1824, sin que se sepan exactamente las causas. Se dijo que era debido al enfrentamiento de Ofalia con Antonio Ugarte, y así lo creía también el diplomático francés Boislecomte. Ugarte era un oscuro personaje, que había sido introducido en la Corte por la legación rusa y que había llegado a alcanzar una gran ascendencia sobre Fernando VII. El representante francés en Madrid afirmaba que había influido en la destitución o en el nombramiento de 44 ministros, cifra que resulta a todas luces exagerada. Sin embargo, fuera por ésta u otra razón, lo que está claro es que el cambio en el gobierno significó un cierto retroceso en las reformas que estaban llevándose a cabo. Cea Bermúdez había nacido en Málaga en 1779 y había realizado una brillante carrera diplomática como representante español en varios países extranjeros. Cuando fue nombrado para la Secretaría de Estado se hallaba desempeñando el puesto de ministro plenipotenciario ante el zar de Rusia y tenía 45 años. Generalmente se le considera como un hombre de la Ilustración, pues era partidario de las reformas desde el poder. En la Secretaría de Guerra, el general Cruz, un hombre también de carácter reformista, fue sustituido por el mariscal de campo J. Aymerich. En realidad, Cruz fue implicado en la conspiración de carácter realista de un jefe de partida, el aragonés Joaquín Capapé, quien, según afirmaba, contaba con el apoyo del infante don Carlos, aunque esto nunca pudo demostrarse, así como tampoco la implicación de Cruz. Al poco tiempo, el ministro de la Guerra fue acusado de negligencia en la represión de la intentona liberal que había tenido lugar en las cercanías de Gibraltar. Desde la plaza inglesa, el general Francisco Valdés, con algunos liberales españoles y varios gibraltareños, había tomado Tarifa, aunque no pudo resistir por mucho tiempo ante el envío de tropas procedentes de Algeciras y de Cádiz. Hubo algunos muertos y varios heridos, pero Valdés consiguió escapar y refugiarse en Tánger. Todos estos hechos contribuyeron a endurecer la situación y la incorporación de hombres más reaccionarios, como el propio Aymerich, o el nuevo superintendente de la policía Mariano Rufino González, que sustituyó al anterior Manuel José de Arjona, propiciaron un giro en la política del gobierno. Durante cerca de un año el gobierno adoptó una política más cercana al programa absolutista. Una de sus actividades más importantes se centró en el desarrollo de los cuerpos de voluntarios realistas, que fueron regulados por una real orden publicada en septiembre de 1824. En ella se encargaba a los capitanes generales y a los ayuntamientos que fomentasen la creación de los cuerpos de voluntarios realistas para ocuparse del orden y de la seguridad pública, de la defensa de los derechos soberanos del rey y de la protección de la santa religión y de las buenas costumbres. También se crearon entonces las primeras Juntas de Fe, mediante las cuales se perseguirían y se castigarían los delitos de los que antes se había encargado el Santo Oficio. La policía intensificó por su parte su labor de persecución y de control de los elementos liberales sospechosos, contribuyendo de esta forma a restablecer en España el absolutismo más intransigente. A esta etapa pertenece, no obstante, el llamado Plan de Estudios de las Universidades, que consistía en realidad en una reforma de la enseñanza por la que se uniformaban las universidades y se las dotaban de unos mismos planes, unos mismos textos, así como como de unos similares reglamentos de régimen interior. Se reglamentaban las Facultades de Filosofía, Teología, Leyes, Cánones y Medicina. Las universidades españolas, que habían estado cerradas desde la primavera de 1823, volvieron a abrir sus puertas en noviembre de 1824. De acuerdo con la reforma, sólo subsistían las universidades de Salamanca, Valladolid, Alcalá, Valencia, Cervera, Santiago, Zaragoza, Sevilla, Granada, Oviedo y Mallorca, y se ordenaba crear una en Canarias. También se aprobó durante el Gobierno de Cea una reforma de la Enseñanza Primaria, que al igual que la universitaria, fue objeto de una regularización y una homogeneización en todo el país.
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Las reformas económicas de Diocleciano pretendieron reactivar la vida económica del Imperio resolviendo las cuestiones monetaria y tributaria, ambas inseparables. Respecto al primer punto, Diocleciano intentó restablecer el valor de las monedas de plata (que desde el 256 no eran sino de bronce plateado) y de oro. Las monedas de bronce o folles siguieron circulando. El denarius argenteus de Diocleciano, moneda de plata pura, equivalía a 1/96 de libra y pesaba 3,27 gramos. Era de la misma pureza y peso que el denario de la época de Nerón. Paralelamente, lanzó la emisión del aureus, de 1/60 libra, de oro. Pero la emisión de buenas monedas de plata y oro propició que la moneda fraccionaria, el folles de bronce, fuera despreciado y muchos comerciantes se negaran a aceptarla como pago. La reacción fue un encarecimiento de los productos y un deterioro de las condiciones de vida de las clases inferiores del Estado puesto que, lógicamente, el folles de bronce era la moneda más accesible para los pobres. Esta situación llevó a Diocleciano, en el 301, a publicar un edicto de precios máximos con el fin de defender el curso de la moneda fraccionaria. Este decreto establecía el precio máximo que debía pagarse por cada producto agrícola o manufacturado e incluso por la mano de obra de un trabajador y amenazaba con la pena de muerte a los compradores y vendedores que la contravinieran. Los resultados del edicto fueron mediocres mientras estuvo en vigor y, años después, el decreto fue abolido ya que -al no conseguir frenar la devaluación de la moneda de bronce- se dio la situación de que los productos se ofrecían a un valor muy inferior al que marcaba la demanda, ya que éstos tendían a subir de precio a medida que la moneda perdía valor. Sin embargo, el Edicto de Precios es un documento valiosísimo para reconstruir la vida económica y comercial de esta época pues contiene en torno a 1.300 referencias a productos y bienes de todo tipo con indicación de precios y salarios. En lo referente al sistema impositivo dioclecianeo, el llamado impuesto de capitación creó para varios siglos la legislación fiscal del Imperio, sobreviviendo incluso a la desaparición de éste. El impuesto de capitación es, en esencia, el impuesto anonario preexistente desde la época de los Severos, pero sometido a una reorganización y convertido en el principal impuesto mantenedor de la maquinaria estatal. En la base de este impuesto está el censo del 297, actualizado cada cinco años. En la elaboración de este censo catastral se contemplaba, en primer lugar, el número de unidades territoriales, iuga, sometidas a impuesto. Un iugum venía a ser la extensión de tierra susceptible de ser trabajada por un hombre (caput) y suficiente para su sustento, por consiguiente no debe confundirse con la yugada como medida. La valoración de los iuga contemplaba tanto la calidad de las tierras (una yugada de tierra buena equivalía a varias de tierra mediocre) como los cultivos. Así, un iugum equivalía a cinco yugadas de viñas, a 225 olivos antiguos en terreno llano, a 450 olivos en terreno montañoso, etc. Para establecer un iugum era preciso tener en cuenta la capacidad del trabajador, puesto que este sistema suponía que el hombre (trabajador agrícola) y la tierra debían ser considerados como un todo inseparable. Esta fuerza de trabajo individual, era el caput. También en lo referente a la capitación se determinaron unidades del mismo valor: un hombre adulto equivalía a tantas mujeres... El caput era, por definición, el trabajador agrícola y la iugatio-capitatio era la base imponible que resultaba de la equivalencia entre la unidad de capitación (caput) y la unidad territorial (iugum). Así cada provincia o cada distrito podía ser definido por determinado número de unidades fiscales y se sabía de antemano el importe global que se recaudaría, ya que la suma a pagar por cada uno de los iuga era idéntica. Este impuesto (en el que el hombre y la tierra aparecen como factores inseparables) no recayó sobre los habitantes de las ciudades, que carecían de tierra, ni sobre los mendigos e indigentes, pero no admitía la huida de los campesinos inscritos en el censo (adscripti censibus). Si los fugitivos no eran encontrados, los que quedaban pagarían por ellos. Este impuesto se percibía generalmente en especie (annona) y su recaudación correspondía a los oficiales de los gobernadores, llamados más frecuentemente exactores. Ciertamente, con este sistema que adscribía al campesino a la tierra se sometió el suelo a un cultivo mucho más intensivo, y muchas tierras antes baldías volvieron a ser explotadas por campesinos a los que se les había convertido en propietarios y cultivadores forzosos de las mismas. Pero al mismo tiempo se consolidaron las bases del colonato y, desde finales del siglo IV, el surgimiento de los patrocinia vicorum (cuya razón de ser fue el agobio impositivo de los pequeños propietarios) contribuyó al desmembramiento económico y jurídico el Imperio. Muchos pequeños propietarios pasaron a convertirse en colonos de los grandes terratenientes ante la imposibilidad de hacer frente a las cargas tributarias. El dominus se hacía responsable del impuesto de éstos que, a cambio, perdían la propiedad de sus tierras y seguían cultivándolas en precario. Además, se comprometían a trabajar, mediante prestaciones personales, las tierras domaniales. Ciertamente, las grandes propiedades estaban también sujetas al impuesto básico de capitación, pero el régimen de colonato representaba un sistema ventajoso para los posessores. Puesto que el dominio presentaba un desequilibrio en cuanto al número de iuga y de capita (los siervos residirían en el dominio, pero los colonos no) las cargas fiscales resultantes de la iugatio-capitatio eran menores proporcionalmente. No siempre los domini declaraban al fisco el número de colonos que poseían. Las leyes insertas en el Código Teodosiano, instando a que estos posessores declarasen a sus colonos, son tan reiterativas que evidencian que este acto se establecía a veces mediante un contrato privado. Por otra parte, los grandes propietarios disfrutaron de una serie de privilegios que permitían que su contribución fiscal se redujese sensiblemente: desde comienzos del siglo IV se aceptó que pagasen en bloque los impuestos de sus propiedades, generalmente dispersas en distintas provincias, lo que suponía que el control sobre ellas resultaba mucho más difícil. Desde el 360 pasan a ser ellos mismos, con frecuencia, los propios recaudadores y se convierten en intermediarios entre sus propios cultivadores y el Estado. Por último, las exenciones o rebajas fiscales a muchos de estos posessores relacionados con el emperador son frecuentes, principalmente en la época de Constantino. Exenciones que se extienden también a los dominios eclesiásticos.
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Este renacimiento cultural tuvo como telón de fondo una renovación de la política educativa que tuvo como protagonista a S. S. Uvarov, ministro de Educación durante la mayor parte del reinado de Nicolás I. El número de estudiantes y de centros se duplicó durante aquellos años y, aunque se establecieron medidas de vigilancia por la Carta universitaria de 1835, las universidades rusas tuvieron prestigio en campos científicos como la electricidad o el magnetismo (tendido del primer telégrafo eléctrico en 1835). El matemático Lobachevsky fue una destacada figura en geometría no euclidiana, y el cirujano Pirogov fue un innovador en técnicas de anestesia, utilizadas durante las campañas militares.En realidad, el gran debate en Rusia fue el que se libraba entre occidentalistas y eslavófilos, según insistiesen en la necesidad de adaptarse a los países occidentales o tratasen de encontrar una vía específicamente rusa para abordar los problemas existentes. El debate, que debía mucho a corrientes filosóficas occidentales, parecía centrarse en el problema de determinar un destino nacional. Entre los occidentalistas, admiradores del Reino Unido, hay que contar a Katkov, Kaveline y, sobre todo, a Alexander Herzen (1812-1870), que emigró de Rusia en 1847 y difundió desde Londres un periódico (La Campana) crítico hacia el sistema. La experiencia de las revoluciones de 1848, sin embargo, le hizo ver la necesidad de aceptar algunas instituciones peculiares rusas (v. g.: la comuna) en el proceso de transformación de la sociedad. Esto le convertiría en un precursor de los futuros populistas.Entre los eslavófilos, muchos de ellos altos funcionarios, se pedía al zar una regeneración del autocratismo a partir de la emancipación de los siervos y de la reforma agraria. Sus sentimientos de hostilidad hacia el individualismo de Occidente, les hicieron derivar algunas veces hacia un paneslavismo que tampoco era muy agradable para los sentimientos legitimistas del zar.
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En el terreno fiscal, Constantino amplió el dioclecianeo marco impositivo mediante la creación de nuevos impuestos que afectaban a un amplio espectro social. A los senadores les impuso una contribución escalonada en tres categorías -según la fortuna que poseyeran- que se elevaba a 1/4 de libra de oro, 1/2 de libra y una libra. Este impuesto se llamó la collatio glebalis o gleba senatorial. Los decuriones siguieron sometidos al impuesto del aurum coronarium establecido por Diocleciano. Estos impuestos -aunque obligatorios- se presentan en las disposiciones jurídicas enmascarados bajo forma de donativos generosos. El otro impuesto descansó principalmente sobre los comerciantes y artesanos y se llamó auri lustralis collatio en Occidente y chrysargira en Oriente. Pese a su designación -auri- parece que no era obligatorio que se pagara en moneda de oro. A este impuesto se encontraban también obligados los campesinos que iban a vender sus productos directamente a las aldeas e incluso las prostitutas. Este impuesto fue muy impopular. Los autores de la época nos han dejado el relato de las desgracias que el cobro de este impuesto provocaba. Constantino había concedido numerosas exenciones fiscales no sólo a los clérigos sino a muchos otros personajes importantes del Imperio. Constancio, cuya avaricia fiscal es confirmada por Amiano, suprimió casi todas estas exenciones, pero mantuvo considerables inmunidades a favor de los bienes eclesiásticos y de los bienes personales de los clérigos. En la misma ley, inserta en el Código Teodosiano, hace referencia expresa a los clérigos negotiatores o comerciantes que estaban inscritos en el registro. Éstos, amparándose en que tales actividades tenían fines caritativos, habían conseguido ser eximidos de la chrysargira, ya que se dice que se les liberaba del impuesto obligatorio y de todos los cargos extraordinarios no sólo a los clérigos, sino "a las mujeres de los clérigos y también a sus hijos y servidores, los de sexo masculino y femenino, así como a los hijos de éstos". Esta concesión había levantado una oleada de vocaciones religiosas entre los comerciantes y artesanos, hasta el punto de que el propio Constancio, posteriormente, en el 360, decide retirar estas exenciones a los clérigos comerciantes. Parecidas repercusiones tuvo la ley del 349 por la que Constancio eximía a los curiales que habían entrado en el clero de las cargas inherentes. Esta medida decidió la huida de numerosos curiales a las filas del clero. La política fiscal de Juliano fue sin duda uno de los mayores méritos de este emperador. A las reducciones fiscales que concedió en la Galia, cuando aún era césar, hay que sumar las concedidas a muchas otras ciudades del Imperio, entre ellas Antioquía. Además, al impuesto del oro coronario le devolvió Juliano su antiguo carácter ceremonial y voluntario, dejando de considerarlo un impuesto. Ésta fue una de las numerosas medidas que adoptó para fortalecer a las curias y frenar el declive ciudadano, pero además -con el mismo objetivo- obligó a que volvieran a las curias todos los que las habían abandonado para ingresar en el clero. Les devolvió las tierras y bienes que habían pasado a manos particulares, del Estado o de la iglesia. Los eximió de la chrysargira o lustralis collatio, salvo en el caso de que se entregaran a operaciones de gran envergadura y perdonó muchos de los impuestos atrasados. Lamentablemente, la mayoría de estas medidas fiscales tan benévolas no sobrevivió a su autor. La política monetaria de Constantino permitió, en palabras de Mazzarino, el nuevo orden jerárquico de la sociedad, "los poseedores de oro se han convertido en los nuevos dueños de esta sociedad y los poseedores de la moneda de vellón han sido arruinados". El solidus de oro constantiniano era de en torno a 1/60 de libra y se utilizaba como pago para los productos de lujo, para los germanos reclutados como soldados mercenarios e incluso para comprar la paz. La estabilidad y la abundancia de los solidi aureos redujeron rápidamente el valor de las monedas de bronce, el follis y el nummus, cuyo peso no dejó de disminuir desde el 330 y que, hasta entonces, gracias a las medidas de Diocleciano, eran de uso corriente en las compraventas e incluso en el pago de muchos impuestos. De aquí resultó una gran inestabilidad en los precios y la ruina de los humiliores, cuyos salarios e ingresos se pagaban con esta moneda inflacionada. A partir del 320 creó dos monedas de plata: la miliarensis, de 1/60 de libra, y otra más ligera, el silicum, de 1/72 de libra. El autor anónimo del "De rebus bellicis" dice que sólo la confiscación de oro y plata de los templos paganos permitió a Constantino todas sus prodigalidades. Pero, sin duda, las reservas de oro imperiales debían ser cuantiosas en parte por la percepción en oro -y en plata- de un buen número de impuestos y de tasas procedentes del arriendo de tierras imperiales, además, lógicamente, del oro extraído en las minas. Los sucesores de Constantino intentaron remediar los inconvenientes del sistema constantiniano revalorizando la moneda de vellón y, por tanto, aumentando el poder adquisitivo de los pobres. En el 348, Constante y Constancio II acuñaron dos nuevas monedas que pasaron a sustituir al nummus desvalorizado de Constantino. La mayor, de plata y cobre, se llamó maiorina y la segunda, de cobre, se llamó nummus centenionalis. No obstante y en contra de sus previsiones, los precios no bajaron y la maiorina tendió a desaparecer de la circulación. Pero fue Juliano quien con mayor tenacidad luchó por revalorizar la moneda de vellón. Siguió acuñando la maiorina y el centenionalis y para que aumentara su valor reajustó la política de precios e impuestos. Un abuso que se venía cometiendo repetidamente y que se apoyaba en que los contribuyentes que tradicionalmente pagaban sus impuestos en especie, podían también traducirlo en dinero, era el que los funcionarios traducían a dinero la contribución valorada en especie, fijando para ésta un precio más elevado que el del mercado. Pero cuando estos mismos burócratas tenían que pagar a los soldados su sueldo en especie, las adquirían en el mercado a un precio más bajo. Así la diferencia de precio entre estas dos operaciones suponía un beneficio para el intermediario. Para frenar esta forma de robo, Juliano bajó el impuesto percibido por unidad fiscal y reajustó los precios oficiales con los del mercado intentando que éstos bajaran. Para que los fraudes no se hicieran en el peso de los productos hizo distribuir pesos marcados con el sello estatal, de los que debían dejar constancia. Además, comenzó a pagar al ejército en metálico. Es pues una política económica contraria a la de Constantino. Con estas sabias medidas Juliano logró en poco tiempo establecer un equilibrio considerable entre los poseedores del oro y los perceptores del vellón, mientras que bajo Constantino los pobres y los ricos formaban, en razón de la moneda, dos sociedades opuestas. Con Constantino acaba la reforma constitucional y administrativa, que no sufrirá ya grandes modificaciones hasta la caída del Imperio occidental y hasta el siglo VII en la parte oriental. Respecto a la administración central, Constantino modificó el anterior Consilium principis, que pasó a designarse sacrum consistorium y a cuyos miembros concedió el título de comes. Al frente del consistorio puso al quaestor sacri palatii que, con ayuda de los scrinia u oficinas imperiales, redactaba las leyes y mensajes del emperador. Creó también una schola notariorum a cuyo frente estaba el primicerius notariorum, generalmente era el miembro más antiguo. Estos notarii, además de actuar como secretarios en el consistorio, actuaban también como comisarios imperiales en las provincias, investidos con poderes extraordinarios. La schola de agentes in rebus parece que fue creada por Diocleciano pero sólo bajo Constancio II adquirió un gran auge. Eran una especie de policía y confidentes del máximo mandatario: "Los ojos y los oídos del emperador". Dentro del servicio palatino, la lista de los diferentes servidores es realmente impresionante: los que atendían la mesa del emperador, a cuyo frente estaba el castrensis sacri palatii, que Amiano llama ministro del vientre y de la garganta del emperador; la guardia imperial integrada por palatini y protectores domestici; el servicio de la cámara imperial o cubiculum, con el gran chambelán o praepositus sacri cubiculi al frente; tanto éste como el personal a sus órdenes eran eunucos. Algunos llegaron a adquirir enorme, poder, como el gran chambelán Eusebio, bajo Constancio II, que fue condenado a muerte en época de Juliano. Aunque la estructura administrativa permaneció durante el mandato de Juliano, una buena parte de notarii, de agentes in rebus y, sobre todo, de personal doméstico fue depuesta de sus funciones. La aportación más importante de Constantino en el ámbito de la administración provincial se refiere a la prefectura del pretorio. No se conoce el proceso seguido por la misma desde la época de Constantino-Licinio hasta el 337 cuando, ya bajo los hijos del primero, la institución prefectural aparece claramente configurada en número y competencias. A partir de este momento, los prefectos del Pretorio serán tres: uno para Oriente y dos para Occidente. De éstos, uno estaba al frente de la prefectura constituida por las diócesis de Hispania, Britania y las dos Galias; el otro, al frente de las diócesis de Italia, de África y del Ilírico. El Ilírico, no obstante, se constituyó en prefectura independiente del 347 al 361; posteriormente, se reintegró en la de África e Italia. Estos prefectos eran verdaderos vice-emperadores, aunque Constantino les quitó su poder militar reduciéndolo al control de los depósitos de armas y a la vigilancia del orden de los ejércitos en su jurisdicción. Pero, en contrapartida, sus poderes civiles eran superiores a los de los vicarios de diócesis y gobernadores provinciales, constituyendo un intermediario entre éstos y el emperador. Los prefectos poseían sus propias cajas, que se nutrían de los ingresos generados por gran parte de los impuestos y que les servían para pagar a los funcionarios, burócratas y soldados acantonados en su prefectura. Para el cumplimiento de tantas y tan diversas tareas, los prefectos tenían su propia oficina de servicios y un importante número de burócratas.
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Poco a poco se iba construyendo el Estado de Derecho. Llegaron las primeras elecciones democráticas y los programas electorales no dedicaron mucho espacio a la mujer. Quienes más lo hicieron fueron los partidos de izquierda, que se hicieron eco de las reivindicaciones feministas. Llegó el punto central de la democracia española con la aprobación de la Constitución de 1978. En su primer artículo consagraba como valores superiores del ordenamiento jurídico, la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. A lo largo de su articulado iba plasmando concreciones. En el artículo 14 declaraba la igualdad de los españoles ante la ley y prohibía la discriminación por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social. Se reconocía el derecho de acceder, en condiciones de igualdad, a las funciones y cargos públicos, a la educación y al trabajo. De especial importancia fue el reconocimiento del derecho del hombre y la mujer para contraer matrimonio en igualdad jurídica. Gráfico El espíritu de la Constitución significó el salto de una política proteccionista a una de lucha por alcanzar la igualdad de derechos y deberes, lo que no se contradice con que también estableciese que los poderes públicos promoviesen las condiciones de libertad e igualdad entre los sectores más discriminados e instase a que se estimulara la presencia de la mujer en las instituciones, sindicatos y demás lugares de la sociedad. Así se fue caminando hacia la igualdad real. En referencia al trabajo ésta quedó reforzada por el Estatuto de los Trabajadores de 1980 en el que se especificaba la no discriminación para y en el empleo, por razón de sexo u otras circunstancias. Se declaraban nulos aquellos preceptos derivados de las cláusulas de aquellos convenios que contuviesen discriminación a nivel de retribuciones, jornadas laborales, etc. En cuanto a los trabajos insalubres, nocivos, peligrosos o nocturnos, sólo se prohibían para los menores de 18 años pero no se hacía referencia a que se diese un trato específico a la mujer. También de ese año data la Ley Orgánica 6/1980 por la que se regulaba la defensa nacional y en la que se preveía que la mujer pudiera incorporarse a las Fuerzas Armadas, un hecho que se produciría unos años más tarde, en 1989. En 1981 se modificó el Código Civil con el fin de adaptarlo a la Constitución. En el ámbito del Derecho de Familia se consagró la igualdad legal de la esposa y el marido que, a su vez, se plasmó en dos leyes. La Ley 11/1981 hacía referencia al régimen económico del matrimonio, la patria potestad y la filiación. La intención del legislador en cuanto a la filiación, era dar carta de igualdad de derechos al hijo, bien fuese nacido en el matrimonio, al natural o adoptado. Se legislaban situaciones que se daban de hecho en la sociedad. En cuanto a las relaciones paterno-filiales, reconocía el derecho de la madre de ejercer la patria potestad en igualdad que el padre y siempre en beneficio del hijo. Posteriormente, la Ley 30/1981 introducía una reforma del Código Civil con respecto al procedimiento a seguir en caso de separación, nulidad o divorcio. Ello permitió que ese mismo año se aprobase la Ley del Divorcio que venía demandándose tiempo atrás desde algunos sectores y que era rechazada por otra gran parte de la población pues se temía que su aprobación disparase el número de divorcios. El debate sobre el tema fue intenso. En 1983 se creó un organismo autónomo que tendría rango de Dirección General, el Instituto de la Mujer, con objeto de promover la total igualdad y participación de la mujer en la vida de la sociedad. Poco a poco, las distintas Comunidades Autónomas fueran creando instituciones similares. Otra de las reclamaciones constantes de las feministas había sido la despenalización del aborto, considerado como un derecho de la mujer sobre su cuerpo por encima de la vida concebida, lo que se alcanzó en 1985, con la firma de la Ley 9/1985. Lo hacía en relación con varios supuestos: peligro para la vida o la salud física o psíquica de la madre, en caso de que el embarazo fuera fruto de una violación o que se presumiese que el feto pudiera nacer con graves taras físicas o psíquicas. Se puede afirmar que a mediados de los años ochenta, la igualdad legal se había conseguido. Sin embargo, obtener la equiparación entre hombres y mujeres en los distintos ámbitos de la sociedad, es otra tarea más compleja. Iniciado el siglo XXI, se constata que, a pesar de la igualdad legal, persisten discriminaciones en el acceso al trabajo, en los salarios que ésta percibe o en su participación en los órganos de poder y decisión en los distintos ámbitos de la sociedad. Además, parece surgir con más virulencia problemas de gran envergadura: malos tratos y violencia contra las mujeres.
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Desde 1933 (importante artículo publicado por M. Bloch en la revista "Annales") hasta el presente el tema del oro en la economía occidental ha preocupado a distintos historiadores. Que hubo una disminución de este metal en la época carolingia parece evidente, aunque eso se pudo deber a muy distintas circunstancias: el atesoramiento de las iglesias (Vercauteren), la rapiña de los normandos o, lo más probable (según C. M. Cipolla), su drenaje hacia Oriente a fin de cubrir los pagos de productos de lujo de alto precio. Paralelamente se produciría un drenaje de la plata hacia Occidente que la convertiría, así, en su patrón monetario. Bizancio disponía de una prestigiosa moneda de oro: el nomisma, sobre cuyo modelo los árabes habían acuñado la suya propia: el dinar. Desde el 755, Pipino el Breve trató de implantar en el regnum francorum una política dirigida a disponer de una moneda sana. Esta sería el denario de plata. Lo que Pipino esbozó, su hijo Carlomagno lo llevó hasta sus últimas consecuencias. Con el emperador, el oro prácticamente dejó de acuñarse, aunque algunas cecas del Sur de la Galia e Italia lanzasen algunas emisiones de escasa importancia. La plata sería la base del sistema monetario sobre el cual el emperador impuso un monopolio. Diversas disposiciones del 773, 781 y 794 culminaron en el año de la coronación imperial. Cada mutación monetaria iba acompañada de severas instrucciones para hacer obligatoria la circulación de las nuevas acuñaciones y prohibir las antiguas. En el 805 se fijó el número de talleres autorizados a hacer emisiones, que fue reducido a los palacios reales y poco más. "Queremos que no haya otra moneda que la de nuestro palacio o aquella que hemos autorizado" reza un capitular cuyo cumplimiento se encomienda encarecidamente a los condes. La plata de las minas de Harz en Bohemia constituyó, posiblemente, la materia prima fundamental para soportar esta reforma. El sistema oficial se basaba en la existencia del denario, de un peso aproximado de 1,75 g. Doce denarios equivalían a un sueldo y veinte sueldos hacían una libra. El sueldo fue sólo moneda de cuenta y el denario, pieza básica para los intercambios mercantiles en el interior del Imperio, rara vez protagonizó operaciones de préstamo, muy mal vistas por la legislación carolingia que condena tajantemente (por ejemplo en la Admonitio generalis del 789) la noción de interés. La moneda y su monopolio fueron para Carlomagno también un arma de propaganda política. Las referencias imperiales desde el 800 (título de Imperator Augustus en el anverso de los denarios) y la imposición de una misma moneda a todo el Imperio simbolizan la existencia de una sola autoridad para todo el Occidente. Su hijo Luis el Piadoso y su nieto Carlos el Calvo (Edicto de Pitres del 864) lucharon por mantener el denario con un peso y una pureza similares a los de tiempos del restaurador del Imperio. Luis, incluso, se lanzó a acuñar en su palacio de Aquisgrán monedas de oro imitación del numisma bizantino con la leyenda munus divinum. No parece, sin embargo, que se tratara más que de un gesto simbólico que en nada cambió la base argéntea sobre la que descansaba la economía occidental. Más aún, la desintegración del Imperio tras la muerte de Luis el Piadoso acabó incidiendo brutalmente en la política monetaria sobre la que el monopolio real acabó siendo imposible de mantener. Con Carlos el Calvo se concedieron a obispos y señores laicos licencias para acuñar. Cuando Hugo Capeto sube al trono en el 987 y acuña monedas en su nombre no hacia con ello más que seguir una práctica: la que había ejercido antes de esa fecha como conde de Orleans, Sens o París. La restauración del monopolio real sobre la acuñación de moneda se haría esperar algún tiempo aún.
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La teología y el pensamiento de Lutero triunfantes en Alemania fueron el fermento de reformas posteriores en otras regiones de Europa. Todas hicieron suya la teoría de la justificación por la fe, el recurso a la Sagrada Escritura como norma y como única fuente de revelación y de autoridad y, por último, la ruptura con el Papado. Sin embargo, las corrientes postluteranas llegaron a corregir, a matizar y, en ocasiones, a modificar las ideas originales. Precisamente, un modelo de reforma más humanista y más radical que la de Lutero fue la que se desarrolló en los cantones suizos, en Alsacia y en Ginebra. Uldrych Zwinglio (1484-1531), coetáneo de Lutero, hizo la reforma en el cantón de Zurich. Estudió latinidad en la escuela del humanista Wölffin y completó su formación en Viena y Basilea. Ordenado sacerdote muy joven, fue párroco de Glaris y de Einsideln. En 1518 es llamado a Zurich como deán y predicador principal de su colegiata. Ya por entonces, y gracias, al conocimiento de la obra de Erasmo, se siente atraído por la idea propagada por aquél de la necesidad de una Iglesia evangélica, primitiva, despojada de ritos y de mediaciones. A partir de 1521 comienza su ruptura con Roma. Primero, defendiendo la trasgresión de la abstinencia cuaresmal y atacando el celibato sacerdotal. Su matrimonio y la negativa de su obispo a aceptar la libertad de matrimonio de los sacerdotes le condujeron a afirmar que la Sagrada Escritura era la única referencia de la fe y de las normas de comportamiento. El Consejo de la ciudad le apoyó adoptando sus tesis y propuestas reformistas: supresión de procesiones y de sacramentos, que no eran más que meros símbolos. Supresión de la misa y de los cánticos de la liturgia, eliminación de las imágenes y secularización de los conventos. Las innovaciones religiosas y eclesiales triunfaron a partir de 1526 en los cantones de Zurich, Berna, Constanza, Saint-Gall y Basilea, lo que divide a Suiza en dos bloques antagónicos. En 1531 la confrontación militar en Kappel dio el triunfo a los cantones que permanecían fieles al catolicismo. Zwinglio moriría como un soldado más en el campo de batalla, pero la Reforma no se detuvo, aunque tampoco se completó como él deseaba. Al margen de los grandes reformadores aparecieron bajo la denominación de anabaptistas ciertas tendencias y movimientos espirituales de características muy dispares, pero todos declarados heterodoxos por católicos y protestantes, lo cual era lógico pues el anabaptismo negaba cualquier forma de Iglesia, de Estado e incluso de sociedad civil. Sus raíces hay que buscarlas en el iluminismo medieval. Sobre la base teórica de que el Espíritu Santo lo inspira todo, los anabaptistas se sentían elegidos y poseídos por Él. Esta elección tenía que ser proclamada en el rito simbólico del bautismo adulto, confirmador de la elección de los justos y predestinados. Al margen de ello, el anabaptismo constituyó una forma de vida basada en un igualitarismo y un anarquismo de carácter místico y mesiánico que implicaba un aborrecimiento de los poderes mundanos, un pacifismo enemigo del uso de las armas y un rechazo de todo deber ciudadano y cualquier obediencia fiscal o política a las autoridades. Aunque de raíz suiza, geográficamente hubo muchos y muy dispersos grupos de hermanos anabaptistas: en Estrasburgo, Tirol, Suabia, Baviera, Augsburgo, Bohemia y Moravia. Unos eran pacifistas convictos y su proyecto se basaba en una transformación personal. Otros, los del Tirol o hutteritas, intentaban materializar sus ideas basadas en el amor y en la caridad apoyando la abolición de la propiedad privada. Algunos más radicales eran milenaristas apocalípticos y esperaban un fin del mundo próximo que traería un mundo nuevo, el de la Jerusalén celeste en la Tierra. Tales eran los sueños del peletero Melchor Hoffmann que, haciéndose pasar por el profeta Elías, recorrió Alemania y los Países Bajos con sus seguidores anunciando la vuelta de Cristo para el año 1533. Detenido en Estrasburgo, fue apresado, muriendo en la cárcel diez años más tarde. Sus discípulos se trasladaron a los Países Bajos bajo la dirección de Haarlem Jean Mathijs y de Juan de Leyden, que predicaban la violencia o la fuerza como medio para imponer el reino de Dios. Tal ensayo se llevó a cabo en la ciudad santa de Münster entre 1534 y 1535. Controlada la ciudad, durante ese tiempo y en una atmósfera mística se instauró un régimen comunista riguroso: todas las propiedades se colectivizaron y se prohibió la tenencia privada de monedas y de víveres. Muerto Mathijs en el cerco que sufría la ciudad, le sustituyó en su gobierno Leyden, que se autoerigió en portavoz de Dios y en rey en espera de la presencia inmediata del Mesías y extendió el comunismo hasta el extremo de decretar la poligamia. En junio de 1536 la ciudad cayó y Leyden y sus hermanos anabaptistas fueron ejecutados, con lo cual desapareció casi por completo el anabaptismo radical y fanático.
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Las décadas finales del siglo XVII ofrecen un panorama muy distinto al de etapas anteriores, ya que en estos años se aprecia en los ministros la voluntad de acometer reformas, especialmente de carácter fiscal, que permitan restaurar la riqueza de los vasallos, porque, como representara a la regente Juan José de Austria en 1669, "es máxima muy errada suponer que hacen más ricos a los reyes la multiplicidad de las cargas de los vasallos". Pero las esperanzas puestas en el nuevo primer ministro pronto se derrumbaron en Castilla: la situación política internacional y la epidemia de 1677-1679, que afectó a Murcia y Andalucía, impidieron aplicar hasta sus últimas consecuencias sus proyectos fiscales y económicos, a cuyo intento se creó en enero de 1679 la Junta de Comercio, Moneda y Minas. El mismo desengaño se produce en el Principado ante la imposibilidad de recuperar el Rosellón por la fuerza de las armas o por la vía de la negociación, así como por no atender la petición de convocar Cortes en Barcelona con la presencia del monarca, propuesta desaconsejada por el Consejo de Aragón a fin de excusar las reclamaciones de los catalanes respecto a la restitución de los privilegios arrebatados por la Corona en 1652. También Navarra estuvo bastante dolida con el príncipe al desestimar éste su reiterada solicitud de que el rey acudiera a Pamplona, pero en este caso las relaciones del reino con Juan José de Austria no habían sido tan cordiales como las mantenidas con Cataluña, ya que en 1669 no había recibido el apoyo que esperaba en su primer intento por hacerse con el gobierno. Por el contrario, Aragón ocupó un importante lugar en el corazón del ministro, según se deduce de las cuantiosas mercedes concedidas a sus naturales y de la celebración de Cortes en Zaragoza en 1677, en las que se trataron, entre otros asuntos importantes, la influencia económica francesa, la libertad de comercio y la navegación por el Ebro. A la muerte de Juan José de Austria, en medio de los fastos de la boda de Carlos II con María Luisa de Orleans, el cargo de primer ministro recae en uno de los pocos aristócratas que no intervinieron en la caída de Valenzuela, el duque de Medinaceli. Durante su ministerio se llevará a cabo la ansiada reforma monetaria, diseñada en 1679 y decretada el 1 de febrero de 1680, poco antes de su nombramiento. Los efectos inmediatos de esta medida fueron ciertamente desastrosos para la economía del reino, aunque a la larga resultara muy beneficiosa, pues los precios se estabilizaron y se redujo el premio de la plata respecto del vellón, que estaba situado en un 275 por ciento. Además de sanear el sistema monetario, reactivar el comercio y combatir el fraude fiscal mediante la Junta de Fraudes, el duque de Medinaceli, a propuesta de algunos consejeros de Hacienda, procede a finales de 1682 a reorganizar la administración de las alcabalas, unos por ciento y servicio de millones, nombrando superintendentes en cada provincia, supervisados por la Junta de Encabezamientos, con el cometido de averiguar la capacidad contributiva de cada población y ajustar con sus autoridades el valor que deberán satisfacer por cada una de las citadas rentas, quedando al mismo tiempo extinguidos los arrendamientos. Las oligarquías de las ciudades y villas, sin embargo, no se mostraron muy conformes con el nuevo sistema, en parte porque perdían el control directo de la administración de estos impuestos, por lo que, pese a la reducción de un quince por ciento -en algunas provincias fue superior- en el valor de los encabezamientos, opusieron una viva resistencia a las averiguaciones de los superintendentes, provocando en ocasiones tumultos, como sucedió en Santiago de Compostela. El conde de Oropesa, que sustituye al duque de Medinaceli, poco grato en Versalles, continúa la gestión de su predecesor en el cargo de primer ministro, ya que completa la reforma monetaria iniciada en 1680, introduce cambios importantes en la administración de las rentas con el nombramiento en 1687 del superintendente general, establece un presupuesto fijo para los gastos de la Corona y reduce aún más las contribuciones de los pueblos, suprimiendo los servicios de millones acrecentados en el reinado de Felipe IV y rebajando a la mitad los unos por ciento. Asimismo, intenta reactivar la industria mediante bonificaciones fiscales a los empresarios, sean nacionales o extranjeros, aunque al final no se obtengan los resultados apetecidos, en buena medida por la actitud de los mercaderes españoles, que prefieren adquirir mercancías extranjeras por el mayor margen de beneficio que se les sigue, según lo denuncia insistentemente la Junta de Comercio. La oposición de Mariana de Neoburgo, segunda mujer de Carlos II, al conde de Oropesa -éste había propuesto el matrimonio del rey con una princesa portuguesa-, que a su vez estaba enfrentado con el clero en la persona del cardenal Portocarrero, arzobispo primado de Toledo, y con un sector de la aristocracia palatina encabezado por el duque de Arcos, quien le atribuye los males de la monarquía, concluye con su cese en junio de 1691. La situación política en aquellas fechas era, desde luego, bastante desoladora a causa de la guerra con Francia, pero no justificaba por sí sola la revuelta cortesana dirigida contra Oropesa. De hecho, los ministros que le sustituyen apenas introducen cambios significativos en el gobierno de la monarquía, continuando la línea política trazada por sus predecesores, pues en octubre de 1691 se exime a todo el reino del pago del chapín de la reina, un ligero alivio fiscal comparado con los otorgados en etapas anteriores, pero en 1695 las urgencias de la Corona invierten esta tendencia con la imposición de un nuevo gravamen sobre la sal para poder hacer frente a los gastos bélicos, salvo en Álava. Paralelamente emprenden una serie de reformas dirigidas a recortar el gasto público, erradicar el fraude fiscal y mejorar la recaudación y administración de las rentas. Así, en julio de 1691 se ordena reducir la plantilla de funcionarios de los consejos, se vuelven a implantar los superintendentes provinciales con el cometido de administrar y cobrar las alcabalas, unos por ciento y servicio de millones, y se regula el funcionamiento de las contadurías y de las tesorerías. Un año más tarde, en diciembre de 1692, se crea la Junta de Resguardo de !as Rentas como tribunal supremo en materia de fraudes, y se declaran derogados cualesquiera fueros particulares para así facilitar la tarea de los ministros de la junta. Estas medidas apenas sirvieron para satisfacer los gastos cada vez más crecidos de la Corona, pero al menos contribuyeron a crear entre las oligarquías urbanas la sensación de que el monarca no deseaba cargar con nuevos impuestos a los vasallos, lo que tal vez explique su predisposición a conceder donativos extraordinarios y aportar hombres para el ejército, máxime cuando tenían muy presentes los sucesos acaecidos en los años 1688-1689 en Cataluña, donde los campesinos, descontentos por el alojamiento de las tropas tras las malas cosechas de 1687, habían protagonizado algunos altercados violentos con los soldados en Centelles y en Vilamajor, seguidos en la primavera de 1688 por la ocupación de Mataró y el cerco de Barcelona, obteniendo del Concejo de Ciento y del virrey un perdón general para los rebeldes y un reajuste en la contribución militar, aparte de la liberación de varios individuos significados por denunciar los alojamientos.
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La guerra fue una auténtica catástrofe para los soviéticos en un grado aún mayor que para el resto de la Humanidad, como lo prueban los datos estadísticos. Se pudo calcular, en efecto, que durante el conflicto hubo dieciocho millones de muertos soviéticos, de los que siete fueron militares muertos en el campo de batalla; otros cómputos elevan el número de muertos hasta veintiséis millones. Otros datos no cuantitativos resultan todavía más expresivos que los que se derivan de las cifras de bajas: los niños que vivieron el sitio de Leningrado, por ejemplo, no pudieron nunca olvidar la experiencia padecida. La guerra, por otro lado, había estado acompañada de desastres económicos graves. La producción agrícola se redujo a la mitad y la producción de acero permaneció a un nivel todavía inferior. El hambre se instaló en la URSS durante la posguerra y, en 1947, debió reintroducirse la cartilla de racionamiento. Un total de más de veinte millones de personas habían perdido sus hogares. El hecho de que la URSS incrementara su extensión y su número de habitantes supuso, en realidad, más bocas que alimentar y en este sentido se puede decir que la victoria tuvo como consecuencia una multiplicación de las dificultades inmediatas, aunque también supusiera un engrandecimiento nacional. La guerra "patriótica" proporcionó a la URSS un Imperio en el exterior, pero mantuvo la sensación entre sus dirigentes, entre ellos de forma singular el propio Stalin, de que el régimen era demasiado débil aún como para que pudiera disminuir su presión totalitaria sobre el conjunto de la población. La realidad es que verdaderamente el país tan sólo quería curarse de sus heridas mientras que la situación interior se caracterizaba por la estabilidad. Pero en la zona Oeste, la población había quedado sometida a la influencia de ideas venidas del exterior. Esto, junto con el hecho de que durante el período bélico se debería haber aflojado la tensión precedente, le dio a Stalin la impresión de que su trabajo de los años treinta había quedado destruido. Lo que intentó entonces el líder soviético fue reconstruirlo. Pero el tono de esta reconstrucción fue muy diferente de la época anterior. A fin de cuentas, con todo lo que tuvo de violencia y represión, lo sucedido en los años treinta había sido una aventura revolucionaria. Al final de los años cuarenta, lo que se produjo no fue de hecho otra cosa que una restauración. Merece la pena recordar, en efecto, que la misma denominación de instituciones como el Ejército, el Partido comunista y el Consejo de ministros se volvió más convencional y se sustituyeron denominaciones más propias de la época revolucionaria (como, por ejemplo, Fuerzas Armadas Revolucionarias, Partido bolchevique o Consejo de comisarios del pueblo). Por eso, supuso un menor grado de violencia en términos relativos, pero, al mismo tiempo, ésta fue más gratuita e innecesaria que en cualquier otro momento del pasado. Como se ha indicado, el final de la guerra en absoluto supuso la desaparición de la violencia física o del terror policial, sino que las medidas de este tipo se recrudecieron. Hay que tener en cuenta, en primer lugar, que había extensas zonas del país en las que el control del Ejército soviético no se había establecido de forma definitiva o en las que era preciso asentar el poder del régimen porque se trataba de nuevas incorporaciones territoriales. En tan sólo el mes de marzo de 1946 más de ocho mil "bandidos" fueron liquidados en Ucrania; aunque no puede negarse la posibilidad de que hubiera bandidismo por motivos sociales, lo más probable es que se tratara de guerrilleros independentistas. La pacificación de Ucrania se extendió hasta 1950, al tiempo que se mostraban profundos problemas agrarios en toda esta república. Por su parte, los cálculos hechos acerca del número de personas que fueron desterradas de los Países Bálticos inmediatamente después de la guerra oscilan mucho, desde las cien mil hasta las seiscientas mil personas, pero de cualquier modo las cifras resultan muy elevadas. En los campos de trabajo y en las colonias había en marzo de 1947 unos dos millones y medio de personas, pero a esta cifra hay que sumar los prisioneros propiamente dichos, condenados por delitos y encarcelados en prisiones, en las que a menudo no disponían de más de dos metros cuadrados por persona. En total, la cifra de condenados llegaría a unos cinco millones de personas, pero de acuerdo con otros cómputos pueden haber sido hasta unos ocho millones los confinados de una u otra manera en zonas inhóspitas. Existen testimonios concretos de cómo este terror policial se puso en marcha de cara a la población y de la nimiedad de los motivos por los que podían recibirse las penas. Un oficial de artillería que había criticado en cartas privadas algunos aspectos del sistema político fue condenado a ocho años de trabajos forzados: se llamaba Alexander Solzhenitsyn y, con el tiempo, habría de convertirse en famoso escritor y narrador de la vida en lo que denominó como "el archipiélago Gulag". Los prisioneros soviéticos hechos por los alemanes habían sido tratados pésimamente pero, una vez se les repatrió, muchos de ellos fueron enviados a campos de concentración, aunque sólo fuera por haber tenido contacto con un mundo considerado pernicioso. Un joven que cortejaba a la hija del dictador sufrió cinco años de deportación "por ser espía británico" cuando, en realidad, durante la guerra no había hecho otra cosa que mantener un contacto profesional imprescindible, y aun ordenado por sus superiores, con oficiales de un país que era aliado de la URSS. Todo esto, como es lógico, tenía mucho que ver con el permanente temor de Stalin al contacto con el exterior. Mientras se producía esta primera restauración del régimen dictatorial, tenía también lugar la normalización de la vida material de la URSS. En el ritmo y el contenido de la misma hubo considerables diferencias. La reconstrucción industrial fue relativamente rápida. En 1948 se consiguió alcanzar el nivel productivo de 1940 y en 1952 se habían doblado las cifras de las producciones más importantes. Los inconvenientes más señalados los sufrió la industria de consumo, de modo que sólo en 1952 se recuperaron los niveles de preguerra. El desarrollo seguía basándose, por tanto, en la acumulación de los esfuerzos en la industria pesada, pero eso tuvo graves inconvenientes en la vida del ciudadano. En 1948, el salario real se situaba en el índice 45 para 1928 = 100; en 1952, llegó hasta el 70, todavía muy lejano de la preguerra. Los esfuerzos para lograr una industrialización militarizada los pagó, por tanto, el ciudadano. De otro lado, la situación de la agricultura resultó, como fue siempre habitual en la URSS, mucho más difícil de abordar y conseguir darle una solución que implicara un crecimiento semejante al industrial. En 1950, apenas se llegó a una producción agrícola semejante a la de preguerra, mientras que el ganado era inferior en un 16-18% a las cifras precedentes. Los dirigentes políticos soviéticos tuvieron que ser tolerantes con respecto a los agricultores privados, especialmente en las zonas recién incorporadas al mundo soviético, como los Países Bálticos. En la dirección hubo amplias discusiones sobre los procedimientos de organización social de la producción. El "zveno" suponía de hecho dejar la iniciativa a las familias en el cultivo, lo que implicaba una especie de tolerancia respecto a la agricultura privada. Sin embargo, a partir de 1950 la utilización de las brigadas de trabajo, unidades mayores, supuso un mayor grado de colectivización. A pesar de ello, los reclutamientos de comunistas en el mundo rural se mantuvieron en unas cifras bajas, lo que parece un buen testimonio de la resistencia ante el partido. En 1951, Kruschev defendió la creación de "agrovillas", especie de centros urbanos en el medio rural, donde viviría la población dedicada a obtener rendimientos del campo utilizando los medios proporcionados por una colectivización total. Ésta, sin embargo, fue siempre una fórmula que resultaba de muy difícil aplicación, por el simple hecho de que no había medios para construir tales ciudades. El proyecto resulta interesante, porque denota el persistente interés del poder por impulsar una colectivización muy mal aceptada por el medio rural. Al mismo tiempo que se reconstruía la vida material del país, se reelaboraba también la fundamentación ideológica del régimen. Ya hemos visto los procedimientos utilizados para asimilar a las nuevas incorporaciones territoriales a la URSS. En la posguerra se mantuvo e incluso se acrecentó la exaltación de lo ruso. Rusia aparecía designada en los textos oficiales como "la nación dirigente de la URSS" y era presentada como una especie de "hermano mayor" de la Federación, mientras que, al mismo tiempo, se producía el repudio sistemático de los llamados "nacionalismos burgueses". En realidad, pese a que habían desaparecido las causas mínimamente objetivas para argumentarlas, prosiguieron las deportaciones de pueblos enteros por sospecha de infidelidad. En 1946, fueron deportados chechenos, ingushetios y tártaros. La república autónoma de los dos primeros pueblos fue borrada del texto de la Constitución -e incluso de todos los textos oficiales- y Crimea se vio convertida en una región, cuando hasta entonces había sido una república autónoma. Se produjeron pocas protestas contra esta política centralista y rusificadora, pero en ocasiones resultaron sonadas, aunque nuestro conocimiento de ellas es limitado. Parecen haber sido especialmente significativas en la república federada musulmana de Kirghizia durante los años cuarenta y en Georgia en 1952. Se dio la paradoja de que la Constitución soviética fue modificada en 1946 para permitir la entrada de Bielorrusia y Ucrania en la ONU como miembros de pleno derecho, pero los puestos clave en el partido y en las fuerzas de seguridad siguieron estando en ambos países controlados por elementos rusos. Junto a la centralización, otro rasgo muy característico de la restauración de la posguerra fue el culto a la personalidad. En los años finales de su vida Stalin, acentuó sin justificación alguna sus pretensiones de ser un gran teórico, quizá con la idea de perdurar en el futuro como tal. Eso es lo que explica que veinte millones de ejemplares de obras suyas fueran difundidos y que, entre 1945 y 1953, se escribieran unas quinientas cincuenta obras acerca de sus aportaciones doctrinales en los más diversos campos. A diferencia de Mao, no se hizo proclamar a sí mismo "el poeta más grande de los tiempos modernos", pero, cuando se procedió a modificar el himno nacional de la URSS, la letra hizo alusión a su persona y no, en cambio, al propio Partido Comunista. En el terreno histórico, se estableció una muy poco disimulada comparación entre la figura de Stalin e Iván el Terrible, manifiesta, a título de ejemplo, en una película realizada por el conocido director Eisenstein, a la que, sin embargo, el dictador opuso varios reparos. De acuerdo con esta interpretación, al igual que en el caso de aquel zar, las informaciones venidas de fuera sobre el personaje serían puras y simples difamaciones mientras que las peculiaridades de lo sucedido en ese momento de la Historia se explicarían por hallarse Rusia rodeada por enemigos de todo tipo. La dureza empleada por el zar habría sido una exigencia derivada de la imprescindible construcción de un Estado nacional, mientras que las masacres y otros excesos que habrían tenido lugar habrían sido ignoradas por el propio Iván. Así, la comparación, como puede comprobarse, resultaba claramente exculpatoria para Stalin. Otro aspecto de la restauración de la dictadura consistió en apartar de cualquier responsabilidad política a quienes pudieran hacer sombra al propio Stalin. El Ejército soviético estaba aureolado por el prestigio de la victoria y potencialmente podía convertirse en un cuerpo social autónomo. El mariscal Zhukov era, para la población, no sólo quien había defendido Moscú sino el que había conquistado Berlín. El Ejército no había tenido nunca en Rusia una tradición directamente intervencionista en la política, pero sí había tenido un destacable grado de influencia sobre los cambios producidos en este terreno. En consecuencia, lo primero que Stalin hizo una vez acabada la guerra fue poner al Ejército en su sitio: por ello, hizo desaparecer del panorama público el mariscal Zhukov. Los procedimientos seguidos para anular el peligro de una influencia militar consistieron en la integración del Ejército en el partido, la separación de los jefes militares, relegados algunos de ellos a guarniciones lejanas, y la despersonalización en las explicaciones emocionales acerca de la guerra. La batalla de Berlín fue atribuida a Stalin y no a Zhukov, en flagrante violación de la veracidad histórica. Finalmente, también en materia cultural se produjo una restauración, consistente en someter todas las ciencias -e incluso la creación literaria o artística- a los principios del marxismo-leninismo en su versión estalinista. Zdanov fue el representante más caracterizado de esa voluntad de radical intervencionismo de la política en la cultura y el encargado de que se llevara a cabo. En el terreno de la creación, los máximos extremos de este fenómeno fueron la oda al plan forestal que se vio obligado a componer Shostakovich y la frase de Mandelstam en la que afirmaba que en ningún otro país se daba tanta importancia a la poesía como en la URSS, "pues se podía morir como consecuencia de un verso". La poetisa Ajmatova, cuyos dos maridos sucesivos habían sido eliminados por Stalin, fue considerada heterodoxa por su supuesta literatura "decadente". En realidad, cualquier fórmula que se identificase con la dedicación exclusiva a los propios sentimientos y se alejara de la fórmula estereotipada del "realismo socialista" podría sufrir idéntico destino. Prokofief y Shostakovich fueron, en consecuencia, convocados para dar lecciones de música "comunista". Finalmente, los dos, junto con Jachaturian, fueron condenados, acusados de mantener tendencias "decadentes". La "zdanovtchina", es decir, la influencia del dirigente comunista Zdanov sobre el mundo intelectual, nació también de un temor profundo ante la atracción que los integrantes del mismo sentían por el mundo cultural e intelectual de Occidente. En consecuencia, se produjeron duros ataques del mundo oficial contra el formalismo o el esteticismo como expresiones contrarias al "espíritu de partido" o demasiado vinculadas con el mundo occidental y, sobre todo, desde de 1949 se condenó el "cosmopolitismo". Lo verdaderamente nuevo de este período del estalinismo, con respecto a la preguerra, fue, en efecto, la radical hostilidad a cuanto significara contacto con el exterior y, en especial, con Occidente. Stalin convirtió, así, el "cosmopolitismo" no sólo en algo a evitar o en un defecto, sino incluso en un delito perseguible y penable por la autoridad. En el terreno científico, se procuró la identificación absoluta con la ortodoxia política de las más variadas teorías científicas. En dos terrenos concretos el intento de hacerlo fue particularmente acerbo. En la lingüística, el propio Stalin intervino en contra de Marr, un especialista que había muerto hacía quince años y cuya ortodoxia era tanta que había defendido la tesis de que la lengua era un fenómeno de clase. En botánica, Lyssenko tuvo a su favor, desde el punto de vista de los intereses del régimen, el hecho de que prometía una excepcional capacidad de desarrollo futuro para la agricultura soviética. En realidad, se trataba tan sólo de un detractor de las leyes mendelianas a las que calificaba de "burguesas". Sus teorías eran puras patrañas nacidas de otorgar a los fundamentos del marxismo-leninismo una virtualidad en materias botánicas, de las que carecía por completo. Lo que sorprende no es tanto que este tipo de personajes pudiera existir, como que sus tesis fueran aprobadas y luego promovidas por el Comité Central o el secretario general del partido como la única fórmula compatible con la ortodoxia. El propio Stalin polemizó sobre cuestiones de lingüística con los especialistas y patrocinó supercherías como las de Lyssenko. Por la misma época atribuyó a Rusia, con nulo fundamento, la mayor parte de los inventos de la ciencia moderna. Ésa es la mejor prueba de que el nacionalismo estuvo muy vinculado con los propósitos de restauración ideológica. Hubo también discusiones en materia económica sobre las perspectivas de desarrollo del capitalismo. El economista Varga defendió la idea de que el sistema capitalista se había readaptado, por lo que no cabía esperar un inminente colapso del mismo y que no pretendía mantener al mundo comunista en una situación de perpetua tensión. El propio Stalin respondió a estas tesis en 1952. Más que discutir las tesis de fondo de Varga -que eran evidentes pero que parecían poner en cuestión la actitud del régimen ante la guerra fría- afirmó que la URSS debía aprovechar el momento en que la presión capitalista era menor para avanzar a pasos agigantados en su desarrollo económico. Las tesis de Varga fueron condenadas pero, a diferencia de lo que hubiera sucedido en los años treinta, quien las había enunciado no fue liquidado. Este dato mismo tiene importancia como indicio. Los años que mediaron entre 1945 y 1950 vieron en la URSS una curiosa mezcla de reajustes hacia una restauración de la dictadura idéntica a la preguerra y de tolerancias. No hubo un sistema de terror tan absoluto como en los años treinta y eso tuvo como consecuencia que algún discrepante, como Varga, pudiera sobrevivir. Pero, con el paso del tiempo, la tendencia manifestada fue hacia un retorno a la dureza dictatorial. Así se aprecia en la vida interna del partido y en lo que podemos intuir merced al conocimiento de las luchas en el seno de la clase dirigente. En la posguerra tuvo lugar una transformación del PCUS que había crecido mucho: debió ser purgado y, a continuación, a partir de 1947 se le dejó crecer de nuevo pero sometido a muchos más filtros. A los miembros del partido se les exigió, ante todo, un talante personal basado en la lealtad. El partido "no necesitaba talento sino fidelidad", dijo Stalin, en una frase que resulta muy expresiva de su mentalidad y de las características de su régimen. Mientras tanto, continuaban las luchas en el seno de la dirección del PCUS, aunque ahora quien resolvía era siempre Stalin. En la posguerra, los antiguos dirigentes -como Molotov y Kaganovich- perdieron influencia frente a los nuevos, como Malenkov. Personalidad dotada de gran capacidad administrativa, en 1946-7 perdió a su vez influencia paralelamente al ascenso de Zdanov pero, cuando éste murió, en 1948, recuperó su poder y, en alianza con Beria, consiguió la liquidación de los seguidores de su adversario. Si en este enfrentamiento cabe descubrir una sucesión de alternativas, en otro -el desplazamiento de la generación mayor- resulta mucho más clara la tendencia general. En 1949, Molotov, Vorochilov y Mikoyan perdieron sus carteras. La mujer de Molotov, acusada de sionista, fue detenida, torturada y enviada a Siberia. Pero si Stalin se apoyaba en la nueva generación, quería mantenerla dividida. Kruschov fue promovido para evitar que la influencia de Malenkov resultara indiscutida. El sistema estalinista seguía siendo el mismo que en la época de las purgas de los años treinta, pero ahora éstas no se llevaban a cabo en el conjunto del partido, sino que tan sólo afectaban al núcleo dirigente y eran menos sangrientas que antes. La línea de tendencia en la evolución política se puede reconstruir partiendo de que a partir de un determinado momento se resolvió el titubeo entre el recuerdo de las concesiones de la época bélica y la restauración de la dictadura de los años treinta. En 1950, todas las concesiones a la población fueron ya superadas. Voznesenski, defensor de una estrategia de tolerancia con respecto a los campesinos, fue eliminado y a continuación fusilado, sin que se sepa a ciencia cierta si ello fue debido a la postura que había mantenido. Era la primera vez, después de las grandes purgas, que un miembro del Politburó era condenado a muerte y eso mismo ya supuso una advertencia para todos los dirigentes. Al mismo tiempo, se aplicaba una conversión del rublo, que sirvió para que los campesinos perdiesen los beneficios que habían obtenido de sus ventas en el mercado negro. A estas alturas, la URSS había superado el nivel de producción de la preguerra en sectores clave, como el carbón, el hierro, el acero, el petróleo y la electricidad. En 1949, la URSS dispuso de una bomba atómica rudimentaria y en 1953, de un prototipo de bomba de hidrógeno. Tenía, al mismo tiempo, problemas muy agudos en el campo: la cosecha de 1952 tuvo un nivel inferior a la de 1929, que, a su vez, había sido inferior a la de 1913. Pero ya la URSS se había convertido en una superpotencia mundial, con intereses en todos los puntos del globo.