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Las postreras ilusiones de Quirós Siete años dura la última estancia de Quirós en Madrid, y son posiblemente los años más desalentadores y amargos de su existencia. Por su historia, y sus innumerables memoriales, sabemos de la extrema miseria que padeció. Si llegó a Madrid sin un maravedí, su situación no mejoró, sino que empeoró, porque en vez de alegría por la grata nueva que traía encontró los más helados silencios o sonrisas conmiserativas. En los once primeros días de permanencia en Madrid, no teniendo con qué comprar tinta y papel, y hacer memoriales a Su Majestad, según cuenta él mismo, valióse de ciertas hojas sobrantes en un antiguo cuaderno, y cortadas, las cosió, y lo enmendado suplió con remiendos de otro pegado encima. De este modo escribió el primer memorial, y para poder imprimirlo tuvo que vender una capa; para el segundo memorial, dos sábanas, y para el tercero, la bandera del rey que había ondeado en las Tierras del Espíritu Santo. Pasa hambre. Cada día va peor vestido, y por ello añade: aquí aprendí a buscar en la iglesia donde arrodillarse, de modo que no fuese visto el mal calzado, y no por eso dejó de decirme un perulero: "malos zapatos trae el segundo Colón"; y a quitarme el sombrero con la copa hacía mí, porque no se vieren las banderillas de su aforro; y a no sacar los brazos, por no verse hechas las mangas hechas andrajos, ni a descubrir la capa, por no mostrar los harapos de todo el vestido... Pues bien, este hombre hambriento, harapiento, que ha encontrado prácticamente cerradas las puertas de los Consejos, por los informes negativos que están llegando a la Corte, será capaz, gracias a su pluma, no sólo de que se le vuelvan a abrir los despachos en los Consejos de indias y de Estado, que se entreviste con el rey, sino que su popularidad por su empresa se difunda por toda la Europa Occidental, y, concretamente en las dos potencias más interesadas: Holanda e Inglaterra. Todo ello es posible gracias a su tenacidad escribiendo y publicando Memoriales, en los que ensalza la belleza de los parajes por él visitados, las riquezas de sus tierras, y sobre todo, los inmensos beneficios que se pueden lograr, llegando la cruz de Cristo redentor a tantos millones de indígenas, que viven idolátricamente. Pero a pesar de que sus despachos son atendidos, de que es recibido sucesivamente por el conde de Lemos, duque de Lerma, Montesclaros, etc., Quirós se da cuenta de que su empresa ha dejado de interesar. Tiene una baza a su favor: el rey Felipe III sigue embelesado en la conversión de los millones de paganos que la evangelización de la Tierra del Espíritu Santo puede proporcionar. Gracias al monarca se le conceden quinientos ducados, con los que de momento puede pagar a sus muchos acreedores. A pesar de las diligencias del monarca, sus consejeros vacilan, pues independientemente de la veracidad de las afirmaciones del navegante portugués, una nueva expedición no entra en la política poco expansiva del momento, entre otras razones por los dramáticos momentos pecuniarios de las arcas del erario público. Conforme pasan los días, el nerviosismo del portugués aumenta, y amenaza con marcharse de España. Se ha convertido en un huésped verdaderamente incómodo, y más cuando sus escritos se están leyendo en los Países Bajos e Inglaterra51. Se le intenta enviar a Perú, pero no quiere, sin antes conocer el contenido de los despachos. Al fin accederá a irse cuando le extiendan una real cédula por la que se le ordenaba el apresto de la armada pretendida. Esta cédula, más las garantías personales que el nuevo virrey del Perú, príncipe de Esquilache, le dio fueron bastantes para dirigirse a Sevilla, donde embarcó en compañía de su mujer y de sus dos hijas. Los quebrantos, sinsabores, hacen mella en la salud de Quirós; apenas llega a Panamá ve cómo sus fuerzas decaen, y su ilusionada místico-descubridora se apaga. Pedro Fernández de Quirós, de unos cincuenta años, general de las regiones austriales del Espíritu Santo, moría a orillas del Océano, que él había querido desvelar hasta sus últimos confines.
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Don Miguel de Mañara será el encargado de concluir las obras de la nueva iglesia de la Hermandad de la Santa Caridad. Valdés Leal pinta dos de las obras más interesantes del conjunto: In ictu oculi y Finis Gloriae Mundi, obras en las que se hace una reflexión sobre la brevedad de la vida y el triunfo de la muerte. En In Ictu Oculi aparece la muerte llevando debajo su brazo izquierdo un ataúd con un sudario mientras en la mano porta la característica guadaña. Con su mano derecha apaga una vela sobre la que aparece la frase "In Ictu Oculi", en un abrir y cerrar de ojos, indicando la rapidez con la que llega la muerte y apaga la vida humana que simboliza la vela. En la parte baja de la composición aparecen toda una serie de objetos que representan la vanidad de los placeres y las glorias terrenales. Ni las glorias eclesiásticas escapan a la muerte -por lo que aparece el báculo, la mitra y el capelo cardenalicio- ni las glorias de los reyes -la corona, el cetro o el toisón- afectando a todo el mundo por igual ya que la muerte pisa el globo terráqueo. La sabiduría, las riquezas o la guerra tampoco son los vehículos para escapar de la muerte. La filosofía barroca de la "vanitas" difícilmente puede plasmarse mejor en un lienzo. El cuadro está rematado en un arco de medio punto y compositivamente sigue un esquema triangular en el que se inscriben un amplio número de diagonales que dotan de mayor ritmo al conjunto. Tras contemplar la rápida llegada de la muerte nos enfrentamos con la horrible visión del final de las glorias mundanas. En el interior de una cripta vemos dos cadáveres descomponiéndose, recorridos por asquerosos insectos, esperando el momento de presentarse ante el Juicio Divino. Se trata de un obispo, revestido con sus ropas litúrgicas, mientras que a su lado reposa un caballero de la Orden de Calatrava envuelto en su capa. En el fondo se pueden apreciar un buen número de esqueletos, una lechuza y un murciélago -los animales de las tinieblas-. En el centro del lienzo aparece una directa alusión al juicio de las almas; la mano llagada de Cristo -rodeada de un halo de luz dorada- sujeta una balanza en cuyo plato izquierdo -decorado con la leyenda "Ni más"- aparecen los símbolos de los pecados capitales que levan a la condenación eterna mientras que en el plato derecho -con la inscripción "Ni menos"- podemos ver diferentes elementos relacionados con la virtud, la oración y la penitencia. La balanza estaría nivelada y es el ser humano con su libre conducta quien debe inclinarla hacia un lado u otro. Compositivamente también nos encontramos con una obra organizada por un triángulo en el que se inscriben varias diagonales que aportan mayor ritmo al conjunto. Valdés Leal ha empleado una iluminación absolutamente teatral al incidir sobre los cadáveres de primer plano con un potente foco procedente de la izquierda mientras el fondo queda en penumbra y la mano de Cristo recibe la luz dorada. El colorido es también muy sobrio, dominando los blancos, grises y marrones que aportan mayor intensidad a los rojos. Como bien dice E. Valdivieso "las ideas de Mañara, que traduce la iconografía de estas pinturas, son bien claras y concisas; en ellas se advierte que la muerte priva al ser humano de todas sus glorias y placeres, que no podrá llevarse al otro mundo. (...) Para contrarrestar el inevitable cúmulo de pecados que se cometen (...) y lograr la salvación eterna en el momento del Juicio, es necesaria la práctica de la oración, la penitencia y la caridad".
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La agresión del gigante soviético a la pequeña Finlandia ha levantado oleadas de protesta en todo el mundo y especialmente en Europa, y ha atemorizado a los países bálticos escandinavos. Los europeos, desorientados en un primer momento, reaccionan pronto, mucho más pronto que ante la agresión de Polonia y mucho más intensamente. Los esfuerzos europeos para ayudar a los finlandeses son enormemente mayores que los desplegados para defender a Polonia. El anticomunismo hace milagros, y material, propaganda, apoyo diplomático, voluntarios llegarán, como veremos, a Finlandia. Se formará incluso un frente anti-soviético -léase anticomunista- que encabezarán Gran Bretaña, Francia, Italia y Hungría. Casi se llegó a olvidar, recuerda Petácco, que se estaba en guerra con Alemania, y no con la URSS; y, dice Westwood, todo ello contrastaba con la apatía anterior en el caso polaco. A lo largo de los tres meses de conflicto, y pese a estar condicionada por diversos factores, la ayuda a Finlandia llegará con relativa abundancia y se producirá una verdadera intervención extranjera con alguna semejanza de la guerra civil española. Esta guerra será también bastante dróle, pero bastante menos Sitzkrieg que la del oeste. Estados Unidos, neutral en 1939, es el principal apoyo de Finlandia y el mayor enemigo ideológico de la URSS. Aquí se crea un Comité de Ayuda a Finlandia, presidido por Hoover, que va a canalizar la ayuda del presidente Roosevelt y la privada. La colonia finlandesa y su lobby enviaron mucha ayuda. La Prensa se volcó en favor del país agredido. Gran Bretaña temía a Hitler y a la guerra, tenía simpatías hacia Finlandia, pero no deseaba irritar a la amiga URSS. Lo mismo sucederá en Francia, que se mostrará, con todo, más partidaria de una acción militar contra los bolcheviques. Los países escandinavos estaban, lógicamente, preocupados. En un primer momento apoyarán con material y voluntarios a Finlandia; Suecia será canal oficioso durante el conflicto y hará de mediador en las conversaciones de paz, pero acabará negándose, a partir de febrero sobre todo, junto con Noruega, al permitir el tránsito de tropas extranjeras por su territorio. El comportamiento de ambos países será el más digno y el menos contaminado por la paralela guerra ideológica. Fueron muchos los planes para atacar a la URSS. Hubo presiones de los aliados sobre Hitler (éste es un campo que no ha sito tocado por los historiadores, como dice Petacco) para desviarlo hacia la URSS, pues "era la ocasión para Occidente de acabar con los bolcheviques", como deseaban los británicos. De este intento occidental se sabe apenas lo que explicó el ministro alemán Speer: "Hitler no tenía intención de ayudar a los finlandeses, pese a que los alemanes eran solidarios con Finlandia, porque, por el momento, le era más conveniente su pacto con la URSS, que les iba a permitir conquistar el oeste sin problemas en el este". La única preocupación de Hitler eran las consecuencias estratégicas y el riesgo de ser atacado por detrás -ésta será una de las razones de sus ataques a Dinamarca y a Noruega-. Mussolini, en cambio, era partidario de "hacer algo" y de "desviar" la guerra del oeste al este (carta a Hitler del 3 de enero de 1940): "en el oeste es preferible la paz, también porque podía entrar en guerra Estados Unidos". De lo que no hay duda, es de que Hitler habrá reflexionado largamente sobre la propuesta... En cuanto a los aliados, éstos se preparan para el ataque a la URSS. El Sunday Times sugiere bombardear los pozos petrolíferos de Bakú -de la URSS, un país aliado-. Un periodista de Associated Press, D. Middleton, comentaba: "En muchos ambientes británicos se afirma que en primavera marcharemos todos contra los rusos. Incluidos los alemanes, naturalmente". En enero-febrero se planeó un ataque por Petsamo, en el que intervendrían también exiliados polacos, que fue vetado por Londres. Un plan para bloquear el puerto soviético ártico de Murmansk quedó en suspenso. Otro ataque debería ejecutarse a través de Turquía y el mar Negro, contra Crimea y el Cáucaso, partiendo de Siria -francesa-, donde el general francés Weygand había sido enviado con 100.000 hombres desde el comienzo del conflicto: "penetraría en la URSS", decía el general, "como el cuchillo en la mantequilla". Mientras, se formaban los primeros contingentes de voluntarios para apoyar a los finlandeses. Lady Astor organizaba los reclutamientos, y el hijo de Roosevelt, Kermit, fue puesto al mando de un cuerpo finlandés-americano. Los suecos enviaron dos batallones, y llegaron a Finlandia voluntarios británicos, daneses, húngaros, etc.; todos ellos entraron en combate en varios puntos. Los suministros de material y dinero fueron importantes. Algunos tomaron el aspecto de compras al exterior, para evitar violar la neutralidad finlandesa. Las armas que no se habían encontrado para Polonia, nos dice Battaglia, llegaron a Finlandia: unos 300 aviones (no todos acabaron siendo entregados), 700 cañones, 5.000 ametralladoras y otro material, enviado por Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña sobre todo, pero también de Italia. Sólo los Estados Unidos enviaron 30 millones de dólares -10 el gobierno y el resto la banca privada-. La semipausa de enero-febrero ha ayudado a los soviéticos. Estos han hecho experiencia a su costa y cambian de táctica. Hay que contrarrestar a la guerrilla. Y nada de penetraciones relámpago con vehículos que acaban no pudiéndose mover. Los soldados soviéticos van a mejorar su adiestramiento, los mandos son más competentes. La coordinación también mejora, y bombardeos mucho más eficaces preceden los ataques. Los soviéticos abandonan las operaciones masivas en otros frentes para concentrarse en el istmo, donde es más fácil moverse y donde se hallan los centros vitales finlandeses. Se aumenta el número de soldados, llega al frente del istmo el XIII ejército. Las fuerzas del frente norte son colocadas bajo el mando del mariscal Shtern; las del frente sur, bajo el mariscal Timoshenko, uno de los mejores generales soviéticos. Ya en las últimas batallas de la primera etapa de la guerra, sobre todo en la de Kuhmo -finales de enero-comienzos de febrero de 1940- los soviéticos habían sido derrotados, pero habían resistido mejor y no todo había sido fácil para los finlandeses.
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En la primavera de 1941, el poderío germano se manifiesta inamovible y amenazador para sus adversarios e incluso para los países neutrales. La práctica totalidad del espacio europeo se encuentra directa o indirectamente intervenido por él, y todo parece propiciar el momento de lanzarse a la gran aventura del ataque contra su aliada la Unión Soviética. Esta decisión, que se presentaba como la más adecuada para la culminación de los proyectos expansivos plasmados a partir de 1938, era la realización material del ideario nazi de expansión hacia el este, en busca de un "espacio vital" sobre el cual el pueblo alemán pudiese realizar su futuro como nación. Pero de hecho, la Unión Soviética no tardaría en convertirse en la verdadera tumba del pretendidamente milenario Reich. 1941 fue, por ello, el año del gran error para la Alemania nazi. En abril, los británicos habían conseguido liberar Etiopía, poniendo así fin a los sueños imperiales de Mussolini. Sin embargo, las islas continuaban sufriendo todavía los efectos de los bombardeos y del bloqueo naval establecido por los submarinos alemanes para impedir su necesario aprovisionamiento. Los escenarios del Oriente Medio, por su parte, tampoco dejaban de presentar problemas al Gobierno de Londres, que veía amenazada su presencia en ellos debido al auge de la influencia alemana y a la dependencia que algunos territorios tenían del Gobierno títere de Vichy. Para entonces resultaba evidente el hecho de que las colonias británicas y holandesas del Extremo Oriente y Asia meridional se encontraban directamente expuestas a la penetración japonesa, que se anunciaba ya inminente. Así las cosas, cuando el día 22 de junio de 1941 las fuerzas de la Wehrmacht penetran de forma repentina en territorio soviético y comienzan un rápido avance sobre el mismo, todo parece indicar el fin de cualquier clase de resistencia a la voluntad de las potencias fascistas. Pero no sería necesario el transcurso de muchos meses para comprobar que esta decisión de Berlín iba a resultar tan desastrosa como la prepotencia japonesa al lanzarse contra los Estados Unidos en el mes de diciembre. Durante aquel verano, Gran Bretaña y la Unión Soviética alcanzaron un acuerdo de ayuda mutua, al que en los siguientes meses vendría a unirse el Gobierno de Washington. Stalin, situado en una posición desesperada, solicitó a Churchill la apertura de un segundo frente para aliviar la presión que los alemanes ejercían sobre los centros vitales del espacio soviético. Pero, por el momento, la debilitada Inglaterra apenas podrá comenzar a reponerse de los efectos de los sistemáticos bombardeos sufridos durante meses, y debe esperarse por tanto a la entrada en la guerra de la gran potencia transatlántica. Mientras tanto, el Reich, que parecía a punto de conseguir someter definitivamente a la Unión Soviética, con todas las consecuencias que este hecho supondría para el resto del planeta, encontraba en los países ocupados muestras de un espíritu de resistencia que iría progresivamente convirtiéndose en un elemento de grave preocupación para las autoridades impuestas. La lucha clandestina lanzada en contra del invasor, iniciada de forma débil y desorganizada, fue ganando en cohesión y medios, hasta conseguir establecer una estructura destinada a debilitar la presencia del ocupante. Los meses finales del año 1941 observan ya la presencia de formaciones de esta índole en la práctica totalidad de los países europeos afectados, y muy pronto aparecerán en los del Asia invadida por Japón. De forma paralela, desde los centros decisores del Reich se organiza el perfeccionamiento de los diversos sistemas existentes dirigidos tanto a la anulación de toda posible actitud oposicionista como a la realización de los planes integrantes de la llamada "Solución Final". La aniquilación de la totalidad de los grupos humanos considerados adversarios al régimen o "inútiles" para el nuevo orden impuesto había comenzado ya antes del inicio de la guerra. Pero en el transcurso de la misma las posibilidades de actuación de los cuerpos dedicados a esta tarea se ampliaron en todos los sentidos. Ahora, llegado el momento culminante del poderío alemán sobre Europa, las SS, la policía política y las mismas fuerzas armadas disponían de un campo casi inagotable para la realización de su destructiva tarea. En el verano de 1941, estos grupos podían actuar ya de la forma más impune sobre los inmensos territorios del Este. En este caso, la represión se ampliaba a la totalidad de la población de los mismos, ya que los eslavos no eran para el nazismo más que elementos productivos, susceptibles de ser eliminados para esta finalidad. Polonia era ya para entonces el mayor centro de exterminio de los grandes contingentes de judíos que ahora afluían desde todos los puntos de Europa. Mientras, se produce un sensible descanso en la actividad submarina alemana en el Atlántico, lo que no impide que millares de toneladas de buques y mercancías británicas y norteamericanas sean lanzadas al fondo del mar. Los Estados Unidos, aun dentro de su oficial neutralidad, comienzan ya por entonces a enviar fuertes ayudas materiales a la agredida Unión Soviética.
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El profesor Bango Torviso ha ofrecido últimamente una síntesis clarificadora del problema, insistiendo en que lo fundamental no es tanto la denominación en sí, como la verdadera comprensión del lugar que estas construcciones ocupan, desde un punto de vista tectónico y estructural, en el desarrollo de nuestra arquitectura medieval, mostrándose partidario, si fuera preciso, de acudir simplemente a referencias cronológicas con el fin de evitar confusiones en los no especialistas. En unos casos se trata de la adopción temprana y aislada de fórmulas propias de una arquitectura que luego definiremos como gótico, cuando en el entorno geográfico siguen dominando los ideales propios del Románico y el mismo edificio, en el conjunto de su concepción espacial o al menos en su envoltura perimetral responde aún a planteamientos románicos. Otras veces nos encontramos con monumentos conservadores que mantienen de forma inercial, y ya como arcaísmos, esas mismas concepciones, incluso en fechas muy avanzadas, cuando las soluciones góticas estaban plenamente asentadas. Lo que les caracteriza, en términos generales, es la yuxtaposición de dos sistemas constructivos diferentes, normalmente disponiendo bóvedas de nervios cruceros sobre unos elementos portantes románicos (el pilar cruciforme) y adoptando diferentes soluciones para acoplarlos. Será entrado ya el siglo XIII cuando nos encontremos con unas manifestaciones arquitectónicas que los historiadores, tradicionalmente, han considerado como representativas del período clásico. Si hasta entonces la ambivalencia de formas y procedimientos no había implicado la creación de espacios góticos ni la solución de los problemas lumínicos, en las grandes catedrales del siglo XIII no sólo arcos cruceros u ojivas estarán articulados desde la base, sino que de alguna manera, por su concepción espacial y el tratamiento de la luz, plasmarán esa imagen simbólica de la catedral como Jerusalén Celeste, transmitida por buena parte de los textos teológicos y literarios de la época. No obstante, es cierto que la desmaterialización total, es decir, el vaciamiento mural pleno y su sustitución por vidrieras y, por tanto, la metafísica de la luz coloreada tal y como se había experimentado en Francia, sólo se logró en León, ya en la segunda mitad del siglo. Volvamos ahora hacia atrás para situarnos en el momento histórico en que se ponen en marcha las canterías góticas en las catedrales del antiguo reino castellano. En 1217 Fernando III era proclamado rey en Valladolid después de que su madre, Doña Berenguela, hermana y heredera de Enrique I, le cediera sus derechos. En la ceremonia oficial estuvieron presentes los más importantes eclesiásticos castellanos del momento. Algunos de ellos, los obispos de Palencia (Tello), Burgos (Mauricio) y Toledo (Rodrigo Jiménez de Rada) recibieron comisión de la Santa Sede de defenderle frente a cualquier brote de rebeldía. Las crónicas recogen claramente el apoyo prestado al nuevo monarca por estos prelados que, en contrapartida y como señal de agradecimiento, recibirían importantes beneficios reales para sí mismos o para sus diócesis. Esta vinculación Iglesia-monarquía tendrá mucho que ver a la hora de entender la construcción de nuestras grandes catedrales. En 1219 el rey contraía matrimonio con una princesa alemana, Beatriz de Suabia, en la por entonces todavía catedral románica de la capital del Reino, Burgos. Las fuentes sitúan en 1221 ó 1222 la ceremonia solemne de colocación de la primera piedra de la que habría de ser la nueva iglesia madre de la urbs regia en presencia de su obispo, Mauricio, y del propio monarca. Cinco años después, en 1226, participaba el Rey Santo en otra inauguración, esta vez la que suponía la desaparición definitiva de la mezquita mayor de Toledo, después de casi ciento cincuenta años. En su lugar surgiría un espléndido edificio cristiano. Pero aunque los testimonios literarios retrasan hasta la fecha citada -1226- su acta oficial de nacimiento, las noticias histórico-documentales que poseemos nos permiten conocer que su construcción se había emprendido cuatro años antes, de modo que ambos edificios son perfectamente coetáneos. Es por tanto al comenzar la tercera década del siglo XIII cuando se ponen en marcha las dos primeras canterías catedralicias ya plenamente góticas desde su planteamiento de origen. Pero no podemos olvidar, junto con Burgos y Toledo, la actividad de otros talleres. Algunos, como el que levantaba por aquel entonces la catedral seguntina, se vieron obligados a renovar su ya obsoleto programa arquitectónico con el fin de adecuarlo a esa corriente francesa que, importada en algunas de sus soluciones desde las últimas décadas del siglo XII, sería después asimilada y difundida por las sedes episcopales más poderosas. Es así cómo fábricas románicas se reorientan hacia la arquitectura gótica (Sigüenza, Avila). Mientras tanto en Cuenca, apenas transcurrido medio siglo desde su reconquista a manos de Alfonso VIII (1177), un taller con personalidad propia alzaba una catedral, a la par que se fortalecía progresivamente una sede recién instaurada. Se estaba erigiendo ya la catedral conquense cuando se abren las canterías de Burgos y Toledo; un enorme vacío documental nos impide precisar con exactitud en qué estado de desarrollo se encontraban las obras cuando esto sucede, pero es posible que desde entonces su papel, en cuanto a la transmisión de novedades, quedase relegado a un segundo plano, ante el imparable crecimiento de las que se efectuaban en las dos capitales del Reino, la política y la religiosa, que contaban con más medios tanto económicos como humanos. Será algo más tarde, en 1232, cuando el obispo Juan Díaz, además canciller de Fernando III, decida poner en marcha el último de los talleres góticos del antiguo Reino de Castilla, el de la sede de Osma que él dirigía desde 1231. No hacía mucho tiempo que se había concluido una catedral y ya ni satisfacía las necesidades de culto ni estaba a la altura de las circunstancias. Al parecer el obispo utilizó para la nueva obra los materiales antiguos y respetó parte de la fábrica románica. Es así como al concluir el primer tercio del siglo los hombres que habitaban el territorio de Castilla ven elevarse ex nono sus grandes catedrales -Cuenca, Burgos, Toledo, Burgo de Osma- y cómo, ante el ejemplo de éstas, se remozan y amplían viejos edificios, hasta entonces apegados a las fórmulas románicas. Si tenemos en cuenta que al mismo tiempo se completaban los monasterios iniciados en el siglo anterior, el panorama justifica las palabras de un cronista de la época, Don Lucas, obispo de Tuy, que no puede ocultar su admiración cuando exclama: "O, quan bienaventurados estos tiempos...; pelean los reyes de España por ta fee, y en cada parte vençen; los obispos y los abades y clereçia hedifican monesterios, y los labradores syn miedo, labran los campos, crian ganados y gozan de paz y no hay quien los espante. En ese tiempo, el muy honrrado padre Rodrigo, arzobispo de Toledo, hedifico la yglesia toledana con obra marauillosa; y el muy sabio Mauriçio, obispo de Burgos, hedifico fuerte y fermosa la yglesia de Burgos; y el muy sabio Juan chançiller del rey Fernando, fundo la nueua yglesia de Valladolid, y dotola gloriosamente de muchas posesiones; este, pasando el tiempo, fue fecho Obispo de Osma y hedificó con grand obra la yglesia de Osma". En efecto, para entonces prácticamente la totalidad de la Península era cristiana a falta de la recuperación del reino de Granada. Por otra parte Castilla y León formaban un solo reino desde la muerte de Alfonso IX y el reconocimiento de su hijo Fernando como heredero del rey leonés en 1230. El texto del tudense refleja bien el equilibrio establecido, el nuevo orden de cosas que facilitará la actividad constructiva y que impregnará el ambiente en el que surgen nuestras grandes catedrales. Y en ese equilibrio de los tres órdenes el clero es el estamento al que nuestro cronista atribuye toda la responsabilidad edilicia. El obispo Guillaume de Seignelay, que regía la diócesis de Auxerre, en la Borgoña francesa, entre 1207 y 1220, impresionado por la novedad de las construcciones que se extendían a su alrededor decidió sustituir el viejo coro románico del edificio en que tenía su sede por otro nuevo, más elegante y más bello. Un cronista coetáneo se expresaba en estos términos: "Eodem tempore, circa novas ecctesiarum structura passim fervebat devotium populorum. Videns itaque episcopus ecclesiam suam Autissiodorensem structure antique minusque composite squalore ac senoi laborare... eam disposuit novam structuram et studioso peritorum in arte cementaria artificio decorare ...eamque fecit a posteriori parte fonditus demoliri, ut, deposito antiquitatis veterno, in elegantiorem juvenesceret speciem novitatis". Estas elocuentes palabras no encierran razón práctica alguna. No había ninguna necesidad de un edificio mayor; ni siquiera se utiliza la disculpa de la ruina o de un incendio. La verdadera razón queda claramente evocada y es puramente estética: para entonces, en todas las regiones se estaban construyendo edificios con nuevas estructuras; la iglesia de Auxerre había quedado anticuada, era preciso rejuvenecerla y dotarla de una decoración adecuada por expertos en arquitectura. Es evidente que Guillaume manifiesta un sentimiento estético cuando insiste en la necesidad de un edificio más elegante y más joven y nos describe la vieja catedral borgoñona como sucia y poco cuidada. Fue este mismo afán de modernidad el que movió a nuestros prelados, especialmente a las dos figuras clave en la introducción definitiva en Castilla del Gótico francés.
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Como acontece en otros territorios, peninsulares o no, las primeras edificaciones levantadas por el Císter en el Reino de León se van a caracterizar por la novedad de sus criterios decorativos y de sus planteamientos -en planta y alzado- respecto de las empresas erigidas en sus proximidades. Y ello en virtud de sus particulares mecanismos de organización interna, ya que el afán de evitar desviaciones llevaba con frecuencia a la abadía-madre a enviar a sus filiales a algún monje o converso, experto en obras, para trazar los planos y dirigir o supervisar la marcha de los trabajos de construcción del nuevo monasterio. Situada en Borgoña la Casa-madre de la práctica totalidad de los cenobios cistercienses leoneses, es normal que remita a esa región francesa lo esencial de sus formulaciones, que en un principio se aplicaron a las fábricas eclesiales y monásticas en general erigidas por los monjes blancos en el Reino leonés. Soluciones de esa procedencia tuvieron que evidenciarse ya en la iglesia construida en Sobrado tras su fundación cisterciense, esto es, en el templo que precedió al espléndido barroco que vemos actualmente. Comenzado, a juzgar por lo que cabe deducir de la documentación conocida, alrededor de 1150, fue la primera empresa levantada por la Orden con carácter definitivo, no provisional, en el conjunto peninsular. Prioridad que en modo alguno puede desligarse -es su lógico resultado- de la que también le corresponde a la abadía en el contexto fundacional del mismo territorio. Del trazado de los planos y de la dirección de los trabajos de este templo -también, obviamente, del bloque monástico- se encargó un religioso, no sabemos si monje o converso, de nombre Alberto, llegado a Sobrado desde Borgoña con la comunidad pionera. Su origen, lo que sabemos hoy de los hábitos constructivos de la Orden y las pistas que proporciona el edificio actual, sugieren que el anterior debió supeditarse escrupulosamente al esquema aplicado a partir de 1135 en Clairvaux, es decir, una iglesia con planta de cruz latina de tres naves, crucero marcado y cabecera con cinco capillas rectangulares, la central saliente, las laterales cerradas a oriente por un muro común plano. Aunque con menos seguridad, también cabe suponer para su alzado una ordenación análoga a la que, según todos los indicios, poseyó ese mismo templo claravalense, que no es otra que la que más abajo tendremos ocasión de comentar al analizar la abacial de Santa María de Oia, Pontevedra. La impronta borgoñona se aprecia también con claridad en la iglesia del monasterio de Armenteira, Pontevedra, iniciada en 1167, durante el mandato del abad Ero, según indican sendas inscripciones emplazadas en la capilla mayor. Este edificio, de pequeñas dimensiones, exhibe una planta de tipo basilical, con tres naves de cuatro tramos, crucero sin destacar y cabecera integrada por tres ábsides semicirculares, el central marcado, todos con tramo recto presbiterial. A pesar de su modestia, el templo no es un producto uniforme, sino el resultado de tres campañas de trabajos o, si se quiere, de dos; la primera, subdividida a su vez en dos fases. Todo en estas últimas, dominadas por una aplastante simplicidad -tipo de arcos, modelo de pilares, sistemas de cubrición, incluso la solución adoptada para la cabecera, frente a lo que una aproximación superficial podría sugerir-, remite a pautas foráneas, borgoñonas en concreto, siendo en la campaña final, al filo del año 1200 o muy a principios del siglo XIII, cuando se produce, como se dirá, la incorporación de sugerencias autóctonas o mejor, para ser más precisos, de progenie peninsular. En una fecha no muy diversa de la del arranque de Armenteira comenzaron los trabajos de construcción de la monumental abacial, hoy maltrecha, de Santa María de Moreruela. Ostenta una planta de cruz latina, con tres largas naves -nueve tramos- en el brazo longitudinal, crucero muy marcado y cabecera, de notable envergadura, compuesta por una capilla mayor semicircular precedida de tramo recto y un deambulatorio al que desembocan siete capillas radiales tangentes, con planta en forma de una especie de tímido arco de herradura, en algún caso incipientemente apuntado. Otras dos capillas, similares en su forma, pero de menores dimensiones -no superan, de hecho, el grosor del muro-, se abren, una por lado, en el frente oriental de los brazos del transepto. Valorada en su conjunto, una zona del templo de Moreruela -y así ha sido repetidamente indicado- destaca por su singularidad: la cabecera, análoga en lo esencial, pero no exactamente igual, a la que exhiben las abaciales también cistercienses y españolas de Poblet, Fitero, Veruela y, en parte, Gradefes, única del grupo destinada a una comunidad femenina. Lo infrecuente de una cabecera como la descrita en una empresa cisterciense -el resto de la planta se ajusta a procedimientos que cabe conceptuar como tradicionales dentro de la Orden- ha propiciado la elaboración de numerosas hipótesis sobre su origen, casi todas faltas de consistencia. Por mi parte, en fechas recientes y a partir de la combinación del perfil que por el exterior ofrece la corona de capillas radiales con la presencia en la zona oriental de la iglesia de determinados datos estructurales y decorativos, llegué a la conclusión -cito textualmente- "de que el punto de partida de tal solución, reelaborada con ingredientes de inequívoca filiación o procedencia borgoñona, se encuentra en empresas del norte de Francia -Ile-de-France y territorios próximos-, derivadas o inspiradas por el prototipo concebido en Saint-Denis bajo el mandato del abad Sugerio". La fundamentación de esta progenie, de la que se deducirán, como se verá, importantes beneficios para la significación de la fábrica de Moreruela dentro de la edilicia de la Orden del Císter, nos obliga a efectuar algún comentario sobre la secuencia constructiva de su cabecera. Hasta finales de los años ochenta, y aunque en alguna ocasión se había aludido a la existencia de desajustes, titubeos o cambios de planes en esa zona, nadie había cuestionado, en línea con las ideas expuestas a principios del siglo XX por Gómez Moreno, el primer investigador riguroso de nuestro templo, la homogeneidad de su fábrica. Corresponde el mérito de haber roto con ese criterio, en lo que toca a la cabecera del edificio, a Isidro G. Bango Torviso. Para él esa zona es producto, en definitiva, de dos campañas de trabajos, divididas cada una de ellas, a su vez, en subperíodos. En otro lugar he tenido ocasión de comentar pormenorizadamente la propuesta de Bango, imposible de glosar con detalle aquí por falta de espacio. Baste decir ahora que la comparto en sus grandes líneas, si bien discrepo de ella en varios aspectos y muy particularmente en dos: el alcance -punto de arranque y de terminación- de la intervención de cada uno de los dos talleres que participan en la construcción de la cabecera -o, mejor, de las parcelas más antiguas del templo, ya que su actividad se detecta también en otras zonas- y el origen de las fórmulas utilizadas por esos equipos. El primer aspecto, importante obviamente al enfrentarse con el estudio de la abacial, no repercute directamente en su valoración o consideración. Por ello y en aras de la brevedad, no entro a considerarlo aquí. No sucede lo mismo con la segunda cuestión, razón por la que me detendré en su exposición. Para Bango lo esencial, o la mayor parte de las soluciones o elementos empleados en la cabecera de Moreruela, depende de la catedral de Zamora, edificio no muy alejado del monasterio y con el cual su fábrica siempre se ha puesto en relación, oscilando las posturas de los arqueólogos en la concesión de prioridad a uno o a otro. Para mí, sin embargo, lo fundamental de los planteamientos de ambas iglesias nada o muy poco tiene que ver entre sí, debiendo explicarse sus semejanzas, que las hay, pero sólo en aspectos que hay que conceptuar como secundarios, como consecuencia, verosímilmente, de la formación de sus artífices respectivos en fuentes u horizontes comunes situados, sin duda, más allá de los Pirineos. Centrándonos sólo en el análisis de Moreruela, por ser el edificio que en esta ocasión nos incumbe, dos son los núcleos a los que remite la mayor parte de los ingredientes utilizados en sus zonas más antiguas: el norte de Francia (Ile-de-France y regiones inmediatas) y Borgoña. Son fórmulas o principios de una y otra filiación, más abundantes, en cualquier caso, los que apuntan al segundo bloque (apertura de capillas a los brazos del crucero; inserción de vanos encima de los arcos triunfales de acceso a las capillas radiales; superposición de columnas para apeo; modelos de capiteles; perfiles de nervios; composición de basamentos o zócalos, etcétera). El primero, por su parte, aporta tipos de capiteles y de basas; perfiles de cimacios e impostas; apéndices salientes del cuerpo de un capitel y de su parcela superior, pero integrados en el mismo bloque, para ampliar la superficie destinada al soporte; ordenación de la corona de capillas radiales, etcétera. No aparecen consecutivamente, unos después de otros, sino conjuntamente, empleándose indistintamente en la totalidad del bloque oriental del templo, lo que indica que los dos talleres responsables de su ejecución procedían de un mismo territorio. Cuál haya sido éste, vista la mayor entidad y cuantía de los diversos aportes, no admite dudas: Borgoña, región donde, por otra parte, está bien documentada en los años en que nos movemos -séptima década del siglo XII- la presencia de innovaciones o sugerencias procedentes de empresas clasificables dentro del gótico inicial de la Ile-de-France y espacios vecinos. A partir de la filiación que acabamos de proponer, cambia radicalmente la valoración que debemos hacer del modelo de cabecera adoptado en Moreruela. No es, como en ocasiones se ha dicho, ni un expediente marginal ni una solución sin relación con las preocupaciones que por entonces tenía la Orden del Císter. Se trata, por lo pronto, de uno de los ensayos -no uno cualquiera, como se dirá- realizados en el tercer cuarto del siglo XII dentro del organismo para tratar de dar respuesta a uno de los mayores problemas que por esas fechas se le planteaban: la necesidad de disponer de numerosas capillas para que pudieran oficiar diariamente los monjes sacerdotes. Conocido el punto de partida de la solución aplicada en su cabecera -el esquema desarrollado en Saint-Denis hacia 1140-1144, Moreruela se convierte, a la vez, en un eslabón capital en la secuencia que irá llevando a la Orden del Císter paulatinamente a la utilización de referencias proporcionadas por las grandes empresas de la época, con las catedrales góticas en primer lugar, proceso que, según ha señalado C. A. Bruzelius, alcanza su plena plasmación en la abacial de Longpont, ya en el siglo XIII. Vista la cronología que poseen los ejemplos que vienen citándose en esa evolución y la que cabe adjudicar a Moreruela, puede afirmarse incluso que estamos ante el primer ejemplo hoy conocido -no parece probable que haya sido el primero en términos absolutos, como se verá- acometido por la Orden del Císter en esa dirección. Es decir, el primer edificio en el que se adopta una cabecera dotada de girola con capillas radiales salientes, perfectamente individualizadas al exterior. En efecto, mientras la iglesia de Mortemer (Francia), invocada siempre como el testimonio más precoz de esta trayectoria, comienza a levantar su nueva cabecera, similar en múltiples aspectos a la de Moreruela, entre 1174 y 1179, diversos argumentos, resultantes en esencia de la combinación de las pistas que proporcionan los precedentes, los rasgos de su fábrica y la evolución de su dominio, permiten pensar que el inicio de las obras de la abacial zamorana debe relacionarse, tal como ya se insinuó en alguna ocasión, con la incorporación del cenobio a la Orden del Císter, acontecimiento fechable entre 1158 y 1162, año éste en el que consta hoy por vez primera su pertenencia a la nueva observancia. Las obras, ejecutadas con planos y bajo la dirección de artífices venidos de Borgoña, al igual que los religiosos que tenían la responsabilidad de introducir a la comunidad de Moreruela en las normas cistercienses, debieron paralizarse, acaso por falta de recursos económicos suficientes para hacer frente a una empresa de la envergadura que se había proyectado, al poco tiempo de principiadas. Los desajustes que en algunos aspectos -y concretamente en el exterior- se detectan hacia el norte, tras la capilla central de la girola, así lo sugieren. La consolidación del dominio de Moreruela hacia 1170 posibilitará la reanudación de los trabajos, encargados a un equipo distinto del anterior, aunque de la misma procedencia. La homogeneidad estructural y decorativa que se desprende de la cabecera tras los titubeos citados permite pensar que su construcción se llevó a cabo con gran rapidez. Análoga valoración, dada su identidad formal con esa parcela, hay que asignar a las zonas del complejo monumental en que se documenta la intervención del mismo equipo: crucero y arranque de las naves de la iglesia, por un lado y, por otro, el bloque de naciente del monasterio propiamente dicho. Una datación algo más tardía, muy poco, en cualquier caso, que la propuesta para el arranque estricto de Moreruela debe adjudicarse al comienzo de las iglesias de Poblet, Veruela y Fitero (Gradefes, como se indicará, es considerablemente posterior). Aunque se hayan puesto en relación con Moreruela en alguna ocasión, el único contacto que hoy puede invocarse entre ellas es el derivado del tipo de planta adoptado para sus respectivas cabeceras. En su ejecución, esto es, en alzado, no existe parentesco alguno entre la fábrica de Moreruela y la de las restantes empresas. La similitud formal de las plantas de las cabeceras de los cuatro edificios citados, al margen de las diferencias de detalle existentes, por un parte, y la proximidad cronológica entre todas, por otra, tiene sin embargo un extraordinario interés. Revela, en primer lugar, que los cuatro templos responden, en lo esencial, a un mismo estadio evolutivo y, en segundo lugar, dada la inexistencia de contactos directos entre ellos -o por lo menos entre Moreruela y los otros tres, ya que entre estos últimos sí parece haber existido relación - que todos derivan de un prototipo común, hoy desconocido, emplazado en Borgoña. Que tal solución, reducida, ciertamente, se emplee en la abacial del monasterio benedictino de San Lorenzo de Carboeiro, Pontevedra -iniciada en 1171 y considerada unánimemente por la crítica más rigurosa como de inequívoca filiación borgoñona, sobre todo en lo estrictamente constructivo- confirma rotundamente esa sospecha.
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Las Primeras Dinastías presiden una época beligerante y caótica desde el punto de vista histórico. La escasa superficie habitable y la pobreza del medio físico determinan que los clanes principescos no puedan reinar simultáneamente, de manera que, tristemente, la conquista militar será el sistema habitual para extender el territorio, cobrar tributos, construir templos, etc., y consolidar diferentes estilos artísticos que, más que caracterizarse por aspectos regionales como en el norte, se distinguirán por su impronta dinástica.Aunque algunas tipologías, dependientes de cada dinastía, sean claramente diferenciables en un primer momento, la mayoría de las veces los estilos se solapan unos a otros, por lo que aumenta la dificultad del análisis artístico.A pesar de esta miscelánea estilística, desde el punto de vista artístico asistimos a una época riquísima en abundancia de obras y conservación de las mismas debido, por un lado, a la ausencia de invasores islámicos y, por otro, al profundo respeto que la cultura drávida siente hacia cualquier forma religiosa.Los Pallava usurparon el poder a los Andhra de Amaravati en el siglo III d. C. y reinaron en la costa Coromandel, llegando en el siglo VI a dominar todo el sur. Finalmente, en el año 888 fueron derrotados definitivamente por los Chola. Durante un siglo (650-750) embellecieron sus dos ciudades más importantes: Mahaballipuram (Mamalapuram), el principal puerto comercial de la época, y su capital Kanchipuram.
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Maneton era un egipcio de Sebennytus que a principios del siglo III a. C. escribió para Ptolomeo II una historia de su país. No se puede dudar de su competencia, pues era al parecer sacerdote del templo de Heliópolis, centro capital del saber egipcio, y tenía acceso a la documentación conservada en aquel lugar y preparación para hacer buen uso de ella. Su obra se ha perdido, pero se conservan los extractos que con mayor o menor fidelidad al original hicieron de la misma tres historiadores posteriores, Josefo, Eusebio y Africano. Aun de esta forma imperfecta Maneton es, y será siempre, la fuente primordial que existe para la historia del Egipto antiguo. A él se debe, en primer lugar, la que pudiéramos llamar agrupación tradicional de los reyes egipcios por dinastías y la denominación de éstas según la localidad originaria de cada una. De las dos primeras dice Maneton que procederían de Tinis, ciudad de situación desconocida, pero sin duda próxima a Abidos, en el Alto Egipto. En esta última localidad se ha descubierto una necrópolis real paralela a la de Saqarah (ya entonces se había implantado la costumbre de que cada rey tuviese dos tumbas, una en el Alto y otra en el Bajo Egipto). De ahí que se denomine época tinita a la primera de la historia y del arte egipcio. Según Maneton, el primer monarca del Egipto unificado fue Menes, fundador de Menfis, la capital del país durante todo el Imperio Antiguo. Hoy conocemos por documentos contemporáneos de todos los primeros reyes sus nombres respectivos, pero no todos los nombres de cada uno, de modo que no podemos identificar con plena seguridad, aunque sí con cierta probabilidad, al célebre Menes de la lista de Maneton con uno de ellos. Es de tener presente que Maneton dio formas griegas a los nombres de todos los faraones y que no dice si esos nombres los sacó del horus, del nebti, del nesu bit o de cualquiera que fuese, cosa que tampoco importaba a sus lectores griegos. Tampoco ha sido posible, hasta ahora, hacer coincidir a Maneton con otras fuentes más antiguas, aunque menos completas, ni aun a éstas entre sí. Pero a fuerza de mucho trabajo se ha logrado trazar un cuadro coherente, hoy en día con bases mucho más sólidas que las de antaño gracias a los hallazgos arqueológicos. Antes de tratar de éstos, veamos las otras fuentes. El Papiro de Turín, desgraciadamente hecho fragmentos, contenía la nómina en escritura hierática de los reyes de Egipto con la duración de sus reinados, y no sólo de los reyes históricos, sino de los prehistóricos y míticos. La lista parece compuesta durante la Dinastía XIX. Documentos como éste habrán dado su información a Maneton. De los diecisiete reyes tinitas mencionados por el papiro, sólo doce son reconocibles. La Tabla de Abidos, grabada en los muros de un corredor de la tumba de Seti I, da una lista de los nombres de nesu de 76 reyes, desde los tinitas a Seti I. La Tabla de Saqarah conserva los nombres nesu de 47 reyes, desde Merbapen (Enezib), sexto de la I Dinastía, hasta Ramsés II. La lista omite a los cinco predecesores de Merbapen, porque probablemente el Bajo Egipto, donde radica Saqarah, no los tenía por reyes legítimos. El Calendario de Palermo consta de cinco fragmentos (el mayor de ellos en el Museo de Palermo) de lo que fue una estela de basalto, de gran tamaño, en la que se consignaban los nombres de los reyes de las cinco primeras dinastías, los años de sus reinados y los principales acontecimientos ocurridos en ellos. Erigida la estela durante la V Dinastía, sólo siete siglos después de la unificación, daría preciosos informes sobre aquellos siglos si la tuviésemos entera. Es curioso que al rey Semerchet, que probablemente es el mismo que Maneton llama Semempsés, sólo se le atribuyan en el fragmento de El Cairo nueve años de reinado, mientras que Maneton le asignaba 18. Y es que los números de Maneton no fueron transcritos fielmente por los copistas. Aparte estos documentos, conocidos desde hace años, las exploraciones y excavaciones de Abidos, Hieracónpolis, Negade, Saqarah, Helwan, los yacimientos más importantes para el conocimiento de la época tinita, han suministrado en estos últimos decenios multitud de documentos contemporáneos de los primeros reyes: tumbas, estelas, improntas de sellos con sus nombres, tabletas que además de dar sus nombres se refieren a sus hechos y a sus monumentos, ofrendas, ajuares... De este modo la documentación se ha enriquecido considerablemente, y no por crónicas o anales de redacción posterior en varios o en muchos siglos, como eran los documentos examinados hasta aquí, sino contemporáneos de los hechos o personas a que hacen referencia, como era el caso de las paletas y las mazas. En el estado actual de nuestros estudios se puede dar la siguiente nómina a base del nombre de Horus y del nit (dos flechas formando un aspa sobre un escudo, símbolo de la diosa Nit del Bajo Egipto, n.? 3) de una reina, de los monarcas de la I Dinastía: 1. Hor-aha (Horus con maza y escudo= Horus luchador). 2. Zer (cancela con pestillo lateral). 3. Meryet-nit (una reina). 4. Uadyi (serpiente). 5. Udimu (mano y línea ondulada). 6. Enezib (horquilla doble, vaso de 4 asas). 7. Semerkhet (Semempsés de Maneton). 8. Ka´a (Kebh en la Tableta de Abidos y Papiro de Turín). De esta forma, Hor-Aba, Horus o halcón luchador, encabeza la lista de la I Dinastía, y para muchos es identificable con Menes. Uno de los argumentos, muy ingenioso e interesante, en que esta identificación se basa es el siguiente. Una tumba real de Negade, de tipo muy arcaico por tener la cámara del sarcófago a ras del suelo, lo mismo que los almacenes contiguos, proporcionó unas cuantas improntas de sellos de Narmer, otros de su esposa Nithotep y varios documentos de Hor-Aha. El sello de Nithotep, coronado por el signo nit como el de la reina Maryet-nit acabada de citar, lleva aparejada la mata de papiros del Bajo Egipto, que hemos visto en la maza del Rey Escorpión y en la paleta de Narmer, lo que parece indicar que la reina procedía de aquí. Incluso cabe suponer que la mujer sentada en una silla de manos en la maza de Narmer, delante del solio del rey, sea esta princesa, con la que Narmer se habría casado para legitimar sus pretensiones a la soberanía del Bajo Egipto. Por tanto, la tumba de Negade, que no puede pertenecer a Hor-Aha porque las dos de éste las conocemos con seguridad, ha de corresponder a Nithotep, o incluso a su esposo Narmer, cuya sepultura no se ha descubierto hasta ahora. Hor-Aha, sucesor de Narmer y probablemente hijo suyo, se preocupó de aderezar bien esta tumba. Entre otros testimonios de su interés por ella aparecieron aquí los trozos de una tableta de marfil de una importancia histórica tal, que Garstang reanudó la excavación de esta tumba, que otros habían explorado antes que él, con el propósito de encontrar algún fragmento más, y tuvo la suerte de lograrlo. En el registro superior de la tableta, a la derecha, se hallan dos cartelas, una normal, con el nombre ya conocido de Hor-Aha, y otra de techo a dos vertientes. En ésta se ven dos signos de lectura indudable en la escritura jeroglífica clásica: el buitre y la cobra sobre dos cuencos -por tanto el principio de un nombre de nebti-, y debajo de ellos, un tablero a vista de pájaro con cuatro fichas en su borde superior, signo que con seguridad más tarde, y probablemente ya entonces, se leía mn. Así pues, Men, Menes en el griego de Maneton, sería el nombre de nebti de Hor-Aha. Esta solución al problema no es tan evidente que satisfaga a todos, pues men significa también permanecer, quedar, y la cartela podría ser una aposición a la cartela anterior o una frase del rey (que a menudo también se encierra en una cartela). Aun tal y como están, las dos cartelas juntas pueden leerse: Hor-Aha, el que permanece en el Alto y Bajo Egipto dándoles el significado original a las dos señoras, el buitre y la cobra. En todo caso, no deja de ser probable que el nombre de Menes naciese de la lectura de un jeroglífico como éste y que deba aplicarse a Hor-Aha.
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Tras la muerte de Franco el 20 de noviembre de 1975, España se encamina de manera lenta e insegura hacia una democracia. En septiembre de 1976, el Gobierno de Suárez aprueba su proyecto de reforma política que habrá de preparar las primeras elecciones a Cortes. Dos meses más tarde, la Ley de reforma política obtendría el apoyo mayoritario de los españoles vía referéndum, con el respaldo del 94,2% de los votantes. Aprobada la ley, en febrero de 1977 desaparecen las principales restricciones para la legalización de los partidos políticos. Todos, excepto el PCE, que lo hará más tarde, pasan a la legalidad. El país respiraba nuevos aires de libertad: los exiliados volvían a casa, las mujeres reivindicaban la igualdad y el Ejército perdía protagonismo. La sociedad civil se organizaba, hambrienta de derechos. Sin embargo, el camino hacia la libertad no es fácil: en los primeros meses de 1977, la extrema derecha y el terrorismo ponen en peligro la transición. Más de un centenar de partidos, en coalición o independientes, se preparaban para concurrir a las primeras elecciones, convocadas para el 15 de junio. Por aquel entonces, las calles comenzaron a dibujar un paisaje desconocido, con miles de carteles de las más variadas formaciones políticas. La propaganda electoral asombraba a los españoles, que asistían atónitos ante tan desconocido despliegue de siglas y medios de propaganda. Los mítines de las formaciones políticas comenzaron a poblar el paisaje de las ciudades. En ellos, miles de españoles escucharon un nuevo discurso político y pudieron conocer de primera mano las opiniones de sus líderes. Por fin se celebran los comicios el 15-J, iniciando España uno de los capítulos más trascendentales de su historia reciente. Diecinueve meses después de la muerte del dictador Francisco Franco, unos 35 millones de votantes acudían a las urnas para participar en las primeras elecciones libres desde la Guerra Civil. El resultado de las urnas dio como vencedor a la UCD de Suárez, que logra 165 diputados al Congreso. Le siguieron el PSOE de Felipe González, con 118; el PCE de Carrillo, con 20; y la Alianza Popular de Fraga, con 16, además de otros partidos. El camino hacia la normalidad democrática ya estaba trazado, aunque aun habrían de sortearse importantes dificultades.
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Dada la gran importancia de Rodas en el contexto del Egeo sudoriental, hay cierta tendencia -que no vamos a combatir aquí- a designar como rodia la plástica de toda esta región durante el Helenismo. Teniendo esto en cuenta, podemos adentramos en ella, y lo haremos comenzando por la escultura, por ser el arte mejor conocido a través de obras, algún texto, y sobre todo firmas de sus autores. Como en Bitinia y en Pérgamo, en el ambiente rodio vemos aparecer las primeras esculturas con características propias, realistas, hacia mediados del siglo III a. C., o quizá poco antes. Y no deja de ser curioso que las dos principales obras de este momento inicial, las efigies de las sacerdotisas Niceso de Priene y Nicoclea de Cnido, sean retratos. Ambas presentan sus trajes de complicados pliegues, y la cara de Nicoclea -la cabeza de Niceso se ha perdido- ostenta unas facciones algo idealizadas, como recordando tendencias áticas de principios del siglo. Este predominio del retrato merece una explicación. Rodas, como las principales ciudades de la zona, tuvo a gala mantener, junto a su régimen de ciudad-estado, la tradición de los exvotos personales en los santuarios. Lo que ocurre es que, en el siglo III a. C., se generaliza la substitución de los exvotos ideales clásicos por otros de facciones individualizadas, con lo que la retratística se extiende de forma imparable: en Cos, en el santuario rodio de Lindos, incluso en la lejana Olimpia, quien quiera y tenga dinero podrá dejar inmortalizada su efigie, y ya no será necesario, como en la Atenas clásica, que el retratado sea un personaje famoso. A este respecto, puede que no esté de más recordar al que quizá fue el más famoso escultor de Rodas en la segunda mitad del siglo III a. C., aunque no nos haya llegado ningún resto de su obra. Llamóse Timócaris y, aunque nativo de Creta, desarrolló su actividad en todas las islas y regiones del Egeo sudoriental, como demuestran sus numerosas firmas llegadas hasta nosotros. Es a través de ellas como conocemos el tipo de encargos que recibía un retratista afincado en Rodas. En efecto, al lado de un exvoto indeterminado, hallamos estatuas de sacerdotes, representaciones de magistrados y generales, un grupo familiar (de un tal Hermofantes con sus hijos), e incluso la efigie de un vencedor en los juegos de Nemea, que le encargaron desde Sidón. Con menos fama que Timócaris, es posible que hubiese en Rodas bastantes escultores trabajando los mismos temas. Pero, obviamente, la escultura rodia no se reducía a la producción de retratos. La ciudad, orgullosa de su carácter monumental, y con ella los acaudalados comerciantes que la gobernaban, estaban deseosos de hacer fuentes y monumentos públicos, templos con sus dioses y también, por qué no, bellos adornos para los jardines y pórticos de sus mansiones. Y es precisamente en este contexto decorativo donde debemos situar la que quizá sea la obra maestra del realismo en las últimas décadas del siglo III: el Fauno Barberini. Magnífica estatua de mármol conservada en la Gliptoteca de Munich, el Fauno se nos presenta fornido, durmiendo plácidamente su borrachera. Tiene la cara de un recio campesino, estudiada con el mismo entusiasmo con que por entonces se analizaban los celtas en la vecina Pérgamo, y el análisis anatómico, igual que en la serie de los galos, conserva un recuerdo de las proporciones ideales del clasicismo; pero el desenfadado de la actitud, con el cuerpo yaciendo en desorden sobre la roca, descuidado de toda estructura que lo sostenga, es algo mucho más libre que los juegos de ángulos y triángulos que exigía el arte oficial de Atalo I. Aun hallándose en el mismo campo de acción, Pérgamo buscaba la ordenación geométrica, mientras que sus vecinos de la costa y las islas se entregaban de lleno a la libertad de la materia y de la vida.