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obra
El califa Abd al-Rahman III decide fundar en el año 936 una nueva ciudad en las cercanías de Cordoba. Madinat al-Zahra adoptará una forma rectangular, de 1500 metros de longitud por 750 de ancho, rodeado su perímetro por una gruesa muralla. Su adaptación a la topografía del terreno motivará la disposición de los edificios en tres terrazas superpuestas. Las dos zonas superiores corresponden al dominio del alcázar mientras que la inferior estaría ocupada por la mezquita y el caserío urbano. Lo que se ha excavado hasta el momento constituye una décima parte del total de la ciudad.
monumento
Cuando Abd al-Rahman III se proclamó califa decidió fundar una ciudad palatina cerca de Córdoba: Madinat al-Zahra. Esta ciudad fue diseñada para albergar el conjunto de palacios del califa y centralizar así la organización del Estado, al mismo tiempo que permitía al monarca rodearse del lujo y el protocolo que exteriorizaban la riqueza de su territorio y la dignidad de todo un "Príncipe de los Creyentes". Le posibilitaba, también, competir con el califato de Oriente, utilizando su mismo lenguaje simbólico. Madinat al-Zahra era una copia, a otra escala, de la ciudad palatina de los abbasíes: Samarra (Iraq). Desde su creación, Madinat al-Zahra se convirtió en una leyenda, y sus maravillas se contaban en las crónicas y eran cantadas por los poetas. Madinat al-Zahra plasma la concepción distante del poder islámico. Las habitaciones del califa estaban situadas en la zona más alta de la ciudad, en la tercera terraza, protegidas por los cuerpos de guardia y separadas de las áreas de servicios y de la residencia de los Ministros que era donde, verdaderamente, se resolvían los asuntos en nombre del califa. En el centro del alcázar se encontraba el "salón rico", así llamado por la exuberante decoración vegetal de sus paredes, recubiertas de placas de mármol talladas. Cercana a la mezquita, se abría a una amplia terraza ajardinada, con estanques y un templete. Se ingresaba en ella por una galería que daba al salón de tres naves separadas por arquerías, con un nicho al fondo de la central semejante al mihrab o nicho de oración de las mezquitas. Mantenida y engrandecida por el sucesor de Abd al-Rahman III, al-Hakam II, se vio envuelta después en las luchas por el poder tan frecuentes en el seno del califato. Durante el gobierno de Sanchuelo, sucesor de Almanzor y Abd al-Malik, la aristocracia omeya, desposeída ya del poder y preocupada por sus privilegios, tuvo así la ocasión de sublevar a la población de Córdoba contra el régimen. Aprovechando la absurda campaña militar de Sanchuelo en la frontera en pleno invierno, grupos de las antiguas clases dirigentes, del pueblo y de los fugaha' -el cadí de Córdoba Ibn Dhakwan aprobó la revuelta- se unieron para llevar a cabo la Revolución de Córdoba el 15 de febrero de 1009. Esta provocó la abdicación del califa Hisham II y más tarde la ejecución de Abd al-Rahman Sanyul -Sanchuelo-, que había vuelto a Córdoba de una manera igual de absurda que cuando se marchó. La ciudad gubernamental amirí de Madinat al-Zahra fue entonces saqueada y destruida.
contexto
El esplendor político y cultural que vivió al-Andalus durante el prodigioso siglo del Califato de Córdoba tiene, sin duda, su referente más importante en la ciudad de Madinat al-Zahra, erigida como la materialización urbana del triunfo y consolidación del Estado islámico en la Península. Su construcción se inició en el año 936 ó 940 como parte del programa político, económico e ideológico puesto en marcha por Abd al-Rahman III tras su autoproclamación califal, para hacer valer su nueva condición política frente a un califato rival, el fatimí, cuyo expansionismo por el norte de África amenazaba los intereses omeyas en el Magreb. La ciudad se convirtió en la sede del poder en al-Andalus, albergando la residencia privada del soberano y el conjunto de órganos y servicios de la administración califal. Pocos años después de su fundación, el acelerado ritmo de las obras hizo posible que pudieran trasladarse al nuevo centro urbano el personal e infraestructura de la casa privada del califa, las instituciones de gobierno, la ceca -donde se acuñaba la moneda- y los talleres estatales -Dar al-Sina'a (Casa de los oficios)- en los que se producían los objetos suntuarios empleados en la corte y el armamento del ejército. La ciudad vivió su momento de máximo esplendor durante los reinados de Abd al-Rahman III -su fundador- y de al-Hakam II, breve espacio de tiempo en que se configuró como un centro de vanguardia artística y científica de primer orden y como un fastuoso escenario para la recepción de embajadas extranjeras. Comitivas procedentes de Bizancio, de la corte imperial alemana, de los reinos cristianos del norte de la Península Ibérica y, sobre todo, los jefes de las tribus aliadas de los omeyas en el norte de África, desfilaron por los salones de recepción de al-Zahra convirtiéndose en los mejores propagadores, a nivel internacional, de la autoridad del nuevo Estado y la opulencia de su emblemática ciudad. Su decadencia se inició muy pronto. Tras la muerte de al-Hakam en el año 976, el poderoso primer ministro del califa adolescente Hisam II, el conocido Almanzor, trasladó todo el aparato administrativo al nuevo centro urbano que había construido al este de Córdoba -Madinat al-Zahira-, convirtiéndose en la nueva sede del gobierno de al-Andalus. Privada de sus funciones esenciales, al-Zahra quedó reducida a una mera residencia privada, la de Hisam II, que al final de su reinado vio cómo se desmoronaba, entre una feroz lucha por el poder, la brillante construcción política de sus antecesores. De forma paralela a la quiebra del Estado califal, en las primeras décadas del siglo XI se produjo el abandono definitivo de la ciudad y el inicio de las primeras destrucciones, acaecidas entre los años 1010 y 1013. Poco tiempo después comenzó el expolio sistemático de sus materiales más ricos que terminaron en las grandes construcciones oficiales posteriores, islámicas y cristianas, tanto de la Península como del norte de África en un largo proceso que va a alcanzar hasta prácticamente el siglo XVII. El prestigio alcanzado durante su efímera existencia y los caracteres dramáticos de su abandono y destrucción, vinculados con la desaparición del califato omeya, fueron los elementos básicos para hacer de Madinat al-Zahra un lugar mítico en la historia del Islam occidental. A partir de esta realidad, los historiadores y compiladores islámicos tardíos sentaron las bases para su total idealización. La explicación legendaria de las razones de su fundación como el testimonio de amor de Abd al-Rahman III hacia una muchacha de su servidumbre, de la cuál tomaría nombre la ciudad, junto con las descripciones hiperbólicas y fantásticas de sus edificios y materiales, fueron utilizadas por la historiografía romántica, de la mano del arabista F. J. Simonet, para consolidar y divulgar una imagen de Madinat al-Zahra plagada de tópicos y leyendas que ha ensombrecido durante muchos años su auténtica significación política y simbólica. El avance experimentado en el conocimiento desde que en 1910 comenzaran las primeras excavaciones ha permitido desmontar esta visión exclusivamente poética y situar a la ciudad en su verdadera dimensión histórica. Así, frente a la imagen de una mera residencia personal surgida del capricho del soberano, sabemos que Madinat al-Zahra fue concebida como un auténtico núcleo urbano de nueva creación que resulta ajeno al urbanismo del mundo hispánico anterior, pues sus referentes son orientales, desde su concepción -inserta en una práctica ideológica y propagandística de larga tradición en Oriente que vincula la más alta dignidad política con la fundación de una ciudad capital-, hasta su trazado -una figura rectangular casi perfecta implantada en la falda de una montaña- y su escala -1.500 m de largo por 745 m. de ancho, con una superficie de 112 ha-. Hay que señalar, además, que la implantación de Madinat al-Zahra no constituye un fenómeno urbano aislado. Su construcción formó parte de su intenso proceso de urbanización del territorio próximo a Córdoba que experimentó un desarrollo espectacular en todas direcciones, sobre todo en la zona occidental en dirección a la nueva ciudad. Se crearon nuevos arrabales, se ampliaron los ya existentes y se multiplicaron, en los límites de la zona de expansión, las grandes residencias de los altos funcionarios del Estado, asociadas, generalmente, con amplias superficies de explotación agropecuaria. La creación de la nueva ciudad provocó también la construcción de importantes infraestructuras, algunas levantadas ex novo y otras rehabilitadas, tanto para el aprovisionamiento de materiales constructivos y el abastecimiento de agua como para su comunicación con Córdoba y con el resto de al-Andalus. Al menos diez puentes, algunos de ellos aún conservados, fueron construidos en el territorio que domina la ciudad para su servicio. El emplazamiento de Madinat al-Zahra fue cuidadosamente buscado. El califa eligió un lugar de singular atractivo paisajístico al NO de Córdoba, a unos 6 km. de su amurallado occidental, en el que una de las estribaciones de Sierra Morena avanza hacia el valle del Guadalquivir, configurando un espolón natural entre dos barrancadas. A caballo entre la sierra y la llanura, este emplazamiento excepcional hizo posible el desarrollo de un programa urbano de construcciones aterrazadas en el que la ubicación de los distintos elementos resultara expresiva del papel de cada una de ellos en el conjunto del que forman parte. La disposición de sus edificios en el interior de la ciudad quiere constituir, pues, un reflejo claro del orden y la jerarquía que gobierna el Estado. En esta organización, el palacio califal, que combina las funciones de residencia personal y sede de la administración del Estado, ocupó la parte superior de la urbe, en una posición dominante sobre toda la medina y sobre el conjunto del territorio. Dos vastos espacios ajardinados, los más amplios construidos por el Islam en Occidente, separan ambos dominios. La mezquita aljama, en una ubicación intermedia entre el palacio y la ciudad, mantuvo desde el principio una posición secundaria y marginal. El resto de la medina, extendida sobre unas 93 ha., se desarrolló a lo largo de toda la mitad meridional del recinto y aunque se encuentra aún sin excavar, las prospecciones arqueológicas parecen mostrar una planificación urbana precisa donde sólo las franjas extremas, oriental y occidental, fueron edificadas mientras todo el sector correspondiente al frente central del palacio quedó libre de construcciones, como una zona de reserva califal destinada a usos no edificatorios relacionados, probablemente, con actividades de ocio. En sus grandes rasgos, esta estructura urbana no difiere de la que caracteriza a otros grandes centros islámicos de Oriente y el norte de África: la situación preeminente del palacio en el conjunto de la ciudad, la posición secundaria de la mezquita en relación con aquél, y el aislamiento de la zona palaciega respecto a su entorno próximo mediante grandes espacios abiertos -explanadas y jardines-, son rasgos que comparte con otras ciudades planificadas de fundación califal. En el interior del palacio, Abd al-Rahman instaló todo el conjunto de su extensa Casa privada, compuesta por su propia residencia personal y la del príncipe heredero, los servidores domésticos, el conjunto de los funcionarios de palacio y el harén. Aunque no poseemos cifras fidedignas sobre el tamaño de esta Casa privada, no cabe duda que la multiplicidad de empleos y oficios que debió comportar la actividad palaciega al servicio del califa -vislumbrada sólo de forma incompleta a través de los textos y la arqueología-, permite suponer que la vida cotidiana del soberano se regulaba por una minuciosa etiqueta. La superficie aparentemente ocupada por la misma -toda la mitad occidental del palacio sobre unas 8 hectáreas- resulta congruente con el tamaño conocido de las grandes residencias califales abbasíes de Samarra, en el actual Iraq, e incluso de la propia ciudad de El Cairo a finales del siglo X. En la mitad occidental, las viviendas excavadas muestran una extraordinaria variedad de tipologías y programas constructivos, desde las más suntuosas desde el punto de vista decorativo como la residencia íntima de Abd al-Rahman III, que se alza en la parte más elevada de la ciudad como un auténtico mirador sobre el resto de la urbe, o la llamada vivienda de la alberca, excepcional y novedosa, con jardín y alberca interiores, hasta las más modestas como las que integran el área de servicios donde trabaja la servidumbre que atiende a estos personajes. Con independencia del muestrario de valores arquitectónicos y decorativos que ofrecen, lo más importante de este sector residencial es la imbricación del conjunto, la relación funcional e inteligible de unas partes con otras que nos permite aproximarnos, mejor que en ningún otro lugar, al conocimiento de cómo se organiza, cómo se estructura y cómo funciona un palacio donde conviven las residencias de los más altos dignatarios del Estado, con los espacios de trabajo doméstico y culinario -servidos por una multitud de sirvientes- y las viviendas de los funcionarios palatinos que organizan y dirigen ese trabajo. No existen espacios vacíos ni la idea de una estructura desarticulada. Junto a esta organización de carácter residencial, el nuevo palacio califal alojó las instituciones burocráticas y políticas de la administración como la Dar al-Yund (Casa Militar), la Dar al-Wuzara (Casa de los Visires), los órganos de la Secretaría de Estado y los edificios para las recepciones califales, así como las instituciones de gobierno de la ciudad. La instalación de estos conjuntos, iniciada en la década del 950, provocó la ampliación del palacio hacia el este y significó una profunda transformación urbana en la parte ya edificada, modificando todo el sistema de comunicaciones con el resto de la ciudad. Se renovaron algunos edificios, se condenaron otros y se construyeron nuevos conjuntos, quedando dividido el palacio en los dos grandes sectores que hoy podemos apreciar, el residencial al este y el político-administrativo al oeste. La materialización arquitectónica de esta ampliación se realizó sobre la base de una tipología de edificios bien conocida: los salones de múltiples naves abiertos a amplios espacios exteriores, que posibilitarán una ordenación adecuada a los recorridos procesionales y al desarrollo de grandes ceremonias en las que la espectacularidad va a convertirse en una característica esencial. Dos de los conjuntos hasta ahora excavados que surgieron de esta ampliación fueron el dedicado a las recepciones políticas y el destinado a la gestión de los asuntos de gobierno. El primero de ellos, denominado Salón Oriental -identificado hoy con el Salón de Abd al-Rahman III o Salón Rico- fue el escenario donde se celebraron la mayor parte de las recepciones de embajadas y delegaciones extranjeras durante los últimos años de Abd al-Rahman III y a lo largo del todo el reinado de al-Hakam II y el marco en el que se producía la presencia pública del califa con ocasión de las dos grandes fiestas religiosas anuales del Islam. La aparición solemne del califa en estas celebraciones para recibir el acatamiento de los diversos grupos de funcionarios y dirigentes políticos, vino regulada por un protocolo estricto que refleja fielmente, en su orden y disposición, la estructura organizativa del Estado andalusí. Las cualidades del edificio como espacio de recepción califal se manifestaron no tanto en la concepción de su planta como en su extraordinaria decoración. En este Salón Oriental alcanzó su máximo desarrollo el empleo de una nueva técnica basada en la talla del exorno sobre una piedra distinta a la constructiva, que quedó fijada al paramento como si de su epidermis se tratara. Frente al uso tradicional del yeso en la ornamentación de los muros o la labra de la decoración sobre la propia estructura arquitectónica, característicos de las grandes edificaciones omeyas y abbasíes de Oriente y el norte de África, en Madinat al-Zahra se desarrolla esta decoración superpuesta en placas de caliza que, como un tapiz, se extendió a la totalidad de las superficies. La fundación de Abd al-Rahman III se convirtió, así, en un excepcional laboratorio artístico donde se produjo la irrupción de nuevas formas decorativas en el Islam occidental. Una pléyade de nuevos artistas al servicio del poder, ajenos al mundo andalusí, crearon un riquísimo repertorio decorativo sin parangón, ni en variedad ni en calidad, con la ornamentación anterior, alcanzando su máxima expresión en este edificio. El sentido cosmográfico de la ornamentación que muestra este Salón y las connotaciones paradisíacas del conjunto de la terraza donde se emplazó, formaron parte de un programa constructivo que tuvo por objeto la exaltación de la figura califal como jefe supremo, terrenal y espiritual, de la comunidad. El segundo de los edificios basilicales plantea dudas acerca de su identificación con la Dar al-Yund o la Dar al-Wuzara de los textos, porque su arquitectura sólo evidencia un uso administrativo que hace difícil su caracterización para la gestión de asuntos civiles y militares. De manera hipotética lo identificamos con la sede del consejo de visires. En su interior se expedían y repartían los diplomas y credenciales que certificaban la propiedad o tenencia de determinados territorios y fortalezas, se preparaba el abono de las pagas a los destacamentos del ejército regular y se recompensaban, con regalos de diversas especies y en metálico, los servicios prestados a la seguridad del Estado. Su uso fue, pues, eminentemente funcional como lugar de trabajo y de sesiones, con despachos para los visires y archivos de documentación administrativa y política. Con esta ampliación del palacio, el Salón Oriental quedó convertido casi matemáticamente en el eje de la ciudad y, por supuesto, en su principal referente simbólico. Desde el planteamiento inicial de un Alcázar presidido por la residencia personal del gobernante, se pasó, finalmente, a construir un modelo de palacio y de ciudad concebido. El resultado final de estas transformaciones, insertas en una concepción unitaria de la urbe, nos muestra un modelo de ciudad donde se materializan, mejor que en ningún otro lugar, los enunciados de un urbanismo islámico temprano de fundación califal en estado puro, libre de los procesos que en otras ciudades ininterrumpidamente habitadas como El Cairo acabaron distorsionando el modelo inicial, ofreciendo el estereotipo de ciudad densa, abigarrada y aparentemente caótica con que han llegado a nuestros días. Después de 90 años de trabajos y con el diez por ciento sólo de su superficie a la luz, Madinat al-Zahra ofrece hoy una muestra de la extraordinaria riqueza y diversidad de su arquitectura. Los trabajos desarrollados en la década de los 90 del siglo XX han centrado el esfuerzo en distintos frentes. En el ámbito exterior, el estudio de las relaciones que la ciudad establece con el territorio próximo y especialmente con Córdoba -objeto de interés por los distintos responsables del yacimiento desde los años 20-, ha llevado a la redacción de un Plan Especial de protección para garantizar la defensa de las infraestructuras creadas por el nuevo centro de poder. En el ámbito urbano de la medina aún no excavada, la utilización de fotografías aéreas y prospecciones geofísicas han permitido una primera aproximación al conocimiento de la estructura organizativa de la ciudad que hay que ir completando en los próximos años definiendo el proceso de urbanización y precisando sus transformaciones, así como las distintas áreas funcionales y las relaciones entre las mismas. En el ámbito de la zona excavada del palacio los esfuerzos se han diversificado, continuando por un lado líneas de trabajo heredadas e iniciando, por otro, una consolidación sistemática de las viviendas mediante proyectos de intervención integral que permitan la compresión de estos espacios y su integración en el recorrido de visita público. Es en el terreno de las infraestructuras donde Madinat al-Zahra presenta sus mayores carencias, puesto que la actual responde a las necesidades de los años 20. La falta de infraestructuras para la presentación del yacimiento, para la conservación y exposición de sus materiales -talleres y almacenes-, para la investigación y para la recepción del público, constituyen un handicap serio frena la consolidación de Madinat al-Zahara como centro de investigación y referente cultural de primer orden en el contexto nacional. La convocatoria de un concurso internacional de ideas para la redacción del proyecto de sede institucional del Conjunto Arqueológico, que se ha fallado recientemente, viene a dar respuesta a esta acuciante necesidad y permitirá afrontar el futuro de Madinat al-Zahra con todas las garantías.
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Según la fecha y los elementos que aparecen en la pintura, Rogier van der Weyden realizó el cuadro durante su estancia en Roma y posiblemente por encargo de la familia Médici. Los datos que apoyan esta idea es que los santos que aparecen a la derecha de la Virgen son San Cosme y San Damián, patronos de la medicina y patronos también de los Médici. Además, el escudo que aparece en la parte inferior tiene pintada la flor de lirio que representa a Florencia, de donde son oriundos los Médici. El tema de la Sacra Conversazione es típicamente italiano, tratado por ejemplo en artistas como Antonello da Messina. Los santos que asisten a la reunión con María están dispuestos en arco, estructura que se encuentra repetida en el remate del cuadro, un arco de similar curvatura. Las figuras están estilizadas elegantemente, alargadas como suele ser frecuente en los trabajos más elegantes de Weyden. A ello se suma el excelente tratamiento de las calidades de los materiales que aparecen en el lienzo, algo en lo que destacaban por su maestría los artistas de los Países Bajos.
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El particular estilo de Hans Memling ha dejado esta atractiva imagen, una escena con María y el Niño. Frente a lo estereotipado del tema, Memling ha roto algunos tópicos y ha conseguido una imagen muy tierna y cotidiana. En un marco de esculturas góticas, la Virgen está sentada leyendo. Está en su trono, contra un fondo de paisaje límpido y hermoso. Tiene al Niño sobre el regazo y dos ángeles amenizan su lectura interpretando música. Pero uno de los ángeles ha interrumpido la canción para ofrecer una fruta al Niño, jugando. Este rasgo de naturalidad y simpatía es lo que dota de un carácter singular a lo que podría haber sido otra imagen más de devoción.
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Esta exquisita imagen representa el "hortus conclusus" o "jardín cerrado" en el que suele aparecer representada la Virgen. Está rodeada de cuatro santos, que forman una estampa aristocrática, como una princesa que recibe a sus invitados y se distrae en el jardín del castillo. Los santos son fácilmente identificables por sus atributos: Santa Catalina de Alejandría, princesa, imagen de la sabiduría y la inteligencia femenina, sentada con la espada y la rueda donde la martirizaron; San Juan Bautista, vestido sólo con un manto debido a su condición de ermitaño y penitente, llevando en el brazo al cordero que representa su sacrificio; Santa Bárbara, santa muy popular en los Países Bajos, también princesa y que fue encerrada en una torre (que vemos tras ella) por su padre al no renegar del cristianismo; y por último San Antonio, un anciano venerable, ermitaño, a cuyos pies vemos el cerdito que nos indica que es patrono de los animales. Todos rodean a María y visten telas de delicados tonos y matices. El recinto es muy estrecho y colmado de detalles: tras María, un dosel de púrpura y oro destaca su figura. Un tapiz de motivos florales cubre el muro del fondo, y podemos apreciar las similitudes entre el arte de la tapicería y la pintura a la hora de representar el suelo lleno de flores y hierbas (un estilo común al arte en Flandes, Francia e incluso Italia, como demuestran algunas obras de Fra Angelico o Botticelli). El cuadro se atribuye a Robert Campin, con la colaboración de los oficiales de su taller.
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Domenico Ghirlandaio es un ejemplo de pintor renacentista todavía cercano a posturas artesanales. Su obra tiene una abundante participación de taller, frente a los grandes pintores del momento que trataban de mitificar su estilo personal como directamente intervención del "genio". En esta tabla presenta una hermosa figura de Virgen con su Niño, muy similar a iconos bizantinos o a obras del gótico italiano. La Virgen y su hijo se encuentran recortados contra un fondo dorado, un espacio mágico y lleno de riqueza que anula cualquier referencia espacial y los convierte en una figura de carácter intemporal sólo posible en un espacio más allá de lo humano. Sin embargo, la Virgen posee todas las características del Renacimiento, con una especial atención a la corrección anatómica, a la belleza clásica y a un volumen y relieve que se refieran directamente a su presencia real, verosímil, fácilmente comprensible por el espectador.
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Este óleo es uno de los más intimistas y delicados de su autor, Andrea Mantegna, que acostumbraba a pintar figuras llenas de monumentalidad e hieratismo. Es una aproximación en primer plano de la Virgen que abraza al Niño, dormido. La Virgen es muy joven y posee una belleza melancólica que provoca una gran dulzura y simpatía. Su rostro está inclinado sobre el bebé y su mirada absorta parece perderse en el triste futuro de su hijo, al que abraza con un gesto protector. El niño está envuelto en un paño blanco que en los libros de teología se identificaba como una prefiguración del sudario, en alusión a la muerte en la cruz. Al tiempo que la Virgen abraza al niño, el rico manto dorado parece abrazarla y envolverla a ella en una forma ovoide de geometría perfecta, muy del gusto del primer Renacimiento.
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Varias son las razones que podrían explicar esta imagen de la Virgen que Caravaggio nos ofrece, poco frecuente por su carácter votivo tan alejado del naturalismo cotidiano que solía manejar. El óleo fue un encargo de Ermete Cavalletti para la capilla familiar en la iglesia de San Agustín. El encargo se realizó en el año 1603, por lo que estaba muy reciente un gran acontecimiento religioso de la Roma Contrarreformista: el Jubileo Papal de 1600. Según este jubileo, los peregrinos que acudieran a Roma recibirían la salvación eterna, igual que ocurre hoy día con los jubileos de Santiago de Compostela, que arrancan de la misma tradición. El hecho es que durante ese año se calcula que acudieron a Roma cerca de un millón doscientos mil visitantes. Ese homenaje de peregrinación es el que recoge el lienzo de la Virgen de la Loreto. Si lo cruzamos con el hecho de que la Roma contrarreformista pidió a los artistas que favorecieran el culto a la Virgen, se explica perfectamente la escena, con una virgen escultórica, como un ídolo de altar, adorada por dos peregrinos venidos de muy lejos. Otros datos ayudan a subrayar este sentido del lienzo, como son los pies sucios de los peregrinos, que señalan el largo y duro camino recorrido. Parecen madre e hijo, pues la mujer es muy anciana y desdentada, mientras que el varón resulta más joven y vigoroso; necesariamente habrá ayudado a la anciana a llegar. La Virgen con su Niño en los brazos adopta una pose muy informal con los pies cruzados, franqueando la entrada de un edificio monumental que evidentemente resulta una iglesia, aunque también puede identificarse con la puerta del cielo, que atravesarán todos aquellos peregrinos que hubieran acudido a la llamada del Papa. Lejos de la dignidad de la escena, señalaremos que la modelo de la Virgen era una prostituta romana amiga de Caravaggio, llamada Lena, que también posó para la Virgen de los Palafreneros y otros muchos cuadros.