El más destacado maestro de la escultura del siglo XVII vino al mundo en la villa jiennense de Alcalá la Real en 1568, en el seno de la familia formada por el bordador Juan Martínez y su mujer, Marta González. El hecho de que su familia se trasladase a vivir a Granada supuso la entrada del joven Juan en el taller del escultor Pablo de Rojas, la figura de mayor renombre en la ciudad, y esa estancia junto al maestro será esencial para su formación estética, según lo atestiguan testimonios dejados por el propio artista. En 1582 se traslada a Sevilla, ciudad en la que contrae matrimonio cinco años después con Ana de Villegas; de esa unión nacieron cinco hijos, tres de los cuales se dedicaron con el tiempo a la vida religiosa. En 1588 fue examinado de escultor y arquitecto, lo que le permitió tener taller propio y firmar contratos. En 1613 muere su esposa y un año más tarde vuelve a casarse, ahora con la joven Catalina de Sandoval, emparentada con dos conocidos maestros: Miguel Adán y Juan de Oviedo, y con la que tuvo siete hijos. Fallece en Sevilla el 18 de junio de 1649, a consecuencia de la terrible epidemia de peste que asolaba la ciudad desde unos meses antes. Afortunadamente han llegado hasta hoy varios retratos, uno de ellos el que Velázquez le hiciera en Madrid, que nos permite conocer cómo era el aspecto físico del maestro: estatura media, complexión robusta y rostro algo adusto de penetrante mirada. Por lo que se refiere a su personalidad, sabemos que fue hombre de carácter difícil, seguro de su valía profesional, ciertamente reconocida entre sus contemporáneos, irascible, con frecuentes pleitos con los clientes, motivados probablemente por un acusado sentido de superioridad con respecto a sus contemporáneos, que se detecta fácilmente en la documentación conservada. Y desde antiguo se le adjudicaron elogiosos calificativos, cual el de andaluz Lisipo que le atribuyera el poeta Gabriel de Bocángel.
Busqueda de contenidos
contexto
Cuatro productos esenciales marcan las importaciones que se realizan desde las provincias hispanas; de ellos, parte de los minerales se exportan en bruto, como ocurre concretamente con el mercurio de Sisapo (Almadén); la vigilancia que se ejerce sobre su producción y transporte, su volumen que llega a las dos mil libras (= 654 kg), así como el precio que alcanza en Roma de 70 sextercios la libra son subrayados por Plinio el Viejo. Se trata de un yacimiento excepcional en el Imperio, cuya importancia es parangonable con la del oro a cuya decantación contribuye, lo que explica el control que se ejerce sobre su producción, explotación y transporte. Una situación parecida cabe proyectarla en las explotaciones auríferas. En cambio, la exportación de otros metales debió de realizarse por los correspondientes comerciantes tras su fundición en los hornos situados al pie del yacimiento. Uno de los indicios en tal sentido está constituido por los pecios con lingotes descubiertos a lo largo de las rutas marítimas septentrionales que comunican con Italia; concretamente, los lingotes de plomo descubiertos en el Estrecho de Bonifacio se consideran por su tipología y marcas como procedentes de Carthago Nova; en cambio, los encontrados en Planier (Francia) se han puesto en relación con la explotación de los yacimientos de Riotinto (Huelva). En el conjunto de las exportaciones dominan dos productos derivados de la producción agraria: el vino y, especialmente, el aceite. Las zonas productoras y exportadoras de vino están constituidas por la costa oriental de la Provincia Tarraconense correspondiente a la actual Cataluña y la Baja Andalucía. La importancia de la primera queda reseñada incluso en la propia tipología de los envases que a fines del siglo I a.C. se exportan en ánforas conocidas como Tarraconense I y Layetana I; con posterioridad, se utilizan ánforas de un volumen que oscila entre los 22 litros y los 26, con una proyección que no sólo atiende el mercado itálico, como documentan algunos pecios encontrados en las mismas rutas comerciales que comunican Hispania e Italia y que utilizaban otros productos, sino también la Aquitania y Britania, donde se documentan asimismo el tipo de ánfora que le sirve de transporte. El período de mayor intensidad en la producción y comercialización corresponde a la segunda mitad de siglo I y comienzos del siglo II d.C., en el que también se documenta la presencia de las propiedades imperiales en el sector. El volumen que adquiere la exportación de aceite se deriva de su importancia para el mundo romano en la alimentación o el alumbrado. Sin embargo, no agotan ahí su utilidad, ya que está presente en la medicación y en las actividades gimnásticas; en función de estas necesidades se realiza una auténtica especialización de la producción agraria y artesanal de determinadas zonas de la Betica, especialmente las comprendidas entre Hispalis (Sevilla) y Corduba con proyección tanto en el valle del Guadalquivir en sentido estricto, como en el de su afluente el Singilis (Genil). Un elemento indicativo de la importancia que adquieren las exportaciones de aceite bético está constituido por la abundancia de los talleres de fabricación de su envase, conformado por un ánfora globular que conocemos tipológicamente como Dressel 20, que se produce en hornos (figlinae) próximos a las propiedades (fundus) donde se cultiva el olivo, formando parte en ocasiones de las instalaciones de la explotación (villa). Conocemos actualmente unos 71 hornos dedicados a su fabricación, dispersos en el valle medio del Guadalquivir a partir del arroyo del Temple y en el tramo final de su afluente el Genil y, más concretamente, desde la huerta de las Delicias, próxima a la Colonia Augusta Firma Astigi (Ecija). Además de abastecer las necesidades locales, el aceite bético se proyecta en los grandes centros consumidores del Mediterráneo occidental, cuyos mercado domina hasta que en el siglo II d.C. sufre la competencia del aceite africano. El centro de consumo fundamental de éste, como de los restantes productos exportados, está constituido por Roma, donde los envases Dressel 20 llegan a formar en los alrededores del Tíber, junto a la zona portuaria, una colina artificial, a la que conocemos como Monte Testacio, que se eleva 50 metros sobre el nivel del río; se estima que el número de ánforas tiradas en este basurero puede alcanzar los 40 millones, correspondiente a un volumen de litros de aceite que puede elevarse a los dos mil millones. El abastecimiento a las legiones asentadas en las zonas fronterizas del Imperio en la Europa central también estimula un comercio importante, aunque de menor relevancia. Gracias a las anotaciones realizadas en las ánforas podemos aproximarnos al conocimiento del sistema de comercialización. En la totalidad de las ánforas se observan dos tipos de anotaciones, que están constituidas por sellos marcados normalmente sobre una de las asas y a veces sobre el labio, y por determinadas anotaciones pintadas (tituli picti) sobre la panza del ánfora en el espacio comprendido entre las dos asas. Los sellos corresponden a los hornos en los que se fabrican las ánforas y en ellos se aprecia normalmente el nombre de un individuo con sus tres elementos clásicos (tria nomina), que se identifica con el propietario del horno (figlina), seguido del nombre de otra persona configurado por un solo elemento que se considera como propio del esclavo que interviene en la fabricación del ánfora. A partir del siglo II d.C. esta configuración de las marcas se modifica con la aparición de los nombres de las figlinae, identificables con determinados fundus, lo que se interpreta en la perspectiva de una potenciación de la fabricación de envases en serie por determinados hornos que abastecen a una determinada zona. En cambio, las anotaciones que se aprecian pintadas en la panza del ánfora se refieren a su peso, al de su contenido, es decir, el volumen de aceite, y al nombre del comerciante (mercator) que participa en la comercialización del producto; precisamente, cuando este comerciante se encuentra vinculado al servicio de abastecimiento del Estado conocido como annona, lo que comporta una serie de privilegios y obligaciones, es conocido como difusor olearius. Las relaciones que se aprecian entre los tres elementos que participan en los procesos de producción y comercialización del aceite constatan la identificación en ocasiones del propietario agrario con el difusor, y de forma más generalizada la coincidencia entre mercator o diffusor y fabricante del envase. También el comercio nos ha proporcionado pecios correspondientes a determinados naufragios como el que se produjo en el 149 d.C. cerca de Massalia (Marsella), en cuyas ánforas los tituli picti documentan el peso del ánfora vacía, el nombre del comerciante, el peso del aceite que contiene el envase y el nombre de la persona que lo pesó, quién realizó la facturación y la hacienda de donde procede. Las exportaciones afectan también a otro sector de la producción donde se aplican criterios de especialización y de producción en serie, como es el de los salazones. Su importancia es subrayada por la tradición literaria, como ocurre en las apreciaciones de Plinio el Viejo sobre el garum fabricado en Carthago Nova, al que se considera de excelente calidad y precio elevado; su difusión en el Imperio puede reconstruirse mediante los hallazgos de las ánforas que le sirven de envase, a las que conocemos tipológicamente como Dressel 7-11, que se encuentran presentes en Roma, especialmente en la zona de Castro Pretorio, en diversas zonas de Italia, que van desde Campania al valle del Po, en la Galia y en la frontera renana. Conocemos, incluso, a determinadas familias que se vinculan a la comercialización de los productos de las factorías de salazones; tal ocurre con los Numisii, que posiblemente eran originarios de Carthago Nova y se encuentran representados en Roma mediante sus libertos o directamente a través de algún miembro de la familia, como L. Numisius Agatermes, considerado en Ostia mercader de los productos de la Hispania Tarraconense. Pese al importante desarrollo que alcanzan en el contexto de la urbanización las actividades artesanales, que abastecen con sus productos las demandas locales e incluso se proyectan a zonas más o menos amplias, continúan las importaciones de diferentes productos. Concretamente, a comienzos del principado se observa una continuidad del comercio colonial propio del período republicano, que se aprecia en las importaciones de cerámica aretina, procedente de Italia, o de sigillata sudgálica de la Galia y, especialmente, de los talleres de La Graufesenque, de marmorata, de vidrios y lucernas. Este tipo de importaciones van cesando a medida que las imitaciones de los talleres locales satisfacen las demandas de las ciudades hispanas. No obstante, se aprecia la continuidad de importaciones de productos suntuarios representados por determinados objetos de vidrio, esculturas o algunos elementos arquitectónicos. La utilización de animales salvajes para el desarrollo de los correspondientes espectáculos circenses exigía también su importación del cercano mercado africano.
contexto
Prácticamente ningún ramo de la actividad industrial quedó al margen de la expansión y su simple enumeración sería una letanía interminable, que iría del cuero y la piel (entre otras razones, por el aumento de las necesidades de calzado y vestido) a las bebidas alcohólicas (cuyo consumo se incrementó en todos los países), del papel (en relación con el desarrollo de la prensa y con la costumbre de las capas acomodadas de empapelar el interior de las viviendas), al vidrio (cada vez más utilizado en las ventanas de las viviendas, sustituyendo a la cerámica en las botellas o como cristalería de lujo, campo en el que Bohemia fue ya referencia inexcusable), de las lozas y porcelanas (de calidad y bastas, por la mejora de los ajuares domésticos) a las velas y jabones... No obstante, hay que aludir especialmente a la construcción, una de las actividades no agrarias más importantes durante todo el Antiguo Régimen (aunque en el mundo rural solía practicarse por los mismos agricultores), de la que, salvo para casos muy concretos, apenas hay datos y cuyo indudable crecimiento se deduce de la positiva evolución demográfica, de los progresos de la urbanización y del mayor uso de la piedra para la edificación durante este siglo. Para, finalmente, detenernos brevemente en los sectores textil, minero y metalúrgico, los más importantes de la época. El aumento de la producción fue, efectivamente, enorme en el sector textil, aunque sin faltar casos concretos de evolución negativa. Por lo que se refiere a la manufactura de la lana -que, sola o mezclada con otras fibras, era la base del sector-, decayeron algunos centros tradicionales (Leyden, en las Provincias Unidas, algunas ciudades flamencas y del norte de Italia o ciertas áreas inglesas, como Essex, por ejemplo); pero creció en otras zonas (Alemania renana o Silesia en el último tercio del siglo, por no citar más que dos ejemplos). Los principales países productores eran Francia (Champaña, Languedoc, Normandía), que incrementó su producción total en un 60 por 100 aproximadamente entre 1703 y 1789, y, sobre todo, Inglaterra (West Riding, Yorkshire, Lancashire), cuyo consumo de lana bruta se multiplicó por 2,5 a lo largo del siglo. Creció también, y en mayor proporción que la pañería de lana, la producción de lienzos y telas de lino (en los Países Bajos austriacos, Francia, Escocia, Irlanda, Silesia prusiana...), que tenían buena salida en las colonias, donde, entre otros usos, se empleaba para vestir a los esclavos. Pese a tener un mercado más limitado, debido a su alto precio, los progresos de la sedería se atestiguan en Lombardía y Piamonte, en el Levante español, en Lyon o en Inglaterra. Pero el mayor crecimiento proporcional correspondió a los tejidos de algodón, cuya aceptación en alza se debía a la conjunción de una serie de factores, en parte, interrelacionados, como la posibilidad de manipulación mecánica de la fibra, la gran aptitud de estos tejidos para el coloreado y la estampación, su resistencia y facilidad de lavado, un precio tendente a la baja... Un tipo de tejido que a comienzos de siglo era de consumo elitista y básicamente importado -su elaboración en Europa era entonces poco menos que una rareza- iba camino de convertirse en un artículo de masas que se producía prácticamente en todo el Continente, aunque era Inglaterra (Midlands y, sobre todo, Lancashire) el indiscutible principal país productor. La importación de algodón a la isla, que se había cuadruplicado entre 1710 y 1780, se multiplicó por cinco en los veinte últimos años del siglo y se cifraba en unos 43 millones de libras de peso hacia 1804. En comparación, Francia, su inmediato seguidor, no importaba hacia 1790 más que el 40 por 100 de lo que llegaba a Inglaterra. El textil de algodón no llegó a situarse en este siglo a la cabeza del sector, pero en las últimas décadas su expansión frenó y hasta hizo declinar en ciertos casos la producción de los textiles tradicionales. Las explotaciones carboníferas se beneficiaron de la progresiva, aunque muy lenta, sustitución del carbón vegetal por el mineral. En Alemania destacaban ya los yacimientos del valle del Ruhr, si bien el grueso de la producción continental se daba en los Países Bajos austriacos y en Francia (minas de Anzin, sobre todo), alcanzando probablemente en cada uno de los dos países unas 700.000 toneladas a finales del siglo, tras un importante desarrollo en la segunda mitad. Cifras, sin embargo, muy inferiores a los 11 millones de toneladas (la mayoría, para consumo propio) producidas en 1800 en Gran Bretaña, país que contaba con una mayor tradición de utilización de la hulla como combustible ya en el XVII llamaba la atención a los viajeros el característico olor de Londres por el empleo doméstico del carbón de piedra- y país donde más se había generalizado por entonces. En cuanto a la producción minero-metalúrgica, el cobre, pese al aumento de su producción -en Suecia, en Rusia y, sobre todo, en Gran Bretaña (Cornualles), donde era la primera industria metalúrgica- tendió a ser desplazado por el hierro al compás de sus nuevas aplicaciones: además del armamento, la quincallería y otros objetos de uso cotidiano, la construcción de máquinas y aperos de labranza y su utilización en las enclosures y canalizaciones, por ejemplo. La minería férrica estaba muy dispersa por toda Europa (norte de España, Alta Austria, Noruega, varias comarcas en Alemania...). Destacaban, sin embargo, Suecia (que a mediados de siglo producía quizá la tercera parte del hierro europeo) y Rusia (minas de Siberia occidental y, sobre todo, de los Urales), en cuanto a la producción de hierro en bruto destinado mayoritariamente a la exportación, y Gran Bretaña (también era el principal cliente de los países anteriormente citados) y Francia, que, además, poseían una notable metalurgia de transformación. Francia aventajaba a Gran Bretaña en volumen de producción (cifras aproximadas: 130.000-140.000 y 70.000 toneladas en 1789, respectivamente), pero su diferente grado de desarrollo técnico (2 y 79 por 100, respectivamente, fundido mediante coque), fue decisivo en el radical cambio de la situación: en 1806, la producción francesa estaba prácticamente estancada, mientras que la inglesa se aproximaba a las 240.000 toneladas.
contexto
La literatura del Siglo de Oro mantuvo su prestigio entre los escritores españoles a lo largo de la primera Ilustración, tanto en el terreno de la poesía, donde siguieron imperando los seguidores de la manera gongorina, como en el de la novela, donde el Quijote continuó siendo lectura favorita de todas las clases sociales alfabetizadas, como en el del teatro, donde se mantuvo el aprecio por la obra de Calderón. Sin embargo, el avance del pensamiento ilustrado fue cuestionando esa literatura heredada y poniendo en circulación una producción más acorde con la ideología de los nuevos tiempos, tal como se manifestaba en las tertulias y los cenáculos poéticos organizados en las principales ciudades de la geografía española. Los nuevos rumbos del pensamiento y la nueva sensibilidad artística fueron generando la aparición de géneros literarios inéditos o poco cultivados hasta entonces, que sin duda son los más significativos del siglo: el ensayo, la comedia en prosa, el informe, el libro de viajes, el diario íntimo y el género epistolar. En ellos se vierten las pasiones intelectuales de la época: el afán didáctico, la exigencia moral, el espíritu crítico, el sentimiento patriótico, la voluntad reformista, que definen una nueva intencionalidad de la literatura y una nueva función social del arte. Más adelante, este movimiento espontáneo, encaminado hacia nuevas formas y nuevos contenidos se verá abocado a una más rígida normativización a partir de la teoría estética neoclásica elaborada por Ignacio de Luzán y aceptada por muchos de los escritores de la época, amantes de la medida y el orden y convencidos de la fundamental finalidad utilitaria de la labor creativa, aunque como siempre los moldes de los preceptistas no podrán contener la libertad intelectual. La primera obra literaria de peso del Setecientos se relaciona todavía con la tradición barroca. Diego de Torres Villarroel es, en efecto, un rezagado imitador de Quevedo, que prolonga el estilo burlesco del siglo XVII en sus memorias noveladas, impresas bajo el largo título de Vida, ascendencia, crianza y auenturas de don Diego de Torres de Villarroel (1743-1748), y que publica otros escritos de carácter no menos extravagante que su biografía, singularmente los pronósticos en verso incluidos en sus almanaques populares, de extraordinaria celebridad. Contemporáneo de esta figura solitaria es el padre Benito Jerónimo Feijoo, que a sus muchos méritos ya señalados une el de la creación del ensayo moderno en sus recopilaciones ya mencionadas del Teatro crítico universal y las Cartas eruditas y curiosas, cuyo ameno estilo, más que su profundidad científica, explica el papel excepcional del fraile benedictino en la divulgación del espíritu ilustrado. El ensayo es la forma utilizada asimismo por otros autores como Jovellanos, pero sobre todo por el más importante cultivador del género, José Cadalso (1741-1782), educado por los jesuitas en sus colegios de Cádiz, París y Madrid antes de abrazar la carrera de las armas que compaginó con una intensa vida cultural, hasta su muerte en la campaña de Gibraltar en 1782. De su extensa publicística, la historia de la literatura retiene tres títulos principales: Los eruditos a la violeta (1772), que es una sátira contra la pedantería y el diletantismo imperante en algunos medios bajo la influencia de ciertas modas culturales; las Noches lúgubres (1792), que revela la influencia de la poesía de Young y es una macabra historia de amor vagamente autobiográfica que ejercerá influjo en la concreción del espíritu romántico; y las Cartas marruecas (1789), es un ejercicio de crítica social en la línea del pensamiento ilustrado maduro directamente inspirado en la obra de Montesquieu. La narrativa puede cerrarse con Fray Gerundio de Campazas, del padre José Francisco de Isla, divertida sátira contra determinados excesos de la vida religiosa española y, en especial, de la oratoria sagrada heredada del barroco. La poesía siguió siendo un género profusamente cultivado en dos líneas divergentes que, sin embargo, no aparecían como contradictorias a los ojos de los contemporáneos: la poesía lírica de tema amoroso o anacreóntico y la poesía filosófica de intención moral o patriótica. El grupo madrileño contó con la figura de Nicolás Fernández de Moratín, poeta fundamentalmente lírico, que dejó constancia de su amor a la tauromaquia en algunas de sus más bellas y populares creaciones, como son su Fiesta de toros en Madrid (Madrid, castillo famoso) y su Oda a Pedro Romero, torero insigne. Contertulios suyos de la fonda de San Sebastián fueron los dos grandes fabulistas del período, Tomás de Iriarte y Félix María de Samaniego. El primero, nacido en Canarias y educado en Madrid junto a su tío Juan de Iriarte, publicaría, además de algunas piezas dramáticas de crítica costumbrista, sus famosas Fábulas literarios (1782), que a través de sencillas parábolas (El burro flautista, Los dos conejos) constituyen un verdadero tratado de preceptiva literaria. El segundo, riojano y sobrino del conde de Peñaflorida, se distinguiría por sus sátiras y parodias dirigidas contra sus enemigos literarios y, sobre todo, por sus Fábulas morales (1781), que, inspiradas en Fedro o en La Fontaine, se harían, a pesar de su prosaísmo, rápidamente populares (La zorra y el busto, El parto de los montes), cumpliendo así su fin de ofrecerse como una incitación a la virtud y a la corrección de los vicios juveniles. El círculo poético salmantino fue sin duda el más brillante y el más representativo de la Ilustración. A él puede considerarse adscrito Jovellanos, que trató de marcar los rumbos literarios a sus componentes mediante la Epístola a sus amigos de Salamanca (que tiene su paralelo en otra Epístola a sus amigos de Sevilla), al tiempo que daba ejemplo componiendo sus poesías morales, entre las que destacan sus dos Sátiras a Arnesto, dedicadas a combatir la corrupción de costumbres y a clamar por la educación de la aristocracia. También Juan Meléndez Valdés (1754-1817), el mejor de los ingenios del grupo, cultivó bajo el influjo de Pope la poesía filosófica, como en La gloria de las artes, pero al mismo tiempo su delicada inspiración produjo numerosos poemas líricos, anacreónticos y amorosos, bajo la forma de églogas, romances o letrillas: sus Poesías (1785), varias veces reeditadas, incluyen algunas de las piezas más populares de la literatura castellana de la época, como la letrilla La flor del Zurguén o los romances Rosana en los fuegos (Del sol llevaba la lumbre,/ y la alegría del alba,/ en sus celestiales ojos/la hermosísima Rosana) y A Dorila (¡Cómo se van las horas,/ y tras ellos los días/ y los floridos años de nuestra frágil vida!). La segunda generación salmantina marca ya la transición a la literatura prerromántica. Su figura señera es Manuel José Quintana (1772-1857), preceptista, historiador, antólogo, poeta de variada musa, que le lleva de la oda patriótica (A la paz entre España y Francia, Al combate de Trafalgar) hasta la exaltación de la naturaleza (Al mar) o a la celebración de los grandes momentos del progreso de la Humanidad (A la invención de la imprenta). Nicasio Álvarez Cienfuegos fue ya un prerromántico, cultivador de una poesía sentimental (como La escuela del sepulcro), pero sin abandonar la poesía filosófica en la línea ilustrada, como la escrita En alabanza de un carpintero llamado Alfonso. Cierra la nómina Juan Nicasio Gallego, que, aunque desarrolla su obra poética ya en el siglo XIX, puede ser recordado aquí por sus elegías prerrománticas y sus traducciones osiánicas, pero, sobre todo, por sus composiciones patrióticas, como las dedicadas a La defensa de Buenos Aires y El Dos de Mayo (1808). La última escuela poética del Setecientos fue la constituida tardíamente en Sevilla y que despliega su actividad hasta bien entrado el siglo XIX. Analizada ya su composición y su significado, merecen destacarse algunos nombres por su contribución a la lírica de las postrimerías de la época ilustrada. Así, Manuel María Arjona combinó el espíritu lírico con la intención filosófica en obras como Las ruinas de Roma, mientras Félix María Reinoso imitaba modelos clásicos en su poema de tema bíblico La inocencia perdida y Manuel María del Mármol resucitaba las formas del romancero en obras como Tarfira, sobre la defensa musulmana de Sevilla. Alberto Lista publicará su poesía filosófica, influida por Pope ya en la centuria siguiente, mientras José María Blanco White (1775-1841), el más inspirado del grupo, librará también en el nuevo siglo lo mejor de su literatura, sus poesías escritas en español (morales como El triunfo de la beneficiencia, o líricas como Los placeres del entusiasmo) o en inglés (su mejor composición Mysterious night), y su obra maestra, el espléndido fresco sobre la España que ya había desaparecido, las famosas Letters from Spain, publicadas en 1822. El teatro fue uno de los grandes vehículos de difusión cultural de la época, defendido por los ilustrados y atacado por la oposición conservadora. De acuerdo con René Andioc, durante la primera mitad del siglo, los gustos del público siguieron imponiendo las llamadas comedias de teatro, donde predominaba la acción y el espectáculo de tramoya sobre el contenido, que privilegiaba la temática militar, heroica o mágica, tal como se comprueba, en los mejores ejemplos, en El anillo de Giges, de José de Cañizares, o en El mágico de Astracán, de Antonio Valladares y Sotomayor. Poco a poco, sin embargo, los ilustrados consiguieron arrinconar este teatro de escasísimo interés literario, progresivamente sustituido por la comedia lacrimosa, que deja de expresarse en verso para servir mejor a sus fines didácticos de crítica social. Ejemplos de este teatro de costumbres son obras como las de Jovellanos (El delincuente honrado), de Tomás de Iriarte (El señorito mimado, La señorita malcriada) o Cándido María Trigueros (El precípitado, Los menestrales), todas ellas de intención moralizante y de acceso difícil para los grupos populares, como también lo eran las tragedias de corte clásico y tema generalmente histórico, entre las que destaca, por su briosa y poco contenida inspiración, la Raquel (1775), del extremadamente conservador Vicente García de la Huerta. El público se identificó mucho más con las producciones del renovado género del sainete, que desarrollaba en tono ligero escenas de la vida cotidiana de las clases populares y que tuvo sus máximos cultivadores en el madrileño Ramón de la Cruz, autor de numerosas piezas, como Las castañeras picadas, La pradera de San Isidro o El fandango del candil, y en el gaditano Juan Ignacio González del Castillo, autor de obritas de ambiente local, como El café de Cádiz o La feria del Puerto. Pero sin duda el gran dramaturgo de la época fue el madrileño Leandro Fernández de Moratín (1760-1828), asiduo de las tertulias literarias, secretario de Cabarrús, protegido de Godoy, bibliotecario mayor de José Bonaparte y exiliado en Montpellier, Burdeos y París, que llevó a su más alto grado la comedia de costumbres con sus dos obras maestras: La comedia nueva o el café (1792), sátira literaria contra las comedias disparatadas que todavía se representaban en su tiempo, y El sí de las niñas (1806), un alegato feminista en reivindicación del derecho de las jóvenes a seguir los dictados del corazón frente a las imposiciones de sus padres en la elección de esposo, que denota ya la aparición de una nueva sensibilidad en la sociedad española. En definitiva, la literatura española del siglo XVIII no alcanzó la altura de las creaciones propias del Siglo de Oro, presentando por el contrario muchos rasgos originales, patentes en la renovación de diversos géneros literarios, en la intención crítica y moralizante de buena parte de su producción y en la perfecta inserción del grueso de sus obras en la campaña reformista de la Ilustración, que por otra parte, pese a algunos alegatos en defensa de otras lenguas hispánicas, se expresó esencialmente en castellano, de acuerdo con la tendencia uniformizadora consustancial a la ideología de las Luces.
contexto
El Neoimpresionismo de Seurat y Signac acuñó durante los años ochenta la teoría de que la imagen se forma en la retina del espectador mediante la mezcla de colores puros. Entre los postimpresionistas Van Gogh se dejó conquistar por el atractivo de los colores puros y Gauguin, influido por su amigo Emile Bernard (1868-1941) establece la síntesis del color o sintetismo, consistente en admitir en él no sólo valores cromáticos, de tipo físico o material, sino también contenidos simbólicos, de tipo espiritual. Entre 1888 y 1891 Gauguin y Bernard trabajaron juntos en la localidad bretona de Pont-Aven, donde reunieron un grupo de seguidores que se entusiasmaron con el sintetísmo. Bernard aportó la técnica del cloisonnisme, término derivado de cloisonn, tabique, y cloisonner, dividir en compartimentos. Mediante un contorno de tono oscuro, los colores quedan aislados, de forma parecida a como se hace en los esmaltes, la cerámica de cuerda seca o las vidrieras policromadas. Gauguin insistía en que debía pintarse de memoria, porque el recuerdo, por medio de la selección, transmitía los colores y las formas con mayor intensidad y con valores diferentes a los obtenidos en la copia directa de la naturaleza. En la Visión después del sermón (1888, Edimburgo, National Gallery of Scotland) abre Gauguin este sistema nuevo de representación, llamado a obtener sus últimas consecuencias en manos de fauvistas y expresionistas. Partiendo de unas mujeres bretonas en un prado que había pintado Bernard y de dibujos japoneses, transformó el verde herbáceo en rojo intenso, como fondo para una lucha desigual entre Jacob y el Angel, es decir, entre la fuerza limitada del hombre y la fuerza omnipotente de Dios. "Para mí, en este cuadro, -escribió poco después a Van Gogh- tanto el paisaje como la lucha no existen más que en la imaginación de las personas que están en oración, después del sermón. Por eso hay contraste entre las personas naturales y la lucha..., no natural y desproporcionada".Entre aquellos artistas, que se hospedaban en la Pensión Gloanec, el más devoto de Gauguin era Paul Sérusier (18631927). Siguiendo sus teorías pintó sobre la tapa de una caja de puros un paisaje que él denominó El talismán (El bosque del amor, 1888, París, Musée d'Orsay). A su regreso a París entusiasmó a un grupo de amigos con las ideas del sintetismo aprendidas en Pont-Aven y decidieron constituirse en el grupo autodenominado los Nabis. Nabi es palabra hebrea que significa profeta; quizá elegida como un lanzamiento de la pintura que ellos defendían hacia el futuro. Pero también es cierto que encierra un contenido religioso. Gauguin quería recuperar en su pintura el sentimiento antiguo del mito, de la mística, del orden natural, imposibles ya de encontrar en el materialismo occidental. El propio Sérusier dedicaría parte de su actividad a temas religiosos. El grupo se mantuvo unido desde 1888 hasta 1899 y su principal valor es el de ser precedente de los numerosos grupos que se suceden en el siglo XX, con manifiestos o proclamas teóricas, y con una vida breve. El sustrato teórico fue aportado por el propio Sérusier, autor de "ABC de la pintura" (1921), y por Maurice Denis (1870-1943), pintor también atraído por el tema religioso, que escribió, entre otros textos, "Definición del Neotradicionalismo" (1890) y "Teorías" (1912).La mayoría de los agrupados eran artistas mediocres, con excepción del escultor Aristide Maillol y de los pintores Pierre Bonnard (1867-1947) y Edouard Vuillard (1868-1940). Son ante todo pintores eclécticos, en quienes tiene cabida toda novedad aportada desde el Postimpresionismo, bajo el patrocinio y admiración del sintetismo de Gauguin. Los Nabis representan todas las preocupaciones típicas de los pintores y artistas de fin de siglo, igual que los modernistas y simbolistas. Lo que les define sin embargo es la actitud propagandística de Gauguin, de Odilon Redon y de Cézanne. Teóricamente les preocupó la naturaleza de la obra de arte y en el aspecto práctico se interesaron por la integración de las artes, como ya había defendido o estaba defendiendo el Modernismo: ilustran libros, hacen carteles, diseñan escenarios para obras teatrales de vanguardia, ete. Frecuentemente publicaron artículos o hicieron viñetas para la "Revue Blanche", fundada en 1891, que acogió a éste y a otros grupos de vanguardia, artistas y escritores como Oscar Wilde, Máximo Gorky, Marcel Proust, André Gide, ete.La turbulenta amistad que Gauguin había mantenido con Van Gogh tiene el contrapunto en la afable relación de mutua ayuda y respeto que unió a Bonnard y Vuillard. La pintura de ambos es, entre los Nabis, la más alejada de Gauguin. Los dos fueron amigos hasta la muerte; los dos vivieron aislados del bullicio, con un vida cómoda y discreta. Vuillard nunca se casó mientras que Bonnard lo hizo en 1925 con la mujer que había sido modelo de muchos de sus cuadros, que vivía con él hacía tiempo. Después de separarse del grupo practicarían una pintura de base neoimpresionista con temas de interior que se conoce como Intimismo. Machaconamente aparecen en los cuadros bodegones con frutas en un plato sobre la mesa del comedor, el propio comedor, el jardín que se ve desde la ventana del mismo, la salita, la mujer poniendo la mesa, aseándose o vistiéndose en la alcoba, siempre con colores muy vivos, de herencia nabi y con pincelada corta, derivada del Neoimpresíonísmo.Bonnard comenzó estudiando Derecho, hasta que tuvo éxito al vender un cartel y se dedicó a la pintura, como ilustrador de libros, litógrafo y dibujante. Por principio Bonnard reacciona contra el Impresionismo, como casi toda su generación. Lo hace desde una posición estética que tiene mucho de modernista, por su decorativismo y por acudir a la estampa japonesa como fuente de inspiración a la hora de componer espacio y figuras. Más adelanté utiliza una paleta mucho más rica dejando que la luz modele el espacio y, ya en la madurez, Bonnard hace los colores más brillantes hasta aproximarse a determinados matices de los impresionistas, combatidos en la juventud. Así puede apreciarse en Comedor en el campo (1913, Minneapolis, Institute of Arts), donde el color define la arquitectura interior y el paisaje. Era un momento en que Expresionismo y Cubismo estaban en candelero; Bonnard se da cuenta, pero prefiere continuar su propio camino, al margen de la abstracción o del análisis pictórico. Esta fidelidad a su propio estilo revela los rasgos de su carácter tranquilo y satisfecho y complica el trabajo de fechar sus pinturas, pues el autor no solía hacerlo. Comedor sobre el jardín (h. 1930, Nueva York, Museo Guggenheim), por ejemplo, muestra extraordinarias coincidencias con el anterior. Generalmente Bonnard tomaba unas notas de la realidad y las reelaboraba sobre el lienzo mucho después con una concepción distinta.Dedicado por entero a la pintura, Edouard Vuillard, también buen dibujante y litógrafo, tuvo una clientela segura y gozó del favor de los marchantes, pero su imagen es la del típico profesional que investiga en sus propias técnicas, que rehuye la manifestación exterior de su arte. Sólo se conoce una exposición retrospectiva en el Museo de las Artes Decorativas en 1938, poco antes de morir. Vuillard, como Bonnard, es un intimista; vive hacia dentro. Su primera fase nabi está muy apegada a Gauguin, resolviendo las figuras con manchas de color rojo, amarillo, ocre, azul, pero sin destruirlas. La influencia del último Van Gogh y de Toulouse-Lautrec es también patente. Después de 1899 su adscripción a la poética del Simbolismo se hace más acusada, en la línea defendida por el círculo de la "Revue Blanche". La pintura es un medio de expresión que debe evocar o sugerir, no tanto por el contenido cuanto por la forma, algo así como sucede en la poesía de Mallarmé o en la música de Wagner. Un cuadro como Madre e hijo (1899, Glasgow, Art Gallery and Museum), que no es más que un pequeño óleo sobre cartón, muestra de qué modo figuras, objetos y fondo se unen para formar un espacio único con un efecto fuertemente decorativo y ampuloso, mientras que todas las técnicas al uso son aprovechables de manera sincrética, desde el puntillismo, en cuanto evolución banal del divisionismo, hasta el ornamentismo modernista, pasando por la estampa japonesa.
contexto
Al contrario de la síntesis renacentista arte-ciencia, y dado que durante el Seicento la ciencia nueva ya tiene sus métodos y campos de investigación, el arte del Barroco -no debiendo cumplir las funciones de instrumento para el conocimiento del mundo- afirma su libertad y la autonomía de sus procesos técnicos, operativos y significativos, respecto a todos los aspectos de la vida, desde la realidad cotidiana al dominio de lo imaginario. Conscientes de ello, los artistas se hicieron intérpretes de la nueva visión del mundo, afrontando el reto artístico con una mentalidad crítica y experimental.En efecto, superada a inicios del Seicento, con Caravaggio y los Carracci, la idea renacentista del arte como sistema de reglas, hacia 1630 los artistas volvieron su atención al quehacer artístico y a los procedimientos técnicos, es decir, a la creatividad entendida como libre imaginación. La confianza en el ingenio del hombre estimuló al artista barroco a rechazar cualquier actitud dogmática en el campo de la comunicación visual. Se formó, así, una especie de libertinaje del espíritu que, según el teórico Algarotti, se basaba en el conocimiento de que "la verdadera regla es el saber romper las reglas en su tiempo y en su lugar, acomodándose al gusto corriente y al gusto del siglo".Gracias a la tendencia, cada vez mayor, a liberar el arte de las leyes y a reivindicar la autonomía estética y la libertad técnica, la fantasía de artistas como Bernini, Borromini y Da Cortona dio vida a una moderna, casi contemporánea, experimentación formal. Todo artista posee su lenguaje: caída la tesis clásica del arte como imitación, una concepción técnica del hacer artístico toma su puesto. Lo testimonian los delirios arquitectónicos y el conocimiento de los materiales de que hace gala Borromini; los virtuosismos técnicos de las esculturas de Bernini; los rápidos y sueltos toques disgregadores de la materia de la factura Serodine. Lo declara el brotar de la pintura de género: naturaleza muerta, paisaje, caricatura, escenas de vida popular, que se contrapone a la pintura de historia e indica una idea más libre del hecho artístico, ya que la nueva autonomía de indagación incitó a los artistas a experimentar todas las vías cognoscitivas. Tanto es así que este fenómeno temático y técnico no fue privativo de la pintura, pues afectó a la arquitectura a través de las nuevas tipologías edilicias.Por lo demás, el ilusionismo propuesto por los artistas barrocos para exaltar los valores emotivos y psicológicos de la obra de arte, condujo al reconocimiento de la experiencia sensorial. Esa elección formal respondía a las nuevas funciones sociales del arte. Pero, más aún, a las exigencias de la Iglesia contrarreformista que planteó la necesidad de un lenguaje de la provocación sensorial, ilusionista y espectacular para llegar, en clave emotiva, al colectivo de fieles. De este modo, la experiencia figurativa fue encaminada a imponer por medio de la ilusión la nueva religiosidad, provocando en el ánimo del observador sentimientos y emociones de fe. Persuasión y fascinación de las almas fueron así los principales signos del nuevo lenguaje barroco.Con todo, junto a la poética de la maravilla, el Seicento también conoció la persistencia de posiciones clasicistas. A principios del siglo, sostenidos por la crítica y por los grandes encargos públicos y privados, los principales representantes del clasicismo gozaron de mucho mayor crédito que los pintores caravaggescos. Incluso, cuando el barroco se afirmó, la Antigüedad y el arte del Cinquecento fueron para artistas como Bernini una inagotable fuente de inspiración. Más que búsqueda de cánones formales o imitación de modelos antiguos, que son también rastreables en las experiencias barrocas, el clasicismo asume las características de un gusto oficial. El patrimonio artístico de la Antigüedad ofrecía, en efecto, todavía particulares modelos expresivos adecuados para expresar la concepción teológica que sancionaba la universalidad de la Iglesia. De este modo, también el espíritu clásico se ponía al servicio de las aspiraciones magnilocuentes del Seicento, complementando a su manera la nueva propaganda psicológica religiosa.
obra
A Rembrandt le va a ocurrir en sus primeros pasos artísticos lo mismo que a Velázquez o a Picasso: van a utilizar modelos cercanos para protagonizar sus obras. Concretamente se ha pensado en un posible retrato de la madre del artista en esta imagen de la profetisa Ana. Ana era una anciana profetisa que estaba en el templo cuando María y José llevaron al Niño Jesús. Ella reconoció rápidamente al Mesías del que hablaban los profetas. Al ser buena conocedora de las escrituras, aparece con una Biblia en el regazo totalmente iluminada por un fuerte haz de luz procedente de la izquierda que deja el resto espacio a oscuras. Las telas están realizadas delicadamente al tratarse de un traje oriental que reafirma la procedencia de la anciana. Un detalle significativo es la mano de la mujer en la que se aprecia la piel arrugada, las venas marcadas y las uñas desgastadas.
contexto
En el Congreso de Nuremberg de 1936, Hitler proclamaba: "La propaganda nos ha conducido hacia el poder; la propaganda nos ha permitido después conservar el poder; la propaganda nos dará la posibilidad de conquistar el mundo". Sin embargo, el propio Goebbels sabía que el sorprendente y colosal aparato propagandístico que había creado el nacionalsocialismo, y que tan eficazmente había servido para fanatizar al pueblo alemán, e incluso para apoyar aparatosos montajes sobre la opinión pública, como los del plebiscito del Sarre, el "Anschluss" austriaco o los Sudetes checos, era insuficiente para lanzarse a una guerra de propaganda. La radiodifusión carecía de emisoras lo suficientemente potentes como para llevar la guerra de las ondas al extranjero; y el personal especializado para producir programas eficaces era escaso. La prensa alemana, o controlada por alemanes, tenía una importancia relativa en el mercado internacional. La vanguardia informativa estaba en manos de agencias de noticias como Reuter, Havas o Associated Press. La producción cinematográfica alemana, que apenas si cubría las necesidades internas, no podía pretender "invadir" los mercados extranjeros. Incluso las compañías de propaganda, el elemento más novedoso que introducía Alemania, tuvieron deficiencias técnicas a la hora de aplicar la propaganda oral, y carecían de suficientes aparatos lanza-octavillas; sólo cuando los aliados llenaron el suelo alemán de panfletos, se intentó solucionar el problema. Los altavoces y las emisoras de radio desde el frente en apoyo de las operaciones militares sólo se utilizaron teóricamente. El servicio de espionaje y la "quinta columna", elementos tan sobrevalorados de la organización nazi en el exterior, respondían a esquemas superados de lucha psicológica y resultaron insuficientes. Ciertamente la mejor propaganda alemana fue su propio Ejército: innovador, con grandes recursos técnicos, buena organización y excelente preparación psicológica; mientras las campañas militares fueron favorables, la propaganda respondió plenamente a los objetivos deseados. Tras la blitzkrieg polaca, la llamada guerra de nervios divulgó el mito de la omnipotencia nazi y debilitó considerablemente la cohesión y decisión aliadas. Sobre Francia, dos de las denominadas emisoras secretas alemanas (G-Sender) -ya experimentadas en la guerra civil española-, inculcaban la pasividad. Una, apelando al patriotismo y la paz; otra, la emisora de radio Humanité, presionando a los comunistas franceses -con ayuda de la madre Rusia- para que no se incorporaran a filas. Contra Inglaterra se recurrió a sembrar el descontento y el deseo de paz a través del célebre programa radiofónico de un nazi irlandés conocido como Lord Haw-Haw. En la primavera de 1940, los fracasos diplomáticos llevaron al Ejército, alemán a nuevas acciones relámpago en Dinamarca, Noruega y los Países Bajos, orquestadas por lo que se conoció como la estrategia del terror: se divulgaban secretos probando la seguridad del espionaje nazi; se organizaron campañas de rumores derrotistas reforzadas por la radio y los folletos; la "quinta columna" imposibilitaba toda resistencia; y mientras se propagaba a los cuatro vientos que los alemanes habían resuelto invadir las Islas Británicas, las divisiones Panzer marchaban sobre París. Tras la caída de Francia, el tono fue más amenazante. Cinco emisoras actuaron desde junio de 1940 contra Inglaterra incitando al pueblo inglés a la rebelión; a pesar de todo, Inglaterra no se rindió. Una guerra de propaganda moderna requería bastante más. Era preciso conocer día a día la situación del enemigo, sus pensamientos y sentimientos, así como tener noticia del efecto producido por la propaganda desplegada hasta el momento. Alemania había diseñado una propaganda de guerra ofensiva, para situaciones de acoso y desconcierto, pero no previó una guerra de desgaste; ni valoró la contrapropaganda enemiga; ni consideró que la propia se aplicaría mayoritariamente en países democráticos, sobre hombres libres. Cuando se demostró que sólo a base de propaganda y mentiras no se podía conseguir una victoria permanente, Alemania estaba perdida.
contexto
La crisis del liberalismo y el comienzo de la Primera Guerra Mundial, permitieron a Elie Halévy hablar del advenimiento de una era de los tiranos. Tres años después, en 1917, el triunfo de la revolución bolchevique en Rusia sentaba las bases de un Estado totalitario socialista. Para ello había sido preciso, no sólo el legado de Marx y la capacidad organizadora de Lenin, sino, además, la aplicación sistemática y coordinada de técnicas psicológicas a los medios de expresión, con el objeto de guiar la actitud y el comportamiento de las masas: había nacido la propaganda moderna. Mientras, en la guerra europea, se aplicaba con éxito la "nueva arma". El dominio anglosajón en el terreno de la información fue decisivo a la hora de medir los resultados. Lo que quedó como "la organización del entusiasmo", produjo la destrucción psicológica del adversario y mantuvo a salvo la propia fe en el triunfo. Se imponía, así, la razón británica sobre la moral "destructora" de las potencias centrales. Ambos ejemplos -leninista y británico- pasaron a la historia como modelos de propaganda totalitaria y de guerra respectivamente; no es, pues, extraño que quien aspiraba a tener el poder total y estaba dispuesto a saldar pasados agravios con una nueva guerra, debía conocer profundamente las técnicas propagandísticas más eficaces. Adolf Hitler había mostrado un gran interés por la propaganda y admiraba los modelos citados. En su obra Mein Kampf declara su entusiasmo por la propaganda de guerra aliada frente a la alemana, "deficiente en la forma, psicológicamente errada en su carácter". Igual que las organizaciones de izquierda, en cuyas manos la propaganda era un instrumento que "dominaban y empleaban con maestría". Toda la vida de Hitler fue un esfuerzo constante por superar esos modelos; por imponerse, por convencer a los demás. Sabía que los ejércitos solos no eran suficientes y pretendió movilizar al "gran ejército de la Opinión Pública". Los primeros años, los de la lucha por el poder y la conquista del Estado, fueron los más difíciles. Entre 1920 y 1933 el partido nacionalsocialista, de ser un grupo de fanáticos descontentos, se convirtió en la primera fuerza política de Alemania, con 17 millones de votos. Durante esos trece años, la "propaganda -dijo Goebbels- fue nuestra arma más afilada": la svástica; el Volkischer Beobachter; las S. A.; el asalto de Munich; Mein Kampf, el doctor Goebbels; tumultos, desfiles, arengas inflamadas, banderas, eslóganes, carteles: violencia. "La propaganda nazi -se dijo- era una obsesión, una tiranía". Tras las elecciones de 1928, en las que el NSDAP obtiene ochocientos mil votos y doce diputados, Goebbels pasa a dirigir toda la propaganda del partido. El milagro no se hace esperar; en 1930 se consiguen seis millones y medio de votos, que suponen 107 representantes en el Reichstag. "Este partido -escribiría Carlos Radek-, que carece de historia, ha surgido como un islote que emergiera de golpe en plena mar por el efecto de las fuerzas volcánicas". "Hitler será presidente", rezaba un famoso eslogan antes de que el mariscal Von Hindenburg fuese reelegido jefe de Estado en abril de 1932 y frenara, momentáneamente, las aspiraciones del Führer. "Hitler será presidente igual", declaraba otro lema no menos popular surgido tras las elecciones. La agitación y el exceso habían llegado a su punto más alto. Todos los días se celebraban centenares de mítines: en Berlín, veinte o treinta a la vez. Hitler y Goebbels intervenían en varios de ellos cada noche. El Führer recorría Alemania en avión como muestra de su omnipotencia. Goebbels constantemente hablaba por la radio o los altavoces. Las paredes se llenaban de carteles y el suelo de hojas volantes. Las concentraciones de miles de seguidores eran normales. Además, entre 1930 y 1932, el número de publicaciones sostenidas por el movimiento nacionalsocialista pasó de seis a 121, con una tirada global de más de un millón de ejemplares. El 31 de julio de 1932, el partido duplica los votos y consigue 230 diputados. Lo que se definió como la conquista del Estado por la "conquista de los espíritus y de las almas", era una realidad. El 30 de enero de 1933, Adolfo Hitler, apoyado ya en 17 millones de votos, era nombrado Canciller del Reich. Una nueva y trascendental etapa comenzaba para la historia del nazismo: la de su consolidación y conservación. El ideal de Estado totalitario requería la centralización del aparato propagandístico y la eliminación del adversario. Se comenzó por lo segundo. Por un decreto de 4 de febrero, la policía podía secuestrar o destruir todo impreso considerado peligroso para el orden público. Así, hasta el 28 de febrero, en que con el pretexto del incendio del Reichstag desapareció la libertad de prensa, fueron suprimidos 71 periódicos socialistas y 60 comunistas, y se encarceló a sus responsables. En los tres años siguientes, desaparecerán más de siete mil publicaciones de todo tipo. Tan sólo el Frankfurter Zeitung gozó de una relativa libertad y siguió publicándose hasta 1941, aun cuando desde abril de 1939 era propiedad privada de Hitler por regalo de cumpleaños de su editor, Max Amann.