Busqueda de contenidos

contexto
Los desarreglos económicos en materia agrícola, industrial y comercial no dejaron de repercutir negativamente en la población. Los estudios de Vicente Pérez Moreda han demostrado que se recrudecieron durante el reinado de Carlos IV las crisis de sobremortalidad como consecuencia de las dificultades alimentarias de los noventa, si bien no fueron las crisis de subsistencia las que en mayor grado contribuyeron a mantener elevada la mortalidad. Enfermedades endémicas, como el paludismo, la viruela o el tifus, o enfermedades epidémicas nuevas como la fiebre amarilla, que en 1804 afectó simultáneamente al interior de la Meseta y a las costas del sur y del sureste, tuvieron una gran incidencia durante el tránsito del siglo XVIII al XIX; el balance de los avances logrados en el XVIII para mitigar la mortalidad fue, por tanto, pobre. En la década de los ochenta el paludismo sobrepasó el ámbito litoral mediterráneo, donde era endémico, y afectó a Castilla la Nueva y posteriormente a Extremadura, sin que la quina lograra sustituir como terapia a remedios tan tradicionales e ineficaces como las sangrías o la ingestión de refrescos. A fines de la centuria, todavía la mortalidad infantil afectaba a un 25 por ciento de los nacidos en el primer año de vida, ocasionada por la falta de higiene, alimentación deficiente o enfermedades, y este porcentaje aumentaba hasta el 35 por ciento antes de los siete años, alcanzando porcentajes superiores al 80 por ciento en las inclusas donde se depositaban los niños expósitos, como ha señalado Carlos Álvarez Santaló. Una esperanza de vida de tan sólo 27 años, frente a los 25 años del siglo XVII, es suficientemente expresiva de la modestia que habían alcanzado las transformaciones operadas en los mecanismos demográficos en el Setecientos español, donde pervivían muchos elementos propios del ciclo demográfico antiguo.
contexto
Precisamente, el papel que desempeña la ciudad en la articulación económica de Hispania en el período altoimperial puede observarse en su dimensión demográfica. La evaluación de la población hispana durante este período presenta enormes dificultades, derivadas de la pérdida de las correspondientes bases censales elaboradas periódicamente por la administración imperial. Tan sólo en casos concretos, Plinio el Viejo nos ha transmitido algunos datos referidos a las poblaciones del Noroeste, que debemos considerar, debido a sus fuentes de información, como correspondientes al principado de Augusto. De esta forma, conocemos que la población libre del Conventus Asturum alcanzaba los 240.000 hombres; la del Conventus Lucensis 166.000; y la del Conventus Bracaraugustanus, 285.000. Aunque estos datos constituyen un punto de referencia, la posibilidad de proyectarlos al resto de Hispania se ve limitada por las peculiaridades del poblamiento del Noroeste. Otros procedimientos utilizados para realizar aproximaciones al volumen demográfico de las provincias hispanas durante el Alto Imperio están constituidos por la importancia de las necrópolis y especialmente por la extensión del área urbana, estimando que se puede aceptar la relación de 300 habitantes por Ha. que se aprecia en zonas del Imperio intensamente urbanizadas. Los resultados obtenidos con tales procedimientos se caracterizan por la amplia oscilación en el cómputo global de la población, que va desde los tres millones y medio a los trece millones que alcanzaría la proyección de ciertas estimaciones realizadas para la Meseta; un volumen demográfico tan alto es difícilmente aceptable, ya que implica suponer que Hispania se encontraba durante los dos primeros siglos de nuestra era tan poblada como a principios del siglo XIX; de ahí, que normalmente se estime que la población global pudo oscilar entre tres millones y medio, propuestos por A. Balil, y los cinco millones que defendiera K. J. Beloch. Pese a las imprecisiones, resultan de gran interés la extensión de las superficies de las ciudades hispanas y su posible proyección en número de habitantes, ya que nos pueden aproximar gráficamente a la definición del fenómeno urbano en la Hispania altoimperial mediante la correspondiente valoración de la relación entre la población urbana y la población rural. Poseemos datos sobre un número importante de centros urbanos hispanos; en la Betica, el perímetro urbano de Carmo (Carmona) tiene 49 Ha., el de Italica 30, Corduba 40; en la provincia Tarraconense la capital Tarraco contaba con 40 Ha., Caesaraugusta con 30, Uxama 30, Pompaelo 50, Termes 20, Barcino 12 y Lucus Augusti entre 10 y 9 Ha., en la Ulterior Lusitania, el área delimitada para la fundación de Emerita constaba de 26-28 Ha., que se desarrolla con posterioridad hasta alcanzar las 84 Ha., en los últimos siglos del Imperio, mientras que el municipio de Capera (Ventas de Cáparra, en los alrededores de Plasencia) tenía 17 Ha. La mera contemplación de estos datos ofrece resultados paradójicos, presentes, por ejemplo, en el hecho de que la extensión de Pompaelo supere la de la capital provincial, y subraya las dificultades existentes a la hora de delimitar el área romana dentro de los cascos históricos de las ciudades de la Península Ibérica. La proyección demográfica de tales datos con la ratio anotada adolece de conclusiones parecidas, que se deben además a las dificultades de delimitación dentro del perímetro murario del área habitada y de la ocupada por los monumentos de índole administrativa o religiosa. Con estas salvedades, los 18.000 habitantes que se le adscriben a Tarraco, los 25.000 a Emerita en su período de mayor auge, los algo más de 20.000 de Corduba, los 9.000 de Italica, 3.000 de Conimbriga o 18.000 de Caesaraugusta, son ilustrativos de las dimensiones de las ciudades urbanas y de la desproporción de la población que las habita en relación con la del mundo rural. Semejante desequilibrio perdura durante el Alto Imperio y en líneas generales se acentúa en la Tardía Antigüedad; no obstante, durante los siglos I y II d.C. se observa la existencia de un movimiento migratorio hacia determinados centros urbanos, que se documenta epigráficamente de forma especial en las capitales de las provincias, lo que se explica en el contexto de las carreras políticas de las elites locales, cuya continuidad exige el desplazamiento a los centros urbanos administrativamente superiores. También, la acentuación del proceso de municipalización estimuló el mismo proceso emigratorio; su proyección se ha querido ver en la disminución de los centros que Ptolomeo recoge en el siglo II d.C. en comparación con los datos que Plinio el Joven nos ofrece sobre centros urbanos y pueblos, procedentes de comienzos del Principado. Las ciudades hispanas no sólo se alimentan de población emigrada de dentro de la Península Ibérica; la documentación epigráfica también constata la presencia en múltiples ciudades hispanas de individuos procedentes de distintas zonas del Imperio de condición esclava, libre y ciudadana; la emigración de estos últimos viene estimulada por las necesidades de la administración imperial, pero también por las posibilidades económicas de rápido enriquecimiento que ofrece la explotación de los recursos naturales hispanos, que ya habían atraído desde los inicios de la conquista a importantes contingentes de población itálica. Concretamente, en Tarraco se constata la presencia de diversos individuos procedentes de ciudades africanas, que logran alcanzar determinado reconocimiento social; la existencia de comerciantes sirios y asiáticos se documenta en Malaca, mientras que en Barcino y en Tarraco se documenta la presencia de emigrantes de la Galia y de Britania vinculados al comercio o a las legiones romanas. También la emigración desde Centroeuropa se proyecta hacia las provincias hispanas, como recientemente se ha constatado en el nuevo diploma militar descubierto en una villa del municipio cesariano de Obulco (Porcuna), correspondiente a un veterano de la escuadra de Rávena originario de Panonia Inferior, que emigra desde su lugar de origen a la Betica. En este proceso emigratorio, el mayor porcentaje corresponde a Italia debido a la especial intensidad de las relaciones políticas y económicas. De cualquier forma, la importancia que adquiere esta emigración externa en la conformación demográfica de las ciudades hispanas debe considerarse como irrelevante y su interés se cifra fundamentalmente en su carácter indicativo de las relaciones económicas o de la articulación administrativa.
contexto
Como ya dijimos anteriormente, ser blanco era más un término definido por oposición, que una cualificación en sí. Era no ser negro, ni indio, etc. En algunos lugares amparaba incluso a los mestizos. Ser blanco constituyó una categoría social privilegiada, de la que se beneficiaban incluso quienes no tenían recursos económicos, como los pobres de solemnidad, que podían lograr de la Audiencia favores como tener una casa, una sepultura digna, etc. Fundamentalmente, los blancos eran los peninsulares y los criollos. No hay forma de conocer cuánto representaba cada uno de estos grupos, pero el primero de ellos era muy pequeño. Posiblemente no sobrepasaba el 1,5% del total de los blancos, ocupando los criollos el 98,5% restante. En México, una de las principales zonas de emigración peninsular, había unos 15.000 para una población blanca de un millón. Los españoles de Hispanoamérica sumarían, así, unos 250.000 a fines de la colonia. Tampoco hemos podido contar con una estadística veraz de la población española emigrada a América durante el siglo XVIII. La media obtenida de los catálogos de pasajeros es de unos mil por año, a los que se añadirían otros tantos llegados ilegalmente. La Corona tuvo una política migratoria hacia zonas fronterizas (Antillas, Banda Oriental, Florida, Texas), para evitar que fueran ocupadas por los extranjeros, pero se vio frenada por la misma necesidad de repoblar zonas vacías de la Península. Los emigrantes peninsulares a Indias no procedían del sur, como antaño, sino de las regiones septentrionales (gallegos, cántabros, navarros y vascos) y de Canarias. Los isleños tenían la llamada contribución de sangre, que les obligaba a enviar cinco familias por cada 100 toneladas que exportaran a América y hasta un máximo de mil toneladas (50 familias cubrían todo el cupo), pero difícilmente pudieron remitir más de 25 familias por año. Desde 1718 hasta 1765, no pudieron emigrar más que 984 familias con un total de 4.922 personas, lo que arroja un balance anual de poco más de cien personas. Durante la segunda mitad del siglo, bajó aún más la migración peninsular, incorporándose los catalanes al flujo migratorio. A los peninsulares se sumaban algunos extranjeros (franceses, ingleses, portugueses, alemanes, etc.) que emigraban ilegalmente, nacionalizándose luego. Los españoles ocupaban los cargos administrativos y militares (también la alta jerarquía eclesiástica) y eran los comerciantes encargados del tráfico exterior, así como algunos mineros. Estos adquirieron una situación privilegiada durante el último cuarto del siglo XVIII: entroncaron con las familias nobiliarias y compraron títulos. Los criollos constituían la mayoría blanca y se clasificaban por la posesión de bienes. Una parte de ellos accedió a los títulos nobiliarios o de órdenes de caballería por compra, pero su alto prestigio social procedía más de la posesión de riqueza (que les había permitido adquirir tales títulos) que por la nobleza adquirida. La Corona sacó grandes beneficios de este anhelo ennoblecedor. Sólo en el Perú vendió 70 títulos a lo largo del siglo. Algunos de estos nobles constituyeron además mayorazgos, sacando la Corona otro buen pellizco por tales concesiones. En 1795 se gravaron los mayorazgos con el 15%. Los criollos aumentaron su riqueza como consecuencia del aumento del tráfico internacional y de la producción minera. Invirtieron en tierras (haciendas y plantaciones), que sufrieron una gran valorización durante la centuria, y pudieron formar grandes latifundios cuando se remataron las posesiones de los jesuitas expulsos, que adquirieron a precios de saldo (aparte de su bajo valor, se dieron a plazos). También poseyeron las minas y parte del sector comercial. La oligarquía terrateniente criolla era totalmente urbana. Vivía en grandes mansiones de la capital, rodeadas de esclavos domésticos y con enorme ostentación. Sus mayorales y mayordomos manejaban las tierras agrícolas o ganaderas. Durante este siglo, se produjo un enorme distanciamiento de las urbes respecto al medio rural. Las capitales eran inmensos hormigueros frente a los pobladores rurales de 100 ó 200 vecinos. Caracas tenía 31.721 habitantes, Santa Fe de Bogotá 18.161, Buenos Aires 24.083 y Quito 23.727, por citar sólo algunos casos de relativa relevancia. La política borbónica de desplazar a los criollos de la alta burocracia indiana, sustituyéndolos por peninsulares, produjo enorme descontento en este grupo. Muchos graduados de las universidades americanas veían cerradas sus posibilidades de colocación, convirtiéndose en una masa ociosa de licenciados y doctores enemistados con las autoridades peninsulares, en las que veían a sus antagonistas. El problema se acentuó cuando empezaron a circular ideas enciclopedistas y la Corona facilitó el acceso de la población de color a algunos oficios (las Gracias al Sacar de 1795, permitieron a los "pardos" ostentar cargos públicos, matrimoniar con blancas, acceder a la educación y a las órdenes sagradas) a cambio de pagar determinados derechos. La oposición de los Cabildos a estas medidas refleja, en definitiva, el punto de vista criollo sobre el particular. A fines de la colonia, se calibraba el grado de aceptación de las grandes autoridades administrativas indianas (virreyes y gobernadores) por su inclinación al bando criollo (lo que les enfrentaba con los peninsulares) o al bando español (lo que les enfrentaba a los criollos). Pese a esto, no debe olvidarse que los criollos no formaban un bloque homogéneo, y se encontraban divididos por intereses regionales. Muchos de ellos odiaban más a los criollos capitalinos que a los mismos españoles, como se comprobó pronto en las guerras de emancipación.
contexto
Durante el Bajo Imperio, las diferentes provincias romanas acogieron grupos poblacionales de muy diverso origen. El incremento fue todavía mayor cuando aparecen los numerosos grupos bárbaros. En el caso de la gens gothorum, encontramos individuos de diferente origen y condición que se habían sumado a ellos y formaron parte de su ejército. Específicamente entre los visigodos hallamos amalos, ostrogodos y algunos elementos primitivos no godos. La heterogeneidad del mapa poblacional del antiguo Imperio romano se hace patente también en la Península Ibérica. La población de Hispania integraba, además de romanos y visigodos, otros grupos bárbaros como suevos, alanos y vándalos, aparte de las comunidades de origen oriental, como griegos, judíos y sirios, sin olvidar los africanos. Las diferencias, perceptibles esencialmente a través de la administración, de la vida cotidiana y de sus creencias religiosas, fueron desapareciendo a medida que existió una mayor convivencia que se vio favorecida también por la supresión de la ley que impedía unir en matrimonio a los miembros de los diferentes grupos. En las páginas que siguen intentaremos definir las características esenciales de los contingentes poblacionales de la Península, estableciendo las diferencias o semejanzas entre unos y otros, aunque en los restantes capítulos que componen esta obra se encontrará información complementaria, referida sobre todo a los dos grupos más numerosos que son los visigodos y los romanos.
contexto
Entendemos por población oriental aquella compuesta por individuos de origen sirio y griego, aunque trataremos también en este apartado la llegada de población procedente del norte de Africa. Para el estudio de estos diferentes grupos sociales, tanto las fuentes textuales como las arqueológicas y epigráficas son muy parcas y la literatura histórica actual arrastra una serie de tópicos ya clásicos en la historiografía. El conjunto de datos que se poseen no permiten en realidad aportar conclusiones generales. Así, por ejemplo, de la presencia de una inscripción en griego, no podemos deducir que en el lugar de hallazgo existiese una comunidad de origen oriental. Teniendo en cuenta estas puntualizaciones y la problemática planteada en el capítulo sobre el comercio mediterráneo, expondremos a continuación algunas de las particularidades de la población oriental y africana. Estas comunidades orientales y africanas fueron floreciendo a partir del Bajo Imperio. Eran núcleos que vivían esencialmente en los enclaves urbanos con puertos marítimos o fluviales de la Tarroconensis, Carthaginensis y de la Baetica, existiendo también algunos documentos puntuales en la Lusitania. El mayor número de documentos para reconstruir la presencia de comunidades de origen oriental lo encontramos por tanto en la costa mediterránea y en el sur de la Península. Entre los núcleos conocidos por el momento destacan ciudades como Narbo (Narbona) al norte de los Pirineos, Tarraco (Tarragona) y Dertosa (Tortosa) en la costa de la Tarraconensis, Ilici (Elche) y Carthago Spartaria (Cartagena) en el litoral de la Carthaginensis. En lo que a la Baetica se refiere existieron varias comunidades importantes situadas en la costa como son Malaca (Málaga) y Carteia y en el valle del Guadalquivir aparecen los importantes grupos de Hispalis (Sevilla) y Corduba (Córdoba), sobre los que volveremos, además de Astigi (Ecija). Por último, en la Lusitania deben ser mencionadas Emerita Augusta (Mérida), Myrtilis (Mértola), Olisipo (Lisboa) y Turgalium (Trujillo). A estas comunidades de origen oriental, la bibliografía actual les otorga el nombre de colonias puesto que estaban dedicadas fundamentalmente a las actividades comerciales establecidas con el Oriente mediterráneo y el norte de Africa. Las relaciones comerciales, la llegada de diferentes productos (tejidos, particularmente las sedas y el lino, además de marfiles, papiros, algodón, vidrios, púrpura, especies, etc.), a la vez que la onomástica reflejada en la epigrafía, son en este sentido muy esclarecedoras. Cabe resaltar, también, que debido a que se trata de comunidades dedicadas al comercio, en muchos casos la localización se superpone a la de las comunidades judías, puesto que éstas estaban también, frecuentemente, dedicadas a actividades similares. Sin embargo, tal como veremos, se conocen mucho mejor los núcleos de población judía que los de origen oriental. Por otra parte, algunos autores han querido identificar a los monetarii, profesionales dedicados a la acuñación de moneda, con individuos de origen oriental, establecidos en los núcleos urbanos que hemos ido citando. Si bien es cierto que existen ciudades que fueron cecas durante todo el reino visigodo, como por ejemplo Tarraco (Tarragona), Caesaraugusta (Zaragoza), Hispalis (Sevilla), Corduba (Córdoba), Emerita Augusta (Mérida) y Toletum (Toledo), también lo es que existieron otras muchas cecas, en las que en ningún momento se han detectado comunidades de origen oriental. El rasgo característico de la población oriental es, por tanto, su actividad comercial, pero existe otro también importante para comprender las grandes diferencias existentes entre los hispanorromanos, los visigodos y los orientales. Nos referimos a la religión. Estas comunidades siguieron practicando el paganismo, marcado por la idolatría, las supersticiones, la magia y la adivinación. Aunque las prácticas paganas no fueron exclusivas de estos grupos poblacionales, sino que también se detectan en enclaves donde la romanización había causado menos impacto. Así, destacaron hasta tiempos muy tardíos, por su residuo de paganismo, algunas zonas poco permeables, como por ejemplo la Gallaecia y el territorio de los vascones. Cabe también señalar que si bien desde el punto religioso existían claras diferencias entre los grupos poblacionales, a nivel legislativo, las comunidades orientales no quedaban diferenciadas de los romanos, aunque sí de los visigodos. Anteriormente decíamos que Hispalis (Sevilla) era una de las ciudades donde se detecta una comunidad de origen oriental existente, al menos ya, desde el siglo III d.C. Efectivamente, Hispalis fue uno de los enclaves con abundante presencia de individuos orientales y judíos todos ellos dedicados al comercio, a la vez que existía una importante comunidad cristiana -que se remonta a los principios del cristianismo de la Baetica- protegida por sus dos mártires Justa y Rufina. Recordemos que éstas fueron martirizadas en época de Diocleciano por enfrentarse a la comunidad oriental siria el día de las fiestas dedicadas a las divinidades sirias Adonis-Salambó. El auge del cristianismo y la presencia martirial, con todo lo que ella comporta, no eliminó la colonia de origen oriental que detentaba en Hispalis la actividad comercial. Otra de las comunidades orientales importantes, junto con Hispalis y Astigi (Ecija), a las que hacíamos alusión, se situó en Corduba (Córdoba). La presencia de estos orientales se vio favorecida por un activo comercio debido a la ruta fluvial del Baetis (Guadalquivir). Griegos y sirios están documentados ya desde antiguo, pero su testimonio se hace particularmente relevante a partir del siglo V d.C. Sin embargo, hemos de resaltar que la mayor comunidad oriental se hallaba en Emerita Augusta (Mérida), puesto que tanto las Vitas sanctorum patrum Emeretensium como las inscripciones inciden sobre este respecto. A Mérida llegaban los productos venidos de Oriente y comercializados, con mucha seguridad, por mercaderes orientales. El obispo Paulo era médico de profesión y de origen griego; hasta él llegó un grupo de mercaderes de su país que traían como empleado a un muchacho, Fidel, que resultó ser el sobrino del propio Paulo y su sucesor en la sede episcopal. Por otra parte, durante el exilio de Masona, ocupó su lugar Nepopis, nombre de origen egipcio. En otro orden de cosas y pasando ya a la población africana, existieron durante toda la época romana abundantes relaciones entre Hispania y las diferentes provincias de Africa. Estos contactos los conocemos esencialmente gracias a las relaciones comerciales que se establecieron entre ambas costas y la llegada de variados productos, como por ejemplo sarcófagos y cerámicas. La creación en el norte de Africa de un nuevo reino -el vándalo- tras la toma de Cartago el 19 de octubre del año 439, ocasionó, entre otros muchos fenómenos, abundantes migraciones y exilios. El territorio ocupado por los vándalos se extendió por la Proconsular, la Bizacena y la parte noroeste de la Tripolitania. El reparto de tierras establecido por Genserico obligó a huir a una gran parte de la población, incluidos los propietarios de grandes extensiones de tierras dedicadas a la explotación agrícola y ganadera. A estos exiliados pertenecientes a la población civil se sumaron también algunos elementos de las jerarquías eclesiásticas. La mayoría de refugiados se dirigieron hacia Numidia y la Mauritania Cesariana. Otros se refugiaron en Italia, Oriente e Hispania. Nuevas oleadas de refugiados se sucedieron con la subida al trono de Hunerico y particularmente a partir del año 481 a causa de la inestabilidad provocada por la sucesión monárquica. El flujo de refugiados africanos fue continuado incluso durante el dominio bizantino, particularmente a mediados del siglo VII, cuando la presión musulmana era cada vez más fuerte. El conjunto de datos que sobre esta problemática se tiene es de orden histórico, pero en nada ayuda la arqueología. El establecimiento de estos recién llegados nos es desconocido, pero es probable que se refugiaran en núcleos urbanos donde la pluralidad poblacional era efectiva, y no en enclaves de difícil acceso o poco romanizados. Dos episodios pueden aducirse sobre la presencia de estos refugiados, uno de las citadas Vitas de Mérida, donde llega un tal Nanctus, que viaja desde Africa a la Lusitania y termina por presentarse en la basílica de Santa Eulalia. El otro es el famoso pasaje de Ildefonso de Toledo en su De viris illustribus (III) sobre el monje Donato: "Donato, monje por vocación y devoción, se dice que había sido discípulo de cierto eremita en Africa. Este, al darse cuenta de que la violencia de los pueblos bárbaros amenazaba y teniendo un gran temor por la dispersión de las ovejas y los peligros de la grey de los monjes, se trasladó a Hispania por transporte marítimo, con aproximadamente setenta monjes y muchos códices literarios".
contexto
Tenemos constancia de que, en algunas áreas ibéricas, los pequeños estados se organizaban de modo que unas comunidades extraían beneficios de otras que tenían la condición de dependientes. Respondía a un modelo antiguo de dependencia muy extendido en el mundo colonial griego del período arcaico así como en el ámbito territorial de Cartago. Cuando el historiador Polibio relata la revuelta de los mercenarios en Cartago a raíz de la I Guerra Púnica, nos dice que algunas comunidades norteafricanas dependientes pagaban al Estado cartaginés hasta un 50 por ciento de sus ingresos. Nosotros venimos entendiendo que, en el texto del decreto de Emilio Paulo referido a la torre Lascutana (189 a.C.), la población de Lascuta era dependiente de la de Hasta, servi Hastensium. Del propio Asdrúbal se refiere que sofocó una revuelta de Cartagena en la que mató a 8.000, apresó a 2.000 y a los restantes los redujo a esclavitud para que pagasen un tributo, según Diodoro (XXV, 10); pero nadie podía pagar un tributo si no disponía de la posesión de unos bienes, lo que se corresponde bien con una forma de servidumbre comunitaria. A partir de la conquista romana, esta forma de dependencia tiende a desaparecer frente al avance progresivo de la implantación de la esclavitud. Ahora bien, la mención de unos dependientes de poblaciones urbanas, oppidanorum servi, que figuran entre las tropas pompeyanas de Hispania y otras pocas referencias permiten pensar que aún quedaban restos de esa modalidad de servidumbre comunitaria a fines de la República. El relato de los autores antiguos sobre la muerte de Asdrúbal en el 221 a.C. ha sido objeto de discusión. Para Marco, el asesino era un esclavo que quería vengar la muerte de su dueño; otras expresiones del relato permiten sostener que se trataba de un devotus, un dependiente vinculado por decisión propia a otro. En todo caso, nos consta que había esclavos en muchas ciudades ibéricas y no sólo servidumbre comunitaria. Así, en la toma de la ciudad de Cissa por Escipión el 218 a.C., el ejército romano se apropió de esclavos como parte de su botín de guerra (Livio, XXI, 60, 8). A raíz de la toma de Sagunto, su población fue vendida por toda Hispania (Livio, XXVIII, 39). Y hay otros testimonios semejantes.
contexto
"Interrumpida por la conquista la obra natural y majestuosa de la civilización americana, se creó con el advenimiento de los europeos un pueblo extraño, no español, porque la savia nueva rechaza el cuerpo viejo; no indígena, porque se ha sufrido la ingerencia de una civilización devastadora, dos palabras que, siendo un antagonismo, constituyen un proceso; se creó un pueblo mestizo" (José Martí, Los Códigos Nuevos, 1877). Es una hermosa forma de expresar una, quizá la principal, consecuencia de la colonización española de América: la nueva configuración étnica que resultará del intenso proceso de mezcla de pueblos pertenecientes a tres grandes troncos raciales (mongoloide, caucásico y negroide, según su orden de llegada al continente) que durante miles de años habían vivido aislados. América dejará de ser una mera prolongación étnica de Asia, pero no para serlo también de Europa y de África, sino para hacer su propia síntesis racial y cultural creando un pueblo mestizo tan genuinamente americano que es lo que a la postre más va a definir a Nuestra América. Por otro lado, la más importante consecuencia negativa fue, sin duda, que esa nueva fase de poblamiento de América representada por la llegada y difusión de las razas blanca y negra, va acompañada (precedida, en el caso de los negros) de una fase de despoblamiento que contempla la drástica disminución de la población preexistente. Es decir, en último término se trata de un proceso de sustitución de poblaciones.
contexto
La Europa merovingia y visigótica vivió bajo el signo de la depresión demográfica heredada del Bajo Imperio. Algunos graves coletazos de peste que se han datado aún para los años 742-743, secuelas últimas de las oleadas que, desde unos siglos atrás, sacudieron a Inglaterra (664), Italia (hacia el 680) o la Narbonense (694). Desde mediados del siglo VIII sin embargo, se acostumbra a fechar un cierto enderezamiento demográfico que, se ha sugerido, posibilitó la restauración política impulsada por los primeros carolingios. Algunos estudios como los de P. Toubert para el Lacio, han avalado el auge del poblamiento desde comienzos del IX. Seguirá sosteniéndose a lo largo del siglo X a través de la "multiplicación de los puntos de población y la conquista de nuevos espacios agrícolas". La gran expansión, patente después del Año Mil, dispuso, así, de una buena plataforma de despegue. Se ha hablado de la inseguridad de los tiempos como de un factor retardatario para la recuperación demográfica. En efecto, regiones como las del Mediodía de Francia sufrieron una aguda crisis por ser frecuentemente campo de batalla entre cristianos y musulmanes o entre francos y poderes locales como el de la nobleza aquitana. Las segundas invasiones fueron menos graves que lo que los cronistas del momento pretenden. P. Toubert ha rebajado a la condición de epifenómenos las incursiones magiares o sarracenas sobre la Italia de los sucesores de Carlomagno. Las oleadas de bandolerismo (el de los latrunculi christiani) tienen en más de una ocasión un poder desestabilizador mayor. Por todo ello, hablar de recuperación demográfica para los siglos VIII al X es hablar de un fenómeno extraordinariamente irregular y nada fácil de verificar en su conjunto. La Europa de Carlomagno sigue siendo un continente muy pobremente poblado. Para un millón largo de kilómetros cuadrados los cálculos más prudentes dan entre 15 y 18.000.000 de habitantes. La densidad, por tanto, estaría también entre los 15/18 habitantes por kilómetro cuadrado. Apreciación demasiado ilusoria ya que enormes extensiones de tierra están prácticamente vacías de hombres. La desigualdad en la distribución parece notable. Slicher van Bath ha establecido una escala que sitúa en el nivel superior a la región de París con 35 habitantes por kilómetro cuadrado; el segundo escalón lo facilitaría el Westergoo con 20; el tercero entre nueve y doce sería el de Frisia o Inglaterra; y el más bajo, entre cuatro y cinco, lo daría la zona del Mosela. Datos, como se ve, que no afectan más que a la Europa al Norte del Loira y que, además, muestran profundas diferencias entre regiones cercanas entre sí. Estos cálculos resultan tanto más ilusorios si tenemos en cuenta que, hasta hace poco, han sido resultado de la explotación casi exclusiva de algunos testimonios -muy valiosos, evidentemente- a los que resulta falaz abordar con criterios actuales. Por ejemplo, hablar de densidad de población en París y su región (la mejor dotada) es hablar de datos extraídos de la lectura del "Políptico" del abad Irminón de la abadía de Saint-Germain-des-Près. La densidad deducible es la más alta y permite hablar de un incremento de la población en la región entre los siglos VI y VIII. Sin embargo, como ha observado G. Duby, estos datos optimistas sólo son válidos para nudos de poblamiento, para islotes en los que los hombres tienden a agruparse y entre los cuales quedarían inmensos espacios vacíos... Aparte la inseguridad de los tiempos como factor comprometedor del equilibrio demográfico, es necesario tener en cuenta también otras circunstancias. En primer lugar, la fuerte mortalidad, especialmente infantil. Se ha calculado que representaría hasta un 40 por 100 del conjunto: de cada cinco difuntos uno lo es en edad inferior a un año y dos antes de los catorce. Entre los adultos son las madres jóvenes las más afectadas. La tasa de fertilidad se sitúa entre el 0,22 para las mujeres fallecidas antes de los veinte años y el 2,8 para las que llegan al final del periodo de procreación. El número de hijos por pareja en tiempos de Carlomagno -y siguiendo los datos del ya mencionado "Políptico" de Irminón- no supera los 2,7 en los mejores casos, siendo la media general ligeramente inferior a dos. Estos datos, si es que pueden hacerse extensivos al conjunto del Occidente, nos presentan una sociedad que, en torno al 800, tiene cierta tendencia a quedar bloqueada en sus posibilidades de expansión. Para los años siguientes (siglo IX y comienzos del X) algunos documentos borgoñones permiten hablar de un incremento de la población en torno a un octavo por cada generación. Pese a su carácter eminentemente estático, la sociedad de la Europa carolingia y otoniana presenció también algunos importantes desplazamientos de población. En su reborde meridional ibérico, el siglo IX conoce un proceso de colonización del valle del Duero y la vertiente sur del Pirineo. Iniciativas privadas y repoblaciones oficiales acabarían integrando estas tierras en los primeros conjuntos políticamente coherentes de la España cristiana. Distinto es el caso italiano en donde el incremento de población del siglo X acarrea un nuevo ordenamiento de los espacios habitados: es el llamado incastellamento resultado de la multiplicación de castelli levantados no sólo por razones defensivas sino también con ánimo de dominar un hábitat rural en vías de concentración. De empresa urbanística y de urbanismo aldeano ha calificado P. Toubert este fenómeno. Ello nos llevaría a preguntarnos ¿qué papel desempeña la ciudad en la Europa de los carolingios y sus epígonos? Bajo distintos nombres (urbs, civitas, castrum, burg... ) se conocen en la época aquellas aglomeraciones de población que son centros de poder político o eclesiástico, puntos de defensa o, en algunos casos, centros de intercambios comerciales. La contracción generalizada de la vida urbana en el Alto Medievo contó con algunos paliativos. Vendrán, por ejemplo, de la dinamización de algunos núcleos favorecidos por el poder político como centros de decisión lo fue Aquisgrán bajo Carlomagno, Worms para los otónidas y Oviedo -y más tarde León- para los monarcas hispano-cristianos occidentales. Vendrán del importante papel religioso como sedes episcopales o centros de peregrinación: Roma, aunque reducida urbanísticamente a un simple poblachón, seguía conservando mucho de su viejo prestigio. O vendrán -casos de la Italia del siglo X que han ilustrado Cinzio Violante o Pierre Toubert- del propio dinamismo de los grandes propietarios rurales (laicos o importantes abadías) interesados en extender a los centros urbanos sus circuitos de intercambios. Ciudades como Milán o Pavía se beneficiaron notablemente de este proceso. En último término, las propias necesidades defensivas pueden dar pie a la multiplicación de numerosos puntos de defensa (los boroughs ingleses, por ejemplo) que, a la larga, contribuyan a hacer más tupido el tejido urbano.