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La inercia cultural y el lógico apego a la tradición propia están en la base de una continuidad que Roma no estorbó con barreras infranqueables, sino que impulsó más o menos deliberadamente. Hubo, por tanto, largas perduraciones de las tradiciones locales, cada vez más fundidas con las romanas, forjadoras unas y otras de un campo en el que germinaron abundantes manifestaciones de mestizaje, de hibridismo cultural y artístico. Quién no recuerda, por ejemplo, los palliati que aparecen en el Cerro de los Santos, el gran santuario ibérico de Montealegre (Albacete). En la línea de las esculturas que a lo largo de años fueron depositando los fieles en el lugar sagrado, todas con un marcado sabor local en el que se advierten, ya algo lejanos y borrosos, los rasgos estilísticos de la mejor escultura ibérica del siglo V, irrumpen en el santuario figuras de parecido saber artístico, pero con vestiduras ya romanas y con letreros en latín. Bastantes cabezas conservadas del mismo lugar tienen la impronta de los retratos romanos, aunque la labra siga estando en la línea tradicional de los talleres que de más antiguo venían trabajado para el santuario. Es obvio que con el tiempo, y dado el peso de Roma, los efectos de la conquista serían determinantes del resultado final en el proceso de modelación cultural de los pueblos de la España antigua, lo que ha de aplicarse a la producción artística. Fue de consecuencias importantes la nueva orientación, más planificada e intervencionista, impuesta por la política de César y de Augusto, tendente a incorporar decididamente a Hispania a la estructura y a la cultura del Imperio. Las tradiciones locales no es que desaparecieran del todo, y se detectan fenómenos de recuperación y una latencia de lo local en multitud de manifestaciones artísticas, muchas veces reducidas al campo de lo meramente popular, pero durante mucho tiempo emergentes en muchas más cosas que las prácticamente residuales. Los fenómenos de perduración constituyen un ingrediente principal para explicar el sesgo particular que el arte romano adquiere en Hispania, como en las demás provincias del Imperio, cada una con la situación de partida que implicaba su sustrato cultural propio. Es una forma de perduración la ya comentada continuidad de las expresiones artísticas que poco o nada tienen que ver con los préstamos romanos, con la romanización. Pero interesan más las perduraciones que tiñen o condicionan las producciones de época romana, en las que se reconoce una romanidad de sabor distinto a la originaria, como consecuencia de los añadidos aportados por las culturas locales. La gama de posibilidades es, en esto, amplísima, desde producciones que deben su esencia a la tradición local, apenas barnizada por la, romanización, a lo contrario, a creaciones puramente romanas en las que es difícil reconocer débito alguno con las culturas preexistentes a la conquista. La investigación actual está poniendo particular empeño en medir en el arte hispanorromano la incidencia de estos fenómenos, porque el establecimiento de balances ajustados entre renovación -o romanización- y perduración, otorga al arte que conocemos de un nuevo valor añadido como documento histórico. Incluso diré que esta renovada corriente de la investigación resulta a menudo apasionante, en buena medida por el reto científico que entraña muchas veces detectar cuestiones de matiz muy difíciles o esquivas, pero que, a cada logro alcanzado, contribuyen a obtener un panorama completamente nuevo respecto de lo que hasta ahora creíamos ver e interpretar. En cualquier estudio del arte hispanorromano se hace ver cómo acá o allá aparecen manifestaciones de raigambre céltica, ibérica o de otro tipo. Sería imposible hacer aquí una revisión de todo lo detectado en esta dirección, y es, además, una cuestión todavía poco alumbrada si las perduraciones o los indigenismos son más importantes en el arte propio de las zonas menos romanizadas, como se ha supuesto casi siempre, o si las perduraciones son tanto o más acusadas -aunque más veladas a veces y de otro carácter- en las regiones más evolucionadas, las ibéricas y púnicas pongamos por caso, donde el peso de las culturas prerromanas, sólidamente asentadas en formas de vida urbanas, tuvieron una lógica continuidad estructural en tiempos romanos, que se pone de relieve en sus expresiones culturales, y entre ellas, las artísticas. Me limitaré, por tanto, a algunos ejemplos de los tratados en las investigaciones más recientes. El estudio de la necrópolis romana de Carmona me dio ocasión hace años de comprobar hasta qué punto seguían vivas en esta importante ciudad de la cuenca baja del Guadalquivir la raigambre púnica de sus gentes -o de las más influyentes de ellas-, pasados más de dos siglos de la conquista romana. Porque la necrópolis, la mayoría de cuyas tumbas se fecha entre fines del siglo I a. C. y los comienzos del II d. C, responde a una clara tradición pública, por el tipo de tumba habitual -sobre todo, cámaras excavadas en la roca accesibles por pozos, y fosas rectangulares de cremación- y por el ritual funerario practicado. Me pareció oportuno calificarla de neopúnica. Por otra parte, salpican la necrópolis algunas tumbas monumentales, las que lucen una arquitectura más ambiciosa y mejor arte, que dejan ver clara la impronta de Roma, de la romanización. Destaca en esto la llamada tumba de Servilia, de época augustea, que reproduce una mansión centrada en un amplio patio porticado, a la manera de modelos helenísticos de prestigio, usados también en las esculturas incluidas en el monumento, las únicas de mármol de toda la necrópolis. La tumba de Servilia debió de pertenecer a la elite funcionarial de la Carmona romana y ejemplifica bien la introducción de formas de arte elitista, de signo helenísticoromano, como símbolo de distinción de las minorías dominantes romanas en un ambiente casi genéricamente púnico, o local fuertemente semitizado de antiguo. El caso de Carmona tiene mayor interés por cuanto no es un hecho aislado, sino expresión relevante de un fenómeno ampliamente comprobado en Andalucía occidental y regiones próximas. En el arte de época romana de este sector de la Bética, sin duda romanizado, afloran múltiples rasgos del fuerte sustrato púnico, que empezó a caracterizar culturalmente a la zona desde los comienzos de la colonización fenicia y se intensificó con la dominación cartaginesa y la conquista de los Barca. Si el arte antiguo tiene en las necesidades de expresión religiosa una motivación principal, no extrañará que la religiosidad y su fortísimo arraigo estén en la base de muchas perduraciones con consecuencias en las manifestaciones artísticas. Y este es el caso de la fuerte perduración de los cultos púnicos y sus manifestaciones artísticas en la Bética romana. La iconografía de Tanit, diosa principal de los cartagineses, puede reconocerse, por ejemplo, en un conocido y polémico relieve romano de Tajo Montero (Estepa, Sevilla). La diosa aparece desnuda, asociada a una palmera y a un arco y un carcaj, dentro de un templete corintio. Reconocida hace tiempo como tal diosa cartaginesa, pensó no hace mucho M. Blech, con buenas razones, que podía tratarse de una representación de Apolo; pero M? Paz García y Bellido ha vuelto a defender últimamente su identificación con la diosa Tanit, en el marco de una revisión de las manifestaciones iconográficas del mediodía, basándose fundamentalmente en la importante documentación proporcionada por las monedas. En éstas, receptáculo de un arte menor sólo en el tamaño, porque en valor testimonial tiene pocos parangones y suele alcanzar notable calidad, pueden encontrarse claves determinantes de las tendencias artísticas de la Bética púnica. Una de ellas consiste en manifestaciones iconográficas particulares, objeto, además, de una lectura entendible sólo en un ambiente con lenguaje de marcado acento público. La efigie de Herakles en monedas como las acuñadas en la ciudad de Baelo (Bolonia, Cádiz), hacia el siglo I a. C., muestran al semidios a la manera grecohelenística, con la leonté, o casco de cráneo de león, pero con la anómala adición de una espiga de trigo, porque en realidad se trata, no del Herakles griego, sino del Melkart fenicio, de primigenia esencia agraria. Igualmente asociado a las espigas y a otros atributos agrícolas aparece en monedas de Carmo y de otras cecas con la misma raigambre púnica. Por parecidas razones, el Melkart fenicio adopta la apariencia iconográfica del Poseidón clásico en monedas acuñadas en Salacia (Alcácer do Sal), con lo que se subrayaba su condición de dios de la navegación. En cecas del mismo ambiente, algunas efigies de diosas galeadas o armadas que en el mundo grecorromano en general se corresponden con Atenea o Minerva, aquí son representaciones de Tanit. Tiene ésta, además, una abundante proyección iconográfica como diosa frugífera, de la naturaleza, asociada a elementos vegetales, particularmente espigas. A menudo la representación de la diosa se condensa en elementos vegetales sin más, frecuentemente asociados a símbolos astrales o a caduceos, como en las espléndidas emisiones de Ilipa (Alcalá del Río, Sevilla), que ayudan a la interpretación de lo representado como algo más y distinto de una mera alusión a los recursos económicos de la ciudad. Con esto último se hace referencia a otra forma de expresión artística importante por exclusión, que es la tendencia el aniconismo profundamente arraigado en la tradición semítica feniciopúnica. En el seno de ésta es bien conocida la preferencia por venerar a los dioses bajo la forma de betilo, una piedra más o menos informe, en lo que consistía, por ejemplo, la muy venerada imagen del dios Melkart de su célebre santuario de Gadir/Gades (Cádiz). Tanit y sus hipóstasis próximas también eran veneradas bajo apariencias anicónicas, como se observa en las monedas. Son estas tendencias de sustrato las que explican el hecho de que el santuario a Cibeles y Attis de Carmona, ubicado en su necrópolis neopúnica y conocido como Tumba del Elefante, albergara una imagen de la diosa bajo la forma de un gran betilo, una piedra ovoidea. Fechado el lugar de culto en el siglo I d. C. y claramente incluible entre los efectos de la romanización, la adhesión a la versión anicónica de la diosa, que así era también en origen, se explica mejor por la raigambre púnica de Carmo, pues por entonces en Roma era lo normal representar a la diosa bajo la forma clásica, como una matrona asociada al león y con el tympanon o pandereta y otros atributos.Contamos con una espléndida prueba en las fuentes literarias sobre la perduración de las tendencias anicónicas en la Bética romana hasta tiempos muy avanzados del Imperio. No le será difícil al lector imaginarse un ambiente procesional en Sevilla -para el caso la Hispalis romana-, el desarrollo de una ceremonia callejera y bulliciosa, en la que los fieles de Salambó -diosa siria equiparable a Afrodita o Astarté- recorren las calles de la ciudad, durante las fiestas de las Adonías; llevan en andas o en un paso la imagen de la diosa, y componen un pintoresco cortejo, animado por músicas y danzas, y ocupado, además, en postular para el sostenimiento del culto. Corrían los últimos años del siglo III o los primeros del IV d. C., cuando en una de esas procesiones, Justa y Rufina encontraron la razón de su martirio al negarse a dar culto a la diosa y derribar y romper su imagen en el forcejeo en que se vieron envueltas con sus enfervorizados devotos. El caso es que, en las Actas Martiriales, se dice que las trianeras repudiaron a la diosa con estas palabras: "Nosotras veneramos a Dios, no a este ídolo que no tiene ojos, ni manos, ni pies (nec oculos, nec manus, nec pedes habet"). Sin duda, como propuse hace algunos años, lo que en el paso llevaban era un betilo, una piedra seguramente ovoidea como la de Carmona. Pero las perduraciones se abren paso también por caminos más sutiles, tanto que difícilmente son aprehensibles en muchos casos. Nada podríamos proponer como más puramente romano que la hermosísima escultura de Venus hallada en Itálica junto al teatro romano. Es una espléndida producción del mejor arte adrianeo, realizada en mármol importado de la isla griega de Paros.La diosa está representada según el tipo de la Afrodita Anadyomene, la diosa recién nacida de las aguas. Hasta aquí nada de particular. Pero extrañó siempre a sus estudios la muy particular iconografía de la diosa, que incorpora detalles insólitos, como la gran hoja que lleva en la mano izquierda, que no es de loto, como se ha supuesto en ocasiones, sino de colocasia; y causaba especial estupor que no tuviese claros paralelos, al basarse en la elección de un tipo extraño para una época en la que se había impuesto, y subrayado por la oficialidad del culto, la versión de la Venus púdica. Le ha dedicado un trabajo reciente Pilar León, gran conocedora del arte romano, y sólo acierta a explicarse los problemas que plantea la soberbia diosa italicense porque no es la Venus romana estrictamente, sino la expresión más monumental -e inesperada si se quiere- de la latencia en la zona del culto a la gran diosa feniciopúnica Astarté-Tanit, asociada o reinterpretada como Venus Marina, según se sabe, entre otras cosas, por un santuario que con esa advocación tenía en la misma Cádiz.
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Íntimamente ligadas al culto cristiano a los santos y a sus reliquias, las peregrinaciones constituyen una de las formas privilegiadas de piedad popular. Durante la Alta Edad Media la motivación de estos viajes había sido básicamente expiatoria. A partir del siglo XI, sin embargo, con la fijación de los itinerarios sagrados en función de las reliquias previamente descubiertas, la penitencia pública tomó también como objetivo los centros habituales de peregrinación, si bien se vio ya claramente relegada a un segundo puesto por el peregrinaje devocional, típico de la Plena Edad Media. Aparte de razones secundarias como el deseo de aventuras o el conocimiento de otras tierras, la gran mayoría de peregrinos viajaban por una decidida motivación religiosa. No se peregrinaba en efecto a cualquier lugar, sino allí donde esperaba conseguirse un don divino. Tampoco todos los destinos sagrados ofrecían idénticos beneficios. Si a ello se le unen las dificultades materiales del viaje, que la Iglesia equiparaba no en vano a los méritos obtenidos mediante una rigurosa ascesis, resultará obvio concluir que el peregrinaje respondía a un consciente acto de voluntad, minuciosamente preparado hasta en sus más mínimos detalles. Desde tiempos altomedievales la Iglesia se había preocupado por regular ritualmente estos viajes. Los peregrinos, tras confesarse y hacer penitencia, asistían a una misa con liturgia especifica (desde mediados del siglo XI) en la que no era infrecuente la comunión colectiva. Con posterioridad al acto eucarístico el cura les impartía la bendición, entregándoles también el bastón y las alforjas, indumentaria característica del peregrino. Aunque a veces se añadiera un salvoconducto, a menudo tales signos externos eran más que suficientes pare acogerse a la paz, civil como eclesiástica, que les protegía a lo largo de toda la Cristiandad. El viaje se realizaba en grupo y siguiendo un itinerario previamente establecido (por ejemplo, la "Guía del peregrino" de Amalarico Picaud, c. 1140), con lo que el riesgo era similar al asumido por los comerciantes de la época. Durante su ausencia, tanto bienes como familiares estaban protegidos por una legislación también particular, suspendiéndose incluso cautelarmente toda acción judicial hasta el momento del regreso. Respecto a las metas de peregrinación, tres ciudades destacaban sin duda por encima del resto, debido a su enorme prestigio religioso: Jerusalén, Roma y Santiago de Compostela.
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Cuando en agosto de 1936 las llamas se apoderaron de la Sala Capitular del monasterio de Sijena (Huesca), desaparecía una de las lecciones más interesantes de la Historia del Arte Medieval. Aquel suceso suponía la práctica eliminación de un programa pictórico de hacia 1220, que todavía hoy conocemos gracias a que en los meses de aquella primavera, se había realizado una intensa campaña destinada a fotografiar lo que ya se entendía como un gran conjunto. Además, las llamas acabarían también con la techumbre mudéjar, una de las más antiguas conservadas. De todos modos, el blanco y negro de las fotografías no deja ver aquellos azules, verdes y amarillos que, según testimonios, dominaban en unas pinturas realizadas al temple. Por otra parte, el calor hizo que los escasos restos conservados en el Museo de Arte de Cataluña, cuyo traslado terminó en 1960, muestren una monocromía alejada de cualquier parecido con su estado original. Toda una serie de circunstancias debió sumarse en la gestación del centro religioso. Desde la política, en un afán de desarrollar un proceso repoblador ya iniciado, hasta la geográfica, por tratarse de un cruce de caminos hacia pueblos y ciudades importantes. Del mismo modo, no se puede olvidar el componente religioso, en este caso derivado de la incidencia en aquel tiempo de las órdenes militares. En este sentido, cabe decir que la Orden de San Juan de Jerusalén iba a servir de apoyo al centro monástico. Sería, por otra parte, femenino y alentado desde la propia monarquía, poniendo especial empeño la reina Sancha, esposa de Alfonso II de Aragón (1162-1196). Lo cierto es que en marzo de 1188 se le daba vida y ya hay indicios, no confirmados, de una primera consagración en el mismo año. Sin embargo, la definitiva y documentada será en 1258, y hasta entonces el monasterio se irá levantando paulatinamente, mientras cobija a Sancha en su retiro y se destina a panteón real, que muy pronto acogerá sus restos y los de su hijo Pedro II. Como arquitectura, el centro se compone de las dos partes que le son básicas: por un lado, las dependencias monacales que se levantan en torno a un claustro y, en segundo término, la iglesia. Esta es de planta con una sola nave, crucero y tres ábsides, del que destaca el central. Los edificios se levantaron desde su fundación en 1188 hasta, casi con seguridad, la consagración de 1258. Ello supone una serie de etapas, siendo la primera la que afecta a la nave, levantada sobre la antigua iglesia, la sala capitular y el resto de las estancias del monasterio. La segunda duraría hasta la mitad del siglo XII y afectaría al crucero y cabecera, comenzando al norte por el primero para levantar el panteón real, luego serían los ábsides, el crucero sur y, finalmente, la portada principal. En su arquitectura se dejan ver lógicas influencias de lo más próximo, es decir, del románico avanzado aragonés, navarro y catalán, así como del, más lejano, occidente francés.
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El palacio de Mari, verdadero foco de arte, fue realzado ya desde sus primeras fases constructivas con esculturas y, por supuesto, con pinturas, de las que han llegado notables testimonios de época neosumeria y paleobabilónica. Indudablemente, el sector palacial neosumerio, levantado por el shakkanakku Ishtup-ilum, y en el cual se hallaba la denominada Sala de audiencias, fue decorado con pinturas parietales, aplicadas directamente sobre la arcilla de sus enlucidos muros. Destruidas en su mayor parte, sus escasos restos testimonian escenas religiosas, que nos ambientan por la convención de sus figuras, por el vestuario y por el variado utillaje descrito, en los últimos momentos del III milenio. Toda su temática se distribuyó al menos en cinco grandes registros (3,36 m de ancho mínimo, 2,78 de altura), situados a más de 2 m del suelo. De su primer registro quedan restos de un desfile de portadores de ofrendas; del segundo, una escena de combate, de la que sólo se ha recuperado un soldado con turbante y carrillera. En cambio, se ha podido salvar el tema del tercer registro, consistente en la adoración de Ishtar recibiendo la ofrenda de otra diosa secundaria, junto a un cortejo de divinidades y hombres, en una amplia escena encuadrada por dos querubines. El cuarto presenta al príncipe o gobernador en compañía de una diosa y su ayudante ofreciendo una libación y combustión al dios Sin; en un lado, aparece un toro al paso sobre la montaña; en el otro, un extraño personaje con los brazos extendidos sobre un cielo estrellado. Finalmente, del quinto registro únicamente han llegado las figuras de unos pescadores. Lo que llama la atención del cuarto registro es que el gobernador o príncipe va vestido con la túnica de volantes, propia de los dioses, y el dios porta la vestimenta principesca. La explicación creemos que es clara: en la pintura se conmemora muy probablemente la divinización del gobernador mariota, siguiendo la antigua tradición acadia que continuaron los reyes de la III Dinastía de Ur, y a la que se sumaron algunos príncipes de Mari. En favor de la datación de estas pinturas a finales de la época neosumeria hablan la poca gama de colores (blanco, negro y ocres amarillos y rojos) y la especial manera de separar los registros, a base de sencillos listones pictóricos.
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Los antiguos egipcios estaban convencidos de que su vida eterna dependía de la conservación del cuerpo del difunto, por lo que la sepultura donde es enterrado tendrá una gran importancia, especialmente para los grandes personajes. El tipo normal de sepulcro es la mastaba, enorme banco en forma de pirámide truncada, cuyo modelo ideal mostramos aquí. Bajo el nivel de tierra se encuentra la cámara funeraria, donde se deposita el sarcófago. En la estructura superior se hallaban la capilla para las ofrendas y el serdab, espacio cerrado en el que había una estatua del difunto. En la III dinastía se emplearán como sepulcro pirámides escalonadas, de las cuales la más antigua y conocida es la de Zoser, en Saqarah, construida algunos años después del 2630 a.C. El recinto, rodeado por una muralla rectangular, presenta una puerta que da acceso al conjunto, un gran patio y la tumba sur. En el lado sur del templo se encuentra el recinto Heb-Sed, en el que el faraón celebraba la fiesta de regeneración de poderes. Al norte del patio se hallan dos estancias, "La casa del Sur y la Casa del Norte". La pirámide, que preside el conjunto, está construida como una superposición de mastabas, con un total de 6 cuerpos, una base rectangular de 140 x 118 metros y 58 metros de altura. Tras ella, adosado a la pared norte, está el serdab y, junto a éste, se encontraba el templo funerario norte. En la IV dinastía se emplearán ya pirámides perfectas, integradas también en conjuntos funerarios. En esta reconstrucción de un complejo funerario ideal vemos a la pirámide rodeada por un recinto amurallado. Una larga rampa comunicaba el templo del valle o templo bajo con el recinto, al que se pasaba a través de un vestíbulo y un patio con columnas. La estancia más cercana a la pirámide era llamada santuario. Dentro del recinto se situaba además el templo mortuorio, pudiendo haber pirámides secundarias, en el ángulo izquierdo de la entrada, así como una capilla, en el lado norte. Las 4 caras de la pirámide se orientaban a los 4 puntos cardinales y el eje mayor del recinto generalmente en sentido O. En su interior, la pirámide tenía diversas estructuras, que podemos apreciar mejor en este corte transversal de la pirámide de Keops. La entrada, en el lado norte, está a 18 m de altura; de ella parte un corredor en rampa de más de 100 m que penetra hasta una cámara inacabada, nunca utilizada, pues se decidió situar la cámara del sarcófago en la masa de la pirámide. Para ello se construyó un corredor ascendente que se continúa en dirección horizontal hasta la mal llamada Cámara de la Reina. Entre el inicio de la Gran Galería y el corredor descendente se construyó un pasadizo de escape. También de la Gran Galería y de la Cámara funeraria parten dos conductos de ventilación, que salen al exterior a 76 metros de altura. Por último, en el centro, encontramos la antecámara, la cámara del rey y las cámaras de descarga, cuya función es aligerar el peso de la enorme masa de la pirámide sobre el techo de la cámara sepulcral.
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El terreno estaba, pues, bien preparado para que se levantase la primera de las Maravillas del Mundo: las pirámides por antonomasia. El sucesor de Snefru fue su hijo Keops (2553-2530), el constructor de la Gran Pirámide. Al igual que sus antecesores, eligió como emplazamiento para ella una zona desocupada, al norte de todas las pirámides construidas hasta entonces, junto a la actual Giza. Con Keops culmina evidentemente el concepto del faraón como dios-rey, y eso que apenas tenemos noticias fidedignas de su reinado. A la vista de su pirámide, hombres de otra mentalidad, como Heródoto (II, 124), trazan de Keops una semblanza de tirano desprovista de fundamento. Tal vez lo único aprovechable y significativo que sobre él aporta la historiografía en lengua griega sea la noticia de que mandó cerrar los templos de los dioses (Manetho), medida propia de un gobernante que decide resolver una crisis por la vía de la represión. Como era de prever, el empleo de mano dura resultó contraproducente. Pero al empeño de Keops en reafirmar su autoridad se debe el monumento arquitectónico más admirado del mundo, una pirámide -la mayor de las existentes entonces y después- de 146,59 m de altura y 230 m por cada lado de su base. Más elocuentes quizá que estas cifras sean los cálculos que sobre ella se han hecho. He aquí algunos ejemplos reunidos por Edwards: las Casas del Parlamento de Londres y la Catedral de San Pablo de la misma ciudad podrían asentarse en su base dejando aún mucho espacio libre; también cabrían en su lugar la antedicha Catedral de San Pablo, la Abadía de Westminster, la Basílica de San Pedro del Vaticano y las catedrales de Milán y de Florencia; si sus piedras fueran cortadas en cubos de un pie (30,5 cm) de lado, y puestas en fila, cubrirían dos terceras partes del ecuador terrestre. El número de bloques de piedra, tal y como están cortados asciende a 2.300.000, según los cálculos más recientes y moderados. Aunque de lejos la Gran Pirámide parece intacta, ha sufrido bastante a mano de los hombres, hasta el punto de que el califa Al-Mamun abrió un boquete en su lado norte en busca de tesoros ya entonces inexistentes (la depredación original debió de producirse durante los desórdenes que iniciaron el Primer Periodo Intermedio, hacia el 2153 a. C.) En ella encontraron los árabes una cómoda cantera para puentes, canales y edificios de todo orden. Actualmente le faltan el ápice y unas doce hiladas de piedra en la cima, casi todo el revestimiento de caliza de Tura, etc. A diferencia de lo que ocurre con sus precursoras, la pirámide de Keops fue construida desde un principio tal y como es, sin vacilaciones en su forma exterior, con una base perfectamente cuadrada y una orientación hacia los puntos cardinales en la que sólo se detecta un error de 3' 36", o lo que es lo mismo, con una increíble precisión astronómica. En esta pirámide la fase experimental ha quedado superada del todo, gracias al saber acumulado por los hombres de Snefru. Desde un principio se va sobre seguro, sin hacer pruebas ni sufrir contratiempos. Dada esa certera precisión en lo más difícil, sorprende el cambio de programa que por tres veces experimentó la organización del interior. Teniendo en cuenta la larga duración de una obra como ésta, y que durante ella podía ocurrir la muerte del faraón, parece lógico que los constructores preparasen desde el primer momento una cámara funeraria con su acceso correspondiente, y que si la vida del faraón se prolongaba, dieran paso a otros planes; pero lo curioso es que en el caso de la Gran Pirámide estos cambios no estaban previstos, por lo menos en la segunda de las soluciones que vamos a exponer. La entrada se encuentra en el lado norte de la pirámide, a 18 m de altura, un poco desplazada del centro (8 m), en dirección al este. De ella parte un corredor en rampa que, después de atravesar la masa de la pirámide, penetra en el subsuelo de roca alcanzando en total una longitud de 97,75 m. A partir de aquí recorre en sentido horizontal otros 8 m hasta una cámara inacabada en cuyo fondo se inicia un corredor sin salida. Este dispositivo parece responder a un plan que preveía un reinado corto del faraón: lo que se pretendía hacer eran dos cámaras, una detrás de otra, como en la Pirámide Roja de Dahsur. El segundo plan entra en vigor cuando la superestructura de la pirámide había alcanzado la altura de la entrada. Entonces se decide, en contra de lo previsto, situar la cámara del sarcófago en la masa de la pirámide y no en el subsuelo. Para hacer el corredor ascendente hubo que practicar un boquete en el techo del corredor n.° 1, a ras del subsuelo, y abrir un túnel en la cantería de la pirámide. El trabajo no se pudo hacer a cielo abierto, como hubiera sido lo cómodo y lo económico si el corredor n.° 3 hubiera estado previsto. Por la disposición de las hiladas, Borchardt pudo señalar exactamente hasta qué altura llegaba la pirámide cuando se llevó a efecto el cambio de plan. El corredor sube en rampa hasta la altura de la entrada del n.° 1, y luego sigue en dirección horizontal hasta el centro mismo de la pirámide, donde se construye la mal llamada Cámara de la Reina, obra que se pudo hacer al aire libre porque a esta altura estaba entonces la pirámide. Cuando aún los trabajos en esta cámara estaban en curso, el proyecto se abandona en favor de otro al que hay que agradecer dos de las maravillas de la arquitectura egipcia: situar la cámara funeraria a mayor altura y construir como acceso a la misma la Gran Galería. Para subir por el corredor ascendente un hombre debe agacharse, pero esta penosa ascensión lo predispone al asombro que le producirá, al término de la misma, encontrarse ante una galería de 8,50 m de alto y 46,50 de longitud. Es la "Grande Galerie" que se dio a conocer al mundo en una de las más importantes ilustraciones de la Expedición a Egipto. Sus paredes de caliza pulimentada suben hasta el techo en siete hiladas, cada una de las cuales sobresale un poco sobre el plano de la inferior para formar una falsa bóveda, cerrada por losas planas y horizontales. El piso consta de una calzada central, del mismo ancho que las losas del techo, y de dos bancos laterales, continuos, provistos de muescas situadas a intervalos regulares para los postes que sostuvieron una plataforma horizontal cuyos bordes encajaban en la ranura continua que surca la tercera hilada de los muros. En esta plataforma de madera se depositaron los bloques que después del funeral de Keops taponaron el corredor ascendente, por cuya entrada no caben. Todas estas disposiciones fueron tomadas mientras se construía la pirámide, pues entre los bloques y el corredor que habían de taponar apenas hay unos milímetros de diferencia. Para que los obreros encargados de la operación de cierre no quedaran atrapados en el interior de la galería, se había hecho en su arranque el pasadizo, que les permitía bajar al corredor descendente y salir por éste al exterior. Este pasadizo fue cerrado por abajo con tanto disimulo, que su entrada no se distinguía en nada del resto del corredor. Así pues, la Gran Galería estaba predestinada a no volver a ser vista una vez que la pirámide se sellase. A pesar de ello, la construcción está realizada con tanto esmero y exactitud, que no se puede meter la punta de una aguja entre dos de sus sillares. El maestro constructor actuó aquí con una precisión de relojero, sin importarle que nunca ojos humanos contemplaran aquella maravilla. Lo mismo ocurre en la Cámara del Sarcófago o Cámara del Rey, separada de la Gran Galería por un vestíbulo preparado para recibir tres rastrillos como cierre. En medio de grandes lastras de granito, perfectamente alisadas y ajustadas, está el enorme sarcófago. La colocación de éste hubo de hacerse durante la construcción, ya que no cabe por ninguna de las entradas. Las paredes, el sarcófago, todo es liso y pulido, sin una inscripción, sin un adorno. El ideal de las grandes pirámides es el ideal escueto y limpio de los sólidos geométricos. No puede haber mayor contraste con la alegre y animada arquitectura interior patrocinada por Zoser. La cámara mide 10 m de longitud por 5 de ancho, y está cubierta por nueve capas superpuestas, de losas de más de 5 m de largo cada una. Las capas están separadas por espacios huecos, y cubiertas al final por un techo a dos vertientes. No sabemos en virtud de qué cálculos se adoptó esta solución. Los arquitectos sabían que sobre la cámara habían de acumularse aún piedras en una altura de 100 m. El caso es que aún hoy, si bien todas las losas horizontales están rotas (probablemente a consecuencia de terremotos), ninguna de ellas se ha desplomado. De la cámara parten, hacia el norte y hacia el sur, dos angostas aberturas que la ponen en comunicación con el exterior a unos 76 m de altura. Nadie sabe para qué se hicieron, aunque se suponen conductos de ventilación. Las descomunales dimensiones de la pirámide, su perfecta orientación (también la cámara del sarcófago está orientada exactamente hacia los puntos cardinales); detalles curiosos como el de que el corredor ascendente enfile con precisión la Estrella Polar, todo ello ha dado pábulo a un sinfín de especulaciones gratuitas en torno a la idea de que en la pirámide se encierra una sabiduría inmensa y arcana, que los egipcios reservaron para un futuro lejano en que otros hombres estarán preparados para comprenderla y encontrar en ella la verdadera salvación. Como botón de muestra tomamos de Vandier unas notas debidas a uno de estos intérpretes: "El corredor descendente representa el período de preparación e iniciación al misterio del universo, y luego la degradación del hombre, que incapaz de encontrar el corredor ascendente, hacia la Verdad, se sumerge en las tinieblas del subsuelo. Allí está la cámara que simboliza la locura, donde todo anda cabeza abajo, donde los hombres andan al revés como las moscas por un techo. El corredor ascendente es la Sala de la Verdad en la Sombra, como la Gran Galería es la Sala de la Verdad en la Luz. La Cámara del Rey es la del Misterio y de la Tumba Abierta (el sarcófago está vacío y sin tapa desde tiempo inmemorial), la Cámara del Gran Oriente de las profecías egipcias, la Sala del Juicio y de la Purificación de las naciones...". Junto al flanco oriental de la pirámide se han descubierto los restos de su templo funerario. Tiene la forma de un patio rectangular, pavimentado de losas de basalto y rodeado de un pórtico de techo plano, sostenido por pilares. Los muros de éste llevaban una fina decoración de relieves planos, diseñados con la precisión y el buen gusto que caracterizan a la época. Al fondo del patio, y en su centro, tras la primera hilera de pilares del pórtico, había otras dos hileras más cortas (una de ocho, otra de cuatro pilares) que precedían a un nicho cruciforme, de destino incierto, posiblemente para estatuas. Las ofrendas al faraón se harían detrás de este nicho, en el espacio que media entre su fondo y la pirámide, frente a estelas de cima redondeada como las de Meidum y Dahsur. A los lados del templo, y junto a la calzada, se conservan los fosos de tres barcos; otros dos (uno de ellos con el barco desmontado pero íntegro) se han localizado al sur de la pirámide. El descubrimiento de relieves muy fragmentados en el templo funerario, en contraste con la falta total de ellos en la pirámide, ha hecho concebir grandes esperanzas en la excavación del templo del valle, que acaso esté mucho mejor conservado; pero los trabajos no han podido llevarse a cabo por hallarse sobre el templo la aldea moderna de Kafraes-Semman, actualmente englobada en el populoso barrio cairota de Giza. La Gran Pirámide no debe ser considerada por sí sola, sino en el contexto de la extensa necrópolis de la que era centro y cúspide. Los tres cementerios que la flanquean, por el este, el sur y el oeste, responden a sus mismas directrices. El Cementerio del Oeste se compone de setenta y cuatro mastabas de piedra para los cortesanos y grandes funcionarios (entre éstos el príncipe Hemiun, superintendente de las construcciones de Keops). Las mastabas están rigurosamente ordenadas en calles tiradas a cordel, y desprovistas de todo ornamento, externo o interno. No era ésta la primera pirámide rodeada de las tumbas de los cortesanos; pero fue, sí, la primera en imponerles un orden tan riguroso como una formación militar. En el plano sur de la pirámide las mastabas formaban una sola fila. El Cementerio del Este comprende las pirámides de las tres reinas y ocho grandes mastabas dobles, para los hijos del rey y sus cónyuges, ordenadas con el mismo rigor que las del Cementerio del Oeste. A todo esto se sumaron más tarde nuevas mastabas, que rompieron la tónica de regularidad característica de la necrópolis. El tipo clásico de mastaba de la IV Dinastía es una sencilla construcción de sillería, de paredes oblicuas y techo plano, sin capilla de culto ni serdab para la estatua. Las ofrendas se hacían en el lado oriental de la mastaba, donde se encontraba un relieve pequeño con la efigie del difunto, sentado a la mesa, con el nombre y títulos del mismo. La mastaba se halla superpuesta a una cámara subterránea destinada al sarcófago (carente de decoración también), y de un pozo vertical que se cegaba después del sepelio. Entre el pozo y la cámara quedaba un angosto espacio, donde a falta de la estatua se colocaba una cabeza-retrato del difunto, suficiente para que el alma encontrase el paradero del cuerpo. Con ello se pudo prescindir del serdab, aunque la prohibición de construirlo hubo de ser levantada al cabo de poco tiempo. La gigantesca mastaba del visir Hemiun (hijo del Nefermaat, enterrado en Meidum) fue la primera en no atenerse a las normas generales; de una de sus cámaras procede la magnífica estatua sedente de este príncipe conservada en Hildesheim (Alemania). Aunque la mayoría de las mastabas ha perdido todo su revestimiento, hay que suponerlas recubiertas de caliza de Tura; por tanto, su color sería el mismo que el de la pirámide. El concepto egipcio de que la vida del faraón prosigue en el más allá, en compañía de sus familiares y seguidores, nunca había encontrado, ni volvería a encontrar, una expresión material tan clara y adecuada. Asimismo, la diferencia entre el rey-dios y sus súbditos humanos, se hacía patente en la distancia entre la aguda y gigantesca pirámide de aquél y las romas y bajas mastabas de éstos. He aquí en lo que había venido a desembocar aquel túmulo que en el Egipto prehistórico se reservaba al rey de los cazadores. Pero para comprender del todo el sentido de la pirámide como institución, es preciso reparar en algo que si bien no ha dejado huellas manifiestas de su presencia, existió sin ningún género de duda en sus proximidades: la ciudad-pirámide. Lo que nace como campamento de los obreros encargados de la construcción, se convierte en sede de los sacerdotes, empleados, obreros y esclavos encargados de suministrar, por toda la eternidad, alimentos al espíritu del muerto; de practicar los ritos necesarios para su bienestar; de vigilar la tumba y de mantenerla en perfecto estado de conservación. Para atender a estas necesidades fue instituida la llamada fundación funeraria. Cada pirámide -y más tarde cada gran tumba particular- es dueña de las propiedades indivisibles e inalienables que su fundador le ha otorgado en todo el país, para que con los productos y rentas de éstas el difunto sea objeto siempre, de padres a hijos, de las debidas atenciones. Los sacerdotes y empleados de la pirámide viven a costa de aquellos ingresos, están exentos de la prestación de los servicios comunes de todos los ciudadanos, y por propio interés han de velar por el buen estado de la pirámide y por la prosperidad de la fundación. Es posible que ésta haya sido la única forma de propiedad privada durante el Imperio Antiguo. El sucesor de Keops, Kefrén, también realizó su pirámide.
contexto
El último faraón de la III Dinastía, Huni, tuvo tiempo de sobra, en los 24 años de reinado que le asigna el Papiro de Turín, para hacerse una pirámide de grandes dimensiones. Sin embargo, no se le puede asignar ninguna con certeza. La pirámide de Zawiyet el-Aryan, proyectada como un monumento de seis o siete escalones, acaso no fuera nunca acabada. Algunos se la atribuyen porque el nombre de Horus de Huni, Khaba, aparece en los vasos de alabastro de algunas mastabas próximas. Recientemente se ha sugerido que la pirámide de Meidum sea la que, en verdad, le corresponde. Los egipcios del Imperio Nuevo la atribuían a Snefru, sucesor de Huni y primer faraón de la IV Dinastía; pero cabe la posibilidad de que Huni la hubiera dejado como pirámide escalonada y Snefru la hubiese terminado. No siendo corriente que un faraón realizase obras en un monumento de un predecesor como no fuese para apropiárselo, la posteridad se la asignaba a Snefru. Testimonios fehacientes indican que Snefru construyó otras dos pirámides en Dahsur, la Acodada y la Roja; de manera que tenemos que habérnoslas con el caso excepcional de un faraón a cuyo nombre figuraban tres pirámides. Aunque parezca un cuerpo geométrico tan sencillo, la pirámide no se hace ateniéndose a un plano previo, sino que se va haciendo conforme el terreno da muestras de su resistencia a los millones de toneladas que se le ponen encima (según cálculos correctos de Napoleón, las pirámides de Giza darían piedra bastante para rodear de una muralla toda Francia), y conforme a los deseos que el faraón manifieste de darle altura, situar la cámara del sarcófago, garantizar la seguridad de su tumba y de sus tesoros frente a la amenaza de los ladrones, etc. Desde la Pirámide Escalonada de Sakkara a la Gran Pirámide de Giza, todas dan señales de cambios de plan en su construcción. En algunos bloques extraídos de la pirámide de Meidum durante las excavaciones hay grabados de pirámides de dos, tres y cuatro escalones hechos por los constructores. Estos grabados podrían indicar cuáles fueron las primeras fases del monumento; pero las investigaciones modernas no han profundizado tanto en el suelo como para comprobar este extremo. En su estado actual la pirámide parece una gigantesca torre, con su base enterrada en montones de cascajo y arena. Se ha podido constatar, por lo menos, que alguna vez fue una pirámide de siete escalones. Primero se levantó, como núcleo, una torre cuadrada, cuyo techo formaba el séptimo escalón; luego, se le fueron añadiendo, por los cuatro lados, seis capas de piedras de tamaño decreciente, hasta construir otros tantos peldaños, cada capa formando con la base un ángulo de 75°. Gracias a esta inclinación, las capas mantenían cohesión sin necesidad de grapas ni de otro vínculo (gracias también a eso, es un monumento impresionante aun hoy, pues los ladrones de piedra han podido desmantelarla tranquilamente, sin necesidad de reducirla a un cúmulo de cascotes, como han hecho con tantas otras). Cuando el edificio ya estaba terminado, se inició la obra de conversión en una pirámide de ocho escalones, haciendo subir todos los existentes a mayor altura y añadiendo uno más en la base. Igual que antes, el material era piedra de la localidad, revestida de caliza de Tura. Pero la pirámide de Meidum no estaba destinada a seguir siendo mucho tiempo un edificio escalonado, aunque así lo creyesen quienes la dieron por terminada, primero con sus siete, y más tarde, con sus ocho escalones. En una fecha posterior éstos fueron unidos mediante un relleno de piedra local, revestido de caliza de Tura, hasta dar al conjunto la forma de una pirámide normal, como se ha podido apreciar sin la menor vacilación en la base soterrada del monumento. La obra última se realizó con una nueva técnica: mientras la pirámide escalonada, como todas las de su género, tenía las hiladas de sillares inclinadas hacia el núcleo del edificio, a las hiladas nuevas se les dio la disposición horizontal propia de las pirámides clásicas. Otro detalle curioso, aunque de orden distinto: algunos sillares de esta última fase llevan fechas inscritas en los años 21 y 23 del reinado de un faraón que no se menciona, pero marcas iguales, de los mismos canteros, están fechadas en los años 21 y 22 del reinado de Snefru en la Pirámide Roja de Dahsur. Ello quiere decir que al tiempo que esta pirámide se terminaba, la de Meidum adquiría su forma definitiva. Si esto lo hizo Snefru para Huni o para él mismo, es cosa que no se puede precisar. Hoy día la base del monumento mide 146,60 m de lado; la altura actual es de 70 m, que serán unos 90 m cuando estaba entera. La entrada a la cámara funeraria se encuentra en el sexto escalón de la pirámide de siete, que hubo de ser alargada en línea recta en las posteriores modificaciones. El corredor se dirige en rampa hacia el centro del subsuelo de la pirámide, aquí recorre unos metros en sentido horizontal y luego se convierte en un pozo vertical que conduce en sentido ascendente al piso de la cámara del sarcófago. Si tal como parece, los arquitectos de Snefru construyeron dos pirámides y dieron a ésta su forma última, no cabe duda de que debieron de adquirir una enorme experiencia en la materia. Pero seguramente fue el mismo Snefru quien señaló las directrices que en el futuro habían de regular el dispositivo de las pirámides y de sus elementos. Frente al naturalismo alegre, de vida cotidiana y festiva de Zoser, impone Snefru como rasgos dominantes la sobriedad y la abstracción: planos tersos en lugar de escalones, puras formas geométricas. Snefru ha tenido la fortuna de que sus pirámides de Dahsur sean hoy en día no sólo las mejor conservadas sino las más auténticas. Su alejamiento y su entorno limpio de escombros y de ruinas permiten apreciar el poder que emana de las pirámides. En la inmensidad de la llanura sin confines, bajo la bóveda azul del cielo, las pirámides se enfrentan únicamente con el cosmos y el hombre experimenta en ellas lo que significa el encuentro con la eternidad. Según las directrices de Snefru, en la pirámide propiamente dicha culmina un conjunto arquitectónico compuesto de cuatro partes fundamentales, nacidas todas ellas de conveniencias prácticas: 1, el Templo del Valle, adonde llegan las aguas de las crecidas del Nilo y donde se encontraban los muelles de descarga de los materiales traídos en barcazas por el río desde la Primera Catarata (el granito rojo de Assuán) o desde la orilla derecha (la caliza de Tura); 2, la calzada, utilizada primero para el arrastre de los bloques y convertida más tarde en vía de acceso a la pirámide; 3, el templo funerario, situado junto al flanco oriental de la pirámide, donde los operarios tenían sus talleres durante la construcción de ésta; 4, la pirámide, emplazada en la escarpadura del desierto, recortando su majestuosa silueta sobre el azul, donde no ocupa tierras útiles para el cultivo. La más meridional de las dos pirámides de Dahsur fue proyectada sin duda como pirámide geométrica, aunque nunca llegara a serlo. Cuando su construcción había alcanzado poco más de la mitad de su altura, el ángulo de inclinación, de 50? 31', fue reducido a 43? 21'. Así nació una pirámide anómala, a la que se han aplicado diversos calificativos: falsa, romboidal, acodada, el último de ellos quizá el más adecuado. Mide 188,50 m de base por 97,26 m de alto. Sus lados están orientados a los cuatro puntos cardinales, pero no con precisión tan matemática como las de Keops y Kefrén. Por fuera es la mejor conservada de todas las pirámides de Egipto, incluso en su revestimiento de caliza de Tura. Aquí puede apreciarse lo importante que era este revestimiento para el efecto que la pirámide producía de cerca. La pulida, deslizante superficie se compone de un mosaico de bloques en forma de cuña, cada uno de unos dos metros de longitud, incrustados en el cuerpo de la pirámide. Una zona en donde la superficie está un poco cuarteada parece la grieta de un iceberg. En la disposición de las piedras sigue el sistema arcaico de inclinarlas hacia dentro, como las pirámides escalonadas. Sería la última vez que ocurriera esto. También es única esta pirámide en tener dos corredores de entrada a sus dos cámaras interiores. Estas están cubiertas de magníficas cúpulas falsas, de forma piramidal, hechas por aproximación durante la construcción y tapadas entonces con yeso. Seguramente éste fue el motivo que obligó a acortar la altura de la pirámide reduciendo el ángulo de inclinación. Al sur de la pirámide, dentro del muro que delimita su recinto, se encuentra una pirámide secundaria o subsidiaria, algo que va a ser corriente a partir de ahora. Al igual que la mastaba meridional del recinto de Zoser en Sakkara, esta pirámide se destina a guardar las entrañas del rey, encerradas en los vasos canópicos, o a tumba de su ka. Ante la rampa de descenso tiene una capilla pequeña con un foso en el suelo. Al este, entre su base y el muro de demarcación, aparecieron restos de dos estelas, en una de las cuales está el faraón sentado dentro de la cartela de su nombre y títulos, con la doble corona, el manto del Hebsed y un flagelo en la mano. Probablemente la otra estela era igual. En el proyecto inicial de la pirámide acaso no figurase un templo funerario, sino únicamente una mesa de piedra respaldada por dos estelas. Poco después se le añadió un recinto de adobe, precedido por un vestíbulo con puerta lateral, y el ara fue cubierta de un sencillo dosel de piedra. Las excavaciones de 1951-52 dieron el sorprendente resultado de mostrar que en contraste con la simplicidad de este templo funerario, la pirámide tenía en el punto de partida de la calzada un monumental templo del valle, de unos 50 m de longitud. Delante de la entrada hay un patinillo delimitado por un muro que se une al meridional de la calzada, frente a sus dos esquinas se alzaban dos estelas de cima redondeada. El templo propiamente dicho consta de un vestíbulo, con dos cámaras a cada lado; de un patio a cielo descubierto y de una sala hipóstila, de diez pilares, con nichos al fondo. En estos nichos estaban alojadas cinco estatuas del rey, de tamaño mayor que el natural, formando cuerpo con las paredes del fondo, como si fuesen altorrelieves. Pese a lo muy destrozados que han aparecido, lo mismo el templo que su decoración, se han podido recuperar tramos y fragmentos de relieves de lo más fino y expresivo que produjo el Imperio Antiguo. Vengamos ahora a la tercera de las pirámides de Snefru, la del norte. Se la llama la Roja porque tal es el color de la piedra de la localidad de que está construida. Pero en la Antigüedad llevaba el habitual revestimiento de caliza de Tura, de modo que ese color rojo, por el que se la conoce, no era para nada visible. Mide 218,5 por 221,5 m de base y 104,4 de altura. Su ángulo de inclinación, 43° 36', se aproxima mucho al de la parte superior de la Pirámide Acodada. Pese a ser la primera pirámide geométrica, ha sido poco explorada y estudiada, desde que hace siglo y medio Perring logró penetrar hasta la última de sus tres cámaras. Tanto el corredor de entrada como las dos primeras cámaras están casi obstruidas por los escombros. Las tres están cubiertas de bóvedas falsas, de gran altura. Faltan por descubrir la calzada y los templos. A pesar de ello, se conocen inscripciones y letreros que permiten atribuirla con seguridad a Snefru. Las mastabas de los cortesanos, situadas en sus proximidades, no sólo corroboran la atribución, sino que indican que probablemente aquí reposó al fin el cuerpo del soberano.
contexto
El estado de conservación de las pirámides varía mucho, desde las que se encuentran relativamente enteras, a las que son hoy poco más que una duna o un montón de cascotes. Uno de los hombres que mejor las ha estudiado, I. E. S. Edwards, considera que por el momento podemos considerar localizadas alrededor de ochenta de ellas. Sin duda las más antiguas son las pirámides escalonadas, y la primera y principal de éstas fue la construida en Sakkara para Zoser (2635-2615 a. C.), el segundo faraón de la III Dinastía. A él se debe una de las más grandes conquistas de la civilización egipcia: la arquitectura en piedra, esto es, la consagración de la piedra como un material de construcción que por su nobleza y su belleza no ha sido superado hasta el día de hoy por ningún otro. La época tinita había utilizado ya la piedra como refuerzo de sus edificios de adobe; pero ahora se trata de su empleo exclusivo, algo que requería mucho trabajo y habilidad para dominarla. Ya hemos dicho que Egipto no tenía necesidad imperiosa de emplear la piedra, como Mesopotamia tampoco la tuvo, ni la empleó. Si Egipto lo hizo, fue únicamente por sus creencias religiosas. Desde tiempos remotos, los egipcios venían dando muestras de una profunda aspiración a encontrar un material eterno. Ya en el badariense no se conforman con la cerámica y hacen recipientes de piedras durísimas: basalto, pórfido, diorita y otras varias. Pero en lo que a la construcción sé refiere, la piedra se reservó al principio exclusivamente a los muertos. Sus cualidades de dureza y permanencia hacían de ella el material idóneo para el lugar de reposo de los difuntos y de custodia y conservación de sus ajuares. Y así fueron las tumbas las que dieron nacimiento a la primera arquitectura en piedra. El largo proceso de su desarrollo -la que pudiéramos llamar su infancia- se puede seguir a lo largo de las primeras dinastías, cuando es sólo un elemento más junto al adobe y a la madera. De pronto, como un meteoro, una arquitectura radiante surge a comienzos de la III Dinastía; Zoser ha encontrado en ella el instrumento con que hacer ostensible la divinidad del faraón, la eternidad de su poder. Sobre el nacimiento de esta arquitectura flota un personaje mitológico y que, sin embargo, fue histórico. Se llamaba Imhotep. Dos mil años después de muerto, lo encontramos convertido en dios de la medicina, equiparado al Esculapio de los griegos. En vida le fueron confiados por Zoser, el faraón a quien sirvió, los cargos de mayor responsabilidad en el país: gran visir, juez supremo, inspector de la real secretaría, portador del real sello, arquitecto de todas las obras del rey, inspector de todo lo que el cielo trae, la tierra cría y el Nilo aporta... Esta universalidad de Imhotep, inconcebible casi en épocas posteriores, sólo podía manifestarse en los estadios iniciales de una gran civilización, cuando todo tenía que ser, primero, inventado, y después, organizado. Amén de sus aptitudes de arquitecto e ingeniero, que lógicamente son las que más interesan a una historia del arte, es de destacar que en una inscripción de Sakkara, Imhotep figura como sumo sacerdote de Heliópolis, lo que faltaba para completar su perfil como el de un mago que en el umbral entre la prehistoria y la historia, cuando aún la medicina y la magia no estaban separadas, alcanzó por su saber y su talento un prestigio que las generaciones posteriores no quisieron olvidar. Y si tal fue la principal razón para que lo divinizasen, no hay duda de que sus realizaciones como arquitecto hubieron de contribuir a mantener vivo su recuerdo, pues Sakkara fue visitada durante toda la Antigüedad. En efecto: el enorme conjunto monumental de Sakkara, la ciudad funeraria que vamos a describir, no es sólo un mausoleo real, sino un escenario de actividades mágicas, donde el Ra del faraón va a seguir desempeñando ciertos cometidos por toda la eternidad. Primordial entre sus funciones será la de la renovación de su juventud y de su fuerza, sin las cuales la figura sería inoperante. El Hebsed, la Fiesta de la Renovación de la Realeza, consistía en una serie de actos rituales entre los cuales el más importante era la repetición de la ceremonia de la coronación del faraón como rey de las dos mitades del país. La ceremonia se celebraba en un patio rodeado de las capillas de todos los dioses. Un cortejo presidido por un sacerdote visitaba primero las capillas de los dioses de los cantones del Alto Egipto y recababa su consentimiento para que la realeza del faraón fuese renovada. Una vez que todos ellos habían manifestado su anuencia, el rey era conducido al trono situado en el extremo meridional del patio y cubierto de un baldaquino, y allí lo coronaban como rey del Alto Egipto con la corona blanca. Lo mismo se repetía después ante los dioses del Bajo Egipto con el mismo resultado: la coronación del rey con la corona roja de esta parte del país. Seguidamente se procedía a la Unificación, ceremonia consistente en atar dos plantas simbólicas a los lados de una estaca: el loto del sur y el papiro del norte. Pero la celebración de estos actos dependía de otro muy característico de las monarquías sacerdotales primitivas: una carrera de velocidad en la que el rey, desnudo, con un flagelo en la mano, había de poner en evidencia su buena forma física cubriendo con la debida rapidez una ruta prescrita. Uno de los relieves de Zoser, precisamente, lo representa en este acto. En esta carrera lo acompañaban su perro y el sacerdote de las almas de Nekken, esto es, de los reyes prehistóricos del Alto Egipto. Sabido es que de esta demostración de agilidad por parte del rey dependía la fertilidad de los campos del país. El recinto de la pirámide de Zoser forma un rectángulo de 544,90 m de largo por 277,60 de ancho. Pese a esta amplitud de dimensiones, no tiene más que un portal de comunicación con el exterior, flanqueado por dos torres de gran potencia. La puerta, que nunca tuvo batientes, es un vano angosto, de apenas un metro de ancho. La muralla, reforzada por contrafuertes a intervalos regulares, acaso reproduzca en piedra las que eran murallas blancas de Menfis, hechas de adobes enlucidos de blanco. En el interior del recinto se distinguen las partes siguientes: 1. La pirámide escalonada, que en su forma definitiva era un macizo de seis escalones, de alturas desiguales, hasta alcanzar los 60 metros. Su construcción fue objeto de varios cambios de proyecto, a partir de una mastaba cuadrada, de 63 metros de lado por 8 de altura. Esta mastaba se componía de un núcleo de caliza local, revestido de una capa externa de la fina caliza de Tura, perfectamente careada. Terminada esta primera mastaba, se le añadió por los lados un nuevo revestimiento de caliza de Tura, de tres metros de ancho, pero 60 cm más bajo que el edificio original, dando lugar a una incipiente mastaba escalonada. A todo esto se le sumó por el lado oriental una ampliación de 6 m de espesor, que convertía el cuadrado de la planta primitiva en un rectángulo con su eje mayor orientado de este a oeste. Antes de revestir de caliza de Tura este nuevo anejo, hubo un cambio completo de proyecto: la mastaba fue transformada en el primero de los escalones de una pirámide de cuatro. Por su lado norte se comenzó a construir un templo funerario, pero antes de que las dos obras se acabasen, se produjo un quinto cambio de plan, consistente en ampliar la pirámide hacia el norte y hacia el oeste, añadiéndole dos escalones más. Una última ampliación por todos lados, con su revestimiento definitivo de sillares de caliza de Tura la hizo aún un poco mayor. La parte subterránea consta de un pozo vertical, de 28 m de profundidad, en cuyo fondo se encuentra la cámara del sarcófago de Zoser, revestida de placas de granito de Assuán. De ella parte un laberinto de corredores y habitaciones sin parangón en ninguna otra pirámide del Imperio Antiguo. A la cámara se bajaba desde el exterior por un corredor en rampa. Cuando el extremo superior de esta rampa hubo de ser cegado para construir las ampliaciones de la pirámide, se abrió un corredor con escaleras desde el templo funerario que, describiendo una gran curva, desembocaba en el tramo inferior de la rampa. Al término de ésta se guardaba, en una cámara a propósito, el rastrillo de piedra, de unos dos metros de longitud y tres toneladas de peso, que había de sellar definitivamente, como un gran tapón, el acceso desde el techo a la cámara del sarcófago. De la rampa de acceso parten, igualmente, galerías y escaleras que dan a los corredores y estancias que rodean la cámara del sarcófago. Muchos de estos anejos nunca estuvieron terminados, pero los que llegaron a estarlo, como un corredor y una habitación, revelan que su propósito era el de reproducir el interior de un palacio con los muros revestidos de placas de loza, inspirados en esteras, y con algunos relieves. Antes de que se hiciese la ampliación número tres de la mastaba inicial se abrieron a una profundidad de 32 m (esto es, a 4 m por debajo del nivel de la cámara del sarcófago) once tumbas para los hijos y mujeres del faraón. Probablemente estas tumbas no figuraban en el proyecto inicial. Antes de realizar la ampliación número tres, diez de las tumbas estaban ya ocupadas y sus pozos de acceso cegados. Sólo para la undécima tumba, seguramente aún libre, se hizo un acceso en escalera desde el exterior. 2. El templo funerario, situado al norte de la pirámide, adosado a su primer escalón. Se entraba en él por una puerta abierta en el muro oriental del correspondiente recinto. Era una puerta de piedra, imitación de una de madera, pero su material la hacía inmóvil y por tanto se hallaba abierta del todo. Puertas abiertas como ella, y también de piedra, hay varias en otros lugares del conjunto. Son un rasgo típico de la arquitectura del genial Imhotep, que trasladó a la piedra muchísimos elementos de los edificios de madera y adobe usuales hasta su tiempo. La puerta en cuestión da entrada a un corredor laberíntico que después de varios tramos con sus correspondientes recodos desemboca en dos patios. En uno de estos estaba la entrada al corredor número 10 de acceso a la pirámide. Al igual que los patios, las demás estancias del edificio, cuya traza seguramente reproducía la del palacio de Zoser, están duplicadas, como si su destino fuese el de servir de escenario a un ritual que debía cumplirse por partida doble en nombre del rey, una vez en función del Alto Egipto y la otra del Bajo. 3. El patio del serdab, esto es, el patio para la casa o cámara de piedra de la estatua del rey. Aquí se inventa ésta que en adelante será una institución típica del mundo funerario egipcio. El serdab ha de formar un todo indisoluble con la pirámide o con la mastaba. El original de la estatua hallada aquí en 1924 está custodiado en el museo de El Cairo; en Sakkara lo reemplaza ahora un vaciado en cemento. Sólo dos agujeritos que perforan la pared frontal del serdab ponían la estatua en comunicación con el mundo. El serdab está rodeado de una cerca discontinua de piedra, de modo que aquel armario de piedra pudiese ser visible desde cualquier punto del patio. Allí dentro, en la densa oscuridad, estaba sentada y petrificada la figura del rey, sólo enlazada con el mundo exterior por los dos diminutos orificios que le permitían seguir contemplándolo con sus ojos de cristal y aspirar el perfume del incienso de los sacrificios que allí fuera se hacían en su honor. Aún el vaciado de cemento que reemplaza a la estatua produce la impresión escalofriante de hallarse uno ante el rey-dios que vela sobre el mundo desde la oscuridad y el silencio pavoroso de su tumba. Poco importa que tanto sus ojos de cristal, incrustados en cuencas de cobre, como su nariz y su barba ritual, hayan sufrido las consecuencias de las depredaciones, porque la majestad que emana de aquella cabeza de león, con sus ojos hundidos y sus mejillas huesudas, permanece incólume. La mano izquierda descansa en el muslo, juntos los dedos, tensa y abierta, la palma boca abajo. Esta postura de la mano izquierda produce tal impresión de energía y de poder, que todos los faraones del futuro la harán suya en sus estatuas. Aun sin ignorar sus precedentes, que sin duda los tuvo, la estatua de Zoser es la primera representación de un ser humano con que el arte egipcio acierta a conmover profundamente al espectador. Conste que para el egipcio de entonces aquella estatua no era ni una obra de arte ni una especie de momia de piedra, sino mucho más: la única sede adonde el ka errante del faraón podía retomar a la vuelta de sus muchos y largos peregrinajes. Era de rigor, por tanto, el protegerla en aquella caja fuerte, el serdab, pues necesitando el ka de una apoyatura exterior en donde asentarse, si por cualquier accidente la estatua fuese destruida, se acabaría al punto la existencia eterna del ka. 4. Patio meridional. Tiene este enorme patio en su lado norte, al pie de la pirámide y casi en la prolongación del eje de la misma, un altar con rampa de acceso. En medio del patio, y en línea con el mismo eje norte?sur, se encuentran dos construcciones de planta en forma de B. Aunque no hay seguridad de cuál era el verdadero objeto de estos elementos, se les considera términos o metas de la carrera ritual del faraón. Por el lado oeste, paralelos al patio y a la muralla exterior, corren dos anchos bancales, el primero de techo plano, pero con fachada de resaltes; el segundo, de techo convexo, como la Mastaba Sur. Este segundo bancal tal vez contenga las tumbas de los servidores de Zoser, pero lo deleznable de la roca del subsuelo ha impedido su excavación sistemática. 5. Pórtico de acceso. Es una especie de sala techada y columnada, de 54 metros de largo, perpendicular a la angosta puerta de entrada al recinto. El techo es plano, de cara interior acostillada, esto es, cubierta de molduras convexas adosadas unas a otras; también las columnas están estriadas así de arriba abajo, con esas costillas convexas. Pero estas columnas no están exentas, sino adosadas a lienzos de pared que arrancan de los muros laterales a un lado y a otro de lo que así se convierte en un corredor central flanqueado de columnas. La luz entraba por ventanucos situados en lo alto del muro de fondo de cada capilla. El destino de las capillas se desconoce. Han podido estar ocupadas por estatuas del rey, a un lado como rey del Alto Egipto y al otro como rey del Bajo. Las capillas son cuarenta, número muy próximo al de los cuarenta y dos nomos en que Egipto estaba dividido; por esta casi coincidencia se ha supuesto que cada estatua del rey estuviese acompañada del dios de un cantón. Grupos así han llegado a nosotros: por ejemplo, Mykerinos; pero la verdad es que las excavaciones no han proporcionado el menor indicio de nada semejante. De todas formas, las capillas parecen muy a propósito para la exposición de estatuas, pues cada una de sus altas ventanas haría incidir la luz precisamente sobre el fondo de la capilla del lado contrario del corredor. Al final de éste, y como tránsito al patio meridional, se cruza un pórtico octástilo, cuyo techo estaba sostenido por cuatro pares de columnas, enlazadas de dos en dos por un muro intermedio. Aquí se advierte con suma claridad que aún no se sabía el resultado que podría dar la columna de piedra, recién inventada, si se dejaba exenta del todo. Imhotep no quiso correr el albur de ponerla a prueba. Los techos eran también de piedra, planos y moldurados, imitando seguramente las vigas adosadas de madera de las mastabas, como las columnas parecen imitar un grueso haz de cañas. En la salida del patio meridional volvemos a encontrar la puerta abierta de piedra. Antes de seguir adelante, conviene observar que no obstante las grandes dimensiones del monumento, el modo de emplear la piedra es sumamente tímido y cauteloso. Los sillares son pequeñísimos, poco más que trasuntos de adobes; los tambores de las columnas no pasan de los 25 cm de altura. Por ninguna parte se ven bloques gigantescos como los utilizados en algunas mastabas de adobe, ni el sistema de sillería colosal propio de la arquitectura de las pirámides clásicas. No obstante, los ensayos de Imhotep habían de ser decisivos, tanto para éstas como para los templos. 6. El patio del Hebsed. Este patio y los edificios colindantes estaban destinados a que, después de su muerte, Zoser pudiera seguir repitiendo periódicamente, según el ritual prescrito, la ceremonia de su doble coronación. A cada uno de los lados largos del patio se alineaban las capillas de los dioses de los nomos del país. Cuando se dice capilla, uno piensa en un edificio con espacio interior; éstas no lo tienen, mejor dicho, sus interiores están rellenos de cascotes; son bloques macizos, de función puramente mágica, donde lo único que importa es la figura exterior. Delante de cada capilla hay un patinillo de entrada, delimitado por un muro bajo y provisto de una puerta abierta, imitada en piedra como de costumbre. Un muro interior, que parte del lado meridional del patio, obligaba al visitante a hacer un recorrido en zigzag antes de alcanzar al final un nicho de ofrendas, único espacio hueco que hay en cada capilla. Las fachadas de diez de las trece capillas del lado oeste del patio llevaban tres columnas adosadas entre las pilastras laterales, que simulaban sostener con éstas la cornisa curva del techo. Sus capiteles se componen de dos hojas puntiagudas, caídas a los lados del fuste, con un agujero en medio, probablemente para encajar en él un símbolo del respectivo cantón, quizá un estandarte. Las demás capillas del lado oeste, y todas las del este, parecen haber tenido fachadas lisas, solamente ribeteadas de una moldura convexa. En el extremo meridional del patio se conserva la Tribuna de la Coronación. Las fachadas de las capillas 3? y 4? del lado oeste del patio, inmediatas a la tribuna, presentan en sus fachadas respectivas sendos nichos a los que se subía por una escalinata descubierta. Es posible que los nichos estuviesen destinados a estatuas del faraón, en el norte como rey del Bajo Egipto y en el sur como rey del Alto. Por su proximidad a la tribuna, se cree que estas dos capillas representan los pabellones ocupados por el rey mientras los sacerdotes realizaban los actos previos a la doble coronación. 7. Desde la esquina suroeste del patio del Hebsed, un callejón lo enlaza con otro patio más pequeño. En éste se alzaba un edificio de medianas dimensiones, cuyo interior tenía un elegante vestíbulo, tres patios interiores y un grupo de cámaras. Dos muros perpendiculares al del lado oeste del vestíbulo acababan en columnas con estriado vertical, mientras que un tercer muro, de igual orientación, pero sin la columna, formaba con las anteriores dos capillas. Una vez más, se supone que estas estancias albergaban estatuas del rey o de dioses. H. Ricke ha observado la semejanza existente entre la planta de este edificio y la de una casa de la época descubierta en la misma Sakkara. Por ello ha supuesto que fuese la residencia del faraón durante el Hebsed, donde el rey se retirase entre las ceremonias para descansar y cambiarse de ropa, como lo exigía el complicado ritual. Relacionado también con el Hebsed debe de estar el grupo de estancias y corredores contiguos al callejón que enlaza el patio número seis con el pórtico número cinco, pero se desconoce la función precisa de estas edificaciones. 8. Patio del Santuario del Bajo Egipto. El templo se alza en su lado norte. La única puerta de éste da acceso a un corto corredor con dos recodos en ángulo recto que acaba en una diminuta estancia cruciforme con tres nichos para ofrendas o estatuillas. El resto del edificio está relleno de cascotes como las capillas del Hebsed. La fachada, de caliza de Tura, tenía una cornisa saliente y curva, como el techo, sostenida por dos pilastras laterales y cuatro esbeltas columnas con capiteles de hojas caídas. Por debajo de los capiteles se encuentra, en el fuste, un entalle cuadrado y dos pivotes en resalte, para sostener alguna insignia o estandarte. Ricke supone que este tipo de edificio es traducción a la piedra de un palacete de palos y esteras, y ha dado el diseño convincente de cuál podría ser su modelo. En un entrante del muro oriental del patio hay adosadas tres columnas de sencillos papiros, símbolos del Bajo Egipto. El lienzo de muro que adornan es uno de los más bellos rincones de Sakkara. Se ha dicho, con razón, que el trazado de esas flores tiene la frescura límpida de un amanecer de primavera. 9. Patio del Santuario del Alto Egipto. El santuario es una réplica del anterior, salvo que las pilastras laterales son acostilladas, no acanaladas, y que por encima de la puerta corría un friso de flores estilizadas. El patio es mucho mayor que el del norte. En el entrante de su muro oriental había una sola columna de capitel floreado, inspirado en el lirio o en el loto del Alto Egipto, un tema destinado a repetirse durante milenios en la arquitectura y en las artes suntuarias del mundo antiguo. 10. La mastaba meridional. En realidad hay aquí dos edificios contiguos, pero independientes. El primero es un templo, macizo también, cuya puerta se abre al patio meridional. Sus muros de hermosa sillería, se han podido restaurar hasta la altura del friso, adornado con prótomos frontales de cobras. Detrás de la puerta se encontraban dos cámaras alargadas, unidas en ángulo recto, todo lo demás era macizo. Dos hipótesis tratan de explicar este edificio: una lo relaciona con las funciones que desempeñase el patio número cuatro; otra lo considera templo funerario de la mastaba. La mastaba tiene planta de rectángulo alargado y estrecho, orientado de este a oeste. Parte de ella se internaba por debajo de la muralla exterior. La subestructura se parece en muchos detalles a la de la pirámide: un pozo vertical desciende a la cámara del sarcófago, revestida de granito rojo, y a otra donde se guarda el tapón de piedra que había de cerrarla. En un nivel superior se encuentran galerías y estancias revestidas de las finas placas de loza y de los relieves que también hemos visto antes en la pirámide. Zoser realiza en los relieves los actos rituales prescritos, lo cual indica que la tumba estaba destinada a él, bien en función de segunda tumba, como había sido usual hasta entonces, bien para sus entrañas, pues su cuerpo momificado fue enterrado casi con certeza en la cámara de la pirámide. Ningún otro faraón preparó para su vida de ultratumba un escenario tan amplio y suntuoso como Zoser; en ninguna pirámide se vuelve a encontrar, por ejemplo, el patio del Hebsed. Como hemos visto, muchos edificios son puramente simbólicos; forman parte de una escenografía como la que hoy se construye para rodar los exteriores de una película; a espaldas de sus fachadas no hay más que un relleno de piedra. Hubiera sido facilísimo dotarlos de un interior normal, pero no se hizo así, primero porque no era necesario, segundo porque los egipcios nunca mostraron interés por la organización de espacios interiores; mucho más que eso les importaba la colocación de los volúmenes en la luz exterior, la obra humana en el cosmos. No deja de ser sintomático que la decoración normal de sus pórticos sean las estrellas del firmamento, y que sus patios, carentes de la intimidad que la palabra patio sugiere, se asemejen más a lo que por plaza se entiende.
contexto
EI arma de fuego consiste básicamente en un tubo cerrado por un extremo en el que se introduce, primero, una carga propulsora o impelente (pólvora) y después un proyectil. La carga puede verterse suelta a ojo, o empaquetada en un cartucho de papel, o en una vaina metálica. En los dos últimos casos, el proyectil o bala va unido al propulsor, lo que agiliza el proceso; además, la cantidad de pólvora va medida previamente, garantizando un comportamiento más homogéneo y predecible del proyectil. El disparo se produce cuando se aplica fuego o chispa a la carga, que deflagra y produce gases expansivos que sólo pueden escapar por la zona de menor resistencia, en este caso la boca abierta del ánima, para lo que primero deben expulsar a gran velocidad el obstáculo que supone el proyectil. Lógicamente, para aplicar una chispa a a carga propulsora que se aloja en el extremo cerrado del ánima, espacio llamado recámara, es necesario comunicar ésta con el exterior mediante un pequeño orificio llamado oído. En las más primitivas armas de fuego portátiles, el sistema para prender la pólvora -aplicar un carbón o una mecha al oído- impedía apuntar bien, y era engorroso, ineficaz (sobre todo en tiempo húmedo o en combate) e incluso peligroso. De modo que, desde el principio, se buscaron medios mecánicos de aplicar una chispa a la pólvora de la recámara a través del oído, que simplificaran y agilizaran la operación. Lógicamente un arma, que ha de soportar el maltrato de la campaña, exige mecanismos fiables y sólidos, y a ser posible sencillos. La historia de las armas de fuego portátiles es una lenta evolución hacia este objetivo. Por otro lado, es evidente que cuanto más largo sea el tubo del cañón o ánima, durante más tiempo impulsarán el proyectil los gases en expansión, y será pues mayor su velocidad inicial al salir por la boca, y en consecuencia mayor el alcance y la tensión del tiro, lo que redunda en mayor precisión. Como la deflagración de la carga produce una reacción o retroceso del arma, el tamaño de la carga de pólvora está limitado, de modo que a menudo la longitud del cañón es un criterio decisivo. La pistola es un arma portátil individual que sacrifica la mayor parte de la longitud del cañón para poder ser enfundada y sujetada a la cadera o al torso con relativa comodidad, o colocada en las pistoleras de una silla de montar; puede incluso disimularse entre las ropas. A cambio de esta ventaja, imposible en un arma más larga -carabina o fusil-, se sacrifican potencia o capacidad de detención, alcance y precisión salvo a muy corta distancia. No es la pistola un arma especialmente útil en guerra abierta, dadas estas limitaciones. Sólo en combates a muy corta distancia (lucha urbana, cuevas, asalto a trincheras), en labores de vigilancia o centinela en retaguardia, o como arma secundaria en dotaciones de vehículos tiene alguna utilidad. Su historia es tan antigua como la de familia de los fusiles y, hasta el s. XIX, ha compartido con ellos el desarrollo del mecanismo de fuego, aplicado a un cañón muy corto y a una culata que se reduce a empuñadura. Aunque el principio descrito se aplicó inicialmente (en la primera mitad del s. XIV) a grandes tubos no portátiles o cañones, pronto surgieron las culebrinas de mano, e incluso primitivas pistolas, armatostes con un oído de hasta un cm. de diámetro que se encendía mediante una brasa o mecha sostenida con la mano izquierda, orificio por el que se escapaba buena parte de los gases impelentes, que impedían apuntar al tiempo que disparar, y a menudo exigían un ayudante que sujetara el arma; sin embargo, seguían siendo empleadas en la década de 1520. Muy pronto, sin embargo, se inventó un mecanismo más eficaz, la llave de mecha o de serpentín. No sabemos exactamente cuándo ni dónde apareció, aunque se documenta ya a principios del s. XV. Se basa en una pieza de hierro ondulada en forma de serpiente, basculante en torno a un eje central sujeto a la caja de madera del arma, y que abraza en su extremo superior una mecha encendida. En la versión más primitiva, el tirador hace bascular la serpiente con la mano, aproximando la mecha al oído. Pronto se mejoró el sistema, y junto al oído se fijó una pequeña cazoleta, sobre la que se colocaba una pequeña cantidad de pólvora fina o cebo. Al accionarse el disparador (a menudo llamado gatillo) retenido por un muelle de lámina doblada, bascula el serpentín y acerca la mecha encendida al cebo, que se inflama y trasmite la llama a la recámara través del oído, produciéndose el disparo. El mecanismo exige una mecha siempre encendida, lo que no era fácil en condiciones de combate, pese a lo cual perduró, perfeccionándose con una pletina a la que se fijaban por el interior de la caja las distintas piezas que componen la llave, quedando protegidas de golpes. Distintos modelos de llave de serpentín han estado en uso hasta el s. XIX, pero en Europa occidental este sistema fue desplazado a lo largo del s. XVI - XVII por nuevos mecanismos que no exigían mecha: la llave de rueda, que funcionaba según un principio similar al de los mecheros modernos, y la de chispa. Ya en el Codex Atlanticus de Leonardo da Vinci (hacia 1508) aparece el dibujo de una llave de rueda muy elaborada aunque frágil y, hacia 1520, el modelo era común. En 1515 una prostituta fue herida accidentalmente en Augsburgo por un tal Laux Pfister, que disparó torpemente un arcabuz del nuevo tipo... la estupidez no conoce fronteras temporales. La idea básica de esta llave es que el cebo colocado en la cazoleta no se enciende mediante una mecha encendida, sino mediante chispas provocadas por una pieza de pirita de hierro. Mediante una llave separada, se daba cuerda a un disco o rueda cuyo eje iba unido a un muelle mediante una cadena articulada. Al accionarse el disparador, se liberaba el muelle y la rueda giraba a gran velocidad. Contra la rueda rozaba la pieza de pirita, presionada por otro muelle. El rozamiento giratorio de la rueda con la pirita hacía saltar chispas que prendían el cebo y este a su vez, a través del oído, la carga principal. Las ventajas del sistema son evidentes, y entre ellas está su escaso movimiento en el disparo. Sin embargo, la rueda era un mecanismo delicado, con muchas piezas sometidas a desgaste mecánico, de modo que cuando, en la segunda mitad del s. XVI, apareció la más basta pero sencilla llave de chispa o de pedernal, la de rueda quedó limitada hasta el s. XIX a piezas de lujo y fusiles de caza. La llave de chispa, en sus diferentes variantes, sería la generalmente empleada desde el s. XVII y hasta después de las Guerras Napoleónicas, ya entrado el s. XIX. Las pistolas siguieron básicamente esta línea evolutiva, al igual que los fusiles. La cantidad de variantes es casi infinita, así como los experimentos con pistolas de varios cañones, varias recámaras, etc., realizados sobre todo a partir del s. XVII. Hay ya datos sobre pequeños cañones de mano portátiles, de un palmo de longitud, en Italia hacia mediados del s. XIV. En la primera mitad del s. XVI aparecen armas cortas de serpentín asignadas a tropas de caballería, incluyendo algunos intentos primitivos de armas de repetición, con varios cañones rotatorios, cada uno con su cazoleta, y un solo serpentín. La aparición de la llave de rueda fue lo que permitió la fabricación de las primeras pistolas propiamente dichas, utilizadas sobre todo para armar tropas de caballería, como los Reitres o pistoletes alemanes que, hacia 1520, llevaban dos o cuatro con las que cargaban en columna pero, antes de llegar al choque, descargaban sus pistolas sobre la formación enemiga y volvían grupas para recargar y dejar espacio al jinete de detrás que repetía el proceso. Mediante este sistema se podía, en teoría, mantener un fuego continuo sobre las tropas enemigas sin llegar al choque y el sistema fue adoptado por varios ejércitos. Pronto, sin embargo, los generales se dieron cuenta de que la cartacola favorecía una escaramuza indecisa, y llegaron a prohibir el uso de la pistola en el campo de batalla, en favor del acero de la espada, reservando el arma de fuego para las labores de centinela. Las pistolas de rueda alcanzaron más eficacia como armas de uso civil: su pequeño tamaño y ausencia de mecha permitían llevar armas ocultas entre la ropa; esto llevó a algunos intentos -sin éxito- de prohibir estas armas cortas de rueda. De todos modos, la compleja y cara llave de rueda fue siempre un arma de lujo que no sustituyó a la de mecha, y que sería finalmente desplazada, en fusiles y pistolas, por la más sencilla llave de chispa.
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Después de que Francia destituyera al sultán en Rabat, la administración española en Marruecos le siguió reconociendo como el legítimo líder marroquí. García Valiño, además, permitió que los nacionalistas se refugiaran en el Protectorado español, desde donde se prepararían incursiones a la zona francesa. Esta política tenía como objetivo desconcertar a los franceses y obtener la amistad de los marroquíes, pero no se pretendía favorecer la independencia. La actitud de Franco parecía estar dominada por la memoria de la fidelidad que las tropas marroquíes habían demostrado bajo su mando en los años 20 y durante la Guerra Civil y expresó su opinión personal de que la independencia de Marruecos estaba muy lejana. Sin embargo, García Valiño no pudo evitar una ola de huelgas nacionalistas, manifestaciones y actos terroristas que estallaron en el Protectorado a finales de 1955 y continuaron al año siguiente. En ese momento, París cambió su política y se preparó para retirarse. Permitió que se formara un gabinete nacionalista en Rabat a finales de 1955. Previamente se había nombrado a tres nacionalistas para posiciones destacadas en la administración de la zona española y el 13 de enero de 1956 el Consejo de Ministros español acordó que pronto habría que negociar la independencia con Marruecos. En marzo de 1956 Francia otorgó oficialmente la independencia a su zona y un mes después, el Gobierno español, ante los disturbios constantes en su Protectorado, no tuvo más remedio que hacer lo propio. Era un final amargo para Franco. Era el final de la Guardia Mora, la Guardia personal montada, de atuendo llamativo, seleccionada entre los marroquíes que más se habían destacado en su círculo personal. García Valiño, un diminuto general con gran prestigio en la jerarquía militar, se sentía como si le hubieran traicionado. Franco le había animado a que tomara una postura firme ante los problemas del Protectorado en 1955, pero luego le abandonaría sin instrucción alguna, para después hacerle culpable de haber dejado que se perdiera el control. La política española demostró que no existía ninguna relación especial ni entendimiento con Marruecos, sino sólo confusión y contradicción. La pérdida repentina del Protectorado también fue un duro golpe para el orgullo de los militares veteranos que habían comenzado sus carreras allí. Los salarios en el Ejército también se estaban quedando muy bajos en relación con la inflación galopante y empezaron a aparecer los primeros signos de descontento entre los militares, a la vez que la oposición política se dejaba oír por vez primera en cinco años. El general Antonio Barroso, que recientemente había sido nombrado jefe personal de la Casa Militar de Franco, expresó su opinión de que el cuerpo de oficiales no estaba tan unido como hacía unos años, porque sentían que el Gobierno no respondía ante sus problemas, y que los ministros permanecían en el cargo demasiado tiempo. Poco antes de la retirada de Marruecos, se había expulsado a dos cadetes de la Academia Militar de Zaragoza por destrozar un retrato de Franco y, a principios de 1956, se formaron pequeñas Juntas de Acción Patriótica en los cuarteles de Madrid, Barcelona, Sevilla, Valladolid y Valencia. Franco respondió con su calma habitual, restó importancia a los hechos y se negó a admitir lo que estaba ocurriendo. Los límites de la disidencia dentro del Ejército quedan claros en el caso de Juan Bautista Sánchez, el capitán general rellenito, con gafas, popular y de tendencias monárquicas. Desde comienzos de 1950 se encontró regularmente con el conde de Ruiseñada, el representante de don Juan, que al parecer tenía pensado liderar un pronunciamiento pacífico para obligar a Franco a restaurar la monarquía. Sus maniobras no eran ningún secreto y parece que Franco le manejaba en parte a través de la relación personal que mantenía Sánchez con el Ministro del Ejército, Muñoz Grandes, un viejo camarada de los años en Marruecos. Se cuenta que durante unas maniobras en el otoño de 1956 un teniente coronel al mando de dos batallones de la Legión, le dijo al Capitán General que sus tropas sólo recibían órdenes del Caudillo. Cuando hubo otra huelga de transportes en Barcelona en enero de 1957, la inactividad de Sánchez recordaba su negativa a participar en la represión seis años antes. El Capitán General, que todavía no había decidido si debía lanzarse a una acción política, padecía del corazón y murió pocos días después durante unas maniobras de campo, de una angina de pecho. Hubo múltiples rumores, pero ninguna prueba de que hubiera habido juego sucio, y Franco se sintió aliviado de librarse de este jefe militar problemático. La pérdida del Protectorado no significó el final de las posesiones españoles en el noroeste de África. Quedaban las ciudades de población española, Ceuta y Melilla en la costa norte, el enclave de Sidi Ifni al sur de la costa atlántica de Marruecos, y Cabo Juby y el Sahara español al sur del país, así como la Guinea española. El nuevo Estado marroquí pretendía recuperar todos esos territorios que se encontraban a lo largo de su frontera y el blanco más fácil era Ifni que estaba rodeado por tres lados por tierra marroquí. El 23 de noviembre de 1957 las fuerzas marroquíes se lanzaron al ataque. Se pudo controlar, aunque con dificultad, pero al mes siguiente hubo otra ofensiva, esta vez cerca de El Aaiún, capital del Sahara español. En febrero de 1958 se restableció la tranquilidad y el Ejército mostró su firme apoyo al Régimen en momentos de peligro. Aunque estos asaltos no suponían por el momento un amenaza seria a los restantes territorios españoles, eran indicativos de la fuerza que tenían los marroquíes y planteaban serias dudas acerca del futuro. Se cedió el distrito de Cabo Juby en la frontera sur de Marruecos, pero el Gobierno no tenía ninguna intención de hacer más concesiones. Para fortalecer la relación de Ifni y el Sahara con España, ambos territorios recibieron el estatus de provincia española el 31 de enero de 1958, siguiendo la política que había seguido Portugal con sus propias posesiones en África. Se anunció que se enviaría a 30.000 emigrantes españoles al yermo y deshabitado Sahara, pero no llegó a realizarse. Por el momento, Ceuta y Melilla estaban a salvo, pero no se había hecho nada en el momento de la independencia para que el nuevo Estado de Marruecos reconociera la soberanía española. Las dos ciudades se convertirían en la manzana de la discordia en el futuro. El Régimen siempre quiso mantener el concepto militar del honor español, pero las fuerzas armadas e incluso de la policía estaban perdiendo puestos en las prioridades económicas del sistema. En los presupuestos del Estado, el Ejército pasó de tener un 30 por ciento en 1953 a un 27 en 1955, un 25 en 1957 y un 24 en 1959. A finales de los 50 en la policía armada se había reducido el número de miembros así como los costes, hasta el punto de estar por debajo de los niveles de la República. El total de 84.591 -incluida la Guardia Civil- en 1958 era proporcionalmente más bajo que el total de 1935 y su porción del presupuesto bajó de un 6,3 por ciento antes de la Guerra Civil a un 5,3 en 1958.