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obra
Fue Camille Corot quien se manifestó como el más preclaro representante del tránsito que va del paisaje clásico al paisaje realista, manteniéndose al margen de todas las escuelas. Gracias a la ayuda familiar, Corot no conoció nunca la prisa, ni la ansiedad de obtener encargos, ni la imperiosa necesidad de vender sus obras para mantenerse. Esta libertad, y la escasa influencia que sobre sus criterios tuvieron las escuelas y los museos, propiciaron una producción pictórica extremadamente sincera y una evolución artística pausada y regular. Corot sería, ante todo y sobre todo, autodidacta, cayendo pronto en la cuenta de que era preferible subordinar la técnica a la visión personal, haciendo buena su afirmación de que "no hay que perder nunca la primera impresión que nos ha conmovido". La gama de los tonos que emplea es restringida -azul, ocres y rosas, castaños y verdes-, siendo sus más destacados valores la atmósfera plasmada y la dosis precisa de luz que proporciona a la superficie de los volúmenes. Todo ello porque, en palabras del propio artista: "El dibujo es lo primero que hay que buscar. Después, la relación de las formas y los valores. He aquí los puntos de apoyo. Después, el color y, finalmente, la ejecución". Corot también cultivó la práctica de otra pintura paisajística. Se trata de los paisajes arcádicos, exquisitos y vaporosos, en cuyo marco bailan las ninfas o juegan los pastores, obras que le dispensaron un éxito notorio. La Ninfa del Sena es un significado ejemplo de estas visiones imaginarias de la antigüedad, donde sus protagonistas, desnudos femeninos, reposan idílicamente entre el paisaje.
contexto
El Setecientos fue, ante todo, un siglo aristocrático. La aristocracia desempeñó un papel importantísimo en la vida política y en las instituciones; siguió ocupando el vértice de la pirámide social y disponiendo de unos recursos económicos inmensos y, cada vez más culta, educada y refinada, difundía por toda la sociedad un estilo de vida que perduraría y sería imitado incluso mucho después de su desaparición como estamento privilegiado. La nobleza estaba presente prácticamente en todos los países de Europa, aunque no constituía un grupo homogéneo, ni siquiera en el interior de cada país. Únicamente la pequeña Suiza, por su peculiar evolución histórica, carecía de ella, aunque no faltaran grupos sociales que, desde el punto de vista funcional y del disfrute de privilegios, resultaban equivalentes. Y en todas partes siguió desempeñando, como en siglos anteriores, un papel político de primer orden. No hubo ya en el siglo XVIII levantamientos armados por parte de la nobleza. La única revuelta nobiliaria de importancia es la protagonizada en Hungría por F. Rakóczy (1703-1711), pero hay que inscribirla en el peculiar marco de un territorio presionado históricamente por turcos y habsburgos, en el que la nobleza asumía y defendía la identidad nacional frente a ambos. Con todo, la derrota de los insurrectos, tras la que se confirmaron los más importantes privilegios nobiliarios y su dominio exclusivo de la Dieta, fue seguida por un largo periodo de paz en que la resistencia, que no terminó de desaparecer, se llevó a cabo de una forma más sutil, aflorando de nuevo como oposición a las reformas emprendidas por José II. En el conjunto europeo, el cuadro dominante es el de una nobleza insertada definitivamente en el marco estatal y que colabora en su desarrollo, tratando siempre de mantener su situación de privilegio. Ejercía, por ejemplo, el poder en régimen de monopolio y casi sin traba, desde mucho tiempo atrás, en las viejas repúblicas oligárquicas del norte de Italia. Pero también en Inglaterra controlaba la práctica totalidad de los escaños parlamentarios, con lo que su influencia política era considerable. En Polonia el predominio de los intereses aristocráticos había conseguido impedir la consolidación de un poder monárquico fuerte. Y Suecia conocerá durante la denominada era de la libertad (1720-1772), una reacción a la política autocrática de los monarcas Carlos XI y Carlos XII, y la nobleza ejercerá una considerable influencia de gobierno no sólo a través de la Dieta (Riksdag), sino sobre todo por el control del Comité Secreto. En un régimen tan distinto como el de la Prusia de Federico II los junkers monopolizaron los cargos políticos y militares, aunque perfectamente sometidos al poder absoluto del monarca. En Francia, entre 1714 y 1789, sólo hubo tres ministros sin título... Formas diversas y casos concretos. Pero en todos ellos puede apreciarse la importancia política de la nobleza durante este siglo. Numéricamente constituía una minoría, aunque su peso demográfico variaba de unos países a otros. En la mayor parte de Europa occidental (Francia, Imperio, Suecia, gran parte de los Estados italianos) no representaban más del uno o, como máximo, el 1,5 por 100 de la población. En Francia, concretamente, G. Chaussinand-Nogaret la evalúa hacia 1789 en unas 110.000-120.000 personas, es decir, 25.000 familias aproximadamente. En la Europa del Este, se sobrepasaba esta proporción, con algo más del 2 por 100 en Rusia, pero llegando al 5 por 100 en Hungría y al 10 por 100, e incluso más, en Polonia. España estaba entre los países de nobleza numerosa, con 480.000 nobles censados en 1786-1787, si bien no es fácil calcular la proporción que representaban, ya que la cifra de nobles recoge indistintamente datos referidos a familias y a individuos (no se siguió el mismo criterio en todos los municipios) y sólo conocemos la población total en habitantes. Ahora bien, casi las tres cuartas partes se concentraba en los territorios vascos y en la cornisa cantábrica, donde por razones históricas se gozaba de hidalguía universal o quasi universal. Inglaterra, por su parte, era el país de nobleza más escasa y donde los limites del estamento estaban más nítidamente señalados, ya que, jurídicamente, tal distinción correspondía en exclusiva a los pares (menos de 400 familias), quienes la transmitían únicamente a su primogénito. La opinión general, sin embargo, consideraba nobles también a los segundones de los pares y a la gentry, grupo destacado de terratenientes que adoptaba formas de vida más propias de la nobleza que de la burguesía. La cifra final era, pues, más elevada: quizá de 50.000 a 70.000 individuos; pero, en cualquier caso, estaba entre las más bajas de Europa. Ningún grupo social mitificó tanto la cuna como la nobleza. Se nacía noble y, en principio, era la nobleza de sangre (heredada) la más apreciada, llegándose a esgrimir incluso supuestas diferencias raciales (los nobles franceses descenderían de los antiguos francos; los españoles, de los godos refugiados en Asturias con la invasión musulmana... ¿Hay que recordar extravagancias tales como la que asignaba sangre azul a este grupo?) para justificar la transmisión de condición social, privilegios y hasta virtudes por vía genética. Pero, contra lo que pretendían demostrar sus frondosos árboles genealógicos, raros eran los que en el siglo XVIII podían remontar sus orígenes más allá de la Baja Edad Media o principios de la Moderna, cuando las turbulencias civiles y religiosas y la evolución política propiciaron la quiebra de la nobleza tradicional y la creación de otra nueva más vinculada a las nuevas monarquías. Incluso es probable que la mayoría procediera de ennoblecimientos producidos a lo largo del Seiscientos y del mismo Setecientos. Porque, pese a los prejuicios en torno a la sangre, la nobleza, de hecho, no constituía un grupo cerrado. Los monarcas contaron entre sus atribuciones (aunque en países como Polonia y Suecia, limitadas por la Dieta, lo que equivale a decir por la propia nobleza) la de ennoblecer a sus súbditos, concediendo estatutos, privilegios o cartas de nobleza para premiar servicios eminentes en la milicia, la política, la administración, las finanzas reales o, ya en el siglo XVIII, el mérito civil e incluso económico (noción, evidentemente, más burguesa que propiamente nobiliaria). En las repúblicas del norte de Italia el acceso al patriciado se realizaba por un sistema de cooptación presentación por parte de la propia nobleza- que podía llevar emparejado el pago de una elevada cantidad de dinero (Venecia) y, siempre, el cumplimiento de determinados requisitos por parte del candidato. En Francia había, además, cargos que ennoblecían a sus titulares y descendencia en determinadas condiciones; por ejemplo, a quienes morían ejerciéndolos o a quienes los ejercían durante veinte años o varias generaciones continuadamente. La lista de estos cargos, relativamente amplia, se reducía considerablemente por la designación sistemática de nobles para ocuparlos. Pero algunos de ellos eran venales y constituyeron la principal puerta abierta para que elementos adinerados (los precios a que se cotizaban eran elevadísimos) accedieran a la nobleza. Consejeros de parlamentos y secretarios del rey (cargo este último sin apenas obligaciones y denominado despectivamente savonnette à vilains jaboncillo de villanos-)fueron los más codiciados y llegó a establecerse toda una estrategia en torno a su compra (preferiblemente, por personas mayores que morirían pronto y ejerciendo el cargo), ejercicio (durante el mínimo tiempo imprescindible) y reventa para obtener el más rápido ennoblecimiento y el reembolso de las cantidades previamente invertidas. Los matrimonios mixtos constituyeron otro modo de aportar savia nueva (y solidez económica) a la nobleza. Pero se practicaban más controladamente de lo que ha podido suponerse y se solía preferir, a la hora de realizar matrimonios más o menos desiguales, entroncar con familias ya ennoblecidas, aunque fuera muy recientemente. Un tópico ampliamente difundido caracterizaba a la sociedad inglesa como la más abierta y flexible de Europa en este sentido. Pero, aunque el número de pares casi se duplicó a lo largo del siglo XVIII, la inmensa mayoría de los nuevos títulos recayó en individuos previamente entroncados de alguna forma con la nobleza. Y si la gentry carecía de perfiles jurídicos que la delimitaran, la doble necesidad de efectuar un enorme desembolso para la adquisición de tierras (que tampoco abundaban en el mercado) y de obtener la aceptación psicológica por parte del grupo establecido (lo que podía resultar harto problemático) dificultaba mucho el acceso a ella, mientras que la exclusión se materializaba prácticamente a partir de los segundones (y en cualquier caso, de los hijos de éstos), cuya base económica ya no estaba en la tierra, sino que ocupaban puestos en el ejército o el clero. Y nunca faltaron, por otra parte, caminos más o menos sinuosos o abiertamente fraudulentos (quizá con la connivencia interesada de algún funcionario) para llegar a un estado que, en última instancia, se basaba en la universal aceptación. La frontera del estamento no dejaba de ser, pues, un tanto difusa y siempre permeable. La tendencia dominante en el XVIII fue, no obstante, la de clarificar esa frontera, limitar la concesión real de ennoblecimientos (no así la de títulos aristocráticos a los ya nobles) y reducir el volumen del estamento nobiliario. Las propias capas altas nobiliarias reconocían la exigüidad en el número como algo necesario para la nobleza. J. Meyer estima que en el período comprendido entre 1780 y 1800 la nobleza europea, en conjunto, pudo reducirse entre un tercio y la mitad de sus efectivos, lo que sólo en parte podría achacarse a los efectos de la Revolución Francesa. En Francia, las principales medidas para excluir de la nobleza a quienes no pudieran demostrarla fehacientemente se remontan a 1660. En España hubo disposiciones restringiendo el acceso a la nobleza por parte de Fernando VI (1758) y Carlos III (1760, 1785). También la nobleza popular de origen polaco fue reducida considerablemente por las potencias que se repartieron el territorio, y sobre todo por Prusia, para adecuar la situación a la propia y ante el temor de que pudiera aglutinar en torno a sí la oposición nacionalista. Y las ya aludidas estrategias familiares nobiliarias tuvieron, igualmente, su parte de responsabilidad en la disminución. Los privilegios nobiliarios eran, por una parte, de naturaleza jurídico-procesal, destacando el derecho a ser juzgados por tribunales propios, con un procedimiento del que se excluía el tormento y con penas que eludían las consideradas ignominiosas (azotes, por ejemplo) y que, por lo general, eran más suaves que las ordinarias; inmunidad al encarcelamiento por deudas, prisión -cuando se imponía- mitigada o sustituida por arresto domiciliario, decapitación y no ahorcamiento en el caso de condenas a muerte... Con la excepción de los nobles ingleses y de los de algunas repúblicas italianas, gozaban, además, de inmunidad fiscal, total o parcial, frente a los impuestos ordinarios y, más concretamente, frente a los impuestos directos. Pero aunque fue éste el privilegio más socavado por las monarquías modernas, que recurrieron a las tributaciones indirectas y a otras formas de contribuciones específicas, siguieron disfrutando de cierto trato de favor. Y los intentos más ambiciosos de igualación fiscal, pese a contar con el apoyo de una parte la misma nobleza, terminaron fracasando, como ocurrió en Francia con las operaciones para el establecimiento del vingtième o en España con las de la única contribución emprendida por el marqués de la Ensenada en tiempos de Fernando VI. En la Europa del Este el señorío era también patrimonio exclusivo de los nobles, aunque no todos los poseyeran. No ocurría lo mismo en Occidente, pero el señorío conservó siempre un fuerte carácter nobiliario y la casi totalidad de sus titulares fueron, de hecho, nobles, por lo que las atribuciones señoriales podían identificarse con atribuciones nobiliarias. Diversas exenciones de cargas municipales estaban vigentes también en muchos países. Habría que añadir ciertos privilegios de hecho, como la mayor facilidad para acceder a cargos y sinecuras, en algún caso convertida en privilegio abiertamente reconocido. Es lo que, por ejemplo, ocurría en el ejército francés a partir del Edicto de Ségur, de 1781, que reservaba el acceso directo a la oficialidad a los nobles con antigüedad de cuatro generaciones, en vez de precisar de toda la línea de ascensos para llegar a ella. Es esta medida una de las más destacadas de la reacción aristocrática, tendencia observada en la Francia del XVIII y que tuvo por fin preservar más celosamente los viejos privilegios y prerrogativas nobiliarios frente al ascenso de otros grupos. Por último, una serie de distinciones puramente honoríficas preeminencia en actos públicos o ceremonias religiosas, por ejemplo- de gran importancia, puesto que eran el reflejo en la vida cotidiana de la misma concepción jerárquica en que se basaba aquella sociedad. Si la nobleza, en principio, constituía una unidad desde el punto de vista jurídico, cuestiones como titulación, antigüedad, función, riqueza y hábitat -rural o urbano- establecían una gran heterogeneidad y una clara jerarquización interna. La ostentación de un título aristocrático suponía la principal barrera divisoria en el seno del estamento, acentuada con el paso del tiempo, dado que fue ganando terreno progresivamente la identificación psicológica de nobleza con nobleza titulada y será ésta la única que sobreviva en el tiempo. En España sobresalía una minoría de entre los títulos, los grandes -todos los duques, más los marqueses y condes sobre quienes hubiese recaído la concesión real-, que gozaban de determinadas preeminencias y privilegios honoríficos exclusivos, destacando entre ellos la mayor facilidad para acceder a la presencia real o la facultad de permanecer cubiertos en determinadas ocasiones en presencia del monarca. En Francia eran los príncipes de la sangre, con teóricas vinculaciones familiares con la realeza y, por lo tanto, con vagos derechos a la sucesión de la Corona, la minoría destacada. La antigüedad del linaje confería, un mayor prestigio a la nobleza y las familias que se jactaban del más rancio abolengo tendían a desestimar a las más recientes. La frecuencia de los ennoblecimientos mediante compra de cargos llevó a diferenciar en Francia entre una antigua nobleza de espada, y una más reciente nobleza de toga, todavía calificada despectivamente de vil burguesía por Saint-Simon -quien, por cierto, tenía lazos con togas o financieros por medio de su madre, su suegra y su nuera-. Sin embargo, la separación, al avanzar el siglo XVIII, era más teórica que real y las alianzas matrimoniales entre ambos grupos fueron frecuentes. La pertenencia a las órdenes militares, en España, había introducido un elemento de distinción basado en la calidad de la nobleza (antigüedad del linaje, limpieza de sangre...), pero en el Setecientos, aunque poseer un hábito seguía representando un honor añadido, habían perdido ya buena parte de su eficacia en este sentido y su principal valor consistía en la posibilidad de acceder vitaliciamente a una encomienda, lo que, por otra parte, solía recaer en la nobleza titulada. La situación económica pese a que los teóricos mantenían que no era una cualidad esencial de la nobleza- constituía un elemento de suma importancia, ya que el mantenimiento del ideal de vida noble exigía solidez económica. Y para asegurarla base económica, en casi todos los países existían costumbres sucesorias o figuras jurídicas que trataban de preservar el patrimonio nobiliario y su permanencia en el seno de la familia, haciendo de su titular un mero usufructuario, mediante la constitución de vínculos sobre todos o gran parte de los bienes que, formando una unidad indivisible e inalienable, se transmitía a un solo heredero, siguiéndose, normalmente, el orden de primogenitura masculina. Es el caso del mayorazgo español, el morgado portugués, el fideicomiso italiano, el fideikommis austriaco o el strict settlement inglés, aunque de hecho no todos los nobles lo poseyeran, no siempre tuviera la misma rigidez (en Inglaterra, por ejemplo, podía retocarse el patrimonio vinculado en cada transmisión) ni en algún caso (España) fueran facultad exclusiva de la nobleza. Los vínculos, lógicamente, constituían un elemento básico en la política familiar de la nobleza y condicionaban fuertemente el destino de los segundones, al tener que buscar su mantenimiento en el ejército, la burocracia o la Iglesia, en el supuesto de tener preparación para ello, o depender enteramente del titular; para las hijas no quedaba otro camino que un matrimonio favorable, si se conseguía reunir la dote apropiada, o la soltería o el convento en caso contrario. Pero no todo el estamento disfrutaba de una situación económica saneada. Había nobles pobres que pasaban todo tipo de privaciones. Sobre todo, en los países donde el estamento era más numeroso. Suele hablarse habitualmente a este respecto de parte de los hidalgos del norte de Castilla, de los más humildes miembros de la szlachta polaca o de la nobleza desheredada húngara, sometida casi servilmente a los no más de 200 o 300 grandes magnates que detentan de hecho el poder; de los barnabotti venecianos -así llamados porque en algún momento abundaban en la parroquia de san Bernabé-, que vendían su voto en el Gran Consejo y se involucraban en mil intrigas para conseguir alguno de los cargos menores de la Administración; o, finalmente, de los hobereaux (literalmente: baharí, pequeña ave parecida al halcón) franceses, ávidos como la rapaz que les dio nombre por cobrar sus escasos derechos señoriales. Y en más de una ocasión una situación de pobreza prolongada sin otro tipo de apoyatura (familiar o funcional), terminó por convertir la pertenencia al estamento en algo meramente psicológico que, sobre todo en este siglo, tendía a olvidarse por parte de la sociedad. Sin llegar a estos extremos, en todos los países había nobles que vivían ajustadamente y podían pasar dificultades en momentos concretos, como, por ejemplo, a la hora de educar convenientemente a sus hijos en una época en que se necesitaba una preparación cada vez mayor para poder abrirse paso en la vida. Y es que el abanico de las fortunas nobiliarias era muy amplio. A los casos de pobreza citados se contraponen los inmensos patrimonios de los Osuna (España), Potocki (Polonia), Esterhazy (Hungría), Mocenigo (Venecia) u Orleans (Francia), entre otros; y en medio, casi todas las situaciones posibles. En Inglaterra, por ejemplo, G. E. Mingay describió la pirámide nobiliaria con una amplia base de gentlemen cuyos ingresos, de 300 a 1.000 libras anuales, estaban al nivel de los de la capa media de arrendatarios, e iba ascendiendo con los 3.000 o 4.000 squires que percibían de 1.000 a 3.000 libras, los 700 u 800 knights o baronets que contaban con 3.000 o 4.000 libras anuales (todos ellos pertenecían a la gentry) hasta llegar a la reducida minoría (no más de 400 familias) que superaba las 10.000 libras y aun se situaban, como los duques de Bedford o Northumberland, en torno a las 30.000 libras. Para la nobleza francesa, G. Chaussinand-Nogaret, basándose en las cuotas de la capitación, ha establecido hasta cinco grupos. Casi la quinta parte conformaría esa nobleza rural de ingresos muy bajos y vida nada regalada; algo más del 40 por 100 de las familias nobles dispondrían de 1.000 a 4.000 libras de renta anual, lo que les permitiría una vida de cierto acomodo, sin más; otra cuarta parte, con ingresos de 4.000 a 10.000 libras anuales, disfrutaban de un amplio bienestar; por encima, un 13 por 100 que constituiría la denominada nobleza provincial, en la que se incluyen los consejeros de las cortes soberanas, disponía de 10.000 a 50.000 libras de rentas anuales, y el resto, unas 160 familias (menos del 1 por 100 del total), superaban las 50.000 libras anuales llegando hasta las 200.000; ni que decir tiene que en esta minoría del vértice se incluye la nobleza cortesana. Aunque las diferencias internas sean considerables, hay una constatación general: la inmensa riqueza que, en conjunto, poseía la nobleza europea. Una riqueza que giraba, en primer lugar, en torno a la tierra, aunque los beneficios obtenidos de su explotación no siempre fueran muy elevados. Algunos ejemplos de los países en que se han podido hacer evaluaciones globales -aun con importantes variaciones regionales- nos lo muestran. La nobleza inglesa era la que mayor proporción de tierra cultivable controlaba: cerca de las tres cuartas partes a finales del siglo. En Bohemia las cien familias más importantes poseían, aproximadamente, la tercera parte de la tierra y el conjunto de la nobleza, casi el 60 por 100. En Suecia, las tierras en poder de la nobleza suponían a principios del XVII la tercera parte de la tierra arable. En el norte y centro de Italia las proporciones van del 35 al 50 por 100. En Francia, del 20 al 25 por 100, llegando en algunas regiones del Norte hasta la tercera parte y reduciéndose considerablemente la proporción en el Sureste. Federico II de Prusia pretendió restringir el acceso a la tierra de la burguesía, declarando el monopolio de su posesión en manos de la nobleza (1775), aunque, eso sí, previamente le había exigido impresionantes contribuciones para las guerras que protagonizó. Las formas de explotación eran enormemente variadas, ya que, además, en muchas regiones el control de la tierra se ejercía en el cuadro más amplio del régimen señorial (vide infra), que, a su vez, presentaba mil variantes. Pero en el siglo XVIII los patrimonios nobiliarios, en general, solían estar mejor administrados que en tiempos anteriores, ya fuera por la procedencia burguesa de una parte del estamento, o por la general influencia de su mentalidad. No era raro, aunque tampoco pueda generalizarse del todo, encontrar en Europa nobles de tipo medio, y más frecuentemente de la pequeña nobleza, que explotaban directamente sus posesiones. En cuanto a la alta nobleza, la generalización es más difícil. Allí donde las formas señoriales estaban casi disueltas, como en Inglaterra, los Países Bajos o ciertas zonas del norte de Italia, o donde el señorío se limitaba prácticamente a los aspectos jurisdiccionales, como en gran parte de España, era frecuente el arrendamiento capitalista. Y no está de más subrayar que, por ello, la frecuentemente repetida vinculación de la alta nobleza inglesa con los cambios agrarios acaecidos durante el siglo no deja de ser, en general, un tópico sin apenas fundamento. Pero también hay casos de explotación directa y pocos tan bien conocidos como el estudiado por J. Georgelin de la familia Tron en la Terra Ferma veneciana -modelo, además, de explotación plenamente capitalista, como también se daba en el Piamonte-, en cuya finca de 500 hectáreas de extensión trabajaban 360 empleados, la mitad, aproximadamente, fijos, y la otra mitad, jornaleros temporales, o como, en otra escala, M. A. Melón ha demostrado para los duques de Abrantes y su hacienda cacereña durante la primera mitad del siglo (la abandonarán más tarde para, instalándose en Madrid, pasar a la explotación indirecta). La explotación directa solía ser habitual en los grandes dominios nobiliarios del centro y este de Europa, en Prusia, Polonia y Rusia, por ejemplo, donde el campesino estaba aún forzado a prestaciones de trabajo obligatorio en las tierras del señor, lo que reducía sensiblemente los costes de explotación. Pero, por lo demás, abundan, sobre todo, los modelos intermedios, con todo tipo de arrendamientos, aparcerías y cesiones enfitéuticas, y éstas, a su vez, de muy diversos tipos. Los derechos de tipo señorial, independientemente de su forma concreta, formaban también parte, aunque variable en extremo -de un país a otro, entre regiones de un mismo país y de unos nobles a otros-, de los ingresos típicamente nobiliarios y, normalmente, eran mucho más sustanciosos allí donde afectaban a una parte de la cosecha. En Francia se observa una tendencia durante los dos últimos tercios del siglo, acentuada desde 1770, aproximadamente, a preservar y cobrar mejor los derechos señoriales, resucitando incluso algunos caídos en desuso. La finalidad, aumentar la rentabilidad de los dominios señoriales, es evidente. Pero el impulso de este complejo fenómeno denominado reacción señorial, que en 1776 recibió el apoyo del Parlamento de París, no obedece exclusivamente a intereses nobiliarios: en su origen se encuentran, por supuesto, nobles empobrecidos y otros de reciente origen burgués, pero también burgueses arrendatarios de los derechos señoriales de nobles asentistas; y no pocas veces, eran éstos los más intransigentes a la hora de exigir su pago a los campesinos. Sin embargo, no todos los derechos señoriales implicaban ingresos para los señores. En concreto, la facultad jurisdiccional de administración de justicia llevaba consigo una serie de gastos por la necesidad de pagar salarios a los oficiales. Ahora bien, por muy costosa que resultara y no está de más recordar que hallaríamos muy significativas variaciones en el interés de los señores por cubrir dignamente este capítulo-, pocos serían los que renunciaran a dicha carga: la administración de justicia implicaba el reconocimiento explícito de ese señorear sobre hombres (por utilizar la expresión española) que era uno de los elementos clave de la mentalidad y aspiraciones nobiliarias no sólo del siglo XVIII, sino de todo el Antiguo Régimen. A partir de aquí, ya no es posible ofrecer un cuadro homogéneo de la procedencia de los ingresos nobiliarios. Se encuentran salarios de oficios públicos, militares y eclesiásticos; rentas e intereses de deuda pública y de préstamos a particulares; alquileres de fincas urbanas, que a veces llegan a constituir una parte fundamental de los patrimonios nobiliarios; hay nobles que ejercen determinadas profesiones liberales, y en Francia los hay también que participan en la ferme générale (arrendamiento de impuestos)... En definitiva, nada que no pudiera encontrarse en los patrimonios de otros grupos sociales. Pero había una serie de actividades, relacionadas fundamentalmente con el comercio y el trabajo manual o mecánico, tradicionalmente vetadas a los nobles. J. Meyer distingue tres amplias zonas en Europa al respecto. En la Europa del Suroeste, incluyendo Francia y una parte de Italia, los prejuicios en este sentido eran muy fuertes y se podía llegar a la dérogeance -derogación, pérdida de la condición noble- en determinados supuestos. En la Europa del Este la rigidez de los principios no se correspondía con una realidad mucho más permisiva, por la necesidad de subsistir de las noblezas populares, que habrían de ocuparse en todo tipo de tareas, y porque la alta nobleza asumía en sus dominios buena parte de las funciones teóricamente propias de la burguesía, obteniendo importantes ingresos del comercio de exportación (granos, ganados, etc.), de la explotación minera (ejercicio que, por cierto, no solía implicar en ningún sitio desdoro para la nobleza) o del control de ciertas actividades artesanales. En Rusia, por ejemplo, fueron nobles (una minoría entre los más poderosos, no generalicemos) quienes, desde los años sesenta y explotando los recursos de sus dominios con mano de obra servil, impulsaron, además de otras industrias, la minería y las empresas metalúrgicas en los Urales, donde el burgués de origen campesino (y posteriormente ennoblecido) Nikita Demidov había fundado, en tiempos de Pedro el Grande, la primera gran industria. Se ha calculado que a principios del siglo XIX poseían las dos terceras partes de las minas del país, en torno al 80 por 100 de las pañerías y de las fábricas de potasa, el 60 por 100 de los molinos de papel... Finalmente, en la Europa del Noroeste no había, en principio, actividades económicas vetadas a la nobleza. Pese a todo, en países como Suecia, la muy minoritaria nobleza estaba integrada fundamentalmente por cargos públicos, militares, marinos y propietarios de tierras. Y en Inglaterra, L. Stone ha discutido la habitualmente admitida dedicación de los segundones de la elite inglesa al comercio y la industria, al menos durante el siglo XVIII. Nada se lo impedía, en efecto, pero, en la práctica, disponiendo de una asignación anual por parte de la familia, resultándoles fácil (aunque no hubiera ni privilegios ni disposiciones legales que les favorecieran, sí lo hacía el sistema clientelar que dominaba las relaciones políticas) conseguir un oficio público o entrar en el Ejército y la Iglesia, y pudiendo acceder a matrimonios ventajosos dentro de su grupo social, prácticamente ninguno se dedicó al comercio o la industria. Por lo que respecta al área citada en primer lugar, habrá intentos, más o menos tímidos, más o menos decididos, por parte de los gobiernos ilustrados y de algunos intelectuales y escritores económicos -sobre todo, por parte de éstos- por estimular la participación de la nobleza en actividades industriales y comerciales, arrinconando los viejos prejuicios. Es, por ejemplo, muy conocida la Real Cédula de 18 de marzo de 1783 por la que Carlos III de España declaraba la honra legal de todos los oficios, su compatibilidad con la hidalguía y la posibilidad de alegar su ejercicio continuado durante tres generaciones como un mérito para acceder a la nobleza, pero sus repercusiones prácticas fueron muy escasas. Algunos destacados nobles potenciaron actividades industriales en sus señoríos. Pero los casos que suelen citarse no son reflejo precisamente de una situación generalizada. Como tampoco lo es el ascenso social, durante el reinado de Felipe V, de don Juan de Goyeneche por sus múltiples actividades económicas. En Francia, desde 1701, la participación en el gran comercio de la nobleza no implicaba derogéance, pero todavía a mediados de siglo la publicación de La noblesse commerçante (1756), por el abate Coyer, en la que se defendía el ejercicio del comercio por los nobles, provocó alguna réplica airada (La. noblesse militaire, opposée á la noblesse comerçante, también de 1756, cuyo autor, el chevalier D´Arc, se oponía al aburguesamiento de la vieja nobleza) y una polémica que se prolongó durante algunos años. Pero la participación de la nobleza -sobre todo, de la alta nobleza- en actividades capitalistas estuvo mucho más extendida que en España, sobre todo en los últimos treinta o cuarenta años del siglo. Si no era, de hecho, nueva la participación nobiliaria, especialmente de la radicada en ciudades portuarias, en el comercio marítimo y al por mayor, ahora se multiplicará e intensificará su presencia en las grandes compañías marítimas; hubo igualmente destacados nobles que impulsaron el desarrollo de industrias en sus señoríos, donde, por otra parte, casi monopolizaban las empresas mineras y de fundición del hierro; e invirtieron una parte de sus capitales en compañías industriales por acciones. No escatimaron, pues, medios para extraer la mayor rentabilidad a sus fortunas. Creemos, no obstante, que negar a concluir, con G. Chaussinand-Nogaret, que la nobleza francesa, a finales del siglo, estaba a la vanguardia del progreso económico es, sin duda, excesivo. Pero, recuerda el italiano C. Campra, "puede servir de contrapeso al tradicional cliché de una aristocracia fatua y ociosa, dedicada sólo al juego y la disipación". La enorme riqueza de la aristocracia posibilitaba un estilo de vida brillante y caracterizado por la ostentación y el boato, que llevó a más de una familia al borde de la ruina y que fue duramente criticado por quienes, como Fénelon, el duque de Saint-Simon o Henri de Boulanvilliers, veían en el lujo un cáncer que iba destruyendo a la nobleza, atenta sólo a conseguir riquezas aunque fuera mediante alianzas anti-natura, y que, fomentado por el mismo monarca, la sometía a su poder, restándole independencia. Una de las manifestaciones de este estilo de vida era el mantenimiento de residencias suntuosas con un servicio doméstico numerosísimo. Baste citar, a título de ejemplo, las cerca de 3.000 personas que percibían salarios en los palacios del duque de Orleans en Francia; o la impresionante residencia de verano que el príncipe Nicolás Esterhazy se hizo construir, saneando previamente un terreno pantanoso, cerca de Eisenstadt (núcleo de sus posesiones), vinculada a la historia de la cultura por haber sido testigo de gran parte de la creación musical de Joseph Haydn, maestro de capilla del citado príncipe. Tal grado de esplendor, forzosamente, se limitaba a unos pocos, aunque sí era frecuente entre la nobleza la doble residencia, urbana y rural, que posibilitaba el retiro veraniego u otoñal (a veces, para supervisar las tareas agrarias) a los que habitualmente vivían en el medio cortesano o urbano y el acceso a los entretenimientos ciudadanos a quienes residían en el medio rural (caso frecuente en la gentry inglesa, por ejemplo). Mantenía un elevadísimo concepto de sí misma, rayano en el orgullo; no renunciaba a reconocimientos y preeminencias y en el trato con los demás exigía deferencia e incluso sumisión. Sólo en algunos casos (en España, por ejemplo) se permitía cierta actitud de campechanía y superficial confianza de quien se sabe incontestablemente superior (actitud que nunca tendría un miembro de la baja nobleza al que sólo unos privilegios, a veces discutidos, distinguían de sus convecinos). Se iba extendiendo paulatinamente la educación y cada vez quedaba menos del noble rudo de los siglos anteriores (quizá salvo en ciertos casos rurales), pero sólo los estratos más elevados tenían acceso a la cultura superior, bien por medio de instructores privados, por su asistencia a costosos colegios de jesuitas, a la universidad o a los gimnasios nórdicos; y cuidaban igualmente la educación femenina, en la propia casa, en colegios especializados o en conventos que preparaban a la mujer para el papel que se esperaba cumpliera en la sociedad. Aumentó el número de nobles que poseían bibliotecas, así como el tamaño de éstas, y al menos en Francia, eran más numerosas, estaban más nutridas y tenían una mayor orientación hacia la modernidad (sin faltar libros prohibidos y críticos con el ordenamiento social) las de la nobleza capitalina que las de la nobleza provincial. Pero en conjunto fueron los nobles ingleses, educados frecuentemente en las universidades de Oxford y Cambridge, los más cultos de Europa. Y, probablemente, los más cosmopolitas y aficionados a viajar por otros países. Ni siquiera se consideraba completa su formación si no se había realizado el grand tour, viaje por las principales ciudades europeas entre las que nunca faltaban París y Venecia, costumbre que se extenderá también a la nobleza de otros países. Y en todos ellos, una selecta minoría acudía periódicamente a las estaciones termales de moda, viajaba de una corte a otra, se expresaba en francés, la lengua culta de la época, y constituía algo así como una internacional aristócrata -la expresión es de J. Meyer- capaz de reconocerse y encontrarse a sí misma en los salones de cualquier capital europea. Y no falta quien cree ver cómo, de la mano del cosmopolitismo, se abrían paso en su mentalidad los gérmenes del liberalismo... Riqueza, privilegios, poder, reconocimiento social, refinamiento... Todo ello confluía en la nobleza europea del siglo XVIII y continuaba ejerciendo una irresistible atracción sobre el resto de la sociedad y, especialmente, sobre sus elementos más destacados. Pero en la Europa occidental se había iniciado un proceso de cambio que se acentuaba progresivamente a lo largo del siglo y, sobre todo, en las últimas décadas. Como recuerda O. Huffton, el desarrollo de la burocracia estatal y de los ejércitos regulares contribuyó a hacer la relación del noble con sus gobernantes cada vez más ambivalente. Los monarcas tendían a servirse de sus noblezas, pero tratando, al mismo tiempo, de neutralizarlas e insistían en la disminución de sus privilegios. Por su parte, la propia nobleza se cuestionó su origen, la justificación de sus privilegios y su papel político. Y en este contexto se elaboraron y difundieron teorías como la del conde de Boulanvilliers (1727-1732) que apelaba a la historia y a una raza vencedora, de la que descendía la nobleza, para justificar los privilegios de la sangre, o la del barón de Montesquieu en L`Esprit des Lois (1748), que veía a la nobleza como intermediaria y templadora del absolutismo monárquico y, por lo tanto, como defensora del pueblo. Pero ciertos ilustrados, nobles también entre ellos, llevaron a cabo un ataque sistemático contra todo lo que significaba la nobleza, especialmente (aunque no sólo) en el área suroccidental de Europa. Elegimos -un ejemplo entre cientos- la dura crítica contenida en la Enciclopedia francesa (1750-1772), enmarcada en la ofensiva contra todos los elementos esenciales de lo que después se denominará Ancien Régime. Lo que, no obstante, no implicaba necesariamente un pensamiento igualitario en sus autores, que en bastantes casos despreciaban al pueblo con idéntica o mayor fuerza que a los privilegios nobiliarios. Paralelamente, la ambigüedad en cuanto a las funciones económicas de los distintos grupos sociales fue creciendo. Hemos visto a destacados elementos de la aristocracia participando en actividades propias de la burguesía; por su parte, los burgueses ennoblecidos abandonarán menos decididamente que en siglos anteriores los negocios que permitieron su ascenso. Desde este punto de vista, no les faltaba razón a los críticos del lujo nobiliario: la necesidad de disponer de unos ingresos inmensos para poder llevar un modo de vida noble, y su búsqueda, sin renunciar a cualquier vía, contribuía a introducir una ambigüedad creciente en la visión tradicional del rol de los distintos grupos sociales y un germen de erosión de aquella sociedad. Y de la misma manera que se lamentaban las injusticias derivadas "de haber considerado la sociedad más como una unión de familias que como una unión de individuos" (Cesare Beccaria, Dei delitti e delle pene, 1764), se iba desarrollando un ideal social opuesto al viejo modelo nobiliario, que aprecia cada vez más al negociante -no "hay miembros más útiles a la sociedad que los mercaderes", dirá, por ejemplo, el inglés Joseph Addison en uno de sus ensayos periodísticos publicados a principios de siglo en The Spectator- que tendía a sustituir el valor, el orgullo de "ser quien se es" y la visión de la sociedad dividida en compartimentos prácticamente estancos aceptados por principio e incuestionablemente valores esencialmente nobiliarios y de la sociedad estamental- por el trabajo, el esfuerzo personal, la economía, la utilidad social, la bondad y el deseo de ascenso social en esa sociedad de individuos, es decir, por valores burgueses y que prefiguran una sociedad distinta. Aunque estos valores no se impusieron implacablemente ni la aristocracia se mostró incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos: más reducida numéricamente, más infiltrada por elementos de orígenes ajenos a ella, pero aún poderosa económicamente, tenía mucho que decir y hacer todavía en el siglo XIX...
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El relativo auge de los sectores medios no menoscabó una realidad social y política de gran importancia en la continuidad del orden tardofeudal: la conservación de un bloque social dominante sustentado en una alianza tácita pero permanente entre la nobleza y el clero, especialmente entre sus elites. Aunque internamente muy cuarteados, ambos grupos sociales disponían de la mayor porción de las rentas, monopolizaban el poder político, acaparaban los principales rangos del prestigio social y poseían una fuerte conciencia de clase que se reflejaba en sus comportamientos sociales y en sus estrategias políticas. En definitiva, nobleza y clero eran los grandes beneficiarios del feudalismo tardío y sus grandes defensores, a veces con posiciones claramente conservadoras y en ocasiones con posturas levemente reformistas. Dentro de este bloque social dominante, la nobleza asumía el papel de clase hegemónica. Era sin duda la clase con mayor peso específico en la sociedad si recordamos que un reducido grupo de individuos concentraba en sus manos buena parte del patrimonio, extensas atribuciones sobre territorios y vasallos así como la mayor parte de los cargos políticos, administrativos y militares de relevancia. El control de estas vitales esferas de la vida nacional estaba garantizado por un marco legal que tenía en el privilegio y en la costumbre a sus principales sancionadores. Legalidad y tradición servían para mantener el estamento nobiliario (y también al clero) en situación de predominio frente al resto de los súbditos. Es decir, el Estado fijaba las prerrogativas y derechos que la sociedad creaba y reconocía. La nobleza era una clase poco numerosa, desigualmente repartida por el territorio y con una fuerte jerarquización interna propiciada por factores económicos y por una actitud social proclive a la creación de una "cascada del menosprecio" que se articulaba dentro del propio grupo para trasladarse después al conjunto de la sociedad. La tipología nobiliaria puede establecerse desde diferentes planos. La primera distinción era la existente entre nobles de sangre y nobles de privilegio. En el primer caso se encuadraban los que eran tan ancestralmente nobles que parecían disfrutar de una condición cuasi biológica: era la nobleza notoria que no necesitaba demostrar sus orígenes. La segunda era aquella que había accedido a la condición nobiliaria como recompensa a los servicios o dineros prestados al rey: era la nobleza de ejecutoria que precisaba demostrar su condición mediante el reconocimiento jurídico de las probanzas. Una segunda distinción separaba a los titulados del resto del cuerpo nobiliario. En la cúspide de los títulos se encontraban los grandes de España. Los Medinaceli, Osuna, Alba, Medina Sidonia, Arcos o Infantado y una docena de casas más, representaban la verdadera aristocracia de la nobleza española que habitaba en los grandes palacios urbanos y copaba los cargos de la corte. Por debajo de los titulados estaban los caballeros, verdadera mesocracia nobiliaria de costumbres y hábitos similares a los grandes y muy vinculados a las órdenes militares y al ámbito urbano. En la base de la pirámide se situaban los simples hidalgos y los rangos paranobiliarios tales como los ciudadanos honrados en Cataluña. Entre los hidalgos los había de sangre y de servicio y también de gotera, estos últimos era únicamente reconocidos como nobles en su lugar de origen. Muchos de estos hidalgos llevaban una vida que en nada se diferenciaba de la de los pecheros, produciéndose a menudo una disfuncionalidad entre su condición social y su economía. La población nobiliaria experimentó sustanciales cambios en el Setecientos. Durante el reinado de Felipe V los grandes eran algo más de un centenar, guarismo que se mantuvo prácticamente inalterado a lo largo del siglo. A finales de la centuria existían unos 1.300 titulados. Esta cifra fue alcanzada merced a la otorgación de títulos, política que los Borbones realizaron con objeto de premiar a los súbditos que destacaban en su servicio a la sociedad o a la Corona, una práctica que además proporcionó buenos dividendos para la hacienda por cada título otorgado. En cuanto a los hidalgos, la táctica fue la contraria. Si en 1768 había unos 722.000, en 1797 sobrepasaban en poco los 400.000. Una reducción de casi la mitad que situó a la nobleza en el 3,8 por ciento de la población cuando apenas treinta años antes suponía el 8 por ciento. Este desmoche de hidalgos se consiguió mediante la exigencia de las pruebas de hidalguía a quienes decían tener tal condición. La distribución geográfica de la nobleza era muy desigual. En la cornisa cantábrica, excepción hecha de Galicia, existía de facto una especie de nobleza universal que en ocasiones alcanzaba a la mitad de la población: en Asturias casi al 35 por ciento, en Guipúzcoa al 42 por ciento y en Vizcaya al 48 por ciento. Tal inflación nobiliaria sin duda hacía perder valor real a dicha condición, al ser detentada por gentes que además practicaban los más variados oficios artesanales. En cambio, avanzando hacia el sur del Duero y sobre todo a partir del Tajo, la densidad nobiliaria descendía y el grupo se hacía minoritario por ciento de la población: el reino de Sevilla, con 740.000 personas, tan sólo albergaba a 6.100 individuos con la condición hidalga. Si estas cifras son válidas para el conjunto nobiliario, hay que advertir que en el caso de los titulados la situación se invierte, pues eran Andalucía, Extremadura y Castilla la Nueva las regiones que aglutinaban a la mayor parte de los titulados españoles. En tierras de Cataluña y Valencia, estos últimos fueron poco numerosos y perdieron presencia durante el siglo, al tener que emparentar con linajes castellanos de rancio abolengo, como ocurrió con la casa de Cardona, que restó integrada en el ducado de Medinaceli. Asimismo, en ambos casos existía la figura paranobiliaria del ciudadano honrado que posibilitaba un suave tránsito del mundo de los negocios al nobiliario. Como en siglos precedentes, la nobleza asentaba la mayor parte de su patrimonio en la posesión de tierras y vasallos. Para asegurar la correcta explotación de estas posesiones se había articulado históricamente el señorío y el régimen señorial, instituciones prácticamente inalteradas durante los tres siglos de la modernidad y de las que disfrutaron la nobleza titulada y la clerecía con el pleno amparo de la Corona. Unas instituciones que en cualquier caso venían a significar una arteria principal para el orden feudal en la medida en que aseguraban una buena porción de la producción agraria, regulaban las relaciones de producción de gran parte de la tierra cultivable y aseguraban importantes funciones jurisdiccionales que la nobleza ejercía como delegada del monarca (justicia, impuestos, etc). Cuando el señorío era de un noble se llamaba solariego y si pertenecía a la Iglesia se denominaba a menudo de abadengo, mientras las tierras de dominio real recibían el nombre de realengo. Estos señoríos ocupaban importantes extensiones del territorio peninsular: en 1797 frente a 12.000 ciudades, villas y pueblos de dominio real, existían 8.600 en el nobiliario y casi 4.000 en el eclesiástico; es decir, la mitad de los españoles todavía tenían un señor jurisdiccional. La posesión de señoríos marcaba una jerarquización interna en la nobleza. A mediados del siglo, de los más de 700.000 nobles existentes, únicamente 30.000 eran señores de vasallos, la mayoría con muy parcas rentas por ello. Para la continuidad de los señoríos había quedado instaurada en 1505 la figura sucesoria del mayorazgo. La misma consistía en una propiedad vinculada (con características paralelas a los patrimonios amortizados de la clerecía) por la cual el titular de una casa podía administrar y disfrutar del patrimonio pero no podía enajenarlo. Así pues, las propiedades agrícolas, en un siglo de subida significada de los precios y de las rentas agrarias, eran con distancia la principal fuente de ingresos de la nobleza. A ellas se añadían las nada despreciables entradas producidas por los cargos militares o civiles que por ley disfrutaban los miembros de la nobleza. Por último, tampoco eran desdeñables los ingresos que las encomiendas de las órdenes militares, concedidas por los monarcas a cambio de servicios, ofrecían a las filas nobiliarias. En estas condiciones no es extraño que a mediados del siglo la nobleza andaluza, por ejemplo, acaparase el 60 por ciento de la superficie y el 67 por ciento del producto agrario total de la región. Como tampoco lo es que las inversiones industriales o las rentas urbanas, más allá de algunas modestas incursiones, no estuvieran en el horizonte de prioridades de la nobleza hispana. Contra lo que se ha afirmado en ocasiones, los políticos reformistas, la mayoría de ellos nobles acomodados, nunca quisieron sacar de la escena política a la aristocracia ni resquebrajar su poderío económico, como bien lo muestra la ausencia de medidas que afectasen a las bases económicas de los nobles titulados. En realidad, más bien podría afirmarse que lo que pretendieron en cierta medida fue protegerla de ella misma. Lo que perseguían era reformar a la nobleza, situarla a la altura de los tiempos, adecuarla a los cambios económicos y de mentalidad que se estaban produciendo. Se trataba de crear una nobleza moderna capaz de participar en la mejora de la economía y de liderar la sociedad mediante la ejemplificación de unas virtudes nobiliarias renovadas. Al mismo tiempo, los reformistas abominaban de la existencia de una cohorte de hidalgos que vivían en precarias condiciones económicas muy alejadas de las que supuestamente demandaba su alto rango social, hidalgos que además estaban socialmente muy desprestigiados y, por tanto, debían ser expurgados para dejar a la nobleza en su primigenia condición. Este principal interés explica que las políticas del absolutismo ilustrado frente al cuerpo nobiliario se dirigieran hacia cuatro objetivos prioritarios. Primero: confiar las tareas de la gestión política a una nobleza afín a los preceptos del reformismo ilustrado extraída de los sectores medios del arco nobiliario (Ensenada, Campomanes, Floridablanca). Segundo: crear una nobleza moderna, preparada y diligente que pudiera convertirse no sólo en clase dominante sino en elite dirigente, tanto a nivel del Estado como en la vida municipal, donde los nobles disponían por lo general de la mitad de los oficios consistoriales. Esta preparación debería hacerse con la mejora de la educación y a través de instituciones como el Seminario de Nobles de Madrid. Tercero: dar la posibilidad de acceso a la nobleza a quienes por mérito o creación de fortuna lo merecieran y pudieran renovarla. El método elegido fue la incorporación de hombres ricos o personajes de reconocida valía intelectual o política que se fueron incorporando al estado nobiliario mediante un sistema de goteo controlado. En este sentido cabe recordar, aunque sin mitificarlas, las medidas tendentes a hacer compatibles el trabajo con la nobleza, especialmente la cédula de 1783 declarando honestas las profesiones y el comercio. También merece ser mencionada la creación en 1771 de la Real Orden de Carlos III, pensada para recompensar a aquellos que prestaran servicios civiles, militares o cortesanos a la Corona y que fue concedida a nobles de alta alcurnia pero también a funcionarios de reconocido mérito. Y cuarto: limpiar el mundo de los hidalgos eliminando a quienes no pudieran probar adecuadamente su hidalguía como se decretó en 1760 y 1785. En definitiva, el absolutismo ilustrado quiso evitar la nobleza empobrecida y la inclinación hacia el rentismo (en detrimento de los negocios) de quienes tenían capital y prestigio social para ennoblecerse, al tiempo que se propuso regenerar a la nobleza titulada para convertirla en la clase dirigente que la nación precisaba. La conciencia de que esta última tarea era una quimera fue creando en las autoridades reformistas un cierto escepticismo posibilista: al final sólo aspiraron a que la gran nobleza no fuera un obstáculo para los cambios graduales que ellos propugnaban.
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La distribución geográfica de la nobleza en la España del siglo XVIII era muy desigual. En la cornisa cantábrica, excepción hecha de Galicia, existía de facto una especie de nobleza universal, que en ocasiones alcanzaba a la mitad de la población: en Asturias casi al 35 por ciento, en Guipúzcoa al 42 por ciento y en Vizcaya al 48 por ciento. El porcentaje de nobles descendía conforme se avanzaba hacia el sur. Así, en territorios de León, Burgos, Navarra y Soria, se estima que la nobleza oscilaba entre un 5 y un 10 % de la población. Mucho menor era el peso porcentual de los nobles en zonas como Toro, Valladolid, Palencia, sur de Burgos y Soria, Aragón, Madrid o Murcia. En estos lugares la nobleza significaba entre el 1 y el 5 % de la población. Por último, en el resto de España el porcentaje de nobles hay que situarlo en cantidades menores al 1 %. En términos generales, se puede decir que los grandes títulos, como los Alba, Osuna o Medinaceli, siguieron siendo más de un centenar. Los nobles titulados fueron al final de siglo unos 1.300, gracias a la política de los Borbones de premiar con títulos los servicios prestados a la Monarquía. En última instancia, la cantidad de hidalgos, la escala inferior de la nobleza, pasó de 722.000 a 400.000, al serles exigidas pruebas de hidalguía a quienes decían serlo.
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Resulta difícil precisar con exactitud las personas que componían este estamento, ya que en los padrones, realizados con fines fiscales en su mayoría, no aparecen mencionados casi nunca los miembros de la nobleza. Con todo, se estima que su número podría ascender a un diez por ciento de la población, repartido de forma muy desigual, pues mientras en las provincias cantábricas la mitad de sus habitantes eran hidalgos, en otras regiones la nobleza era una minoría, ubicada por lo común en ciudades, sin representación en los pueblos, dándose el caso de que en bastantes lugares todos los vecinos eran pecheros y en otros los hidalgos no constituían siquiera tres familias, las necesarias para que pudieran disfrutar de la mitad de oficios. Según los tratadistas, había tres tipos de nobleza: la de virtud, la innata o heredada y la civil o política creada por el soberano. De las tres, sólo la innata, la transmitida por la sangre, adquirió crédito y aceptación general. Ahora bien, como el reconocimiento social de la nobleza se traducía en el goce de unos determinados privilegios de carácter público (judiciales, fiscales, etc,.), la obtención de éstos por merced del soberano igualaba a sus beneficiarios con los nobles de sangre, razón por la cual muchas familias tuvieron que probar su nobleza y obtener la correspondiente certificación, la carta de ejecutoria, configurándose, de este modo, dos tipos de nobles: los de ejecutoria y los de notoria nobleza. Demostrar que se era noble entrañaba, sin embargo, grandes dificultades y riesgos. Ciertamente, el ostentar un escudo de armas, el estar exento de alojamientos, el tener patronatos de capillas y casas solariegas, el poseer una regiduría y gozar de la estima de hidalgo entre sus vecinos por vivir de las rentas, rodeado de criados y sin desempeñar oficio mecánico o vil, facilitaba mucho las cosas, pero las probanzas indagaban en la vida de cada uno de los miembros de la familia y de sus antepasados, lo que a veces deparaba sorpresas desagradables. Para evitar sobresaltos algunas familias procuraron granjearse el testimonio favorable a sus pretensiones de las personas que debían testificar en las pruebas, o consiguieron que sus nombres fueran tachados de los padrones de moneda forera y del servicio ordinario y extraordinario, cuando no que fueran incluidos en las nóminas de hidalgos e incluso anotados como tales en los libros parroquiales. Con todo, el riesgo era indudable, pues se podían descubrir en las pesquisas antepasados que hubiesen ejercido algún oficio vil o, lo que es peor, que fuesen de origen judío, una mácula que afectaba al linaje y frenaba las posibilidades de ascenso en la jerarquía nobiliaria, como sagazmente advirtiera Francisco de Quevedo a un amigo: "No revuelvas los huesos sepultados,/que hallarás más gusanos que blasones,/en litigios de nuevo examinados:/ que de multiplicar informaciones puedes temer multiplicar quemados,/y con las mismas pruebas Faetones". Dentro de la nobleza, por supuesto, existían diversos grados. A la cabeza del estamento, y dejando aparte a los Infantes, a los hijos de los reyes, figuran en primer término los Grandes. Su origen no está nada claro, si bien a partir de 1520 Carlos I definió legalmente su existencia y, lo que es más importante, determinó qué familias con título nobiliario tenían derecho a utilizarlo. Los linajes que merecieron este honor fueron, desde luego, los más selectos y poderosos de las Corona de Castilla y de Aragón así como de Navarra (Villahermosa, Denia, Segorbe, Lerín, Medinaceli o Alba, por citar unos cuantos), a los que se incorporaron más adelante otros, algunos sólo con carácter vitalicio. Entre sus privilegios más sobresalientes estaba el de poder cubrirse ante el monarca, ocupar un puesto destacado en la capilla real, preceder a los obispos, desempeñar altos cargos militares en el ejército, tener entrada libre en palacio y no ser presos sin cédula especial del soberano. Con Felipe IV su número aumentó, otorgándose en 1640 este privilegio a diez casas, cifra que en el reinado de Carlos II se eleva a 24, incluido algún banquero -es el caso de Francisco Grillo, que entregó a cambio de la merced 300.000 pesos de plata-, lo que provocó una cierta devaluación del título, estableciéndose a partir de entonces tres categorías de Grandes: de primera, segunda y tercera clase. Los títulos nobiliarios en Castilla se reducen a los de marqueses y condes, pues los duques entraban automáticamente en la categoría de Grandes, los vizcondados se otorgaban de forma transitoria, como paso previo a la obtención del título de conde, y no se expedían ya títulos de barones ni de ricoshombres. Su número creció muy rápidamente en el siglo XVII, ya que a los existentes a la muerte de Felipe II se añadieron los creados por Felipe III (20 marqueses y 25 condes), Felipe IV (67 marqueses y 25 condes) y Carlos II (nada menos que 5 vizcondados, 78 condados y 209 marquesados), aun cuando muchos de estos nuevos títulos resultaron efímeros. El criterio adoptado ahora para la concesión de un título de nobleza no fue exclusivamente el del servicio prestado a la Corona en el ejército -a veces bastaba con haber levantado una tropa, como Luis Ortiz de Zúñiga, elevado al rango de marqués de Valencia- y en la burocracia; también se concedieron, y con profusión, a quienes podían comprarlo o a quienes tenían créditos contra la Real Hacienda, una práctica esta última ya antigua -recordemos al Tesorero General Melchor de Herrera, nombrado marqués de Auñón-, pero que se generaliza en los reinados de Felipe IV y Carlos II, como lo constata el ascenso a esta preheminencia social de Diego Fernández Tinoco (vizconde del Fresno), Ambrosio Donis (marqués de Olivares), Francisco Monserrat y Vives (marqués de Tamarit) y Francisco Grillo (marqués de Clarafuente), que se suman a los Spínola (marqueses de Balbases), los Balbis (condes de Villalegre), los Stratas (marqueses de Robledo de Chavela), los Piquinottis (condes de Villaleal) y los Cortizos, todos ellos asentistas de la Corona. Los señores de vasallos ocupaban un lugar inmediatamente posterior al de los nobles titulados, aunque no formasen una categoría nobiliaria, ya que cualquier individuo con caudal suficiente podía invertirlo en adquirir una villa, una jurisdicción o un señorío solariego. En la práctica, sin embargo, pocos serían los que no fueran hidalgos o no se estimasen como tales. A comienzos del siglo XVII, y a causa de la desmembración y venta de territorios eclesiásticos realizada en la centuria anterior, había en Castilla 254 señores de vasallos, número que se incrementó en el Seiscientos por la enajenación de numerosas villas y lugares, hasta un total de 40.000 vasallos, cifra máxima autorizada por las Cortes, pero rebasada, según da fe un informe de 1675, donde se evaluaban los vasallos enajenados en 53.089. Los caballeros de Ordenes Militares tampoco constituían una categoría especial dentro de la nobleza, a pesar de tener un carácter institucional, pues todos debían ser nobles. Los grandes y títulos obtenían el hábito sin dificultad, lo mismo que aquellos individuos cuyos padres, hermanos y otros parientes eran miembros de una Orden Militar, pero no sucedía así con el resto de quienes lo solicitaban, ya que debían superar unas pruebas en las que se indagaba su nobleza y su limpieza de sangre. En 1625 el número de beneficiarios de un hábito de las Ordenes de Santiago, Calatrava y Alcántara ascendía a 1.459, cifra que se elevó de forma desusada en el reinado de Felipe IV: sólo en la Orden de Santiago se despacharon entre 1626 y 1660 2.754 nuevos hábitos, muchos de los cuales recayeron en hombres de negocios al convertirse las probanzas en una mera formalidad, razón por la que desde 1652 se trató de erradicar los abusos más notorios. Los motivos que había para solicitar un hábito variaban según quien fuese el solicitante: mientras la nobleza titulada perseguía conseguir con su posesión el disfrute de una encomienda, es decir, un señorío territorial perteneciente a las Ordenes Militares -y las había verdaderamente ricas-, el interés de los caballeros e hidalgos, no digamos el de los banqueros y mercaderes, obsesivo en algunos casos, radicaba, sobre todo, en que su disfrute garantizaba, de una vez y para siempre, la nobleza y limpieza de sangre del linaje. Hidalgos y caballeros constituían la base de la nobleza y sólo se diferenciaban por el nivel de fortuna, pues cualquier hidalgo que tuviese un más que mediano pasar automáticamente se hacía llamar caballero, a fin de distinguirse de aquellos que no disponían de recursos suficientes para mantenerse con la dignidad debida y que se veían precisados a trabajar personalmente las pequeñas parcelas de tierra que poseían, si no desempeñaban oficios manuales considerados viles. Los autodenominados caballeros, por el contrario, formaban una élite de poder en el marco local, logrando hacerse los de mayor caudal con un hábito o un título nobiliario, si bien por lo común centraron sus aspiraciones en obtener regidurías vitalicias en las principales ciudades y villas de Castilla, y en administrar sus propiedades, integradas por fincas rústicas y urbanas -éstas más cuantiosas-, juros y censos, los primeros en franca devaluación. Junto a hidalgos y caballeros aparecen determinadas situaciones prenobiliarias o de dudosa nobleza. Entre ellas hay que mencionar los privilegios económicos que gozaban aquellos individuos del tercer estado que tenían doce hijos varones -son los denominados hidalgos de bragueta- y aquellos otros, los caballeros cuantiosos, que contribuían con sus haciendas a la defensa de las villas en las que residían, sobre todo las situadas en el litoral andaluz. Por esta última vía numerosos plebeyos debieron acceder a la nobleza, pues no de otro modo se explica que las ciudades con voto en Cortes lograran imponer al soberano, entre otras condiciones inexcusables para aprobar el servicio de millones, que fueran disueltos los caballeros cuantiosos, lo que así se decreta por Real Cédula de 1619. La importancia de los grandes y títulos en la vida política del siglo XVII se refleja, sin duda, en la presión social que se produjo para que la Corona incrementara su número, aun a costa de devaluar su prestigio. Igualmente se advierte en su riqueza. A comienzos de la centuria se calculaban sus rentas en España por la explotación de sus señoríos solariegos, por el disfrute de los impuestos reales que habían adquirido, por los bienes mostrencos, por los ingresos propiamente jurisdiccionales, por el comercio y por las mercedes obtenidas del rey, en 5 millones de ducados, cifra que fue aumentando progresivamente, pues a mediados del siglo se estimaban en 7 millones de ducados, no obstante la crisis económica que les afectó y que procuraron paliar, como acertadamente ha estudiado Charles Jago para el caso del duque de Béjar, mediante una vigilancia mayor de sus administradores, intensificando la explotación de sus fincas y de sus vasallos o recortando los gastos suntuarios, medidas que no siempre obtuvieron los resultados esperados. A finales del siglo XVII la aristocracia parece haberse recuperado de la crisis económica, si no en su conjunto, al menos individualmente. Esto se aprecia, por ejemplo, en los desembolsos que realizan para adquirir rentas de la Corona, preferentemente alcabalas y unos por ciento, pues nada menos que el 26 por ciento de las enajenadas en el reinado de Carlos II fueron incorporadas a sus patrimonios, destacando las compras efectuadas por los condes de Castrillo, Galve y Villahumbrosa, los marqueses de La Vega y de Mejorada, y el duque del Infantado, que adquiere, entre otras, las alcabalas de Almansa, Quintanar, Sigüenza, Socuéllamos y Taracena. El afán de los plebeyos enriquecidos por integrarse en la nobleza respondía a unos objetivos muy precisos, no exclusivamente materiales, pues a las exenciones fiscales que todo noble gozaba, sin duda importantes, se sumaban una serie de privilegios jurídicos de no menor interés, como el no poder ser atormentados -salvo en ciertos delitos, tal que el de lesa majestad-, ni ahorcados, ni azotados, ni condenados a galeras, ni encarcelados por deudas civiles. Además, la pertenencia al estamento nobiliario, requisito imprescindible en los ayuntamientos de las grandes ciudades y villas, facilitaba el desempeño de las regidurías de los concejos, cargo que permitía a su titular intervenir en la vida económica del municipio en beneficio propio, impidiendo que prosperasen iniciativas en materia de abastos y de precios que perjudicasen sus intereses o los de sus familiares.
obra
Esta composición de Hodler, al igual que la del El día, responde al monumentalismo simbolista propios de este artista. Llama la atención el equilibrio de las masas, más próximo a Puvis de Chavannes que al simbolismo alemán. En esta obra Hodler trata de plasmar el dramatismo que supone la existencia humana y el ritmo del universo, en una escena mística y atormentada.
contexto
En este mundo marginal y carente de unidad, ajeno a los movimientos del mundo culto de la época, nació, en un momento fatalmente propicio, el movimiento religioso más repentino y expansivo que los siglos recuerdan. El Islam, palabra inventada por su fundador para designar la sumisión o renuncia del creyente a sí mismo ante la voluntad del Dios Unico, es la religión del libro por antonomasia, pues el Corán glorioso, inscrito en la Tabla guardada cuidadosamente (en el cielo) fue dictado en árabe por el arcángel Gabriel al Profeta entre los años 610 y 632, memorizado por éste, recitado a sus seguidores a la manera del kahin, o augur tribal, y compilado finalmente hacia el año 653.Mahoma tomó la mayor parte de su material exterior de formas laterales y semiheréticas del judaísmo y del cristianismo oriental, casi siempre mal entendidas y manipuladas, y así el Islam pudiera haber sido otra de las numerosas sectas cristianas que florecían por doquier en aquella época; no obstante, su insistencia en ser una revelación directa de Allah y su idea de completar y superar el mensaje del Viejo Testamento y el Evangelio, la convirtió en una forma religiosa nueva, moderna, sencilla y fecunda.Mahoma, o Abu-l-Qasim Muhammad ibn Abd Allah, nació en La Meca hacia el año 570, en el seno de una familia importante pero pobre del clan de los Banu Hasim, de la qabila Qurays; su abuelo, Abd al-Muttalib, que era el guardián del pozo sagrado de Zemzem se encargó de él a la temprana muerte de sus padres. Mahoma fue pastor y parece que viajó en las caravanas hasta Siria, donde llegó a tener alguna información sobre el cristianismo, quizá a través de eremitas, quizá esenios. A los veinticinco años se casó con Jadiya, viuda acomodada que le había tomado a su servicio, alcanzando la seguridad económica que no tenía de nacimiento.Cuando tenía treinta y ocho años fue reconstruida la Kaaba, empresa que refleja el ambiente religioso y artístico de La Meca; para la obra se utilizó la madera procedente de un barco naufragado e incluso se encargó a un marinero de éste, de origen abisinio, la dirección de los trabajos, completados con una decoración pictórica entre cuyos temas aparecían Abraham y María con Jesús en el regazo. Hasta después de cumplidos los cuarenta años no inició Mahoma la práctica de retirarse, al modo de los anacoretas sirios, a una cueva del monte Hirat, cercano a La Meca, y fue allí, durante la Laylat al-qadr (Noche del Destino), donde se le apareció en sueños el arcángel Gabriel, que le ordenó leer en nombre de Dios; a raíz de esta experiencia, su familia y enemigos le confirmaron en la idea de su misión trascendente, como profeta nacional de los habitantes de Arabia, capaz de abolir los cultos antiguos pero, como cesaron las visiones durante tres años, cayó en una persistente depresión.Pero llegaron nuevos mensajes, casi siempre en el contexto de ciertos estados psíquicos, y con ellos el mandato de recitar públicamente lo que se le revelase. Al principio no existió conflicto con sus paisanos, pero hacia el año 613 comenzaron a ridiculizar sus novedades y al poco hubo de buscar refugio con su familia y algunos adeptos entre las gentes de su tío Abu Manaf. En aquellos años de dificultades murieron éste y Jadiya, y el Profeta, tras algunos ensayos de emigración, volvió a su ciudad natal donde se casó con otra viuda, iniciando así una serie polígama de nueve esposas.En el año 620 inició los contactos con habitantes de Yatrib, la segunda ciudad del Hiyaz y no pasaría mucho tiempo (24 de septiembre del 622) sin que se produjese la emigración (Hégira, o hiyra inicio de la cronología islámica establecido en el 16 de julio de aquel año) a esta ciudad, pronto rebautizada como Madinat al-Nabi (Ciudad del Profeta). Allí, en pugna constante con la poderosa comunidad judía local, se constituyó la primera Umma o comunidad islámica, que pronto poseyó una cierta expresión arquitectónica, pues, aunque el Profeta consideraba que "la cosa más inútil a la que se pueden dedicar los medios del creyente es a construir", sus decisiones en esta materia inauguraron ciertos aspectos básicos del futuro arte musulmán, pues hizo construir una casa consistente en un recinto cuadrado de tapial, con cobertizos de palma y barro además de unas cabañas de adobe, adosados todos ellos al cercado; en ella residió con su familia y sus seguidores más necesitados, iniciando con ello la práctica de uno de los cinco Pilares del Islam, es decir la zakat o limosna.Otro de estos arkan al-Islam fue la salat u oración ritual, que en tiempos de Mahoma se realizaba en cualquier lugar, pero sobre todo en una explanada suburbana, que se llamó la musalla, cuyo uso como lugar de inicio de expediciones militares fue preponderante hasta que, a imitación de las sinagogas e iglesias, los musulmanes crearon la mezquita, que fue en origen como una porción de la musalla trasladada al interior de la ciudad. Ya en un primer momento Mahoma, como era norma en casi todos los usos religiosos antiguos, instituyó una dirección para la plegaria colectiva, que fue, para atraer a los judíos medineses, la de Jerusalén (al noroeste de Medina), pero pronto, hacia el año 624, ante la contumaz hostilidad de éstos, la cambió hacia La Meca, al Sur. Pasado el tiempo, en cada ámbito de oración la orientación hacia la Kaaba (qibla) quedó inequívocamente asignada por un nicho vacío (mihrab) en el que se ha querido ver, además, el recuerdo de ábsides cristianos o la exedra abovedada considerada como lugar de honor.El ambiente urbano y el incremento de sus adeptos aconsejó a Mahoma, lo mismo que despreció los días sagrados de las otras gentes del libro, adoptando por eliminación el viernes como día de la oración comunitaria, la necesidad de convocarla desde un lugar alto, haciendo a grito pelado la llamada (adan) que contiene la expresión de otro de los pilares, la sahada o profesión de fe en el Islam; así surgió la necesidad de la torre que en castellano llamamos alminar (manar).El monarca y profeta de Medina incrementó su poder a costa de los judíos, que fueron masacrados en cuanto se convenció de la imposibilidad de convencerlos; poco a poco fue consolidando su dominio sobre las poblaciones y territorios vecinos, de forma que el 11 de enero del año 630 ocupó La Meca, tras una serie de lances entre tropas de ambas ciudades. Ante la Kaaba, Mahoma, tras destruir los ídolos y fetiches, proclamó los principios e intenciones básicas de la nueva manera de entender la existencia, pero aun entonces tuvo varios gestos, como el de conservar los frescos cristianos mencionados anteriormente, que explicaban su idea de la superación de las religiones reveladas y, de paso, su voluntad de no cerrarse a la coexistencia con ellas.Desde este momento el dominio islámico se extendió, prácticamente, a toda Arabia, ya fuese mediante conquista o pactos, que incluyeron el envío de misioneros; entre los sometidos se encontraron algunos pequeños Estados cristianos, con quienes el Profeta estableció acuerdos muy tolerantes para todos, incluidos los entes eclesiásticos. En el 632 institucionalizó Mahoma, con su presencia triunfal, la peregrinación ritual a La Meca, que, junto a la celebración del noveno mes del nuevo calendario, aumentaron la cifra de los arkam al-Islam. Pocas semanas después el Profeta enfermó en su casa de Medina, donde murió el 8 de junio del año 632; fue sepultado en la misma habitación. El lugar no se convirtió en santuario hasta el año 657, cuando la capitalidad se trasladó a Kufa.
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Asentados los españoles y sus aliados tlaxcaltecas en la gran capital mexica, Tenochtitlan, desde el 8 de noviembre de 1519, los éxitos de Cortés llegaron a los oídos del gobernador de Cuba, Diego Velázquez quien, celoso, resolvió enviar una tropa al mando de Pánfilo de Narváez para capturarlo y enviarlo a Cuba. El conocimiento de este hecho obligó a Cortés a salir de la ciudad y dirigirse a Cempoala para atajar a las tropas de Narváez, dejando a Pedro de Alvarado como responsable de las huestes cristianas y sus aliados indios. En un alarde más de astucia, dirigió un ataque por sorpresa que consiguió reducir a las tropas de Narváez e incorporarlas a su ejército, formado ahora por 1.300 hombres con 96 caballos y 160 ballesteros y escopeteros. Entretanto, en Tenochtitlan los mexica se preparaban para celebrar la gran fiesta del mes "toxcatl" en honor de sus dioses principales, autorizada por Cortés a cambio de no realizar sacrificios humanos. Los españoles comenzaron entonces a sospechar que la fiesta podría ser el comienzo de una rebelión, posiblemente alentados por sus aliados indios, y así, el mismo día de la fiesta, cuando toda la nobleza mexica se hallaba reunida, Alvarado ordenó el asesinato de más de seiscientos señores principales. La respuesta indígena no se hizo esperar, y al regreso de Cortés a la ciudad se encontró a sus hombres cercados, hambrientos y desesperados. Intentó calmar la situación obligando a Moctezuma a dirigirse a la multitud desde el balcón de palacio, pero resultó asesinado sin que las crónicas acuerden si fueron las pedradas o flechas de la multitud o el puñal de un español. Hostigados y hambrientos, los españoles y sus aliados resuelven abandonar cautelosamente la ciudad siete días más tarde, la noche del 30 de junio de 1520, no sin antes repartir el oro entre los hombres y apartar el quinto para el rey. Puestos en camino por la Calzada de Tacuba, los primeros en salir consiguieron hacerlo sin ser advertidos, llevando consigo puentes portátiles de madera para cruzar los canales. Al llegar al cuarto canal, una mujer que sacaba agua los vio y dio el grito de alarma. Inmediatamente se corrió la voz y multitud de barcas y guerreros a pie se dirigieron hacia el canal para cortarles la retirada, pertrechados los mexica con escudos, macanas y lanzadardos. Una multitud de flechas y piedras cayeron hacia los españoles, quienes respondieron a golpe de ballesta y arcabuz. Los muertos caían de uno y otro lado, mientras los supervivientes españoles intentaban avanzar a duras penas. El peso del botín de oro hundió a muchos en las aguas. Al llegar al llamado canal de los toltecas, perseguido por los mexicas, numerosos españoles, indios y caballos se despeñaron, quedando el canal cegado por los cuerpos. Apoyándose en las víctimas consiguieron atravesarlo y llegar hasta Popotla. Tras una breve pausa, hasta allí llegaron "dando alaridos, hechos una bola en torno de ellos los mexicanos", apresando y matando a los españoles y a sus aliados. Estos se ven obligados a seguir huyendo, perseguidos, hasta Tacuba, donde muere el hijo de Moctezuma atravesado por un tiro de ballesta. Luego de ahí vadearon un riachuelo, deteniéndose en la población de Otumba, protegida por una muralla de madera. El jefe del poblado les dio la bienvenida y les ofreció refugio y comida. Aquí, debieron rechazar un último y feroz ataque del que se salvaron de morir gracias a que consiguieron matar al capitán de los mexica. Las primeras luces del día hicieron cesar el ataque de los indios, quienes decidieron volver sobre sus pasos al "canal de los toltecas" y apropiarse de los dejado por los españoles en su huída: cañones, arcabuces, espadas, lanzas, albardas, arcos de metal y saetas de hierro. También se lograron cascos de hierro, cotas y corazas, escudos de cuero, de metal y madera. Y recuperaron el oro, en barras, en discos, en polvo, en collares... Guiados por sus aliados, las tropas de Cortés alcanzaron la ciudad amiga de Tlaxcala una semana después. Estaban enfermos, heridos y despojados. El resultado de la batalla fue desastroso para los españoles, contando centenares de bajas, entre ellas Ana, la hija de Moctezuma, embarazada de Cortés. El mismo Cortés perdió dos dedos de la mano izquierda. Las víctimas entre sus aliados, atacados con especial saña por los mexica, se contaron por miles. Tras veinte días de reposo, Cortés comienza de nuevo la conquista de Tenochtitlan, abandonando la anterior actitud diplomática y organizando un calculado ataque por tierra y agua que, esta vez sí, dejará la ciudad en manos españolas.
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Asentados los españoles y sus aliados tlaxcaltecas en la gran capital mexica, Tenochtitlan, desde el 8 de noviembre de 1519, los éxitos de Cortés llegaron a los oídos del gobernador de Cuba, Diego Velázquez quien, celoso, resolvió enviar una tropa al mando de Pánfilo de Narváez para capturarlo y enviarlo a Cuba. El conocimiento de este hecho obligó a Cortés a salir de la ciudad y dirigirse a Cempoala para atajar a las tropas de Narváez, dejando a Pedro de Alvarado como responsable de las huestes cristianas y sus aliados indios. En un alarde más de astucia, dirigió un ataque por sorpresa que consiguió reducir a las tropas de Narváez e incorporarlas a su ejército, formado ahora por 1.300 hombres con 96 caballos y 160 ballesteros y escopeteros. Entretanto, en Tenochtitlan los mexica se preparaban para celebrar la gran fiesta del mes "toxcatl" en honor de sus dioses principales, autorizada por Cortés a cambio de no realizar sacrificios humanos. Los españoles comenzaron entonces a sospechar que la fiesta podría ser el comienzo de una rebelión, posiblemente alentados por sus aliados indios, y así, el mismo día de la fiesta, cuando toda la nobleza mexica se hallaba reunida, Alvarado ordenó el asesinato de más de seiscientos señores principales. La respuesta indígena no se hizo esperar, y al regreso de Cortés a la ciudad se encontró a sus hombres cercados, hambrientos y desesperados. Intentó calmar la situación obligando al huey tlatoani Moctezuma a dirigirse a la multitud desde el balcón de palacio, pero resultó asesinado sin que las crónicas acuerden si fueron las pedradas o flechas de la multitud o el puñal de un español. Hostigados y hambrientos, los españoles y sus aliados resuelven abandonar cautelosamente la ciudad siete días más tarde, la noche del 30 de junio de 1520, no sin antes repartir el oro entre los hombres y apartar el quinto para el rey. Puestos en camino por la Calzada de Tacuba, los primeros en salir consiguieron hacerlo sin ser advertidos, llevando consigo puentes portátiles de madera para cruzar los canales. Al llegar al cuarto canal, una mujer que sacaba agua los vio y dio el grito de alarma. Inmediatamente se corrió la voz y multitud de barcas y guerreros a pie se dirigieron hacia el canal para cortarles la retirada, pertrechados los mexica con escudos, macanas y lanzadardos. Una multitud de flechas y piedras cayeron hacia los españoles, quienes respondieron a golpe de ballesta y arcabuz. Los muertos caían de uno y otro lado, mientras los supervivientes españoles intentaban avanzar a duras penas. El peso del botín de oro hundió a muchos en las aguas. Al llegar al llamado canal de los toltecas, perseguido por los mexicas, numerosos españoles, indios y caballos se despeñaron, quedando el canal cegado por los cuerpos. Apoyándose en las víctimas consiguieron atravesarlo y llegar hasta Popotla. Tras una breve pausa, hasta allí llegaron "dando alaridos, hechos una bola en torno de ellos los mexicanos", apresando y matando a los españoles y a sus aliados. Estos se ven obligados a seguir huyendo, perseguidos, hasta Tacuba, donde muere el hijo de Moctezuma atravesado por un tiro de ballesta. Luego de ahí vadearon un riachuelo, deteniéndose en la población de Otumba, protegida por una muralla de madera. El jefe del poblado les dio la bienvenida y les ofreció refugio y comida. Aquí, debieron rechazar un último y feroz ataque del que se salvaron de morir gracias a que consiguieron matar al capitán de los mexica. Las primeras luces del día hicieron cesar el ataque de los indios, quienes decidieron volver sobre sus pasos al "canal de los toltecas" y apropiarse de los dejado por los españoles en su huída: cañones, arcabuces, espadas, lanzas, albardas, arcos de metal y saetas de hierro. También se lograron cascos de hierro, cotas y corazas, escudos de cuero, de metal y madera. Y recuperaron el oro, en barras, en discos, en polvo, en collares... Guiados por sus aliados, las tropas de Cortés alcanzaron la ciudad amiga de Tlaxcala una semana después. Estaban enfermos, heridos y despojados. El resultado de la batalla fue desastroso para los españoles, contando centenares de bajas, entre ellas Ana, la hija de Moctezuma, embarazada de Cortés. El mismo Cortés perdió dos dedos de la mano izquierda. Las víctimas entre sus aliados, atacados con especial saña por los mexica, se contaron por miles. Tras veinte días de reposo, Cortés comienza de nuevo la conquista de Tenochtitlan, abandonando la anterior actitud diplomática y organizando un calculado ataque por tierra y agua que, esta vez sí, dejará la ciudad en manos españolas.
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El agua tuvo una importancia fundamental en la cultura de al-Andalus. Buena parte de sus expresiones artísticas juegan con su movimiento y sonido o recurren a imágenes de ella. El agua permite una agricultura intensiva y nueva. Es además una fuerza motriz de primera importancia y una energía renovable. Para su aprovechamiento se idearon numerosos ingenios. Uno de ellos es la noria llamada de sangre. Esta noria era accionada por tracción animal y se utiliza como sistema de elevación de las aguas de pozos que no superan los 10 metros de profundidad. Consta de un engranaje de dos ruedas de eje corto: una horizontal que a su vez impulsa otra vertical. A ésta se ataban varios envases o alcaduces. Al girar la rueda dentro del pozo los alcaduces se llenan y se vacían en el exterior, donde el agua se recoge. Además de este ingenio, la agricultura andalusí se sirvió de muchos otros sistemas de aprovechamiento hidráulico, que convirtieron algunas zonas de al-Andalus en un auténtico vergel.