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Millais realizó en la década de 1860 una serie protagonizada por niñas con la que consiguió alcanzar un enorme éxito. Su estilo ha sufrido una importante modificación respecto a los trabajos de la etapa prerrafaelita, tomando como muestra a los maestros antiguos, especialmente Velázquez y Tiziano. Su pincelada se hace más fluida y empastada, más libre y espontánea como bien podemos apreciar en este lienzo protagonizado por una niña vestida a la moda española, abundando las tonalidades oscuras y rosas, en sintonía con los retratos realizados por Velázquez en su etapa madura. Bien es cierto que la influencia del maestro sevillano se hace presente también en estas fechas en los trabajos de Manet, Sargent o Whistler, admirando Millais las obras de estos artistas que también pudieron servir de referencia indirecta.
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Esta es una de las escenas de Van Gogh en las que más se aprecia la influencia de Gauguin. Ambos convivirán en la casa amarilla de Arles entre octubre y diciembre de 1888, convenciendo Paul a Vincent para que trabajara dentro del estilo simbolista, pintando desde el sueño y la memoria al considerar a la experiencia más sustancial que la fidelidad a la naturaleza. Quizá por no enfadar a su compañero, Van Gogh nos muestra a estas dos mujeres con velo en primer plano mientras una sirviente recoge flores tras ellas. Algunos especialistas consideran que se trataría de una evocación de su madre, su hermana Wil y del jardín familiar, de ahí el título. Las pinceladas empleadas son muy cortas, a través de pequeños puntos y ligeros toques de color, apreciándose claramente su textura en el lienzo. En los contornos recurre a la técnica del cloisonismo aprendida de su amigo Bernard, consistente en resaltar con una línea oscura las siluetas de la misma manera que observamos en las vidrieras y esmaltes medievales. Los tonos oscuros y tristes sintonizan con el gesto de las dos mujeres, alejándose de la alegría de otras composiciones de ese mismo año - la Habitación de Vincent o Madame Ginoux con guantes - lo que indica que este tipo de escenas que aquí apreciamos no debían ser del agrado de Vincent y que no fue muy fácil para él realizar esta composición. Pero consideraba que la estancia de Gauguin era fundamental para su ansiada comunidad de artistas del sur que, por desgracia, se quedó en eso, en un sueño.
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Ya en septiembre de 1889 Van Gogh manifestó su deseo de regresar al norte para poder ver a sus amigos, aunque comprendía que su estado de salud no era el más aceptable para emprender ese viaje. En los meses finales del invierno-inicios de la primavera empieza una serie de obras protagonizadas por las casitas del norte que titula Recuerdo del norte. Esta es una imagen de atardecer, luchando el sol por resaltar ante las densas nubes, creando reflejos anaranjados. El paisaje se zambulle en tonalidades oscuras, pintadas de manera rápida y empastada mientras que las líneas de los contornos se trazan con un tono negro, en relación con el simbolismo de Bernard y Gauguin.
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A partir de la batalla de Egospótamos, Conón se había quedado con la flota ateniense al servicio de los persas, bajo el mando de Farnabazo. Los ejércitos tendían ya a nutrirse principalmente de tropas mercenarias. La capacidad de recuperación de la empresa de Conón se mostró en la batalla de Cnido, en que vencieron a los espartanos en el año 394. Luego continúan sus campañas por Asia Menor, donde se va minando la fuerza de los espartanos, con la expulsión de los harmostas y el establecimiento de regímenes democráticos. Muchas de las ciudades erigieron estatuas a Conón como héroe, lo que le permitió ganar prestigio y promover los medios para la restauración de las murallas. También permitió que se emprendieran nuevas acciones en torno al Peloponeso, entre las que destaca la ocupación de la isla de Citera, al sureste del Peloponeso. Desde el año 392 los espartanos empezaron a buscar la paz con los persas, pues la victoria obtenido en Coronea no había tenido ninguna eficacia positiva en sus relaciones con las demás ciudades griegas. Sin embargo, por el momento éstas no estaban dispuestas a someterse a unas condiciones que no se presentaban favorables. En Atenas, en concreto, más bien resurgían las aspiraciones a recuperar el control del Egeo, aprovechando los primeros asentamientos en Lemnos, Imbros y Esciro, islas que gozaban de unas condiciones geográficas especialmente favorables en relación con las vías marítimas que seguían los atenienses para llegar al mar Negro. Con todo, las propuestas espartanas y las respuestas atenienses se enmarcan en un ambiente conflictivo donde empiezan a definirse las actitudes imperialistas de nuevo como modo de acceso a los instrumentos que garantizan libertad del demos. En el ano 391 el orador Andócides pronunció su discurso "Sobre la paz", en el que expone los puntos de vista sobre la paz y la guerra como medio de obtener recursos por uno u otro sector de la población. Los pobres no creen que la paz les dé de comer. Es la misma situación que se refleja en las comedias de Aristófanes que se datan en el siglo IV. Los pobres tienen ganas de lanzarse al combate, mientras que los ricos desean la paz. En las "Historias Helénicas" anónimas, conocidas como "Helénicas de Oxirrinco", por el hecho de haberse encontrado en uno de los papiros descubiertos en ese lugar de Egipto, también se distingue entre partidarios de la paz y de la guerra como buenos y malos, terminología empleada frecuentemente para referirse a las clases sociales en conflicto, enmascaradas así entre denominaciones de orden moral.
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En 1827 este cuadro pasó de la Real Academia de San Fernando al Museo del Prado. El Museo del Ejército es lo único que queda del antiguo Palacio del Buen Retiro, construido bajo Felipe IV, y contiene su sala más importante, el llamado Salón de Reinos. Para este salón se encargó el lienzo que nos ocupa. Era una sala destinada a recepciones diplomáticas y actos oficiales. En ella, el rey quería exponer lienzos con sus triunfos militares más sonados, como por ejemplo la Rendición de Breda de Velázquez. Maíno pintó la escena de la recuperación por tropas españolas de Bahía de Brasil, importante puerto comercial del imperio colonial que se estaba desmoronando. Maíno, sin embargo, elude el tono triunfalista de las otras pinturas del Salón para realizar casi una alegoría en contra de la guerra. Al fondo, efectivamente, se tiene una vista topográfica de la zona, con los barcos y las tropas después de la batalla. A la derecha, el rey es agasajado a través de su representación en un tapiz. Tras la figura del rey aparece la del valido, el Conde-Duque de Olivares, queriendo simbolizar quién estaba realmente detrás del poder. El general recibe los honores de la victoria, pero todo ello se desarrolla en una esquina, en un plano acartonado que resta volumen e importancia al hecho. La mirada del espectador es captada sin embargo al lado contrario, por una masa de color y personajes que atrae inevitablemente la atención. Allí están las figuras de los heridos en la batalla, junto a las mujeres que los cuidan y unos niños. No hay sangre, no hay dramatismo, tan sólo un cuerpo medio desnudo sostenido en los brazos de una mujer, que bien podría simbolizar la Caridad, pues se halla rodeada de niños y tiene aspecto de matrona (ésta es la manera habitual de representar a dicha virtud). Así pues, en el cuadro de conmemoración de una batalla, lo que realmente protagoniza la escena son las consecuencias terribles de la misma victoria, los muertos y los heridos. Maíno resulta en este sentido increíblemente avanzado para las posturas imperialistas de la España del siglo XVII. Anticipándose al futuro, Maíno es consciente de que las victorias militares de España no son más que humo que pronto se disipará ante el poderío británico y francés. Efectivamente, tan sólo unos años después España perdería de nuevo y definitivamente esta importante plaza brasileña.
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Mario al proveer a la leva de tropas con ocasión de la guerra de Yugurta, abandonó el sistema tradicional que se basaba en las cinco clases censitarias, los adsidui o propietarios, y enroló a voluntarios indigentes, en su mayoría proletarios provenientes de la plebe rural. Mario ofrecía una serie de compensaciones al servicio militar que incluían la participación en el botín, la posibilidad de recibir tierras una vez licenciados y el cobro de un stipendium. Ciertamente, no se abandonó el sistema de leva tradicional, pero la admisión de estos proletarii en el ejército romano modificó sustancialmente el viejo esquema en el que se había basado el cuerpo político-militar romano: ciudadano propietario-soldado. Además, estas compensaciones posibilitaron que muchos de estos campesinos proletarizados pudieran restaurar sus propias condiciones económicas a través del servicio militar, entendido como una profesión. Al no poseer bienes propios con los que costearse el armamento, el Estado había de suministrárselo incluyendo, al menos, el largo escudo semicircular y el pilum. No obstante, esta reforma militar tenía precedentes al menos desde que comenzaron las guerras transmarinas. La novedad es que, a partir de Mario, ya no se trató como antes de medidas coyunturales, sino que pasó a institucionalizarse la nueva composición del ejército y sus consecuencias aparecerán en la etapa final republicana y en las guerras civiles, en las que las posiciones políticas de los líderes se dirimían utilizando a los ejércitos vinculados a su persona. Desde los inicios de la República, los proletarios estaban excluidos del servicio militar, salvo en ocasiones extraordinarias. Tenían una consideración de tropas de reserva. Pero ya a partir del siglo II a.C. las largas ausencias en guerras ultramarinas habían contribuido en gran medida a la crisis del pequeño campesinado itálico y romano, es decir, de los adsidui. Para paliar esta escasez de tropas -ya que la cantidad y dimensión de las guerras requería cada vez un mayor número de soldados- se había recurrido a diversas medidas. Una de ellas fue la utilización de tropas auxiliares indígenas de los países que habían suscrito tratados con Roma o de contingentes suministrados por las provincias. Otra medida fue rebajar la quinta clase censitaria, a fin de que pudiesen ser incluidos muchos más individuos que engrosaren los cuerpos legionarios. Polibio confirma este hecho y señala que el armamento y el traje era suministrado por el Estado. También con anterioridad a la época que nos ocupa se había procedido al reparto de las tierras e instalación de los veteranos en colonias. No obstante, a partir de Mario, estas situaciones pasaron a tener un valor de normalidad y no de excepciones o medidas adoptadas por determinadas contingencias. Mario introdujo, además, otras reformas de carácter técnico y organizativo, tales como la estructuración de la legión en cohortes. Ya con anterioridad, la primitiva estructuración del ejército en centurias se había modificado con la reforma manipular. La cohortes se obtenían reuniendo los tres manípulos de igual número de las tres líneas de la legión: hastati, principes y triarii. Aunque las cohortes ya se habían utilizado tácticamente a lo largo del siglo II, pasaron a ser norma general de Mario, que implantó la cohorte como cuerpo básico legionario, dotado de gran capacidad de maniobra. La principal repercusión del nuevo ejército surgido a partir de la época de Mario fue el desarrollo de las clientelas militares y de los ejércitos vinculados a un general en el que confiaban y que, en definitiva, era quien podía proporcionarles medios de subsistencia y tierras al ser licenciados.
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Las grandes catástrofes de la anterior centuria parecían definitivamente alejadas de Castilla al llegar el siglo XV. Ciertamente reapareció la peste en diversas ocasiones y los malos años tampoco estuvieron ausentes. Pero unos y otros fenómenos parecen mínimas sombras en un panorama claramente dominado por la recuperación demográfica y la reconstrucción agraria. El brote epidémico más fuerte de la primera mitad de la decimoquinta centuria fue el del período 1434-1438, que afectó a la mayor parte de los reinos. Mas la tónica dominante del siglo XV fue el incremento de la población, lo que se comprueba, indirectamente, por las numerosas referencias a la reanudación del proceso roturador. En tierras de Salamanca está documentado el inicio de las roturaciones en el año 1418. Parecidas indicaciones tenemos de las tierras burgalesas, del valle del Tajo, de Galicia o de la Andalucía Bética. Asimismo, datos de los años 1418 y 1426, procedentes del señorío de Vizcaya, nos hablan de los intentos de la colegiata de Cenarruza por repoblar de manzanos las tierras de viejos caseríos deshabitados. En definitiva, se buscaban nuevos espacios de cultivo porque había aumentado la demanda de alimentos, debido al crecimiento poblacional. La ascensión demográfica de Castilla, en opinión de F. Ruiz, sería un hecho generalizable a todo el territorio hacia el año 1445. Por lo demás, la primera mitad del siglo XV fue un período de lento pero continuado crecimiento económico. También se constata en dicho período un alza suave pero progresiva de los precios de los productos agrícolas, así como un importante aumento de la renta de la tierra. La reconstrucción agraria del siglo XV significaba al mismo tiempo una adaptación del campo a las nuevas condiciones del mercado, que incluían tanto las demandas de los núcleos urbanos como el tirón indiscutible del comercio internacional. Así, por ejemplo, el auge de la apicultura en tierras de La Alcarria se explica, en buena medida, por el significado de la miel como objeto de exportación. No obstante el producto que mejor ejemplifica las transformaciones agrarias de la decimoquinta centuria quizá sea la vid. Por acudir a un ejemplo significativo recordaremos que en el entorno de Valladolid florecieron los viñedos de Fuensaldaña, Cigales y Mucientes, destinados al abastecimiento de la villa del Esgueva. Ahora bien, los vinos más preciados eran el bermejo de Toro y el blanco de Madrigal, así como los de la sierra de Córdoba y la zona de Jerez.
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Una vez instalados en Nueva York los artistas, incluso europeos, no quisieron irse. Parece que se estaba bien allí. Era igual inaugurar una exposición en un galería alquilada que nadie conocía en la ciudad. Era igual si se podía poner en el curriculum vitae: "1983, exposición en Nueva York". Porque Nueva York es tan grande como pequeño, esa es la verdad. Breton lo comprobaría y quién sabe si al final hizo bien en no aprender inglés. Para qué, si no lo necesitaba. El era un mito y en Nueva York lo importante no es lo que uno haga sino lo que los demás creen que uno hace. Cuando los Gemelos Starn triunfaron clamorosamente a mediados de los 80, el éxito se debió a una crítica de Gary Indiana aparecida en "The Village Óbice", uno de los periódicos más leídos de la ciudad: "No vayan a ver la exposición, corran a verla". Y eso bastó para que la ciudad entera decidiera adorar algo que, aunque no llegara a verse, había que ir a ver corriendo.Y es que hay muchas formas de estar en Nueva York, porque estar no basta. Hay que estar allí como mito, es necesario to make it, como dice una expresión muy neoyorquina: conseguirlo, triunfar. Por eso, cuando se pasea por Soho, el barrio de las galerías, el barrio esencial para el mundo artístico internacional, se tiene la impresión de que sólo pocos lo consiguen y lo consiguen a veces sin querer siquiera hacerlo. Antes se hablaba de Haring y Basquiat, de cómo hacían pintadas en la calle y eran pronto aclamados por la ciudad como artistas, pero incluso en ese caso se trataba sólo hasta cierto de un producto del azar: muchos graffiteros no llegaron nunca a convertirse en artistas.Los encuentros parecen jugar también aquí un papel importante, sobre todo en el caso de Basquiat, que había sido uno de los protegidos de Andy Warhol. A su favor jugaba la fama de maldito y el color de su piel. Estas circunstancias se verían coronadas por una muerte temprana, con 27 años, y un éxito meteórico -la crítica suele decir que "su fama superó a su arte"-. Sus pinturas, entre primitivas y sofisticadas, le llevaron del East Village, lugar de la escena artística radical del Nueva York de los 80, a Soho, y más concretamente a la galería Mary Boone, una de las más prestigiosas, donde con 24 años exponía al lado de los chicos mayores, esos artistas con regusto neo-expresionista. Después de eso, tal vez, sólo quedaba repetirse, igual que Pollock. Y tampoco la muerte de Basquiat pilló a nadie de sorpresa, dijo entonces la prensa: "Pollock se estrelló en un coche, Basquiat se estalló con una aguja".Nueva York nos da, Nueva York nos quita. Y así uno tras otro se iban recuperando países, tendencias a las que, de forma sistemática, se colocaba un neo delante, por si alguien acusaba a los artistas de plagiarios. Y es que en la época de las apropiaciones es posible apropiarse de cualquier identidad. Primero se apropiaron de los alemanes -Anselm Mefer (1945), Georg Baselicz (1938), un grupo de pintores con referentes expresionistas-, luego de los italianos -Francesco Clemente (1952), Sandro Chia (1947)- que seguían esa misma línea neoexpresionista que triunfaba entonces. Europa se recuperaba por países, por oleadas y el crítico Paul Taylor llegó a escribir por esos años un artículo que tituló "Cómo Europa ha vendido la idea del arte posmoderno" parafraseando el título de Guilbaut.Y por fin llegaron los rusos que durante algunos meses inundaron con sus imágenes románticas las galerías neoyorquinas (hacia 1988 más de 200 en la ciudad). Fue ese un lanzamiento sistemático y sin fisuras, que llenó la ciudad de la producción soviética, víctima de la recuperación historicista. Los rusos hablaban de sus raíces, de la memoria, reconstruían el sufrimiento, la reclusión y esos eran temas que gustaba ver expuestos, que parecían apropiados para los círculos elegantes y deseosos de configurar una nueva "corrección política". La memoria era, además, tema recurrente entre los artistas europeos -antes se citaba a Boltanski- y ciertos sectores que investigaban la subjetividad -producciones feministas o multiculturales rescatan con frecuencia temas cercanos a la memoria-. Pero pocos serían los artistas rusos que sobrevivirían al final de la moda, poquísimos, y seguramente lo hicieran aquéllos que planteaban problemas más allá de los étnicos. Una buena muestra es la producción de Ilya Kabakov (1933), que más allá de los propios recuerdos y las propias reclusiones, revisa cuestiones asociadas a la pintura y los problemas que su uso siempre plantea. De hecho, en algunas de sus instalaciones, donde se sirve, como es lógico, de objetos reales, buscados, encontrados, coloca cuadros realistas, anticuados, que nos sitúan frente al territorio ambiguo que plantea la pintura en los 80: de broma o en serio. Los cuadros utilizados por Kabakov, remilgados y pasados de moda, tienen sin duda una función clara: cuadros de mal gusto en una casa corriente. Pero aun así, ¿se resignifican desde el momento en que están ahí, colocados como parte de una obra de arte ? En el caso concreto del artista ruso parece que los usos y funciones de esos cuadros son obvios, pero en otras ocasiones el público -e incluso la crítica- han tenido que enfrentarse con un diagnóstico mucho más enrevesado. Cuando la galería Bess Cutler de Nueva York presentó al final de los 80 una exposición de cuadritos de pequeño formato casi cercanos al paisajismo del XVIII en una ciudad rebosante de conceptualismo, muchos se preguntaron qué era aquello que se vendía, parecería que muy bien, pese a su aspecto anticuado. ¿Era "pintura como pintura" o era simple parodia? ¿Cuál era la clave del éxito de ese "nuevo realismo", la vuelta a la tradición o un guiño a la tradición? ¿Qué queda hoy de todas estas polémicas que se anunciaban para siempre? Seguramente poco. Cuando se presentó en Madrid la muestra El arte y su doble, donde todos los neos convivían felices, se pensó que se abría una nueva época. Al poco tiempo, algunos empezaron a sospechar si no se trataría sólo de deslumbrantes fuegos de artificio, malabarismos típicos de los 80. Pero de poco sirve lamentarse.
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Un aparato administrativo cada vez más complejo, una política exterior de ciertos vuelos y una cada vez más costosa conducción de la guerra exigieron de los monarcas europeos la movilización de unos crecientes recursos económicos. Algunos casos pueden ser paradigmáticos. Así, el Tesoro Capeto pasó de tener en 1202 unos gastos de 95.000 libras a las 687.000 de 1292. Los éxitos políticos y militares pueden ser fuente de beneficios económicos pero también de graves preocupaciones financieras: la defensa del conquistado Gales por parte de Eduardo I exigió un desembolso de 93.000 libras para un periodo de menos de treinta años. Para afrontar los crecientes gastos, los monarcas explotaron a fondo los viejos recursos feudales e incorporaron otros resultados de la nueva dinámica política y administrativa. A la cabeza de los primeros figuran las rentas provenientes de la explotación del dominio real. Los Capeto fueron acrecentándolo desde 1100 y poniéndolo al abrigo de las guerras privadas conducidas por los pequeños señores. Las grandes operaciones político-militares de principios del XIII terminaron por convertir a los monarcas franceses en los más ricos señores del reino. Situación ésta que sus colegas ingleses habían alcanzado ya con los primeros representantes de la dinastía normanda: un séptimo aproximadamente de las tierras de la vieja aristocracia sajona se integraron en un dominio real bien administrado. De naturaleza estrictamente feudal eran aquellas prestaciones (auxilium económico) que los vasallos debían a sus señores en cuatro ocasiones significadas: cuando el señor caía prisionero, cuando iba a la cruzada, cuando casaba a la hija mayor o cuando armaba caballero al primogénito. El "auxilium" militar, a su vez, podía también ser rescatado mediante la entrega al señor de una tasa: el "escudaje". Las "regalías" fueron también firmemente defendidas como derecho privativo de los soberanos. En la Dieta de Roncaglia de 1158 los asesores de Federico Barbarroja defendieron como tales: "telonea", monedas, bienes vacantes, cierto tipo de multas y castigos, bienes de condenados y proscritos, prestaciones de correos, derechos sobre platerías, pesca o salinas, parte de los tesoros descubiertos en territorio imperial, etc. A tales ingresos los monarcas trataron de añadir su participación en la percepción de ciertas rentas eclesiásticas: beneficios vacantes o, en el caso castellano, una parte de los diezmos eclesiásticos (Tercias reales) con el pretexto de sufragar las campañas contra el Islam. Con carácter extraordinario los príncipes podían recurrir a otros procedimientos. Será la solicitud a las ciudades para colaborar en los crecientes gastos de la Corona. Algo que, como sucedió en el norte de Francia con las seis ayudas solicitadas entre 1248 y 1260, puede llevar a las comunas al borde de la bancarrota. O será el recurso al empréstito que, en puridad, no era una fuente de ingresos ya que había de ser reembolsado. A finales del siglo XIII los agobios financieros de las monarquías europeas paracían patentes. Constituían una de las muchas manifestaciones de la crisis generalizada años más tarde. Felipe IV de Francia, monarca discutido donde los haya, recurrirá en torno a 1300 a un heterodoxo procedimiento: las manipulaciones monetarias. Algo que daba un rotundo mentís a la figura del rey como guardián de la pureza de la moneda que se acuñaba en su Estado.