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Tablón que forma el borde de las embarcaciones.
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La Monarquía francesa no fue ajena durante la segunda mitad del siglo XVII a la evolución religiosa y espiritual de la sociedad francesa. Restablecida la unidad de la fe católica, Luis XIV persiguió y disolvió las comunidades jansenistas, pues las consideraba un peligro para la unidad del Reino, y se enfrentó, con idéntico celo, a los conflictos provocados por pietistas y cartesianos. En este sentido, la intervención de la Monarquía en los asuntos religiosos obedeció al concepto que de sí mismo y de la institución poseía el rey. Revestido de un poder procedente de Dios, responsable ante Él de la salvación de sus súbditos, único vicario de Dios en su Reino, con una autoridad inseparable de la unidad de la fe, exigía la obediencia del clero francés, como lo hacía con el resto de los estamentos sociales. Concretamente, su consideración acerca de las relaciones que debía de mantener con el clero nacional y con la Santa Sede y sus efectos posteriores constituyen uno de los más graves problemas de su reinado. Desde la Edad Media y, sobre todo, desde los primeros decenios del siglo XVII, algunos teólogos y canonistas franceses habían defendido ciertas tesis conciliaristas sobre la independencia de la autoridad de cada obispo en su diócesis, así como la negación del obispado universal del Papa, la supremacía del Concilio sobre el Papa, la posibilidad de reunión del Concilio sin la presencia de aquél, la limitación de su autoridad con respecto al derecho natural, al canónico e incluso al civil de las naciones cristianas. Además, según las ideas galicanas clásicas cada Iglesia nacional debía tener la posibilidad de disponer de sus propios ingresos y disfrutar de una amplia autonomía en asuntos disciplinarios, así como de defenderse de las intrusiones reales al afirmar su independencia con respecto al poder temporal. De este modo, se habían venido defendiendo desde hacía muchas décadas las libertades de la Iglesia galicana. Pero paralelamente al galicanismo eclesiástico se desarrolló un galicanismo político, que los juristas parlamentarios franceses, considerados como sus guardianes, codificaron definitivamente en 1594. Las 83 libertades codificadas, al mismo tiempo que restringían en Francia la autoridad de la Santa Sede, limitando su intervención a lo absolutamente necesario, ampliaban los poderes del monarca en los asuntos religiosos, considerándole por derecho divino el responsable del bienestar de la Iglesia en Francia, de tal manera que su Corona era libre de cualquier relación de dependencia con relación al Papado. Al defender todas estas tesis y al considerar como sagrada la persona del rey, los teólogos no hacían más que contribuir a aumentar la tensión que ya existía entre la Iglesia de Francia y Roma. Algunos tratadistas como Edmond Richer, en su De ecclesiastica et politica potestate libellus (1611), mantuvieron posiciones extremistas al interpretar que el Papa sólo poseía un poder meramente ejecutivo, mientras que la dirección y la infalibilidad correspondían al Concilio universal, a quien está sometido el Papa. De esto se derivaba la conclusión de que el depositum fidei había sido confiado a toda la Iglesia. Los fieles se convierten, de esta manera, en únicos jueces de la fe. La publicación del Libellus de Richer produjo una honda influencia en los ambientes políticos, universitarios y eclesiásticos, pero fue condenada y también contestada. Precisamente, un profesor de la Sorbona, André Duval, defendió, de forma moderada y conciliadora y evitando toda unilateralidad, los derechos de la Santa Sede (De suprema romani pontificis in Ecclesiam potestate, 1614, y Tractatus de summi pontificis auctoritate, 1622). Y si defiende que el rey debe respetar los privilegios del Papa, éste tiene que admitir la superioridad temporal y política de aquél sin interferencias. A pesar de la moderación de Duval y de la condena de Richer, las ideas de éste surtieron un efecto inmediato cuando las realidades político-religiosas lo exigieron: en los Estados Generales de 1614 el tercer Estado propuso, aunque sin éxito, una ley en la que se formulaba la dependencia inmediata y exclusiva del Estado francés sólo respecto de Dios. Tal proyecto inquietó a Roma, pero fue bien aprovechado pocos años después por Richelieu, cuando en su lucha contra España, una Monarquía católica, encontró la oposición del "parti dévot". Para conseguir la neutralidad romana a sus intenciones y relegar con ello al parti dévot, Richelieu utilizó la cuestión del galicanismo como una amenaza ante Roma. Sus alianzas con los protestantes flamencos y alemanes, la paz con los hugonotes y su enemistad con el papa Urbano VIII, hicieron que a partir de ese momento las ideas ultramontanistas fueran relegadas políticamente en Francia, sobre todo durante el reinado de Luis XIV. No obstante, todavía en 1661, algunos teólogos defendían la infalibilidad y la autoridad del Papa y su superioridad frente al rey, considerando las libertades galicanas como simples concesiones de la Santa Sede a una Iglesia nacional. Sin embargo, al año siguiente, un incidente insignificante, un choque entre guardias papales y pajes de la embajada francesa en Roma, fue tomado como pretexto por Luis XIV para exigir la humillación papal en la paz de Pisa (1664). Ese mismo año la Sorbona se doblegaba a la voluntad regia, censurando la obra de un carmelita ultramontano. Roma reaccionó condenando y anulando las censuras. Pero más grave sería, a los ojos de la Santa Sede, las pretensiones regalistas de Luis XIV. Según el Concordato de 1516, rescatado interesadamente por Luis XIV, el rey podía disponer, durante la vacante de una sede episcopal, de los beneficios pertenecientes al obispado, así como de las regalías temporales de éste. En 1673, necesitado de ingresos y animado por Colbert, Luis XIV decidió extender ese derecho de regalía a todas las diócesis. Casi todos los obispos se sometieron al dictado regio, aunque algunos de fama y vida virtuosa, Pavillon y Caulet, lo rechazaron. El rey dispuso que se ignoraran las disposiciones de estos obispos, los cuales, concretamente Pavillon, acudieron para defenderse a la Santa Sede, ante Inocencio XI, intransigente con los derechos del Papado. Considerando la extensión de la regalía efectuada por Luis XIV como un peligroso ejemplo de usurpación cometido por el poder laico en detrimento del sacerdocio, el Papa condenó sin miramientos el pretendido derecho de regalía por medio de tres breves sucesivos (1678 y 1679), que protegían a los obispos rebeldes contra el rey. Muerto Caulet, en 1680, el rey nombró a un vicario capitular en Pamiers con el rechazo del Papa, al mismo tiempo que animaba a un funcionario del Consejo Real a la publicación del tratado De la autoridad legítima de los reyes en materia de regalía (1682). Pero todavía se agravaron aún más las relaciones. Dos asambleas del clero celebradas en 1680 y 1681 aseguraron la fidelidad al monarca. Una tercera, compuesta por diputados cuidadosamente seleccionados por su docilidad a la voluntad regia, aceptó en 1682 la ampliación de las regalías, al mismo tiempo que aprobaba y publicaba los cuatro artículos de la famosa Declaratio cleri gallicani, que sostenían que los reyes y soberanos no estaban sometidos a ningún poder eclesiástico, por orden de Dios, en las cosas temporales. En segundo lugar, se defendía la superioridad del Concilio sobre el Papa, restringiendo su autoridad a los cánones eclesiásticos y quedando sometidas sus decisiones al asentimiento de la iglesia universal, incluso en cuestiones de fe. Inocencio XI, por su parte, manifestó su desagrado, no tomó medidas oficiales y negó las bulas para la institución o investidura canónica de los nuevos obispos nombrados por el rey y que habían formado parte de la asamblea que aprobara la Declaración galicana. De esa manera, el resultado pastoral de los conflictos era que en 1688 los obispados vacantes en Francia pasaban de la treintena. El conflicto llegó a su punto culminante cuando, en 1687, a propósito de un incidente diplomático, el Papa excomulga al embajador de Francia ante la Santa Sede. Luis XIV replicó con la ocupación de las posesiones papales de Venaissin. La muerte del Papa y la necesidad de apoyo de la Santa Sede por parte de Luis XIV ante sus dificultades exteriores permitieron la reconciliación, facilitada por Inocencio XII. La congelación de las regalías y de la ejecución de la Declaración de 1682 por deseo del rey, si no hicieron desaparecer las ideas, al menos produjeron una mejoría notable en las relaciones entre Roma y Francia.
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Ya desde su aprendizaje en el taller de Gleyre, Renoir y sus amigos Bazille, Sisley y Monet se interesaron por la pintura al aire libre, siguiendo las teorías de los miembros de la Escuela de Barbizon. Los jóvenes pintores, viendo rechazadas sus obras en el Salón de París, no dudan en crear una asociación de artistas y exponer fuera de los canales oficiales, surgiendo el grupo impresionista. Esa primera exposición se celebró en 1874 y Renoir venderá tres de los cuadros presentados, a pesar de las irónicas críticas de la prensa. En el verano se traslada a Argenteuil junto a su amigo Monet, realizando entre otras la obra que aquí contemplamos, una de sus mejores muestras del estilo impresionista al presentar todas las características: iluminación tomada directamente del natural; pinceladas rápidas y empastadas, en forma de coma y formando una especie de mosaico; sombras coloreadas; efectos atmosféricos; colores complementarios. Con este tipo de trabajos, los jóvenes creadores rompen con la manera academicista de trabajar que triunfaba en los salones oficiales, creando un nuevo estilo que servirá de puerta de acceso a la vanguardia.
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En los primeros años de la década de 1870 Monet sentía un especial interés por representar escenas tomadas directamente del natural, captando las diferentes luces del día - véase el Hôtel de Trouville -. Esta regata es una de las imágenes tomadas desde el barco-taller con que el pintor recorría el Sena en busca de inspiración. La fuerte luz veraniega difumina los contornos de los barcos y de las casas, creando magníficos reflejos en el agua, representando de manera perfecta el movimiento. Con esos reflejos Claude forma el espacio de la escena. Las líneas parecen consumirse ante esa soberbia sensación atmosférica que permite contemplar las casas de Petit-Gennevilliers de manera muy esquemática. Monet está lanzado a la "creación" de un estilo novedoso donde los principales elementos serán la luz y el color, abriendo con el Impresionismo las puertas a la vanguardia del siglo XX.
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En el verano de 1867 Monet tuvo que informar a su familia del embarazo de Camille. A pesar de que su padre mantenía relaciones desde hacía tiempo con su criada -relaciones de las que ya había nacido un bebé- no veía con buenos ojos el embarazo de la amiga de su hijo por lo que envió a Claude a pasar una temporada en Saint-Adresse, invitación de la que estaba excluida Camille. En el tiempo que Monet estuvo pintando en la localidad costera, Camille tuvo a su hijo Jean el 8 de agosto. Las regatas serán para Monet muy interesantes ya que le permitían recoger efectos de movimiento y diferentes momentos lumínicos. El horizonte continúa siendo bajo -en la línea de la pintura tradicional- ocupando un amplio espacio el cielo nublado, donde las nubes parecen tener vida propia movidas por el aire. En el verdoso mar podemos observar un grupo de embarcaciones en cuyas velas impacta la luz, creando contrastes de sombras que también se repiten en la arena de la playa, donde los observadores contemplan la regata. Las sombras son coloreadas, en sintonía con los trabajos de Delacroix. La pincelada corta y pastosa continúa siendo la preferida del artista, aplicando el color de manera concisa, eludiendo todo tipo de detalles para interesarse en el conjunto, obteniendo una escena que preludia el Impresionismo.
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Parte posterior de la lanza de infantería, que se clavaba en la tierra para mantener la lanza oblicua hacia delante contra la caballería.
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Extremo opuesto de una lanza, formado por una pieza cónica de hierro. Esta pieza era muy puntiaguda y servía para clavar en el suelo el arma o para herir al enemigo.
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Una vez terminada la guerra carlista, en la que los militares fueron protagonistas de la vida nacional como lo habían sido desde 1808 a 1824 (guerras de independencia y emancipación americana), comienza en la vida política el parlamentarismo pretoriano en denominación de R. Carr o el Régimen de los generales, según J. Pabón. Este período que abarca el reinado efectivo de Isabel II y el gobierno provisional del sexenio en el que varios destacados generales continuarán ejerciendo el liderato desde el poder político: Espartero, Narváez, O'Donnell, Prim y Serrano. La llegada al poder de Espartero fue el resultado del deseo de la corriente progresista por ejercerlo amparada en el prestigio de este general. En 1840 encontró su momento de pronunciarse con la ayuda negativa del ejército que no apoyará la débil situación de María Cristina. El motivo inmediato será una ley típicamente moderada: la Ley de Ayuntamientos. El régimen político, sustentado en buena parte por el liberalismo moderado con la cabeza visible de María Cristina, se desmoronó. Espartero -que había firmado el Convenio de Vergara- pasó en octubre de 1840 a ser corregente con María Cristina y en mayo de 1841 será regente único. La Corte se había trasladado a Barcelona en junio de 1840 para pasar el verano. El recibimiento como héroe que tributó la población de la Ciudad Condal a Espartero en julio supuso el fortalecimiento de éste y el recelo de María Cristina. Por entonces, los progresistas se enfrentaban con el gobierno y la regente por una proyectada Ley de Ayuntamientos por la que la Corona controlaría el gobierno local. Espartero propuso a María Cristina retirar la ley, disolver las Cortes y sustituir el gobierno. La sanción de la ley el 16 de julio provocó graves manifestaciones en Barcelona tras la que la reina gobernadora nombró el gobierno progresista de Antonio González con el beneplácito de Espartero. Aun así, María Cristina se negó a la anulación de la Ley de Ayuntamientos. Ante esta actitud, dimite Antonio González que es sustituido por Modesto Cortázar. En septiembre, la insurrección callejera se extiende a Madrid y a otras ciudades. La reina pidió a Espartero la represión de los alborotos. Este no sólo se negó sino que publicó un documento en que se quejó del repetido favor real de la reina hacia los moderados y pedía la disolución de las Cortes y una nueva Ley de Ayuntamientos. La reina cedió y nombró a Espartero Jefe de Gobierno al tiempo que renunciaba a la regencia. Según la Constitución, antes de que las Cortes nombrasen nuevo regente el reino será gobernado por el Consejo de Ministros, en este caso presidido por Espartero que será regente provisional hasta mayo de 1841. En octubre suspendió la Ley de Ayuntamientos y no convocó las Cortes en varios meses. Los moderados, militares y políticos civiles, se colocaron en la oposición desde un principio. El exilio de María Cristina en París fue una oportunidad para, desde allí, conspirar apoyada por el Gobierno de Luis Felipe de Orleans. En las Cortes, reunidas en mayo de 1841, se produjo una paradoja difícil de entender. La mayoría progresista era partidaria de una regencia trina. Los seguidores personales de Espartero (ayacuchos) y los escasos moderados diputados a Cortes, de la regencia única. Al salir triunfante esta postura, Espartero tuvo que apoyarse en ayacuchos y moderados mientras que contó con la oposición de buena parte de sus seguidores teóricos, los progresistas. La realidad es que, desde el principio, no supo entenderse con buena parte de los políticos civiles de su partido que se sintieron marginados al nombrar un nuevo gobierno, presidido por A. González, con varios militares y sin la presencia de Olózaga. Los progresistas, que habían padecido la discriminación de María Cristina, padecen ahora la inclinación del regente a elegir sus ministros dentro del círculo de incondicionales. Así pues, el 10 de mayo de 1841 Espartero se convirtió en un regente del partido progresista pero con la oposición de ciertos sectores del mismo. Los políticos moderados y progresistas (Olózaga entre ellos) derrotan al Gobierno en las Cortes. Al mismo tiempo, se prepara una conspiración para un levantamiento, con Diego de León, O'Donnell y Narváez al frente y con el apoyo de civiles y el gobierno francés. El levantamiento, que tendrá lugar en septiembre y octubre de 1841, fracasó por negarse los carlistas a colaborar, apoyo con el que contaban los alzados y por la descoordinación y precipitación a que llevó el temor a ser descubiertos. La legislación antiforalista del gobierno González, por la que los Ayuntamientos y Diputaciones quedaban sometidas a la ley general, provocó una reacción en contra en algunas provincias del norte y en Barcelona donde se constituyó una Junta que llegó a actuar con autonomía plena. Espartero se vio abocado a establecer el estado de sitio en cuantas ciudades cundiera este ejemplo. La mayoría del Congreso volvió a derrotar a Espartero al declarar estas medidas como anticonstitucionales y votar la censura del Ministerio González, que tuvo que ser sustituido. Espartero, en junio de 1842, nombra Presidente del Consejo de Ministros al General Rodil (Marqués de Rodil) sin apoyo parlamentario. Se había creado un clima de aislamiento de Espartero que facilitó la conspiración moderada dirigida desde París y la actuación de las Juntas, que se enfrentaban abiertamente al gobierno. Buena parte de la población de Barcelona iba a jugar un papel decisivo en el aumento de grado de la oposición a Espartero. En 1840 la opinión mayoritaria era favorable a Espartero por su oposición a la centralizadora Ley de Ayuntamientos. Sin embargo, la actuación posterior de Espartero no satisfizo a los catalanes. Según Prim, el gobierno no se interesó por terminar con el contrabando que afectaba seriamente a la industria textil. A ello se sumó su política librecambista y el anuncio de un tratado comercial con Inglaterra que tuvo la oposición tanto de los patronos (Junta Popular) como de los obreros (Asociación de Trabajadores) que pedían protección a 1a industria nacional. El movimiento más fuerte fue en noviembre de 1842, que terminó con una dura represión por parte de Espartero, quien ordenó el bombardeo de Barcelona en diciembre. A su vuelta de Barcelona, Espartero fue recibido con mucha frialdad en Madrid. Desde comienzos de 1843 se multiplicaron los acuerdos entre progresistas disidentes y moderados reunidos en Juntas de vigilancia. La disolución de las Cortes (enero de 1843) y las elecciones de abril, en las que Espartero perdió la mayoría, obligaron a sustituir a Rodil y a nombrar Presidente del Consejo a Joaquín María López quien, además de presentar un programa de gobierno muy duro contra Espartero, exigió la destitución de Linaje -secretario militar de Espartero- a lo que Espartero se negó haciendo dimitir a López, disolviendo las Cortes y suprimiendo la prensa libre, una de las mayores conquistas de 1840. La oposición de moderados y progresistas, ya aliados desde hacía meses, pidió la restauración de López y la normalidad constitucional. En mayo los pronunciamientos se difundieron por toda Andalucía, culminando con la rebelión de Sevilla (17 de julio de 1843). El movimiento tomó cuerpo en Cataluña, donde la Junta Suprema de Barcelona destituyó el General Espartero y nombró ministro universal a Prim. Los únicos asideros sólidos del gobierno de Espartero fueron sus seguidores personales entre los generales ayacuchos. Narváez se unió a los disidentes y derrotó al ejército de Espartero en su avance sobre Madrid (Torrejón de Ardoz: 22-julio-1843). Espartero fue derrotado en el campo político por sus adversarios y en el campo de batalla por los generales moderados. Ante la evidencia de que el poder quedaría en manos de estos últimos, muchos progresistas quisieron "despronunciarse" pero ya era tarde. Espartero renunció a la Regencia y embarcó el 30 de mayo hacía su exilio londinense. Para la historiografía del siglo XIX, cuya narración se viene repitiendo hasta la actualidad, Espartero se iba derrotado y sin apoyos ni entre sus iniciales seguidores. Su acción de gobierno en el bienio largo que estuvo en la regencia se confunde con la oposición a la que fue sometido. La regencia de Espartero necesita de investigaciones que aclaren el aparente caótico panorama de que disponemos. Parece que hizo poco o nada positivo y su desprestigio era enorme. Sin embargo, esta visión que tenemos aun hoy día explica mal el enorme prestigio y el número de seguidores que tuvo a su vuelta en 1856 y que le acompañó en las décadas siguientes.