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Los últimos años del reinado de Felipe IV están dominados por las campañas militares contra Francia, que concluirán en 1659 con la Paz de los Pirineos, y contra Inglaterra, así como con las acciones emprendidas en Extremadura para recuperar Portugal. Sin embargo, lo que interesa destacar es el esfuerzo fiscal que se exige a los reinos peninsulares, en particular a Castilla. Los datos son incontrastables: Cataluña ofrece en 1662 un donativo de 725.196 libras y otro poco después de 50.000 libras para las fortificaciones del Principado; Zaragoza aporta diez mil hombres entre 1638 y 1652, aparte los mantenimientos, bagajes y alojamientos-; y las ciudades castellanas, no obstante la quiebra del sistema económico y financiero de la monarquía (suspensiones de pagos de 1647, 1652, 1660 y 1662; acuñación en 1662 de una moneda de vellón ligada con plata, con un valor facial muy superior al intrínseco), aprueban en las Cortes de 1656 un servicio extraordinario que provoca el descontento de los contribuyentes -se producen disturbios en Andalucía, La Rioja y Galicia entre 1656 y 1657-, al que le siguen la venta de oficios públicos, la concesión de un nuevo servicio de 600.000 escudos de vellón (1661), de un tercer uno por ciento (1661) y de un cuarto uno por ciento (1664), destinándose la recaudación de estos dos últimos impuestos a satisfacer a los hombres de negocios afectados por la suspensión de pagos decretada en 1662 y el Medio General de 1664. Un esfuerzo fiscal inútil, pues las armas españolas son derrotadas una y otra vez por los portugueses, sumiendo en la desesperación a Felipe IV, que en 1665 fallece sin haber logrado recuperar el reino luso. El testamento de Felipe IV, que excluía al duque de Medina de las Torres y a Juan José de Austria de la Junta de Gobierno, a pesar de sus merecimientos, desencadenó de inmediato una campaña de propaganda dirigida sobre todo contra el nuevo privado de la reina, el padre Nithard. Los esfuerzos de la regente por alejar de la Corte a Juan José de Austria, a quien en junio de 1667 se había autorizado a incorporarse al Consejo de Estado, resultaron vanos, pues su objetivo -y el de ciertos sectores de la nobleza que le apoyaban, lo mismo que muchas ciudades de Castilla- iba encaminado a gobernar la monarquía, no tanto por ambición personal como por estar convencido de que era la única persona capaz de implantar las reformas económicas y fiscales que venían demandándose. Pero ni el ideario político de Juan José de Austria era innovador ni el confesor de la reina carecía de proyectos, ya que en sus planes de gobierno figuraba sanear el sistema monetario, recortar el gasto público, reformar el procedimiento recaudatorio de las rentas ordinarias y rebajar la presión fiscal en Castilla, suprimiendo el servicio de millones que podía ser reemplazado por un impuesto que recayera sobre las familias según sus propiedades. Este programa, sin embargo, resultaba inviable, en parte porque la guerra con Francia exigía el concurso de los asentistas para proporcionar el caudal que necesitaba el ejército de Flandes. La firma de la paz con Francia y Portugal en 1668 suscitó en el pueblo la creencia de que la Corona procedería en breve a rebajar las cargas fiscales. Pero aun cuando el 10 de diciembre de 1668 la Corona deroga el servicio de quiebra de millones, lo que suponía un pequeño alivio fiscal para los castellanos, Juan José de Austria se erige en portavoz de tales expectativas para atacar a Nithard, y el 1 de marzo de 1669, aparte de solicitar a la regente la destitución del confesor de todos sus cargos, propone sanear la hacienda real, distribuir con equidad las mercedes, proveer con acierto los cargos públicos y aliviar a los pueblos de contribuciones. La actitud amenazadora en los alrededores de Madrid del ejército acaudillado por Juan José de Austria y reclutado en Cataluña y Aragón, junto con el descontento de una parte de la nobleza y del clero afectados por varias disposiciones fiscales -a la primera se exige en 1668 un donativo voluntario después de haber servido el año anterior con otro de carácter forzoso, y al segundo se le recarga, por Breve Apostólico de 12 de septiembre de 1668, el pago de los millones acrecentados de los que hasta entonces había estado exento-, obligan a Mariana de Austria a cesar al valido, ordenando su destierro. Lo que Juan José de Austria no consigue es acceder al gobierno de la monarquía, pues a instancias del conde de Peñaranda se le nombra Vicario General de la Corona de Aragón, debiendo desplazarse a Zaragoza, donde residirá hasta 1677. La caída de Nithard, que no logró ver culminada una de sus empresas más queridas, la expulsión de la comunidad judía de Orán, decretada el 31 de octubre de 1668 después de un prolongado debate por espacio de casi dos años, y ejecutada el 31 de marzo de 1669, una vez enviados los refuerzos militares solicitados por el gobernador del presidio, no supuso, sin embargo, cambios radicales en el gobierno de la monarquía. La Junto de Alivios (marzo a julio de 1669), creada a instancias de Juan José de Austria para debatir las propuestas de las ciudades y de los arbitristas en orden a rebajar la presión fiscal, no consiguió reducir la deuda consolidada, imponer su proyecto de reforma monetaria o suprimir el servicio de millones, aunque sí logró que la Corona aprobase algunas de sus recomendaciones: perdonar todas las cantidades que se adeudaban a la hacienda por los donativos de 1625 a 1658, moderar en un tercio el repartimiento del servicio de ocho mil soldados y en cuatro puntos los intereses que pagaban los lugares por los préstamos recibidos, bajar a la mitad el valor de las sisas reales y municipales, y prohibir la venta de bienes comunales y las roturaciones de propios y baldíos de los pueblos. Tales concesiones, por mínimas que fueran, demuestran el deseo de la regente y de la Junta de Gobierno de congraciarse con las ciudades castellanas, y explican, quizás, la cooperación que la Corona encontró en las oligarquías urbanas durante la mayor parte del reinado, a pesar de que no fueran convocadas en Cortes. Tampoco se celebraron Cortes en el Principado ni en Valencia, aunque sí en Aragón -en dos ocasiones, 1676 y 1684- y en Navarra, aquí con cierta periodicidad, lo que no fue óbice para que los reinos colaboraran con el monarca a través de los virreyes, de suerte que se ha hablado de un neoforalismo, de una nueva etapa en las relaciones entre el rey y el reino. Indudablemente, ambas partes procuraron no enfrentarse y buscaron el modo de minimizar sus diferencias. En Cataluña, por ejemplo, la Corona se abstuvo de exigir los quintos, pero los catalanes no recuperaron el control sobre los cargos del Consejo de Ciento y de la Diputación. En Aragón, Juan José de Austria ejecutó una política beneficiosa para el reino en la medida que atendió sus peticiones, llegando incluso a establecer una Junta Magna encargada de investigar el problema de las importaciones de tejidos franceses. Entre 1670 y 1676 el alza espectacular de los precios, la guerra con Francia y el freno a las reformas fiscales, junto con la privanza de Fernando Valenzuela, en detrimento de la aristocracia, van creando un malestar creciente en Castilla, agravado por la rebelión de Mesina en 1674, un movimiento dirigido por la elite local, con el apoyo de Francia, contra la nobleza terrateniente de Palermo y los representantes de la Corona, que pone en peligro una vez más la estabilidad política en Italia y que finalmente será sofocada gracias a la marina holandesa. En los años 1675-1676 se desencadena asimismo un conflicto foral entre Aragón y Madrid a causa de la negativa de los ministros a convocar Cortes y a que se desplazara el monarca para jurar los fueros. Por si fuera poco, el 15 de diciembre de 1676 la aristocracia cortesana, que venía ausentándose de todos los actos a los que el valido acudía, como hiciera con Olivares, envía a la regente un manifiesto pidiendo la destitución de Fernando Valenzuela y el regreso a la Corte de Juan José de Austria para que tome las riendas del gobierno. Noticioso el príncipe de estos sucesos abandona Zaragoza al frente de un ejército y el 23 de enero de 1677 hace su entrada triunfal en Madrid poniendo fin a la influencia de Mariana de Austria.
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En el comienzo del reinado de Alfonso XIII se puede apreciar la aparición de ese talante regeneracionista que pretendía la conversión en realidad de unas instituciones caracterizadas por adulterar de manera sistemática la representación política. Los esfuerzos de Francisco Silvela, como luego los posteriores de Antonio Maura y José Canalejas, pretendieron dar respuesta a la necesidad de que el régimen se convirtiera en auténtico desde el ejercicio del poder. Sin embargo, hay que tener en cuenta que el fenómeno regeneracionista fue más amplio que el intentado desde las alturas del poder y que, por lo tanto, supuso también el desarrollo de movimientos políticos que pretendieron llevar a cabo una operación radicalmente contraria -es decir, movilizar a la opinión pública para a través de ella llegar al ejercicio del poder. Los grupos políticos más importantes surgidos como consecuencia de esta voluntad regeneracionista desde la base fueron los de carácter regionalista o nacionalista y republicano. Los nacionalismos suponen, en efecto, un elemento de transformación de la vida política que nace, desde luego, de la realidad de unas culturas regionales mantenidas en hibernación durante todo el siglo XVIII y la mayor parte del XIX. Al mismo tiempo no cabe la menor duda de que la emergencia de los nacionalismos se produce coincidiendo con una situación peculiar de modernización de la sociedad española, aun sin ser producto de la misma de forma exclusiva. De los movimientos regionalistas durante el reinado de Alfonso XIII, sin duda, el que alcanzó mayor relevancia política fue el catalán. En efecto, el resto de esos grupos no consiguió llegar a desempeñar de momento un papel de trascendencia en la vida política, factor esencial para tener impacto en la evolución española. Todos estos movimientos, sin embargo, coincidieron en suponer el despertar de unas culturas de carácter regional que hasta el momento se habían difuminado de manera considerable, pero que ya habían tenido un previo florecimiento literario. Otro rasgo que se dio en todos los nacionalismos fue la existencia de un factor dinámico en las sociedades en las que surgieron, de tal manera que la sensación de cambio -la resistencia a él o el deseo de acelerarlo- jugó siempre un papel decisivo en ellos. Como todos los nacionalismos, también los aparecidos en este momento tuvieron un contenido a veces muy radical que se expresó con el lenguaje supuestamente científico de la época de tal modo que algunas de sus declaraciones pudieron parecer racistas. También como otros movimientos de parecidas características se produjo, al mismo tiempo, la aparición de toda una simbología que podía tener fundamento en las raíces culturales propias, pero que también resultaba en parte producto de la invención. Todo cuanto se ha indicado explica la pluralidad de caminos a través de los cuales se llegó al nacionalismo. En el caso catalán fueron la lucha por el proteccionismo, el renacimiento cultural, el federalismo y el tradicionalismo políticos quienes se convirtieron en elementos desencadenantes de la lucha por la peculiaridad propia. El primer catalanismo fue de procedencia federal y, por lo tanto, izquierdista pero ya al final del siglo XIX fue sustituido por el de procedencia derechista y de raíces a menudo tradicionalistas. A finales de siglo los catalanistas controlaban algunas de las principales asociaciones económicas y culturales barcelonesas y disponían de una docena de periódicos. Sin embargo, no habían iniciado una senda propiamente política. Cuando el catalanismo alcanzó la mayoría de edad política fue durante el gobierno de Silvela como obra de una nueva generación de catalanistas. El mismo fracaso de su programa regeneracionista tuvo como consecuencia inmediata que los intereses económicos y culturales, independientes hasta el momento, eligieran definitivamente la senda catalanista, pero, además, que apareciera un liderazgo nuevo tanto en lo intelectual como en lo político. En abril de 1901 se fundó la Lliga Regionalista, que en las elecciones de ese año consiguió cuatro escaños de diputado en Barcelona. Dos años antes se había fundado el diario La Veu de Catalunya, dirigido por Prat de la Riba, que sería el órgano del nuevo movimiento. Se caracterizó éste por una actitud integradora y posibilista de manera que pudo incorporar a sus filas a tradicionalistas y caciques conservadores y, al mismo tiempo, mantener una actitud posibilista en materia de régimen. La gran ocasión para el catalanismo fue proporcionada por los incidentes del Cu-Cut, en 1905, que provocó una actitud de autodefensa en Cataluña y de protesta contra la intromisión militar. A partir de este momento, con la creación de Solidaridad Catalana, el sistema del turno entró en crisis en la región y quedó herido de muerte, como ya sabemos, con ocasión de la elección de 1907. En realidad, Cataluña viviría a partir de este momento en un régimen de opinión pública del que carecía el resto del país. Aunque hubo otros grupos catalanistas situados más a la izquierda, la realidad es que la Lliga predominó de manera clara y a la altura de la Primera Guerra Mundial se había convertido incluso en hegemónica. Sus éxitos se debieron principalmente a la existencia de un grupo excepcional de dirigentes en el que figuraban personas como Cambó, quizá el político mejor dotado de la época, y Prat de la Riba, el inspirador intelectual del catalanismo que, como tal, había sido condenado en su momento a penas de cárcel. La obra en que quedó codificado el pensamiento del catalanismo fue, en efecto, La nacionalidad catalana de Prat de la Riba, publicada en 1906. Aunque fundamentada en determinados presupuestos románticos y conservadores, lo cierto es que el catalanismo se convirtió en la práctica en una fuerza política de centro, basada en la aceptación de la democracia y de un catolicismo no confesional. La reivindicación nacionalista catalana se contemplaba como un medio regional de solucionar unos problemas que a nivel estatal no podían tener arreglo. Sin embargo, el mensaje del catalanismo a la política española fue siempre de regeneración no sólo regional sino de la totalidad de la política del Estado. Para llevar a cabo sus propósitos, la Lliga contaba con una organización muy superior a la de cualquier otro grupo político nacional. No era un partido de masas sino de notables, pero tenía tras de sí realidades sociales efectivas. Como en Cataluña, también en el País Vasco existía una peculiaridad cultural propia que en este caso se veía multiplicada por una autonomía económica mantenida a través de los conciertos. También allí la dinámica creada por la modernización económica resultó un factor de primerísima importancia para explicar el advenimiento del nacionalismo. Como es natural, este crecimiento económico tendía a aumentar las divergencias con respecto al resto de España, agrícola y estancada, y una parte de la sociedad vasca percibió la modernización económica y social como un posible grave problema para la identidad propia. Como se apreciará, en estos puntos existe un claro paralelismo con los orígenes del catalanismo. Sin embargo, también son patentes las diferencias entre nacionalismo vasco y catalanismo. En el País Vasco el renacimiento cultural coincidió desde el punto de vista cronológico con el desarrollo del nacionalismo político y, además, éste tuvo un tono más radical y menos posibilista que quizá se explique por la propia difuminación de la peculiaridad nacional en tiempos muy recientes. Con toda probabilidad esto se deba a que indudablemente el euskera estaba mucho menos extendido que el catalán y a que, en buena medida, resultaba incapaz de asimilar a las masas de emigrantes castellanos que acudían al País Vasco atraídas por el desarrollo económico. Los nacionalistas vascos pertenecían fundamentalmente a la clase media baja urbana y al medio rural, frente a la identificación burguesa del catalán, y estuvieron más vinculados con el tradicionalismo cultural y religioso. En 1911 crearon un sindicato para atraerse a las clases trabajadoras, cosa que no ocurrió en Cataluña en los medios catalanistas predominantes. De esta manera puede decirse que el nacionalismo vasco tuvo un carácter más popular que el catalán. En el País Vasco el nacionalismo tuvo un carácter profundamente católico, mientras que en Cataluña existieron por lo menos dos tradiciones al respecto: una católica y conservadora y otra republicana y laica. Una posible diferencia adicional entre los dos nacionalismos consiste en que el nacionalismo vasco fue obra casi exclusiva de una sola persona, Sabino Arana Goiri. El elemento religioso jugó en él un papel esencial, mientras que en lo político se declaraba republicano. En ocasiones hacía manifestaciones de tono racista, que deben ser entendidas como un deseo de mantener la vida tradicional vasca empleando un lenguaje muy característico de la época, pero que tenía entonces un sentido muy distinto del actual. A Arana le caracterizó un tono muy radical en su momento inicial, hasta el punto de que se refería a la actitud posibilista como el error catalanista e incluso alguno de sus seguidores no excluyó el empleo de la violencia. Sin embargo, a la hora de su muerte en el año 1903 había iniciado ya el rumbo hacia una moderación táctica. Lo cierto es, sin embargo, que ésta no fue compartida por todos los dirigentes del partido, de tal modo que siempre hubo una cierta heterogeneidad interna. A pesar de ello, a mediados de la primera década de siglo se impuso una tendencia moderada, gracias a la cual los nacionalistas llegaron a obtener el nombramiento gubernativo de dos alcaldes de Bilbao. El desarrollo político-electoral del nacionalismo vasco fue tardío: aparte de que en Bilbao no tuvo representación política importante sino en la primera posguerra mundial. La importancia del ala liberal y laica del nacionalismo vasco fue considerablemente inferior a la de sus paralelos catalanes. En cuanto al galleguismo y el valencianismo se puede decir que no tuvieron impacto político apreciable durante el primer tercio del siglo XX. Tanto en Galicia como en Valencia existían, aunque quizá en un grado muy inferior al de Cataluña o el País Vasco, factores culturales que favorecían la creencia en una personalidad característica. Pero ciertamente en ambas regiones faltó un desarrollo económico que tendiera a la vez a la diferenciación con respecto al resto de España. En realidad, se puede decir que en el terreno político más que nada lo que sucedió fue que determinadas fórmulas políticas se tiñeron de un cierto regionalismo, sin derivar hacia un nacionalismo y, menos aún, radical. El galleguismo cultural apareció pronto pero el político, que conectó con reivindicaciones agrarias y que sufrió la influencia del ejemplo catalán, no llegó a plasmarse en una fuerza política antes de la primera guerra mundial, aunque todas las que actuaron en la región se atribuyeran una significación más o menos vagamente regionalista. Como en Cataluña, el galleguismo tuvo una pluralidad de orígenes ideológicos y resulta curioso también que al comienzo de la segunda década de siglo hubiera una Solidaridad gallega, en realidad muy distinta de la catalana pues la guiaban intereses agrarios. La importancia política del galleguismo no se tradujo en la consulta de escaños parlamentarios. Algo parecido sucedió en Valencia, de modo que tanto la derecha como la izquierda republicana procuraron manifestar una peculiaridad regionalista más o menos marcada. A comienzos del siglo XX se produjo la transición desde el regionalismo cultural al político, pero este último no llegó a perfilarse como una solución autónoma, ni siquiera después de las primeras asambleas de carácter regionalista. En este caso, como en el vasco, hubo también que esperar a la primera posguerra mundial para que el valencianismo empezara a tener una traducción política efectiva.
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El carácter excepcional de esta intervención urbana diseñada por John Nash entre 1811-30 radica en la adopción de los ideales de la arquitectura paisajista para las necesidades de la vida ciudadana. Esto se observa en el diseño de las terrazas abiertas de Regent´s Park, tratadas directamente como cottages. Nash trabajó aquí en colaboración con el arquitecto paisajista Humphry Repton. El plan urbanístico se prolonga en el gran eje de la Regent Street, que conduce desde la gran superficie verde hasta la Carlton House, residencia del Regente, y hacia el Saint James Park. Con la Regent Street se gana una gran arteria representativa para el nuevo Londres, aunque no llegó a convertirse, sino parcialmente, en la prevista calle porticada.
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La pésima situación económica que vivía la familia Hals desde los años finales de la década de 1650 llevaría al pintor a solicitar un subsidio a la ciudad, viviendo en los últimos años gracias a la generosidad de sus vecinos, especialmente los regentes del Hospicio de Santa Isabel de Haarlem. El Oude Mannenshuis encargó en 1664 al pintor dos retratos en los que aparecieran tanto los regentes como las regentes de la institución, surgiendo dos de los mejores retratos colectivos salidos de los pinceles del maestro. Los retratados ocuparon sus cargos entre 1662 y 1665 tratándose de Jonas de Jong, Mattheus Everswijn, el doctor Cornelis Westerloo, Daniel Deinoot y Johannes Walles, quedando sin identificar el criado que aparece de pie, al fondo de la composición. Como suele ser habitual en todos los retratos de grupo pintados por Hals, cada uno de los miembros del conjunto está individualizado, destacando su expresivo gesto y su carácter, ya que la obra era sufragada por cada uno de los retratados a partes iguales, por lo que ninguno podía ocupar un lugar secundario. Como si de un friso se tratara, los personajes ocupan su puesto en el espacio pictórico recortándose ante una superficie neutra, algo más clara en un principio, tal y como se puede ver en una acuarela conservada en una colección particular de Haarlem. Cromáticamente nos encontramos ante una obra de gran austeridad, ya que los tonos negros, blancos y pardos dominan el conjunto, destacando la mancha roja de la silla en la que se acomoda el último de los regentes y las páginas coloreadas del libro. La relación gestual entre los retratados es mínima ya que sus miradas se dirigen hacia el espectador, especialmente las figuras de la derecha. Los gestos tristes y cansados de los regentes han motivado que algunos expertos vean esta obra como una ácida crítica a la sociedad burguesa que tuvo que mantener al artista en sus últimos años pero más bien deberíamos encontrarnos ante una obra cargada de realismo, tal y como se manifiesta en el retrato de las regentes. Las pinceladas son rápidas y entrecruzadas, en un estilo personal, con una técnica propia al aplicar el color directamente sobre la tela, técnica que será continuada por algunos pintores del siglo XIX, especialmente Manet y Courbet.
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Los retratos de grupo serán frecuentes en el Barroco holandés, especialmente los de las famosas milicias. También encontramos una interesante tradición, originaria de Amsterdam, de realizar retratos de los regentes de los hospicios, instituciones de gran importancia en la época cuyos miembros eran elegidos durante tiempo limitado. En 1641 los regentes del Hospicio de Santa Isabel de Haarlem eligen a Hals para realizar el retrato que podemos observar, posiblemente pareja del grupo de las regentes pintado ese año por J. Verspronck que también se conserva en el Frans Hals Museum. Los documentos conservados del Hospicio mencionan a los regentes de ese año; eran: Sivert Sem Warmond, Salomon Cousaert, Johan van Clarenbeck, Dirck Dircksz. Del y François Wouters -el tesorero, como indican las monedas que vemos ante él-, tal y como aquí los podemos ver, ocupando Del el papel protagonista. Las figuras se sitúan alrededor de una mesa, dentro de una estancia decorada con un mapa, en la que penetra la luz por la izquierda, recordando las obras de Caravaggio para la iglesia de San Luis de los Franceses de Roma, tanto por el juego de claroscuro como por la diagonal lumínica conseguida. Al colocar a Del en primer plano, el maestro holandés intenta hacernos partícipes de la reunión de regentes, ocupando ficticiamente los dos huecos para crear un grupo más compacto. Si bien cada uno de los regentes presenta los habituales trajes oscuros adornados por puños y cuellos de encaje, contrastando los tonos blancos con los negros, lo más destacado de la composición lo encontramos en las diferentes personalidades de cada uno de los modelos, dotando a los personajes de vida propia. Así podemos ver la mano de Del en el centro de la escena, indicando su dominio sobre los demás regentes así como el gesto benevolente de Van Clarenbeek, cuya intensa mirada se dirige a Del. La aplicación de las tonalidades se realiza de manera entrecruzada, a base de amplias pinceladas, estilo que será admirado por Courbet y Manet en el siglo XIX y continuado por los impresionistas, lo que sitúa a Hals entre los artistas más modernos de su tiempo, rivalizando con el propio Rembrandt. Como un perfecto organismo, el grupo ha sido pintado con sensacionales efectos de tridimensionalidad y con armoniosos y rítmicos efectos en las figuras de los regentes, tanto sus manos como cabezas o sombreros. El paño que cubre la mesa, el mapa de la pared, las sillas o los libros aportan ligeros toques de color a la combinación de tonalidades negras y blancas que dominan el conjunto, resultando un trabajo de una calidad insuperable.
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El carácter excepcional de esta intervención urbana radica en la adopción de los ideales de la arquitectura paisajista para las necesidades de la vida ciudadana. Esto se observa especialmente en el diseño de las terrazas abiertas al Regent's Park, tratadas discretamente como cottages. Nash trabajó aquí en colaboración con el arquitecto paisajista Humphry Repton. El plan urbanístico se prolonga en el gran eje de la Regent Street, que conduce desde la gran superficie verde hasta la Carlton House, residencia del Regente, y hacia el St. James Park. Con la Regent Street se gana una gran arteria representativa para el nuevo Londres, aunque no llegó a convertirse, sino parcialmente, en la prevista calle porticada.
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Este caza guarda una asombrosa similitud con los estadounidenses que fabricaba la Seversky, más tarde conocida como Sikorsky. En 1939 emprende su primer vuelo. Los primeros aparatos que salen de la cadena de producción se realizan por encargo de Suecia y Hungría. Finalmente, Italia tan sólo se quedó con 27 unidades. Estos últimos fueron reconvertidos en el denominado Re.2000 Serie II y en el Re.2000 (GA) Serie III. Ambos modelos presentaban ciertas mejoras respecto al prototipo inicial en el motor y armamento.
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Uno de los fallos iniciales que presenta este aparato es el motor. Hasta el momento, los fabricantes italianos desconocían que los motores en V eran mucho más potentes. Para abordar este problema se optó por recurrir a motores de fabricación alemana. El resultado fue el Re.2001 Falco II. Este emprendió su primer vuelo en 1940. Se llegaron a producir un total de 110 unidades de la serie I, además de 124 cazas nocturnos de las series II, III y IV. Para el diseño del Re.2002 Ariete se empleó un motor Piaggio P XIX RC.25 de 1.180 CV. A este modelo le siguió el Re.2005 Sagitario con un Fiat RA.1050 de 1.475 CV.
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Em principio una de las mayores flotas del Mundo en 1940 y dominadora del Mediterráneo, se consideraba que la Regia Marina italiana contaba por esas fechas con algunos de los mejores buques. Sin embargo, en la hora de la verdad, se demostró que la operatividad y eficiencia de la Marina italiana quedaba muy por debajo de los presupuestos iniciales cuando se enfrentó a los buques de la Royal Navy en el Mediterráneo. En ello intervinieron factores de muy diversa índole. Mussolini y su corte fascista consideraban que no era prioritaria la construcción de portaaviones, considerando que ya la península italiana era una excelente base de operaciones de los aparatos de aviación italianos. Otro factor que operó en contra de la Marina italiana fue su carácter monárquico y, por tanto, ajeno a los gobernantes fascistas. Esta mala relación provocó no pocas desavenencias y, desde luego, generó falta de entendimiento y escasa implicación de la Marina en las operaciones diseñadas por los mandos fascistas. En cuanto a la cuestión técnica, los fabricantes italianos desatendieron el dotar a sus buques de armamento en cantidad y calidad suficientes, favoreciendo la velocidad. Esto se demostró finalmente una decisión errónea, como quedó de relieve en los enfrentamientos habidos con los buques británicos. Por si fuera poco, la subordinación de la industria bélica italiana a los intereses y directrices alemanas retrasó el desarrollo de su propia construcción naval y de la reparación o modernización de los barcos antiguos o averiados. La carencia de materiales y mano de obra operó también en este sentido. Algunas de las mejores acciones protagonizadas por la Marina italiana durante la II Guerra Mundial fueron llevadas a cabo por iniciativas particulares, como el ataque de hombres-rana sobre "maiale" en el puerto de Alejandría, que consiguió hundir o averiar muy seriamente a los buques británicos Queen Elizabeth y Valiant.