La transición a la democracia supuso, como es natural, el predominio de la política interna sobre la exterior. Sin embargo, se debe tener en cuenta también que la democratización equivalía a europeización y a equiparación con el resto del mundo occidental por lo que, con muchos matices, se puede decir que los dos procesos resultaron paralelos. En términos generales, con la única excepción del ingreso en la OTAN, la política exterior española se desarrolló en el consenso y en un muy claro segundo término con respecto al resto de las cuestiones políticas. Para tratar de ella parece más útil hacerlo de una forma global en vez abordar puntualmente cada momento cronológico en la evolución del proceso. La primera cuestión que es preciso tratar es la de hasta qué punto influyeron factores externos en la transición y la posterior etapa de consolidación. La respuesta a este interrogante es positiva aunque no quepa atribuir una influencia tan decisiva a esos factores; si, por ejemplo, comparamos lo sucedido en España con la transición portuguesa no cabe la menor duda de que en este caso jugó un papel mucho mayor la intervención occidental, en especial en un momento en que pareció posible que la revolución de los claveles evolucionara hacia unas fórmulas muy poco democráticas. La primera manera (y quizá la más importante) de cómo el contexto internacional influyó sobre la transición española fue la ambiental. Basta con comparar la presencia o ausencia de representaciones de otros países en las ceremonias de exequias de Franco o en la coronación de Juan Carlos I para comprobarlo. Para las primeras, de la Europa democrática no llegaron jefes de Estado o de Gobierno; fue habitual que presidieran esas delegaciones los propios embajadores. En cambio, a los actos de juramento del Rey, en los que no jugaban un papel relevante las instituciones del Antiguo Régimen, hubo representaciones importantes: estuvieron presentes los presidentes de Francia, Irlanda, Alemania y Portugal, el duque de Edimburgo, el príncipe heredero de Luxemburgo y otros miembros de las casas dinásticas de Suecia y Bélgica. Parecía, por tanto, que la Europa democrática quería, a un tiempo, mantener la reserva respecto del fallecido dictador y animar al nuevo jefe de Estado. El apoyo no pasó de ahí pero, cuando la democracia estaba en camino o estaba ya alcanzada, algunos de los países que habían dado ese espaldarazo inicial no se sintieron obligados a una ayuda continuada. Estados Unidos, por ejemplo, que en un momento inicial no percibió la necesidad de legalizar el partido comunista, luego, con ocasión del golpe de Estado fallido del 23-F, hizo pública una desafortunada nota en la que parecía desentenderse de la evolución de los acontecimientos españoles. Por su parte Francia fue el país que ofreció más dificultades para la entrada de España en el Mercado Común y tampoco facilitó inicialmente la lucha en contra del terrorismo. Si la diplomacia oficial no intervino nada más que de esa manera ambiental, una actuación más positiva tuvieron, en cambio, las organizaciones partidistas transnacionales. Jugaron éstas un papel importante en la configuración del sistema de partidos. Fue Alemania, en efecto, el país que, merced a la potencia económica de sus fundaciones políticas, resultó más influyente sobre el panorama político español. El nivel de ayuda obtenido por cada formación política es muy difícil de conocer aún hoy en día. En términos generales puede decirse que la ayuda procedente del exterior no se dirigió a la financiación de campañas electorales sino a actividades de formación. Sin embargo, para unos partidos nacientes, y, por tanto, carentes de fondos, esa ayuda fue a menudo preciosa, sobre todo porque ponía en dificultades a quienes carecían de ella. Sin duda la ayuda externa jugó un papel importante en la configuración del PSOE como alternativa gubernamental y, probablemente, en su moderación. Los socialistas tuvieron cuatro o cinco veces más ayuda que liberales y democristianos juntos y el reconocimiento único del sector dirigido por Felipe González tuvo como virtualidad acabar uniendo en torno a él a la totalidad de los socialistas. La ayuda recibida por los grupos de centro fue menor pero también importante. La de los comunistas es muy difícil de cuantificar y precisar; tan sólo parece evidente que el PCE debió trasladar sus fuentes de financiación a otros países como Rumania, Corea del Norte y los partidos comunistas de Italia y Francia. En suma, puede decirse que en todos los casos la articulación de un sistema de partidos se vio facilitada por los contactos internacionales. Hecha esta imprescindible referencia al papel del componente exterior en la transición, es preciso ahora hacer mención de la política internacional seguida por los Gobiernos durante este período. Respecto al primero de ellos, el de Arias Navarro, no es mucho lo que puede decirse. Areilza, ministro de Asuntos Exteriores, temió desde el primer momento verse obligado a actuar como una especie de vendedor foráneo de una mercancía averiada. Cualquier tipo de política exterior imaginativa era imposible por la sencilla razón que a ello obligaba la actitud del presidente del Gobierno. La posición en política internacional de Arias constituye la definitiva muestra de su incapacidad para realizar cualquier programa de reforma. No tuvo empacho en asegurar a un periodista que la guerra civil había sido el resultado de haberse obstinado en el pasado por organizar nuestra política como mero reflejo de otros países occidentales. También en este caso resulta patente su disonancia con respecto al Rey. Arias Navarro juzgaba que el papa Pablo VI era un calvario para España mientras que el Rey, que era el mejor portaestandarte de la España nueva, como se demostró en su viaje a Estados Unidos, tuvo la iniciativa de renunciar al privilegio de presentación que el Papa había solicitado. La transición en política exterior fue, como en la interior, rápida y decidida. Guiada por Suárez, y más directamente por Marcelino Oreja, se caracterizó por su dinamismo, patente en los frecuentes viajes, por el reconocimiento de los derechos de la persona en los foros internacionales y por la normalización de las relaciones que superaba los problemas de la etapa final del franquismo. En los cuatro meses iniciales del año 1977 se completó la apertura de relaciones diplomáticas plenas con los países del Este. Las relaciones con el Vaticano se sellaron a través de una serie de acuerdos suscritos en enero de 1979. La política española con respecto al Norte de África fue cambiante pero, al menos, se consiguió evitar que las Canarias fueran consideradas como territorio sujeto a proceso descolonizador, como se intentó por parte de algún país. La aprobación de la Constitución supuso algún cambio de importancia en la política exterior española. A partir de este momento se convirtió en viable la posibilidad de entrada en el Mercado Común Europeo, correlato de la transformación política ocurrida. La petición de apertura de negociaciones tuvo lugar tras las elecciones de 1977 y, a comienzos de 1978, fue nombrado Calvo Sotelo ministro para las relaciones con Europa. Sin embargo, frente a lo que eran las esperanzas del europeísmo español, la negociación avanzó muy poco. España a estas alturas tenía la mitad de su comercio exterior, excluyendo el petróleo, con los países de la Comunidad. Sin embargo, para algunos de los países fundadores de ésta, como Francia, España podía convertirse en un duro competidor agrícola, lo que motivaba su falta de deseo de que se incorporara; de la misma forma que prestó un escaso apoyo a la persecución del terrorismo dentro de sus fronteras; en España muy pronto apareció una marcada actitud galófoba. Hubo de cambiar la situación en el seno de la Comunidad para que la entrada española pudiera tener lugar. En cambio, por un momento pareció mejorar la relación existente entre España y otro país europeo, Gran Bretaña. En abril de 1980, tras una entrevista celebrada en Lisboa, las máximas autoridades diplomáticas de ambos países llegaron a un acuerdo en el que, por vez primera, las británicas aceptaban discutir todas las cuestiones relacionadas con Gibraltar. Este primer paso, sin embargo, no supuso cambio alguno significativo y la posterior guerra de las Malvinas contribuyó a multiplicar la distancia entre los dos países. A partir de 1979 hubo en la política exterior española una cierta inflexión hacia una mayor autonomía, producto, en especial, de la dedicación de Suárez a estos asuntos. Quizá por un deseo de obtener mayores beneficios para el país en una eventual negociación acerca de la integración europea, España dio la sensación de estar dispuesta a una cierta política neutralista. En realidad, no hubo más que algunos signos superficiales de esta actitud como, por ejemplo, recibir a Yasser Arafat o enviar una representación a la conferencia de países convocada por Fidel Castro en La Habana. Esta relativa ambigüedad permitió que España se convirtiera en sede de la segunda Conferencia de Seguridad y Cooperación Europea, abierta en septiembre de 1980. Sin embargo, la nueva actitud no supuso un impedimento para la firma de un nuevo acuerdo con Estados Unidos. La política exterior del Gobierno de Calvo Sotelo significó un cierto cambio de rumbo. En realidad, la política de indefinición calculada había tenido como principal ejemplificación el hecho de que España no ingresara en la OTAN. Ahora no sólo se produjo esta integración sino que, además, estuvieron a punto de establecerse relaciones diplomáticas con Israel. España estaba, en realidad, integrada en los mecanismos de defensa occidentales a través de los pactos con Estados Unidos pero en su posición colateral y sin protagonismo. El ingreso en la OTAN tuvo lugar por un deseo de definición propia. Es cierto que produjo la ruptura del consenso en política exterior, pero no lo es menos que fue una decisión tomada en la conciencia de que resultaba irreversible. A fin de cuentas el Gobierno de UCD no hizo otra cosa que poner a la oposición de entonces, el PSOE, en una situación semejante a aquélla en la que se encontraron los socialdemócratas europeos que pasaron de un repudio a una aceptación posterior. Sin embargo, motivos de política interna española (la debilidad gubernamental y la dureza de la oposición socialista) convirtieron la oposición a la entrada en la OTAN en un motivo de controversia fundamental. Fue la campaña del PSOE la que redujo en unos términos muy significativos el apoyo mayoritario que la OTAN tenía en la opinión pública española: de un 57% a favor se pasó a tan sólo un 17%. Este cambio de postura habría de resultar muy inconveniente para el PSOE con el transcurso del tiempo, pero por el momento le produjo unos excelentes dividendos electorales. La divisa "OTAN, de entrada, no" daba toda la sensación de ser una promesa de abandono de la organización militar. En un momento anterior los propios dirigentes socialistas habían defendido la idea de que no había que propiciar la ampliación de las alianzas militares en Europa, lo que parecía confirmar esta tesis. En cuanto a UCD, aunque lo sucedido con ocasión de la OTAN le produjo un grave deterioro, también indicó que podía obtener mayores apoyos que aquellos de los que había dispuesto hasta el momento entre los nacionalismos moderados. La cuestión más importante de la política exterior que habría de abordar el PSOE en el transcurso de sus años de permanencia en el poder fue, precisamente, la relativa a la integración de España en la OTAN. Quizá en ningún aspecto el cambio producido en el seno del partido fue tan considerable como en esta materia pero, al mismo tiempo, también por eso mismo el resultado final fue el menos controvertido. Aunque por caminos largos y complicados, en los que ha habido no poco de innecesario, lo cierto es que, con el transcurso del tiempo se ha llegado a producir una vuelta al consenso en esta materia de política exterior. La sucesión de ministros resulta reveladora del cambio acontecido en la política exterior del socialismo. Fernando Morán, que representaba una línea más izquierdista, duró hasta 1985 para ser sustituido, de manera harto significativa, por Francisco Fernández Ordóñez, el único miembro importante del PSOE que había militado con anterioridad en UCD. A partir de entonces no hubo ya un cambio importante en la política exterior, pues Javier Solana, nombrado a la muerte de Fernández Ordóñez, no supuso una inflexión significativa. En realidad, a pesar de que el plazo que se tomó el Gobierno socialista para cambiar de posición fue largo, es muy probable que el cambio del presidente González resultara mucho más rápido. Influido por Boyer y, sobre todo, por algunos políticos europeos como el canciller alemán Kohl, desde un principio conectó muy poco con Morán, de cuya política discrepaba pero sin por ello estar dispuesto a sustituirle por el momento ni tampoco a dar explicaciones de un evidente cambio propio. Finalmente, tras la entrada en el Mercado Común, González sustituyó a Morán y se decidió a cumplir la promesa de realizar el prometido referéndum sobre la entrada en la OTAN. A estas alturas el presidente ya debía ser consciente de que éste había sido el mayor error de su vida, como luego reconocería. Era muy difícil cambiar la tendencia de la opinión pública en un plazo corto de tiempo y tratar de explicarlo por motivos derivados del interés nacional. En realidad, la entrada en el Mercado Común fue independiente de cualquier tipo de presión a favor de la entrada en la OTAN, a pesar de lo cual se sugirió la vinculación entre ambos procesos. Por otro lado en vez de plantear las necesidades de integración española en la defensa occidental lo que se hizo fue establecer una serie de requisitos que parecían dar la sensación de que, aunque se quisiera entrar en la OTAN, se pretendía hacerlo con ciertos reparos. En este sentido el Gobierno presentó una relación de condiciones que incluían la no presencia de España en la estructura militar de la OTAN, la prohibición de que se situaran armas nucleares en territorio nacional y la reducción de la presencia militar norteamericana en España. De este modo la pertenencia o no a la OTAN se convirtió en una cuestión de política interna que podía llegar a tener amplias repercusiones en la política europea, en la que el pacifismo tenía todavía una influencia muy considerable. Todos los grupos políticos quedaron descolocados. La derecha, partidaria de la entrada, padeció en especial esta situación; actuó de forma tardía y desaprovechó la ocasión para deteriorar al Gobierno. Las embajadas occidentales en Madrid presionaron para lograr una actitud más comprensiva por su parte. A pesar de ello el Gobierno estuvo derrotado en las encuestas hasta casi el final pero acabó venciendo. Con un 40% de abstenciones hubo un 52% de respuestas afirmativas y un 39% de negativas, con más de un 6% de voto en blanco. De esta manera, la política exterior dejó de estar presente en el primer plano de la interna y España quedó integrada de forma definitiva y tortuosa en la defensa occidental. El ingreso en el Mercado Común fue anterior, menos dramático y se logró con un grado de consenso casi absoluto. En la época de Morán se tomaron algunas iniciativas para mejorar las relaciones con algunos países europeos con la vista puesta a obtener de ellos mayores facilidades en la negociación comunitaria. El levantamiento de las restricciones impuestas al paso de Gibraltar llevó a la declaración de Bruselas entre España y Gran Bretaña, que sirvió tan sólo para precisar algo el acuerdo anterior, logrado en la época de UCD, sin que ello supusiera un cambio de verdadera importancia. Mucho más decisivo para la negociación europea fue el giro de Francia, que se fue produciendo a partir de 1984 y conllevó una colaboración en la lucha contra el terrorismo. Como Alemania siempre fue partidaria de la ampliación y, además, su potencia económica le permitía ejercer una influencia a menudo determinante, de esta manera acabó por imponerse la entrada española. La negociación fue, sin embargo, muy complicada porque en el momento en que llegaron los socialistas al poder tan sólo un tercio de los capítulos estaba decidido. Hubo un consenso absoluto en relación con ella que no habría de averiarse hasta que se percibieron las consecuencias de la crisis económica y, además, el tratado de Maastricht (1992) impuso unas condiciones que parecieron harto problemáticas de cumplir por España. González jugó en este momento un papel decisivo en la creación de unos fondos de cohesión destinados a favorecer a las zonas menos desarrolladas. En los últimos tiempos, cuando se ha producido el derrumbamiento del comunismo, la política española ha tendido a ser restrictiva respecto de la entrada de nuevos socios comunitarios, lo que contrasta con el europeísmo atribuido a los españoles y se explica por razones de interés propio. La relación con Estados Unidos constituye el tercer punto de especial interés de la política exterior española del período. También en esta materia hubo una diferencia de importancia entre los primeros años de gobierno socialista y los posteriores. En esa primera etapa se emitieron algunos signos de simpatía, con respecto a causas izquierdistas (la Cuba castrista, Angola, el sandinismo nicaragüense...) en las que la política norteamericana era muy distinta. Resulta significativo que cuando en 1985 el presidente Reagan visitó España no tuvo una intervención en el Congreso sino que dio una conferencia en una fundación privada. Todavía en 1988 la firma de un nuevo acuerdo con Estados Unidos quiso basarse en una voluntad de reequilibramiento imponiendo la retirada de unos aviones, los F-16, que acabaron en bases italianas. Era tan sólo un gesto para el consumo interior, que desapareció por completo en 1990 con ocasión de la guerra del Golfo, cuando gran parte de los aprovisionamientos para las tropas de las Naciones Unidas pasó por España que, además, prestó una modesta ayuda naval a la operación contra Iraq. La voluntad de normalización definitiva en el marco del mundo occidental resulta patente en otros terrenos de la política exterior española. El establecimiento de relaciones con Israel tuvo lugar de manera definitiva en enero de 1986, meses después de la entrada en el Mercado Común, y estuvo precedido por una explicación a los países árabes que debió resultar efectiva, porque cuando se iniciaron las conversaciones entre ellos e Israel tuvieron como sede Madrid, a fines de 1991. Las relaciones con Iberoamérica se han estrechado por el procedimiento de celebrar una conferencia anual de jefes de Estado en la que le toca jugar un papel importante al Rey de España. La presencia española, por otro lado, ha ido haciéndose más efectiva a través de la ampliación de la ayuda al desarrollo y de la creación del Instituto Cervantes, destinado a la enseñanza del español en otros países. Personalidades españolas ocupan puestos muy relevantes en organismos internacionales como la UNESCO, el Comité Olímpico Internacional, la OTAN o el Parlamento Europeo.
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A finales del siglo XV y principios del XVI, en la corte de la Monarquía Hispánica, que no practicaba la ley sálica, se podía tener en cuenta matrimonios que ofrecían grandes perspectivas desde el punto de vista político. Muy excepcionales fueron en Europa y más en la Monarquía Hispánica, los matrimonios desprovistos de intenciones políticas, la mayoría, por no decir todos, fueron matrimonios de estado. (15) Gráfico También fue excepcional que una princesa lograse imponer su elección. Este fue el caso de Isabel de Castilla, pero por razones puramente políticas. Isabel, que no era la heredera legítima, aprovechó las luchas entre facciones en Castilla para casarse, con ayuda de un pequeño equipo de consejero y en contra de la opinión de su padre, con el heredero de la corona de Aragón, y luego proclamarse reina de Castilla en 1474 a la muerte de su padre. Para ganar tiempo, no vaciló en mandar hacer una falsa dispensa por consanguinidad, segura de que el Papa la confirmaría más tarde. Como así fue. (16)
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La información es una de las claves principales que sujeta el edificio del poder y, seguramente, ningún otro asunto registró tanta atención como la dedicada a la obtención de información por los Estados europeos en la segunda mitad del siglo XV. La permanente amenaza turca, los descubrimientos geográficos, los movimientos de tropas, la elección de un nuevo Papa y hasta los enlaces matrimoniales de los príncipes se convirtieron en materias informativas de primer orden. Estamos en el Renacimiento y por toda Europa se extiende el afán de conocer. Importa saber qué hacen los otros e intervenir activamente en los centros en los que se toman decisiones de carácter general. Probablemente por ello la diplomacia fue una de las actividades políticas que más se desarrolló durante el Renacimiento. Si a Fernando el Católico ha de reconocérsele el ser uno de los primeros príncipes que estableció legaciones diplomáticas permanentes en las principales cortes europeas, la tradición diplomática general había marcado en el pasado próximo una práctica que había obligado a la mayor parte de los países a resolver sus problemas mediante reuniones de carácter internacional. Así, la resolución del Cisma de Occidente, o el combate contra la amenaza turca estableciendo planes de cruzada, o los concilios que la propia Iglesia celebró en Pisa, Constanza y Basilea, donde los principales monarcas tuvieron su representación diplomática. También, la acción combinada en múltiples frentes que originaban pactos dinásticos de los que el propio Fernando el Católico tuvo una amplia experiencia en sus relaciones con Alemania, Italia, Portugal, Inglaterra y los Países Bajos, sobre todo entre los años 1475 y 1477. Incluso en el interior de los propios reinos la celebración de Juntas intentaron resolver problemas domésticos. Durante toda la baja Edad Media la Corona de Aragón había desarrollado una intensa actividad diplomática que se había orientado hacia los países vecinos de Castilla, Navarra y Francia, Italia y el Papado. Sin embargo, hasta el reinado de los Reyes Católicos no se produjo la institucionalización de relaciones permanentes; junto a los embajadores de carácter extraordinario actuaron auténticos profesionales de la diplomacia, cuya procedencia social es semejante a los cuadros que los reyes dispusieron en el interior de los reinos. Nobles, eclesiásticos y letrados desempeñaron una activa diplomacia cuya organización correspondió al talento político del Rey Católico. Así puede constatarse en el desempeño de las embajadas continuadas ante el Papado, del conde de Tendilla don Iñigo López de Mendoza, en el período 1485-1487, sustituido por Francisco de Rojas hasta 1488, que fue sucedido por Alfonso de Silva en 1489, éste por Bernardino de Carvajal y por Juan Ruiz de Medina en un periodo singularmente importante para los intereses de la Corona, como es el tiempo 1490-1493, por el propio Garcilaso de la Vega, embajador durante el período 1494-1499, o por Jerónimo de Vich hasta 1518. Si el Papado era una pieza importante en las relaciones diplomáticas de los Estados, pues aún se le reconocía una función de arbitraje entre los príncipes cristianos y una decisiva actuación en los temas relacionados con la cruzada, la apertura de relaciones diplomáticas estables también afectó a los otros reinos europeos. Fernando el Católico dispuso la construcción de embajadas permanentes en la mayor parte de los Estados europeos; en Inglaterra desde 1487, en Portugal desde 1490, en Alemania desde 1493, en Francia desde 1499. Este despliegue diplomático, caracterizado por una cuidadosa selección de sus efectivos humanos, que se obtienen de todos los reinos, que en ocasiones se movilizan de un país a otro, tiene su precedente en la singular actividad política y diplomática desarrollada por Alfonso el Magnánimo desde su corte napolitana. Pero Fernando el Católico va más lejos; él es el prototipo de príncipe nuevo que vio Maquiavelo: "Ninguna cosa hace estimar a un príncipe tanto como las grandes empresas y el dar de sí raros ejemplos. Tenemos en nuestros tiempos a Fernando, rey de Aragón y actual rey de España. Se le puede llamar casi príncipe nuevo porque, habiendo comenzado como débil rey ha llegado a ser por la fama y por la gloria el primer rey de los cristianos; y, si consideráis sus acciones, las encontraréis todas grandísimas y alguna extraordinaria. Al principio de su reinado conquistó Granada y esta empresa fue fundamento de su poder". En efecto, la ofensiva diplomática y el principio de una política exterior más activa se consiguen a partir de 1492, tras la conquista de Granada. El Mediterráneo era para los reyes de la Corona de Aragón un viejo escenario en el que se había proyectado el trabajo de un tiempo significado por el progreso del comercio catalán. Barcelona era la cabecera de una voluntad muy activa que unía los intereses de los catalanes, valencianos y mallorquines, y que hacía llegar su influencia a territorios próximos como Palermo y Mesina, y más alejados como Rodas, Chipre y Alejandría. La vocación mediterránea de la Corona de Aragón era un contraste antiguo de la vocación atlántica de la Corona de Castilla; las alianzas que suscitó la guerra civil castellana que enfrentó a los partidarios de doña Juana y a los de doña Isabel, revelan apoyos interesados; Portugal fue el opuesto de Aragón en la lucha por el trono castellano, y la experiencia atlántica posterior muestra que lo que se generó en el Mediterráneo acabó ensayándose con éxito en el Atlántico. La definición de las vocaciones diferenciadas asigna un papel de preparación a Aragón y el papel de ejecutor a Castilla. Se trata de un proceso en el que entraron muchos elementos que aún no han sido suficientemente destacados y, como se verá más adelante, el éxito de la diplomacia de Fernando el Católico en relación con las reivindicaciones presentadas por Portugal tras el primer viaje colombino, obedeció en buena parte a que gobernaba la Iglesia un valenciano, Rodrigo Borja, que tomó el nombre de Alejandro VI y que, desde 1493, se declaró por diversos breves y bulas pontificias, decidido partidario de la política expansiva de los Reyes Católicos. Claro es que también Fernando el Católico se ocupó de colocar en importantes puestos a la familia del Papa; un hijo de Alejandro VI fue nombrado duque de Gandía, otro, arzobispo de Valencia, y a otros dos se les señalaron importantes rentas situadas en el reino de Nápoles. El favor que Alejandro VI prestó a la Monarquía Católica fue muy significativo en el episodio duradero de la rivalidad castellano-portuguesa; así en la bula Dudum siquidem, de 25 de septiembre de 1493, el Papa concedía a los Reyes Católicos todas las tierras descubiertas y por descubrir "que no se encontrasen bajo el actual dominio temporal de algunos señores cristianos, amenazando a quienes pretendan ir o enviar de alguna manera a las partes citadas para navegar, pescar o buscar islas o tierras firmes, o con cualquier otro motivo o pretexto", sin licencia de los Reyes, con la excomunion "latae sententiae". Si Roma estaba en buenas manos para el desarrollo de la política atlántica de Castilla, el Mediterráneo aragonés hacía tiempo que había entrado en crisis. La desaparición del rey aragonés Alfonso el Magnánimo había contribuido a poner de relieve una serie de contradicciones que se deducían de la política que este monarca había desarrollado en Italia en defensa de Nápoles; primero contra una coalición formada por el papa Eugenio IV, Milán, Génova, Florencia y Venecia; y después, a la muerte de Felipe María Visconti, duque de Milán y Señor de Génova, ocurrida en 1447, a otra coalición formada por Carlos VII de Francia y por Florencia, que acudieron en defensa de Milán y de Génova, a cuya herencia aspiraba Alfonso el Magnánimo. Este rey se había desentendido por completo de los reinos peninsulares de la Corona de Aragón; desde 1435 había pactado con Milán el control de Italia, y desde la Paz de Lodi de 1454, propiciada por la caída de Constantinopla en 1453 y la amenaza turca contra Venecia, se había comprometido a que Nápoles contribuiría a restablecer la paz interna de Italia y, junto con las repúblicas, formar un frente común contra la amenaza turca y contra la presencia francesa. La tercera ocasión en que Alfonso el Magnánimo hubo de hacer frente a una coalición formada por Francia y Génova, vino determinada por una nueva guerra entre napolitanos y genoveses. El balance de estos precedentes afectó a la política mediterránea del Rey Católico; la rivalidad entre catalanes y genoveses venía de antiguo, y también las apetencias francesas sobre Italia. Entre 1475 y 1477 las diplomacias de Fernando el Católico en el Imperio, en Italia y en los Países Bajos trabajaron para producir el aislamiento de Francia, pero será a partir de 1494 cuando estalle un nuevo conflicto en Italia y la guerra hispano-francesa. El Rey Católico pretendía el reino de Nápoles como sucesor legítimo de Alfonso el Magnánimo que había declarado heredero a un hijo ilegítimo, y en aquel momento se titulaba rey de Nápoles Ferrante II, que era biznieto de Alfonso. Carlos VIII invadió Nápoles y Fernando el Católico intervino en apoyo de su pariente. Hasta 1500 duró una tensión que sólo se vio apaciguada por la tregua de 1498, y por la paz definitiva firmada en Granada por la cual Nápoles quedaría bajo el control conjunto de Francia y de Aragón. Fernando el Católico, pese a los triunfos militares conseguidos por Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, perdía el control absoluto que la Corona de Aragón había mantenido sobre Nápoles, pero los acuerdos de Granada no se cumplieron y una nueva guerra hispano-francesa, comenzada en 1501, complicaba simultáneamente la actuación de los ejércitos en tres frentes: en el Rosellón, Navarra y en Italia. Las brillantes campañas militares del Gran Capitán hicieron posible la victoria inicial de Fernando el Católico. Pero la guerra iba a dejar paso a una paz inestable. Diversos acontecimientos hicieron funcionar de nuevo la máquina diplomática de Fernando el Católico; la elección de un nuevo papa, Julio II, a finales de 1503, la muerte de Isabel la Católica, en la primavera de 1504, el problema sucesorio en Castilla, y la alianza matrimonial que permitía a Fernando el Católico casarse con Germana de Foix, sobrina del rey francés Luis XII, aplazaron un problema que volvería a repetirse desde 1509 en adelante.
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El crecimiento de las protestas sociales, la apertura exterior y la diversificación de las formaciones opositoras tuvo una traducción en la política represiva de la dictadura. Fue, sobre todo, tras 1962 cuando el régimen hubo de abordar la reforma de las leyes represivas. En 1959 se había promulgado una nueva Ley de Orden Público y en 1960 un decreto-ley contra actividades terroristas, pero la nueva legislación no resolvía el hecho de que los denominados delitos contra la seguridad interior del Estado fueran encomendados a la jurisdicción militar. En efecto, todavía estaba vigente la Ley de 1940 para la represión de la masonería y del comunismo que tipificaba como rebelión militar los delitos anteriores. Durante los primeros meses de 1963 más de un centenar de activistas de la oposición, sobre todo del FLP y del PCE, fueran sometidos a consejos de guerra sumarísimos. En otros casos los opositores eran enjuiciados por un tribunal de actividades extremistas o por juzgados especiales para delitos de propaganda ilegal. Esta anómala situación, unida al escándalo internacional asociado al caso Grimau, condujo a que en mayo de 1963 el Gobierno de Franco aprobara la creación del tristemente famoso Tribunal de Orden Público (TOP). Varios centenares de españoles pasaron por las salas del TOP hasta 1976. Entre 1969 y 1975 las sentencias anuales del TOP superaron las trescientas, alcanzando el medio millar durante los últimos tres años de la dictadura. A partir de la creación del TOP la jurisdicción militar quedó reducida a los delitos de terrorismo. Por ejemplo, tres meses después del fusilamiento de Grimau eran sometidos a consejo de guerra y ajusticiados mediante el horroroso garrote vil los anarquistas Delgado y Granados, acusados de la colocación de unos explosivos. De hecho, los años centrales del decenio de los sesenta (hasta 1968) fueron los únicos de la trayectoria del régimen de Franco libres de procesos políticos ante la jurisdicción militar. Otro expediente represivo era la suspensión de artículos del Fuero de los Españoles y la consiguiente declaración del estado de excepción. Con motivo del estado de excepción de enero de 1969 cerca de un millar de españoles fueron detenidos o deportados. La aplicación de esta medida fue bastante frecuente en el País Vasco durante la última década de la dictadura. La represión no sólo se limitaba a la de carácter policial, pues otras instituciones del régimen como la Organización Sindical desposeyeron de sus cargos a miles de representantes sindicales. No obstante, desde los años sesenta hubo una graduación de las medidas represivas. Por ejemplo, las actividades de los movimientos sociales de carácter obrero o estudiantil no podían conducir en todo momento a la prisión. Por otro lado, la política represiva empezó a distinguir entre las formaciones opositoras tolerando, en muchos casos, la actividad de las más moderadas. Esta graduación represiva permitió el paso desde la clandestinidad a la mera ilegalidad, controlada policialmente. Esta evolución llevó a que el profesor Linz estableciera una distinción entre oposición ilegal, oposición alegal y semioposición. Sin embargo, hubo un recrudecimiento de la represión entre 1967 y 1973, período que coincidió con el apogeo del poder del almirante Carrero Blanco. Durante esos años no fue infrecuente, por ejemplo, que manifestaciones o huelgas acabaran con varias víctimas mortales.
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En las cortes europeas la porcelana, considerada un símbolo de riqueza y prestigio, era muy apreciada, pero se desconocía los materiales utilizados y su proceso de fabricación, por lo que debía importarse desde Oriente a elevados precios. Durante el siglo XVI fueron los portugueses los principales importadores, hasta que a principios del siglo siguiente casi monopolizó el comercio la Compañía Holandesa de las Indias, convirtiéndose Amsterdam en el centro comercial europeo de porcelana china.No es extraño que durante el siglo XVII ya se hicieran varios intentos para descubrir su composición, consiguiéndose sólo la llamada porcelana de pâte tendre en realidad una composición vítrea que no era verdadera porcelana. A finales de siglo, Johann Friedrich Böttger, ayudante de farmacia, nacido en Schleiz en 1682, pero asentado en Berlín, se había granjeado la reputación como alquimista. Sus experimentos para convertir metales innobles en oro llamaron la atención de los gobernantes prusianos, lo que motivó su huida a Wittenberg, temeroso de perder su libertad. Pero no le sirvió de nada pues poco después en 1701 Augusto el Fuerte de Sajonia le obligó a que entrara a su servicio.Aunque sus intentos para conseguir oro fracasaron se aprovechó su talento en otra dirección. El rey aprobó sus experimentos para obtener porcelana a partir de las materias primas nacionales. Tras varios años, durante los que estuvo ayudado por el caballero Welther von Tschirnhausen, descubrió en 1708 la rote Porzellan (porcelana roja) que en su honor fue llamada Böttgersteinzeug y en 1709 la porcelana europea, el oro blanco, gracias a la utilización del caolín.El año 1710 se fundó la real fábrica de porcelana de Sajonia que se estableció en la fortaleza de Albrechtsburg en Meissen, para mejor proteger al secreto. Incluso el mismo Böttger, nombrado primer administrador, no obtuvo su libertad personal hasta 1714, sólo cinco años antes de su muerte.La producción no se normaliza hasta 1713, limitándose en un primer momento a imitar los modelos orientales. Luego se ejecutaron paisajes y marinas con pequeñas figuras, adornados con rocalla. En 1720 entró como libre colaborador el pintor Johann Gregor Höroldt y en 1731 llegó a director del área de pintura e inspector técnico-artístico de la manufactura. Estableció las bases de la decoración pictórica, así como la paleta de colores para el esmaltado de superficie.La confirmación de la porcelana como manifestación plástica tuvo lugar gracias a la incorporación en 1733 como maestro de modelado del escultor Johann Joachim Kaendler (1706-1775), discípulo de Permoser, que supo adaptarse rápidamente a las necesidades de modelado impuestas por el nuevo material. Con su gran fantasía creó las esculturas monumentales deseadas por el rey para adornar su palacio, además de gran cantidad de servicios de mesa, retratos y grupos de figuras. Es famoso el servicio del Cisne, hecho entre 1737 y 1741, para el conde de Brühl, formado por más de 2.000 piezas. En los grupos nos informa de las costumbres de su tiempo, bien representando artesanos (pastores, campesinos, vendedores callejeros, etc.), bien los Krinolinengruppe, así llamados por los miriñaques de las damas, que muestran el ambiente galante del rococó.La fábrica se organizaba bajo el mando de un director oficial y otro ejecutivo, con un grupo de Arkanisten (secretistas) estrechamente vigilados por ser conocedores de los secretos de la fabricación, y los modelistas o pintores dirigidos por un pintor o escultor importante.Pero a pesar de los esfuerzos puestos en guardar el secreto pronto empezaron a abrirse otras fábricas a partir de los años cuarenta: en Móchst, cerca de Frankfurt, Frankenthal en el Palatinado, Berlín y otras muchas. En la abierta por la corte bávara en Nymphenburg el año 1753 despuntó como modelista Franz Anton Bustelli, de origen suizo y el mejor autor de figuritas y grupos de porcelana.
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Tradicionalmente, tanto por parte de los estudios occidentales como de los orientales, se ha venido considerando la producción cerámica de la dinastía Yuan, como de baja calidad, atribuyendo las mejores obras a la dinastía precedente (Song), en el caso de los monocromos, o a la dinastía posterior (Ming) si se trataban de Azul y Blanco. Esta tradición se ha visto afortunadamente superada debido a dos causas principales: a los nuevos descubrimientos arqueológicos y a la revisión de la historia que ha permitido analizar los acontecimientos políticos y sus productos artísticos dentro de un concepto más amplio y por ende más objetivo. En efecto, la dinastía Yuan, pese a su carácter innegable de invasora y extranjera, supo dotar a la producción cerámica de una nueva savia que posibilitó el gran desarrollo de la porcelana en la dinastía Ming. Si otras actividades artísticas, como es el caso de la pintura, estuvieron marcadas por cierto cariz de compromiso político con la nueva casa reinante -dada la importancia intrínseca de las artes del pincel para la sociedad china- los mogoles vieron en la cerámica y la porcelana no sólo la expresión artística del material y su decoración, sino y sobre todo un carácter de fuente considerable de ingresos. En el sur de China se había desarrollado, durante la dinastía Song del norte y del sur, una próspera industria destinada tanto al consumo interno como hacia el comercio exterior. Ello había conducido a la creación de puertos en la provincia de Fujien, muy próximos a los centros alfareros, que lejos de ser desmantelados, fueron impulsados por los Yuan. A esto hay que añadir que, con anterioridad a la llegada de los mogoles, una parte importante de ese comercio marítimo era controlado por persas y musulmanes, sector de la población que se vio muy favorecido por la corte. Las redes políticas establecidas entre todos los khanatos del Asia Central ayudaron a retomar la antigua Ruta de la Seda, esta vez por vía marítima, que pronto se denominaría la Ruta de la Porcelana, por ser ésta su mercancía más transportada. El nuevo comercio conllevaba inevitablemente unos nuevos clientes que demandaban objetos cercanos a sus gustos y tradiciones. Así, y teniendo siempre como intermediarios a los mercaderes musulmanes, se introdujeron nuevas iconografías, formas y técnicas, asimiladas en tan breve espacio de tiempo por los alfareros chinos, que pronto fueron sinónimos en Oriente y en Europa de porcelana china. Ejemplo de ello son las porcelanas denominadas Azul y Blanco, técnica decorativa introducida con los Yuan, las asociaciones simbólicas de flores o el nuevo gusto por la compartimentación y la exuberancia decorativa. Para hacer todo esto posible se conjugaron factores decisivos. Por un lado, se reorganizaron industrial y comercialmente los hornos cerámicos del sur en torno a Jingdezhen, de manera que pudieran abarcar la ampliación de mercados y su distribución. Por otro lado, la ausencia casi total de directrices desde la corte permitió una mayor libertad creativa, íntimamente ligada a los procesos de innovación e investigación. Hasta entonces, y muy especialmente bajo la dinastía Song, la producción cerámica estaba muy ligada al emperador y a la corte, que determinaban las formas, los colores, la decoración, dividiendo claramente la producción imperial de aquélla destinada a los diversos grupos sociales (letrados, monjes chau, comerciantes...). Esto, que más tarde se volvería a repetir, no existió con la dinastía Yuan, haciendo posible la introducción y asimilación características de la porcelana Yuan. Más que hacer una enumeración de formas, motivos decorativos, técnicas..., el estudio razonado de la porcelana Yuan lo plantearemos a través del análisis de piezas concretas, correspondientes a los grupos cerámicos de mayor interés. Así, estudiaremos porcelanas monocromas de Longquan, las Ying Qing, y Azul y rojo bajo cubierta, viendo como en todos ellos se consiguió una perfecta síntesis entre tradición, innovación y asimilación. En la localidad de Zhaozhu, en el sur de China, existieron unos hornos cerámicos especializados en la producción de una porcelana blanca monocroma, con ciertos matices cromáticos, que crearon bajo la dinastía Yuan obras de gran calidad técnica y formal. A estas piezas de pasta extremadamente fina se aplicaba un barniz transparente que, por sus cualidades cromáticas, permitió crear una variedad que no puede describirse con el simple adjetivo de blanco. Aquellos que por su textura y color se asemejaban a la cáscara de un huevo, se les denominó Luan-bai, o cáscara de huevo; otros tomaban hacia tintes azules y se les llamó ging bai o blanco azulado. Por último, los más destacados por su calidad, recibieron el nombre de Ying Qing o azul sombreado, aunque su denominación correcta, tal y como ha señalado la doctora García Ormaechea, sería la de Qing Ying Bai o blanco sombreado de azul. Estos barnices se aplicaron a todo tipo de formas: grandes jarrones, figuras budistas, cuencos, jarras... La botella del Museo Victoria and Albert de Londres pertenece a este tipo de Qing Ying Bai. Su forma y decoración llaman poderosamente la atención por su carácter innovador, ya que parecen más propias de una obra de orfebrería que de una de porcelana. Con una sólida base octogonal, la jarra o botella se hace prominente en su cuerpo central, mientras que en la boca vuelve a estrecharse, siendo su forma en sí misma una exponente de sobriedad y elegancia. Sin embargo, mientras que en la dinastía anterior, una decoración apenas imperceptible hubiera sido suficiente, los alfareros Yuan aprovecharon la parte central del cuerpo para mostrar una técnica y motivos decorativos propios de los nuevos tiempos. Así, en lugar de aplicar por incisiones en el barniz la decoración, utilizan moldes esculpidos en porcelana que se adhieren al cuerpo, distinguiéndose de éste como si se tratara de un bajorrelieve. Los motivos utilizados, peonías y crisantemos, son parte de la tradición iconográfica china, pero los alfareros Yuan los reutilizaron formando nuevas asociaciones simbólicas, en este caso con las estaciones del año. Esta decoración floral se complementa, en el cuello y en la parte inferior de la botella, con unos motivos de carácter caligráfico de clara reminiscencia islámica, mostrando cómo se unen las tradiciones de un modo armonioso. Las monturas doradas de la boca y la base no son originales sino realizadas probablemente en Europa. Esta pieza, junto con la botella conservada actualmente en el Museo Nacional de Dublin, de las mismas características, forma parte de las primeras porcelanas chinas coleccionadas en las cortes europeas. Además de estos blancos Qing Yin Bai, en Zhaozhu se produjeron unas piezas, generalmente de pequeño tamaño, que se agrupan estilísticamente por llevar en sus bordes o laterales dos caracteres, shu y fu, que en combinación significan Consejo Privado. Esto no quiere decir que estuvieran dedicadas al emperador y por tanto se tratara de una porcelana imperial, sino más bien a círculos cercanos a la corte, pudiendo tratarse del Ministerio de Asuntos Civiles y Militares (Shumi Yuan). Se caracterizan por tener un barniz fino, con decoración aplicada, formando motivos vegetales. Las bases suelen carecer de barniz y muestran una cierta tonalidad rojiza. La primera referencia a estas piezas hu fu apareció publicada en 1388, en un libro titulado "Gegu Yaolun" (Criterios básicos para el conocimiento de antigüedades). Procedente de los hornos de Jingdezhen, en la provincia de Jiangxi, el Anfora en Azul y Blanco con barniz rojo bajo cubierta, del Museo del Palacio Imperial de Beijing, permite conocer las más importantes innovaciones técnicas de la dinastía Yuan, ya que esta pieza es un magnífico ejemplo de la incorporación de la técnica del barniz azul bajo cubierta, combinado con el rojo también bajo cubierta, aplicados ambos sobre un cuerpo blanco. En efecto, el azul bajo cubierta no se conocía en China antes de la llegada de la dinastía Yuan. Existen evidencias arqueológicas que prueban cómo en Persia se había utilizado el azul como pigmento decorativo hacia el siglo IX d. C. Sin embargo, nunca lograron conocer la técnica que permitía fijar el barniz al cuerpo cerámico, resbalando en su superficie. Conocedores de la habilidad de los alfareros chinos, los persas enviaron, vía marítima, el pigmento procedente del cobalto con el fin de investigar sobre el método correcto de aplicación sobre una superficie cerámica. La llegada a China de este pigmento no puede fecharse antes de los inicios del siglo XIV, salvo que nuevos descubrimientos arqueológicos evidencien la existencia de piezas en Azul y Blanco con anterioridad. Sabemos que, desde los inicios de la investigación sobre el método de la aplicación del barniz, éste siempre se trataba como si fuera un pigmento y, por tanto, se aplicaba de un modo pictórico directamente sobre el cuerpo poroso de la pieza. El problema residía en que éste no resbalara por la pieza, aplicando la justa cantidad de cobalto, puesto que si era excesivo se corría el riesgo de que, en el proceso de cocción por oxidación, el azul adquiriera una tonalidad negra o marrón rojiza. Los primeros intentos se realizaron sobre piezas de pequeño tamaño, teniendo presente la delicadeza del trabajo, ya que una vez aplicado el pigmento sobre la superficie porosa, ésta lo absorbe rápidamente y no admite correcciones posteriores. Una vez conseguido el control técnico del cobalto, quedaba por resolver cómo aplicar decoraciones de esquemas más complejos, ya que la vistosidad del barniz había producido una gran demanda de estas piezas. Para ello se retomó una técnica anteriormente utilizada: el uso de moldes, que permitía repetir los motivos decorativos siguiendo un esquema previo, sin necesidad de realizarlos individualmente. Todos estos avances, técnicos y decorativos, fueron posibles gracias al escaso interés estético que los mogoles tuvieron en la producción de porcelana, lo que posibilitaba una libertad absoluta a alfareros y decoradores. Sin embargo, la gran influencia de motivos extranjerizantes en la decoración parece contradecir lo dicho. No hay que olvidar que las grandes fortunas de la época fueron amasadas por comerciantes y que éstos, en su mayoría musulmanes, gustaban de ver referencias, al menos iconográficas, de su mundo cultural. A ello se suma la permeabilidad del mundo chino a la hora de asimilar influencias extranjeras, así como al gran número de objetos (orfebrería, textiles...) que fueron vehículos de esta transmisión cultural. Se puede decir que del mundo musulmán procede el gusto por la compartimentación decorativa, tanto en la composición general como en la distribución de cartelas polilobuladas, rectangulares o circulares, en las que se inscriben los motivos decorativos, así como el gusto de ocupar decorativamente una gran parte de la superficie de la pieza. A ello los chinos aportaron la representación del mundo natural (flores y animales), escenas procedentes de novelas o dramas populares y una rica variedad de cenefas compuestas por motivos tanto florales como geométricos. La pieza elegida del Museo del Palacio Imperial de Beijing -jarrón con tapa- permite observar todas estas novedades decorativas. Vemos cómo la composición es propia del mundo islámico, con claras referencias a la orfebrería en la introducción de los paneles polilobulados centrales tallados que imitan a los metales. Ninguno de los motivos decorativos está situado al azar sino que todos ellos siguen un ritmo y orden compositivo: la base, con una banda compartimentada en forma de hojas de loto, acentúa la verticalidad del arranque de la pieza. Lentamente y conforme el cuerpo adquiere volumen, éste se refuerza horizontalmente con cuatro grandes cartelas polilobuladas, en cuyo interior se han tallado motivos florales combinados en azul y rojo bajo cubierta. Los hombros comportan una decoración acoplada al marco, imitando los collares de orfebrería con colgantes, en los que se inscriben pequeñas flores blancas sobre fondo azul. Cerrando el esquema compositivo, el cuello se señala con bandas concéntricas, completadas por la tapa rematada con un pomo en forma de león sentado.
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La sociedad y la cultura españolas -ha escrito E. Carmona- que se impusieron a partir de 1939 negaron la mirada y la memoria a los más valiosos sucesos inmediatamente anteriores, especialmente a los ocurridos en las artes plásticas (..) El antes y el después de la guerra civil fueron antagónicos. Al término de la contienda las relaciones entre el arte moderno y la creación española tuvieron casi que empezar de nuevo.En España el desenlace de la guerra civil (1936-1939) aplastó a la vanguardia, que se desarrollaba con dificultades en el primer tercio del siglo. Muertos muchos artistas en el frente, exiliados en países iberoamericanos otros o exiliados en su propio país, los que se quedaron no tuvieron más remedio que hacer el único arte posible para sobrevivir en aquellas circunstancias de durísima posguerra: pintura de carácter académico y tradicional con unas gotas de modernidad -más salsa impresionista que cubista-, destinadas a un mercado muy escaso de burguesía conservadora y católica cuyos gustos a duras penas cruzaban la frontera del siglo; escultura conmemorativa, abiertamente decimonónica, destinada a exaltar los valores nacionales del nuevo Estado o escultura religiosa academicista para decorar las iglesias nuevas o reconstruidas. Y aunque la escultura oficial estaba próxima en los primeros años a los realismos fascistas, el caso español no era como el alemán o el italiano y aquí la Falange -el partido- no tuvo fuerza suficiente para imponer una estética.La vanguardia había muerto y tenía que resucitar, pero la resurrección tardó más de tres días en producirse. A finales de los años cuarenta, casi una década después de terminar la guerra, empiezan a verse tímidos intentos de resucitarla: el grupo Pórtico en Zaragoza, de 1947, con pintores abstractos; la Escuela de Altamira en Santander, en 1948, y Dau al Set en Barcelona el mismo año. En todas los casos se trata de artistas y críticos que se reúnen y pretenden establecer lazos con la vanguardia anterior a la guerra, pero de momento sólo lo consiguen en Barcelona.Dau al Set (Dado en el número siete) es el nombre de un grupo catalán que forman J. Tharrats (1918), A. Tàpies (1923), M. Cuixart (1925), Joan Ponç (1927-1984), Joan Brossa (1919), Eduardo Cirlot (1916-1973) y Arnau Puig (1926), aunque su área de influencia es mayor. Editores inicialmente de una revista, no tuvieron un manifiesto, pero compartieron intereses surrealistas, como indica su propio nombre, y ejercieron una labor de agitación cultural y artística en la Barcelona de los últimos años cuarenta y primeros cincuenta, cuando la ciudad empezaba a recuperarse económicamente. A través de sus obras y sus contactos -con Miró como padre y Klee como punto de referencia-, consiguieron entroncar con la vanguardia anterior a la guerra para pasar del surrealismo a otras cosas.En el resto de España, sin embargo, aún no era el momento; habría que esperar casi otra década, hasta 1957, para que se produjera ese enganche, que se conoce como normalización.Ya en 1951, con la celebración de la Primera Bienal Hispanoamericana de Artes -una exposición celebrada bajo los auspicios del Instituto de Cultura Hispánica y el ministro de Educación Nacional, Joaquín Ruiz Jiménez-, se pudieron ver en público algunas obras modernas (de Tàpies, Ponç, Saura o Chirino, entre otras junto a reliquias del pasado. A lo largo de los años cincuenta Oteiza, Tàpies y Chillida van consiguiendo premios internacionales y abriendo un camino que después recorrerán con éxito otros artistas españoles, los de El Paso. Al mismo tiempo se ha producido un proceso de acercamiento a Europa y a los Estados Unidos, y la emigración y el turismo suponen un camino de ida y vuelta para las ideas y la información, como el de Santiago en la Edad Media.Pero el momento crucial es 1957, con los hombres del Opus Dei en el poder -los llamados tecnócratas-, la imprescindible modernización de la economía y lo que parecía una levísima apertura política. Este año irrumpen en la escena artística El Paso, Equipo 57 y Antonio López. Ya el año anterior había aparecido en Valencia el grupo Parpalló (que tomó su nombre de una cueva prehistórica pintada, como años antes Altamira) con el crítico Vicente Aguilera Cerni y el apoyo del Instituto Hispanoamericano de la ciudad. De este grupo formaron parte Eusebio Sempere (1924-1985), un pintor que venía de París, y Andreu Alfaro (1929), un escultor influido por Oteiza. Parpalló organizó una exposición importante en Valencia en 1960, Arte Normativo Español, en la que estuvieron presentes otros grupos de la misma orientación como el Equipo 57 y el Equipo Córdoba. Parpalló editó también una de las revistas más importantes de estos años, "Arte Vivo".
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La Ilustración criticó el modelo educativo heredado y trató de definir, según el nuevo pensamiento, los objetivos de la educación, así como los lugares donde se debía impartir y los programas y los métodos educativos necesarios. (186) El tema de la educación de la mujer fue motivo de polémica a lo largo de todo el siglo. Desde el primer momento hubo dos bandos bien definidos: el de los que consideraban que su ámbito de actuación tenía que ser exclusivamente el del hogar y el del cuidado de los hijos y el de los que defendían el derecho de la mujer a participar en la sociedad. "Ambos bandos tenían en común su pobre estimación del coeficiente intelectual femenino" (187) Pese a que los ilustrados consideraron necesario extender los beneficios de la enseñanza a las mujeres, no todos aceptaron el principio de la igualdad de entendimiento. Para algunos como Rousseau, la ley natural situaba a las mujeres al servicio de los hombres, por lo que para el ginebrino, la educación tenía que estar en consonancia con la de éstos, y dirigida a agradarlos y servirlos. Otros como Feijóo, quien en su obra Teatro Crítico dedicó un capítulo entero a la defensa de las mujeres, explicaba "Defender a todas las mujeres viene a ser lo mismo que ofender a casi todos los hombres, pues raro hay que no se interese en la procedencia de su sexo con desestimación del otro". Refiriéndose a las capacidades intelectuales de la mujer manifestaba: "Siendo así que esto no proviene de la desigualdad de talento sino de la diferencia de aplicación y uso". Y afirmaba que "si se diera instrucción a la mujer, los matrimonio estarían mejor avenidos y no se producirían los casos de adulterio o de disminución de la institución matrimonial". El jesuita Lorenzo Hervás y Panduro, que pasó la mitad de su vida en Italia al ser expulsada la Compañía de Jesús de España, se consagró a escribir los siete tomos que componen su Historia de la vida de hombre, en la que dedicó algún capítulo a la educación de la mujer y aunque lo hizo con la mentalidad de la época, tuvo palabras muy acertada sobre las capacidades femeninas: "Las mujeres son más dóciles que los hombres; se despejan antes que ellos; sus talentos generalmente son buenos; no suelen ser de tanto ingenio como los hombres; pero tampoco entre las mujeres se encuentran tantas personas absolutamente necias como los hombres; son más juiciosas en la primera edad; se sujetan mejor y tienen más paciencia en continuar su ocupación y trabajo. Todas estas prendas las hacen acreedoras del mayor cuidado en instruirlas, porque corresponden mejor y más presto que los hombres, a todo cuanto se las quiere enseñar en la primera edad." Camponanes era de la misma opinión, la mujer tenía igual capacidad de raciocinio que el hombre; sólo la educación que se les daba habitualmente había marcado diferencias entre ambos sexos. Tanto él como Floridablanca fueron defensores convencidos de la necesidad de la instrucción de la mujer. Por tanto, no es de extrañar que el rey Carlos III se manifestara en el mismo sentido "Hay que educar a la mujer -decía el rey de manera paternalista- a fin de hacerla capaz de participar en la política económica del país, sacarla de su ociosidad y frivolidad, que favorece el despilfarro y los gastos sin medida, para seguir la moda, y que arruinan a los maridos y amantes; quizás se llegará así a reconciliar al hombre con el matrimonio, que va perdiendo cada día más prestigio." En el terreno del pensamiento algo más avanzado se encuentra la española Josefa Amar y Borbón, gran defensora de la educación igual e igualitaria en materia de religión y leyes civiles, pero sin perder en ningún momento el referente para el que la mujer es educada: la familia. En su Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres exponía la necesidad de que las mujeres cultivasen su entendimiento, pero únicamente para desempeñar su cargo de madres y esposas lo mejor posible. Debían ser educadas en las tareas del hogar, en las sanitarias y asistenciales. Estos aprendizajes se configuraban como elementales y generales para cualquier mujer, considerando los demás como una distracción. Aunque su pensamiento parecía limitarse al ámbito doméstico, aseguraba que con dominado este ámbito, la mujer conseguirá el aprecio social. "Si a las mujeres desde su más tierna edad, escribió Josefa Amar, como se les enseña la ociosidad, el arte de agradar, las bagatelas de las modas, se las instruyese en leer, escribir y contar, en la gramática de su lengua, en álgebra y geometría, en la lectura de historia e intereses de las naciones; si se las educase en los tratados o elementos del comercio pues tiene aptitud para ello sus entendimientos dóciles, y despejados, es innegable podrían votar en estas materias con igual discernimiento que los hombres". Gráfico A lo largo del siglo XVIII, estas creencias ilustradas irán reelaborándose con nuevos pensadores como el francés Barón de Condorcet -que presentó Cinco memorias sobre la instrucción pública en la Asamblea Legislativa- o la inglesa Mary Wollstonecraft, considerada como una de las madres del feminismo moderno, gracias a su obra Vindicación de los derechos de la mujer. En ella reflexiona sobre los acontecimientos revolucionarios del país vecino y sobre la situación social. Asimismo critica, desde el balcón de su obra, el proyecto de Taylleran sobre la educación de las jóvenes, por abordar el tema tal y como se había considerado socialmente desde antiguo, desde el punto de vista masculino. Ambos autores apostaron por una sociedad sin distinciones. Hombres y mujeres habrían recibido de Dios la razón para utilizarla hasta alcanzar la virtud. De ahí que consideren la educación una obligación moral y social y, por ello la instrucción femenina debía ser la misma que la de los varones, en igualdad de oportunidades. No debían ser educadas sólo para esposas, sino primero para sí mismas, después como ciudadanas y más tarde como mujeres y madres. Aunque la intención era positiva, no lo era tanto cuando se acerquen de manera más específica al contenido de las enseñanzas. Wollstonecraft sugería que las mujeres pudieran estudiar incluso el arte de curar y la política. Condorcet, en cambio, considera posible restringir a los primeros grados la enseñanza de las niñas si el sistema completo fuese excesivo, pues para el francés no están llamadas a ninguna función pública. Aún con todo, estas propuestas de Condorcet no llegaron a ser debatidas en la Asamblea por la evolución de los acontecimientos revolucionarios y la obra de Mary Wollstonecraft se olvidó tras su prematura muerte. La sociedad burguesa de comienzos del XIX prefirió quedarse con el modelo educativo basado en diferenciación del sexo y la clase social.
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La agresión alemana a Polonia estuvo precedida por una intensísima actividad diplomática. Francia, Gran Bretaña, Italia y, en cierto modo la URSS y Estados Unidos eran las potencias garantes del equilibrio europeo surgido de la Gran Guerra. Pero las responsabilidades principales en el caso polaco recaen sobre las dos primeras, si exceptuamos a Alemania. El 31 de marzo de 1939 Francia y Gran Bretaña habían dado garantías de su ayuda a Polonia, y el 6 de abril habían firmado un pacto de asistencia mutua. Pero las relaciones franco-polacas se remontaban a veinte años atrás. En Francia, desde tiempos del Romanticismo, había una verdadera polonofilia. París había patrocinado la independencia polaca en 1919 y existía un tratado con Polonia que había resultado muy oneroso para Francia. Desde 1921 el tratado había decaído y se había reducido a los préstamos, ignorando los aspectos militares, pero Polonia se había negado a revisarlo (H. Michel). Ante las primeras exigencias alemanas, Francia había aconsejado a Polonia que cediera territorios a lo largo del Vístula -pero había prometido material militar en caso de conflicto-. Gamelin, jefe de Estado Mayor y luego comandante en jefe francés había prometido intervenir en ese caso. Polonia no posee grandes industrias y su producción no puede compararse con la alemana: por ejemplo, produce 39 millones de Tm. de hulla, frente a los 186 mill. de la alemana; 1,5 mill. de acero, frente a 23 mill. Añadamos que la renta nacional alemana alcanza los 33.347 mill. de dólares, mientras que la polaca sólo 3.189 mill. y que la población de Alemania es de 78 mill. de habitantes (con Austria y los Sudetes) y la de Polonia de 30 mill. Asimismo, al alemán hay que añadir el material militar y la producción industrial checa y austriaca. Las polacas no eran unas fuerzas armadas de poca monta, como a veces se cree. Se las situaba hacia el sexto lugar en Europa, después de las francesas, británicas, alemanas, soviéticas e italianas y, sin duda, eran más poderosas que las rumanas, turcas, griegas y finlandesas. Pese a que en los últimos años las fuerzas armadas se llevaban el 40 por ciento del presupuesto, seguían siendo anticuadas, tipo Gran Guerra, muy jerarquistas, y con una tropa con mentalidad preindustrial. Disponían de 400.000 soldados (y 2.800.000 en la reserva), con 39 divisiones de infantería, 4 de caballería (junto con Italia, fue el único país que la empleó en combates en la Segunda Guerra Mundial), 1 brigada de carros de combate con 225 ejemplares modernos y 88 antiguos). En conjunto, había unos 900 carros de combate, unos mil aviones (sólo unos 400 realmente aptos) y unos cuantos destructores y submarinos. Existía cierta industria de guerra. Un Centro Nacional de Aeronáutica y la empresa PZL fabricaba los cazas PZL-P 7 y PZL-P 11, los bombarderos PZL-P37. Por su lado, los franceses conocían la debilidad y el desbarajuste de las fuerzas armadas polacas a las que se atribuía, sin embargo, la capacidad de resistir incluso un año ante los alemanes, a quienes, en cambio, se subestimaba. Francia trataba de prepararse para una guerra larga: no pensaba en combatir por Danzig, sino por Polonia, y estimaba que, de todos modos, lo importante iba a suceder en Occidente, "como siempre", y que aquí se jugaría la suerte de Polonia. Paralelamente, Francia había aconsejado a Polonia concluir su alianza con la URSS y aceptar eventualmente su ayuda militar; pero la negativa había sido rotunda: Polonia odiaba el comunismo", temía a la URSS y tenía escasa confianza -compartida también por Francia y Gran Bretaña- en la eficacia de las tropas soviéticas. Además, preferían perder territorios ante Alemania que aliarse a la URSS: "Con los rusos perderíamos nuestra alma", diría el generalísimo polaco, general (luego mariscal) Edward Rydz-Smigly. En 1939 el 45 por ciento de los franceses consideraba inevitable la guerra. Nadie aceptaba la parte de responsabilidad de Francia, por su pasividad, en el incremento de la agresividad alemana y a nadie parecía importarle nada Checoslovaquia o Polonia. Nadie estaba dispuesto, como resumió muy bien el periodista francés M. Déat, a "morir por Danzig". En cuanto a los británicos, y pese a que eran también aliados de los polacos, no tenían intención alguna de hacer nada, y esperaban que los franceses cargasen con las responsabilidades, pero habían accedido a un acuerdo militar con Francia, en mayo. En abril, Alemania, que ya estaba decidida a la guerra, dio dos nuevos pasos en dirección a ella: denunció el pacto con Polonia de 1934 y el convenio naval con Londres de 1935. Los aliados occidentales se alarmaron. Ambos (y Estados Unidos), dice Deborin, "desplegaron febril actividad para obligar a Hitler a modificar sus planes -que no eran difíciles de adivinar (es decir, también, posteriormente, un ataque en el oeste)- y aceptar otro (futuro) plan de agresión: el plan de ataque de la URSS". Así, prosigue Deborin, norteamericanos, británicos y franceses querían resolver, mediante una guerra germano-soviética, "sus contradicciones tanto con los competidores capitalistas -Alemania y Japón- como con la URSS". Sin embargo, y ésta era otra contradicción, los occidentales y Polonia no tenían otro aliado posible contra Alemania, en Europa, que la URSS. De ahí que, con cierta repugnancia, desde junio se inició una serie de conversaciones entre los occidentales y Moscú con vistas a algún tipo de acuerdo, acuerdo que las opiniones públicas británica y francesa veían con mejores ojos que sus respectivos gobiernos, según Taylor y Deborin, que sólo pretendían atemorizar a Alemania, y sólo en última instancia llegar a algo más sólido: los franceses se inclinaban más por un simple pacto franco-soviético. Pero Londres rechazó cualquier opción, con evasivas. Los soviéticos -los únicos que creían realmente en la seriedad de los planes alemanes de expansión- se sentían atemorizados y aislados. Sabían que, como era lógico, los alemanes tenían que atacar a otros países antes que a ellos, y pedían un frente común y un acuerdo de defensa mutua; exigían que el ataque contra un país vecino se considerase ataque contra la URSS y ponían sus tropas a disposición de los aliados. Los soviéticos, dice Taylor, eran sinceros (sinceridad que corroboró el jefe de la misión militar francesa en las conversaciones, general Doumenc), pero los occidentales contestaron que "no tenían fuerzas suficientes", y rechazaron la reciprocidad que deseaba la URSS, sobre la que querían que recayese el peso de cualquier acción. Consideraban que, en el fondo, la Alemania nazi era "menos enemiga" que la URSS: ya que en un memorándum secreto enviado por Londres a París en mayo, cuando se discutía el acuerdo con Moscú, se decía que "es deseable la firma de cualquier acuerdo en virtud del cual la URSS acuda a nuestra ayuda si nos atacan en el Occidente, no sólo con el fin de obligar a Alemania a hacer la guerra en dos frentes, sino también, quizá, porque, en caso de guerra, lo principal será el intento de envolver en ella a la URSS". La Pravda del 29.VI.39 comentaba que la "URSS se negaba a ser "peón" y "juguete" para sacar las castañas del fuego a los demás..." Pese a lo cual Moscú, inquieto, prosiguió hasta agosto las conversaciones, tanteando mientras a Alemania con vistas a algún tipo de acercamiento prudencial. También los países bálticos y, sobre todo, Polonia, se opondrán siempre a cualquier acuerdo con la URSS. En esto (también en junio-agosto) el Gobierno laborista británico y Alemania van a desarrollar negociaciones secretas, en un intento de delimitar sus esferas de influencia y calmar a Hitler, para lo cual los británicos renunciarían a sus compromisos con Polonia, se establecerían relaciones normales con Berlín, se cedería Danzig a Alemania y se le dejaría las manos libres en el Este y Balcanes, y se intentaría que Francia renunciase a cualquier tratado con la URSS; se llegó a proponer a los alemanes el reparto de las colonias portuguesas. Alemania -ya era muy tarde- despreciaría tales "limosnas" y todo quedará en nada. Así, el 22 de agosto Londres reitera su apoyo a Polonia, un día antes del pacto, ya cantado, germano-soviético, y dos días después de éste, el 25, se firma un tratado polaco-británico de ayuda mutua en caso de agresión alemana (quizá sea ésta una de las razones por las que Hitler decide posponer el ataque a Polonia del 26 de agosto al 1 de septiembre, aunque el historiador británico Taylor lo interpreta como un recurso teatral, de presión). En esto "estalla" el pacto germano-soviético, llamado "acuerdo Molotov-Ribbentropp" el 23 de agosto de 1939. La iniciativa pertenece a Stalin y se remonta a los primeros indicios de que no va a cuajar un pacto tripartito con Francia y Gran Bretaña, y aún antes: en Munich, Stalin había sido dejado al margen; la actitud de los occidentales ante Alemania le parece "blanda" y "conveniente"; Polonia se niega a ser defendida. "¿Dónde está -se pregunta Stalin, alarmado- el antifascismo de las democracias?." La URSS piensa que no puede hacer la guerra ella sola contra Alemania: la economía pasa por una etapa mediocre, la industria pesada es insuficiente, las fuerzas armadas, tras las "purgas" de 1937, están desorganizadas. El pacto con los alemanes puede alejar el conflicto y, quizá, puede proporcionar otros beneficios. Ya en marzo Stalin había declarado que "los antagonismos acusados en materia de concepción del mundo y de política interior no son obstáculo para la colaboración pacífica de dos Estados" -declaración que sólo confirmaba la tradicional política exterior soviética de "coexistencia pacífica", que provenía de los años 20 y luego revigorizará Kruschev-. A Alemania el pacto le beneficiaba, al poder obtener así productos soviéticos en un momento delicado, al tener las manos libres en el Este y poder concentrarse en Polonia y en los occidentales. Los estadounidenses no se sorprendieron por el pacto: como expresó H. Ickes en 1939, "Rusia sospechaba que Inglaterra hacía doble juego" y que esta última seguía confiando en hacer "chocar a Rusia y a Alemania y de esta manera quedar a salvo". A. J. P Taylor considera que el pacto, para la URSS, estaba destinado exclusivamente a defenderse, pero que fue interpretado como derivado de la "maldad bolchevique", y los soviéticos se extrañaron de que "antes eran tachados de monstruos criminales y ahora se espera de ellos -prosigue Taylor- que sean más idealistas que los demás" Lo peor del Pacto fueron las cláusulas secretas por las que la URSS y Alemania se repartían esferas de influencia y expansión territorial y no sólo, en el caso de la URSS, por las tierras habitadas por ucranianos y bielorrusos del este de Polonia: Hitler "dejaba" a la URSS la Besarabia y los Estados bálticos. El Pacto produjo disensiones en el seno del comunismo mundial y bastantes deserciones. Por su lado, los fascistas criticaron el "giro" alemán. Así, pues, por la pasividad de unos y los temores de otros, y por la estulta actitud de los polacos, éstos van a combatir solos contra Alemania. Iniciado el ataque alemán, sólo por la tarde de ese uno de septiembre, franceses y británicos presentan idénticas notas al ministro alemán de asuntos exteriores, Ribbentrop: "Si el Gobierno alemán no está dispuesto a dar garantías satisfactorias con respecto a la suspensión inmediata de toda acción agresiva contra Polonia y a la retirada de sus fuerzas de territorio polaco, nuestro Gobierno cumplirá sin dudarlo sus obligaciones con respecto a Polonia." Era una amenaza formal de entrar en guerra. Sin embargo, los aliados no se mueven. Esperan que Mussolini -recordemos que éste y la opinión pública italiana simpatizaban con los polacos- convoque una "nueva conferencia de Munich" que aleje la guerra. Mussolini propone entregar Danzig a Alemania y negociar. Francia y Gran Bretaña aceptan el principio de una conferencia si los alemanes evacúan Polonia. Pero era demasiado tarde. Mussolini retira la propuesta. El día 2, Chamberlain hace una nueva propuesta, rechazada por Alemania. Llega el día 3 Hitler, de nuevo, estima que los occidentales no van a intervenir, sus temores disminuyen. Finalmente, en la mañana, Berlín recibe un ultimátun franco-británico.
contexto
En los espacios intermedios que conectan o separan los estilos, hay factores que reflejan en distintos grados de fidelidad las cualidades que se contraponen entre las formas de un pretérito y aquellas congénitas a una propuesta renovadora. En el camino intermedio hay efectos recíprocos, conexiones de un estilo a otro en las que se combinan rasgos que benefician a ambos puntos de vista. En los cambios de estilo más bien se advierten rupturas angulares que dejan pasar la luz del pasado tenuamente al presente, a la par que este presente rejuvenece su cansada andadura. La movilidad en el arte se advierte con mayor claridad en la dirección hacia adelante; sin embargo, hay intersticios de impulso y avance victorioso que nos desvían del curso gradual y nos precipitan con viraje agudo en el campus de la novedad arrolladora. Y esto es lo que sucede en la secuencia escultórica de procedencia extranjera en el primer tercio del siglo XVIII, que introduce un tipo muy particular de concepción, de repente, contrarrestando todo lo anterior, causando un efecto liberador y estimulante. Se articula el paso de una escultura controlada por el iconologismo postridentino que sirve a la devoción colectiva, a una plástica comprometida en la reconquista de una interpretación profana literaria, portadora de valores alegóricos, éticos e intelectuales, que se sirve de la fábula erótica para reconocer algún que otro principió de moralidad.La Antigüedad, compleja y variada, permitió elegir con flexibilidad y libertad. Y en contiendas entre lo clásico y lo barroco, los escultores franceses invitados por Felipe V a la corte española pusieron en marcha una serie de transformismos en los que se reconocen en España las aplicaciones de una nostalgia ovidiana. Mientras las especializaciones de las escuelas de escultura locales evolucionan al curso de sus propios estímulos, se penetra en un mundo profano de sutiles interpretaciones, en el mundo íntimo y secreto de los dioses del Olimpo, en los temas ocultos y en la oscuridad de sus misterios, en un mundo de emoción y de lógica, penetrante de sensualidad.Con él cambiaron las categorías del placer estético. Las figuras, como protagonistas de un reino perdido en el tiempo, sustituyen la completa enciclopedia eclesiástica por la elegancia de los mitos, por el paganismo, que desde la cima del barroco nos hace volver los ojos a la etapa renacentista. Algo entusiasmante y conmovedor, destinado a flotar por encima de la emotiva religiosidad española, inspiraba a la nueva escultura española. El campo exacto de su extensión no está resuelto ni determinado, pero su configuración en el mundo de la Corte fue tan determinante que subraya su extrema categoría, obviamente convertida en el símbolo de un profundo y trascendente cambio.Los emblemas representativos de esta tendencia se fijaron especialmente en los talleres de Valsaín, donde se elaboró con virtuosismo la larga cadena de interpretaciones figurativas sobre la plataforma de la cultura clásica, los aspectos de su complicada poética. Era la forma de la escultura fundamentada en quimeras, las alegorías de las Ariadnas, la floreciente juventud de los Apolos o el dulce candor de Diana. Fueron las fábulas, traducidas en términos figurativos entre niños rollizos y sonrosados, delfines y pegasos, el altivo Parnaso jugando entre idealización y fidelidad a la naturaleza, entre las formas de aventura peligrosa del barroco.La escultura dispersa por los escenarios de los jardines de La Granja de San Ildefonso es el eco del grand goût, de la teoría de Aresi cuando reclama que al artista "no le basta solamente el nacer... sino que es menester el hacerse como el orador". Coherente y adecuado, el género artístico de La Granja arrastra consigo el sugerente mundo del arte literario en un acercamiento a la oratoria clásica. En el conjunto, el espectador se siente atraído hacia la órbita de cada grupo, en el que choca el impacto emocional, el realismo en el detalle, el punto álgido de la acción, las disposiciones complejas de planos y movimientos espaciales, las formas en espiral, las formas de un espacio continuo con el espectador que se estimula a caminar alrededor para alcanzar el significado de la acción. Son tableaux vivants tridimensionales y vivos a modo de un teatro sobre el decorado del fondo del jardín. Se siente la impresión del color a través de la apariencia marmórea, la impresión del movimiento a través de las extremidades protuberantes y la diferenciación de texturas.