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De todas las empresas de Cisneros, la fundación de la Universidad de Alcalá de Henares fue la que siguió con más empeño. La ciudad de Alcalá, sede prelaticia de Toledo, había de convertirse en símbolo de las ideas reformadoras del Cardenal. Allí impulsó la construcción del Colegio Mayor de San Ildefonso, matriz de la institución universitaria, dos colegios gramáticos, cuatro colegios de artistas, el Colegio Trilingüe, además del colegio-convento de San Pedro y San Pablo para religiosos de su orden, el hospital universitario de San Lucas, la imprenta y un gran número de viviendas para maestros, estudiantes y servidores de la universidad. De todo este conjunto, el edificio más singular por sus dimensiones e interés artístico es el Colegio Mayor, que ocupaba la parcela más extensa del barrio académico. De tipología diferente a los colegios mayores de las universidades tradicionales, constaba de dos claustros con arquerías que, en sentido longitudinal, limitaban un patio al que daban las dependencias administrativas, oficinas y almacenes. Completaban el conjunto, en sentido ortogonal al eje de composición de los patios, la Capilla de San Ildefonso -con yeserías donde se hibrida motivos góticos e italianos, y artesonados de madera polícroma- y el Paraninfo o Teatro Escolástico, situado en la crujía occidental del segundo claustro, denominado entonces colegio nuevo. El teatro académico de la universidad de Alcalá fue comenzado a construir en vida del fundador, siendo sus autores los alarifes Gutiérrez de Cárdenas y Pedro de Villarroel. En su interior se conjugan de manera suntuosa la tradición constructiva hispano-musulmana -yeserías, artesonado de casetones policromados, cerámica vidriada- con unos repertorios decorativos de, procedencia italiana, configurando uno de los interiores más atractivos del denominado estilo Cisneros.
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Pese a las reformas administrativas introducidas por Augusto y las modificaciones ulteriores, la burocracia imperial en Hispania, al igual que en el resto de las provincias, puede caracterizarse como irrelevante e inadecuada al amplio marco territorial que se administra; la clave del funcionamiento del sistema imperial romano está constituida por el papel que desempeña la ciudad hasta el punto de que Cicerón concibe a la ciudad como el eslabón entre la familia y el Estado, y varios siglos después el retórico griego Elio Arístides, en clara exaltación del sistema, entiende el Imperio como una federación de ciudades-estado autónomas y libres en el ámbito local, que obtienen las condiciones idóneas para su desarrollo y florecimiento del poder central de Roma. La visión propagandística de Elio Arístides se deriva de la realidad del mundo griego del Mediterráneo oriental intensamente urbanizado. En el Mediterráneo occidental, y concretamente en las provincias hispanas, la implantación del modelo administrativo romano basado en la ciudad se encuentra condicionado por una realidad heterogénea en la que el mundo de las ciudades griegas o feniciopúnicas costeras contrasta sustancialmente con la realidad del interior de la Península, donde la impronta urbana decrece conforme nos alejamos de las zonas meridionales y levantinas en dirección Norte y Noroeste. Precisamente, la diversidad de la evolución histórica implica que la imprescindible urbanización se materialice en procesos diferentes que oscilan desde la creación ex nihilo de ciudades a la potenciación de los procesos urbanos ya presentes en la realidad peninsular mediante la yuxtaposición o superposición sobre los centros indígenas de ciudades propiamente romanas. La virtualidad de estos procesos está condicionada, en principio, por las peculiaridades de la conquista que dan lugar a destrucciones o a subsistencia de los centros habitados y generan al mismo tiempo unas relaciones jurídicas específicas con el conquistador que condicionan su evolución posterior. No obstante, las vicisitudes históricas de Roma desde la muerte de César generan situaciones que condicionan el proceso, ya que la necesidad de compensar a los veteranos de las legiones mediante distribuciones agrarias genera un programa de colonización, mientras que las crisis dinásticas, solucionadas mediante guerras civiles en las que se ve involucrado el mundo provincial, propician asimismo la concesión de privilegios a los centros afectos al vencedor y dan lugar a una transformación de las condiciones de subordinación que la conquista había producido. Asumiendo funciones importantes para la articulación de la administración imperial, tales como la recaudación de impuestos o el reclutamiento de soldados, la ciudad romana posee una amplia autonomía en el orden interno, que tan sólo se cuestiona a partir del momento en el que se desarrolla su crisis. Conformada por dos elementos materiales estrechamente relacionados, como son el centro habitado y el territorio que se le adscribe (ager), es ante todo una comunidad de ciudadanos, definida jurídicamente, que reproduce en su funcionamiento interno esquemas censitarios de distribución de derechos y deberes. Las características de los nuevos centros urbanos, aunque puede estar condicionada por la realidad preexistente, tienden a conformarse al esquema romano, que implica una planta urbanística ortogonal, orientada según dos grandes ejes: el cardo con dirección norte-sur y el decumanus con orientación este-oeste, y exige un programa monumental mínimo en el que están presentes, como elementos fundamentales, la muralla, que define originariamente el perímetro urbano, y el foro que alberga los templos, la basílica destinada a la administración de justicia, la curia vinculada a la administración municipal, o las tabernae que posibilitan la actividad comercial. La existencia de termas y de edificios destinados al ocio, tales como teatros y anfiteatros, constituyen asimismo elementos esenciales del tipo de urbanismo que Roma proyecta a la realidad provincial. Cada ciudad posee su propio territorio que, estructurado conforme al sistema agrario romano, implica, al menos originariamente, la presencia de dos formas de propiedad complementarias. La primera está constituida por la distribución parcelaria entre sus ciudadanos, que conforma un sistema agrario reticular en clara correspondencia con la organización del espacio urbano. Esta distribución de la propiedad constituye la base de la ulterior implantación del sistema de explotaciones agrarias que conocemos como villas, impulsoras a su vez de la urbanización del territorio. La tierra no distribuida de cada ciudad permanece como ager publicas, propiedad pública que puede ser usufructuada por sus habitantes y administrada por sus magistrados. La comunidad humana que habita el centro urbano y explota el territorio se define en función del conjunto de derechos que conforman el estatuto privilegiado de ciudadano romano. Concretamente, el habeas corpus de la ciudadanía romana se configura en función de cuatro derechos de los que dos poseen una naturaleza civil al permitir el acceso a la propiedad (ius comercii) o a la familia romana (ius connubiii), mientras que los dos restantes son de naturaleza política y permite el acceso a las magistraturas (ius honoris) o el derecho a voto (ius suffragii). La virtualidad de estos derechos se encuentra mediatizada por la realidad política imperial, lo que da lugar a que la ciudadanía romana, especialmente en el ámbito provincial, implique el disfrute de un estatuto privilegiado definido por los derechos civiles, mientras que los derechos políticos se reducen a la posibilidad de que las elites de las ciudades puedan continuar sus cursus honorum en la administración imperial. Condicionado por las vicisitudes históricas del mundo romano, el desarrollo del proceso de urbanización y la implantación de la ciudad romana en Hispania se había desarrollado puntualmente desde los inicios de la conquista y da lugar, como consecuencia del desarrollo en Hispania de algunos de los episodios de las guerras civiles que culminan en la derrota de los pompeyanos en Munda, a un amplio programa de fundación de colonias y de promoción municipal en época cesariana. Tras el asesinato de César, los puntos de referencia en la urbanización de Hispania están constituidos por la política que pone en práctica, primero como triunviro y con posterioridad como princeps, su heredero Octaviano, por las intervenciones puntuales que se realizan por algunos de los emperadores julioclaudios o por los candidatos al trono imperial tras el asesinato de Nerón y durante el desarrollo de la consecuente guerra civil, y, finalmente, por el Edicto de Vespasiano, que extiende la municipalización de forma generalizada en Hispania.
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El templo arcaico de Júpiter Capitolino pereció víctima de un incendio en el año 83 a. C. Desde entonces hasta la época flavia fue reconstruido varias veces, la última en mármol. La estatua de culto fue sustituida, también, por una nueva, inspirada en el Zeus de Olimpia y de la que se hicieron copias para otras ciudades romanas. Su autor, Apolonio de Atenas, pudiera ser el mismo que grabó su nombre completo, Apolonio, hijo de Néstor, en la famosa estatua llamada Torso de Belvedere. Al tiempo que progresaba la construcción del templo de Júpiter Capitolino, los Tarquinios impulsaban la transformación de Roma en lo que pronto iba a ser la ciudad más grande y poderosa de Italia. Para ello, era necesaria, como primera medida, la desecación, el saneamiento y la urbanización del valle del Foro, que separaba a los distritos, densamente poblados, del Palatino por un lado y del Capitolio-Quirinal por otro, unidos entonces por el collado que siglos más tarde Trajano rebajó al nivel de los foros adyacentes para hacer sitio al suyo personal. El hecho de que los Tarquinios residentes en el Palatino levantasen en el Capitolio el templo grande y principal de Roma revela su designio de unificar definitivamente las colinas. Consecuencia de aquella política fue la prohibición definitiva de seguir utilizando como cementerio buena parte del Foro. La obra de ingeniería más importante y mejor pensada para desecar la vaguada y conducir al Tíber los arroyos que en ella confluían desde el Capitolio, el Quirinal y la Subura, fue la Cloaca Máxima, un colector en parte descubierto y en parte abovedado que atravesaba el Foro del nordeste a sudoeste y desaguaba donde aún hoy lo hace, en el Tíber, cerca del Puente Palatino. Aquí un triple arco de grandes dovelas de toba, perfectamente ajustadas y sin argamasa (a hueso, como se dice también), forman la potente bóveda de la boquilla del caño. El Foro pudo entonces ser pavimentado de piedra y convertirse en el lugar más concurrido de la ciudad, el mejor para hacer un muestreo de su variopinta población, como se echa de ver en este célebre pasaje del "Curculio" de Plauto (446 ss.): "Mientras él sale a escena os mostraré en qué lugar encontraréis con facilidad cualquier tipo de hombres, para que no os cueste demasiado trabajo dar con el que queráis, vicioso o sin vicio, probo o ímprobo. Quien desee trato con un perjuro vaya al Comitium; quien con un mendaz y fanfarrón al santuario de Cloacina. Búsquese a los maridos ricos y pródigos al amparo de la Basílica; allí mismo a las meretrices talludas y a quienes las contratan; a los contribuyentes a banquetes en el mercado de pescado. En los bajos del Foro pasean los hombres de bien y de dinero; en el centro, junto al Canal, los exhibicionistas puros; alrededor del Lago, los ingenuos, los garrulos y los malintencionados... Detrás del Templo de Cástor a aquellos de los que más vale fiarse; en el vicus Tuscus los hombres que se venden a sí mismos. En el Velabro, el panadero, el carnicero o el harúspice, los que engañan o se prestan a que los engañen otros; los maridos ricos y dadivosos, en casa de Leucadia Oppia..." Los lugares que se enumeran, próximos unos a otros, siguen el recorrido del canal de la Cloaca Máxima desde el Foro al Velabro. Quien entonces bajase por el Argileto encontraba primero, en efecto, la plazuela circular del Comitium y torciendo a mano izquierda el edículo de Cloacina, una divinidad salutífera identificada más tarde con Venus y personificación de los efectos beneficiosos del gran colector de su mismo nombre. Su edículo, circular, era descubierto, como el de Vesta. La Basílica no puede ser otra que la primera y única existente entonces en Roma, la Porcia, inaugurada por Catón el Censor en el 184 como sede de los Tribunales de Justicia, no sin las protestas de parte del Senado y de los tribunos de la plebe que la consideraban como lo que era en efecto, un instrumento de represión -uno más- de la libertad ciudadana en manos del temible censor. Se alude también al Lacus, la grieta rodeada entonces de un puteal y conocida como Lacus Curtius, bien porque allí se hubiese precipitado el sabino Mecio Curcio en la refriega con los romanos o porque un rayo dejó la señal de su caída y ésta fue preservada por orden de la autoridad. Un vaciado del relieve del jinete llamado Mecio Curcio, custodiado hoy en el Antiquarium, señala el emplazamiento del famoso Lago. El mercado de pescado era el Forum Piscarium, incorporado entonces ya al Macelum existente al nordeste del Foro; su predecesor del mismo nombre había ardido en el año 210. El Templo de Cástor era y es la Aedes Castoris como se abreviaba el nombre del santuario de ambos Dioscuros Castor y Pólux, hijos de Júpiter y de Leda y hermanos de Helena y de Clitemnestra: El reciente hallazgo de una inscripción dedicada a ellos en Lavinio a finales del siglo VI confirma la antigüedad del culto que la nobleza latina tributaba a estos dioses griegos. Según una de las leyendas más populares de Roma, Cástor y Pólux habían participado como jinetes celestiales al lado del ejército romano en la batalla del Lago Regilo en el 499 a. C. y después fueron vistos en Roma junto a la Fuente de Iuturna en el Foro, donde anunciaron la victoria. El dictador Aulo Postumio les prometió un templo, que su hijo levantó en el 484. De este templo de capellaccio quedan restos en el basamento del edificio que le sucedió en época de Tiberio. Sobre él se alzan como testigos de su antiguo pórtico las tres columnas corintias más hermosas de Roma. Entre este templo y la Basílica Iulia discurre aún hoy el Vicus Tuscus que entonces llevaba directamente hacia el Velabro, último de los lugares citados por Plauto en el pasaje arriba transcrito.
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La idea de un lugar para la fiesta regia que tenía Fernando VI acerca de Aranjuez exigía, sin embargo, un número de actores/espectadores -de cortesanos- más elevado, y alojado también de manera escenográfica. Así, hacia 1748 concibió la idea de derogar las ordenanzas que prohibían habitar en Aranjuez a quien no fuese criado en activo del rey y formar una nueva población. En 1749 Bonavia emprendió la traída de aguas desde los manantiales de Aldehuela, y al año siguiente ya había formado el plano definitivo para la nueva urbanización y se empezaban las obras de la nueva plaza principal, donde se colocó una fuente de mármoles coronada por la estatua del rey, que dotaba al espacio de un contenido ideológico-representativo a la manera de las "places royales" francesas. La posición de esta plaza venía forzada por las estructuras preexistentes, que eran la Casa de Oficios, el Parterre de Palacio y el puente de barcas que daba entrada al Sitio. La primera constituye el costado derecho del nuevo espacio público, el parterre marca -a partir del centro de su estanque circular- su eje central, y el puente señala el emplazamiento del costado izquierdo junto al cual corre la calzada de Andalucía que, siendo uno de los paseos laterales arbolados de la plaza, es el verdadero eje generador de la composición. La configuración arquitectónica de este espacio deriva de extender a lo largo de los laterales los soportales herrerianos de la Casa de Oficios literalmente, mientras que, al fondo, una versión de los mismos sobre planta curva y a modo de doble pantalla de arcos une la iglesia circular de San Antonio -y su pórtico convexo y cóncavo- con los laterales. Se forma así una especie de escenario, heredero de la planificación urbanística humanística, basada en la aplicación de la perspectiva como norma reguladora. Perpendicular a este eje de la plaza e iglesia de San Antonio, se extiende el formado por el tridente o "patte d'oie" que nacía de las tres puertas de la cabecera del Parterre. En realidad una de estas tres calles, la más cercana al Tajo, es del XVI, y las otras dos venían obligadas por simetría respecto al eje del Palacio. De este modo, la planificación surge merced a un cuidado acuerdo entre las preexistencias y la voluntad de lo nuevo. La trama urbana, en retícula y con un espacio libre en el centro, se dispone entre la plaza y el tridente, quedando los dos lados exteriores libres para una posible ampliación que, de hecho, tuvo lugar en el reinado de Carlos III, cuando el paseo de ronda pensado por Bonavia se convirtió en un boulevard interior. Los terrenos para edificar eran cedidos por el rey con ciertas condiciones, para garantizar el cumplimiento del programa urbanístico propuesto. El planeamiento del nuevo Real Sitio de San Fernando de Henares (Madrid), con dos plazas -circular en el centro del pueblo, y rectangular ante el palacio -unidas por una avenida, es más simple que el de Aranjuez, pero tiene el interés de ser una nueva población no cortesana, sino productiva, creada en torno a una fábrica, luego convertida en dependencia del Hospicio de Madrid. Ello la emparenta con otras experiencias económico-urbanísticas de la Ilustración, como anteriormente Nuevo Baztán o, ya en el reinado de Carlos III, las nuevas poblaciones agrícolas de Sierra Morena.
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La obra maestra del taller de Silos es, sin duda, la Urna que revistió el sepulcro de Santo Domingo, según señaló Gómez Moreno, desechando la idea de frontales o retablos. A pesar de propuestas recientes sobre la posibilidad de formar parte de otro tipo de objetos, lo más verosímil sigue siendo que las dos piezas constituyeran el aludido monumento funerario, con una estructura probablemente similar a la tumba cenotafio del Obispo Ulger en la catedral de Angers. En la biografía escrita por un discípulo, el monje Grimaldo, al referirse a la muerte de Santo Domingo, en 1073, dice que se le enterró ante las puertas de la iglesia y que tres años después su cuerpo fue trasladado al interior del templo para facilitar la peregrinación. Con esta finalidad, un siglo después, gracias a la riqueza por la que atravesaba el Monasterio, se construiría un cenotafio en forma de tabernáculo erigido sobre aquella arca de piedra. Su realización hay que situarla entre 1150 y 1170. Está formado por dos piezas, la superior que se conserva en el Museo del Monasterio y la inferior, en el Museo Provincial de Burgos. De esta última, una copia realizada por el P. Rafael Torres, a partir de 1950, se exhibe en la propia abadía, permitiendo así la observación conjunta. La pieza superior es de cobre grabado, dorado, con decoración de vernis brun y cabujones. Probablemente fue la primera de las dos en realizarse o al menos eso podría deducirse del estilo de sus figuras, que muestran la impronta de una personalidad diferente. Adoptan formas alargadas para adaptarse a las dimensiones del sarcófago. La composición está presidida por la figura del Agnus Dei, nimbado y con el libro sagrado en sus patas delanteras, que ocupa el centro. Es la única repujada en relieve y está bastante deteriorada. Aparece sobre una cruz patada y encerrada en un círculo cubierto con decoración de vermiculado y enriquecido por ocho cabujones, prácticamente inexistentes. Está flanqueado por seis figuras a cada lado, enmarcadas por arquerías de triple arco rematadas en templetes. Su interpretación iconográfica ha sido diversa ante la ausencia de signos que les identifique. La presencia del Cordero Apocalíptico hizo pensar que se tratase de los Ancianos del Apocalipsis reducidos a su mitad numérica para formar paralelo con las figuras de la pieza inferior. Otra posibilidad sería pensar en los Apóstoles. El hecho de que se repitan en la parte inferior no supone un obstáculo para su aceptación pues es relativamente frecuente en obras medievales. Recientemente se ha apuntado la idea de que sean profetas. Las figuras son de canon esbelto y van ataviadas generalmente con túnica y manto. Unas llevan el libro y otras una filacteria. Probablemente, simbolizan el triunfo de los elegidos contemplando el Cordero Místico en la Jerusalén celeste (Ap.7/917). Estilísticamente siguen prototipos bizantinos pero en su factura se observan claros influjos hispano-moriscos, pudiendo distinguirse varias manos. Una doble orla enmarca el conjunto. La primera cubierta con decoración de vermiculado en la que destacan una serie de cabujones, perdidos en su mayoría. La exterior resalta sobre un fondo uniforme de vernis brun, la inscripción cúfica que repite la palabra Alyemen que significa Felicidad, sin duda alusiva a la visión del Cordero. Los caracteres, un tanto ornamentales, son similares a los del friso de la arqueta de marfil de Pamplona o del tejido del Museo Diocesano de Vic. La obra fue enajenada en 1835 por lo que la nueva congregación benedictina debió adquirirla. La pieza inferior (Museo Provincial de Burgos) puede considerarse la obra maestra de la esmaltería silense. Pasó a convertirse en un frontal de altar en 1733 cuando, con motivo de un nuevo traslado de los restos del santo, se modernizó la capilla. Este altar se desmontó en los años que siguieron a la secularización de la abadía en 1835. Adquirido por la municipalidad de Burgos fue expuesto en el Museo como si de un frontal de altar se tratase. De forma rectangular, sus dimensiones se adaptan a las del sarcófago de Santo Domingo y está compuesta por tres tablas de roble revestidas de placas de cobre dorado y esmaltado. En la inferior se recortan nueve arquillos peraltados que irían sobre columnas y dejaban ver el sepulcro de piedra. Algunos de sus salmeres están quemados, sin duda debido a la acción de las velas ofrecidas por los fieles. Restan escasos vestigios de las bandas gemadas que los revestían y de la decoración de ajedrezado en sus enjutas, similar a la que en la pieza superior rodea el Cordero. La composición es tradicional en los frontales románicos, con la presencia central de la Maiestas Domini, encerrada en una mandorla en relieve, originariamente gemada. En los cuatro ángulos está rodeada por el tetramorfos. A ambos lados se disponen los Apóstoles bajo arquerías coronadas por sendas estructuras arquitectónicas. Sólo algunos de ellos son identificables, Pedro, Pablo o Juan. El Todopoderoso está sentado en un cojín sobre el arco iris, con los pies apoyados en subpedáneo. Con la mano derecha bendice en tanto en la izquierda sostiene el libro apoyado en su rodilla. Su cabeza, aplicada en relieve, destaca sobre un ornamentado nimbo crucífero. A los lados penden de unas cadenitas el alfa y omega. Su cuerpo se oculta por tres ropajes que caen por las piernas, los hombros y se enrollan en su cintura, terminando en una decorada orla de besantes. Los apóstoles, por su parte, muestran gran variedad de posiciones, sugiriendo movimiento, actitud andante o quietud. Los ropajes compuestos por dos y hasta tres vestidos ofrecen una soberbia policromía. Las manos y los pies están cincelados. Hay que apreciar la variedad en sus nimbos, todos ellos diferentes. Sus cabezas, igual que la de Cristo, están fundidas a la cera perdida, cinceladas e incrustados sus ojos, según el procedimiento que recuerda los marfiles de San Millán de la Cogolla. La variedad de rasgos, peinados, tratamiento del cabello y la barba es enorme y conduce a una auténtica individualización de los personajes. M. M. Gauthier los ha definido como bellos campesinos de Castilla. El modelo más próximo para alguna de estas figuras está en los relieves del claustro de la propia abadía. Su calidad y su expresividad están ciertamente muy lejos de aquellas cabezas o figuras lemosinas, fundidas en serie y en el mismo molde. Las arquerías bajo las que se cobijan las figuras apoyan en sendas columnitas compuestas de basa, fuste y capitel. Su perfil bulboso emparenta con las de la pieza superior y se inserta en la corriente del románico europeo. Están magistralmente labradas (cinceladas) y caladas en su totalidad, con un repertorio de motivos geométricos y vegetales a los que se añaden multitud de seres fantásticos (dragones) cuyos cuellos y colas se enroscan, adoptando formas sumamente decorativas. Un repertorio en suma que podemos observar entre los capiteles de diversos claustros románicos españoles. Estas arquerías coronadas por una ciudad eclesial, formada por una serie de edículos con cúpulas sobre tambor, edificios basilicales con transepto y cubierta a dos aguas, torres y torrecillas, repujados y dispuestos en diferentes planos. Se recoge así la herencia ilusionista romana. El fondo está surcado, horizontalmente, por tres bandas cinceladas cuyo motivo ornamental es el vermiculado, en su modalidad más compleja, la producida por crecimiento orgánico. El uso de este tema sobrepasa los límites europeos, cesando la moda de su utilización en el siglo XIII. En este caso, se ciñe a unas zonas concretas, a diferencia de lo que será característico en la obra lemosina, donde cubre todo el fondo en torno a la composición. Una amplia orla, muy deteriorada, sirve de encuadramiento al conjunto. Sobre un fondo nuevamente cincelado con decoración vermiculada, se van ritmando cabujones en número de cinco, dispuestos al tresbolillo, con pequeñas placas esmaltadas, si bien la secuencia no es fija y ha sido alterada por las restauraciones. Las plaquitas incluyen, en brillantes colores, una serie de animales fantásticos, especialmente dragones, de largos cuellos y colas enroscadas a modo de follaje acabado en palmetas. A veces afrontados, otras contrapuestos, giran en torno a un eje de simetría. Está patente su proximidad a algunos capiteles del claustro del propio monasterio. El esmalte se aplica siguiendo un procedimiento mixto de alveolado y excavado. La gama cromática es de gran riqueza incluyendo diversas tonalidades de azul (oscuro, turquesa, lapis), verde (esmeralda, azulado), blanco, negro, poco rojo y ausencia característica de amarillo. La excepcionalidad del conjunto es evidente. Si bien en sus representaciones figurativas podemos observar diversas conexiones (italo-bizantinas y francesas, básicamente), todas ellas se inscriben en el marco de la internacionalización del momento cronológico en que se produce la obra, con una honda raíz de tradición hispana. La variedad de técnicas: cincelado, vernis brun, repujado en bajo relieve, cabezas fundidas a la cera perdida y, por supuesto, esmalte, se combinan en el conjunto buscando cierta unidad estética.
obra
Durante el otoño del año 1868 la familia Monet estuvo en la costa normanda, viviendo gracias a la venta de algunos lienzos en la exposición de Le Havre y al encargo del retrato de Madame Gaudibert. En este tiempo Monet se dedicó a realizar escenas intimistas -El almuerzo o el Interior después de la cena- compaginándolas con paisajes tomados al aire libre, a pesar del frío reinante. Uno de sus mejores trabajos es La urraca, donde podemos observar un paisaje nevado con las luces de un día soleado. Las sombras coloreadas -en tonos lilas- derivan de la teoría cromática de Delacroix y apuntan directamente al Impresionismo. Podemos apreciar que, de esta manera, la concepción académica tradicional de que la sombra es la ausencia de luz queda desterrada para considerarla como una luz diferente. La luz crea un efecto atmosférico que envuelve la composición por lo que los contornos se difuminan y el aire penetra en cada uno de los rincones. La pincelada es rápida y empastada, dejando incluso algunas zonas del lienzo sin apenas pintar. El efecto de perspectiva conseguido al disponer los árboles en profundidad también sufre innovaciones por la sensación atmosférica creada. El pájaro protagonista queda como una anécdota ante el esplendor de la luz y el color.
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Cualquier aproximación a lo que significó el final de la Segunda Guerra Mundial para la URSS debe partir de la constatación de hasta qué punto se había producido un cambio en ella como consecuencia de su participación en el conflicto. El hecho resulta especialmente significativo, teniendo en cuenta el punto de vista de su localización en el sistema de relaciones internacionales. Cuando la guerra de 1939 estalló, la URSS era una de las siete grandes potencias del mundo; en 1945, era una de las dos superpotencias que dominaban el globo. Antes de la guerra no tenía amigos ni aliados, sino que era una especie de paria en la escena internacional. Incluso se podía pensar que el régimen no perduraría después de una crisis como la de las purgas de los años treinta, de la que podía pensarse que había supuesto la liquidación de una buena parte de su clase dirigente. Después de la guerra, sin embargo, no sólo fue patente el hecho de que iba a perdurar, sino que sus adversarios la temieron como una superpotencia que ponía en peligro la estabilidad del mundo. La guerra constituyó la gran prueba para medir el vigor del sistema político porque, antes de 1939, Stalin y los suyos eran perfectamente conscientes de que la revolución tan sólo se había impuesto gracias a la derrota militar durante la anterior Guerra Mundial. Hasta los años treinta, en realidad el dirigente soviético nunca se interesó por la política exterior; desde 1945, en cambio, no pudo dejar de hacerlo. En definitiva, todos estos datos revelan que la Segunda Guerra Mundial marcó un giro decisivo en la Historia de la URSS. Pero, como es lógico, permaneció una constante, que fue el sistema soviético tal y como había sido moldeado por Stalin durante los años veinte y treinta. Durante esas décadas, gradualmente había transformado las legiones de revolucionarios en un ejército de burócratas que había impuesto un rígido esquema ideológico sobre el conjunto del país, sin detenerse en el hecho de que la imposición de esa doctrina podía suponer -como realmente sucedió- la supresión de millones de seres humanos. A través de la presión producida por un terror constante, una presión totalitaria sobre el conjunto de la sociedad y una seudocultura instrumentalizada por la política, Stalin creó una especie de fe irracional, casi religiosa en su persona y en el sistema. La propaganda le presentó como el alumno más distinguido de Lenin, algo que nunca fue. Aunque muy pronto desempeñó un papel creciente en la vida soviética, lo cierto es que en el comienzo de la etapa revolucionaria ni siquiera había sido un personaje decisivo. Con el paso del tiempo, sin embargo, llevó a cabo una conversión del leninismo en una fórmula cuasirreligiosa, simplificada en forma de catecismo. Se sintió obligado, en consecuencia, a elaborar estudios teóricos sobre los aspectos más variados, aunque de ellos lo que tiene un cierto interés apenas es un centenar y medio de páginas. Al mismo tiempo, no cabe la menor duda de que el estalinismo fue una simplificación del leninismo, pero en éste ya había todos los componentes de un ideario totalitario. Como Hitler, Stalin no fue propiamente un teórico, sino una persona capaz de reducir una teoría a unas cuantas ideas elementales, capaces de recibir el apoyo de las masas. Mérito indudable de Stalin fue haberse adaptado a las circunstancias creadas por la Guerra Mundial. Cuando se produjo la invasión alemana, Stalin fue el primer sorprendido: su reacción ha sido descrita, muy justamente, por Kruschov como dominada por la parálisis, de la misma forma que un conejo atacado por una boa. Su radical imprevisión costó a los soviéticos un número de bajas superior al de los efectivos de la totalidad del Ejército alemán del Este. En los meses iniciales del conflicto, estuvo muy próximo al desastre militar absoluto. En los cinco primeros, la URSS estuvo a punto de desaparecer y algo así pudo suceder incluso hasta la batalla de Stalingrado, que constituyó el verdadero punto de inflexión del conflicto. Pero Stalin acertó, no obstante, en la forma de presentar la guerra ante su propio país, planteándola como una reedición de la resistencia a la invasión napoleónica de 1812 y excitando los sentimientos nacionalistas de la población. Incluso llegó a modificar de forma sustancial las relaciones con la Iglesia ortodoxa rusa: de los 163 obispos existentes antes de la revolución, sólo quedaban siete, tras el terror y las activas campañas de propaganda antirreligiosa lanzadas por el poder. Pero el dictador consiguió no sólo la colaboración de los dirigentes religiosos sobrevivientes, sino incluso la excomunión de quienes colaboraran con el adversario alemán. Los valores militares -y los correspondientes uniformes- aparecieron en primerísima fila en las ceremonias del régimen, hasta el punto que Stalin asumió la condición de mariscal y recibió el título de "generalísimo". Desde el punto de vista cultural y propagandístico, se promovió una literatura patriótica muy prosaica, pero también muy efectiva. Pero no sólo gracias a la excitación de los sentimientos patrióticos rusos consiguió Stalin la victoria, sino que a ella contribuyó también de una manera decisiva una combinación entre la transformación, en sentido de aparente moderación, de los principios rectores del régimen y el más crudo terror tanto en la retaguardia como en la línea de combate. La guerra se ganó, en efecto, en gran parte gracias a una moderación de los principios revolucionarios. El responsable de la agricultura, Voznezenski, promovió concesiones a los campesinos que permitieron aliviar las dificultades del aprovisionamiento. Al mismo tiempo, sin embargo, Stalin empleó idénticos procedimientos a los que le habían servido para decapitar la oficialidad del Ejército poco antes de la guerra. Solamente entre los años 1941 y 1942, 157.593 soldados soviéticos (el equivalente a seis divisiones) fueron condenados a muerte por haber eludido la resistencia ante el invasor alemán. No sólo sucedió así en el frente: durante las semanas en que el Ejército alemán pareció poder conquistar Moscú, se realizaron centenares de ejecuciones en retaguardia. Otro aspecto del terror consistió en los traslados -incluso de más de medio millón de personas a la vez- decididos en ocasiones en una única sesión, en la que solamente se tomaba nota del número de las personas y las nacionalidades afectadas. En 1941, primero, y en 1943-4 después, Stalin ordenó la deportación hacia el Este de nada menos que ocho nacionalidades enteras que tenían su propia organización administrativa en el seno de la URSS. Ya antes había empleado medidas como éstas, pero nunca lo había hecho a tan gran escala. El territorio que estas naciones ocupaban en el espacio de la URSS era semejante al de Albania y Checoslovaquia juntas (más de ciento cincuenta mil kilómetros cuadrados) y el número de personas trasladadas llegó a alcanzar la cifra de un millón y medio, de las que murió un tercio; pero alguna de estas naciones, como los tártaros de Crimea, llegó a perder la mitad de sus efectivos humanos. En realidad, sobre estas naciones sólo pendía la sospecha de una posible carencia de fidelidad a la URSS que no parece haber estado justificada sino en algún caso muy concreto, como el de los alemanes del Volga. De estas deportaciones masivas sólo llegó a tenerse noticia al final de los años cincuenta, cuando cinco de estos pueblos fueron rehabilitados. Desde un punto de vista militar, no cabe atribuir a Stalin de forma directa una responsabilidad en el desarrollo de las operaciones que se pusieron en marcha. No fue nunca un líder militar sino un político que tomaba decisiones militares con una radical ausencia de preocupación por las bajas que pudieran producirse. Así se explican esos ataques frontales y masivos que hubieran sido inconcebibles en otros Ejércitos. El soviético acostumbró a realizar operaciones complejas en todo un grupo de frente sometidas a un proyecto único y coordinadas de acuerdo con un objetivo final pero, en general, se trató de propuestas surgidas de su Estado Mayor y no concebidas por Stalin. Éste, tan sólo en 1943 se desplazó a la línea del frente. En general, fue siempre muy remiso a viajar a un lugar lejano a su residencia habitual (o a emplear el avión para hacerlo). De ahí la dificultad que tuvieron los dirigentes aliados para reunirse con él. Otro factor decisivo en la victoria de la URSS en la guerra radica en la actitud de su adversario. El peligro para el sistema soviético todavía hubiera sido mayor, en el caso de que Hitler hubiera optado por una política más adecuada para fomentar la fragmentación de la URSS, pero el Führer, que consideraba simplemente como "subhombres" a los eslavos, no pasó de considerar a Rusia como un país merecedor tan sólo de esclavitud, en el que únicamente los señores alemanes estarían capacitados para disponer de armas. Hubiera bastado con aprovechar la tendencia a la fragmentación de la URSS para que la situación le hubiera resultado mucho más favorable. Aun así, el Ejército alemán contó con un millón de combatientes reclutados entre disidentes políticos o nacionales. Los aliados aceptaron al final del conflicto que esos combatientes al lado de los alemanes fueran obligados a reintegrarse a la URSS, con las previsibles consecuencias en forma de fusilamientos masivos que les esperaban. Menos aceptable aún resulta el hecho de que dos millones de civiles se vieran obligados a seguirlos; se ha calculado que tan sólo una quinta parte de ellos no sufrió sanciones tras su regreso. En el momento de la victoria, no obstante, el terror no parecía tan omnipresente como en el pasado. Nunca desde la revolución, el poder soviético tuvo a su favor tantas adhesiones como después de la Segunda Guerra Mundial, principalmente por el aflojamiento de las medidas colectivizadoras y la exaltación de los ideales patrióticos. En 1945, el pueblo soviético esperaba un cambio total en lo político y también en lo material como consecuencia de la victoria. En esa fecha, en efecto, el régimen hubiera podido llevar a cabo una especie de reconciliación civil con el conjunto de la sociedad, tras el enfrentamiento que él mismo había provocado en los años veinte y treinta; a fin de cuentas, la victoria había sido la consecuencia de un gran esfuerzo colectivo. Así lo explicó buen número de personalidades independientes del poder político: según el escritor Pasternak, los soviéticos vivieron la Guerra Mundial como un presagio de liberación y el físico Sajarov ha escrito que "pensamos todos que el mundo de la posguerra sería soportable y humano". Pero, en realidad, lo que se produjo fue un restablecimiento de la situación previa, si bien con especiales características debidas a las circunstancias.
contexto
La etapa que en el mundo soviético estuvo protagonizada por Kruschev se caracterizó por una inquieta apariencia de renovación en todos los terrenos. Frente a ella, la evolución del sistema soviético en la época posterior resultó de una apariencia mucho más grisácea. Contrasta en ella la consolidación de un régimen gerontocrático con el estancamiento del aparato productivo y con la conquista de un papel creciente en la política internacional, equivalente al menos al de los Estados Unidos. En gran medida, la evolución de la Europa del Este respondió al mismo modelo pero, explicable la implantación del comunismo principalmente por la fuerza de las armas soviéticas, es lógico que se convirtiera en mucho más patente en esta zona geográfica en el comienzo de la quiebra del sistema.
contexto
La vaca es considerada un animal sagrado para el hinduismo. Pese a tener propietario y, por tanto, poder ser comprada y vendida, vaga libremente por las calles sin que nadie pueda molestarla. A pesar de ello si, por ejemplo, come la verdura de un puesto del mercado, el vendedor le golpeará en el hocico, pues esa parte de la vaca no es sagrada, ya que según la tradición hinduista mintió en un juicio en el que testificó contra Siva y a favor de Vishnu. La vaca sagrada o go, como es llamada, en origen era el cebú o "Bos indica", aunque actualmente es considerada así cualquier hembra vacuna. Se piensa que la primera vaca sagrada fue creada por Brahma y llamada Shurabhi, naciendo del elixir inmortal amrita. Su nombre más común es, sin embargo, Kamadhenu, representada como una vaca blanca con cabeza de mujer y gran capacidad para realizar milagros, por lo que es muy venerada. Si es representada con cuello de serpiente recibe el nombre de Ramagayatri. Por último, Prishni, una advocación de la diosa Tierra Prithivi, es la vaca que simboliza la paciencia y la sabiduría. La devoción por la vaca está muy extendida. Son muchos los nombres que se forman con la palabra go, generalmente epítetos de Krishna, como Gopala (Guardián de las vacas), Govinda (vaquero) o Gopati (Jefe de las vacas). Como animal sagrado, aunque de aprovechamiento humano, de la vaca proceden cinco productos con propiedades curativas, los llamados pancha-gavya: leche, mantequilla, yogur, orina y estiércol. Con ellos se realiza la puja o pasta sagrada que se ofrece ceremonialmente a las imágenes de culto.
obra
Este cartel serviría para la publicidad de la revista "La Vache Enragée" cuyo primer número salió publicado el 11 de marzo de 1896. Su fundador fue el ilustrador A. Willette y su primer director A. Roedel. El asunto elegido por Toulouse-Lautrec para el cartel tiene relación con el título de la publicación al escoger a una vaca rabiosa corriendo tras un hombre atemorizado, perseguidos a su vez por un gendarme. La sensación de movimiento que se produce en el cartel estaría relacionada con el dinamismo de la propia publicación. La firmeza de la línea ocupa un lugar destacado en la composición mientras los colores están aplicados con tintas planas, siguiendo la estampa japonesa y anticipando los carteles modernistas.