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Desestimada la visión atemporal de la familia y considerada en cambio como una forma social que se transforma con el cambio de su entorno, también en esta época la familia rural mudó sus esquemas comunales y reproductores, a la par que la ciudad requería asimismo de una nueva relación familiar originada por el nuevo ambiente de la diversidad laboral y el acomodo burgués. En principio no hay que olvidar que "la estructura de la población" presente todavía en estos siglos obedece a lo que los demógrafos califican como de tipo antiguo, caracterizado por una gran natalidad y también una gran mortalidad infantil, una elevada mortalidad puerperal en la mujer y una vida media del hombre aún reducida a los treinta y cinco años. Pero otros datos complementarios ilustran más sobre la cuestión, y, además, es obvio que las diferencias son acusadas si se trata de familias regias, nobles o campesinas. Cabe pensar que la disponibilidad y facilidad de acceso a la tierra favoreció el desgajamiento nuclear de nuevas familias con individuos que abandonaban las respectivas comunidades parentales de las que habían salido, facilitando además la formación de parejas estables a edades púberes todavía (en torno a los catorce años) y con una reproducción bienal según los intervalos intergenésicos naturales. Pero la dicotomía "familia amplia-familia corta" aún no esta volcada mayoritariamente hacia la forma nuclear. Por ejemplo, donde la investigación ha podido avanzar más, se advierte por un lado que el despojo progresivo de los parientes en las transacciones inmobiliarias es un hecho en el medio campesino, cuando no lo es tal en el nobiliar, y por otro lado se afianza el estrechamiento de los vínculos familiares; mientras que hacia finales del siglo XII aparece una oleada de individualismo muy acusado. En definitiva, se puede sostener que, a lo largo de la plena Edad Media -desde antes del año mil, que es cuando en realidad se sitúa el inicio del crecimiento europeo en todos los órdenes-, se fue pasando "de una familia envarada en las reglas del Derecho -como escribe R. Fossier- y las obligaciones de la economía, a la vida de la pareja, en la que la voz del padre, la del hermano o la del marido no fueron las más persuasivas. Porque allí donde la Iglesia cedió o triunfó, su evolución estuvo orientada por la misma corriente que conducía a la economía y a la sociedad hacia la fragmentación en grupos autónomos que llevaban su propia vida. Aunque en esta fase de la historia de la familia -en la que el dogma cristiano, los resabios de la Antigüedad y la duda consuetudinaria se disputan el papel de guardianes de la ley- hay un gran ausente: el terreno público, el interés común y la perspectiva política". Es posible, como afirma G. Bois, que la parte central del crecimiento demográfico y familiar tuviera lugar antes del año mil, mientras que entre dicha fecha y 1300 la progresión tan sólo fuera del 50 por 100. Pero la discontinuidad en el poblamiento rural impide fijar una densidad de población modular y obliga a considerar una oscilación entre 20 y 40 habitantes por kilómetro cuadrado en zonas regularmente pobladas; impedimento que dificulta igualmente la posibilidad de fijar el número de familias de composición media. Y en cuanto a la regulación del crecimiento familiar, esta debe centrarse en el carácter social, pues dentro de la población rural el aposentamiento de los hijos y la transmisión de bienes eran cuestiones primordiales. De forma que a lo largo del periodo de crecimiento demográfico se adaptó la nupcialidad a las variaciones de la mortalidad mediante restricciones al matrimonio: celibato, uniones retardadas, etc.; tratándose de reducir el tiempo de fecundidad. En resumen, para caracterizar la familia campesina de los siglos centrales de la Edad Media se utilizan los conceptos de "comunidad de la casa" y "grupo familiar de la casa". Así se define la familia campesina como una comunidad de producción y de consumo, como forma social de la casa extensa, en donde- según afirma W. Rossener- "el campesino y su mujer dirigen la comunidad de la casa, la organizan y establecen las líneas de conducta de los miembros para configurar la vida cotidiana de la familia". De forma que "no era el parentesco carnal, sino la economía y la vivienda en común lo que determinaba la pertenencia al grupo familiar de la casa, grupo en el que se integraban los criados". Aunque el esquema de comportamiento de Rössener pueda parecer rígido y valido especialmente para el campesino alemán, lo cierto es que en los siglos del crecimiento de los recursos y de la ampliación del horizonte agrícola, la salida en la familia de nuevas derivaciones independientes para instalarse en las tierras colonizadas y disponibles sirvió para reproducir el modelo hasta lo permitido por la realidad económica y social. No obstante, los llamados factores internos o microrregulares de la familia se practicaban en relación con un conjunto heterogéneo de intereses intrafamiliares, pero éstos, con todas sus variantes, obedecían principalmente a intereses suprafamiliares y derivaban del sistema de relaciones feudales", según R. Pastor. Los comportamientos del campesinado -diferentes a los de los nobles- venían impuestos por las relaciones de dependencia generadas por el sistema feudal, y para comprender a la familia campesina se debe hacer no de manera aislada, sino relacionada con la organización de la producción propia de la época de la expansión y el crecimiento económico, las estructuras de clase y las del poder. De ahí que los llamados por R. Pastor controles preventivos estuviesen programados, por los señores y las propias familias protagonistas, de diversas maneras, a tenor de las condiciones de la dependencia del campesino. Nada más lejos, por tanto, de lo que sucedió en el ámbito aristocrático y señorial o en el marco urbano-burgués de las ciudades más prósperas de Flandes, Francia o Italia.
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Ya se ha hablado en ocasiones de todo lo que rodeó esta producción de Monet dedicada a los nenúfares. Habría que remontar toda la historia incluso a los años ochenta del siglo pasado, cuando el pintor llegó por vez primera a esos parajes y decidió quedarse un tiempo pintándolos. Durante décadas pintó los nenúfares desde los puntos de vista más diversos, desde lo alto o a ras del estanque, bajo unas condiciones de luz o bajo las contrarias, y sin embargo lo mágico de todas esas obras es que comparten algunos elementos, que se mantienen en todas las ocasiones. Por supuesto, el primer y más importante de esas coincidencias es el extremadamente sutil sentido de la armonía musical que existe, y que en esta obra se refleja en la disposición de las flores y en el fino sentimiento del agua como elemento transparente pero misterioso al mismo tiempo.
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El espacio de las mujeres y en concreto el de las religiosas, fue particularmente complejo antaño y el ingreso de la mujer en estos centros de espiritualidad, presentaba variadas facetas de índole material, psicológico, social y espiritual. Remontándonos especialmente a la Edad Media se pueden analizar infinidad de detalles, que conformaron los procesos de creación de los conventos femeninos configurándose estos desde una perspectiva, como un espacio de excepcional libertad para las mujeres ya que se convirtieron en una alternativa real al matrimonio, pero desde otro punto de vista y a la par con lo anteriormente dicho, fueron un espacio de mayor control puesto que permanecieron siempre subordinados a una supervisión masculina. Gráfico Las comunidades monásticas para mujeres habrían aparecido en Oriente en un periodo muy antiguo. Después de su introducción en Europa, hacia el fin del cuarto siglo, empezaron a florecer, también, en Occidente, particularmente en Francia, donde la tradición le atribuye la fundación de muchas casas religiosas a San Martín de Tours. Cassian el gran organizador del monacato en Francia, fundó un famoso convento en Marsella, a principios del quinto siglo y de este convento, en un periodo posterior, San Cesario (muerto en el año 542) llamó a su hermana Cesaria, poniéndola a cargo de una casa religiosa que estaba fundando en Arles. También se sabe que San Benito de Nursia habría fundado una comunidad de vírgenes consagradas a Dios y puesto, bajo la dirección, a su hermana Santa Escolástica, pero ante la duda de si el gran Patriarca estableció un convento, es cierto que durante un breve tiempo él apareció como guía y Padre de los muchos conventos que ya existían. Las reglas establecidas en su Monasterio, fueron adoptadas casi universalmente, y por ellas el título de Abadesa fue de uso general para designar a la superiora de un convento de monjas. Antes de este tiempo, el título Mater Monasterii, Mater Monacharum, y Praeposisa eran más comunes. La designación de Abadesa aparece por primera vez en una inscripción sepulcral del año 514, encontrada en 1901 en el sitio de un antiguo convento de las virgines sacræ que se levantó en Roma cerca de la Basílica de San Agnes extra Muros. La inscripción conmemora a la Abadesa Serena que presidió este convento, hasta el momento de su muerte a la edad de ochenta y cinco años: "Hic requieescit in pace, Serena Abbatissa S. V. quae vixzit annos P. M. LXXXV." Dichas reglas fueron incorporadas por San Benito a las abadías en los conventos de monjes en el siglo VI y fueron válidas para los monasterios femeninos, comenzando por intermedio de su hermana Escolástica a quién se considera la "primera abadesa" de Piumarola. Ahora analizando la clase de personas o grupos sociales que abrazaron la vida religiosa y que a su vez engrosaron las filas del clero o de las Ordenes conventuales, encuentro que influyó en ello y en gran medida, el factor económico y las motivaciones fueron de toda índole: por ejemplo, el hijo de un modesto labrador que deseaba llegar a ser el párroco de su pueblo, respetado y/o aceptado en alguna poderosa comunidad. Situaciones de orden social que llevaban a personas a hacerse religiosas fueron muy variables; tenemos el ejemplo de, además de mujeres con esa vocación religiosa específica, hijas de buenas familias pero sin dote, viudas respetables, mujeres que habían pasado por situaciones sentimentales difíciles, entre ellas amigas íntimas de reyes o nobles que habían perdido sus favores, que al final llegaban recluirse en los conventos; La figura de la mujer desde tiempos inmemoriales, ha estado ligada al desenvolvimiento de la Humanidad. Muchas de estas mujeres que por los distintos motivos - ya vistos - tomaron la vida monacal como su forma de vida, llegaron a ocupar cargos de jerarquía, de responsabilidad y de verdaderas conductoras de la vida espiritual. En el presente artículo se incluyen algunas cortas reseñas de la vida de importantes mujeres castellanas que llegaron a ocupar el cargo jerárquico de Abadesas, María Ana de Austria (1568-1629) - España -, Abadesa del Monasterio de las Huelgas, Escolástica Campo Martín (1841 - 1909) - España - e Isidra Santos y Santos (1814-1891), Abadesas del Monasterio de Santa María de las Dueñas de Alba de Tormes (Salamanca). Ser "Abadesa" significó para la mujer de sus tiempos - incluso los que vivimos actualmente -, el reconocimiento a su valía, como mujer.
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El 11 de septiembre de 909 Guillermo III de Aquitania concedía al monje Bernon un solar en la región de Maçon (Borgoña) para que edificara un monasterio. El hecho en si, equiparable a otros muchos coetáneos, ofrecía sin embargo la peculiaridad de que, desde un principio, Bernon y sus compañeros se acogían a la "inalienable propiedad de los Santos Pedro y Pablo", o lo que es lo mismo, a la directa protección de la sede de Roma. Esta directa ligazón -libertas romana- confirmada en 932 por Juan XI mediante un solemne privilegio, implicaba la independencia del monasterio respecto de cualquier poder laico o eclesiástico, lo que unido a la indudable valía de los primeros abades, iba a permitir a Cluny convertirse en el principal de los monasterios europeos hasta bien entrado el siglo XII. La importancia del privilegio de exención resulta difícil de exagerar y superaba con mucho la simple inmunidad al estilo carolingio. Gracias a la exención el monasterio se sustraía tanto a la autoridad de la diócesis correspondiente como a la del rey de Francia, sentando así las bases de una verdadera supranacionalidad. La idea de ligar a toda una serie de monasterios mediante la formación de una orden o familia monástica no era nueva en absoluto, y así puede encontrarse en los proyectos reformistas de san Benito de Aniano (muerto en 821), pero sólo el privilegio cluniacense iba a facilitar su realización práctica. Desde el punto de vista organizativo Cluny tuvo además la suerte de contar durante sus periodos fundacional y de madurez, entre 909-1109, con la presencia de una serie de abades de excepcional valía y extraordinaria longevidad, lo que no hizo sino favorecer el desarrollo de la orden. Más en concreto, durante todo el siglo XI, considerado con razón el del apogeo de Cluny, la figura de sus dos abades, Odilón (994-1049) y Hugo (1049-1109) permitió acentuar la estabilidad del movimiento. Durante el gobierno de Hugo el Grande, calificado por sus adversarios como verdadero "rey de Cluny", se sistematizaron definitivamente los aspectos organizativos de la orden. La abadía de Cluny, que en su máximo apogeo llegó a contar entre 400 y 700 monjes, era el centro de la federación y poseía una autoridad indiscutida sobre los monasterios dependientes. A fines del siglo XI se calcula que la orden contaba con 850 casas en Francia, 109 en Alemania, 52 en Italia, 43 en Gran Bretaña y 23 en la Península Ibérica, agrupando a más de 10.000 monjes, sin contar el innumerable personal subalterno. A su vez, los monasterios se dividían en prioratos -la mayoría- cuyo prior era designado por el abad de Cluny, y que debían pagar un importante censo anual (modelo del que Cluny enviaba a su vez a Roma) como signo de sumisión; abadías subordinadas, con poderes de elección del abad aunque de limitada autonomía; y abadías afiliadas, con poderes mayores. Predominaba en cualquier caso la estructura piramidal, similar en todo a la del tipo vasallático, por la que las casas dependían de manera idéntica, e independientemente de su concreto origen (fundación o centro asociado) de la abadía madre. Este verdadero imperio monástico era regido con mano de hierro por los abades de Cluny, elegidos por cooptación, y cuyas frecuentes visitas a cada uno de sus monasterios recuerdan grandemente la actitud de los señores feudales contemporáneos. Sus viajes, igualmente frecuentes a Roma y el hecho de que numerosos Pontífices salieran de las filas de la Orden, demuestra hasta que punto está justificada la consideración de los abades de Cluny como segundos jefes de la Cristiandad. Mas Cluny era también un genero de vida y, a la postre, una peculiar forma de entender la espiritualidad. Desde un principio el objetivo originario, que no era otro que el de volver al espíritu y a la letra de la regla benedictina, caracterizada por la castidad, la obediencia y la estabilidad, potenció el rezo litúrgico por encima de cualquier otra consideración. El "opus Dei" u oficio divino monástico, centrado en la celebración coral de la eucaristía se convirtió pronto en la principal, por no decir única, actividad del monje. Esta predilección por lo litúrgico, que no hacía sino subrayar el sesgo fundamentalmente cenobítico dado a la regla benedictina, tenía en los rezos y cantos de los oficios horarios su plasmación práctica, si bien encontraba en la misa conventual de la hora de tercia (mediodía) su verdadero cenit. A tales rezos se añadían los denominados "psalmi familiares", o preces por los protectores laicos, vivos o difuntos, pertenecientes a los principales linajes aristocráticos europeos. El importante papel concedido en concreto a las preces por los patronos desaparecidos no hacía sino favorecer por lo demás las donaciones y otras continuas muestras de favor por parte de los poderosos del siglo, muchos de cuyos segundones formaban parte además de la orden. Esta dedicación litúrgica orientó además el género de vida de los cluniacenses. Las "consuetudines" de la orden, adaptación de la primitiva regla, apostaban por una moderna ascesis que se plasmaba tanto en el régimen alimenticio como en la práctica ausencia de trabajos físicos. Para evitar el cansancio y permitir el necesario decoro en las celebraciones colectivas, la alimentación de los monjes era abundante y variada: pescado, leche, huevos, legumbres, carne (en caso de enfermedad) e incluso una medida de vino diaria. En cuanto al trabajo manual estaba prácticamente pospuesto, y era efectuado tan sólo por los "conversi", personal subalterno que no tomaba parte en el oficio divino y que a su vez era auxiliado por siervos y aparceros. Se ha dicho con razón que, por todas esas causas, unidas a la especial atención a la calidad de los vestidos y a las normas de higiene, cualquier personaje de origen aristocrático podía encontrarse a gusto en Cluny, como en efecto así fue. La especialización litúrgica impidió sin embargo un verdadero desarrollo intelectual, por más que los "scriptoria" de la orden realizasen una permanente y febril actividad de copia de manuscritos. Aunque Cluny llegó a disputar, con Montecassino, la primacía de las bibliotecas de Occidente entre los siglos X-XII, su escuela monástica jamás alcanzó un puesto de relevancia. Ello no obsta para que se reconozca a Cluny su importante tarea en la difusión del arte románico y como foco inspirador de intelectuales tan destacados como Abdón de Fleury, Raul Glaber, Orderico Vital, Walter de Coincy, Guillermo de Dijon, etc. Un último aspecto a destacar en relación con la actividad litúrgica de los cluniacenses fue su apoyo, sin duda inconsciente, a la definitiva clericalización del monacato. Frente a la figura antigua y altomedieval del monje como laico, asistido por uno o dos sacerdotes por comunidad, Cluny multiplicó el número de sacerdotes entre sus miembros. El decisivo papel otorgado a la misa en la espiritualidad cluniacense, hasta el punto de que tras la celebración conventual numerosos monjes solían celebrar misas privadas, explica por qué el cluniacense, más que un penitente ya, "tiende a ser un clérigo regular que oficia" (Chelini). Más difícil resulta en cambio valorar la concreta relación que la orden de Cluny mantuvo con la nobleza, el clero secular y, en general, el movimiento de la reforma gregoriana. Respecto a sus contactos con la nobleza, evidenciados incluso en el gran número de personajes de origen aristocrático que profesaron en la orden, hay que reconocer que Cluny, lejos de enfrentarse al orden feudal, apoyó su legitimación. Esto no impide, antes al contrario, aceptar la extraordinaria habilidad de la orden en reforzar su propia autonomía partiendo del acuerdo con la nobleza. Tampoco sería correcto presentar el privilegio de exención de Cluny como una continua fuente de enfrentamientos con la estructura diocesana. Por lo general la orden mantuvo relaciones más que cordiales con los obispos y a menudo se ejerció desde los monasterios una positiva labor catequética sobre el medio rural, lo que no podía sino favorecer los intereses de los prelados. En su función supletoria de una estructura parroquial todavía incipiente y como propagadores de la "paz y tregua de Dios" los monasterios favorecieron la cristalización de la autoridad episcopal. Finalmente, respecto a la contribución de Cluny a la reforma general de la Iglesia, parece indudable que aunque se trate de fenómenos distintos, gregorianismo y reforma cluniacense coincidieron en su objetivo fundamental de devolver a la Iglesia su libertad frente a los poderes laicos. Lo cual no impide reconocer, en el plano concreto, la existencia de importantes diferencias entre ambos movimientos. Ante todo, Cluny jamás rechazó per se el sistema de la iglesia propia, sino que lo utilizó en su favor mediante la cesión a la orden de los derechos de los propietarios. De hecho "el sistema de la iglesia privada es la base jurídica de la orden de Cluny" (Paul). Tampoco ésta actuó como tal en la querella de las investiduras apoyando al Papado, ni intervino en el espinoso asunto de las relaciones monarquía-episcopado. Sin embargo, por la simple reforma impuesta en sus monasterios, por el papel de los intelectuales vinculados directa o indirectamente a la orden, acervos contrincantes del nicolaísmo y la simonía, por su positiva acción educadora de la capa dirigente y en suma , por su directa vinculación a Roma, cuyo primado moral siempre defendieron, los cluniacenses constituyeron globalmente un elemento fundamental en la consolidación de la reforma gregoriana. Desde luego a largo plazo, el Papado no dudó en utilizar siempre que tuvo ocasión a la orden de Cluny como punta de lanza de su política de centralización, como fue el caso de la Península Ibérica, en donde la abolición del rito mozárabe y la reorganización eclesiástico-monástica estuvieron unidas íntimamente. A pesar de sus grandes realizaciones, Cluny empezó a demostrar graves síntomas de agotamiento desde principios del siglo XII. Tras el negativo gobierno de Pons de Melqueil (1109-1132), el encabezado por su último gran abad, Pedro el Venerable (1132-1156), no pudo detener la crisis que tras su muerte se apoderó de la orden. Son varias las causas que parecen explicar el agotamiento del modelo de Cluny, pero sin duda la más importante parece estar en la rigidez de su propia estructura. La excesiva centralización orgánica de la orden, que hacía descansar todo en la figura del abad del monasterio fundacional, impedía la más mínima flexibilidad entre las distintas casas, paralizando así a toda la orden. Otro elemento a destacar fue el de la ordenación, imparable desde fines del siglo XI, de gran numero de monjes atraídos más por el prestigio y la seguridad que la orden ofrecía que por una verdadera vocación. Este hecho, puesto de manifiesto por un autor como Serlon de Bayeux, que denunciaba la entrada en el claustro de caballeros arruinados, con el único objetivo de salir de su pobreza, intentó ya ser atajado sin éxito por Pedro el Venerable. Sus medidas, tendentes a detener la creciente mundanización de Cluny, denunciada repetidamente por san Bernardo en su polémica con el abad borgoñón, llegaron demasiado tarde como para poder hacerse efectivas. Sería injusto, sin embargo, presentar la aparición de fenómenos como el Cister o la Cartuja como el simple producto de la decadencia de Cluny. Por el contrario, fue el cambio general de orientación del monaquismo occidental, más favorable desde principios del siglo XII a los aspectos eremíticos y ascéticos, el que permitió el nacimiento de las nuevas órdenes. La especialización de la vida monástica en sus distintas vertientes militar, asistencial y ascética obedeció no tanto a la supuesta corrupción del espíritu de Cluny cuanto a su superación histórica.
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Medio siglo antes de que Lutero publicase las 95 tesis sobre las indulgencias e iniciase de ese modo la ruptura del catolicismo, la Reforma católica o los esfuerzos de renovación religiosa en el seno de la Iglesia habían comenzado, aunque tímidamente, en Italia y España, sin que fueran interrumpidos por el cisma luterano. El proceso sólo cristalizó, sin embargo, bajo el pontificado de Paulo III, cuando sometida la Curia y escindida la fe en el centro y norte de Europa, la obra del Concilio de Trento extendió la Reforma por todo el orbe católico. En esa primera fase participaron, desde distintos puntos de partida religiosos, hermandades de laicos empeñados en la práctica de la caridad y del apostolado y, también, eclesiásticos y príncipes preocupados por la reforma del clero. En Italia surgieron a lo largo del siglo XV asociaciones de laicos, bajo el nombre de oratorios o hermandades, dirigidos casi siempre por miembros de órdenes mendicantes, dedicadas a fines caritativos, al auxilio de pobres vergonzantes o a la hospitalidad y beneficencia de enfermos incurables. San Bernardino de Feltre fundó en Vicenza, en 1494, un Oratorio, cuyos miembros visitaban una vez por semana a los enfermos y pobres. Con fines apostólicos y de santificación personal surgió en Génova, en 1497, por iniciativa del laico Ettore Vernazza, una asociación compuesta por 36 laicos y cuatro sacerdotes llamada la "Fraternitas divini amoris sub divi Hieronymi protectione". Además de practicar la caridad con los enfermos incurables de un hospital levantado por el fundador, la "Fraternitas" aspiraba al mismo tiempo a la perfección de sus miembros mediante ejercicios comunes de piedad, de tal modo que el ejercicio de la caridad fuese unido a la oración y al pensamiento en Dios. El ejemplo de Vernazza se extendió por toda Italia: aparecieron hermandades y oratorios en Nápoles, Milán, Cremona, Roma y Brescia. Como medio de perfección cristiana, pero con distintos fines, un laico veneciano, Paolo Giustiniani, fundó en 1505 una pequeña asociación de estudios bélicos y patrísticos. La experiencia, entre intelectual y mística, fraguó en la creación de un monasterio en Camaldoli, desde donde Giustiniani y sus compañeros dirigieron un memorial a León X sobre la reforma de la Iglesia, que no sólo presentaba la originalidad de anticiparse a las ideas maestras de la reforma tridentina, sino que sugería la necesidad y el método para una unión con las Iglesias orientales. Estas hermandades y oratorios de laicos no constituyen pruebas aisladas de la Reforma que, al margen de la jerarquía católica, se estaba produciendo en la Iglesia. De aquellas instituciones nacieron, coincidiendo con el Cisma y la Reforma luterana, algunas órdenes religiosas católicas en la primera mitad del siglo XVI. De su ejemplo de santidad, por su influencia o paralelamente a su proliferación, se produjo también la renovación de las órdenes mendicantes medievales. Precisamente, la fundación de la orden de los teatinos, una sociedad de clérigos sobre la regla de san Agustín, confirmada oficialmente en 1524, partió del oratorio romano. El objetivo fundamental de la orden era la renovación del estado eclesiástico mediante el cumplimiento riguroso de los deberes sacerdotales, para lo cual se insistía en la necesidad y en el cuidado del rezo del breviario, en la celebración piadosa de la misa, en la predicación y el apostolado. Los barnabitas, una congregación sacerdotal cuya finalidad era el apostolado por medio de misiones populares, fue fundada en 1533 por el médico y sacerdote san Antonio María Zaccaria. Para el ejercicio de la caridad y la atención a los niños huérfanos, san Jerónimo Emiliani fundó en 1540 una orden religiosa (los somascos), que tenía su principal establecimiento en Somasca y en cuyo origen está la influencia de los oratorios venecianos. Igualmente relacionada con el Oratorio de Brescia está la fundación de las ursulinas por santa Angela Merici, en 1535, para la educación de niñas abandonadas. Las órdenes mendicantes italianas y españolas también fueron renovadas. Los objetivos perseguidos por los responsables de las reformas fueron en todas partes los mismos: restablecimiento de la vida monacal, cuidadosa formación moral y teológica de los clérigos regulares y recuperación de la disciplina monástica. En España, desde finales del siglo XV, la reforma había comenzado por iniciativa de la Monarquía, que contaba con el beneplácito y la colaboración de los superiores de las órdenes y del episcopado. La expansión que la orden de san Jerónimo conoció en el siglo XV constituyó una de las primicias más importantes en la renovación de la espiritualidad conventual. El impulso regio desde finales de esa centuria hizo que con permiso papal fueran enviados visitadores generales a los monasterios de clarisas y a los conventuales franciscanos, que fueron reformados desde 1493 por su provincial castellano, Cisneros. La reforma de los dominicos, cuyo impulsor fue fray Diego de Deza, siguió parecida suerte. Por su parte, los agustinos recibieron visitadores y reformadores frecuentes con apoyo pontificio y regio entre los años 1497 y 1511, y los trinitarios y mercedarios entre 1500 y 1512. De ese modo, puede considerarse que la reforma católica, tan solicitada por los humanistas cristianos, había comenzado en España antes de que Lutero rompiese con la Iglesia. En España, finalmente, tuvo su origen la Compañía de Jesús, la orden religiosa que más empeño y más ideas puso y aportó a la reforma del catolicismo universal, el instrumento más eficaz de la renovación de la Iglesia.
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Si entre las órdenes monásticas se producían situaciones que exigían una reforma, y también extraordinarias respuestas reformadoras, algo similar ocurría entre las mendicantes. Las problemas eran, en cierto modo, más profundos: franciscanos y dominicos habían alcanzado tal importancia en la renovación de la Iglesia en el siglo XIII que habían sido reclamados para ocupar los más diversos menesteres en la jerarquía y, especialmente, en las cátedras universitarias. Por ello mismo, se habían apartado en muchas ocasiones del espíritu de pobreza que había animado su nacimiento, y de la vida en comunidad. El Cisma les afectó todavía con un rigor mayor que a las órdenes monásticas. En todas las órdenes mendicantes, y en cada una de las divisiones en que el Cisma las rompe, se hallan figuras que, penetradas del espíritu que la "devotio moderna" ha propagado, abogan por una reforma, que no lo es de las estructuras de la orden, sino individual de cada religioso que ha de volver al espíritu fundacional de la orden. Fue Raimundo de Capua, el general de los dominicos en la obediencia urbanista, quien ideó la creación de conventos observantes, en los que la regla de la orden fuese observada de modo más riguroso, a los que se trasladarían los frailes que deseasen llevar una vida más estrictamente acorde con su regla. Era un modo práctico de abordar la Reforma, abandonando otro procedimiento más radical, pero inviable, de proceder a una reforma general de la orden. No era una nueva orden ni una congregación, simplemente unos conventos con un estatuto especial. La solución adoptada tenía el inconveniente de suscitar recelos y envidias, el temor a una escisión de la orden, y el enfrentamiento entre quienes se consideraban superiores por su mayor observancia o quienes les tildaban de secesionistas; el enfrentamiento entre observantes y conventuales resultaba inevitable. A ello se suma el debate sobre la conveniencia de la realización de estudios; algunos sectores de la orden llegaron a considerar que la actividad intelectual podía constituir un peligro para la virtud que consideran esencial para un religioso: la humildad. Otros sectores defendían, en cambio, la absoluta necesidad de sólida formación para quienes la acción pastoral y apologética constituye el centro de su vocación. A pesar de todos los inconvenientes, los dominicos desarrollaron algunos conventos observantes, uno por cada provincia, destacados del resto, así como algunos otros conventos dedicados especialmente a la formación intelectual de los miembros de la Orden. Los problemas eran bastante similares entre los franciscanos; aunque habían disminuido algo las vocaciones, el número de sus conventos, en la segunda mitad del siglo XIV, es considerable. La observancia se ve afectada, sin embargo, por muy numerosos defectos: aparte algunos escándalos concretos, graves, pero individuales, son las dispensas de observancia de algún aspecto concreto de la regla las que de modo más grave afectan al rigor interno de los franciscanos. El Cisma afecta a los franciscanos de modo muy importante, añadiendo un factor de división, además del de las conventos observantes, solución similar, aunque menos peligrosa por su escaso número, que la adoptada por los dominicos. Pervive, además, en la orden un número importante de espirituales, aún dentro de la ortodoxia, que ejercieron durante mucho tiempo gran influencia entre los sectores más observantes del franciscanismo, incluyendo los reformadores de finales del siglo XIV y comienzos del siglo XV. El movimiento de observancia franciscana se desarrolla de modo bastante independiente en cada una de las provincias de la orden y, por ello, con efectos muy distintos. Se había iniciado en Italia ya en 1368, procurando evitar toda competencia entre observantes y conventuales, lo que se consiguió, en gran parte, por la insignificancia de los conventos reformados; eran éstos, las más de las veces, ínfimas residencias con escaso número de frailes, muy pocos de ellos sacerdotes, que llevan una vida semieremítica. La Reforma tendrá un impulso decisivo con la figura de Bernardino de Siena; combina la pobreza más absoluta, según las tradiciones de la orden, con una intensa y cuidada predicación, sin excesivas elevaciones teológicas, que recoge, además, influencias de los espirituales franciscanos, en particular de Ubertino de Casale, plenamente recuperado para la tradición de la orden. La reforma de Bernardino de Siena tiene buen cuidado en el mantenimiento de la unidad de la orden. Las "Constituciones" que publica en 1440 muestran ese esfuerzo de mantener la unidad, ya entonces imposible, aun recurriendo inevitablemente a la distinción entre conventos con distinto grado de rigor en la observancia. La unión en el seno de la orden era, sin embargo, imposible; a medida que los conventos observantes crecen en número, se incrementan las fricciones con los conventuales. El Concilio de Constanza dispone cierta separación al crear un vicario observante por cada provincia franciscana. Martín V había hecho convocar un Capitulo General de la orden en Asís, en 1430; bajo la influencia de Bernardino de Siena y Juan de Capistrano se lograron unas constituciones que garantizaban la unión de la orden con la adopción de medidas reformadoras. Muy pronto los conventuales obtuvieron la dispensa del propio juramento prestado a las constituciones de Asís; ello provocó que las observantes solicitasen, y obtuviesen, del Concilio de Basilea la plena autonomía; esta decisión fue ratificada y extendida a toda la Cristiandad por Eugenio IV, en 1446, a pesar de la resistencia de quienes como san Bernardino se oponían a la ruptura de la orden. Aunque se conservaba una unión teórica en la persona del ministro general, ésta podía darse por desaparecida. El esfuerzo por la unidad era más intenso en Italia que en el resto; en todas partes se habían producido movimientos de reforma dentro de la orden que consideraban la secesión imprescindible. Particular interés tenía la Reforma en Francia y especialmente la iniciada en los Estados borgoñones por santa Coleta de Corbie que influyó también en la rama masculina. Muy independiente de la reforma franciscana general, se desarrolla la Reforma en España; dos nombres destacan especialmente en el panorama reformador franciscano: san Pedro Regalado y Pedro de Villacreces, que fundan el convento de la Salceda. La Reforma insiste en la drástica pobreza, la contemplación comunitaria, a través del oficio, aunque dejando una parte a la oración individual, como querían las corrientes de la "devotio moderna", y una gran simplicidad en el nivel de estudios de los frailes. También se dan movimientos similares de reforma, en el sentido de una plena observancia de la regla, en otras órdenes como carmelitas y agustinos, con semejantes fenómenos de ruptura interna. También se dieron algunas nuevas fundaciones, aunque no contaron con demasiado vigor expansivo; es el caso de los jesuitas, dedicados al cuidado de los enfermos, fundados en 1363, y los mínimos, fundados por san Francisco de Paula en 1435.