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Las elecciones de febrero de 1936 significaron el triunfo de las izquierdas, coaligadas en el Frente Popular, quienes derrotaron a la Unión de Derechas. Los partidos de izquierdas consiguieron más del 50 % de los votos en Pontevedra y La Coruña, Asturias, Huesca, Cataluña, Madrid, Extremadura, toda Andalucía excepto Granada, más Murcia y Alicante. También ganaron con este porcentaje en las circunscripciones urbanas de Barcelona, Zaragoza, Madrid, Valencia, Murcia, Málaga y Sevilla. En las provincias de León, La Rioja, Zaragoza, Avila, Ciudad Real, Albacete, Valencia y las dos Canarias lograron entre el 40 y 50 % de los votos. Entre un 30 y un 40 consiguió el Frente Popular en Santander, buena parte de Castilla la Vieja, Toledo, Teruel, Castellón, Baleares y Granada. Peores fueron los resultados en Orense, Burgos, Alava, Guipúzcoa, Navarra y Cuenca, provincias en las que cosecharon entre un 20 y un 30 % de los votos. Este porcentaje también fue el conseguido en la circunscripción electoral de Bilbao. Finalmente, el peor resultado para la izquierda fue el de Vizcaya, provincia en la que el Frente Popular sólo logró entre un 10 y un 20 % de los sufragios. Con una alta participación, superior al 72 %, los partidos del Frente Popular lograron en total 278 diputados, repartidos entre los 99 del PSOE, los 87 de Izquierda Republicana, los 36 de Ezquerra Republicana de Cataluña y los 56 de otros partidos. Por el centro, la Lliga catalana logró 12 diputados, el PNV 10 y otros partidos 29. Los partidos de derecha lograron un total de 124 diputados, 88 de ellos pertenecientes a la CEDA. Por último, 20 diputados fueron asignados a otros partidos. El triunfo de los partidos del Frente Popular les permitió formar gobierno el 19 de febrero, presidido por Manuel Azaña.
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La tesis predominante hasta hace poco tiempo -que hundía sus raíces, entre otras teorías, en el marxismo y en los primeros modelos de modernización- afirmaba la progresiva sustitución de la aristocracia por la burguesía, como grupo social dominante, a partir de la crisis del Antiguo Régimen. La "burguesía conquistadora", según esta interpretación, habría alcanzado el summun de su poder con la culminación de los principios políticos liberales que se produjo a fines del siglo XIX, al mismo tiempo que comenzó a ver amenazada su preeminencia por la ascensión del "cuarto estado". Sin embargo, la crítica del concepto de revolución burguesa que, desde distintas perspectivas teóricas, se ha llevado a cabo en las últimas décadas, ha afectado no sólo a la consideración del papel de la burguesía en la fase inicial del proceso de disolución del Antiguo Régimen, sino también a la importancia dada a esta clase social en los nuevos sistemas que se construyeron a lo largo del siglo. La conclusión a que se ha llegado es que la sociedad política del siglo XIX fue más aristocrática, y su acción política más socialmente conservadora de lo que antes se suponía. Con la misma rotundidad con que antes se afirmaba el predominio de la burguesía, se ha llegado a defender recientemente, por Arno J. Mayer, "la persistencia del Antiguo Régimen" en Europa hasta 1914, culpando precisamente a esa persistencia del estallido de la primera guerra mundial; frente a otras interpretaciones, que veían en esta guerra el resultado del desarrollo y las contradicciones del capitalismo. Mayer defiende la tesis de que fue precisamente la falta de desarrollo tanto de las fuerzas económicas, como de las clases y la cultura modernas en Europa -y la persistencia de los intereses y el espíritu militarista y agresivo de las clases nobiliarias y terratenientes- lo que explica en último término esta guerra. Parece indiscutible que a lo largo del siglo, y quizás con más intensidad en las últimas décadas del mismo, se produjo la amalgama de las viejas y las nuevas elites económicas. Pero en qué medida se reflejó esto en la composición de la elite gobernante y en el carácter del Estado, es un tema complejo que ha sido debatido en cada país. Probablemente en ningún lugar como en Alemania se ha discutido este problema, hasta el punto de convertirse en el lugar central de su historiografía reciente. El debate, todavía abierto, sobre el significado social de la Constitución del Reich, se inició a raíz de la publicación, en 1960, de un libro de Fritz Fischer precisamente sobre la responsabilidad alemana en el inicio de la primera guerra mundial. Frente a la tesis dominante hasta entonces que, de acuerdo con el postulado de Ranke sobre la "primacía de la política exterior", afirmaba el carácter central de los enfrentamientos entre las grandes potencias europeas, exculpando de responsabilidad a Alemania en el inicio de la guerra, Fischer, retomando argumentos expuestos por algunos historiadores disidentes del período de Weimar, especialmente por Eckart Kehr, dirigía su atención a los factores internos, a la mentalidad y los intereses de los grupos sociales dominantes en el II Reich, señalando el permanente carácter agresivo de la política exterior alemana y, en consecuencia, su responsabilidad en el comienzo de las hostilidades. Las conclusiones fundamentales de los estudios que, a partir de estas premisas, se han realizado en las décadas siguientes sobre los factores internos de la política alemana, afirmaron el carácter autoritario, antidemocrático y antisocialista del Estado, de acuerdo con la mentalidad y los intereses de las elites que lo controlaron; básicamente las mismas elites privilegiadas de la era preindustrial -aristócratas, militares y burócratas- aliadas con las grandes fuerzas económicas que surgieron con la industrialización. La famosa coalición, "Sammlung", a la que nos hemos referido anteriormente y a la que la burguesía prestó su apoyo por miedo al avance de las nuevas fuerzas sociales, representadas por el partido socialista. Un comportamiento similar al que esta burguesía habría seguido en 1849. La Constitución del Reich, según esta interpretación, era algo anacrónico que, por encima de todo, trataba de defender las ideas y los intereses tradicionales. Frente a esta tesis, unos historiadores alemanes han continuado insistiendo en la importancia de los factores internacionales, mientras que otros han afirmado el carácter de compromiso de la Constitución de 1871, entre la presión burguesa en favor de un Estado nacional unitario de carácter constitucional -como condición indispensable para el desarrollo económico de carácter capitalista-, y el afán de las elites tradicionales de mantener el Estado tradicional, autoritario y monárquico de Prusia, como medio para reafirmar su posición privilegiada, no sólo en este Estado sino también en toda Alemania. Más lejos todavía de la tesis de Wehler, está la interpretación de algunos historiadores británicos quienes afirman que Alemania experimentó realmente una revolución burguesa en el siglo XIX, entendiendo por tal no un proceso político de reforma democrática, estrechamente definido, sino "un prolongado y complejo proceso de cambio que progresivamente establece las condiciones que posibilitan el desarrollo del capitalismo industrial". La unificación alemana, según ellos, tuvo un carácter ampliamente progresista tanto porque estableció las condiciones de existencia del emergente modo de producción capitalista, como porque colocó a la burguesía en el primer plano de la vida social. La burguesía, o mejor, las diferentes fracciones de ella, comprendieron sus intereses colectivos y llegaron a satisfacerlos, aunque no por medios democráticos. Las prácticas autoritarias -dicen- pueden estar motivadas por necesidades capitalistas más que por mentalidades pre-industriales, ya que no siempre los medios liberales y democráticos son los mejores para la consecución de los intereses de la burguesía capitalista. El autoritarismo alemán, por tanto, no fue una inevitable consecuencia de continuidades pre-industriales, sino algo impuesto por la evolución de las fuerzas sociales. Lo que, en concreto, explica la debilidad de los partidos y, en consecuencia, la relativa independencia del gobierno, fue la fragmentación social: "la simultánea coexistencia de significativos enclaves aristocráticos dentro de la estructura del Estado, de un poderoso movimiento laboral de carácter socialista, y de importantes contradicciones entre las diferentes fracciones de la burguesía". En la historiografía española no se ha producido una polémica tan explícita como ésta, pero sí hay tesis relativamente semejantes. Para unos autores, la Restauración en España está dominada por un "bloque de poder", en expresión de Manuel Tuñón de Lara, compuesto por una alianza entre la clase tradicionalmente dominante -la aristocracia terrateniente, a la que durante el siglo XIX se unió la burguesía beneficiada por la Desamortización, para formar la oligarquía agraria- y la gran burguesía que había ascendido vertiginosamente a lo largo del siglo. "La oligarquía parlamentaria no era sino expresión o reflejo de una oligarquía económico-social, asentada en las arcaicas estructuras del país". La existencia de un eje Valladolid-Asturias-Bilbao-Barcelona, al que se refirió Jaime Vicens Vives, dictando su ley al gobierno de Madrid, sería la mejor expresión de un poder político dominado por los intereses y las fuerzas del pasado, reforzadas por una nueva savia. Richard Herr se ha referido al caciquismo como una tercera jerarquía, paralela a la política y administrativa, que las elites rurales crearon para conjurar la amenaza que para su preeminencia social suponía el gobierno parlamentario y el sufragio universal. Si en el siglo XVIII, dichas elites resistieron desde sus enclaves locales las ofensivas racionalizadoras de la Monarquía reformista, con el cambio de régimen comprendieron que estarían mucho más seguras si, en vez de tratar exclusivamente de resistir a su acción, llegaban a controlar el Estado. Y gracias al caciquismo, según Herr, lo consiguieron. Frente a esta interpretación, otros autores han subrayado la componente burguesa del régimen canovista, incluido el caciquismo. José Varela Ortega ha definido el sistema de la Restauración como "la respuesta práctica que se dieron entre sí una sociedad rural y una estructura política urbana", y ha señalado la independencia de los políticos respecto a los grupos económicos, tanto en los niveles locales -es decir, del cacique respecto al poderoso económicamente- como centrales -del gobierno de la nación respecto a los grupos organizados de intereses-. Tesis esta última que se ha visto reforzada por los análisis de las organizaciones patronales. Para Gabriele Ranzato, "el uso del poder estatal en pro del ascenso económico y social de grupos limitados, que caracteriza el sistema de la Restauración (..) era la única oportunidad de movilidad social hacia arriba a falta de otras relevantes ocasiones productivas en que fundar aquellas posibilidades de ascenso". En relación con Francia y Gran Bretaña, no hay posiciones tan encontradas, sino un amplio consenso sobre el equilibrio entre las fuerzas sociales del pasado y las del presente. En Francia, Ch. Charle ha señalado la sustitución, durante la III República, de un modelo social de dominación, el de los notables -basado en la propiedad de la tierra y la riqueza económica- por otro modelo, democrático o, con mayor precisión, meritocrático, fundado en una limitada movilidad social. La integración en las elites gobernantes sólo era posible después de una educación cuyo coste muy pocos podían permitirse. Este cambio se reflejó en el perfil social de los diputados y de los componentes de los cuadros superiores de la Administración. En las Cámaras, los miembros de la burguesía acomodada, procedentes sobre todo de las profesiones liberales, reemplazaron a los notables tradicionales y particularmente a los propietarios. El acceso de las clases populares, sin embargo, fue muy limitado: en 1900 había escasamente 30 diputados de origen campesino u obrero. En la misma fecha, la inmensa mayoría de los componentes de las altas jerarquías administrativas procedían de familias aristocráticas y, sobre todo, de familias burguesas acomodadas tradicionales. En esta limitada sustitución social, influyeron razones políticas junto a otras derivadas de la misma extensión de la burocracia, pero también se debió al hecho de que los miembros de las viejas elites fueran atraídos hacia empleos más lucrativos en la empresa privada. Respecto a Inglaterra, "lo que resulta relevante -como escribiera Norman Gash- no es que la sociedad británica, que cada década era más urbanizada e industrializada, fuera deslizándose lentamente fuera del control de la aristocracia y la "gentry", sino que, por un proceso de astuta adaptación, estos grupos fueran capaces de mantener aquel control durante tan largo tiempo y con tan poco resentimiento por parte del resto de la comunidad". La composición social de los Comunes, sin embargo, experimentó una clara modificación durante la última época victoriana. Entre 1868 y 1910, la proporción de propietarios disminuyó entre los conservadores del 46 al 26 por ciento, y entre los liberales del 26 al 7 por 100. Por el contrario, los pertenecientes a la industria y el comercio aumentaron en el partido conservador del 31 al 53 por 100, y en el liberal del 50 al 66 por 100. Igualmente, los miembros de las profesiones liberales crecieron del 9 al 12 por 100 en los conservadores, y del 13 al 23 por 100 en los liberales.
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En todas las sociedades las personas o grupos sociales que han controlado la producción de las obras de arte y la arquitectura han sido a la vez las que han ejercido el poder político, económico, religioso o cultural, el caso de las Indias no fue distinto. No sólo religiosos y gobernantes fueron conscientes del poder de la imagen y la utilidad de la arquitectura o las reformas urbanas, sino que -y eso es lo que nos interesa ahora- todo aquel que alcanzó riquezas invirtió gran parte de ellas en obras de arte. Hacerse una gran casa en la ciudad y en una buena zona, adquirir objetos suntuarios como bellos tapices, cuadros, muebles... quizás así no cabría nunca duda alguna sobre la posición alcanzada por sus propietarios en una sociedad que les había visto enriquecerse. Los modelos fueron muchas veces peninsulares para la arquitectura de las grandes casas, si bien en esto como en todo los condicionantes que imponían las características de la tierra -clima, zonas sísmicas, etc. - y los materiales utilizados -el tezontle y la chiluca en México, los azulejos de Puebla, la piedra blanca de Arequipa, las maderas de los balcones de Lima...- dotaron a esta arquitectura de unas peculiaridades cromáticas y constructivas diferentes a las de la vivienda peninsular, aunque en origen los modelos fueran europeos.Por lo que se refiere a la pintura de tema profano, también tuvo en ocasiones un carácter conmemorativo en relación con la trayectoria seguida por una familia, así por ejemplo los cuadros que celebran un matrimonio perpetúan una imagen de los cónyuges que refleja un ascenso social largamente gestado. Las pinturas de tema mitológico, como las que adornaron los muros de alguna casa de Tunja, muestran la cultura de su propietario y el orgullo de poseerla, como signo de diferencia social. La capacidad de apreciar las obras de arte funcionó siempre también como un factor que a los ojos de muchos establecía una diferencia de clases más sutil y que iba más allá de la que proporcionaba la mera riqueza económica. Las peculiaridades de la escuela cuzqueña, de los cuadros de mestizaje que se pintaron para la exportación, o de obras que narran acontecimientos acaecidos en la historia de los virreinatos, hablan de cómo se fue imponiendo un gusto en el que se apreciaba antes la narración y lo reconocible como propio, que modelos lejanos y bellos que nada decían. Por otra parte, el estudio del coleccionismo a través de los inventarios de bienes, en los que aparecen referencias a cuadros mitológicos, de paisaje o de historia, quizá pueda modificar -o confirmar- esta primera impresión de que en los objetos de arte adquiridos por las grandes familias primó cada vez más (no fue lo mismo en el siglo XVI que en el XVIII) un gusto ligado a la propia realidad.
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La búsqueda de recursos energéticos sostenibles, renovables, se propone como la mejor solución al problema de la contaminación. Los problemas ambientales -y económicos- actuales se deben al hecho de que la energía que consumimos se basa en unos combustibles no sostenibles, no renovables y limitados; sobre todo, si son utilizados, como hasta ahora, de forma exponencial. Ahora bien, ¿qué energías inagotables tenemos a nuestra disposición? Al margen de especulaciones científicas, no desdeñables pero todavía en el limbo de los laboratorios -la famosa fusión fría se convirtió, lamentablemente, en una serpiente de verano-, lo cierto es que la naturaleza nos ofrece una pista inmejorable: la energía que ha permitido, desde hace 3.500 millones de años, que la vida exista y se desarrolle en el planeta. O sea, la energía del Sol, directa o transformada. De hecho, los combustibles fósiles son, indirectamente, energía solar condenada gracias a la fotosíntesis de innumerables vegetales en un pasado remoto. Pero ese proceso es demasiado lento, frente a la rapidez con la que ahora consumimos dichos combustibles.La búsqueda de energías renovables basadas en la energía solar no parece difícil. Algunas de ellas -solar térmica, solar fotovoltaica, eólica, biomasa-, bien conocidas hoy día, pueden no ser rentables en estos momentos (y aun esto es discutible), pero el mundo moderno posee resortes tecnológicos más que suficientes para investigar nuevas formas que resulten mucho más eficaces y que, a la larga, puedan ir sustituyendo a los combustibles fósiles. Las sociedades desarrolladas están inquietas, los medios de comunicación transmiten constantemente una sensación precatastrófica, alentada por grupos ecologistas cada vez más activos y apocalípticos. La inquietud social actual no tiene mucho que ver con el hecho de que vivamos más y mejor. O quizá sí, porque eso da pie a tener más tiempo disponible para preocuparse por la salud del mundo que nos rodea... Los mensajes sobre la salud ambiental de ese mundo que nos rodea son, desde hace relativamente poco tiempo, cualquier cosa excepto tranquilizadores. La conciencia ambiental apareció tarde en el mundo industrializado, pero en los últimos decenios ha causado estragos en el subconsciente colectivo. Y, desde luego, con mucho más retraso, ha comenzado a imponerse en los "decididores" económicos -que no siempre son los políticos, aunque a menudo convergen-. Algunos pensadores, como Ernst von Weizsácker, piensan que ese proceso recién iniciado -la actividad económica que comienza a supeditarse, aunque sea tímidamente, a los condicionamientos ambientales- supone que están contados los días del "siglo de la economía" (la mayor parte del siglo XX) y que lo que ahora viene será, a no dudarlo, el "siglo del medio ambiente". Y no como un deseo romántico sino como una necesidad inexorable. Weizsäcker llega a afirmar que "la política, la ciencia, la religión, la cultura, la educación, el derecho y la economía estarán bajo el dictado de la ecología en el siglo del medio ambiente". Todo ello, de ocurrir, vendrá impuesto por unas leyes, todavía plenamente económicas, que mirarán hacia las cuestiones ambientales por simple afán de supervivencia. Y en una transición que no será sencilla, a causa de la inercia que llevan consigo los actuales procesos productivos expoliadores de la naturaleza y contaminadores del entorno. Y, desde luego, será necesario el convencimiento de la población. No sólo los decididores económicos tienen algo que decir; la sociedad civil debe recobrar una voz que ha estado excesivamente callada. Una voz que sí han sabido levantar los grupos más radicales, los ecologistas. Generalmente partidarios de un conservacionismo natural a ultranza, pero grandes "sacudidores" de opinión en una sociedad capitalista complaciente y generalmente ajena a la gravedad de los problemas ambientales. En cuanto a los derechos de la naturaleza, poco ha podido ésta reclamar por sí misma. La única posibilidad estriba en que los mismos humanos que la expolian se sientan concernidos por sus males. Y ese fue el origen de las primeras protestas, inicialmente conservacionistas pero también centradas en los primeros impactos serios de la industria sobre el entorno más próximo. Es obvio que el ser humano, en su actividad racional productiva, siempre contaminó su entorno con los productos que desechaba, cuando no era capaz de reutilizarlos. Además, modeló a su guisa la fauna y la flora con el fin de alimentarse, vestirse o adornarse. Claro que, hasta la Revolución Industrial, todo ello se hacía a escala sumamente reducida. Ya hemos visto que sólo la explosión demográfica le ha otorgado una dimensión precatastrófica al asunto, debido al rápido incremento del número de seres humanos y de sus necesidades alimenticias y, sobre todo, energéticas.Los primeros síntomas de asfixia, en sentido tanto propio como figurado, podrían situarse en Londres, en el año 1952. Un período prolongado de altas presiones invernales con nieblas persistentes acumuló en el aire de la capital británica tal cantidad de humos letales que la mortalidad y la morbilidad aumentaron hasta cifras escandalosas. Aquel episodio produjo 4.000 muertes más de las que en promedio se producían en el mismo período de años anteriores. Y los políticos tuvieron que intervenir; así nació la famosa Clean Air Act (Ley del Aire Limpio), de 1955, que exigía la progresiva sustitución de las chimeneas de carbón y leña por sistemas eléctricos o de gas. Con resultados, todo hay que decirlo, más que halagüeños, hasta tal punto que el famoso "smog" (contracción de "smoke", humo, y "fog", niebla) londinense casi ha pasado a la historia. En 1948 ya había sido fundada la UICN (Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza y de los Recursos Naturales), con un cometido básico: movilizar el interés por los crecientes peligros que comenzaban a cernirse sobre la naturaleza en su conjunto. La UICN tenía un cometido, pues, básicamente conservacionista, y no tanto gestor de los bienes naturales para mejor uso del ser humano. Esta dicotomía entre organizaciones preocupadas por la naturaleza, en abstracto, y grupos preocupados por los daños que el hombre puede infligirse a sí mismo a través de los daños a la naturaleza, no es banal. Porque muchos autores, y la mayoría de los actuales grupos ecologistas, parecen considerar a la naturaleza como un bien en sí mismo, cuya preservación debe realizarse a toda costa, humanidad incluida. Sólo en esta óptica se entienden, por ejemplo, las condenas a muerte en China de unos cazadores furtivos que habían matado dos osos panda. Tamaña aberración, desde un punto de vista estrictamente antropocéntrico, sólo es posible si se coloca la preservación de una especie animal en extinción por encima del valor que tiene una vida humana. Aunque en China no sean precisamente vidas humanas las que falten. Y no hace falta irse tan lejos para encontrar ejemplos aun más horribles; en España, por "defender" la naturaleza en contra de la agresión que pudiera suponer la construcción de una central nuclear o una autovía, hubo quien se alió, si no de obra, sí al menos de palabra, con la acción asesina de grupos terroristas... Sin llegar a tales extremos, es obvio que resulta defendible la postura de defensa a ultranza de la naturaleza incontaminada por la presencia del hombre. Precisamente porque la especie humana tiene esa facultad que anteriormente analizábamos de cambiarlo todo, más allá de lo que su propio mensaje genético le obliga a hacer. El conflicto lo define el profesor canadiense C. R. Nixon como una auténtica batalla de la humanidad contra la ecosfera. Las tesis de este pensador de la Universidad de Ottawa se centran en otorgar prioridad absoluta al objetivo de una ecosfera sostenible, y no a la falacia que para él supone el imposible desarrollo humano sostenible. ¿Y qué puede ser eso de una ecosfera sostenible? Obviamente, tiene que ver con el mantenimiento de algunos de los equilibrios naturales que han permitido que la vida exista y se desarrolle desde hace 3.500 millones de años. Unos equilibrios que jamás han sido permanentes sino que, por el contrario, han estado siempre en entredicho, en perpetuo reequilibrio, bien por convulsiones climáticas, bien por catástrofes cósmicas o por cualquier otra causa que obligara a los seres vivos a readaptarse. Establecer como prioridad indiscutible el mantenimiento de una ecosfera sostenible podría implicar, en última instancia, que la humanidad -al menos una parte de ella- y su sufrimiento pasaran a segundo término. Con lo cual acabarían por tener sentido las ejecuciones de cazadores furtivos no tanto por matar osos pandas como por atentar contra la ecosfera sostenible... El dilema parece inextricable. Lo indudable es que a mediados del presente siglo nace por fin la conciencia de que nuestro desarrollo industrial podía tener consecuencias negativas para nuestro ambiente y, por ende y sobre todo, para nosotros mismos. Ensuciar el aire o el agua podría no ser importante para una empresa siempre y cuando sus directivos no respiraran o bebieran ese aire y ese agua contaminados. Y, a fortiori, si una ciudad se hace irrespirable para sus habitantes, nadie se va a negar a ponerle coto al humo, por costoso que ello resulte y por útil que sea la actividad que produce ese humo. Que sea industrial o doméstica importa, en última instancia, bastante menos. En los últimos cuatro decenios han menudeado las denuncias ambientales. Algunas aludían a riesgos que implicaban directamente a la población; otras se referían a diversas amenazas que se cernían sobre la naturaleza virgen, a causa de unas actividades humanas casi siempre industriales pero también lúdicas, como, por ejemplo, el turismo. Los grupos conservacionistas comenzaron a emitir mensajes en los que pretendían que la opinión pública valorase las amenazas que gravitaban sobre determinadas especies animales o vegetales con el mismo dramatismo con el que se valoran esas mismas amenazas que se ciernen sobre el ser humano. El ejemplo más llamativo y pionero se encuentra en el libro norteamericano Silent spring (Primavera silenciosa), que publicó Rachel Carson en 1962, y en el que, entre otras muchas denuncias a la industria química, se afirmaba que el animal emblemático por antonomasia para los americanos, el águila del escudo de los Estados Unidos, tenía sus días contados. Poco más y la acusación hacia la industria podía ser no sólo la de envenenadora de personas, animales y plantas sino también de antipatriota... El libro tuvo un éxito fulgurante, y señaló el camino a seguir por los grupos conservacionistas. Poca gente iba a entender, y mucho menos a compartir, los argumentos científicos o biológicos a favor del equilibrio natural, sobre todo si ello implicaba, por ejemplo, mayores incomodidades o peores perspectivas laborales. En cambio, la opinión pública se podía escandalizar ante un determinado animal moribundo a causa de unos vertidos venenosos. Por cierto, rara vez se enseña una rata o una mosca, por ejemplo; se prefieren las aves, que nos recuerdan de manera apenas simbólica el concepto de libertad, o bien determinados animales que llaman la atención por su tamaño o por su valor emblemático, como pueden ser los elefantes, ballenas, linces... El despertar de la conciencia ambiental, casi siempre de la mano de la preocupación conservacionista, no sólo se plasma en la eclosión de movimientos sociales de base sino que aparece también en algunas decisiones políticas pioneras. Y ello es particularmente cierto en Estados Unidos, más que en Europa. Por ejemplo, en 1970 es creada en Estados Unidos la EPA (Environment Protection Agency, Agencia de Protección del Medio Ambiente); y ese mismo año se promulga la Clean Air Act norteamericana, seguida por la Clean Water Act en 1972, y en años sucesivos por miles de leyes y disposiciones (actualmente se estima que, desde aquella época, se encuentran en vigor en los diversos estados norteamericanos unas 14.000 disposiciones -leyes, reglamentos, sentencias judiciales- relacionadas con la política ambiental). Con todo, el año 1972 fue un año histórico sobre todo por la reunión en Estocolmo de la Conferencia de la ONU sobre Medio Ambiente Humano. En aquella reunión, a la que asistió el entonces ministro español del Plan de Desarrollo, Laureano López Rodó -quien posó para la posteridad montado en una bicicleta-, quedó patente la enorme distancia existente entre los países ricos y los pobres. Los países del Norte, es decir, los americanos, y, tras ellos, los europeos no comunistas y los japoneses, querían llevar a la Conferencia la idea de la protección ambiental en las sociedades industrializadas. Los países del Sur, en cambio, estimaban que lo prioritario era atender a su propio desarrollo antes que preocuparse de lujos semejantes. Los países del grupo de los 77, los países en desarrollo no alineados, encabezados por Brasil, China e India -se hizo famosa la airada declaración de Indira Gandhi, según la cual la peor contaminación era la pobreza-, llegaron incluso a tachar de planteamientos neocolonialistas las propuestas ambientales de los países ricos. Por su parte, los países del Este, agrupados todavía en compacto bloque en torno a la Unión Soviética, adujeron que los problemas ambientales eran propios del capitalismo, y que su sistema político no daba lugar a semejantes desmanes originados por el afán de lucro capitalista. Dice mucho en favor de la opacidad de su sistema informativo de entonces el que nadie pudiera replicarles que, en realidad, su industria era, con mucho, la más contaminante del mundo, como lo demuestra hoy de la manera más dramática la herencia dejada en los antiguos países comunistas. La Conferencia de la ONU de 1972 en Estocolmo no arregló gran cosa, pero tuvo el mérito de promover la creación de una nueva agencia especializada de las Naciones Unidas, el PNUMA (Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente), cuya sede se situó en Nairobi, quizá en un gesto conciliador hacia el Tercer Mundo. Mención aparte merece, a finales de 1971 -en casi todo el mundo se editó en la primera mitad de 1972, e incluso más tarde allí donde no había parecido inicialmente interesante-, la aparición de un trabajo auspiciado por el Club de Roma y realizado por un reducido grupo de analistas políticos y económicos del MIT (Instituto Tecnológico de Massachussets), encabezados por Dennis Meadows: Los límites del crecimiento. Al margen de su interés como estudio proyectivo -basado en programas informáticos e intentando una integración lo más ajustada posible, cosa siempre difícil, de los principales parámetros que inciden en las cuestiones ambientales globales-, el libro gozó de una difusión inesperada y fue traducido a veintinueve idiomas. Una fama que no tuvo nada que ver con el rigor de sus planteamientos sino con la acusación de catastrofismo que la sociedad industrial vertió inmediatamente sobre él. Poner límites al crecimiento era un pensamiento indudablemente subversivo en 1972, con un petróleo casi tan barato como el agua y un mundo desarrollado poderoso y soberbio que apenas comenzaba a darse cuenta de los problemas ambientales. Hablar de crecimiento cero y de mejor redistribución de los recursos -incluidos los pobres de la Tierra- sonaba igualmente subversivo y, en todo caso, antiprogresivo. Porque, conviene no olvidarlo, la esencia del progreso económico estriba, consciente o inconscientemente, en los crecimientos; y si son exponenciales, mejor.Inmediatamente después del emblemático 1972 vino otro año igualmente significativo, pero por razones bastante opuestas. En 1973 se produjo la primera de las grandes crisis de la energía, como consecuencia del conflicto entre los países árabes e Israel. El petróleo, es decir, una buena parte de la energía del mundo desarrollado, se acababa de convertir en arma política e iniciaba una escalada de precios absolutamente inédita hasta entonces. El encarecimiento de la energía y, consecuentemente, de todos los procesos productivos, hizo más por el ahorro y la eficiencia que todos los discursos ambientales que uno hubiera podido inventar por aquel entonces. El decenio de los setenta impuso a las economías de los países ricos un reajuste brutal, que repercutió en el medio ambiente de manera indirecta, y no siempre negativamente. Porque si, por una parte, casi todo el mundo industrializado y poderoso se olvidó de cosas tan exóticas como la contaminación del aire o la degradación de los bosques, por otra, se iniciaron políticas de austeridad energética que redundaron en un menor consumo de petróleo -compensado sólo en parte por un aumento del consumo de carbón- y sobre todo en un ahorro y una mayor eficiencia de los procesos energéticos. Hubo países, como Bélgica y Francia, que se embarcaron en una aventura nuclear cuya salida actual se ve poco clara. Y cuya bondad ambiental es como mínimo discutible, aunque ambos países presumen de producir más de las tres cuartas partes de su energía eléctrica de forma limpia, sin emisión, por tanto, de contaminación alguna ni, por supuesto, de gases de efecto invernadero sobre sus respectivos espacios. En los años ochenta, tres malas grandes noticias y un informe internacional sobre el medio ambiente mundial marcan la pauta. Las noticias, que acabaron dando la vuelta al mundo, se referían al agujero antártico en la capa de ozono, al posible cambio climático debido al incremento del efecto invernadero y a las consecuencias catastróficas de un invierno nuclear como consecuencia de una guerra atómica global. El informe internacional fue Our Common Future (Nuestro futuro común), posteriormente conocido como Informe Brundland. De las malas noticias poco hay que decir. Se trata de cuestiones ambientales de ámbito planetario, todavía sometidas al rigor de la investigación científica, pero que saltaron a las primeras páginas de los periódicos y de los informativos de radio y televisión con tintes dramáticos, escasamente acordes con la realidad de los hechos. Son procesos aún hoy mal conocidos por los científicos, y sobre los que se vertieron y vierten más conjeturas que realidades; pero se convirtieron por obra y gracia de los medios de comunicación -posteriormente jaleados por los grupos ecologistas- en noticia mundial con ribetes cuasiapocalípticos. Hasta tal punto que incluso dirigentes tan poco proclives al ecologismo como la primera ministra británica Margaret Thatcher acabaron encabezando reuniones en las que se analizaron soluciones definitivas para atajar los males del ozono (en la reunión de Londres, en la primavera de 1989, para ratificar y ampliar las exigencias del famoso Protocolo de Montreal del año anterior, la premier británica propuso el veto definitivo a los gases CFC).El valor, aunque sea simbólico, de esos acuerdos para reducir los gases CFC no es desdeñable; aunque, en este caso, la industria química disponía con cierta facilidad de sustitutos aun más rentables, y ello facilitó grandemente las cosas, tampoco hay que engañarse... El informe Nuestro futuro común, en cambio, tuvo una muy otra dimensión. Fue elaborado por la Comisión Mundial para el Medio Ambiente y el Desarrollo, creada por iniciativa de los países escandinavos bajo el liderazgo de Noruega. Dicha comisión trabajó a fondo durante tres años y publicó al final, en 1987, un informe que luego acabaría sirviendo de base de trabajo para la mayor parte de los documentos a debatir en la reunión de Río de Janeiro de 1992. El trabajo se conoció muy pronto como Informe Brundtland, en honor de la primera ministra noruega, Grö Harlem Brundtland, infatigable impulsora, entonces y en los años siguientes, de los movimientos internacionales en pro de un desarrollo más equilibrado desde el punto de vista ambiental. Los países desarrollados siguen quemando carbón y petróleo; y aunque reduzcan esas combustiones, parece difícil que lleguen a hacerlo de manera muy significativa. Mientras, países en vías de rápido desarrollo -los crecimientos de la economía china, por ejemplo, en los primeros años noventa, con recesión en Occidente, oscilaron entre el 9 y el 13 por 100 anual-, aumentan sus combustiones industriales de manera significativa. Conviene no olvidar que China alberga la cuarta parte de la población del planeta, y dispone de más de un tercio de las reservas de carbón estimadas en el mundo. Otra cuestión que comenzó a conocerse en profundidad, y que fue jaleada asimismo por los medios de comunicación -en plan catastrofista, por supuesto-,fue la destrucción acelerada de los bosques tropicales. El grave problema de la Amazonia, amplificado por el hecho de haberse convocado la conferencia de la ONU sobre medio ambiente precisamente en Brasil, fue comentado en todo el mundo como ejemplo de la incuria mental de los humanos. Incluso en Africa y Asia se hablaba de la Amazonia y sus problemas; aunque allí tienen ejemplos aun más sangrantes. Por ejemplo, en países tan alejados unos de otros como Costa de Marfil, Madagascar e Indonesia se había destruido definitivamente el 80 por 100 de la selva tropical a comienzos de los años noventa...Los medios de comunicación, casi exclusivamente centrados en el ejemplo de la Amazonia, recordaban en esa época que las selvas húmedas tropicales albergaban la mayor parte de las especies vegetales y animales del planeta, lo cual es cierto, y que estos bosques constituían el principal pulmón atmosférico del planeta, lo cual es falso. Parece bastante claro que la Amazonia, por ejemplo, es casi autosuficiente en cuestiones de intercambio con la atmósfera (emisión de oxígeno, absorción de dióxido de carbono). Lo que no quita para que la pérdida de masa forestal suponga, se mire como se mire, la pérdida muchas veces irreversible de numerosas especies animales y vegetales que allí moran. Y eso es malo por razones tanto estrictamente naturalísticas -conservacionistas- como pragmáticas -destrucción de posibles recursos naturales potencialmente interesantes para la especie humana-. Pero la formación del oxígeno atmosférico sigue teniendo lugar en el mar, gracias al fitoplancton, del orden de las trescuartas partes del total. El resto se debe a las plantas terrestres. Lo malo -otra vez la contaminación, aunque ésta es menos popular-, es que los mares están cada vez más afectados por la actividad humana -desechos costeros, transporte petrolífero-; y eso obviamente daña la supervivencia del plancton.Al margen de estas y otras malas noticias ambientales, lo cierto es que la disyuntiva, a comienzos de los años noventa, estribaba en encontrar un nuevo modelo de desarrollo -menos dañino que el seguido por los países ya desarrollados- para los países como China, Indonesia, Brasil o la India, y en adaptar los actuales modelos de los países ricos a formas más saludables desde el punto de vista ambiental.Ahí salió la expresión, periodísticamente afortunada pero sumamente discutible -¿no es una contradicción "a termine"?- de "desarrollo sostenible"; sobreentendiendo que las formas de desarrollo industrial que hasta ahora habíamos conocido iban a ser muy pronto, quizá lo estuvieran siendo ya, insostenibles. La pregunta que nadie hizo en Río de Janeiro parece, sin embargo, bastante obvia: ¿son compatibles desarrollo y medio ambiente? Es una vieja pregunta; ya en Estocolmo se hablaba, veinte años antes, de "desarrollo contra medio ambiente".Ya hemos visto que la expresión "desarrollo sostenible", que tan favorable acogida tuvo en todas las cancillerías del mundo, sobre todo en los países ricos, supone una contradicción "per se". El desarrollo, es decir, el crecimiento permanente, es por definición insostenible; no se puede crecer y crecer indefinidamente, sobre todo en un medio físico limitado como es el planeta Tierra.Hay quien aduce que si se emplearan recursos renovables sería posible alcanzar tal quimera. No es fácil comprender cómo. Los recursos renovables sólo bastarían para mantener un ciclo cerrado; es decir, un conjunto de actividades en las que los consumidores y los productores de recursos mantuvieran el equilibrio. Pero si los consumidores -por ejemplo, la especie humana- no dejan de crecer en número (explosión demográfica) y en exigencias (energéticas, alimenticias), parece difícil que ni siquiera con recursos renovables sea posible el desarrollo sostenible sin alcanzar la situación catastrófica típica del avión que se queda sin combustible en pleno vuelo.Los más optimistas opinan que la reunión de Río fue sólo un primer paso dado en la dirección correcta. Probablemente tienen razón. Los más pesimistas replican, por su parte, que fue más que nada una operación de imagen y que, en el fondo, todo sigue más o menos igual. También tienen, en gran parte, razón. Porque lo uno no quita lo otro. El mundo desarrollado sigue constituyendo un paradigma para el mundo en vías de desarrollo, y todo un espejismo casi celestial para los países realmente pobres. Esto significa que la quinta parte, apenas, de la humanidad es mirada con envidia, y tomada como modelo, por el resto. Nadie, entre los seres humanos de ese resto, acepta fácilmente el hecho de que lo conseguido por los países ricos no vale. Y tienen razón, porque lo conseguido sí vale, al menos en gran parte. Lo que no vale es el método empleado, un desarrollo económico ignorante del daño global que se produce al medio ambiente, a escala local pero, también y sobre todo, a escala planetaria. El problema estriba en ofrecer un modelo de desarrollo distinto e igualmente ilusionante. Con el que, por cierto, deberían dar ejemplo los países ricos, facilitando las necesarias transferencias de tecnología a los países en desarrollo, con el fin de convencerles con hechos de que lo que se va a hacer es lo mejor posible. Si no, de nada servirán las buenas palabras o las buenas intenciones. Los países en desarrollo seguirán la pauta, ambientalmente perversa, que hemos seguido los países ricos; porque es lo más fácil y lo que se puede copiar o comprar. Siempre hay quien vende, en los países ricos, tecnología sucia a los pobres.
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Fue el marchante Durand-Ruel quien sugirió a Renoir que realizara dos telas sobre el baile, contraponiendo la sofisticación de la ciudad frente a la mayor naturalidad del campo. El Baile en el campo está protagonizado por Aline Charigot, su modelo favorita, que más tarde se convertirá en su esposa, y Paul Lothe. El hombre se sitúa de espaldas para dejar ver el simpático rostro de Aline. Las dos figuras danzan ante el pintor con sus mejores galas, al aire libre, apreciándose al fondo las hojas de los árboles y varias figurillas, quedando en primer plano un sombrero de paja. Para esta elegante escena de baile urbano posaron Suzanne Valadon y Eugène-Pierre Lestringuez. La postura de las figuras varía en relación con su compañera al presentar a la dama de espaldas, apoyada delicadamente en el hombro de su pareja. Su bello rostro se recorta sobre el traje negro del bailarín, apreciándose en el fondo referencias arquitectónicas -para indicar que se trata de un interior- y varias plantas, en las que impacta la luz de gas. El elegante vestido de larga cola que porta Suzanne tiene unos magníficos reflejos malvas de la luz artificial, así como pliegues que crean la sensación táctil de la tela. El movimiento pausado de esta danza ha sido interpretado magistralmente, interesándose el pintor por buscar los contrastes entre los dos bailes.
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La palabra fiqh denomina la jurisprudencia islámica y todo aquel que la practica recibe el nombre de alfaquí, siendo el principal responsable de su aplicación y sistematización dentro de la sociedad. Ambas acciones pueden realizarse sobre las mismas bases textuales, con un esfuerzo interpretativo denominado "iytihad", siendo los que la hacen los "muytahid". Hay cuatro rangos dentro de ellos, desde los que interpretan directamente los textos; los que lo hacen sólo de forma complementaria y aceptando cuanto los primeros han ya realizado; los que se dedican a solventar discrepancias y, finalmente, aquellos sin posibilidad personal de interpretación, que aplican el conjunto jurídico ya acumulado o "communis oppinio". Sin embargo, ya desde del siglo II de la Hégira nacieron una serie de escuelas sunníes que van a hacer una diversa interpretación de este conjunto jurídico. Hablamos de las escuelas: hanafí, fundada por Abu Hanifa de Kufa ( muerto en el 767); malikí, fundada por Malik ibn Anas (muerto en el 795), quien la aplicó fundamentalmente en al-Ándalus; xafií (muerto en el 820) y la hanbalí, basada en las tendencias de Ibn Hanbal (muerto en el 855). Todas ellas se denominan como shií o chiíta.
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La diversidad irreductible del Plateresco viene dada por la ausencia de edificios normativos y es causa de la dificultad de sistematizar su estudio, siempre planteada. En realidad, la prevalencia gótica en la construcción de los principales edificios acometidos en los treinta primeros años del siglo redujo estas expresiones protorrenacentistas a un arte de portadas, retablos, patios, revestimientos y artes aplicadas, y cabría considerarlo obra de decoradores, escultores y entalladores, segundones o maestros anónimos que desarrollan un lenguaje prearquitectónico. Pero son muchos de los grandes nombres de nuestra arquitectura del siglo XVI asociados a la pervivencia del Gótico (Rodrigo Gil de Hontañón, Francisco de Colonia, Vallejo, Juan de Alava, Pedro de Ybarra, Juan de Badajoz) que no desdeñaron este tipo de creaciones, confiriendo con ello nueva faz al viejo sistema constructivo; y lo que desaparece son precisamente las suntuosas y adornadas portadas medievales de la época anterior. Y ni siquiera en algunos de los más notables arquitectos renacentistas (Silóe, Covarrubias, Machuca, Luis de la Vega o Jerónimo Quijano) dejan de observarse veleidades decorativistas. La difusión, aceptación y adecuación de los nuevos códigos ornamentales fue rápida, y para 1525 no hay monumento, reja, retablo o púlpito que no muestre motivos clásicos. Algunos tempranos ejemplos se dan en la estampa, mereciendo especial mención la "Biblia Complutense" de Arnao Guillén de Brocar o las publicaciones sevillanas de la imprenta de Jacobo de Cronberger. Entre los rejeros hay que nombrar a Juan Francés (Sigüenza, catedral; Magistral de Alcalá), al más italianizante Bartolomé de Jaén (Capilla, Real, Granada); y al prolífico fray Francisco de Salamanca (Guadalupe; catedral de Sevilla), autor acaso de la primorosa reja del sepulcro de don Diego de Anaya en Salamanca, mientras que el renombrado Cristóbal de Andino (Burgos, capilla del Condestable) representa ya la plenitud renacentista, en su forma onamentada. Molduraciones a la romana surgen desde finales de siglo en el retablo mayor de la catedral de Avila, en las pinturas de Juan de Flandes o en Alejo Fernández, y algo más adelante en los trabajos de fray Pedro de Guadalupe, Felipe Bigarny, Gil Morlanes, o Andrés de Nájera. Toledo, Sigüenza, Burgos, Palencia, Zaragoza y Salamanca son los centros en los que esta corriente protorrenacentista tiene anterior arraigo, desarrollándose con rasgos más o menos específicos, trasplantados luego por la dispersa labor de maestros y oficiales, a escuelas vecinas. Especial concentración de portadas y retablos de temprana vocación renacentista se da en la catedral de Sigüenza debido a artistas locales como Francisco de Baeza o Juan de Talavera, advirtiéndose un claso nexo con la escuela alcarreña y una continuada relación con lo toledano. Pieza clave de esta doble circunstancia es don Pedro González de Mendoza -protector de Vázquez-, quien al ser promovido a arzobispo de Toledo retuvo para sí la mitra seguntina, quedando Sigüenza en lo artístico como un centro subordinado al toledano. El impulso se produce desde el momento en que se levanta el nuevo claustro, donde muestran capillas y dependencias la magnificencia de sus promotores, siendo los prelados quienes con mayor ostentación disponen sus blasones en aquellas debidas a su gestión, como expresión emblemática de su labor. Un aire vazquiano tiene la Puerta de Pórfido (1503), cuyo sencillo esquema. original, bajo alfiz -el cuerpo alto es adición de D. Fadrique de Portugal- se repite en la de Jaspe, más sobria y del lado del claustro; su autor podría ser Baeza, que lo fue luego de la muy distinta de la capilla de los Arce (h. 1523), y a quien se atribuye además la recargada portada de la Sacristía (1521). Juan de Talavera, que trabajó en la Puerta de Jaspe, y que años más tarde colaboró en Calatayud con Esteban de Obray, es el autor de la algo más compleja de la Librería (1521), con adornadas columnas divididas por anillos -sin candelieri- y ático de triple remate, en la que se define el sentido humanista del recinto: "Musis Sacrae Domus Hec". Pero las más notable creación del momento es el altar de Santa Librada (1515-1518), monumental estructura de dos cuerpos y ático, con esquema de arco triunfal, que se diría inspirada en el italianizante y anónimo monumento funerario del Gran Cardenal (Toledo, catedral) -no en balde custodia los restos de la santa-, y se adorna con estilizados motivos vegetales, láureas, espejos, eses y candelabros. Se han barajado entre otros los nombres de Vasco de la Zarza, de Talavera y de Baeza, y el más dudoso de Covarrubias, cuya presencia en 1517 fue fugaz. Anónimo es también el paradójicamente más retablístico sepulcro de D. Fadrique, a su derecha, de aspecto disarmónico y ambigua plasticidad, que se ha querido relacionar con talleres burgaleses. La labor de Vasco de la Zarza refleja en sus sepulcros y altares la evolución -sorprendente en lo individual- que en los aspectos compositivos y plásticos se observa con carácter general dentro del plateresco castellano, en el salto desde la selectiva traslación de modelos cuatrocentistas, la claridad de las formas y la simplicidad ornamental, a la interpretación arbitraria, la dispersión y el decorativismo feraz, de lo que son escalonada muestra el monumento del cardenal Carrillo de Albornoz (1515), el de Alonso Madrigal el Tostado (1522) y el preciosista Sagrario de la catedral de Avila (1522). Su aportación dejó fuerte huella, en Toledo y Avila, con especial reflejo en Juan Rodríguez o Lucas Giraldo. Pero dentro de las manifestaciones incipientes del Renacimiento en el ámbito toledano sobresalen las del mal llamado estilo Cisneros (Tormo), pervivencia estricta de las técnicas ornamentales y estructurales de la tradición islámica, a través de lo mudéjar, con la integración de motivos ornamentales clásicos, y raros atisbos goticistas, que en nada modifican el tejido compositivo original. Se advierte así en la Antesala y Sala Capitular de la catedral de Toledo, con sus yeserías romanizadas de Blandino Bonifacio y artesonado de afín adjetivación, en la labor del borroso Pedro Gumiel, responsable directo en esta línea de las obras del Colegio de San Ildefonso y su capilla (Alcalá de Henares), aunque netamente gótico en la iglesia Magistral, o en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá. Análogo sentido ornamental se observa en la capilla de la Anunciación de la catedral de Sigüenza, en el palacio Miranda en Peñaranda de Duero (Burgos), en el púlpito de la parroquial de Amusco (Palencia) o en la iglesia de Maluenda (Zaragoza). De otra índole serán las híbridas ecuaciones del mudéjar-renacimiento andaluz. Ejemplo excepcional del plateresco toledano lo da Alonso de Covarrubias en el Hospital de Santa Cruz, fundación del cardenal Mendoza, cuyas obras no dieron comienzo hasta 1504. Nadie sino Egas ha de ser el autor de la planta, en la que como antes en Santiago de Compostela y luego en Granada se asume un esquema de racionalización que procede de Filarete. La forma de cruz griega, concordante con la advocación, tiene valor emblemático. La labor de los oficiales de Egas se aprecia en las crujías y en los arcos escarzanos del crucero, quedando con imperfecta definición la fachada y patios. Esta labor correspondería al joven Covarrubias, formado con los Egas, y hubo de realizarse entre su estancia seguntina (1517) y su partida a Guadalajara (1526). En el patio es expresión adornada, embrionaria e imperfecta del que luego hiciera en Alcalá de Henares (palacio episcopal) y reelaborara en Lupiana o en el convento de San Pedro Mártir. Presenta sendas galerías escarzanas, con capiteles alcarreños y algunas aplicaciones superfluas, y dispone de una escalera de caja cuadrada cuyos muros van revestidos de un leve almohadillado con cruces potenzadas y en la que el trazado también escarzano de los arcos arranca de modo súbito, evidenciándose que todo es transformación de un patio anterior. La portada, soberbia, es una abigarrada amalgama en forma de profusa labra, en la que las adornadas columnas de enmarcamiento se transforman en arquivoltas y boceles que quiebran para enlazar con un tripartito e inconexo cuerpo alto, y va flanqueada por no menos adornadas ventanas, que se repiten por la fachada. Del mismo artista pudieran ser la puerta central del zaguán, y acaso la del patio, de iconografía no enteramente cristiana. Tras el interludio alcarreño (iglesia de la Piedad, Guadalajara), se inicia una depuración de su lenguaje arquitectónico, que mantiene algún tiempo rasgos ornamentistas (sacristía de las Cabezas, Sigüenza; portada de San Clemente; claustro de Lupiana); pero todavía en la portada de la capilla de San Juan, o de la torre, de la catedral de Toledo retorna sin ambages a las más dislocadas fórmulas platerescas integrando la molduración gótica del arco preexistente. Y de parecida vocación es la aún más tardía puerta geminada de la escalera claustral del monasterio de Guadalupe (1537), con sus arcos escarzanos, sus columnas monstruosas y sus relieves bullentes. En Burgos, feudo artístico tardomedieval de los Colonia, es el escultor Nicolás Ibáñez de Vergara quien primero adopta del vocabulario ornamental clasicista, aplicándolo con inflexiones góticas en los sepulcros de Juan de Ortega (Santa Dorotea), de los Gumiel y de los Frías (San Esteban) y en diversas obras de mazonería. Los arcos con casetones, palmetas, láureas y motivos a candelieri, tomados de Vázquez y -de las estampas de Zoan de Andrea y fray Antonio de Monza y con referencias lombardas, se funden aún con alfices, arcos escarzanos y molduras góticas. De parecido tenor es la Puerta de la Pellejería, realizada por Francisco de Colonia en la catedral por encargo del obispo Rodríguez de Fonseca (1516), y en cuyas ingenuas esculturas trabajaba todavía en 1530 Bartolomé Haya. Responde al tipo de fachada-retablo, y es obra de defectuosa articulación y descompensada estructura. Los motivos agrutescados y vegetales -entrelazados con las armas catedralicias y del obispo- proceden de grabadores italianos y los remates son a la lombarda, pero nada logra enmascarar el carácter medievalizante del arco de ingreso, adornado con una corona de palmetas. Ya en la puerta de la, sacristía de la capilla del Condestable se habían dejado sentir las enormes limitaciones del último de los Colonia en la asimilación de las formas clásicas, al disponer el entablamento como si de una imposta gótica se tratara. De otro empeño es la extraña hibridación estilística que llevó a cabo Juan de Matienzo en la muy gótica capilla de la Consolación.
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Entre 1975 y 1979 se rescató en el lugar conocido como Cerrillo Blanco, de Porcuna (Jaén), el más importante conjunto escultórico de la cultura ibérica. En la citada localidad jienense se halla la antigua Obulco, un gran centro económico del territorio túrdulo, situado sobre el gran eje de comunicaciones de la Vía Heraclea, verdadera columna vertebral de la civilización ibérica. Por lo que se deduce de la excavación del Cerrillo Blanco, en una fecha muy poco posterior al año 400 a. C., se procedió a enterrar allí un gran número de estatuas, que habían sido intencionadamente destruidas, y cuyos pedazos fueron cuidadosamente recogidos y depositados en un gran hoyo hecho al efecto, cubierto después con grandes losas de arenisca. El infortunio de una grave destrucción y la fortuna de que alguien decidió guardar religiosamente los pedazos, se combinaron para legar al presente un excepcional conjunto de esculturas mutiladas, de las que empezamos por tener, que no es poco, una fecha ante quem para su datación: la de su enterramiento cerca del 400 a. C. Para cualquiera que conozca las diatribas sobre la cronología del arte ibérico, alguna vez tenido por contemporáneo de la ocupación romana, y para los especialistas que han de vérselas con obras demasiado a menudo descontextualizadas, datos como el ya mencionado proporcionan un agradable respiro. Desde que fueron descubiertas, el primer paso ha sido la recomposición del complejo rompecabezas, emprendido primero bajo la dirección de Juan A. González Navarrete, y después por Iván Negueruela. Ha sido un trabajo complejo pero agradecido, porque según los trozos han ido recuperando la forma originaria de las estatuas, se ha multiplicado con creces la sensación de maestría y calidad que se hacía evidente con sólo analizar los trozos sueltos. Están esculpidas en una arenisca blanca, de grano muy fino, conocida en la región como piedra de Santiago, por proceder de las canteras próximas a Santiago de Calatrava. Es un soporte perfecto para una talla de calidad, tanto para el primor de los detalles como para obtener volúmenes y formas complejas, y epidermis de apariencia y tacto muy agradables. Las muchas estatuas no son idénticas de estilo, pero sí bastante homogéneas, como fruto de un mismo taller en el que pueden distinguirse varias manos. Tampoco son unitarias en temática ni en tamaños, sino un conjunto que va adquiriendo orden según avanzan los estudios sobre ellas. Son en general figuras menores que el natural, que representan guerreros -aislados o en grupos-, personajes de ambos sexos con trajes ceremoniales y atributos o complementos diversos, un individuo que lucha con un grifo, una divinidad literalmente envuelta por los cuerpos de dos cabras; animales diversos -leones, toros, una esfinge, un águila-; también composiciones en altorrelieve, como la de dos hombres batiéndose o la de un cazador con su perro y una liebre cobrada en la mano. Se debe al acierto de Iván Negueruela el agrupamiento y la interpretación de uno de los grupos más importantes del conjunto, el de los guerreros, no sólo por el nuevo sentido que adquieren al entenderse como relacionados en una sangrienta lucha con determinados resultados, sino al haber recompuesto figuras de grupo, esculpidas en un sólo bloque, con una complejidad hasta ahora desconocida en el arte ibérico. Son recomposiciones incuestionables, basadas en el análisis de las basas unitarias conservadas, el procedimiento más eficaz utilizado para otros ejemplos ilustres, sea el grupo pergaménico de los Gálatas, sean los frontones de célebres templos griegos, y tantos otros. Sobresale la escultura de grupo, vaciada en bloque único, que formaban un guerrero y su caballo, del que acaba de desmontar, mientras atraviesa con su lanza, seguramente por la boca, a un enemigo derrumbado a sus pies (la punta de la lanza le asoma por la espalda). Con sólo lo dicho, la consideración de la estatuaria ibérica da un enorme salto cualitativo, al mostrar el afrontamiento de empresas sólo propias del mejor arte griego. Hay que apresurarse a decir que todo induce a pensar en la obra de un taller dirigido por un artista griego, con tradición para realizar grupos como el descrito, que traen a la memoria las figuras relivarias o de bulto redondo que decoraban monumentos como el templo de Zeus en Olimpia, o el de Afaia en Egina. El trabajo de las figuras está al nivel de la envergadura de las composiciones. Las anatomías están bien modeladas, en sus proporciones y en la acertada interpretación de las musculaturas y los movimientos. Las pocas cabezas recuperadas han aparecido, por desgracia, muy dañadas, quizá por esa tendencia a destruirlas con más saña cuando se actúa bajo un impulso ideológico. La mejor conservada, de uno de los guerreros, muestra un hermoso rostro juvenil, sereno, de rasgos finos: los ojos algo oblicuos y rasgados, la nariz recta, los labios carnosos, de contornos cuidadosamente señalados con un surco; se adivina debajo un cráneo ancho, de mandíbula cuadrada y recia. Son rasgos que convienen a los que Langlotz tenía por propios de los artistas focenses y recuerdan el estilo de fines del arcaísmo griego y la transición a las formas clásicas, y a la misma conclusión parece conducir la tendencia a realizar muy gruesos los glúteos y las piernas de los guerreros. Las vestiduras y el armamento están realizados con un detallismo que otorgan a las esculturas el valor añadido de ser excepcionales testimonios etnográficos. Los cascos parecen de cuero, con guarniciones metálicas y adorno de cuernos, conocidos en la Grecia del Este; tenían espectaculares cimeras, como las que lucen griegos y troyanos en los frontones de Egina. Se protegen con coselete corto, de borde curvo y terminado en punta entre las piernas, y sujeto con un ancho cinturón. La coraza es de discos metálicos cogidos por correas, sobrepuestos a una especie de chaleco, en forma de ocho que aliviaba el contacto con las placas de metal. El escudo usado es la clásica caetra, de varias capas de piel y manilla al centro; disponían de una larga correa para llevarlo colgado cuando se estaba en reposo, y enrollado en la muñeca para asirlo con firmeza en la lucha. Son, en suma, las armas propias de los iberos, con el añadido de elementos menos comunes, entre ellos los cascos, de abolengo helénico como el arte que inspiró las esculturas. Merece también especial mención el grupo del hombre que lucha a cuerpo con un grifo. Se trata de una rara representación de un tema que puso de moda en la literatura griega Aristeas de Proconeso (650-600 a. C.) con su "Arimaspeia": relata la defensa por los grifos del oro de la tierra frente al pueblo mítico de los arismaspos, que vivían al norte de Escitia. Pudieron los iberos aficionarse a asuntos como éste, aparte de que en el grupo en lucha vieran una manifestación más del ya tradicional héroe del león, de claro significado funerario. Es de señalar la atrevida composición, concebida de forma que el grifo casi rodea a su contrincante y obliga al espectador, para contemplar adecuadamente el grupo, a rodearlo completamente. Demuestra, por otra parte, la preferencia por los temas agonísticos, de una crudeza extraordinaria en los guerreros, pero proyectada también a luchas de animales. Por contraste, resultan muy serenas algunas de las figuras humanas. La de un individuo vestido con un ropaje ceremonial cruzado, con las puntas caídas a la espalda y gravadas con pesas, tiene un empaque inusual en la estatuaria ibérica; bajo la ropa de este probable sacerdote se adivina la anatomía -algo muy poco común en la escultura ibérica- que enlaza con los tipos varoniles del clasicismo severo, aunque con sabor algo más antiguo por la forma de representar los pliegues. Una figura femenina, tal vez una sacerdotisa, de similar estilo y formas cerradas, conserva sobre las piernas restos de las manos de un niño, mientras otra, también una probable sacerdotisa o una diosa, lleva al hombro una serpiente. Es igualmente excepcional el grupo de animales. Se conserva un buen trozo de un león de riquísimo modelado, que, vuelta la cabeza, apoya las garras delanteras en una enorme palmeta de cuenco; de ella brota una serpiente que da vueltas por el cuerpo del felino. Debía de formar parte de una composición simétrica, como la muy conocida en marfiles fenicios o en terracotas púnicas: por ejemplo, la mitad de un relieve con una esfinge egipcia que toca un árbol de palmetas, que, procedente de Ibiza, se conserva en el Museo Arqueológico Nacional. Tanto este león como los demás animales del conjunto -grifos, toros, caballos, un lobo, un cordero, etc.- son de un estilo bastante vivo, naturalista, muy lejano a las arcaicas y rígidas fórmulas de los leones de la familia de los de Pozo Moro y los demás animales de la misma o parecida escuela. Están en la línea del estilo general de este conjunto obulconense, en el que se impone un modelado naturalista, de superficies redondeadas y suaves, muy ajenas a los biselados y planos duros frecuentes en las creaciones ibéricas. Hay un efecto general de blandura, que parece propio de artistas acostumbrados a modelar el barro o la cera, más que a esculpir la piedra. Es como un arte de broncistas, impresión global que se acentúa con detalles como el tratamiento de los ojos de la cabeza de guerrero conservada, más aún el de los labios de ésta y de otra más mutilada, o en la presencia de una caja de espiga en aquélla para fijar algún complemento metálico; es lo mismo que se hizo en las esculturas del célebre templo de Egina, influidas igualmente por el arte de los célebres broncistas de la isla. La citada blandura de las formas tiene otro destacado efecto en el conjunto de Obulco: el gusto por los cuerpos curvados, por la torsión de las anatomías, sobre todo en las composiciones en grupo (el grifo en lucha con el hombre, las cabras del Despotes Therón, el león de la palmeta...), con una facilidad propia de seres sin armadura ósea, lo que imprime a las composiciones cierto aire manierista. No se conoce el lugar en que estuvieron originariamente las esculturas, que no debe de estar muy lejano del sitio en que fueron ocultados los trozos; tampoco qué clase de monumento o monumentos decoraban. Unos pocos fragmentos arquitectónicos hallados entre las piedras sugieren una arquitectura monumental de soporte, cuyos restos no merecieron ser recogidos como los escultóricos. Quizá formaban parte de un costoso mausoleo, una especie de heroon realizado en honor de un gran personaje, acaso un reyezuelo. Fue en todo caso un individuo de relieve, capaz de promover un descomunal proyecto artístico -el mayor de que se tiene noticia en la Hispania prerromana-, para lo que debió de contratar los servicios de algún artista griego como hicieron otros jerarcas de las culturas mediterráneas. Teniendo en cuenta la fecha de la ocultación, la del conjunto ha de ser anterior al año 400, y por el estilo y los detalles arqueológicos puede apuntarse a una datación hacia el primer cuarto del siglo V a. C. La destrucción, por razones que se desconocen, no debió retrasarse mucho por lo nuevas que estaban las esculturas cuando fueron sepultadas. Las esculturas de Porcuna, con ser excepcionales, no están completamente aisladas en el panorama del arte ibérico. En la Alcudia de Elche y otros grandes centros debieron de existir talleres capaces de realizar obras de parecida altura. En la Alcudia se han recuperado numerosas piezas de calidad, entre ellas fragmentos de guerreros similares a los de Porcuna, uno de ellos un torso espléndido, con el disco del pecho adornado con una magnífica cabeza de lobo en relieve. Y recuérdese la extraordinaria creación que representa la Dama de Elche. De Casas de Juan Núñez (Albacete) procede un espléndido caballo, muy mutilado (le faltan la cabeza y las extremidades), pero digno de figurar entre las piezas ibéricas de mejor arte. Su estilo, similar al de Porcuna, es aún más preciosista en los adornos; son de impecable factura las palmetas en relieve, como bordadas, de la manta, de cuya forma y del estilo general de la escultura, puede deducirse una fecha aproximada de comienzos del siglo V a. C. Son, en fin, ejemplos de una producción que debió de ser mucho más numerosa, y que sólo las circunstancias excepcionales del grupo de Porcuna las ha conservado en cantidad considerable.
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El estilo jónico se adentró con tanta fuerza en el gusto tirreno que, en las últimas décadas del siglo VI a. C., pudo incluso desarrollarse independientemente en su nueva patria. Y en este contexto, quiso la fortuna que naciese y se desarrollase en el sur de Etruria un autor al que se puede, sencillamente, tratar por separado, porque sus escasas obras sobresalen por encima de toda la escultura etrusca. Nos referimos, en concreto, al genial artista -acaso el Vulca que mencionan las fuentes latinas- capaz de concebir y ejecutar las estatuas del Templo del Portonaccio en Veyes. Su figura aparece aislada por varias razones. En primer lugar, la actividad artística de Veyes nos es aún peor conocida que la de Tarquinia o Caere, y por tanto desconocemos precedentes claros de su obra. En segundo lugar, a poco que repasemos las obras hasta ahora comentadas, nos daremos cuenta de la escasísima, casi nula tradición de estatuaria dedicada a templos; Vulca será un creador de imágenes divinas, comprometido con el mundo de los reyes y con el desarrollo de las estructuras estatales, no un fiel servidor de las vanidades funerarias. Mas pasemos a la decoración de su templo. Sin despreciar las antefijas, con cabezas de gorgonas tan salvajes como inolvidables, el grupo esencial se concentraba sobre la viga mayor o columen. Allí se alineaban al menos cuatro figuras de tamaño natural: un magnífico Heracles, de impresionante torso, con su pie sobre una cierva abatida; Apolo, que se dirige hacia él con ánimo de arrebatarle la pieza; Hermes, acercándose para pacificar a los contendientes, y una figura femenina con un niño en el regazo. Ignoramos quién es esta mujer; se ha pensado en Latona con su hijo Apolo, pero eso supondría la presencia de dos Apolos en la misma escena... De cualquier modo, lo primero que se trasluce es la aceptación en Etruria, y a nivel oficial, de dioses y mitos griegos. Tan helénica resulta la escena, que inconscientemente designamos a los personajes por su nombre griego, no por el etrusco correspondiente (Hercle, Apulu, Turms). Sin embargo, cuando nos adentramos en los aspectos estilísticos, nuestra opinión empieza a cambiar. Detalles expresionistas, como el torso de Heracles o los marcados tendones en la mano de la mujer, acaso podrían antojarse caracteres locales, igual que el uso de la terracota como material. Pero pronto nos damos cuenta de que esta explicación no basta, y que se impone hablar de un estilo individual, fruto de la enorme personalidad de su autor. Sobre una educación jónica, a la que se añaden (estamos ya en torno al 500 a. C.) elementos realistas de raigambre ática, el artista libera su fantasía. Las telas se pliegan de forma caprichosa y decorativa, como si quisiesen hacer juego con las abarrocadas palmetas en que se apoyan Apolo y Heracles. Pero aún resaltan más las caras de Hermes y Apolo. Pese a ser casi idénticas, simples toques y matices alegran la mirada de aquél, mientras que éste, en su acometida, mantiene una expresión gélida; su forzada sonrisa, según se ha comentado a veces, le emparenta con el lobo, y no por pura casualidad. En efecto, éste es su animal emblemático en la Etruria arcaica, donde el dios tiene a menudo atribuciones fúnebres. Todos los detalles de estas estatuas merecen recordarse, desde sus esbeltas proporciones -algo tan raro en Etruria- hasta su tratamiento blando y directo, sobre todo en las cabelleras. Pero, desde el punto de vista de la creatividad, hay un punto que nos parece decisivo: para plasmar el movimiento -véase en particular el Apolo-, el artista lanza los cuerpos hacia adelante, cargando todo el peso en una pierna. Tan decidida violación de la tradicional y venerada ley de la frontalidad tardará en Grecia aún una veintena de años en plantearse, y precisamente significará allí el paso del arcaísmo al clasicismo.