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La Ilustración alcanzó también los territorios extrapeninsulares, como en el caso de Canarias, donde arraigaría con notable vigor. También aquí la expansión de las corrientes ilustradas ha de ponerse en relación con las tertulias, particularmente con la celebrada en casa de Tomás Lino de Nava, quinto marqués de Villanueva del Prado, en su palacio de La Laguna, o con la desarrollada en casa de los Iriarte en Puerto de la Cruz, a la que concurrían hombres como el periodista José Clavijo y Fajardo y el científico Agustín de Betancourt, aunque todos ellos abandonarían pronto el archipiélago para instalarse en la Corte. José Viera y Clavijo también dejaría Canarias para acompañar al joven marqués de Santa Cruz por Europa (legándonos como testimonio su crónica Viajes a Francia, Flandes, Italia y Alemania por los años de 1777 a 1781, publicados en 1849), pero más tarde se reintegraría a su tierra natal para hacerla objeto de estudio en su Historia Natural de las Islas Canarias (1772-1783). La llama de la Ilustración, pese a tanta ausencia, sería mantenida por los socios de las Sociedades Económicas de Las Palmas (fundada por el obispo Juan Bautista Servera y cuyo principal impulsor sería el propio Viera y Clavijo) y La Laguna, fundada por el mencionado marqués de Villanueva del Prado y seguida posteriormente por su hijo, Alonso de Nava, quien además se ocuparía de dejar por escrito sus ideas agronómicas y de fundar y dirigir durante más de cuarenta años el Jardín Botánico de la Orotava, centro de aclimatación de plantas tropicales.
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La Ilustración castellana desplegó sus actividades a lo largo del siglo, pero sobre todo en su segunda mitad, en una multitud de direcciones, a partir de los dos principales focos de irradiación que fueron las Universidades y las Sociedades Económicas de Amigos del País. Así como la Universidad de Valladolid se vio alcanzada por el proceso de renovación de los planes de estudios en 1771, la Universidad de Salamanca, que sólo a regañadientes aceptó la reforma impuesta desde las instancias gubernamentales, reunió en cambio en su seno a un grupo bien cohesionado de reformistas que ha merecido el apelativo de escuela iluminista salmantina y que incluía a nombres tan representativos del movimiento ilustrado como el ensayista José Cadalso, el polemista Juan Pablo Forner o el poeta Juan Meléndez Valdés. Vinculados a la universidad salmanticense estuvieron además, en la primera mitad del siglo, Diego de Torres Villarroel, catedrático en sus aulas, y en sus postrimerías algunos de los nombres capitales del liberalismo español, como Manuel José Quintana, Diego Muñoz Torrero, que fue rector y más tarde presidente de las Cortes de Cádiz, y Ramón de Salas, también rector y más tarde escritor constitucionalista, autor de unas Lecciones de Derecho público constitucional (1823) de gran influjo tanto en España como en Hispanoamérica. Valladolid, por su parte, impulsaría, al margen de la Universidad, un importante movimiento académico, que llevaría a la fundación de diversas instituciones, como la Academia Geográfico-Histórica de Caballeros Voluntarios, la Academia de Medicina, la Academia de San Carlos de Jurisprudencia Nacional Teórico-Práctica y la Academia de Nobles Artes de la Purísima Concepción. Contaría Valladolid asimismo con una Sociedad Económica de Amigos del País, que sería una de las más activas de Castilla, como demuestra la creación de sendas cátedras de economía civil y agricultura, la constitución siguiendo el modelo de la Sociedad Matritense de una Asociación de Damas, o la elaboración de interesantes memorias por parte de sus socios, uno de los cuales, el mexicano José Mariano de Beristain, publicaría entre 1787 y 1788 el Diario Pinciano, como medio de difusión de la ideología de las Luces. No todas las sociedades patrióticas castellanas alcanzaron, en todo caso, el nivel de la vallisoletana. En su conjunto dirigieron sus esfuerzos al fomento de la industria popular creando numerosas escuelas de hilados y otras labores artesanales, al desarrollo de la nueva agricultura mediante el impulso de nuevos cultivos (como la rubia o el azafrán en Valladolid) o la información sobre nuevas técnicas de labranza, y a la promoción de la enseñanza tanto profesional como de primeras letras. Algunas trataron de crear instituciones de enseñanza superior, como la de Talavera de la Reina, que obtuvo la aprobación de una Academia de Matemáticas, o la de Yepes, que fundó un Seminario de Gramática de breve trayectoria. Otras se beneficiaron del trabajo de enérgicas personalidades ilustradas, como la de Segovia, que contó con la infatigable actividad de Vicente Alcalá Galiano, empeñado en la difusión de las teorías económicas de Adam Smith. Otras, en cambio, como la de Avila, hubieron de contentarse con combatir el problema de la desoladora pobreza de su entorno a partir de medios tan rudimentarios como el reparto de sopas económicas. Otras, finalmente, como la de Vara del Rey, no llegaron a constituirse pese a los esfuerzos de su prestigioso promotor, el conocido ilustrado León de Arroyal, que vio denegada su solicitud por la poca entidad de la población.
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La Ilustración catalana estuvo a la altura de la sobresaliente expansión económica del Principado, que condicionó de modo muy particular la fisonomía de sus creaciones en el plano de la enseñanza y de la cultura en general. Los primeros impulsos reformistas procedieron, sin embargo, de la Corona y se concretaron en la Universidad de Cervera, llamada a ser un centro modélico erigido de nueva planta al margen de los vicios de las instituciones universitarias tradicionales, una auténtica Atenas borbónica, pero que no llegó a alcanzar el alto grado de eficacia al que se apuntaba, ni antes ni después de la expulsión de los jesuitas, que habían conformado su trayectoria durante el primer medio siglo de su existencia. También tienen origen oficial la Academia Militar de Matemáticas y el Colegio de Cirugía del Ejército. La enseñanza superior dirigida por los jesuitas contaba con otro centro prestigioso, el Colegio de Cordelles, entre, cuyas aulas y las cerverinas dividieron su docencia hombres de la talla de Mateo Aymeric, filósofo conectado con el círculo de Mayans y autor de una Historia Geográfica y Natural de Cataluña; de Antonio Nicolau, moralista y contradictor de Feijoo y el Barbadiño; y sobre todo de Tomás Cerdá, matemático y astrónomo, colaborador en la modernización de las escuelas militares y autor de un tratado de artillería destinado a su uso en aquellos establecimientos. También en medios eclesiásticos se desenvuelve la labor del grupo de eruditos del monasterio de Bellpuig de las Avellanas, presididos por Jaime Caresmar, interesado especialmente por temas históricos y económicos, autor de un Discurso sobre la Agricultura, Comercio e Industria, colaborador de Antonio de Capmany y cuya obra sería continuada por sus discípulos José Martí y Jaime Pascual, socio de los Amigos del País de Tárrega. Y eclesiásticos fueron también Félix Amat, arzobispo de Palmira, cuyos intereses se dividen entre el fomento de la industria catalana y el estudio de inspiración jansenista de la historia eclesiástica, y su sobrino Félix Torres Amat, el historiador de la literatura catalana, cuya obra erudita se desarrolla ya en el siglo siguiente. El movimiento académico alcanzó en Cataluña un alto grado de desarrollo, con la fundación de la Academia de Buenas Letras, la Academia de Ciencias y Artes (erigida en 1764 bajo la denominación de Conferencia Físico-Matemática Experimental), la Academia de Jurisprudencia (1777) y, sobre todo, la Academia de Medicina que, creada en 1770, contribuiría a hacer del siglo XVIII la edad de oro de la medicina catalana. Baste citar a este efecto la labor de las instituciones docentes como la Cátedra de Clínica (embrión de la futura Facultad de Medicina) o el Colegio de Cirugía ya mencionado, así como la obra de hombres como Pedro Virgili y Antonio Gimbernat, o como Francisco Salvá y Campillo, miembro de la Academia de Ciencias y Letras, titular de la Cátedra de Clínica, defensor de la vacuna e investigador infatigable en todos los campos, incluyendo el del transporte marítimo y aéreo con sus experiencias aerostáticas, realizadas junto con el célebre médico y físico Francisco Santponts, igualmente integrante de la Academia de Ciencias y Artes, profesor de la Junta de Comercio e investigador denodado de cuestiones agrarias e industriales. Las Sociedades Económicas de Amigos del País no encontraron un terreno abonado en Cataluña, pese al papel pionero representado en este campo por la temprana Academia de Agricultura de Lérida. Así, junto a los fallidos proyectos de constitución de institutos de este tipo en Barcelona, Gerona, Vic y Puigcerdá, sólo cabe contabilizar la labor de los Amigos del País de Tárrega, volcados esencialmente en el establecimiento del canal de Urgel para el regadío de las comarcas de poniente, y, sobre todo, de la Económica de Tarragona, promovida por el obispo Francisco Armañá y que contaría con la colaboración del ya citado Félix Amat y del destacado hombre de ciencia Antonio Martí Franqués, botánico y químico, autor de importantes trabajos sobre el sexo y la reproducción de las plantas. Sin embargo, la gran institución del reformismo ilustrado catalán fue la Junta Particular de Comercio de Barcelona, corporación creada para la defensa de los intereses de la burguesía mercantil e industrial de la capital, pero también organismo preocupado por el fomento de la economía del Principado. Una de sus iniciativas más significativas fue la fundación de establecimientos de formación profesional con el fin de proporcionar los conocimientos técnicos precisos al personal destinado a garantizar el buen funcionamiento de los sectores estratégicos de la vida económica. Así, la Escuela de Química se dedicó esencialmente al dominio de los colorantes, mientras la de Nobles Artes dirigía a sus estudiantes hacia el diseño textil en conexión con las necesidades de la industria del estampado, y la de Comercio trataba de formar a los empleados subalternos que precisaban las casas mercantiles. El mayor éxito se consiguió con la Escuela de Náutica, que formaría nuevas generaciones de pilotos de altura capaces de afrontar con garantías la navegación atlántica y que serviría de acicate a otras instituciones similares igualmente activas en otras poblaciones de tradición marinera, como la Escuela de Pilotos de Arenys y la Escuela Naval dirigida por los escolapios en Mataró. Precisamente para la Junta de Comercio compondría su obra fundamental, las Memorias históricas sobre la Marina, Comercio y Artes de la ciudad de Barcelona (1779), quien puede ser considerado el hombre más representativo de la Ilustración catalana, Antonio de Capmany (1742-1813). Político en activo, que intervino de manera destacada en el proyecto de repoblación de Sierra Morena y más tarde en las sesiones de las Cortes de Cádiz, nos ha dejado además una importante obra escrita en la que subyace un ambicioso proyecto de regeneración nacional a partir de los valores tradicionales catalanes y que constituye el trasunto del clima de confianza suscitado por el Despotismo Ilustrado en muchos de los mejores intelectuales de la época. El mismo sentido práctico presenta buena parte de la producción líteraria catalana de la época, que se expresa a través de las memorias científicas, los trabajos históricos (como el ya citado de Capmany o los Anales de Cataluña de Narciso Feliu de la Peña, de primeros de siglo, 1709), las reflexiones geográficas o económicas (como el ya citado discurso de Caresmar o, también a primeros de siglo, la Descripción geográfica del Principado, de José Aparici) o los artículos de prensa, difundidos en los precoces Diario Curioso y Diario Erudito (editados ambos por Pedro Angel de Tarazona, el máximo promotor de periódicos de la Cataluña setecentista) o en el más maduro Diario de Barcelona, de Pedro Pablo Ussón. Esta literatura se escribe generalmente en castellano, aunque no falten testimonios de obras considerables que emplean el catalán (como la crónica diaria vertida por el barón de Maldá en su Calaix de sastre) y aunque algunos autores sostengan encendidamente la reivindicación de la lengua vernácula, como ocurre con Baldiri Reixach en sus Instruccions per a l'ensenyança de minyons. En este sentido es paradigmática la actitud de Capmany, tránsfuga al castellano pese al amor manifiesto por su tierra natal, que escribió, entre otras obras, unos Discursos analíticos sobre la formación y perfección de las lenguas y sobre la castellano en particular (1776), Formación de la lengua castellana (1776) y un Diccionario francés-español (1801), además de publicar un Teatro histórico-crítico de la elocuencia castellana, en realidad una antología de textos clásicos en cinco volúmenes que ha sido considerada la obra más importante de la filología nacional en el siglo XVIII. Idéntico sentido utilitario al manifestado por la literatura advertimos en las creaciones artísticas, especialmente en la arquitectura, impulsada por los proyectos ofíciales de construcción de la Ciudadela (de cuyos edificios quedan aún hoy en pie el arsenal, la capilla y el palacio del gobernador), la Universidad de Cervera o el Colegio de Cirugía, o la urbanización del barrio de la Barceloneta, frente al puerto de la capital. Otros edificios se relacionan directamente con la expansión de la economía, como la remodelación en estilo neoclásico de la Lonja de Mar (cuyas alegorías del comercio y la industria ejecutaría el escultor Salvador Gurri), la construcción de la Aduana Nueva (cuya decoración pictórica sería encargada a Pedro Pablo Montaña, director de la Escuela de Dibujo de la Junta de Comercio) y también los palacios que la burguesía enriquecida se construye en la capital, como los de March, Larrard o Moja, decorado este último por Francisco Pla, el Vigatá, otro de los representantes de la renovación pictórica de la Cataluña ilustrada.
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El afán ilustrado de reforma y de modernización alcanzó también a la Iglesia española. Los partidarios de introducir elementos de racionalización en las estructuras eclesiásticas y de promover una depuración del sentimiento y de la práctica religiosa en el seno del catolicismo español fueron llamados jansenistas, término que, aplicado en este caso, poco tiene que ver con la acepción dogmática relativa a los postulados contenidos en la obra de Jansenio y condenados por la Iglesia, a no ser en lo que se refiere a la exigencia de un mayor rigorismo moral y de una mayor interiorización de la vivencia religiosa. Frente a Emile Appolis, que defendía la existencia de un tercer partido situado entre las posiciones ideológicas tradicionales y las declaradamente jansenistas y caracterizado por su voluntad reformista de inspiración meramente jansenizante, la realidad no avala tales distinciones y señala a los jansenistas españoles como la vanguardia reformista del catolicismo ilustrado. El contenido doctrinal del jansenismo hispano incluye algunos elementos de revisión dogmática (que patentizan la herencia erasmista presente en la literatura piadosa clásica), pero se define sobre todo por el regalismo, el episcopalismo y la reforma institucional y disciplinar. Estos fermentos de renovación no invalidan en absoluto, sino que refuerzan sin duda el profundo carácter católico del movimiento, que aparece como la encarnación de la Ilustración cristiana, que se propone la perfecta conciliación entre las verdades dogmáticas, aseveradas por la fe y la revelación, y los conocimientos nuevos que se abren al hombre moderno, avalados por la razón o la observación de la naturaleza, y que está íntimamente convencida de la compatibilidad entre la piedad y las Luces. Uno de los componentes del jansenismo hispano es el regalismo, es decir, el reconocimiento del derecho y la conveniencia de la intervención del poder político en el ámbito eclesiástico. Esta tradición intervencionista, arraigada en la práctica de la Monarquía española desde los albores de la constitución del Estado moderno, encontró una formulación teórica tajante desde los primeros años de la entronización de la nueva dinastía, gracias al famoso Pedimento redactado por Melchor de Macanaz, que constituye un verdadero tratado de regalismo para uso del joven Felipe V y que valió al autor la persecución eclesiástica y uno de los más notables empapelamientos de la época moderna. La práctica regalista no es tema a desarrollar con detalle, aunque también en este caso las medidas políticas estuvieron muy relacionadas con un estado de opinión creado a partir de la producción teórica. El Concordato de 1753, el régimen de exequatur, la imposición de la voluntad real en el caso Noris (cuando el rey respaldó frente a Roma la decisión inquisitorial de incluir su obra en el Índice), la propia limitación de los poderes del Santo Oficio por parte del soberano (como puso de manifiesto el caso Mésenguy, cuando el Inquisidor General se atrevió a condenar el catecismo del abate francés en contra del deseo expreso del monarca) y la expulsión de los jesuitas (considerados los depositarios de la intransigencia ultramontana), todas ellas son decisiones de la Corona que encontraron eco favorable cuando no incitación directa en los medios ilustrados. Del mismo modo, el episcopalismo puede ser considerado como la vertiente espiritual del Despotismo Ilustrado, por cuanto delega en el obispo, monarca absoluto de su diócesis, como por otra parte había pretendido el contrarreformismo tridentino, la responsabilidad de la reforma en su área de jurisdicción. En este terreno, el hecho más resonante fue el impropiamente llamado cisma de Urquijo, que no fue en realidad sino la devolución provisional al episcopado español de algunas atribuciones históricas que habían pasado a Roma, como era la facultad de otorgar dispensas matrimoniales, en un momento en que la administración pontificia se hallaba paralizada por la invasión napoleónica. Flor de un día, la medida de Urquijo, que sería defendida por el jansenista Antonio Tavira, a la sazón obispo de Salamanca, como un instrumento para el retorno a la prístina pureza de la Iglesia, revelaba los efectos de la difusión en España de obras como las de Van Espen, el famoso episcopalista holandés, o de documentos como los elaborados por el sínodo de Pistoia (1786) o como la Constitución Civil del Clero promulgada por la Francia revolucionaria. El jansenismo tuvo también una dimensión espiritual y dogmática, que se reclamaba asimismo de una lejana tradición. Por un lado, los ilustrados encontraron en las posiciones erasmistas presentes en la literatura religiosa española del Siglo de Oro un manantial inagotable de inspiración, de donde el interés en reeditar a los nombres clásicos de esa corriente, tarea en la que destacaría Gregorio Mayans, admirador de Luis Vives y precursor también en este campo. Del mismo modo, y en la misma línea, los jansenistas reclamaron la lectura de la Biblia en lengua vulgar, como se desprende del prólogo del rector de Valencia, Vicente Blasco, a la reedición de Los nombres de Cristo de fray Luis de León, o de la polémica desatada tras la publicación de la obra de su discípulo, el también valenciano Joaquín Lorenzo Villanueva, De la lección de la Sagrada Escritura en lengua vulgar, que precedió al edicto de 1782 autorizando dicha lectura, a un nuevo escrito de Villanueva, Recomendación de la lectura de la Biblia (que aunque de fecha tardía circuló probablemente antes en versión manuscrita), y a la versión castellana de la Escrituras redactada por el jansenista catalán Félix Torres Amat en 1823-1824. Otro frente fue la crítica a los textos que se empleaban para la formación de los fieles y, en especial, al catecismo de Ripalda. En este campo destaca la obra de José Yeregui, el Catecismo de Madrid, que introduce pautas más rigoristas en la valoración de los actos, privilegiando la caridad y la contricción frente al temor y la atrición como los motores que han de impulsar la voluntad de los fieles. Le siguieron los escritos de fray Pedro Centeno, que consideraba que el catecismo de Ripalda era un arsenal de embustes y patrañas y que el Misal contenía multitud de erratas, solecismos y disparates que era preciso corregir. La línea puede cerrarse con el Catecismo de Estado según los principios de la religión, redactado en 1793 dentro del espíritu regalista por Joaquín Lorenzo Villanueva, la figura más relevante del jansenismo tardío, que había de pasar del moderantismo ilustrado al liberalismo convencido, evolución que habría de valerle su exilio tras la segunda restauración del absolutismo fernandino. La crítica de las costumbres fue otro de los temas centrales de la publicística jansenista, que atacó la baja instrucción del clero, la excesiva riqueza de los institutos eclesiásticos o la relajación de la vida monacal, cuya reforma se abordaba extensamente en obras como la del valenciano Basilio Tomás Rosell, El monacato o tardes monásticas, publicada en 1787 en forma de diálogo, forma en que se vierten otras obras del mismo género, como El Filoteo en conversaciones del tiempo, de Antonio José Rodríguez (1786), o El jansenismo dedicado al Filósofo Rancio, publicada bajo seudónimo por Joaquín Lorenzo Villanueva. El púlpito y la prensa fueron también vehículos de difusión de las ideas jansenistas. El Censor ha podido ser considerado como el periódico portavoz del sector jansenista del clero español, ya que, en efecto, los temas eclesiásticos, como vimos al tratar de la utopía de los Ayparcontes, figuraron entre los más tratados en sus páginas. También un diario oficial, como el Mercurio Histórico y Político, contribuyó a divulgar las nuevas tendencias, publicando por ejemplo la instrucción pastoral del obispo de Pistoia sobre el Sagrado Corazón, o las conclusiones obtenidas en el sínodo celebrado en 1786 en aquella ciudad italiana, que constituyen uno de los documentos más significativos del movimiento reformista europeo en la esfera eclesiástica. El jansenismo, en su sentido de corriente reformista en el ámbito eclesiástico, impregna el pensamiento de la mayoría de los intelectuales ilustrados. En algunas figuras estas preocupaciones son las que dominan el primer plano de su contribución teórica o de su actuación pública, como ocurre en el caso del grupo valenciano, que cuenta en sus filas con Francisco Pérez Bayer, el reformador de los colegios mayores, con el rector Vicente Blasco y con Joaquín Lorenzo Villanueva, junto a algunos obispos, como Felipe Bertrán y José Climent. También en determinados círculos madrileños, como el de los canónigos de San Felipe el Real o el de los profesores de los Reales Estudios de San Isidro, que habían sustituido a los jesuitas en la docencia impartida en el centro, o el del salón de la condesa de Montijo, el cenáculo más importante del jansenismo de finales de siglo. Naturalmente, algunos obispos trataron de favorecer la difusión del pensamiento ilustrado y de introducir cambios en la ordenación de sus diócesis, convirtiéndose en verdaderos adalides del reformismo eclesiástico. Entre los nombres más destacados hay que mencionar a Francisco Armañá, obispo de Lugo y de Tarragona, fundador de la Sociedad de Amigos del País en esta última ciudad; a José Tormo, obispo de Orihuela, miembro de la comisión para disponer de los bienes de los jesuitas expulsos y protector de Villanueva; a Manuel Rubín de Celis, obispo de Cartagena, reformador del Seminario de San Fulgencio de Murcia; a Felipe Bertrán, obispo de Salamanca, inquisidor general y promotor de la reordenación de los colegios mayores; a Miguel de Santander, obispo de Huesca, reformador eclesiástico y escritor político influido por los independentistas norteamericanos; a Francisco Fabián y Fuero, que tras su experiencia reformista en tierras americanas renunciaría a su diócesis valenciana antes que intervenir en la movilización contra la Francia revolucionaria; a Antonio Tavira, catedrático de Salamanca, capellán y predicador real, miembro destacado de la tertulia de la condesa de Montijo, introductor de Jovellanos en la sociedad madrileña y obispo de Canarias y de Burgo de Osma, en discreta represalia tras la crisis de 1791, que es sin duda uno de los nombres imprescindibles del jansenismo español. No hay que olvidar, por último, la labor reformista de José Climent, obispo de Barcelona, preocupado por el restablecimiento de la antigua disciplina de la Iglesia y por el retorno a las fuentes (las Escrituras, la patrística y los concilios), abierto a la teología extranjera (como transparenta la influencia de Claude Fleury sobre sus posiciones) y a la literatura religiosa española (en especial, la mística y la erasmista del siglo XVI), penetrado del elevado sentido de la misión parroquial y de la vocación pedagógica de la Iglesia, de lo que dio ejemplo tratando de organizar un sínodo diocesano, creando escuelas para la instrucción elemental y utilizando constantemente el púlpito como vehículo para orientar a las conciencias. José Climent es uno de los más claros ejemplos de la diversidad de la corriente jansenista, pues su reformismo, que incluye tantos elementos característicos de la postura ilustrada en materia religiosa, se halla en buena medida al margen de los planteamientos regalistas e incluso respira escasa animosidad contra los jesuitas, pese a ser considerados por el obispo como principales responsables de la relajación de la disciplina en el seno de la Iglesia. La nómina del reformismo episcopal, si bien no parece admitir otras personalidades tan representativas del movimiento jansenista, podría incrementarse con otros nombres, cuya influencia no trascendió el ámbito de su diócesis, donde hay que descubrir los efectos de su gobierno, como ocurre, por citar un solo ejemplo, con Agustín González Pisador, obispo de Oviedo, que dejó en las actas del sínodo que patrocinara un verdadero programa de actuación en la dirección de las Luces. La Ilustración cristiana se revela así como una de las creaciones originales del Setecientos español. El moderantismo manifestado en otros terrenos por los intelectuales ilustrados vuelve a aparecer en la esfera de las cuestiones religiosas. Frente a la expansión de ideas heterodoxas, deístas o sencillamente antirreligiosas, que se produce en otros ámbitos nacionales, la práctica totalidad de los pensadores españoles del momento mantuvo su fidelidad a la Iglesia católica y su convencimiento de que la razón no podía contradecir la verdad revelada. En este sentido, la conciencia de que el reformismo de las Luces no minaba los cimientos de la religión, sino que contribuía a reforzarlos mediante su depuración, es una constante entre los escritores avanzados de la época, que no ofrecieron argumentos que justificasen la feroz arremetida de que fueron objeto por parte del cerrilismo conservador, especialmente a partir de los años conflictivos de la última década del siglo. Sin embargo, antes de desencadenarse abiertamente la reacción, los ilustrados habían andado mucho trecho en el camino de la conciliación entre el catolicismo y los tiempos modernos.
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La Iglesia americana vivió también las corrientes de fondo que agitaron las aguas del catolicismo europeo durante la centuria de la Ilustración. También aquí las posiciones ideológicas mantenidas por eclesiásticos y seglares fueron de una extremada complejidad, ya que si el pensamiento más progresista (el llamado jansenista en la metrópoli) coincidía en la aceptación del regalismo, en la necesidad del reformismo, en la exigencia de depuración de la práctica religiosa y en la obligación de perfeccionar la obra de la Iglesia a través de la predicación, la enseñanza y la asistencia, muchos obispos fueron celosos defensores de sus prerrogativas de monarcas absolutos (aunque pudieran ser ilustrados) en sus diócesis, frente a las ingerencias de otros poderes y manifestaron su espíritu de independencia frente a algunas iniciativas oficiales, por ejemplo en los concilios convocados tras la expulsión de los jesuitas, cuyas conclusiones no siempre fueron aprobadas por el gobierno metropolitano. Este fue precisamente uno de los hechos centrales de la historia de la Iglesia americana de la centuria, ya que la salida de los miembros de la Compañía (motivada por razones que van desde su independencia respecto del episcopado a su resistencia frente a la autoridad civil) abrió un profundo foso en terrenos tan sensibles como la enseñanza (con la pérdida de dos mil quinientos educadores en colegios y universidades) o la evangelización, especialmente en las famosas misiones del Paraguay, sin duda uno de los episodios más sobresalientes de toda la historia de la colonización española en el Nuevo Mundo. Mario Góngora estableció como característica identificativa del clero ilustrado hispanoamericano la defensa del origen divino de la autoridad real y la promoción de los estudios de Historia de la Iglesia, de los Concilios y de la Disciplina Antigua. Estos elementos distintivos permitieron individualizar, por un lado, los nombres del obispo carmelita de Córdoba de Tucumán y de Charcas José Antonio de San Alberto (autor de un Catecismo real, 1786), del eclesiástico rioplatense Lázaro de Ribera (autor asimismo de una breve Cartilla real) o del vicario general de la diócesis de Buenos Aires, Juan Baltasar Maciel. Y, por otro, los de los prelados Francisco Fabián y Fuero (introductor de las tres enseñanzas en su Seminario de San Pedro y San Pablo de Puebla), Antonio Caballero y Góngora (cuyo plan de estudios de 1787 incluye una cátedra de Historia y Disciplina Eclesiástica), Santiago José de Echevarría (que impuso las materias de Historia Eclesiástica y Disciplina en sus Seminarios de La Habana y Santiago de Cuba) o Alonso Núñez de Haro (que introdujo las mismas enseñanzas en los Seminarios de México y Tepozotlán). Sin embargo, tales actitudes no rebasan el marco de la reforma estrictamente eclesiástica. En efecto, sólo en algunos casos, estos obispos dan un paso más para insertarse en el movimiento de renovación cultural de la Ilustración. Si Francisco Fabián y Fuero impulsó una Academia de Bellas Artes, con los fines estrictamente instrumentales de promover el mejor conocimiento del latín y la retórica, Baltasar Jaime Martínez Compañón se preocupó de la creación de más de cincuenta internados y dirigió la amplia encuesta ya mencionada en su diócesis trujillana, mientras otros, como el obispo de Manila, Basilio Sancho, o el obispo de Quito, José Pérez Calama, llegaron a impulsar las sociedades patrióticas enclavadas en sus respectivas diócesis. Y, por el contrario, muchos jesuitas, pese a sus posiciones antirregalistas, pudieron adoptar actitudes claramente ilustradas. Por citar un ejemplo conocido, es el caso de Francisco Javier Clavijero, que en Valladolid de Michoacán inicia el movimiento de renovación, al pronunciar su Oratio Latina en la inauguración de curso de su Colegio, mucho antes de escribir en el exilio italiano su famosa historia de México, dentro del famoso debate ya aludido. Y aun podrían sumarse otros ejemplos, como el del ya citado Juan de Hospital, que en Quito fue capaz de proponer en, 1759-1762, la enseñanza de Copérnico, Descartes y Newton. Debiendo tenerse presente, además, que la expulsión de la sociedad se decretó en el momento en que iba a producirse el florecimiento de la plena Ilustración. El clero ilustrado contó con personalidades de tanta talla como algunas de las metropolitanas. Es el caso, además de los prelados ya señalados, de Toribio Rodríguez de Mendoza en Lima, de Juan Baltasar Maciel en Buenos Aires, de Gregorio de Funes en Córdoba. Sin embargo, el manto de la Ilustración cubrió posiciones muy diversas y hasta encontradas. Así, si José Antonio de San Alberto fue un regalista convencido y un pastor preocupado por la asistencia pública, su posición extremadamente moderada como visitador de la Universidad de Córdoba de Tucumán le condujo al enfrentamiento con el clero criollo que trataba de impulsar la reforma de los estudios. Del mismo modo, el arzobispo y virrey de Nueva Granada, Antonio Caballero y Góngora, que impulsó el estudio de la historia y la disciplina eclesiásticas y creó sendas cátedras de Medicina y Matemáticas en el Colegio del Rosario y en el Seminario de San Bartolomé, fue al mismo tiempo el responsable de la revisión conservadora en los planes de estudios de la Universidad Pública después de la reforma de Moreno y Escandón. Más complejos fueron aún los planteamientos de Manuel Abad y Queipo, que tras ejercer de abogado en la Audiencia de Guatemala, se instalaría en Valladolid de Michoacán entre 1784 y 1815, llegando a ser preconizado obispo de la diócesis. Allí, su espíritu combativo le llevó a expresar públicamente su opinión sobre los más diversos aspectos de la realidad circundante, que pudieron ir desde el estado moral y político de la población novohispana en 1799 hasta el espinoso asunto de la consolidación de vales de 1804. Ambas intervenciones estaban conectadas, sin embargo, con cuestiones que afectaban al clero, ya que el primer texto se incluía incidentalmente dentro de una famosa Representación sobre la inmunidad personal del clero (donde el autor, aun manifestando su pleno acuerdo con la política regalista de la Corona, se oponía a unas medidas que recortaban ciertos privilegios del estamento eclesiástico), mientras que la asunción de la defensa de los intereses de los hacendados y los comerciantes de Valladolid de Michoacán permitía, al mismo tiempo, la salvaguarda de los intereses particulares de la Iglesia como principal institución de crédito de la región. Así, si ya ambos escritos aparecen como sendas muestras de los límites del reformismo de Abad y Queipo, por otro lado, la lealtad profunda hacia la Monarquía ilustrada se manifiesta tanto en la condena sin paliativos del grito de Dolores con la excomunión del cura Hidalgo, como en la declaración explícita de la alianza entre el Altar y el Trono como instrumento para la preservación de la Monarquía contra el contagio revolucionario, ya que no existe otro medio que pueda conservar estas clases en la subordinación a las leyes y al gobierno que el de la religión. Abad y Queipo se constituía en un perfecto representante del despotismo ilustrado como preventivo de la revolución, en un cualificado defensor de la política reformista como único medio de conservar las estructuras esenciales sobre las que se basaba el Antiguo Régimen. En el extremo opuesto del horizonte ilustrado aparece la figura de José Pérez Calama. Gobernador diocesano de Valladolid de Michoacán, aprovechó el ambiente favorable a las reformas preparado por Clavijero, para lanzarse, ayudado por una serie de sacerdotes pertenecientes a la Sociedad Bascongada de Amigos del País, a la movilización cultural de su territorio. Así, dentro de su propósito de erradicar el ocio antiliterario e inacción político-literaria, intentó establecer en el Seminario una Academia de Bellas Letras Político-Cristianas, al tiempo que convocaba oposiciones para proveer las cátedras de dicho centro y ponía de paso su biblioteca a disposición de los candidatos. Del mismo modo, la crisis agraria de 1785 le urgió a poner en marcha una teología político-caritiatiun basada doctrinalmente en un texto de Alzate, al tiempo que para prevenir contingencias similares escribía en la Gazeta de México una Carta histórica sobre siembras extemporáneas de maíz y otras precauciones para el futuro contra la escasez (1786). Nombrado obispo de Quito en 1789, diseñaría un plan de estudios (1791) para la restaurada Universidad de Santo Tomás de Aquino, donde defendería la necesidad de incorporar la historia (sagrada y nacional) y la economía política, mientras desde su cargo de director impulsaba la Sociedad Patriótica de Amigos del País de la ciudad, después de haber sido socio consultor de la Sociedad de Amantes de País de Lima. Su distancia respecto de Abad y Queipo puede quedar simbolizada por la diferente actitud frente a Miguel Hidalgo: Pérez Calama le otorgó doce medallas de plata por su texto Disertación sobre el verdadero método de estudiar teología escolástica. Y también por su apartamiento de la diócesis quiteña cuando las Luces estaban dejando sentir los primeros efectos indeseados a los ojos de los partidarios del Antiguo Régimen. Sin embargo, el episcopado, reclutado en España, tanto el más tradicionalista como el declaradamente reformista, se mantuvo fiel a la Corona en la prueba de fuego del estallido insurgente. Por el contrario, muchos otros clérigos fueron pronto ganados a la causa de la independencia y participaron activamente en el proceso de la emancipación. Así ocurrió en Quito (donde tres sacerdotes, uno de ellos Juan Pablo Espejo, estuvieron entre los insurrectos que proclamaron la independencia en 1809), en Nueva Granada (donde el canónigo Andrés Rosillo asumió la dirección política de la insurrección y el dominico Ignacio Mariño se convirtió en uno de los jefes de la guerrilla de los Llanos, mientras el párroco de Mompox, Juan Fernández de Sotomayor, hacía méritos para ser nombrado arzobispo de Cartagena de Indias tras la independencia) y en México, donde Miguel Hidalgo y José María Morelos asumieron el papel protagonista de todos conocido. También en el campo de la Iglesia, la Ilustración, que había pretendido reformar el sistema para preservarlo, ayudó a la formación de un pensamiento revolucionario que acabaría por contestar el Antiguo Régimen y por romper amarras con la metrópoli. La nueva Iglesia de la América independiente habría de desempeñar sus funciones en un marco liberal y republicano.
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No obstante, lo que ha dado verdadera fama a los Beatos es su rica ilustración. De los 34 códices y fragmentos que conservamos entre los siglos a al XIII, 24 tienen miniaturas. Estas ilustran fundamentalmente el Comentario extenso y el Comentario de Daniel. En el primero las miniaturas se sitúan generalmente entre el texto bíblico apocalíptico (Storia) y el comienzo del Comentario (Explanatio), respondiendo su iconografía, en su gran mayoría, al contenido del texto escriturístico. Algunas, muy pocas, se explican por el Comentario -la palmera, la zorra y el gallo, etc.-, y otros textos intercalados, como la imagen del arca de Noé que ilustra el correspondiente tratado de Gregorio de Elvira al que hemos aludido. Es excepcional la representación del Bautismo de Cristo, que únicamente figura en los códices de Gerona y Turín. Algunos manuscritos integran además algunas ilustraciones preliminares como son la Dedicatoria, la Cruz de Oviedo, la Maiestas Domini, los Cuatro Evangelistas, las tablas genealógicas, varias escenas de la vida de Jesús, el pájaro y la serpiente, los autores que Beato enumera como fuentes -el Alfa y la Omega y por último el cielo, que sólo aparece en el manuscrito de Gerona y su copia de Turín. Llama la atención en todo este conjunto de ilustraciones el gran número de miniaturas que ilustran el texto bíblico apocalíptico si tenemos en cuenta que los Apocalipsis hispanos de la época carecen de ilustraciones, lo mismo que las Biblias coetáneas cuyos Apocalipsis se nos presentan también desprovistos de figuraciones. Incluso si tomamos como ejemplo las Biblias más ricamente ilustradas de nuestra Alta Edad Media (excluyendo las catalanas) como son la Biblia de Florencio y Sancho del año 960, la Biblia leonesa de 1162 y la Biblia de San Millán de la Cogolla de principios del siglo XIII, observamos que frente al gran número de miniaturas que presentan los textos veterotestamentarios contrasta la escasez de las mismas en los libros del Nuevo Testamento y la ausencia de ilustraciones, en concreto, en el Apocalipsis. Los Comentarios de Beato se nos presentan de este modo con la novedad de su ilustración apocalíptica. Ello lleva a plantearse el problema mismo de la ilustración del Comentario: ¿fue concebida esta ilustración por Beato? Es ésta una cuestión difícil de resolver, ya que no conservamos ningún manuscrito contemporáneo del supuesto autor. No obstante, es opinión generalizada entre los autores que Beato concibió su obra para ser ilustrada. Ahora bien, ¿qué forma tuvo el arquetipo pictórico de los Beatos, cuáles son los arquetipos que mejor reflejan este prototipo y cuáles remiten ya a versiones posteriores? Hoy los estudios de P. Klein han renovado profundamente las teorías de Neuss y Sanders, que a pesar de no coincidir en sus genealogías de los Beatos, clasificaron los manuscritos en los tres mismos grupos (las familias I, IIa y IIb de Neuss), haciendo un paralelismo entre la tradición textual y la tradición pictórica. Klein, partiendo del principio establecido por Weitzmann de la necesidad de investigar por separado la tradición textual y la tradición pictórica de los códices ilustrados, ha llegado a la conclusión de que ambas no se superponen exactamente. Así, por ejemplo, la ilustración del Beato de Saint-Sever perteneciente textualmente a la familia I, no solamente se desvía de la de su hermano textual, el Beato de la Biblioteca Nacional de Madrid vitr. 14-1, sino también de las de otros manuscritos de la familia I, por lo que la tradición textual y la tradición pictórica del Beato de Saint-Sever no coinciden. El autor ha podido distinguir las versiones ilustradas más antiguas de las más recientes a través de ciertos elementos pictóricos que fueron introducidos en las fases más tardías de aquélla. Un ejemplo ilustrativo podemos seguirlo en la miniatura de la retención de los cuatro vientos. Los cuatro ángeles frenando los cuatro vientos ilustran el pasaje del Apocalipsis VII, 13. El texto los sitúa sobre los "cuatro ángulos de la tierra, deteniendo los cuatro vientos de la tierra para que no soplasen sobre la tierra, ni sobre la mar, ni sobre árbol alguno hasta que los Elegidos no hayan sido señalados". La Storia incluye además la visión del ángel procedente del sol, pero esta imagen parece ser que no figuró en la versión más antigua de la tradición pictórica I, introduciéndose más tardíamente. Así parece reflejarlo el Beato de Lorvao, en el que esta figura está ausente. En cambio, en el Beato de Burgo de Osma ya se ha añadido el ángel del sol colocándose encima de la miniatura y encuadrado separadamente. La ilustración de esta rama I muestra una forma esquemática y conceptual: los cuatro ángeles situados en los ángulos mantienen las personificaciones de los cuatro vientos. En el centro se ha situado la tierra sugerida por un círculo que en el de Lorvao encierra cuatro de los Elegidos en forma de bustos. La tierra está rodeada por cuatro plantas estilizadas colocadas en los puntos cardinales, que simbolizan los árboles. En el Beato de Osma, las figuras de los Elegidos han sido reemplazadas por el signo de la cruz. El último estadio de la evolución nos lo proporcionan los manuscritos de la familia IIab en los que el ángel del Sol está completamente integrado en la miniatura, situándose arriba en el centro, volando hacia abajo. La ilustración es mucho más compleja: la tierra está indicada por un sector rectangular rodeado por el mar. Los Elegidos aparecen con sus cuerpos enteros en dos filas y los árboles son menos esquemáticos. La fase de transición, entre la rama I y II, estaría reflejada por una de las miniaturas de estilo románico del Beato de San Millán que textualmente pertenece al grupo I. El ángel del sol aparece incorporado a la imagen, pero esta adición ha forzado al miniaturista a desplazar a la izquierda al ángel que ocupaba el ángulo derecho superior, destruyendo el orden simétrico de los cuatro ángeles. Otros detalles que refleja también esta fase transicional entre la rama I y II que representa este Beato, es el haber figurado la tierra por medio de un sector rectangular rodeado por el mar, aunque éste no se nos muestre todavía como una banda continua tal como aparece en la rama II, sino a modo de segmentos de distintos tamaños en los ángulos y otra banda horizontal en el centro surcada de peces. Los resultados de su investigación han llevado a P. Klein a concluir que la familia I representa la más antigua versión pictórica de los Beatos. Puesto que los códices que reflejan la fase más antigua de esta versión pertenecen a la segunda edición textual del año 784, ésta es la fecha más probable de la primera redacción pictórica. Es posible también que la primera edición textual no hubiera tenido ninguna ilustración -habiéndose ilustrado su texto más tarde-, ya que los dos códices que la transmiten, los Beatos de la Biblioteca Nacional de Madrid vitr. 14-1 y de Saint-Sever reflejan, respectivamente, el primero una fase más tardía de la primera redacción pictórica y el segundo una combinación de dos modelos pictóricos diferentes: uno de la fase más reciente de la primera redacción pictórica, y el otro, un modelo pictórico de la familia II. La fase de transición entre la familia I y II estaría representada por la ilustración románica del Beato de San Millán. Respecto a la familia II que representa la segunda tradición pictórica, más tardía, tenemos un término post quem para su datación, la influencia islámica típica de esta familia, que se deja sentir también en otros aspectos del arte figurativo hispano desde fines del siglo IX. De ahí que esta tradición pictórica pueda datarse probablemente en el siglo X. El estilo de esta segunda tradición pictórica, más óptico y plástico, frente a las formas planas y lineales de la primera tradición pictórica, se explica también por la influencia islámica, a la que se añade además la proporcionada por la tradición del arte carolingio. Finalmente, el modelo del arquetipo pictórico de los Beatos es de origen hispano o norteafricano, ya que los ciclos apocalípticos de Italia y Europa Central son diferentes al de los Beatos. Tampoco el modelo pudo proporcionarlo el Oriente bizantino sirio y copto, como alguna vez se ha sugerido, porque en estas regiones durante los primeros siglos cristianos el Apocalipsis no estaba reconocido unánimemente como libro canónico y, por tanto, su ilustración comenzó más tarde que en el Occidente latino.
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Aunque se han mencionado los "Libros de Horas" como propios de entonces y en manos de todos los grandes señores, no son los únicos temas que se iluminan. Precisamente Carlos V había querido que se tradujeran textos de otras lenguas, que luego se editaban en ejemplares con miniaturas. Esta política fue continuada por sus sucesores. Se tradujeron obras del griego y el latín, así como del italiano. Bocaccio, Aristóteles, Terencio, Tito Livio, fueron ilustrados. También se hizo lo propio con los autores en lengua francesa. El antiguo "Roman de la Rose" conoció una nueva popularidad y fue objeto de una polémica en la que intervinieron diversas personas y fue también copiado. Cristina de Pizan que participó en ello fue una escritora que dirigió la ilustración de sus propias obras. Libros considerados casi científicos, como los de la caza, recibieron idéntico trato, destacando el de Gastón Phebus, varias veces copiado e iluminado. Los libros de Viajes, tanto reales como ficticios, conocieron un gran auge, y en la ilustración de uno espléndido intervinieron el duque de Borgoña, como promotor, el de Berry, como receptor y varios miniaturistas, como el Maestro de las Horas Boucicaut.Cuando se reanude la guerra con resultados desastrosos para los franceses, y los ingleses ocupen París, se dispersarán los miniaturistas por lugares próximos. Pero siguen quedando algunos, como el anónimo Maestro de Bedford, denominado así por las obras que realizó para el duque de Bedford, gobernador inglés de la ciudad. Tanto este pintor como otros anónimos trabajan después que los Limbourg. Contemporáneamente, otro desconocido y expresivo maestro dirige la ilustración de las llamadas "Horas de Rohan". Al contrario que en los otros manuscritos, el nombre no indica origen, sino que con posterioridad a su ejecución pasó a manos de la familia Rohan. Se discute el origen de la obra y del artista. Se tiende a creer que las fechas de realización son próximas a 1420 y el lugar podría ser Bourges, donde estaba el rey en el exilio y su madre Yolanda de Anjou que estaría detrás del proyecto. Marca la manera de hacer el artista un cierto descuido en el detalle sin precedentes en los grandes miniaturistas anteriores. Sobre todo, un estilo expresionista y desmesurado, despreocupado por los problemas de ambientación y capaz de crear escenas de una inquietante emotividad. El Oficio de difuntos, tan destacado en todos los "Libros de Horas", está compuesto originalmente: El hombre muerto y desnudo, extendido sobre un suelo plagado de huesos y calaveras humanas, se dirige en su miseria a un Dios armado con una espada que le contempla, mientras un cielo azul se puebla de un ejército angélico etéreo, materializándose únicamente el ángel que lucha contra el demonio por el alma del muerto.Bohemia se consolida como gran centro ya con Carlos IV y aún más a partir de su muerte (1378) con su hijo Wenceslao, emperador hasta 1400 y rey de Bohemia exclusivamente a partir de entonces. Las empresas artísticas no sólo surgen del ámbito real. La llegada de artistas franceses y quizás italianos, la tradición propia, un misterioso recuerdo lejano de lo bizantino, determinan un arte original y propio. El primer gran pintor en que esto se manifiesta es el llamado Maestro de Trebon, por el retablo de Trebon o Wittingau, hacia 1380. Siguiendo un camino ya iniciado por el autor del retablo de Hohenfurth, hacia 1350, usa una paleta de tonos sombríos, con un dibujo de fuerte expresividad, donde una cierta tensión nerviosa se entremezcla con detalles de dinámica expresión internacional. También algo más tarde comienzan a aparecer como iconos de la Virgen, imágenes amables, donde estas características son más acusadas y tienen su correlato en la escultura. La Virgen de Roudnice (Galería Nacional, Praga) sería un buen ejemplo, hacia 1390.El libro ilustrado había gozado de un aprecio especial en los años de gobierno de Carlos IV. El "Lider Viaticus" de Jan de Streda (Biblioteca Nacional, Praga) es una obra extraordinaria (1360-1364), donde se funden armoniosamente las fórmulas francesas y las italianas y se crean imágenes inolvidables que, a su vez, incidirán sobre la miniatura lombarda italiana inmediata, como las grandes iniciales. Mucho más italiano es el "Laus Mariae" de Conrado de Hamburgo, hacia 1364.Del período internacional es el "Misal" del arzobispo Zbynek Zajic (Biblioteca Nacional, Viena). Pero en esto destacan los talleres que trabajan para la corte de Wenceslao. El rey encarga una Biblia gigantesca en muchos volúmenes. Naturalmente ha de ser obra de muchas manos. Algunas miniaturas como la del Génesis hipertrofian una vieja fórmula: una gran I que atraviesa de arriba abajo el folio, donde en círculos se despliega la creación, la caída y el anuncio redentor. Aquí falta este último, pero flanquean la línea narrativa rectángulos con multitud de profetas y figuras del Antiguo Testamento, mientras desborda por todas partes una amplia decoración marginal, en gran parte significativa. Se han bautizado los miniaturistas bajo apelativos tales como Maestro de Balaam, Maestro de Salomón, Maestro de Sansón, etc. En él están presentes diversas tendencias del arte bohemio (Biblioteca Nacional, Viena)."La Bula de Oro de Carlos IV" era un documento emitido por la cancillería imperial del padre de Wenceslao, por el que se regulaba la sucesión imperial. Cuando éste encarga una copia de lujo, el documento había perdido parte de su valor, porque poco después será depuesto, dado que todo se sitúa en 1400. Es una de estas obras en las que el arte apoya las intenciones y no las realidades. Es un reflejo de lo que se quisiera que fuesen, no de lo que es. El folio inicial (Biblioteca Nacional, Viena), es un prodigio en que lo ornamental está cargado de signos de identidad del rey, mientras la figuración más directamente relacionada con el texto alude a la invocación a Dios, con una Maiestas. Signos heráldicos, marcas y emblemas imperiales, las famosas bañistas cuyo significado ha ocupado a historiadores, la enorme W del rey, aprisionado en ella, mientras contempla a las muchachas semidesnudas, etc., pueblan un mundo personal, buscadamente esotérico, alejado de la realidad política.La Biblioteca de la catedral de Gerona conserva otra obra espléndida, un "Martirologio" en el que las ilustraciones se desplazan a los márgenes, donde en círculos se cuentan los martirios. Es tan exquisito como los otros, obra de varios artistas, aunque se destaca el calificado de miniaturista de Gerona. Los intereses astrológicos del rey le llevan a procurarse textos interesantes, como el "Quadripartitus" de Ptolomeo y las "Tablas astronómicas" de Alfonso X, que encarga en copias con grandes miniaturas iniciales (Galería Nacional, Viena).Jean de Mandeville es el falso nombre de un burdo falsario que inventa un viaje a Oriente que nunca hizo. Sin embargo, obtiene un éxito inmenso. Se traduce a varias lenguas. Se incorpora el magnífico "Libro de las Maravillas" que poseyó Jean de Berry, junto al más veraz Marco Polo, se hace una edición aragonesa, etc. También se traduce al checo. Después de 1400 se copia en un manuscrito sin paralelo (British Library, Londres) que, bien se conserva incompleto, bien no se terminó de copiar. Todas las miniaturas ocupan el folio y están dibujadas con líneas sutiles que se manchan delicadamente con tenues colores.Esta producción masiva y la crisis posterior, unida a los contactos que se mantienen con la Lombardía de los Visconti o la Inglaterra contemporánea permiten la difusión de lo bohemio por Europa. La miniatura milanesa e inglesa, la pintura mural en Trento, son signos de esta difusión.
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Durante el siglo XVIII, España estará abierta al influjo de las ideas de la Ilustración, que tiene en la educación uno de sus pilares principales. Como en siglos anteriores, las principales universidades eran las de Santiago, Salamanca, Valladolid y Alcalá de Henares. A éstas se unían otras como las de Oviedo, Huesca, Zaragoza, Toledo, Sevilla, Baeza, Granada, Orihuela o Valencia. El apoyo de la ciudad de Cervera a Felipe V durante la Guerra de Sucesión hizo que esta ciudad recibiera una Universidad. Algunas ciudades contaban con importantes centros educativos, como eran los de Zaragoza, Vitoria, Gijón o Murcia. En Madrid se fundaron algunos centros no universitarios de enseñanza superior, como el Real Seminario de Nobles, el Real Estudio de San Isidro o la Escuela de Mineralogía. También en Madrid se fundaron Academias, como las de la Lengua, de la Historia, de Jurisprudencia de Santa Bárbara o de Bellas Artes de San Fernando. Pero el instrumento ilustrado más importante para la modernización de España fueron las Sociedades de Amigos del País. A partir de la primera, la Sociedad Vasca de Amigos del País, creada en 1765, surgieron más de cincuenta, diseminadas por todo el territorio.
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La Ilustración cántabra encontró su apoyo institucional en la obra desplegada por el Consulado de Santander y por la Sociedad Cántabra de los Amigos de la Patria en Santander y Burgos, más tarde denominada sencillamente Sociedad Cantábrica. El Consulado desplegó su actuación en los terrenos característicos de la construcción de caminos, la acometida de obras de mejoras en las instalaciones portuarias, el fomento económico general y la formación profesional, con la creación de escuelas de náutica, comercio, dibujo, arquitectura y economía política. Por su parte, la Sociedad Patriótica, que frente a la composición burguesa y mercantil del Consulado había sido fundada por iniciativa del conde de Villafuertes (hermano de Pedro de Cevallos, secretario de Estado con Carlos IV y Fernando VII) y del conocido ilustrado capuchino fray Miguel de Santander (en el siglo Joaquín María Suárez de Vitorica), se distinguió por la publicación de numerosas memorias económicas (especialmente sobre agricultura y pesquerías) y por la voluntad de impulsar los estudios superiores por medio de la constitución del Seminario Cantábrico. En todo caso, así como la economía marítima conoció un notable desarrollo en las décadas finales de la centuria, no parece que el esfuerzo ilustrado bastase para sacudir la inercia de la remansada vida cultural de Santander. Más apagado aún aparece el Setecientos extremeño. También en este caso, el principal impulso parece provenir de las Sociedades Patrióticas, que se constituyen en Coria, Plasencia y Trujillo. La de Coria fue promovida por la duquesa de Alba a finales de siglo, del mismo modo que la de Plasencia fue fundada por el marqués de Pejas, autor de una Apología sobre los establecimientos de la Junta de Caridad. El obispo de Plasencia, José González Lazo, sería el primer director de la más activa de las tres sociedades extremeñas, la de Trujillo, que publicaría una cartilla rústica para uso de los agricultores, procedería a la apertura de una escuela de primeras letras, solicitaría subsidios a la corona para introducir mejoras en el hospital y trataría de obtener la concesión de unos estudios superiores para la región, que el gobierno no autorizaría, aduciendo significativamente el atraso de la región, del mismo modo que rechazaría la creación de una sociedad patriótica en Villafranca de los Barros por la insuficiencia de su población. En Extremadura, en definitiva, la difusión de las Luces se vería entorpecida por la deficitaria situación de su economía a todo lo largo de la centuria. En Murcia, las Luces se difunden pronto, gracias a la actividad desplegada por el cardenal Luis Antonio Belluga, obispo de Cartagena, que promovió la Casa de Misericordia, amplió el Seminario de San Fulgencio, impulsó la construcción de un puente sobre el río Segura y puso todo su empeño personal en llevar a cabo una empresa de colonización que cristalizó en las Pías Fundaciones del Bajo Segura, por más que sus posiciones abiertamente antirregalistas le indujeran finalmente a renunciar a su diócesis y a trasladarse a Roma. Beneficiada de la protección de Floridablanca, la Ilustración alcanzará su momento de mayor esplendor en el último tercio del siglo. La figura central parece haber sido la del obispo Manuel Rubín de Celis, promotor de la reforma del Seminario de San Fulgencio, que se convirtió en importante foco regalista y jansenista. También el obispo fue uno de los animadores de la Sociedad de los Amigos del País de la ciudad, que sostendría escuelas de enseñanza elemental y de dibujo, instalaría fábricas de cintas y de tejidos, trataría de promover en la huerta el cultivo del maní y del algodón y editaría el Diario de Murcia (1792), así como su continuador, el Correo Literario de Murcia (1792-1795), posterior a otras publicaciones de este tipo, como el Semanario literario y curioso de Cartagena (1768). Finalmente, la obra de Francisco Salzillo (1707-1783) cubriría con toda brillantez la vertiente artística. La Rioja, que conoce en el XVIII una etapa de gran prosperidad económica, no sólo a partir de las fundaciones promovidas por la Monarquía, como la fábrica de paños de Ezcaray, sino también gracias a un crecimiento autónomo de diversos sectores productivos, contó asimismo con sus Amigos del País integrados en la Rea Sociedad de la Rioja Castellana, que, impulsada por Santiago del Barrio y el conde de Ervías y al servicio en buena medida de los cosecheros de vinos de la región, se ocupó sobre todo de la promoción del comercio vitícola y de la construcción de caminos y puentes, como el levantado sobre el río Najerilla. Vinculado a la sociedad patriótica, de la que fue secretario en los años anteriores a la guerra de la Independencia, estuvo asimismo uno de los más notables ilustrados riojanos, el marino y tratadista Martín Fernández de Navarrete (1765-1844), cuya obra más destacada se desarrolla tras la restauración fernandina, cuando ejerce como secretario de la Academia de Bellas Artes, bibliotecario de la Academia de la Lengua y presidente de la Academia de la Historia. También perteneció a la Sociedad Económica riojana Juan Antonio Llorente (1756-1823), comisario del Santo Oficio en Logroño en 1785, quien antes de partir para más altas funciones en Madrid dejó varios escritos dedicados a su región natal, como fueron sus Discursos histórico-canónicos sobre los beneficios patrimoniales de las iglesias parroquiales de Obispado de Calahorra y la Calzada o Monumento romano descubierto en Calahorra (ambos publicados en 1789). En cualquier caso, la figura de Llorente pronto escapa al marco regional para asumir un significado mucho más amplio, sobre todo por sus obras sobre el Santo Oficio y muy especialmente su Histoire critique de l'Inquisition d'Espagne, publicada en 1817 y en versión castellana en 1822. Si Llorente ya denota la situación de encrucijada abierta al mundo vasco y navarro que tuvo la Rioja setecentista, como demuestran la redacción de sus Noticia de las provincias vascongadas (1806-1808) y su pertenencia a la Sociedad Económica Bascongada y a los Amigo del País de Tudela, la impresión se reafirma con la vinculación de otros hombres como Samaniego, o con la trayectoria de los hermanos Juan José y Fausto Delhuyar, unidos también ambos a la Bascongada y catedrático el segundo de mineralogía, metalurgia y ciencias subterráneas de la Real Escuela Metalúrgica aneja al Seminario Patriótico de Vergara, antes de cruzar el Atlántico para desarrollar buena parte de sus carreras profesionales en América.
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Dos momentos, separados quizá por un hiato a mediados de siglo, pueden distinguirse en la trayectoria de la Ilustración gallega. El primer momento está dominado por la figura aislada del padre benedictino Martín Sarmiento, que se abre paso entre los estudiosos como una de las personalidades más interesantes de su época, quizás comparable a la de Gregorio Mayans o a la de Benito Jerónimo Feijoo, consideradas las más representativas del periodo anterior a la llegada al trono de Carlos III. Aunque estuvo muy vinculado intelectualmente con Feijoo, a quien consideraba su maestro y al que ayudó en muchas ocasiones con su erudición, su influencia distó mucho de la ejercida por su paisano y compañero de orden, ya que nunca tuvo su preocupación publicística, pese a ser el encargado de corregir los tomos del Teatro Crítico Universal y de formar sus índices. Por el contrario, Sarmiento aparece como un personaje retraído e incluso algo extravagante y en cualquier caso, pese a ser escritor prolífico, poco interesado en la publicación de sus obras. Trató de temas muy diversos, ocupándose de cuestiones económicas en su Memoria sobre los atunes, destinada a abordar el problema de la decadencia de las almadrabas andaluzas, o de cuestiones científicas en su Historia natural, publicada en Madrid en 1762, o de historia literaria en sus Memorias para la historia de la poesía, y de los poetas españoles, publicadas sólo póstumamente en 1804. En esta última obra recoge importante información sobre la poesía castellana y gallega, de acuerdo con su inclinación a la defensa de la lengua vernácula (que debía ser la utilizada por los niños de la región en su aprendizaje escolar) y a la exaltación de las glorias regionales, como hace en su Viaje a Galicia de 1745. Sin embargo, es en el campo de la filología donde realizó sus aportaciones más relevantes, tanto al poner las bases de la dialectología española, como al comentar importantes textos medievales castellanos, como al escribir el primer comentario lingüístico del Poema del Cid, como al erigirse en el precursor de la filología románica. La Ilustración gallega derivó en la segunda mitad del siglo hacia la vertiente del reformismo económico, que encontró campo abonado en las realizaciones prácticas de la burguesía comercial establecida en La Coruña, con figuras tan representativas como la de Antonio Raimundo Ibáñez, el marqués de Sargadelos. En este sentido, las instituciones que protagonizaron la nueva orientación fueron la Academia de Agricultura (1765), las Sociedades Económicas de Amigos del País (Santiago, 1784; Lugo, 1785) y el Consulado de La Coruña (1785). El más universal de los ilustrados gallegos, José Cornide, perteneció a todas las entidades reseñadas, pues fue fundador y secretario perpetuo de la Academia de Agricultura, miembro de los Amigos del País de Santiago y Lugo, y consiliario del Consulado, además de director segundo del Real Montepío de Pescadores del reino de Galicia y, más tarde, en 1802, secretario de la Academia de la Historia de Madrid, que conserva buena parte de sus escritos, en que trata de cuestiones de geografía, de economía y de historia y singularmente de temas relativos a la pesca, que hacen de él uno de los mayores especialistas en la materia y uno de los mayores representantes de la corriente conservacionista, que intentaba imponer usos restrictivos en la explotación económica de los mares. La preocupación por la economía regional aflora en los escritos de muchos otros ilustrados, como José Antonio Somoza, miembro de la Económica de Santiago, autor de una obra sobre el cultivo de los montes y de un ensayo sobre el crecimiento económico gallego significativamente titulado Estorbos y remedios de la riqueza de Galicia (1775), como Juan Francisco de Castro, impulsor de la Económica de Lugo e historiador de los mayorazgos, o como Lucas Labrada, secretario del Consulado, de tendencia ya marcadamente liberal y autor de una Descripción económica del reino de Galicia, publicada en El Ferrol en 1804. Sólo restaría añadir los nombres de Pedro Antonio Sánchez, miembro del Consulado y fundador de la Escuela de Dibujo y de la Biblioteca Pública de La Coruña, y de Juan Francisco Suárez Freyre, que publicó en Santiago un Viaje de Galicia, versión regional de un género que la preocupación crítica por el país había puesto en circulación en España. Habría que comentar, por último, la acción reformista de las Sociedades Económicas de Amigos del País de Santiago y Lugo, impulsadas respectivamente por el canónigo Antonio Páramo (rector de la universidad compostelana) y por el obispo Francisco Armañá (promotor más tarde de la sociedad patriótica de Tarragona), que se completó con la fundación de numerosas escuelas, tanto de primeras letras como de formación profesional (hilado, trencería y pasamanería en Santiago; hilado en Orense; pañuelos y cintas en El Ferrol), lo que acentúa la inclinación del movimiento ilustrado gallego hacia el fomento económico de la región.