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Algunos estudios relativamente recientes, como sobre todo el de Mercader Riba, han puesto de manifiesto muchos aspectos positivos del reinado de José I, en contra de una historiografía tradicional, muy crítica con respecto a la labor del hermano de Napoleón. Entre esos aspectos positivos cabe destacar la labor legislativa llevada a cabo durante estos años y los esfuerzos del monarca para granjearse la simpatía de los españoles, sintonizar con sus costumbres y con su mentalidad. Entre su obra legislativa hay que señalar la abolición de los derechos señoriales, del voto de Santiago, de la Mesta, de las aduanas interiores y de todas las Ordenes Militares y civiles, a excepción del Toisón de Oro. Todas éstas fueron sustituidas por una sola orden, la llamada Orden Real de España, que la ironía popular bautizó inmediatamente como la Orden de la Berenjena, por el color violeta que poseía. Por el decreto del 18 de agosto de 1809 se abolían las órdenes religiosas masculinas y se concedía a los residentes en monasterios quince días para abandonarlos y vestir hábitos clericales seculares. Se ordenó a estos religiosos que regresasen a su lugar de nacimiento, donde recibirían pensiones. El Estado se haría cargo de sus propiedades y las vendería a particulares. A la hora de tomar esta decisión, debió estar presente en la mente de los legisladores la actitud que había tomado el clero regular en general frente a la invasión napoleónica, alentando a la resistencia a la población, e incluso sumándose en algunos casos a la rebelión. En el mismo día quedaron eliminados todos los Consejos, excepto el Consejo de Indias, así como los títulos de la nobleza, a la cual se le ordenó solicitar una nueva concesión, so pena de ser degradada. Otra de las medidas llevadas a cabo por el gobierno de José Bonaparte fue la centralización de la caótica administración española, a la que hizo más eficaz, mediante la racionalización de las funciones y la mayor dedicación de los empleados públicos. En lo que se refiere a la economía, eliminó leyes que obstaculizaban la libre circulación de mercancías y otras que suponían trabas e impedimentos para el desarrollo agrícola. Además, estableció un tribunal comercial y una Bolsa en Madrid. En cuanto a las circunscripciones administrativas, por un Real Decreto fechado el 17 de abril de 1810, se dividió al territorio español en 38 distritos, a los cuales se les denominó Prefecturas. Al frente de cada una de ellas, los Prefectos tendrían las facultades y la autoridad que anteriormente habían tenido los Intendentes del Reino. Esta división territorial fue de una extraordinaria trascendencia, pues al mismo tiempo que hacían más ágiles y eficaces las circunscripciones administrativas con el gobierno central, éstas dejaban traslucir las antiguas y tradicionales unidades territoriales existentes hasta entonces. En lo que respecta a la enseñanza, fomentó la creación de escuelas secundarias en las grandes ciudades e instó a la redacción de nuevos planes de estudio. Una de las principales preocupaciones del rey José fue el urbanismo, y de ahí que se esforzara por embellecer Madrid. Ordenó la demolición de muchas construcciones y apoyó la creación de plazas y de zonas ajardinadas en los nuevos espacios. De ahí que recibiera también el apodo de El Rey Plazuelas. Mejoró el sistema de alcantarillado y el sistema de traída de aguas de la capital. Otras ciudades, como Sevilla, con la construcción del mercado de la Encarnación, conocieron en estos años importantes transformaciones urbanísticas. A José le gustaban las diversiones y los espectáculos y durante su reinado se intensificaron las celebraciones y los espectáculos, y entre éstos, las corridas de toros. Las celebraciones religiosas cobraron esplendor y al nuevo monarca le gustaba presenciar las procesiones de Semana Santa y del Corpus. Participó incluso en la procesión del Corpus de Madrid, en junio de 1810, la cual fue presenciada por numerosos madrileños. Por la noche se celebró con ese motivo una fiesta en el Palacio Real que duró desde las ocho de la tarde hasta media noche. Su afición al teatro le llevó en numerosas ocasiones a presidir las representaciones que tenían lugar en los teatros madrileños, donde a veces era objeto de aclamaciones por parte del público. Asimismo le gustaba asistir a las óperas y operetas que se estrenaban en la capital. Pero también las otras ciudades españolas que se hallaban bajo el dominio napoleónico participaban de los festejos impulsados por los nuevos gobernantes. En Sevilla, la Catedral se convirtió en el centro de las grandes ceremonias organizadas por los ocupantes, sobre todo aquellas que tenían lugar con motivo del día de San José, festividad del nuevo Rey, y las del Emperador y su esposa. Había Te Deum con acompañamiento de las bandas militares y posteriormente se celebraban distintos juegos en los que participaba la población. Por la noche se tiraban fuegos artificiales "desde lo alto de la torre de Sevilla", y se celebraban bailes a los que eran invitadas todas las autoridades francesas y españolas. Todas estas actividades contribuyeron a granjear al rey José una cierta popularidad, pero ésta desapareció completamente cuando en febrero de 1810, el Emperador, pretextando que el sostenimiento del ejército francés generaba unos gastos muy elevados, creó cuatro gobiernos militares en Cataluña, Aragón, Navarra y Vizcaya, otorgándole a los generales que figuraban a su mando, jurisdicción civil y militar. Los impuestos recaudados en cada uno de ellos serían destinados al mantenimiento de las tropas. Esta medida suponía que la Monarquía española perdía de hecho los territorios situados al norte del Ebro. La protesta no se hizo esperar y el propio rey José marchó a París y amenazó a su hermano con abdicar si no ponía coto al extraordinario poder que adquirían los militares en España. Su debilidad y la autoridad que sobre él mantenía Napoleón, hicieron que José no tuviese más remedio que plegarse a esta disposición, aunque ello le restaba credibilidad ante sus súbditos españoles. Fue la falta de voluntad lo que le impidió adoptar una postura heroica ante su hermano para defender los intereses de España, por los que realmente estaba dispuesto a velar. Pero era incapaz de mantener una actitud frontalmente opuesta a la del Emperador, y por esa razón los generales franceses ignoraban sus órdenes y gobernaban de forma dura e implacable. Algunos de ellos, como el general Kellerman, vivían como un auténtico sátrapa, secuestrando y haciendo uso de los bienes y el patrimonio de los españoles que vivían en la zona ocupada por sus tropas. Fue esa actitud de los mandos del ejército napoleónico lo que más contribuyó a acentuar la hostilidad de los españoles hacia el rey intruso. Queda pues, como balance de su corto reinado, la buena disposición para realizar una serie de reformas necesarias en el país, que en realidad tenían una cierta continuidad con el programa del Despotismo ilustrado, y la escasa eficacia de la aplicación de estas reformas por una serie de circunstancias adversas, entre las que no carecían de importancia, la falta de apoyo por parte de los españoles, las dificultades impuestas por los generales del ejército de ocupación, o las mismas vicisitudes de la guerra, que mantuvieron a España en vilo hasta la expulsión del gobierno intruso.
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Las manifestaciones de júbilo popular que acompañaron la victoria frentepopulista aumentaron los temores del amplio sector de los españoles que habían votado a otras opciones. El miedo a una revancha política de la izquierda, a un desbordamiento de los cauces legales por la presión reivindicativa de las asociaciones obreras o, incluso a un golpe de tipo bolchevique a cargo de comunistas y socialistas, guió muchas de las convulsas actuaciones que se sucedieron en los días siguientes. Los dirigentes derechistas, estupefactos aún por las dimensiones de la derrota, intentaron frenar la entrega de poderes a los vencedores. Gil Robles, que ya en diciembre había pulsado la opinión de varios generales en torno a un golpe de fuerza, intentó sin éxito que Portela declarase el estado de guerra y anulara los comicios, gestión a la que se sumaron Calvo Sotelo y el general Franco. Este último, aún jefe del Estado Mayor del Ejército, se adelantó a dar las órdenes pertinentes a los mandos militares, pero fue desautorizado por el todavía jefe del Gobierno. El traspaso de poderes se hizo de forma irregular, temeroso Portela de que la dilación del trámite impidiese a los nuevos ministros refrenar los entusiasmos de sus votantes. Azaña aceptó el día 19 formar un Gobierno en el que, conforme a lo pactado con sus aliados antes de las elecciones, sólo entraron miembros de los dos partidos republicanos incluidos en el Frente Popular. La situación del nuevo Gobierno era bastante precaria. Los partidos representados en él no controlaban ni la cuarta parte de los escaños del Congreso y pese al abierto respaldo de socialistas y comunistas, su estabilidad no estaba totalmente garantizada al no haberse comprometido la izquierda obrera en la gestión del Ejecutivo y ser el del Frente Popular un programa mínimo, que no entraba en aspectos fundamentales de la obra de gobierno. Entre febrero y julio de 1936, el Gobierno Azaña primero, y el Gobierno Casares después, se esforzaron por desarrollar medidas que facilitaran el retorno a la política reformista del primer bienio, pero abordándola de un modo más decidido. El creciente deterioro del orden público, las escasas sesiones ordinarias celebradas a lo largo de la primavera y las primeras semanas del verano por las Cortes, muchos de cuyos diputados prestaban más atención a los enfrentamientos personales que a la tarea legislativa, y las tensiones surgidas entre los socios gubernamentales y no gubernamentales del Frente Popular, impidieron que cuando estalló la guerra civil se hubiera realizado gran parte de la labor proyectada. Aun así, los dos gabinetes frentepopulistas desarrollaron varias líneas de actuación. Apenas constituido el Gobierno Azaña, sus ministros hubieron de adoptar varias medidas de considerable alcance, cuya aplicación inmediata venía impuesta por el cumplimiento del programa electoral y por la presión popular. La más urgente era la amnistía, clamorosamente exigida en las masivas manifestaciones de los días siguientes al triunfo electoral, y que ya había conducido a la apertura de varias cárceles, con la consiguiente salida de delincuentes comunes. Sin esperar a la constitución de las nuevas Cortes, la Diputación Permanente de las anteriores, que se mantenía en funciones y respondía en su composición a la ya desaparecida mayoría de centro-derecha, aprobó el 21 de febrero la medida de gracia, que afectaba a unos treinta mil presos políticos. Un Decreto de 28 de febrero dispuso la readmisión de los trabajadores despedidos por motivos políticos o sindicales, a los que las empresas tendrían que indemnizar. Los Ayuntamientos vascos suspendidos a raíz de los sucesos de octubre de 1934, fueron repuestos en sus funciones. Otro punto del programa que no podía esperar era la puesta en pleno vigor del Estatuto de Cataluña, que los grupos del Front d'Esquerres deseaban realizar de inmediato. Tras la puesta en libertad de Companys y de sus consejeros, beneficiados por la amnistía, un Decreto de 1 de marzo autorizó al Parlamento autonómico a reanudar sus funciones y a reponer en sus cargos a los miembros del Consejo Ejecutivo de la Generalidad. Esta recuperó enseguida sus competencias anteriores al 6 de octubre de 1934 e incluso, en armonía con la nueva línea del Gobierno central, empezó a aplicar la polémica Ley de Contratos de Cultivo. El Ejecutivo regional negoció además la readmisión de miles de trabajadores despedidos a raíz de la Revolución de Octubre, lo que evitó una escalada de huelgas similar a la que se producía en otras zonas de la nación. Con ello, el problema catalán entraba en una nueva fase, marcada por una moderación de las exigencias de los catalanistas y un mejor funcionamiento de las instituciones autonómicas y de los mecanismos de mediación social, que contribuirían a la imagen, sólo parcialmente cierta, del oasis catalán, difundida por los nacionalistas en unos meses en los que la conflictividad social se convertía en una amenaza mortal para la convivencia civil del conjunto de los españoles. Las restantes medidas del programa gubernamental se dirigían a restaurar los proyectos reformistas alterados por los equipos ministeriales del segundo bienio. El 1 de marzo, coincidiendo con una gigantesca manifestación frentepopulista en Madrid, el Gobierno promulgó un Decreto disponiendo la readmisión de todos los trabajadores despedidos por causas políticas o sindicales. Y cuando, el día 15, comenzó a funcionar el nuevo Parlamento -para cuya presidencia fue elegido Martínez Barrio- la izquierda estuvo en condiciones de seguir legislando las reformas. No obstante, la discusión de las actas parlamentarias, sumamente prolija y apasionada, ocupó a los parlamentarios hasta el 3 de abril y como las sesiones se suspendieron por la elección de presidente de la República hasta el 15 de ese mes, fue muy poco el tiempo que dispuso el Congreso, antes del estallido de la guerra civil, para adoptar iniciativas legislativas. El tema agrario era prioritario, ya que amenazaba con provocar graves conflictos sociales en el campo si no se abordaba con rapidez. A los pocos días de las elecciones, unos ochenta mil campesinos andaluces, manchegos y extremeños, convocados por la FNTT, se lanzaron a ocupar las fincas de los que habían sido desalojados en el invierno de 1934-35. Se producía así un hecho consumado, que obligó al Ministerio de Agricultura a adoptar las medidas oportunas para volver a poner en vigor la legislación del primer bienio. Por Decreto de 28 de febrero, el Gobierno anuló los procesos de desahucio de colonos y aparceros, salvo cuando hubiera falta de pago, y el 3 de marzo, otro Decreto devolvió a los yunteros extremeños el arrendamiento de las tierras que habían ocupado durante el primer bienio en virtud del Decreto de Intensificación de Cultivos de 1932, que el Ministerio de Agricultura restableció en su plenitud el día 14. Un Decreto de 20 de marzo amplió a todo el territorio nacional la extensión de tierras disponibles para la reforma, dio vía libre para expropiar temporalmente con indemnización fincas declaradas de utilidad pública en virtud, extraña paradoja, del artículo 27 de la Ley de contrarreforma del año anterior -la ley Velayos- y autorizó la extensión de la medida a las tierras de pastos. En ese mes de marzo se amplió mucho el volumen de tierras distribuidas, asentándose a 71.919 campesinos, en gran medida yunteros extremeños, sobre unas 232.919 ha. Según datos del Instituto de Reforma Agraria, en el mes de julio habría ya asentados 114.343 campesinos, sobre 573.190 ha. El 19 de abril, presentó en las Cortes el ministro de Agricultura, Ruiz-Funes, cinco proyectos de Ley, tres de los cuales fueron discutidos en las semanas siguientes. El más urgente era el de Revisión de desahucios de fincas rústicas, que recogía los términos del Decreto ministerial de 20 de marzo, en virtud del cual se reponían en el derecho de explotación de la tierra a los arrendatarios y aparceros desahuciados en virtud de la Ley sobre contratos de arrendamiento, de marzo de 1935. La Ley, que suscitó duros debates, fue aprobada el 30 de mayo, con la abstención de los diputados derechistas. El segundo proyecto, aprobado por las Cortes el 11 de junio, fue la derogación de la Ley de Reforma de la Reforma Agraria de agosto de 1935 y la puesta en vigor de la Ley de Bases de 1932, a la que se añadieron las especificaciones del reciente Decreto de 20 de marzo. Ruiz-Funes llegó a presentar un tercer proyecto a la Cámara, una Ley sobre rescates y readquisición de tierras comunales, que pretendía la reintegración del antiguo patrimonio comunal de los municipios rurales, rectificando así parte de la obra desamortizadora del siglo XIX. Pero el proyecto, que hubiera debido ser debatido en la primera mitad del mes de julio, quedó relegado ante la gravedad de la situación política, y lo mismo sucedió con otros dos, una Ley sobre adquisición de propiedad por arrendatarios y aparceros y una nueva Ley de Bases de la Reforma Agraria, que ni siquiera llegaron al Congreso. La política militar ya no la desarrollaba Azaña, sino uno de sus antiguos colaboradores, el general Masquelet. Entre sus primeras medidas figuraba una combinación de mandos que intentaba alejar de los centros de poder a los generales más proclives al golpismo: Goded fue destinado a la Comandancia militar de las Baleares, Franco a la de Canarias y Mola a la guarnición de Pamplona. Otros antiazañistas significados, como Orgaz, Villegas, Fanjul y Saliquet, quedaron en situación de disponibles y fue detenido López Ochoa, de intachable historial republicano, pero que había actuado a las órdenes del general Franco contra la rebelión de los mineros asturianos en octubre de 1934. Por lo demás, el Ministerio de la Guerra retornó a la línea reformista del primer bienio. El triunfo del Frente Popular suponía el retorno del enfrentamiento entre el Estado y la Iglesia católica. Sin embargo, por lo menos en un primer momento, el conflicto pareció haber perdido virulencia, e incluso el Vaticano dio el placet a Zulueta, el embajador rechazado en 1931. Quedaba pendiente la cuestión de la sustitución de la enseñanza confesional, conforme establecía la Ley de Congregaciones, pero hasta el 2 de mayo, ya con el Gobierno Casares, no se adoptó la primera medida legal, con un Decreto estableciendo patronatos provinciales que estudiaran la rápida sustitución de los docentes religiosos por personal interino laico. A finales de ese mes, se decretó el cierre provisional de los colegios de la Iglesia. En el terreno educativo, el Gobierno adoptó otras medidas que no podían sino disgustar a la derecha y al clero. Se restableció la coeducación en las aulas, se habilitó presupuesto para dotar 5.300 nuevas plazas de maestros estatales y se completó la transferencia de las competencias estatutarias sobre educación a la Generalidad catalana.
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En los terrenos fundamentales en los que desarrolló su acción de gobierno, Kruschev fue tan activo y trabajador como imprevisible y, en ocasiones, desgraciado en lo que respecta a los resultados conseguidos. Así se aprecia, en primer lugar, en relación con la política económica. En materia agrícola, terreno en el que sus éxitos en Ucrania parecen haber contribuido de forma poderosa a su promoción política, Kruschev testimonió una ambición espectacular que sólo parcialmente concluyó en éxitos efectivos. Muy pronto hizo pública su voluntad de conquistar para la agricultura las "tierras vírgenes" de Kazajstán en el Asia Central y del Sur de la Siberia rusa. De hecho, bajo la responsabilidad de Breznev, quien con el paso del tiempo habría de ser su sucesor, se cultivaron veinticinco millones de hectáreas pero inmediatamente se planteó el problema de la sequedad y de la erosión del suelo, lo que hace pensar que la planificación inicial no había tenido en cuenta todos los datos objetivos. Determinado a conseguir en la URSS unos resultados parecidos a los de la agricultura norteamericana, Kruschev hizo una enérgica defensa del cultivo del maíz destinado al ganado y también en este terreno parece que se obtuvieron buenos resultados iniciales. En lo que probablemente se erró fue en las sucesivas reorganizaciones del sistema de cultivo colectivo y, más aún, en las transformaciones sucesivas de los "koljoses", que acabaron por desorganizar la maquinaria productiva. El máximo de la producción agrícola se logró en torno al año 1958 y desde 1963, un año antes de que fuera relevado, se debió recurrir a la importación de trigo desde el exterior. En realidad, sólo un sistema que tuviera en cuenta el provecho individual resultaba válido para fomentar la explotación agraria y para llegar a poder satisfacer la demanda existente. La política industrial de Kruschev fue tan decidida como la agrícola, pero en este terreno, sin embargo, debió tener más cuidado por el temor a los militares soviéticos que de ninguna manera querían poner en peligro la supremacía concedida a la industria pesada. Puede ser éste el origen de lo sucedido con Zhukov, a quien hemos visto desempeñando un papel importante en el ascenso de Kruschev y que fue nombrado miembro del Presidium, pero acabó siendo expulsado de él durante un viaje a Albania. El impulso dado por Kruschev a la política industrial se hizo especialmente patente cuando en 1958 desplazó a Bulganin del cargo de primer ministro. Esos años coincidieron con los éxitos muy visibles a partir de 1957 en lo que respecta al desarrollo de la carrera espacial con el lanzamiento del primer satélite oficial y la posterior colocación del primer hombre en el espacio (Yuri Gagarin en 1961). La realidad es, sin embargo, que la industria espacial, estrechamente ligada con la militar, aunque ofreciera esta apariencia positiva no representaba el verdadero estado del conjunto de la economía soviética. Lo que le perjudicaba a ésta, después de una industrialización masiva y compulsiva utilizando desde el poder el peso del terror, era el sistema organizativo en que se basaba. El mero hecho de que el acento de la producción dejara de insistir tan exclusivamente en la industria pesada y trasladara el énfasis a la de consumo tuvo como consecuencia la creación de nuevos ministerios y la consiguiente complicación burocrática. A partir de 1960, las ventajas obtenidas en este tipo de industrialización a base de voluntarismo empezaron a disminuir. Se plantearon, en efecto, problemas de calidad en los productos elaborados y también los derivados de la necesidad de corregir perpetuamente la planificación. En la evolución económica del mundo, el predominio pasó a otro campo industrial distinto del acero y el carbón -los plásticos, la electrónica, las industrias del hogar y consumo, la informática...- cuando parecía que Occidente iba a ser alcanzado en el campo -industria pesada- en que la competencia se había desarrollado hasta el momento. La crisis del sistema industrial soviético era sistémica aunque por el momento pocos lo hubieran señalado. La mejor prueba de ello la encontramos en el hecho de que no pocos sociólogos, incluso liberales como Raymond Aron, tendieran a aceptar no sólo una semejanza en el volumen de la producción, sino incluso una convergencia entre los sistemas de organización social. Pero en realidad, ya a mediados de los sesenta, pese a todas las apariencias, el sistema económico soviético había llegado hasta el máximo de sus posibilidades. No obstante, durante el liderazgo de Kruschev claramente mejoró la voluntad de satisfacer por parte del Estado los intereses sociales de los ciudadanos soviéticos. Durante este período, en efecto, se establecieron diversas medidas como, por ejemplo, la fijación de una edad de retiro relativamente temprana para hombres y mujeres, la mejora de las condiciones de trabajo con una reducción importante de la jornada laboral, la modificación de las condiciones de vida de la mujer y del campesinado y, en fin, se duplicó -al menos, en las cifras oficiales- el número de los metros cuadrados accesibles a los ciudadanos en lo referente a la vivienda urbana. Pero, siendo todos estos datos una realidad objetiva, al mismo tiempo la presentación que hizo de ellos augurando la inmediata victoria del comunismo sobre el capitalismo no correspondió mínimamente a la realidad. La pretensión de que se alcanzarían las mismas cifras de producción en carne, leche o mantequilla por habitante que en los Estados Unidos o que se superaría en productividad industrial a este país carecían por completo de fundamento. Un aspecto muy interesante de la política interna de Kruschev es el que se refiere a su política cultural y a sus relaciones con los intelectuales. La desestalinización produjo, por vez primera en la Historia de la URSS, la aparición de algo semejante a una opinión pública, especialmente entre los medios culturales que, por lo menos en una etapa inicial, estuvieron claramente al lado del líder soviético. En 1962, la censura permitió la aparición de Un día en la vida de Ivan Denisovich, de Alexander Solzhenitsin, que revelaba la tragedia de los campos de concentración. También se publicó la obra poética de Ajmatova y la ensayística de Amalrik. En todos estos casos, se elevó el nivel de tolerancia para los discrepantes con respecto al sistema político vigente. Al final de la era Kruschev, se puede decir incluso que había nacido una cultura de disidencia. Pero él rompió muy pronto con las novedades intelectuales. En una exposición de arte abstracto, acabó diciendo que lo haría mejor que el pintor en cuestión "un asno con la cola". Muy pronto, el Gulag desapareció de entre los temas tratados por la literatura y Solzhenitsin ya no pudo publicar más en la URSS. En este período, también tuvo lugar la primera eclosión de la literatura clandestina -samizdat-, acompañada por sanciones y por las primeras reivindicaciones del movimiento en pro de los derechos civiles. Todo este mundo tenía muy poco que ver con Kruschev y la mejor prueba de ello es que muy pronto fue condenado a permanecer al margen de la legalidad pero al menos el líder soviético, que no entendía el olvido del realismo socialista o de la exaltación de la época revolucionaria, discutió con él, algo que hubiera sido inconcebible en la época de Stalin pero también en la de Breznev. La política exterior de Kruschev se caracterizó por su carácter movido e imprevisible que, por un lado, le hizo rozar, más que en ninguna ocasión anterior, el peligro de un auténtico holocausto nuclear. Sin embargo, un fondo de buena intención y de realismo le llevó a evitar en última instancia esa catástrofe al mismo tiempo que se tomaban las primeras medidas en relación con el empleo del arma nuclear. Su diplomacia fue habitualmente militante y agresiva: en sus declaraciones, podía ser ingenioso y espontáneo, pero también era vulgar y nada prudente. El método habitualmente utilizado por Stalin no dejaba de tener semejanzas con el suyo, al fundamentarse en amenazas exageradas destinadas a intimidar, pero que a veces concluían en retrocesos efectivos. Cuando les decía a los dirigentes capitalistas que "les enterraremos" o que "el final de su sistema era cuestión de tiempo" era sincero pero provocaba una inmediata reacción antagónica. El ejemplo más característico del carácter contraproducente de muchas de las actitudes de Kruschev estuvo constituido por su visita a la ONU en septiembre de 1959, que causó una impresión por completo contraria a la que había querido, cuando se dedicó a golpear con su zapato su pupitre, para protestar de la intervención de un dirigente occidental. Desde el punto de vista de los propios intereses de la URSS, el resultado de sus iniciativas -y de su gestión en general- fue mayoritariamente negativo. La política extranjera de Kruschev partió de un movimiento comunista internacionalista unido tras la URSS y concluyó con un Estado soviético humillado por el otro grande y con una real fragmentación del movimiento comunista que resultó ya irreversible, aunque por el momento no lo pareciera. Los tres problemas que tenía la política exterior de la URSS derivaban de sus relaciones con China, Alemania y los Estados Unidos. China era demasiado grande como para aceptar el predominio de la URSS, por más que ésta hubiera sido el origen de la revolución comunista. En estos momentos, además, iniciaba una etapa de grandes experimentos que nacieron de forma autónoma y que nada tuvieron que ver con la experiencia soviética. Mao, por otro lado, venía a ser ya el decano del comunismo y era imposible que aceptara lecciones de terceros, sobre todo cuando estaba en cuestión el mantenimiento mismo de la línea impuesta por Stalin, a pesar de que éste había hecho muy poco por ganarse a los comunistas chinos. De esta manera, el conflicto de la URSS de Kruschev con China da la sensación de haber sido inevitable. Pekín acusaba a la URSS de ser reformista y Kruschev a ella de "escupirle" con el maltrato y de parecer demasiado confiada en que su volumen demográfico le evitaba cualquier peligro cierto sobre el destino de la revolución. En 1962, consciente de que era imposible un acuerdo, Kruschev retiró todos sus consejeros de China y las relaciones entre los dos países no volvieron a ser las mismas. El movimiento comunista quedó, por tanto, en una situación de bicefalia acompañada de frecuentes disputas sobre cuestiones fundamentales. Buena parte de los reproches de la China de Mao a Kruschev nació como consecuencia de los deseos de éste por lograr la normalización de las relaciones con la Yugoslavia de Tito. Este intento puede ser considerado como un testimonio del leninismo ingenuo de Kruschev, como si bastara con la buena voluntad de los dos líderes comunistas para cicatrizar la herida anterior. Pero la voluntad de autonomía del líder yugoslavo se vio ratificada por el éxito que había tenido al negarse a aceptar las órdenes de Moscú. En 1955, por vez primera un dirigente soviético -el propio Kruschev- visitó Yugoslavia sin que, como consecuencia, se produjera un cambio significativo en la situación. En la práctica, Tito se convirtió en una de las cabezas del tercermundismo, sin alinearse con la URSS en el escenario internacional, y ello a pesar de que Kruschev mantuvo una política de atracción con respecto a los países árabes que recibió amplio apoyo en su país. En cambio, respecto a los restantes países de la Europa del Este parece haber mantenido una actitud mucho más dura como era lo habitual en la época del estalinismo. Lo prueba no sólo la intervención militar en Hungría sino también la presión militar sobre el polaco Gomulka cuando estaba reunido con la propia dirección soviética. En relación con Alemania, problema inevitable para los soviéticos tras la guerra, Kruschev amenazó con que o bien se firmaba un tratado de paz definitivo o bien los soviéticos lo suscribirían con la Alemania Oriental y, a continuación, le cederían la soberanía sobre las vías de acceso a Berlín, lo que supondría asfixiarla o provocar un conflicto irreversible con Occidente. En realidad, no llegó a entender nunca por qué los norteamericanos no querían aceptar unas fronteras que consideraba irreversibles. Probablemente, Kruschev no pensaba más que en lograr una moneda de cambio que le hubiera dado la capacidad de controlar el supuesto deseo de los norteamericanos de dar el arma atómica a la Alemania Federal. No era así, pero al menos consiguió que la Alemania del Este controlara su propia frontera, aun con la vergüenza de tener que evitar que sus ciudadanos la abandonaran de forma voluntaria. Pero la forma en que planteó sus exigencias y, sobre todo, el hecho de que permitiera que sus aliados alemanes elevaran el Muro de Berlín agravaron de manera muy considerable las relaciones entre Occidente y Oriente. Pero si con ello se pudo producir una Guerra Mundial, esta realidad resulta todavía más evidente en el caso de Cuba que puede ser descrito como una arriesgada partida de póquer en que la apuesta era una guerra nuclear. Con respecto a los Estados Unidos, la URSS estaba en manifiesta inferioridad en materia nuclear y relativa a los misiles. Kruschev -que en todos los terrenos veía como algo inevitable la existencia de una competición entre el capitalismo norteamericano y el comunismo soviético y que no concebía otra negociación que, desde la fuerza- quería llegar a lo más parecido a la paridad y encontró en la instalación de los misiles en Cuba el procedimiento menos costoso y más rápido para lograrlo. En agosto de 1961, uno de los dirigentes cubanos intentó convencerle de proclamar el carácter marxista de la revolución y, al mismo tiempo, recibir la solidaridad militar soviética. Sin embargo, en un segundo momento, la decisión fue adoptada por la URSS sin ni tan siquiera consultar previamente a Castro, que tuvo tan sólo que ratificar la decisión tomada allí, tal y como reveló Kruschev en la segunda parte de sus memorias. Gromyko, en la discusión previa que concluyó con esta decisión, afirmó que llevar los misiles soviéticos a Cuba causaría grandes problemas, pero el líder soviético rechazó cualquier discrepancia al respecto. El transporte de los misiles y de varias decenas de miles de soldados fue denominado Operación Anadyr, nombre de una región ártica, para ocultar el destino de los envíos y sólo diez personas estuvieron informadas por completo acerca de su contenido y finalidad. Kruschev estaba informado día a día y se entrevistó hasta dos y tres veces por semana con Malinowsky, el responsable militar de la operación. Se pensaba instalar 50.000 hombres y sesenta misiles, de los que cuarenta y dos ya estaban emplazados en Cuba cuando se produjo el bloqueo, aunque no estuvieran aún montados en su totalidad. A partir de un determinado momento, toda la dirección soviética estuvo informada y aprobó el proyecto, cuyo resultado se planeaba revelar en el momento en que los misiles estuvieran instalados por completo. No obstante, a pesar de lo arriesgado de la operación en términos de prestigio e incluso desde el punto de vista personal, Kruschev supo dar marcha atrás cuando percibió el peligro de un desenlace bélico. Las cartas que por entonces envió a Kennedy fueron probablemente más personales que las que recibía del presidente norteamericano. En cambio, la población soviética ni siquiera fue informada de que se había corrido el peligro de un auténtico holocausto nuclear, pero la dirección del partido fue consciente de que el desenlace no había sido demasiado positivo para la URSS. Cuando Kruschev fue expulsado del poder, una parte de la acusación consistió en decir que se había arriesgado mucho y que finalmente había cedido también mucho. Los fracasos parciales de Kruschev, tanto en política externa como en la interior, explican que a partir de 1961 arreciaran sus dificultades, problema que trató de solventar a base de promesas de futuro y una nueva oleada de desestalinización. El programa del PCUS, aprobado en el Congreso del verano de ese año, fue considerado como la transición hacia el comunismo y la desaparición de la dictadura del proletariado. La URSS iba a crecer en su producto industrial a un ritmo del 10% anual y en diez años llegaría a lograr la productividad de la economía norteamericana. En 1980, llegaría a superar a los Estados Unidos en PIB, de tal manera que la generación más reciente contemplaría el paso hacia un "porvenir radiante" que supondría la superación de la dictadura y el comienzo de una nueva etapa histórica, en que cada uno recibiría del Estado de acuerdo con sus necesidades. Se hizo, en concreto, la promesa de que los alojamientos y los transportes serían ya gratuitos en este momento. Además, en este Congreso se inició una nueva oleada de desestalinización. Stalin solucionaba sus problemas a base de purgas y terror, pero Kruschev utilizó el recuerdo de ambas. Se hizo público, por ejemplo, el papel relevante que algunos enemigos del secretario general habían jugado en la represión estalinista. Respondiendo a una petición de la organización del partido en Moscú, los restos de Stalin abandonaron el mausoleo de Lenin para pasar al Kremlin bajo una capa de hormigón, mientras que sus estatuas desaparecían de los lugares públicos. Se habló incluso de la posibilidad de elevar un monumento en honor de los ejecutados por Stalin, un propósito que luego reapareció en tiempos de la "perestroika". Pero estas medidas resultaban superficiales y epidérmicas, frente a una realidad de fondo consistente en la consolidación del poder de una clase dirigente, crecientemente conservadora y encastillada en sus privilegios. De todas las propuestas, tan constantes como improvisadas, de Kruschev, la que preocupó más a quienes estaban en el poder fue la de que los miembros de la burocracia del partido -"apparatchik"- perderían su "status" adquirido, que en la práctica era vitalicio. De acuerdo con lo aprobado en el Congreso citado, el Comité Central sería renovado en los meses sucesivos al menos en un 25%, mientras que en el Presidium -o Politburó, como antes se había denominado- no podrían producirse más que tres reelecciones sucesivas. El poder del líder quedaba de esta manera asentado con firmeza, pero el de la clase dirigente estaba en peligro, al menos en lo que atañe a su carácter permanente. En la práctica lo que, por este procedimiento, se introducía era un sistema de rotación en el poder que iba a resultar inaceptable para la dirección soviética. Parece que hubo también algún proyecto constitucional que, al menos en lo que respecta a su contenido escrito -se llevara a cabo o no- hubiera podido acentuar esta sensación de reforma peligrosa para los dirigentes. Pero en el fondo, éstos mantenían sólidamente en sus manos el poder efectivo. En el momento de la caída de Kruschev, el partido tenía 11.7 millones de miembros y había incrementado su afiliación en aproximadamente un 50%. En un principio, Kruschev parece que quiso, dentro de su habitual tono populista, conseguir que la afiliación fuera proletaria, pero en la práctica sólo el 4% de los obreros eran miembros del PCUS, mientras que pertenecía a él un 25% de la "intelliguentsia". En la URSS, todo el que aspirara a puestos de responsabilidad debía ingresar en el partido antes de cumplir los treinta años. Quedaba así generada una clase dirigente burocrática que, en la posterior generación, careció ya del ímpetu revolucionario de Kruschev y que tendió por tanto a arrellanarse en un conformismo conservador. Esta fórmula fue la que triunfó en la etapa de Breznev. Los intereses de esa clase eran amenazados de forma directa por Kruschev, quien así multiplicó el número de sus enemigos.
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Los gobiernos republicanos dispusieron de un margen de actuación escaso en materia económica y aplicaron una política que casi todos los autores califican de conservadora. La izquierda heredó las dificultades hacendísticas de los últimos tiempos de la Dictadura y, enfrentada a una fuerte recesión, no tuvo tiempo ni medios para llevar a la práctica las transformaciones que demandaba su programa de reformas. El centro y la derecha, que gobernaron con una situación económica más favorable, intentaron compatibilizar una actuación ortodoxamente liberal con una elevada cota de protección sobre los sectores empresariales más afectados por la crisis. En líneas generales, los equipos económicos se mostraron preocupados por estabilizar los precios y equilibrar el presupuesto, conforme a pautas deflacionistas, así como por garantizar el tipo de cambio de la peseta, frenando su "deshonrosa" depreciación. Remedios clásicos y nada audaces que poco tenían que ver con los planteamientos de Keynes o con los modelos intervencionistas que aportaban en aquellos momentos el New Deal norteamericano y los fascismos europeos. El creciente endeudamiento del Estado convirtió en obsesiva la idea de cuadrar el presupuesto de ingresos y gastos. A partir de 1930 y, sobre todo, desde 1933, las autoridades renunciaron a sostener una política expansiva y centraron su atención en la reducción del déficit público. Desde Argüelles a Chapaprieta, pasando por Prieto y Carner, los ministros de Hacienda buscaron presupuestos de liquidación, que corrigiesen lo que se consideraba despilfarro de la Dictadura y permitieran reorientar las prioridades del gasto público. Uno de los mayores problemas lo planteaba el peso que tenían los gastos no productivos -defensa, clases pasivas, Deuda- que llegaron al 58 por ciento del total y que eran difíciles de reducir sin lesionar intereses muy amplios y arraigados. Además, la crisis afectó pronto a la recaudación de tributos y el superávit de 50 millones obtenido con los recortes de 1930 se convirtió en un déficit de 189 millones al año siguiente. El desarrollo de los programas generales de gobierno introdujo las lógicas variaciones en la política económica que, sin embargo, fueron menores de lo que podía esperarse de las fluctuaciones de mayorías parlamentarias. Al margen de las grandes líneas de la política de Hacienda, los gobernantes republicanos buscaron aplicar la iniciativa pública a la mejora del sistema productivo y al reforzamiento de las estructuras comerciales, aunque sin interferir en la libertad de empresa. Ello condujo a la creación de entidades de coordinación como la Comisión Mixta del Aceite, el Instituto para el Fomento del Cultivo del Algodón, el Comité Industrial Sedero o la Junta Naranjera Nacional. Y también mereció la atención de los responsables económicos otro tema pendiente: la política hidráulica. Inspirados por el ministro de Obras Públicas, Indalecio Prieto, y por su colaborador el ingeniero Manuel Lorenzo Pardo, se lanzaron en 1932-33 diversos proyectos, como la Ley de Obras de Puesta en Riego, destinada a crear zonas de regadío en Andalucía. Pero su meta más ambiciosa era el Plan General de Obras Hidráulicas. Prieto pretendía transformar las Confederaciones Hidrográficas en Mancomunidades ligadas por vínculos económicos y controladas por el Estado. Dentro de este plan, el equipo del Ministerio trabajó en la construcción de pantanos, como el de La Maya, en Salamanca, o el del Portillo del Cíjara (Badajoz), destinado a dar agua al campo extremeño, y en un proyecto de trasvase entre el Tajo, el Júcar y el Guadiana, cuyas aguas abastecerían al pantano de Alarcón y permitirían riegos regulares a las tierras de labor de Levante y de La Mancha. Pero el plan demandaba grandes cantidades de dinero y mucho tiempo -unos veinticinco años- y la República no dispuso ni de lo uno ni de lo otro. En otro orden de cosas, el ministro de Agricultura, Giménez Fernández, presentó en 1935 una Ley de Patrimonio Forestal del Estado, que buscaba proteger y aumentar el rendimiento de las superficies boscosas. Pero éstas y otras iniciativas -cuya bondad se demostraría bajo el franquismo- se vieron frustradas, igual que otras medidas reformistas, por las carencias presupuestarias y por la falta de continuidad que imponía a la planificación económica la inestabilidad crónica de los equipos gubernamentales.
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Es imprescindible conocer cuáles fueron las líneas fundamentales de la Dictadura en el terreno económico y social, puesto que de ellas dependió la sensación existente entre un sector de la sociedad española de que el régimen había tenido un balance positivo, aparte de que el talante con que Primo de Rivera abordó su actuación en estas materias resulta en sí mismo muy revelador respecto a sus propósitos. A diferencia de lo que les sucedió a sus predecesores y a quienes le siguieron en los años treinta, Primo de Rivera se benefició ampliamente de una situación de auge económico que era común a todas las latitudes y que él mismo no había contribuido a crear: eran los felices años veinte. La labor del Dictador en esta materia fue motivo de controversia. Un liberal conservador como el duque de Maura la calificó de "incongruente y con afán de megalomanía", siendo una reedición española del despotismo ilustrado sin más aditamento que algún que otro perfil entre fascista y soviético. De forma similar pensaron los responsables económicos del gobierno Berenguer. La Dictadura centró su propaganda en sus logros económicos que, junto con la solución del problema de Marruecos, constituyeron el aspecto más positivo de su gestión. Se realizó un gran esfuerzo por aumentar la renta nacional y mejorar su distribución, fundamentalmente a base del incremento en los gastos públicos. Ha llegado a afirmarse que el régimen primorriverista fue un precedente directo de la política económica que, inspirada en Keynes, serviría a muchos países de Europa occidental para hacer frente a la crisis de los años treinta. La política económica llevada a cabo por el general Primo de Rivera tuvo sus luces y sus sombras, pero estuvo claramente vinculada con un nacionalismo regeneracionista que presidió toda su labor de gobierno. Un último aspecto de su política económica fue la intervención estatal, que no partía de nada parecido al socialismo sino de un sentimiento nacional de características un tanto arbitristas. Este conjunto de tesis de política económica se concretó en dos actuaciones complementarias destinada, la primera, a combatir los efectos de la crisis y, la segunda, a ejercer además una acción de reactivación, también basada en unos propósitos regeneracionistas. Producto de lo primero fue la estructura corporativa y de carácter consultivo creada para regir la economía española, las medidas de protección de la industria nacional, la creación del Monopolio de Petróleos o la actuación en Telefónica; en cambio, la mejora de las comunicaciones y la política hidráulica formaban parte del plan destinado a la reactivación económica. En 1924 se creó el Consejo de Economía Nacional, del que dependía un Comité Regulador de la producción industrial y sin cuyo permiso no podía instalarse ninguna nueva industria. Se favoreció el proteccionismo frente al exterior y se restringió la competencia. En junio de 1927 se creó CAMPSA (Compañía Arrendataria del Monopolio de Petróleos), cuyo proyecto de creación se remontaba a 1917. Su fin primordial consistía en aliviar las necesidades presupuestarias y ocuparse de la compra de yacimientos, transporte y refinos. Hubo otro terreno en el que la Dictadura estuvo muy lejos de cualquier fiebre nacionalizadora: la Compañía Telefónica tenía mayoría de capital de la ITT, que era la única capaz de proporcionarle los recursos tecnológicos. Fue ésta la causa de que Primo de Rivera moderara su nacionalismo respecto a ella. En las obras hidráulicas es donde fue más visible la política económica de reactivación. Aquí también Primo de Rivera se inspiró en proyectos anteriores. Fue el ingeniero aragonés Lorenzo Pardo, próximo a los círculos que seguían a Joaquín Costa, quien ideó la creación de las Confederaciones Hidrográficas destinadas al aprovechamiento integral (energético, de riegos y de transporte) de las cuencas fluviales para así asegurar los riegos ya existentes y, en corto plazo, triplicarlos. Un aspecto importante de la reactivación económica de la Dictadura fueron las vías de comunicación. En 1926 el conde de Guadalhorce creó el Circuito Nacional de Firmes Especiales, que, bajo la dirección de un Patronato, realizó unos 7.000 kilómetros de carreteras. En lo que respecta a los ferrocarriles, la Dictadura inició el camino del intervencionismo mediante el Estatuto de julio de 1924, que también tiene sus antecedentes en disposiciones que habían sido pensadas durante el período constitucional. Con respecto a los programas de construcción, la Dictadura sólo cumplió una pequeña parte de sus proyectos originarios y, además, hubo de sufrir las críticas por supuesta inmoralidad en las concesiones. El proyecto de financiación de la política del gasto público fue la emisión de Deuda, que con frecuencia se dedicaba a un propósito concreto. Fue la Deuda el gran motor de la expansión industrial. En cambio, con relación a la financiación no se recurrió a una política fiscal avanzada, que habría sido fundamental no sólo desde el punto de vista económico sino también social. Cuando Calvo Sotelo fue Ministro de Hacienda insinuó un plan que pretendía convertir los impuestos del producto en impuestos sobre la renta, aumentar los relativos sobre las rentas no ganadas con el trabajo o las tierras mal cultivadas y los sucesorios, extender el Monopolio, etc. Pero su labor fue muy limitada y los verdaderos problemas no fueron atacados a fondo. El efecto de la política económica llevada a cabo por Primo de Rivera sobre la producción industrial fue bueno a corto plazo. Durante este período se pasó del índice 84 al 141 y los incrementos más significativos fueron en hulla, cemento, electricidad, industrias químicas y siderometalúrgicas; en otros apartados industriales como, por ejemplo, la industria textil el crecimiento fue menor. El sector más pudiente de la sociedad española fue el mayor beneficiario del desarrollo industrial. También en estos años se produce la conversión de la banca española (sobre todo la madrileña, el Hispano y el Español de Crédito) en una banca nacional, a la vez que se consolida la banca oficial como el Banco de Crédito Local y el de Crédito Industrial así como de las Cajas de Ahorro. La modestia de las transformaciones sociales contrastaba con los logros de la política económica y ponía en peligro las posibilidades de desarrollo de la industria textil, pero al final de la década eran patentes otras limitaciones del modelo económico dictatorial. El déficit presupuestario podía ser enmascarado, algo no infrecuente en la historia del presupuesto español pero, además, el desequilibrio de la balanza de pagos produjo unas consecuencias muy negativas, ya que aumentó las importaciones y disminuyó las remesas de los emigrantes. En cuanto a la política social, Primo de Rivera tenía opiniones convencionales y paternalistas y, desde luego, nunca pretendió llevar a cabo una transformación radical de tipo social. El general prometió a los sectores obreros una actitud de paternal intervención. No es casual este calificativo paternal, ya que si existe un rasgo que pueda caracterizar al régimen dictatorial es precisamente su voluntad tutelar y paternalista. En abril de 1924 se creó un alto órgano consultivo, el Consejo Nacional de Trabajo, Comercio e Industria, y poco después el Instituto de Reformas Sociales, que había jugado un importante papel, quedaba integrado en el Ministerio de Trabajo. La obra social de la Dictadura se debe al Ministro de Trabajo Eduardo Aunós. En agosto de 1926 apareció el Código de Trabajo, que pretendía ser el primer elemento de una nueva codificación de tipo social más amplia, pero que no llegó a realizarse por completo. El régimen dictatorial no sólo recopiló disposiciones anteriores sino que también promulgó algunas nuevas, como la creación del Tesoro del Emigrante y la Dirección General de Emigración, en septiembre de 1924, la aprobación del subsidio de familias numerosas en junio de 1926 y el seguro de maternidad en 1929. Pero lo más brillante de la labor social de la Dictadura, a la vez que lo más discutido, fue la organización corporativa a partir de los comités paritarios. Fue creada en noviembre de 1926 y en el prólogo de la disposición que la vio nacer se afirmaba que respondía a "un pasado español tan lleno de grandeza como de enseñanzas". En España la idea corporativa se basaba en el sindicato libre, pero, a diferencia de lo que era la tesis católica, éste estaba tutelado y condicionado por el Estado, según la definición del Ministro Aunós. Por tanto, aunque manteniendo un tipo de inspiración distinta del fascismo, no se identificaba sin embargo totalmente con la tesis católica. El comité paritario era la célula primaria de la organización corporativa; el segundo peldaño lo constituían las comisiones mixtas provinciales y, finalmente, los consejos de la corporación de cada oficio eran el órgano superior. La representación de patronos y obreros eran igual en cada peldaño y la labor presidencial era ejercida por una persona nombrada por el Gobierno. La organización corporativa creada por Primo de Rivera fue ampliamente criticada, a veces sin fundamento. Los sectores conservadores consideraban que la representación estaba dominada por el partido socialista y por ello la criticaban, pero esto no fue siempre así y, cuando lo fue, era inevitable. En buena medida, fue la organización corporativa la responsable de que existiera una paz social durante la Dictadura de Primo de Rivera. La reforma del Código Penal, realizada en septiembre de 1928, no prohibió las huelgas sino que limitó su aprobación a las que tuvieran un motivo estrictamente económico. Así, durante este período se redujo el número de huelgas. Los principales beneficios que obtuvo la clase obrera durante la Dictadura fueron más una consecuencia de la estabilidad en el empleo y de la extensión de la seguridad social que de una mejora en las condiciones de trabajo conseguida a través de la negociación.
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Si en el país faltaban mecanismos eficaces para oponerse tanto a una agitación interior que tenía su origen en las dificultades económicas, como a la propaganda revolucionaria procedente del exterior, Floridablanca hubo de acentuar las posibilidades que ofrecía la Inquisición como instrumento de control social y político, consolidándose la alianza entre el Estado y el Santo Oficio. Mientras el Estado se encargaba de prevenir, los catorce tribunales de la Inquisición y sus comisarios pasaban a efectuar una mayor labor represiva de las "perversas" doctrinas. Para prevenir, el Estado tomó actitudes defensivas. Había que impedir el conocimiento en España de los cambios políticos que estaban teniendo lugar en Francia, y para ello fueron instaladas tropas a lo largo de la frontera al modo de como se disponían en la época los cordones sanitarios en los lindes de las poblaciones para evitar la propagación de una epidemia, pues según el propio Floridablanca la intención era formar "un cordón de tropas en todo la frontera de mar a mar al modo que se hace cuando hay peste para que no se nos comunique el contagio". Una medida que debía complementar las instrucciones aislacionistas anteriores fue la orden de que los periódicos oficiales, como la Gaceta de Madrid, no mencionaran los acontecimientos franceses. En las páginas de este diario, dependiente de la Secretaría de Estado, no se hizo mención alguna de la convocatoria de los Estados Generales, reunidos en Versalles el 1 de mayo, y en julio de 1789 la única noticia procedente de Francia considerada destacable fue la entrega por Luis XVI a un obispo del capelo cardenalicio. Posteriormente, estas medidas preventivas iniciales se completaron con la prohibición absoluta de publicar noticias o comentarios sobre Francia, tanto favorables como contrarias a la causa del absolutismo. La acción represora que tenía a su cargo la Inquisición centró su objetivo prioritario en un fenómeno inusual hasta entonces, al menos a tan gran escala: la propaganda revolucionaria, estudiada por Lucienne Domergue, que se veía acompañada de una inaudita curiosidad entre los españoles. La Inquisición calificaba a los revolucionarios de fanáticos de la libertad, tal era el afán proselitista que poseían. Proclamas destinadas a moldear la opinión pública, folletos, libros, periódicos y octavillas antimonárquicas y anticlericales en francés y relacionadas con Francia llegaron a España por los más variados medios desde los días posteriores al asalto de la Bastilla. El comisario de la Inquisición en San Sebastián informaba de esa precocidad y abundancia al señalar que los impresos y manuscritos que corren aquí desde el mes de julio son los correspondientes a los sucesos presentes de las revoluciones de Francia y su Asamblea general, para añadir a continuación que se ve inundada la ciudad de esta especie de papeles. Y en ocasiones se producían incidentes protagonizados por miembros destacados de la sociedad, como Manuel Acuña, un guardia de corps, que fue condenado a un año de cárcel por la provocación cometida en El Escorial el 6 de diciembre de 1794, cuando "se presentó con siete u ocho en un palco de la Comedia con gorros de la libertad y gritando ¡Viva la libertad! El Gobernador que estaba allí les quiso reconvenir y le enviaron claramente a la mierda". La curiosidad de la sociedad española ante los sucesos franceses se vio estimulada por la atracción que se sentía hacia lo prohibido, y que alcanzó no sólo a los grupos ilustrados de las ciudades, sino a pequeñas poblaciones, como lo prueban los incidentes reseñados por Gonzalo Anes en Torrecilla, en las proximidades de Santo Domingo de la Calzada, cuyos vecinos se manifestaron dando vivas a la igualdad y a la Asamblea, o en Brazatortas, en Ciudad Real, en que se desfiló por las calles al grito de ¡Viva la libertad! Desde el punto de vista de las relaciones exteriores, la situación de Luis XVI, a quien se consideraba un rehén en manos de los revolucionarios, aconsejaba dejar en suspenso el Pacto de Familia, lo que conllevaba el aislamiento internacional y la necesaria restructuración de la política exterior. La posibilidad de que la situación fuera pasajera se esfumó con la detención del rey en Varennes, tras su intento de fuga, en junio de 1791, lo que inclinó a Floridablanca a intervenir directamente en los asuntos franceses para restituir en el trono a Luis XVI. Dos decisiones del Secretario de Estado español tensaron las relaciones hispano-francesas hasta límites cercanos a la ruptura. Una fue el envío de una nota diplomática, fechada el 1 de julio, al conde de Montmorin, ministro de Relaciones Exteriores francés, para su traslado a la Asamblea Nacional, en la que justificaba la huida del rey por la falta de libertad en que se encontraba, y exhortaba a los franceses a reflexionar "bien detenidamente sobre la resolución que su soberano se ha visto en la necesidad de tomar; que remedien los duros procedimientos que puedan haberla motivado, y que respeten la dignidad eminente de su persona sagrada, su libertad, sus inmunidades y las de la familia real". La otra fue el proyecto de alianza con Austria, Prusia, Suecia y Rusia, una coalición que, de momento, no llegó a formarse por falta de acuerdo entre sus potenciales integrantes, entre los que Austria todavía confiaba en que el juramento de la Constitución por Luis XVI, aunque impuesto al rey, podía ser una tabla de salvación para la monarquía francesa. Ambas decisiones tuvieron un efecto contrario al deseado, pues fueron consideradas como gravemente hostiles hacia Francia y muy perjudiciales para la ya muy delicada situación de Luis XVI. La nota, leída en la Asamblea Nacional, provocó su repulsa por considerar que se trataba de una injerencia inadmisible en los asuntos internos de Francia, siendo aplaudida la declaración de un diputado que afirmó que las potencias de Europa sabrán que moriremos, si es necesario; pero que no permitiremos que intervengan en nuestros asuntos. Si bien Luis XVI fue repuesto en sus funciones, tras la jura por el monarca de la Constitución el 14 de septiembre de 1791, las elecciones para la Asamblea legislativa, reunida en octubre de ese mismo año, incrementaron el cariz radical de la política francesa y, por ende, los motivos de preocupación para Floridablanca. Los bienes de los emigrados fueron secuestrados, y el clero refractario deportado. Los girondinos hacían llamadas a la necesidad de efectuar un gran esfuerzo para exportar la revolución allende las fronteras de Francia. El pueblo español se presentaba como un pueblo oprimido e infeliz, al que los girondinos franceses querían ayudar a que conquistase la libertad y la felicidad, un pueblo de esclavos sometidos a un monarca que se negaba a convertir a sus súbditos en ciudadanos.
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Durante la segunda mitad de los años cincuenta el régimen de Franco completó el ingreso en los organismos internacionales. Al retorno a la Organización Internacional del Trabajo en 1956 se sumó el ingreso en la Organización Europea de Cooperación Económica y el Fondo Monetario Internacional. Sin embargo, el déficit democrático del Régimen impediría la entrada en organizaciones occidentales y europeas como la OTAN, el Mercado Común y el Consejo de Europa. Incluso la pertenencia a organizaciones internacionales como la OIT y la OECE (luego OCDE) no sería del todo cómoda dado el carácter tripartito (Gobiernos, empleadores y trabajadores) de la primera tribuna y la existencia de comités consultivos sindicales en la segunda. Pese a todo, a esas alturas, la dictadura había definido a través de los pactos con los Estados Unidos un "modus vivendi" peculiar con Occidente, manteniendo un nivel mínimo de intercambios bilaterales con los países europeos, iberoamericanos y árabes. Esto no quiere decir que no existieran limitaciones como pondrían de manifiesto, enseguida, el conflicto con Marruecos, la persistencia de una situación colonial en África y la política de liberalización y estabilización económica.
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Durante más de doscientos años España había ocupado un lugar de primer orden en la política internacional que los tratados de Utrecht y Rastadt vinieron a poner en cuestión. Ambos acuerdos supusieron una nueva correlación de fuerzas en el continente europeo. Sin duda, los británicos fueron los grandes beneficiados al imponer su teoría sobre el equilibrio continental, al ver la dinastía Hannover reconocida por Francia en perjuicio de los católicos Estuardo, al conquistar Menorca y Gibraltar adquiriendo así una mayor presencia en el Mediterráneo y al conseguir importantes concesiones en el comercio colonial, verdadero contencioso entre las potencias europeas, tales como las bases pesqueras francesas en América del Norte (Acadia y Terranova), el asiento de esclavos negros en dominios españoles y la concesión de un navío de permiso anual de quinientas toneladas, que en la práctica posibilitaba el encubrimiento del comercio con productos propios en el vasto mercado indiano. Por el contrario, las grandes perjudicadas fueron Francia y España. Aunque el país vecino conservaba casi intacto su territorio europeo, la paz firmada dejaba claramente explicitada la merma de su hegemonía y la imposibilidad de que un Borbón ciñera las coronas francesa y española. España por su parte fue la gran perdedora de su propio pleito sucesorio. Aunque Felipe V se consolidaba en el trono hispano, lo cierto es que acabó cediendo gran parte de su territorio europeo en favor de los austriacos (Flandes, Mantua, Milán, Nápoles y Cerdeña, luego permutada por Sicilia) y tuvo que hacer importantes concesiones comerciales a los ingleses además de reconocerles los enclaves de Gibraltar y Menorca. Tan duro revés no fue bien encajado por la opinión pública española ni por el propio monarca. Felipe V se creía víctima de una injusticia que afectaba a sus intereses dinásticos. Muchos españoles consideraban que la paz había sido en realidad una paz dolorosa que mancillaba el orgullo nacional. En medio de este ambiente revanchista, pronto la diplomacia y los ejércitos españoles trataron de revisar los acuerdos de Utrecht en un triple frente: no reconocer la renuncia al trono francés, lo que ocasionó un momentáneo alejamiento respecto al país vecino; recuperar Menorca y Gibraltar para asegurar la presencia hispana en el Mediterráneo; y preocuparse por ensanchar la influencia española en los territorios italianos. El encargado de llevar a cabo estos deseos de primera hora fue el parmesano Giulio Alberoni. Sin embargo, la pronta formación de una Cuádruple Alianza (Francia, Holanda, Austria e Inglaterra), vino a situar las expectativas hispanas en su sitio, obligando a dimitir al italiano y a la diplomacia española a girar su timón en favor de una integración con los aliados. Tras el breve reinado de Luis I, hijo primogénito de Felipe V, fue Isabel de Farnesio, segunda esposa del rey, quien lograría paulatinamente imponer sus criterios, contando para ello con la ayuda del barón de Ripperdá. En 1725 se efectuaba un acercamiento a la potencia austriaca que fue rápidamente considerado como un nuevo atentado al equilibrio continental (Tratado de Viena). La organización de la Liga de Hannover por parte de otras potencias europeas obligó a España a renunciar a su alianza con Austria y a reconocer definitivamente los acuerdos de Utrecht en el Convenio de El Pardo en 1728. Esta nueva situación dio paso a una mayor influencia de José Patiño, político de gran talla y visión que quiso aunar los intereses nacionales con los dinásticos a fin de conseguir una mejora del comercio colonial español y un mayor distanciamiento de los intereses italianos. En 1729 España firmaba un tratado de colaboración con Inglaterra y Francia en Sevilla y en 1732 el hijo mayor de Isabel de Farnesio, Carlos, pasaba a reinar en Plasencia, Parma y Toscana. Con todo, la neutralidad no sería posible. En 1733, el estallido de la Guerra de Sucesión polaca llevaría a firmar el Primer Pacto de Familia con Francia al objeto de presentar un frente común contra los ingleses y de aprovechar la coyuntura para tratar de arrebatar territorios italianos a los austriacos. Las consecuencias de la Paz de Viena (1738) fueron ambivalentes para España: se conseguía que Carlos fuera reconocido como soberano de las Dos Sicilias, donde reinaba desde 1734, pero se cedían los ducados. Pocos años después, la Guerra de Sucesión al trono de Austria llevaría a firmar el Segundo Pacto de Familia con Francia (1743), esta vez de la mano de José Campillo, que había decidido seguir los caminos de su antecesor Patiño. Un conflicto cuyas consecuencias tendría que cerrar el nuevo monarca Fernando VI en 1748 (Paz de Aquisgrán), consiguiendo al menos los ducados de Parma, Plasencia y Guastalla para el infante Felipe, segundo hijo de la Farnesio, quien de este modo veía sus aspiraciones colmadas.
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La principal actividad de Aranda estuvo centrada en la complicada situación internacional, la misma que lo había encumbrado al poder. En sus ocho meses de gobierno, el ministro permitió que la prensa ofreciera una mayor información sobre los sucesos de Francia, haciendo más permeable la frontera y alejando de ella a los emigrados realistas, e intentó, en las primeras semanas de su mandato mantener la alianza con Francia con el doble propósito de influir positivamente en la situación de Luis XVI y de no dejar a España sin cobertura diplomática frente a Inglaterra. Aranda consideraba más conveniente la amistad con los dirigentes políticos franceses que una oposición frontal que acabaría por radicalizar peligrosamente la situación. Sin embargo, los acontecimientos tomaron una dirección distinta a la deseada por Aranda. Los girondinos deseaban exportar al exterior la revolución, sobre todo tras alcanzar el poder en marzo de 1792. El 20 de abril, la Asamblea declaró la guerra a Austria y Prusia, produciéndose una gran movilización popular para defender las fronteras de Francia frente al enemigo extranjero. En ese clima de exaltación patriótica se produjo el inoportuno manifiesto del general en jefe de las tropas prusianas, el duque de Brunswick, que amenazaba con arrasar París si Luis XVI no era puesto de inmediato en libertad. El efecto no pudo ser más dramático para los intereses monárquicos. Se combinaba ahora contra Luis XVI la virtud revolucionaria en defensa de las conquistas logradas desde 1789 con la sospecha y la denuncia del complot y la traición. El 10 de agosto se produjo una insurrección en París y fueron asaltadas las Tullerías, en lo que Georges Lefebvre ha calificado de "segunda revolución". Luis XVI fue suspendido en sus prerrogativas por la Asamblea y encarcelado con su familia en la prisión del Temple, convocándose una Convención Nacional. Los sucesos de agosto, y el posterior asesinato de muchos de los detenidos en las cárceles parisinas el 2 y el 3 de septiembre, pusieron fin definitivamente a la política de conciliación auspiciada por Aranda, quien se vio obligado a retirar de París al embajador español, el conde de Fernán-Núñez. Los acontecimientos franceses forzaron una urgente convocatoria del Consejo de Estado, que se reunió el 24 de agosto de 1792 para escuchar un largo memorial en el que Aranda planteó los pros y contras de una intervención armada. La conclusión a la que llegó el Consejo era que resultaba inevitable actuar para reponer a Luis XVI en la plenitud de sus prerrogativas, utilizando todos los medios disponibles: "acosar a la nación francesa y reducirla a la razón, oprimiéndola como merece y haciéndole conocer que la destrucción de un país es inevitable, siendo acometido a la vez por todas partes con ejércitos numerosos". La posible, y deseable, alianza de España con otras potencias monárquicas europeas tenía, no obstante, el inconveniente de que Inglaterra, todavía neutral, aprovechara la ocasión para actuar contra intereses españoles en América. Pese a ello, y tras una declaración de intenciones tan inequívocamente beligerante, el Consejo decidió iniciar en secreto los preparativos para la guerra, ya que existían graves carencias financieras y de material, aunque manteniendo las relaciones con Francia para poder interceder diplomáticamente a favor del rey. Los planes por entonces elaborados para preparar una acción militar contra Francia no preveían conquistas territoriales, sino un ataque combinado de dos ejércitos, uno situado en la frontera vasco-francesa y otro en Cataluña, con el objetivo común de ocupar Toulouse. Sin embargo, cualquier posibilidad de éxito de una ofensiva de tal naturaleza pasaba necesariamente por solucionar los peliagudos problemas de abastecimiento derivados de la deficiente red viaria existente en la vertiente sur de los Pirineos, en buena parte antiguas vías romanas, y de los escasos recursos que podían suministrar las provincias fronterizas españolas. Por tanto, actuar con la máxima cautela era fundamental en la estrategia de Aranda, sin dejarse arrastrar, hasta no tener los medios adecuados, por las incitaciones del papa Pío VI, que exigía de España que se sumara sin dilación a la cruzada contra Francia. El momento idóneo para intervenir en la contienda debía ser, según el criterio del político aragonés, el instante mismo en que los ejércitos austriaco y prusiano penetraran por la frontera del Rin aplastando la resistencia francesa. A fines de julio, los aliados se apoderaron con facilidad de las fortalezas defensivas de Verdún y Longwy, y parecía que el camino de París estaba expedito.
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La política exterior del rey Alfonso ha sido objeto de controversia entre los historiadores, que todavía hoy se interrogan sobre su engarce con la realidad social y económica de la Corona, en particular de Cataluña, que tradicionalmente había sido el motor de la expansión marítima. Con mayor o menor vehemencia, historiadores prestigiosos califican la política exterior alfonsina de imperialismo desmesurado (F. Soldevila), personal y dinástico, desconectado de los intereses comerciales catalanes (J. L. Martín, P. Vilar), a los que quizá la creciente conflictividad marítima puso en serio peligro (J. Vicens). En su época, ciertamente, los estamentos catalanes no sintieron simpatías por la política exterior de un monarca ausente, que recortaba sus privilegios, que constantemente pedía dinero y que desarrollaba su empresa italiana al margen de las Cortes. Pero el monarca, probablemente tampoco comprendía las obstrucciones de los estamentos a su política, que él consideraba congruente con la tradicional política expansiva de la Corona y favorable a los intereses de sus súbditos. J. Vicens decía que el Magnánimo nunca comprendió que lo que le impedía entenderse con la oligarquía catalana era el abismo de la decadencia: "los catalanes podrán guardar su dinero para lo despender en otro tiempo", decía enojado, mientras explicaba a sus súbditos del Principado que "obtenido el reino de Nápoles, han de pensar cuánta mercancía sale de él, y cuánta se envía a él desde aquí" (los reinos peninsulares de la Corona). El contrapunto a esta visión negativa de la política italiana del Magnánimo lo ofrece M. Del Treppo quien considera que el rey Alfonso realizó la conquista de Nápoles en concordancia con los intereses de al menos un sector importante de la oligarquía mercantil catalana, que supo sacar buen provecho de su apoyo al rey. Quizá ello ayude a comprender que cuando en 1460 Renato I de Provenza y los genoveses amenazaron el trono napolitano de Ferrante I, el hijo natural y sucesor del Magnánimo, en el gobierno de Barcelona cundió la alarma. A diferencia del Mediterráneo occidental, donde la política alfonsina ha sido calificada de imperialismo agresivo, en el Mediterráneo oriental el Magnánimo desarrolló una política más prudente, que perseguía conseguir puntos de apoyo para las embarcaciones de sus súbditos y para su aprovisionamiento (fundación de consulados, establecimiento de protectorados militares, conquista de algunas bases navales); obtener ventajas comerciales con la ayuda, si era menester, de la presión militar (tratados con el sultán de Egipto, en 1430, 1441, 1446 y 1451); recibir sumas considerables de las autoridades musulmanas, ya sea en forma de tributos, ya sea disfrazadas de acuerdos comerciales; garantizar la seguridad de las rutas para las embarcaciones de la Corona (pactos antiturcos con el emperador de Constantinopla y el déspota de Morea) y, finalmente, mezclar el corsarismo con el comercio. El resultado de todo ello sería un buen ritmo de los negocios en la ruta de Ultramar los años 1420-33 y 1454-62 (M. Del Treppo) lo que, no obstante, no sabemos si era un fiel reflejo de la situación global de la economía catalana.