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Tablón que forma el borde de las embarcaciones.
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La Monarquía francesa no fue ajena durante la segunda mitad del siglo XVII a la evolución religiosa y espiritual de la sociedad francesa. Restablecida la unidad de la fe católica, Luis XIV persiguió y disolvió las comunidades jansenistas, pues las consideraba un peligro para la unidad del Reino, y se enfrentó, con idéntico celo, a los conflictos provocados por pietistas y cartesianos. En este sentido, la intervención de la Monarquía en los asuntos religiosos obedeció al concepto que de sí mismo y de la institución poseía el rey. Revestido de un poder procedente de Dios, responsable ante Él de la salvación de sus súbditos, único vicario de Dios en su Reino, con una autoridad inseparable de la unidad de la fe, exigía la obediencia del clero francés, como lo hacía con el resto de los estamentos sociales. Concretamente, su consideración acerca de las relaciones que debía de mantener con el clero nacional y con la Santa Sede y sus efectos posteriores constituyen uno de los más graves problemas de su reinado. Desde la Edad Media y, sobre todo, desde los primeros decenios del siglo XVII, algunos teólogos y canonistas franceses habían defendido ciertas tesis conciliaristas sobre la independencia de la autoridad de cada obispo en su diócesis, así como la negación del obispado universal del Papa, la supremacía del Concilio sobre el Papa, la posibilidad de reunión del Concilio sin la presencia de aquél, la limitación de su autoridad con respecto al derecho natural, al canónico e incluso al civil de las naciones cristianas. Además, según las ideas galicanas clásicas cada Iglesia nacional debía tener la posibilidad de disponer de sus propios ingresos y disfrutar de una amplia autonomía en asuntos disciplinarios, así como de defenderse de las intrusiones reales al afirmar su independencia con respecto al poder temporal. De este modo, se habían venido defendiendo desde hacía muchas décadas las libertades de la Iglesia galicana. Pero paralelamente al galicanismo eclesiástico se desarrolló un galicanismo político, que los juristas parlamentarios franceses, considerados como sus guardianes, codificaron definitivamente en 1594. Las 83 libertades codificadas, al mismo tiempo que restringían en Francia la autoridad de la Santa Sede, limitando su intervención a lo absolutamente necesario, ampliaban los poderes del monarca en los asuntos religiosos, considerándole por derecho divino el responsable del bienestar de la Iglesia en Francia, de tal manera que su Corona era libre de cualquier relación de dependencia con relación al Papado. Al defender todas estas tesis y al considerar como sagrada la persona del rey, los teólogos no hacían más que contribuir a aumentar la tensión que ya existía entre la Iglesia de Francia y Roma. Algunos tratadistas como Edmond Richer, en su De ecclesiastica et politica potestate libellus (1611), mantuvieron posiciones extremistas al interpretar que el Papa sólo poseía un poder meramente ejecutivo, mientras que la dirección y la infalibilidad correspondían al Concilio universal, a quien está sometido el Papa. De esto se derivaba la conclusión de que el depositum fidei había sido confiado a toda la Iglesia. Los fieles se convierten, de esta manera, en únicos jueces de la fe. La publicación del Libellus de Richer produjo una honda influencia en los ambientes políticos, universitarios y eclesiásticos, pero fue condenada y también contestada. Precisamente, un profesor de la Sorbona, André Duval, defendió, de forma moderada y conciliadora y evitando toda unilateralidad, los derechos de la Santa Sede (De suprema romani pontificis in Ecclesiam potestate, 1614, y Tractatus de summi pontificis auctoritate, 1622). Y si defiende que el rey debe respetar los privilegios del Papa, éste tiene que admitir la superioridad temporal y política de aquél sin interferencias. A pesar de la moderación de Duval y de la condena de Richer, las ideas de éste surtieron un efecto inmediato cuando las realidades político-religiosas lo exigieron: en los Estados Generales de 1614 el tercer Estado propuso, aunque sin éxito, una ley en la que se formulaba la dependencia inmediata y exclusiva del Estado francés sólo respecto de Dios. Tal proyecto inquietó a Roma, pero fue bien aprovechado pocos años después por Richelieu, cuando en su lucha contra España, una Monarquía católica, encontró la oposición del "parti dévot". Para conseguir la neutralidad romana a sus intenciones y relegar con ello al parti dévot, Richelieu utilizó la cuestión del galicanismo como una amenaza ante Roma. Sus alianzas con los protestantes flamencos y alemanes, la paz con los hugonotes y su enemistad con el papa Urbano VIII, hicieron que a partir de ese momento las ideas ultramontanistas fueran relegadas políticamente en Francia, sobre todo durante el reinado de Luis XIV. No obstante, todavía en 1661, algunos teólogos defendían la infalibilidad y la autoridad del Papa y su superioridad frente al rey, considerando las libertades galicanas como simples concesiones de la Santa Sede a una Iglesia nacional. Sin embargo, al año siguiente, un incidente insignificante, un choque entre guardias papales y pajes de la embajada francesa en Roma, fue tomado como pretexto por Luis XIV para exigir la humillación papal en la paz de Pisa (1664). Ese mismo año la Sorbona se doblegaba a la voluntad regia, censurando la obra de un carmelita ultramontano. Roma reaccionó condenando y anulando las censuras. Pero más grave sería, a los ojos de la Santa Sede, las pretensiones regalistas de Luis XIV. Según el Concordato de 1516, rescatado interesadamente por Luis XIV, el rey podía disponer, durante la vacante de una sede episcopal, de los beneficios pertenecientes al obispado, así como de las regalías temporales de éste. En 1673, necesitado de ingresos y animado por Colbert, Luis XIV decidió extender ese derecho de regalía a todas las diócesis. Casi todos los obispos se sometieron al dictado regio, aunque algunos de fama y vida virtuosa, Pavillon y Caulet, lo rechazaron. El rey dispuso que se ignoraran las disposiciones de estos obispos, los cuales, concretamente Pavillon, acudieron para defenderse a la Santa Sede, ante Inocencio XI, intransigente con los derechos del Papado. Considerando la extensión de la regalía efectuada por Luis XIV como un peligroso ejemplo de usurpación cometido por el poder laico en detrimento del sacerdocio, el Papa condenó sin miramientos el pretendido derecho de regalía por medio de tres breves sucesivos (1678 y 1679), que protegían a los obispos rebeldes contra el rey. Muerto Caulet, en 1680, el rey nombró a un vicario capitular en Pamiers con el rechazo del Papa, al mismo tiempo que animaba a un funcionario del Consejo Real a la publicación del tratado De la autoridad legítima de los reyes en materia de regalía (1682). Pero todavía se agravaron aún más las relaciones. Dos asambleas del clero celebradas en 1680 y 1681 aseguraron la fidelidad al monarca. Una tercera, compuesta por diputados cuidadosamente seleccionados por su docilidad a la voluntad regia, aceptó en 1682 la ampliación de las regalías, al mismo tiempo que aprobaba y publicaba los cuatro artículos de la famosa Declaratio cleri gallicani, que sostenían que los reyes y soberanos no estaban sometidos a ningún poder eclesiástico, por orden de Dios, en las cosas temporales. En segundo lugar, se defendía la superioridad del Concilio sobre el Papa, restringiendo su autoridad a los cánones eclesiásticos y quedando sometidas sus decisiones al asentimiento de la iglesia universal, incluso en cuestiones de fe. Inocencio XI, por su parte, manifestó su desagrado, no tomó medidas oficiales y negó las bulas para la institución o investidura canónica de los nuevos obispos nombrados por el rey y que habían formado parte de la asamblea que aprobara la Declaración galicana. De esa manera, el resultado pastoral de los conflictos era que en 1688 los obispados vacantes en Francia pasaban de la treintena. El conflicto llegó a su punto culminante cuando, en 1687, a propósito de un incidente diplomático, el Papa excomulga al embajador de Francia ante la Santa Sede. Luis XIV replicó con la ocupación de las posesiones papales de Venaissin. La muerte del Papa y la necesidad de apoyo de la Santa Sede por parte de Luis XIV ante sus dificultades exteriores permitieron la reconciliación, facilitada por Inocencio XII. La congelación de las regalías y de la ejecución de la Declaración de 1682 por deseo del rey, si no hicieron desaparecer las ideas, al menos produjeron una mejoría notable en las relaciones entre Roma y Francia.
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Ya desde su aprendizaje en el taller de Gleyre, Renoir y sus amigos Bazille, Sisley y Monet se interesaron por la pintura al aire libre, siguiendo las teorías de los miembros de la Escuela de Barbizon. Los jóvenes pintores, viendo rechazadas sus obras en el Salón de París, no dudan en crear una asociación de artistas y exponer fuera de los canales oficiales, surgiendo el grupo impresionista. Esa primera exposición se celebró en 1874 y Renoir venderá tres de los cuadros presentados, a pesar de las irónicas críticas de la prensa. En el verano se traslada a Argenteuil junto a su amigo Monet, realizando entre otras la obra que aquí contemplamos, una de sus mejores muestras del estilo impresionista al presentar todas las características: iluminación tomada directamente del natural; pinceladas rápidas y empastadas, en forma de coma y formando una especie de mosaico; sombras coloreadas; efectos atmosféricos; colores complementarios. Con este tipo de trabajos, los jóvenes creadores rompen con la manera academicista de trabajar que triunfaba en los salones oficiales, creando un nuevo estilo que servirá de puerta de acceso a la vanguardia.
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En los primeros años de la década de 1870 Monet sentía un especial interés por representar escenas tomadas directamente del natural, captando las diferentes luces del día - véase el Hôtel de Trouville -. Esta regata es una de las imágenes tomadas desde el barco-taller con que el pintor recorría el Sena en busca de inspiración. La fuerte luz veraniega difumina los contornos de los barcos y de las casas, creando magníficos reflejos en el agua, representando de manera perfecta el movimiento. Con esos reflejos Claude forma el espacio de la escena. Las líneas parecen consumirse ante esa soberbia sensación atmosférica que permite contemplar las casas de Petit-Gennevilliers de manera muy esquemática. Monet está lanzado a la "creación" de un estilo novedoso donde los principales elementos serán la luz y el color, abriendo con el Impresionismo las puertas a la vanguardia del siglo XX.
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En el verano de 1867 Monet tuvo que informar a su familia del embarazo de Camille. A pesar de que su padre mantenía relaciones desde hacía tiempo con su criada -relaciones de las que ya había nacido un bebé- no veía con buenos ojos el embarazo de la amiga de su hijo por lo que envió a Claude a pasar una temporada en Saint-Adresse, invitación de la que estaba excluida Camille. En el tiempo que Monet estuvo pintando en la localidad costera, Camille tuvo a su hijo Jean el 8 de agosto. Las regatas serán para Monet muy interesantes ya que le permitían recoger efectos de movimiento y diferentes momentos lumínicos. El horizonte continúa siendo bajo -en la línea de la pintura tradicional- ocupando un amplio espacio el cielo nublado, donde las nubes parecen tener vida propia movidas por el aire. En el verdoso mar podemos observar un grupo de embarcaciones en cuyas velas impacta la luz, creando contrastes de sombras que también se repiten en la arena de la playa, donde los observadores contemplan la regata. Las sombras son coloreadas, en sintonía con los trabajos de Delacroix. La pincelada corta y pastosa continúa siendo la preferida del artista, aplicando el color de manera concisa, eludiendo todo tipo de detalles para interesarse en el conjunto, obteniendo una escena que preludia el Impresionismo.
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Parte posterior de la lanza de infantería, que se clavaba en la tierra para mantener la lanza oblicua hacia delante contra la caballería.
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Extremo opuesto de una lanza, formado por una pieza cónica de hierro. Esta pieza era muy puntiaguda y servía para clavar en el suelo el arma o para herir al enemigo.
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Una vez terminada la guerra carlista, en la que los militares fueron protagonistas de la vida nacional como lo habían sido desde 1808 a 1824 (guerras de independencia y emancipación americana), comienza en la vida política el parlamentarismo pretoriano en denominación de R. Carr o el Régimen de los generales, según J. Pabón. Este período que abarca el reinado efectivo de Isabel II y el gobierno provisional del sexenio en el que varios destacados generales continuarán ejerciendo el liderato desde el poder político: Espartero, Narváez, O'Donnell, Prim y Serrano. La llegada al poder de Espartero fue el resultado del deseo de la corriente progresista por ejercerlo amparada en el prestigio de este general. En 1840 encontró su momento de pronunciarse con la ayuda negativa del ejército que no apoyará la débil situación de María Cristina. El motivo inmediato será una ley típicamente moderada: la Ley de Ayuntamientos. El régimen político, sustentado en buena parte por el liberalismo moderado con la cabeza visible de María Cristina, se desmoronó. Espartero -que había firmado el Convenio de Vergara- pasó en octubre de 1840 a ser corregente con María Cristina y en mayo de 1841 será regente único. La Corte se había trasladado a Barcelona en junio de 1840 para pasar el verano. El recibimiento como héroe que tributó la población de la Ciudad Condal a Espartero en julio supuso el fortalecimiento de éste y el recelo de María Cristina. Por entonces, los progresistas se enfrentaban con el gobierno y la regente por una proyectada Ley de Ayuntamientos por la que la Corona controlaría el gobierno local. Espartero propuso a María Cristina retirar la ley, disolver las Cortes y sustituir el gobierno. La sanción de la ley el 16 de julio provocó graves manifestaciones en Barcelona tras la que la reina gobernadora nombró el gobierno progresista de Antonio González con el beneplácito de Espartero. Aun así, María Cristina se negó a la anulación de la Ley de Ayuntamientos. Ante esta actitud, dimite Antonio González que es sustituido por Modesto Cortázar. En septiembre, la insurrección callejera se extiende a Madrid y a otras ciudades. La reina pidió a Espartero la represión de los alborotos. Este no sólo se negó sino que publicó un documento en que se quejó del repetido favor real de la reina hacia los moderados y pedía la disolución de las Cortes y una nueva Ley de Ayuntamientos. La reina cedió y nombró a Espartero Jefe de Gobierno al tiempo que renunciaba a la regencia. Según la Constitución, antes de que las Cortes nombrasen nuevo regente el reino será gobernado por el Consejo de Ministros, en este caso presidido por Espartero que será regente provisional hasta mayo de 1841. En octubre suspendió la Ley de Ayuntamientos y no convocó las Cortes en varios meses. Los moderados, militares y políticos civiles, se colocaron en la oposición desde un principio. El exilio de María Cristina en París fue una oportunidad para, desde allí, conspirar apoyada por el Gobierno de Luis Felipe de Orleans. En las Cortes, reunidas en mayo de 1841, se produjo una paradoja difícil de entender. La mayoría progresista era partidaria de una regencia trina. Los seguidores personales de Espartero (ayacuchos) y los escasos moderados diputados a Cortes, de la regencia única. Al salir triunfante esta postura, Espartero tuvo que apoyarse en ayacuchos y moderados mientras que contó con la oposición de buena parte de sus seguidores teóricos, los progresistas. La realidad es que, desde el principio, no supo entenderse con buena parte de los políticos civiles de su partido que se sintieron marginados al nombrar un nuevo gobierno, presidido por A. González, con varios militares y sin la presencia de Olózaga. Los progresistas, que habían padecido la discriminación de María Cristina, padecen ahora la inclinación del regente a elegir sus ministros dentro del círculo de incondicionales. Así pues, el 10 de mayo de 1841 Espartero se convirtió en un regente del partido progresista pero con la oposición de ciertos sectores del mismo. Los políticos moderados y progresistas (Olózaga entre ellos) derrotan al Gobierno en las Cortes. Al mismo tiempo, se prepara una conspiración para un levantamiento, con Diego de León, O'Donnell y Narváez al frente y con el apoyo de civiles y el gobierno francés. El levantamiento, que tendrá lugar en septiembre y octubre de 1841, fracasó por negarse los carlistas a colaborar, apoyo con el que contaban los alzados y por la descoordinación y precipitación a que llevó el temor a ser descubiertos. La legislación antiforalista del gobierno González, por la que los Ayuntamientos y Diputaciones quedaban sometidas a la ley general, provocó una reacción en contra en algunas provincias del norte y en Barcelona donde se constituyó una Junta que llegó a actuar con autonomía plena. Espartero se vio abocado a establecer el estado de sitio en cuantas ciudades cundiera este ejemplo. La mayoría del Congreso volvió a derrotar a Espartero al declarar estas medidas como anticonstitucionales y votar la censura del Ministerio González, que tuvo que ser sustituido. Espartero, en junio de 1842, nombra Presidente del Consejo de Ministros al General Rodil (Marqués de Rodil) sin apoyo parlamentario. Se había creado un clima de aislamiento de Espartero que facilitó la conspiración moderada dirigida desde París y la actuación de las Juntas, que se enfrentaban abiertamente al gobierno. Buena parte de la población de Barcelona iba a jugar un papel decisivo en el aumento de grado de la oposición a Espartero. En 1840 la opinión mayoritaria era favorable a Espartero por su oposición a la centralizadora Ley de Ayuntamientos. Sin embargo, la actuación posterior de Espartero no satisfizo a los catalanes. Según Prim, el gobierno no se interesó por terminar con el contrabando que afectaba seriamente a la industria textil. A ello se sumó su política librecambista y el anuncio de un tratado comercial con Inglaterra que tuvo la oposición tanto de los patronos (Junta Popular) como de los obreros (Asociación de Trabajadores) que pedían protección a 1a industria nacional. El movimiento más fuerte fue en noviembre de 1842, que terminó con una dura represión por parte de Espartero, quien ordenó el bombardeo de Barcelona en diciembre. A su vuelta de Barcelona, Espartero fue recibido con mucha frialdad en Madrid. Desde comienzos de 1843 se multiplicaron los acuerdos entre progresistas disidentes y moderados reunidos en Juntas de vigilancia. La disolución de las Cortes (enero de 1843) y las elecciones de abril, en las que Espartero perdió la mayoría, obligaron a sustituir a Rodil y a nombrar Presidente del Consejo a Joaquín María López quien, además de presentar un programa de gobierno muy duro contra Espartero, exigió la destitución de Linaje -secretario militar de Espartero- a lo que Espartero se negó haciendo dimitir a López, disolviendo las Cortes y suprimiendo la prensa libre, una de las mayores conquistas de 1840. La oposición de moderados y progresistas, ya aliados desde hacía meses, pidió la restauración de López y la normalidad constitucional. En mayo los pronunciamientos se difundieron por toda Andalucía, culminando con la rebelión de Sevilla (17 de julio de 1843). El movimiento tomó cuerpo en Cataluña, donde la Junta Suprema de Barcelona destituyó el General Espartero y nombró ministro universal a Prim. Los únicos asideros sólidos del gobierno de Espartero fueron sus seguidores personales entre los generales ayacuchos. Narváez se unió a los disidentes y derrotó al ejército de Espartero en su avance sobre Madrid (Torrejón de Ardoz: 22-julio-1843). Espartero fue derrotado en el campo político por sus adversarios y en el campo de batalla por los generales moderados. Ante la evidencia de que el poder quedaría en manos de estos últimos, muchos progresistas quisieron "despronunciarse" pero ya era tarde. Espartero renunció a la Regencia y embarcó el 30 de mayo hacía su exilio londinense. Para la historiografía del siglo XIX, cuya narración se viene repitiendo hasta la actualidad, Espartero se iba derrotado y sin apoyos ni entre sus iniciales seguidores. Su acción de gobierno en el bienio largo que estuvo en la regencia se confunde con la oposición a la que fue sometido. La regencia de Espartero necesita de investigaciones que aclaren el aparente caótico panorama de que disponemos. Parece que hizo poco o nada positivo y su desprestigio era enorme. Sin embargo, esta visión que tenemos aun hoy día explica mal el enorme prestigio y el número de seguidores que tuvo a su vuelta en 1856 y que le acompañó en las décadas siguientes.
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Los últimos años del reinado de Felipe IV están dominados por las campañas militares contra Francia, que concluirán en 1659 con la Paz de los Pirineos, y contra Inglaterra, así como con las acciones emprendidas en Extremadura para recuperar Portugal. Sin embargo, lo que interesa destacar es el esfuerzo fiscal que se exige a los reinos peninsulares, en particular a Castilla. Los datos son incontrastables: Cataluña ofrece en 1662 un donativo de 725.196 libras y otro poco después de 50.000 libras para las fortificaciones del Principado; Zaragoza aporta diez mil hombres entre 1638 y 1652, aparte los mantenimientos, bagajes y alojamientos-; y las ciudades castellanas, no obstante la quiebra del sistema económico y financiero de la monarquía (suspensiones de pagos de 1647, 1652, 1660 y 1662; acuñación en 1662 de una moneda de vellón ligada con plata, con un valor facial muy superior al intrínseco), aprueban en las Cortes de 1656 un servicio extraordinario que provoca el descontento de los contribuyentes -se producen disturbios en Andalucía, La Rioja y Galicia entre 1656 y 1657-, al que le siguen la venta de oficios públicos, la concesión de un nuevo servicio de 600.000 escudos de vellón (1661), de un tercer uno por ciento (1661) y de un cuarto uno por ciento (1664), destinándose la recaudación de estos dos últimos impuestos a satisfacer a los hombres de negocios afectados por la suspensión de pagos decretada en 1662 y el Medio General de 1664. Un esfuerzo fiscal inútil, pues las armas españolas son derrotadas una y otra vez por los portugueses, sumiendo en la desesperación a Felipe IV, que en 1665 fallece sin haber logrado recuperar el reino luso. El testamento de Felipe IV, que excluía al duque de Medina de las Torres y a Juan José de Austria de la Junta de Gobierno, a pesar de sus merecimientos, desencadenó de inmediato una campaña de propaganda dirigida sobre todo contra el nuevo privado de la reina, el padre Nithard. Los esfuerzos de la regente por alejar de la Corte a Juan José de Austria, a quien en junio de 1667 se había autorizado a incorporarse al Consejo de Estado, resultaron vanos, pues su objetivo -y el de ciertos sectores de la nobleza que le apoyaban, lo mismo que muchas ciudades de Castilla- iba encaminado a gobernar la monarquía, no tanto por ambición personal como por estar convencido de que era la única persona capaz de implantar las reformas económicas y fiscales que venían demandándose. Pero ni el ideario político de Juan José de Austria era innovador ni el confesor de la reina carecía de proyectos, ya que en sus planes de gobierno figuraba sanear el sistema monetario, recortar el gasto público, reformar el procedimiento recaudatorio de las rentas ordinarias y rebajar la presión fiscal en Castilla, suprimiendo el servicio de millones que podía ser reemplazado por un impuesto que recayera sobre las familias según sus propiedades. Este programa, sin embargo, resultaba inviable, en parte porque la guerra con Francia exigía el concurso de los asentistas para proporcionar el caudal que necesitaba el ejército de Flandes. La firma de la paz con Francia y Portugal en 1668 suscitó en el pueblo la creencia de que la Corona procedería en breve a rebajar las cargas fiscales. Pero aun cuando el 10 de diciembre de 1668 la Corona deroga el servicio de quiebra de millones, lo que suponía un pequeño alivio fiscal para los castellanos, Juan José de Austria se erige en portavoz de tales expectativas para atacar a Nithard, y el 1 de marzo de 1669, aparte de solicitar a la regente la destitución del confesor de todos sus cargos, propone sanear la hacienda real, distribuir con equidad las mercedes, proveer con acierto los cargos públicos y aliviar a los pueblos de contribuciones. La actitud amenazadora en los alrededores de Madrid del ejército acaudillado por Juan José de Austria y reclutado en Cataluña y Aragón, junto con el descontento de una parte de la nobleza y del clero afectados por varias disposiciones fiscales -a la primera se exige en 1668 un donativo voluntario después de haber servido el año anterior con otro de carácter forzoso, y al segundo se le recarga, por Breve Apostólico de 12 de septiembre de 1668, el pago de los millones acrecentados de los que hasta entonces había estado exento-, obligan a Mariana de Austria a cesar al valido, ordenando su destierro. Lo que Juan José de Austria no consigue es acceder al gobierno de la monarquía, pues a instancias del conde de Peñaranda se le nombra Vicario General de la Corona de Aragón, debiendo desplazarse a Zaragoza, donde residirá hasta 1677. La caída de Nithard, que no logró ver culminada una de sus empresas más queridas, la expulsión de la comunidad judía de Orán, decretada el 31 de octubre de 1668 después de un prolongado debate por espacio de casi dos años, y ejecutada el 31 de marzo de 1669, una vez enviados los refuerzos militares solicitados por el gobernador del presidio, no supuso, sin embargo, cambios radicales en el gobierno de la monarquía. La Junto de Alivios (marzo a julio de 1669), creada a instancias de Juan José de Austria para debatir las propuestas de las ciudades y de los arbitristas en orden a rebajar la presión fiscal, no consiguió reducir la deuda consolidada, imponer su proyecto de reforma monetaria o suprimir el servicio de millones, aunque sí logró que la Corona aprobase algunas de sus recomendaciones: perdonar todas las cantidades que se adeudaban a la hacienda por los donativos de 1625 a 1658, moderar en un tercio el repartimiento del servicio de ocho mil soldados y en cuatro puntos los intereses que pagaban los lugares por los préstamos recibidos, bajar a la mitad el valor de las sisas reales y municipales, y prohibir la venta de bienes comunales y las roturaciones de propios y baldíos de los pueblos. Tales concesiones, por mínimas que fueran, demuestran el deseo de la regente y de la Junta de Gobierno de congraciarse con las ciudades castellanas, y explican, quizás, la cooperación que la Corona encontró en las oligarquías urbanas durante la mayor parte del reinado, a pesar de que no fueran convocadas en Cortes. Tampoco se celebraron Cortes en el Principado ni en Valencia, aunque sí en Aragón -en dos ocasiones, 1676 y 1684- y en Navarra, aquí con cierta periodicidad, lo que no fue óbice para que los reinos colaboraran con el monarca a través de los virreyes, de suerte que se ha hablado de un neoforalismo, de una nueva etapa en las relaciones entre el rey y el reino. Indudablemente, ambas partes procuraron no enfrentarse y buscaron el modo de minimizar sus diferencias. En Cataluña, por ejemplo, la Corona se abstuvo de exigir los quintos, pero los catalanes no recuperaron el control sobre los cargos del Consejo de Ciento y de la Diputación. En Aragón, Juan José de Austria ejecutó una política beneficiosa para el reino en la medida que atendió sus peticiones, llegando incluso a establecer una Junta Magna encargada de investigar el problema de las importaciones de tejidos franceses. Entre 1670 y 1676 el alza espectacular de los precios, la guerra con Francia y el freno a las reformas fiscales, junto con la privanza de Fernando Valenzuela, en detrimento de la aristocracia, van creando un malestar creciente en Castilla, agravado por la rebelión de Mesina en 1674, un movimiento dirigido por la elite local, con el apoyo de Francia, contra la nobleza terrateniente de Palermo y los representantes de la Corona, que pone en peligro una vez más la estabilidad política en Italia y que finalmente será sofocada gracias a la marina holandesa. En los años 1675-1676 se desencadena asimismo un conflicto foral entre Aragón y Madrid a causa de la negativa de los ministros a convocar Cortes y a que se desplazara el monarca para jurar los fueros. Por si fuera poco, el 15 de diciembre de 1676 la aristocracia cortesana, que venía ausentándose de todos los actos a los que el valido acudía, como hiciera con Olivares, envía a la regente un manifiesto pidiendo la destitución de Fernando Valenzuela y el regreso a la Corte de Juan José de Austria para que tome las riendas del gobierno. Noticioso el príncipe de estos sucesos abandona Zaragoza al frente de un ejército y el 23 de enero de 1677 hace su entrada triunfal en Madrid poniendo fin a la influencia de Mariana de Austria.