Es ésta la etapa central de la historia de la Plaza Mayor, la que corresponde a la España barroca de los siglos XVII y XVIII, si bien lo que verdaderamente se expresa en términos propios de la mentalidad barroca es la fiesta misma, el espectáculo, el argumento y cuanto sucede dentro de la plaza, mientras que ésta se mantiene sin variar más que en lo secundario, en lo epitelial, en lo estilístico. La fórmula funcional de la Plaza Mayor se presta como escenario urbano a desarrollar en su interior todo tipo de representaciones sin importar su circunstancia cultural. Como teatro al aire libre que es, la Plaza Mayor permite cambiar la escenografía sin afectar a la estructura. Por ello no se producen los cambios que en otros aspectos de la creación artística cabe detectar al pasar del Renacimiento al Barroco. Así, la Plaza Mayor de Salamanca, obra marcadamente dieciochesca, lo es por las circunstancias temporales y materiales en las que tuvo lugar, pero ello no se traduce en un concepto verdaderamente nuevo de la Plaza Mayor. Sobre modelos anteriores se añadirán, ciertamente, detalles significativos como el de cerrar sus frentes ocultando las calles que a ella concluyen, mientras que los detalles de su arquitectura revelarán su pertenencia a una determinada escuela barroca, sin embargo, la plaza, en su planteamiento estático, y en el equilibrado reparto de su imagen, sigue fiel a un modelo que viene de tiempo atrás. Ello hace posible que la Plaza Mayor de Madrid por Gómez de Mora, se reconozca sin esfuerzo bajo la intervención neoclásica de Juan de Villanueva. En el reinado de Felipe III, y tras el regreso definitivo de la Corte, se inicia la construcción de la nueva Plaza Mayor de Madrid, según el proyecto trazado por Juan Gómez de Mora (1617). La obra se hizo en un tiempo muy breve si bien sufrió un primer incendio en 1631 que hizo necesarias nuevas obras, aunque no parece probable que hubiera modificación alguna sobre el estado anterior. De éste nos da una idea muy precisa un nuevo dibujo fechado en 1636 que, a su vez, coincide sustancialmente con la representación de la plaza en el plano de Teixeira (1656). En este último es posible ver cómo la primitiva plaza del Arrabal, formada delante de la antigua Puerta de Guadalajara, servía de encrucijada a varios caminos, luego calles, que ahora se cortan para formar la plaza, si bien la dirección de algunas de ellas no se interrumpe, como sucede en la calle de Atocha que entra oblicuamente como tal y sale en la misma línea por la que fue Calle Nueva, hoy de Ciudad Rodrigo. Su planta es un rectángulo de ciento veinte por noventa y cuatro metros, proporción que se ajusta a la medida cierta, es decir, su lado menor es a y el lado mayor es raíz cuadrada de dos, resultado de una sencilla operación de geometría de uso común entre los tracistas. Los lienzos de sus fachadas son continuos y sólo se interrumpen, de abajo a arriba, para dejar paso a las seis calles que a la plaza asoman. Sus cuatro lados o aceras llevaban el nombre de la Panadería, de Mercaderes de Paños, de la Carnicería y del Peso Real. Toda la planta baja lleva soportales sobre fuertes pilares de granito, en solución adintelada excepto el frente que corresponde a la Casa de la Panadería que lleva arcos, cuya fachada es también distinta al resto de las que forman la plaza. Estas alcanzan cuatro alturas más una última planta vividera bajo cubiertas, ligeramente retranqueada, sobrepasando con mucho en altura al modelo vallisoletano. La Real Casa de la Panadería, por el contrario, sólo tenía tres plantas en la línea de fachada pero su mayor jerarquía quedaba resaltada por dos torres de flanqueo con sus respectivos chapiteles, todo ello muy discreto. Aún habría de sufrir la Plaza Mayor de Madrid otros dos incendios que afectaron a su fisonomía, el de 1672, que supuso sobre todo la transformación de la Casa de la Panadería en términos lingüísticos propiamente barrocos debidos a José Donoso, y el decisivo de 1790 que supuso la intervención de Juan de Villanueva. Este hizo un proyecto de regularización total de la plaza, cerrando las calles aunque sin interrumpir el paso bajo arcos, creando una imagen similar a la de la Casa de la Panadería en la de las Carnicerías, e introduciendo leves toques de continuo equilibrio que afectó también a las calles inmediatas, prolongándose las obras hasta bien entrado el siglo XIX. En el reinado de Isabel II se alteró sustancialmente el sentido de la plaza, al colocar la magnífica estatua ecuestre de Felipe III en su centro, convirtiéndola en aparente plaza real a la francesa, cuando sabemos que dicha estatua formaba parte de los jardines privados del rey en la Real Casa de Campo. La Plaza Mayor de Madrid había supuesto el relevo del modelo vallisoletano, de ahí que las futuras Plazas Mayores citen a partir de ahora, como referencia, la madrileña. Así puede comprobarse en la Plaza Mayor de León, cuyos antecedentes ya se han señalado y que parece surgida tras un incendio en 1654 cuyo alcance real desconocemos, como si la secuencia plaza irregular-incendio-plaza ordenada hubiera sido el comportamiento habitual de nuestras Plazas Mayores. Tres años más tarde se iniciaban las obras de la nueva plaza de León y en 1677 se daba por terminada la obra, según se deduce de la inscripción de la fachada del Mirador. La maestría de la obra se debe fundamentalmente al trasmerano Francisco de la Lastra, quien dejó aquí una obra sobria, bien compuesta y proporcionada a la escala de la ciudad. Los soportales son en arco sobre pilares de piedra y lleva encima dos plantas de viviendas, la primera unida por un balcón corrido y la segunda planta con balcones independientes. Sólo en la acera del Mirador se interrumpe esta ordenación, siendo en este lado occidental de la plaza donde las calles entran abiertas. A mi juicio, la Plaza Mayor de León es una de las plazas españolas que mejor conservan su carácter al no haber sufrido modificaciones sustanciales, salvo en el lado oriental (1951), hasta el punto de ser la más representativa de las plazas del siglo XVII aunque no sea la más famosa. Antes de cerrarse el siglo, la plaza de la Corredera de Córdoba añadiría novedad a los ejemplos citados anteriormente. El nombre de la plaza, la Corredera, ya nos indica en parte su uso más significativo pues allí, efectivamente, se corrían y lidiaban los toros -una estrecha calle que a ella sale, todavía conserva el nombre de Toril-, además de haber tenido siempre uso como mercado. En 1668, Cosme de Médicis decía que con motivo de los festejos "todo el aspecto de la plaza es como el de un gran teatro de abajo arriba" y, cuatro años más tarde, el francés Jouvin recogía en "Le Voyageur de l'Europe" que, de lo visto en Córdoba, lo más notable resultaba ser aquella "Plaza Mayor, cerrada por casas hermosas, semejantes a las de la Plaza de Madrid, sostenidas de pórticos y arcadas, donde están establecidos los más ricos mercaderes de la ciudad y en los días de las grandes fiestas del año se dan corridas de toros, como vimos en Madrid". La referencia a Madrid es comparación obligada para quienes conocían su plaza si bien los rasgos de la cordobesa debían de ser muy distintos. Decimos debían de ser porque la actual plaza de la Corredera, Mayor o del Mercado, se debe a una reconstrucción total llevada a cabo sobre la anterior en 1683. Su planta general responde a un rectángulo bastante regular, pese a que no tengan las mismas medidas sus frentes, sumando ciento trece metros el lado mayor y cincuenta y cinco el menor, con lo que prácticamente resulta una proporción dupla. Su traza se debe al maestro salmantino Antonio Ramos Valdés, cuya presencia en la ciudad sólo se justifica por esta obra. El debía conocer las plazas castellanas, pero aquí realizó otra cosa muy distinta y de acusada personalidad, creando un módulo de fachada que se repite sin variación, esto es, un arco de medio punto sobre pilares al que corresponden dos ejes de huecos abalconados, frente a la fórmula empleada por Valladolid, Madrid y León de un solo eje de balcones por cada tramo porticado. Ello da como resultado una fachada porosa en extremo y de muy acelerado ritmo compositivo. Este último efecto aumenta al ser la plaza cerrada, excepto en el lado de la antigua Cárcel, de tal manera que sus fachadas ofrecen una continuidad que en aquel momento no tenía la propia Plaza Mayor de Madrid. Resulta interesante comprobar en la Corredera cordobesa la solución del gran arco, a modo de monumental entrada, para resolver el cerramiento de la plaza sin interrumpir el paso de las calles, con una fórmula que, años después, volverá a emplear Juan de Villanueva en la reconstrucción de la plaza madrileña. Distintos son también los materiales empleados por Antonio Ramos, pues con ladrillo levantó los pilares cajeados, hizo los arcos de medio punto de doble rosca y cercó los huecos de balcones, no creyendo, sin embargo, que el ladrillo fuera visto como ahora está. El color en la arquitectura de las Plazas Mayores está documentado de varios modos y cabe mencionar aquí, entre otros testimonios, cómo en la construcción de la Plaza Mayor de León se contemplan unas ayudas de costa para los dueños de las casas "por cada arco que luciesen o almazarronasen al modo que está la de Madrid" (1677). Tras la reconstrucción efectuada por Villanueva, volvieron a presentarse en la Plaza Mayor de Madrid los problemas de reboque y pintura. La Plaza Mayor por excelencia de nuestro siglo XVIII y una de las más hermosas que pudiéramos encontrar, alabada por propios y extraños ayer y hoy, es la de Salamanca. La minuciosa y compleja historia de su construcción nos es conocida merced al ejemplar análisis de A. Ceballos, que nos permite seguir el proceso desde el comienzo de las obras, en 1729, hasta su culminación, en 1755, si bien el tiempo real de ejecución fue de ocho años con un largo período intermedio de inactividad. El proyecto, cuyo principal impulsor fue el corregidor don Rodrigo Caballero, se debe al arquitecto Alberto de Churriguera quien habiéndose ausentado de la ciudad, después de terminar los dos primeros lienzos, los del Pabellón Real y de San Martín, fue sustituido en la dirección de la obra por su sobrino Manuel de Larra Churriguera. Hubo después intentos de modificar el proyecto inicial, debiendo intervenir el Consejo de Castilla que resolvió el pleito al exigir la reanudación de las obras conforme a lo ejecutado. No obstante, el edificio del Ayuntamiento, que preside la plaza desde el lado norte, se separa del resto de las fachadas con un tratamiento absolutamente diverso debido a su autor, el arquitecto Andrés García de Quiñones. Los antecedentes de la plaza salmantina nos llevarían a considerar la existencia de un extenso mercado en el que se incluía la parroquia de San Martín, fuera del núcleo viejo de la ciudad pero dentro de la nueva cerca que protegía su crecimiento en dirección norte, sobre los dos ejes importantes de los caminos de Zamora y Toro. La plaza fue conociendo varios estadios, siempre de desmañada configuración, pero muy activa y, sobre todo, de imponente superficie, contando desde la Edad Media con la presencia de las casas del Concejo. Esto, unido al hecho de celebrarse en la plaza de San Martín toros y cañas, así como el ajusticiamiento de los condenados en la horca allí colocada, según testimonio de Rosmithal (1465), va completando la serie de funciones características que desempeñaron habitualmente las Plazas Mayores. No estando en consonancia aquel lugar con la imagen de la ciudad, se pensó en la construcción de la nueva plaza atendiendo a considerandos funcionales y estéticos. Se argumentó la necesidad de proteger el comercio con soportales, de eliminar los puestos que impedían el paso de "los coches, carros y caballerías", pero sobre todo pesaba grandemente su pobre aspecto. La declaración del Deán de la catedral, como uno de los que emitieron informe positivo acerca del proyecto, resume la actitud generalizada de la ciudad: "El decoro y ornato público de que tanto carece la primera oficina de la ciudad, especialmente en las dos líneas de la Torre y de San Martín, por ser ambas indecentísimas para una ciudad tan famosa en el mundo y donde resplandecen tan insignes edificios, a cuya vista se hace muy reparable a los naturales y extranjeros lo indecoroso de su principal plaza". Para paliarlo se propone una plaza casi cuadrada, de poco más o menos de 80 metros de lado, y absolutamente cerrada en sus cuatro frentes. Las calles entran con su correspondiente dirección pero pasan bajo los arcos que componen los soportales, en todo caso con algo más de luz pero guardando la misma altura. El módulo de fachada es de un eje de huecos, es decir, arco del soportal y tres alturas encima, a excepción del arco de San Fernando en el Pabellón Real y del edificio del Ayuntamiento que guarda otra escala y composición bien distinta y más barroca en su ornamentación. Todas las fachadas son en piedra, con el balconaje muy volado y antepechos de hierro, desarrollando una original iconografía en los medallones de las enjutas de los arcos, con las efigies de monarcas españoles. Ello supone, sin duda, una evidente presencia real en esta plaza municipal, que unido al citado Pabellón en cuyo centro figura el escudo regio, la efigie del rey San Fernando y una inscripción que recuerda a Felipe V el Animoso, hace pensar en lo que este programa iconográfico entraña de pleitesía hacia el monarca que encabezaba la nueva dinastía de los Borbones, presentada aquí como continuidad y no como ruptura. Finalmente cabe añadir que consta documentalmente que los artífices e impulsores de la Plaza Mayor de Salamanca barajaron los modelos de las Plazas del Ochavo de Valladolid, que ciertamente nada tiene que ver con el tipo señalado en estas páginas, la Mayor de Madrid y la Corredera de Córdoba, poniendo de manifiesto, una vez más, la coherente genealogía de las Plazas Mayores españolas donde la anterior experiencia sirvió de punto de partida para la siguiente realización.
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El principado de Adriano (117-138) propicia otro clasicismo, pero no de signo romano como el de su predecesor, sino griego como el de Augusto. Un renacimiento clásico de este signo resultaba, sin embargo, mucho más difícil de conseguir en tiempos de Adriano que en los de Augusto. No en vano había transcurrido más de un siglo entre uno y otro, y un siglo en que Roma había creado una gran cultura, la única que podía entonces considerarse moderna, no estancada en la contemplación de las glorias del pasado. Adriano, dejándose llevar de su vena romántica, quiso dar ejemplo de filohelenismo: mostró un amor y una devoción por la lengua y la cultura griega que ya en su juventud le granjeó el apodo de graeculus; se inició en los misterios de Eleusis; terminó -¡por fin!- el Olympieion de Atenas, y construyó en derredor una Atenas suya, dotada de la mejor biblioteca de la Grecia propia, al lado de la Atenas de Teseo. Así lo recuerda hoy la inscripción de la hermosa Puerta de Adriano, que señala por dónde pasaba la linde de las dos ciudades; su generosidad no tuvo límites. Grecia le correspondió aceptando todo lo que viniera de él como si procediese de un dios, incluso el culto religioso a su favorito, Antinoo. Pero el empeño era vano. Ni él mismo podía tirar por la borda, aunque lo hubiese querido, todo el legado romano -sobre todo el rico y tan próximo legado flavio-. Roma y el Occidente estaban ya tan lejos de Grecia como habían de estarlo en el Renacimiento. Nunca se copiaron tantas estatuas griegas de época clásica y helenística como entonces. Y sólo en época de Nerón, en que aún quedaba algo vivo del espíritu griego, se hicieron copias mejores. Pero ni aún estas copias pueden eludir ciertas peculiaridades del clasicismo romano, por ejemplo, la tendencia a enriquecer los soportes que necesitan las copias en mármol de estatuas de bronce, sobre todo las desnudas. Y así vemos esos soportes cargados de flautas, de címbalos, de carcajs, de aljabas. Otro concepto romano de la escultura es el de considerarla complemento de la arquitectura, incluso en estatuas exentas y transportables. Por contar siempre con la pared que había de respaldarlas, o con el nicho que había de cobijarlas, los dorsos se tratan con descuido y a veces quedan en boceto. Del palacete llamado Academia de la Villa Adriana, de Tívoli, proceden cuatro estatuas, dos de ellas centauros, y las otras dos, faunos, de un mismo taller y probablemente de dos escultores de la escuela de Adrodisias de Caria que trabajaban en colaboración: Aristeas y Papías. Las cuatro copian originales helenísticos de bronce, como se echa de ver en las calidades metálicas que aún la piedra conserva. Los centauros, uno joven y otro viejo, formaban evidentemente pareja y ambos estaban heridos de amor, el joven con alegría, el viejo con pesadumbre, manifiesta en un rostro que recuerda un poco al de Laoconte. Por eso se ha pensado en un original rodio de comienzos del siglo II a.C. Ambas estatuas están labradas en un mármol grisáceo que los italianos llaman bigio morato. La elección de este material se debería al deseo de imitar el color del bronce de los originales, pero también a su exotismo. Otras copias de los mismos centauros revelan que Aristeas y Papías, escultores de nota que firmaron sus obras, se permitieron añadir a los originales ciertas notas de su cosecha, no sólo los soportes que eran necesarios, sino también la nebrís (piel de ciervo) y la párdalis (piel de pantera) de que son portadores los centauros; también acentuaron la representación de los músculos y los tendones, demostrando con ello que aun siendo griegos estaban perfectamente adaptados al gusto romano. Lo mismo el más delicado de los faunos, el Fauno Rosso, llamado así por el color del precioso mármol; aparte del soporte habitual, lleva otro que lo enriquece, formado por un cesto de fruta y un cabrito acompañante. Al tratar de la arquitectura no tendremos más remedio que reconocer en Adriano un entusiasta continuador de los Flavios, sobre todo de Domiciano. Es más, en estas y otras muestras de la escultura de su propio palacio íntimo, revela que en esta parcela también su gusto llegaba a los mismos materiales de las estatuas del aula regia de la Domus Flavia.
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Las crónicas de Alfonso III contienen amplias referencias a los edificios construidos en Oviedo y en el Naranco por sus predecesores, y aunque le atribuyen a él una intensa acción edilicia, ésta sería más de conservación y consolidación de lo existente. Puede decirse que las residencias regias y los edificios emblemáticos de la monarquía se consideraban acabados y que se les otorgaba una cierta veneración como reliquias históricas que no debían ser alteradas. Por ello, se ejecutan restauraciones en todas las iglesias de Oviedo, y se hacen obras menores como el casetón que cubre la Foncalada, cuya técnica de sillería revela una época de buenos recursos técnicos y económicos. La inscripción de la Foncalada de Oviedo repite la invocación protectora a la Cruz que había colocado Alfonso II en el reverso de la Cruz de los Angeles, pero el dibujo que preside el monumento es el de una cruz levemente distinta, con discos en los extremos de los brazos, el alfa y el omega pendientes de los tramos horizontales y un vástago para soporte, que coinciden con el modelo de la Cruz de la Victoria; esta nueva Cruz fue dedicada por Alfonso III a la catedral de Oviedo en el año 908, como si se tratara de celebrar el centenario de la dedicación de la Cruz de los Angeles y de la consolidación de la monarquía asturiana por Alfonso II el Casto, cuando inició la edificación de la ciudad regia. La afortunada conservación de este símbolo de Asturias, reproducido como enseña en los monumentos de su época, permite conocer el nivel de evolución obtenido en cien años por la orfebrería asturiana; la mayor innovación es el empleo de esmaltes, en los que se dibujan con trazos sencillos, cuadrúpedos, aves y peces, el conjunto de los "tria genera animalium", que aparecen en otras obras del cristianismo antiguo como representación de los seres vivientes; la técnica de los esmaltes llegaría hasta Asturias desde Francia y el Norte de Italia, primero con el encargo a los talleres de estas regiones de piezas excepcionales, como la corona adquirida en Tours por Alfonso III; y más adelante, por la contratación de artesanos extranjeros, que serían los maestros del taller formado por el monarca en el castillo de Gauzón. Otras piezas de orfebrería sirven de testimonio de la importancia representativa que se otorgaba a este arte. En el año 874, Alfonso III encargó una reproducción de la Cruz de los Angeles para la nueva basílica de Santiago de Compostela; sólo se diferenciaba del original en la sustitución del camafeo central por un disco con esmaltes, que parece una pieza extraída de otra joya. También es una reutilización la placa superior de la Caja de las Agatas de la catedral de Oviedo, encargada por el príncipe Fruela II en el año 910, ya que por su estilo se relaciona con el arte europeo del siglo anterior; en todos estos casos, como en la reutilización de entalles romanos, debían tener un peso especial las indicaciones de los propios monarcas, que encargarían la transformación o adaptación de las piezas de la colección real, en la que se incluirían objetos antiguos y exóticos, como los mencionados. Como término final de la arquitectura áulica asturiana, debe tomarse en consideración la iglesia de San Salvador de Valdediós, dedicada por Alfonso III en el año 893, y a la que se retiró después el propio monarca, destituido por sus hijos. Es el monumento en el que se pueden observar mejor las consecuencias del arte anterior y el posible camino que hubiera seguido la arquitectura española por sus solas iniciativas. Se trata de una basílica con tribuna sobre el pórtico de los pies, naves estrechas con bóveda de cañón y tres capillas en la cabecera. En el lado sur se le adosa un pórtico bajo y alargado, cubierto con una bóveda de arcos fajones como las ramirenses; en su construcción se emplean con largueza los sillares de piedra, que también forman las esquinas y los contrafuertes del edificio, poniendo de relieve el progreso en la explotación de canteras. La ornamentación de los capiteles y la existencia de alfices en las ventanas, pueden relacionarse con influencias islámicas, pero ambos elementos eran ya conocidos en el arte asturiano anterior. En cualquier caso, ni los sistemas arquitectónicos ni las formas decorativas del arte asturiano trascendieron fuera de los límites del actual Principado, si se exceptúa a las primeras basílicas compostelanas, de las que no quedan restos apreciables. Ya por iniciativa regia, ya por impulsos monásticos o nobiliarios, se levantaron durante el siglo IX y los inicios del X otras iglesias en Asturias que toman los mismos principios artísticos en escalas más modestas. San Pedro de Nora es una basílica con tres capillas en la cabecera, que suprime el crucero, la tribuna y las cámaras laterales de las iglesias reales, aunque en las modernas restauraciones se les suponen innecesariamente. Algo similar ocurre en el templo de Santa María de Bendones, en el que mucho de lo que hoy existe corresponde a restauraciones sobre los modelos ovetenses, pero queda sin explicar la organización de las naves interiores, que hoy se presentan como sala corrida. Ambos edificios pueden ser del siglo IX. En el año 891, dedicó Alfonso III la iglesia de la abadía de San Adriano de Tuñón, que es un mero esquema del tipo basilical asturiano, con triple cabecera y naves laterales estrechas separadas por arquerías de medio punto, pero sin ningún alarde decorativo. Ya de comienzos del siglo X debe ser la iglesia de Santiago de Gobiendes, muy reformada en el XIX, con pérdida de la capilla mayor, y en el año 921 se dedicó la iglesia de San Salvador de Priesca, sencilla imitación de las anteriores con temas ornamentales tomados de Valdediós. Algunas celosías, arquillos pareados y cruces labradas a imitación de la de la Victoria, indican que en muchos otros lugares hubo edificios del mismo estilo, a los que la investigación arqueológica añade datos complementarios, en los que sigue manifestándose que la iniciativa artística de la monarquía asturiana fue la línea matriz en los territorios cristianos de la España occidental, hasta que la expansión hacia el Valle del Duero estableció la vía de penetración a los influjos islámicos y el desarrollo de la ruta jacobea provocó la fusión con el románico europeo.
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Así como Bismarck había pensado que sólo mediante una guerra con Francia podía realizarse la unidad alemana -porque sólo la agresión francesa impulsaría a los Estados alemanes del sur a buscar la protección de los del norte-, una vez realizada la unificación, pensó que el mayor peligro para la misma provenía del sentimiento de revancha de una Francia humillada por la derrota y por las concesiones que se había visto obligada a hacer. En consecuencia, orientó toda su política a mantener aislada a Francia, objetivo que logró plenamente, mientras estuvo al frente del Imperio, controlando en cierta medida la política exterior de las demás potencias. A la altura de 1890, parecía claro que Bismarck había detenido su política agresiva en 1871 y que, a partir de esta fecha, trató de consolidar la hegemonía alemana mediante la paz. Más consciente de la debilidad estratégica de Alemania que de su fuerza humana y económica, buscó el mantenimiento del "statu quo" territorial favorable a su país. Durante las dos décadas siguientes a la unificación, sin embargo, esto no pareció tan evidente, entre otras cosas, porque Bismarck nunca lo manifestó -escribió al emperador que le parecía un grave error político hacer declaraciones pacifistas- y porque en varias ocasiones dejó entrever la posibilidad de una nueva guerra -"preventiva", en su terminología- contra Francia o contra Rusia. La valoración de la política exterior de Bismarck ha sido muy diferente; desde la muy positiva de W. Langer, que la consideró un ejemplo inigualable de "gran moderación y de un sano sentido político de lo posible y de lo deseable", hasta la de historiadores más críticos, como A. J. P. Taylor o G. Craig, que han acentuado los aspectos oportunistas y pragmáticos de la misma. En último término, según G. Kennan, el fracaso de Bismarck al no conseguir un orden internacional estable se debió fundamentalmente a la dificultad inherente a los objetivos que persiguió: impedir una guerra entre Austria-Hungría y Rusia en los Balcanes, y conseguir que ninguna de estas potencias se aliara con Francia en contra de Alemania. El conjunto de alianzas que se fraguaron en estos años suelen agruparse en dos sistemas consecutivos, un primero, de 1873 a 1878, y un segundo, entre esta última fecha y su dimisión en 1890.
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Parece aceptado que el arte bizantino no tuvo la irradiación que podía esperarse de su gran y continuado prestigio, de su innegable superioridad durante siglos y de su vigorosa personalidad. Sobre Occidente, con excepción de algunas provincias italianas, ejerció cierta influencia gracias a las artes suntuarias, cuyos productos eran de fácil transporte; pero la arquitectura y la pintura mural resultaron poco accesibles a los países hispanos, francos o germánicos. La arquitectura bizantina se afianzó en Italia en dos baluartes, cada uno con carácter distinto. En Venecia y sus cercanías, está representada por un pequeño número de iglesias y palacios. De traza monumental y lujosa realización, aparecen ligados por una parte al arte de Constantinopla y de algunos centros importantes de Grecia y, por otra, a los estilos del románico europeo. En el sur de Italia y Sicilia se han conservado un número relativamente grande de iglesias, pero significan poco en el panorama de la arquitectura bizantina de los siglos XI y XII. Su ejecución es pobre y su decoración, salvo el caso de la Martorana de Palermo, de calidad irregular. Aunque Santa Fosca de Torcello constituye, por sí misma, un bello ejemplo del modo de construir bizantino, la iglesia metropolitana de San Marcos es el monumento más relevante. Su aspecto actual es el fruto de distintas etapas y gustos arquitectónicos, dado que fue consagrada en 1073 pero se trabajó en ella hasta el siglo XVII. Los revestimientos interiores datan de fines del siglo XI y comienzos del XII, los nichos del XIII, que es probablemente cuando se dio el perfil acampanado exterior a las cúpulas, acercándolas así al gusto islámico; los gabletes góticos de la fachada son del XV. De fecha posterior son los grandes mosaicos de la parte alta. Si pudiéramos despojarla de todos estos añadidos, descubriríamos una iglesia cruciforme que tomó como modelo la de los Santos Apóstoles de Constantinopla: ambas tenían pilares cuatripartitos, ambas tenían galerías apoyadas sobre columnas y ambas debían ser del mismo tamaño. También había diferencias: en la de los Santos Apóstoles había dos filas superpuestas de columnas y en San Marcos solamente una. Pero se mostró bastante similar a su modelo. Llama la atención que se imitase una iglesia que tenía entonces quinientos años de antigüedad. Así lo hicieron porque querían albergar las reliquias de San Marcos, utilizando el modelo de un edificio tan prestigioso como el Apostoleion de Constantinopla que contenía los huesos de San Andrés, de San Lucas y quizá, también, los de San Mateo. Por esta razón Venecia se convertiría en un núcleo de renacimiento del arte de la época de Justiniano. Baste mencionar el ejemplo de los capiteles. Un gran número de los de las columnatas del interior y otras partes han sido tan cuidadosamente hechos que sólo la mayor dureza del acabado los distingue de los capiteles de los siglos V y VI. En cuanto a los famosos mosaicos de la nave, hay que precisar que son de gusto bizantino pero de ejecución local -al igual que ocurre en Murano o Trieste- por lo que, en puridad, no cabe considerarlos como una obra propiamente bizantina -Grabar-. Una excepción puede estar representada por los mosaicos del nártex norte, inspirados en miniaturas del siglo VI y que desarrollan un arte descriptivo que remite a artistas griegos y serbios contemporáneos. Una segunda excepción remite a la basílica de Torcello. La célebre imagen de la Virgen -del siglo XII- parece planear en una atmósfera dorada por encima de los apóstoles. Ningún otro arte habría utilizado el vacío como medio de expresión estética con tanta maestría; para ello fue necesario suprimir las figuras de ángeles o santos y conferir a la esbelta Theotokos una silueta muy por encima de las exigencias ópticas de la superficie curva en donde está representada. Frente a esta evocación del cielo, sobre el muro oeste se halla representado un inmenso Juicio Final. La composición ha sido equilibrada con cuidado y la postura y expresión de cada figura ha sido tratada de manera individualizada, a tono con el gusto de la época que exigía una humanidad más realista. Las construcciones bizantinas del sur de Italia, están relacionadas en planta no con Constantinopla sino con las provincias más atrasadas de la cuenca del Egeo. De factura tosca, llaman la atención por el atractivo de su arquitectura popular o su adecuación al paisaje, como el caso de la Católica de Stilo -siglo XI (?)- en Calabria; pero su importancia reside, fundamentalmente, en la prueba que proporcionan de los vínculos existentes entre una provincia distante y otras situadas en las rutas marítimas del Imperio -Krautheimer-. Este es el caso de la iglesia citada que presenta una serie de rasgos -cinco cimborrios sobre los tejados, anchas bandas de ajedrezado, frisos de dientes y esquinillas...- que remiten a las iglesias de las pequeñas ciudades portuarias de la península griega. La Koimesis de Togea o la Pantanassa de Monemvasia, pueden servir de referencia.
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A la muerte de Alfonso V la situación política del Reino leonés no es demasiado estable, tanto en el orden interno como en la relación con otros reinos, incluido el navarro. El matrimonio de doña Sancha, infanta leonesa, con Fernando, hijo de Sancho el Mayor de Navarra y heredero del trono de Castilla, fue sólo el comienzo de un período de cierta estabilidad. Tras la muerte de Bermudo III sin descendencia, en la batalla de Tamarón (1037), Fernando toma posesión del Reino de León en nombre de su esposa, uniendo reinos e instaurando una nueva dinastía, la navarra, en el viejo territorio astur-leonés. Sin embargo, lo que parecía podía ser un buen principio y un reinado fácil, se vio ensombrecido por largas peleas contra los navarros y por serias disputas contra los propios señores del Reino, quienes no aceptaron, de buen grado, su presencia. Solventadas éstas dificultades de orden interno, dirigió el monarca sus miras contra los musulmanes, lo que le permitió obtener pingües beneficios económicos con el cobro de las parias de los reinos de Al-Andalus. Por otro lado, consiguió cierta pujanza económica, lo que redundó favorablemente en el campo artístico. Pero a esta situación generalizada que, en el ámbito político y económico, se vivía en esos años en el Reino castellano-leonés, hay que añadir otros hechos polifacéticos que señalarán cambios profundos en todos los órdenes. Cambios que, desde los inicios de la undécima centuria, ya estaban dejando la huella en el territorio navarro de donde, precisamente, procedía el soberano. Una palabra -apertura- es la clave para comprender, en parte, la situación que describimos. Se favorece la apertura ultrapirenaica en planes muy diversos y se aceptan las influencias foráneas, especialmente francesas. Así, desde el punto de vista religioso y, a pesar de las reticencias del clero peninsular, y muy apegado a la vieja liturgia visigoda hispana, se apoyará la romana y la reforma benedictina. Los estudios efectuados por Bishko en relación con Fernando I y Cluny aportan luces esclarecedoras al respecto. Esa política de amistad por la que el monarca enviaba a la abadía borgoñona cuantiosas donaciones le valió, en agradecimiento por los beneficios otorgados, que solemnemente se conmemorase su óbito en la abacial de Cluny. Fueron relaciones que, iniciadas por Fernando I y continuadas por sus sucesores -como bien han expuesto en sus trabajos J. Williams y S. Moralejo- impulsaron los orígenes del Románico en el Reino de Castilla y León. Al mismo tiempo se intensifica el comercio y todo tipo de conexiones, incluida la peregrinación jacobea y la vía por la que se desplegaron esas actividades, aquí aducidas, fue el Camino de Santiago. Es posible que, tras su victoria en Atapuerca (1054), pacificado el territorio y saneadas las arcas, Fernando I y doña Sancha se hayan interesado por los asuntos artísticos que aquí nos ocupan. Construyen en piedra, como se grabó en el epitafio del monarca: "facit ecclesiam hanc lapideam quae olim fuit lutea", un nuevo templo de San Juan Bautista. Además, deciden disponer en León su Panteón Real y traen desde Sevilla las reliquias de san Isidoro, para reemplazar las perdidas de san Pelayo. Desde entonces, el santo visigodo se convertirá en protector de la casa real y defensor del Reino. El viejo templo fue consagrado solemnemente el 21 de diciembre de 1063 con la nueva advocación de san Isidoro. Aunque no conocemos, de forma tangible, su disposición, podemos intuir lo que debió ser. Las primeras noticias que tenemos sobre su planimetría se debieron a las excavaciones del arquitecto J. C. Torbado, a comienzos del siglo XX. Sin embargo, a través de las llevadas a cabo por J. Williams en dos campañas sucesivas, durante los años 1969 y 1971, todo parece indicar que se trataba de una construcción inspirada en los modelos comunes de la monarquía asturiana y, más concretamente, de San Salvador de Valdedios. Tenía tres naves, estrechas y altas, tres capillas cuadrangulares y escalonadas en la cabecera y, al parecer, se cubría con bóvedas. Aunque resulte difícil afirmar cómo sería la parte occidental, es evidente, por los caracteres descritos, que las reminiscencias áulicas de la arquitectura asturiana son evidentes. En esa órbita se podía citar además la fábrica de San Pedro de Teverga y otros edificios gallegos, como sugiere el profesor I. Bango. Carácter áulico que vendría también a subrayar el hecho de que, según se narra en la "Crónica Silense", cuando el rey, muy enfermo, regresó del campo de batalla, desde Paterna a León, asistió al culto en el templo isidoriano. Aconteció el hecho en la Navidad de 1063 y en la iglesia hizo penitencia, despojado de los vestidos regios y con la cabeza cubierta de ceniza. Y en León murió días más tarde y recibió sepultura. De esa fábrica sólo se conserva, actualmente, parte del muro norte y del occidental. Con motivo de la solemne dedicación en honor de san Isidoro, los reyes dotaron a la iglesia, como era habitual en ese tiempo, de preciosos y ricos objetos sagrados así como de extensas posesiones, hecho que se irá repitiendo, con sus sucesores, a lo largo de los siglos. Es curioso señalar, no obstante, y por lo que a la arquitectura se refiere, cómo a pesar del afán demostrado por el soberano hacia los avances europeos del momento, vuelve los ojos al pasado, tratando de buscar, sin duda, hasta en ese aspecto lo que fueron las raíces de su Reino y el lejano recuerdo del imperium que los soberanos asturianos mantuvieron en la desaparecida corte ovetense.
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Diversos textos hablan de tiempos turbulentos para referirse a la situación en que se encontraba la Corona de Castilla en los años finales del siglo XIII e iniciales del XIV. En efecto, los cuarenta años que transcurren entre el acceso al trono de Sancho IV, en 1284, y la proclamación de la mayoría de edad de Alfonso XI, en 1325, se caracterizan por la sucesión de conflictos bélicos de orden interno, pero también por la presencia de las primeras manifestaciones de la crisis. La debilidad de la monarquía, particularmente puesta de manifiesto en los períodos de minorías, fue hábilmente aprovechada por la nobleza, que se mostró sumamente agresiva. En ese contexto la actuación de los concejos, claramente favorables a la defensa del realengo, resultó decisiva. Sancho IV (1284-1295) había ceñido la corona de Castilla después de una violenta pugna con su padre, Alfonso X. Los infantes de la Cerda, hijos del primogénito de Alfonso el Sabio, que reclamaban el trono, encontraron el apoyo de los reyes de Aragón a sus pretensiones. No obstante, gracias a su alianza con Felipe IV de Francia, plasmada en el tratado de Lyon de 1288, pudo Sancho IV contrarrestar a sus rivales. Años después, el monarca castellano se sintió con fuerzas para poner en marcha una campaña contra los musulmanes. La ofensiva se saldó con la ocupación, por parte de las tropas castellanas, de la importante plaza de Tarifa (1292), heroicamente defendida en los años siguientes por Alonso Pérez de Guzmán. De todas formas, planeaba en el fondo el creciente poder de la nobleza. Un representante típico de la misma fue Lope Díaz de Haro, señor de Vizcaya y favorito del rey de Castilla, en cuya corte campó a sus anchas hasta 1288. La prematura muerte de Sancho IV, en 1295, dejó como sucesor a un menor, Fernando IV (1295-1312). María de Molina, la reina madre, quedó encargada de la regencia de su hijo. La ocasión fue aprovechada por los infantes de la Cerda para reivindicar nuevamente el trono. Una vez más les apoyaba el rey de Aragón Jaime II, el cual, si el plan previsto salía adelante, recibiría en compensación el reino de Murcia. Por si fuera poco, la trama fue apoyada por el infante don Juan, hermano del anterior monarca, Sancho IV, que sería premiado con los reinos de Galicia y de León, y por los grandes magnates Juan Núñez de Lara y Diego López de Haro. Pero la heterogeneidad de los coaligados, así como el temple demostrado por María de Molina, que encontró el apoyo total de los concejos de sus reinos, hicieron posible que la crisis fuera superada. En 1301 Fernando IV accedió a la mayoría de edad. Su primer logro fue poner fin al conflicto con Aragón, lo que fue posible gracias al acuerdo de Agreda (1304). Aragón renunciaba a Murcia, aunque incorporaba a sus dominios la zona alicantina. Por su parte Alfonso de la Cerda desistía, a cambio de diversas concesiones, de sus presuntos derechos a la corona de Castilla. La amistad castellana con los aragoneses hizo posible, unos años después, planear una ofensiva conjunta contra los nazaríes (Vistas de Campillo, de 1308), que a la postre no dio más frutos que la toma de la plaza de Gibraltar. En otro orden de cosas es necesario señalar que en la corte se iniciaba una áspera disputa entre los grandes de la nobleza, deseosos de controlar la privanza regia. La muerte, en 1312, de Fernando IV, dejaba como sucesor a un niño de apenas un año, Alfonso XI (1312-1350). Fue preciso organizar nuevamente una regencia. La figura principal de la corte seguía siendo María de Molina, abuela del joven Alfonso. En la Concordia de Palazuelos, del año 1314, se encomendó la regencia a los infantes don Juan y don Pedro, otorgándose a María de Molina la custodia del rey-niño. Mas las desavenencias surgidas entre los propios tutores se hicieron manifiestas desde el primer momento. La sensación que había en la Corona de Castilla era de desgobierno. En ese clima se entiende la actitud adoptada por el tercer estado en las Cortes de Burgos del año 1315 de constituir una Hermandad general. Los fines por los que se constituía la institución citada eran, según el texto presentado por los procuradores de las ciudades y villas del reino, "para guardar sennorio e serviçio del Rey e todos sus derechos que á e deve aver, e para guarda... de todos nuestros fueros e ffranquezas e libertades ... et para que se cunpla e se faga justiçia en la tierra ... por que quando nuestro sennor el Rey ffuere de hedat ffalle la tierra meior parada e mas rrica e meior poblada para su serviçio". El texto es suficientemente expresivo de los propósitos que movían a los hermanados: defensa de los derechos regios y municipales y garantía del cumplimiento de la justicia. Ante el panorama existente, los concejos tomaban las riendas de la defensa de los reinos, actitud que algunos autores han interpretado como una especie de golpe de Estado. La muerte de los infantes don Pedro y don Juan, acaecida en 1319 en una campaña llevada a cabo en tierras próximas a la vega de Granada, posibilitó que María de Molina volviera al primer plano de la escena política, posición que mantuvo hasta que, en 1321, se produjo su muerte. Mientras tanto hicieron acto de presencia en la escena política castellana nuevos personajes, tales como el infante don Felipe, el brillante escritor don Juan Manuel y don Juan el Tuerto, un personaje sumamente turbio. La situación, a raíz del fallecimiento de María de Molina, se degradó hasta límites inconcebibles, debido a las luchas internas entre los propios miembros del consejo de regencia. Las tensiones políticas y sociales estallaban por doquier: Segovia, Soria, Valladolid, etcétera. En las villas, nos dice la Crónica de Alfonso XI, "los que mas podian apremiaban a los otros" y en aquellos lugares que no habían reconocido a ningún tutor "los que avian el poder tomaban las rentas del Rey... et apremiaban los que poco podian", para concluir señalando que "en algunas villas levantabanse por esta razon algunas gentes de labradores á voz de comun". Como se ve, los sectores populares no permanecían impasibles ante el deterioro de la situación. Mas sólo la proclamación de la mayoría de edad de Alfonso XI, efectuada en unas Cortes reunidas en Valladolid en el año 1325, puso fin al caos reinante.
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A pesar de haberse reservado el derecho a nombrar su sucesor, Pedro I no tuvo tiempo de elegirlo ni tampoco de establecer un sistema sucesorio determinado, lo que genera un largo período histórico caracterizado por las conspiraciones palaciegas y la ausencia de personalidades relevantes, a excepción de la zarina Isabel, que terminan siendo meros instrumentos de dominación de la nobleza, que recupera y amplia sus tradicionales privilegios en detrimento de la Monarquía absoluta y centralizada. El primer problema se planteó a la muerte del zar: en la corte se forman dos grupos: uno, alrededor de la guardia imperial y liderado por Menchikov que guarda fidelidad a la zarina Catalina, segunda esposa de Pedro, y otro, compuesto de las grandes familias aristocráticas de la nación, que apoya al nieto del rey difunto, Pedro, un niño de apenas diez años, que les dejaría absoluta libertad para gobernar. Al fin, Catalina I (1725-1727) logra imponerse y como primera medida recorta las atribuciones del Sínodo y del Senado, controlado por la vieja nobleza. Nombra a Menchikov como primer ministro, inaugurando la época de los validos, y poco después (1726) crea un Consejo Superior Secreto como principal órgano de gobierno. Su corto reinado se caracteriza por la inoperancia administrativa, la dilapidación del erario público y la corrupción de la corte provocando que, a su muerte, el sistema burocrático creado por su marido hubiera desaparecido. Le sucede Pedro II (1727-1730), nieto de su marido, que en su breve mandato habría de caracterizarse por la arbitrariedad gubernamental, el abandono y desatención del Ejército y la Marina y el aumento del gasto público. Tras afianzar su posición, abolió el Consejo Secreto y destituyó a Menchikov, rodeándose de individuos similares. Trasladó la capitalidad a Moscú y otorgó absoluta autonomía, política y económica, a los vaivodas de la administración provincial. Ana (1730-1740), sobrina de Pedro I, fue nombrada zarina por un Consejo privado de nobles que se reserva el control del Ejército y de la guardia imperial, así como las decisiones gubernativas más importantes: iniciativa diplomática y firma de la paz, elección del sucesor, nombramiento de cargos importantes y protección judicial a los nobles. Sin embargo, tras su coronación, dio un verdadero golpe de Estado contra los nobles: deshace el Consejo y pretende gobernar como una autócrata. Se acompañó de políticos oriundos de la nobleza germana del Báltico, destacando su valido Biron, Osterman, Golowkin y Tscherkaskij, y de una especie de cancillería personal, llamado Gabinete de ministros, que llegó a ser el verdadero gobierno, y con el que logró una cierta estabilidad. Aunque la nobleza no ocupaba los órganos de dirección, no fue desatendida. Al contrario, desde 1730 Ana comienza a dictar una serie de medidas que ampliaron sus derechos: creación de un cuerpo de cadetes, exclusivamente para sus miembros, con categoría de oficiales; reducción del tiempo obligatorio del servicio al Estado, estableciéndose en veinticinco años como máximo (1736); exención del servicio a un hijo de cada familia noble para atender la hacienda familiar; autorización a la nobleza de servicio para transmitir sus tierras, y vuelta al sistema de herencia basado en la igualdad y no en la primogenitura. La percepción de los impuestos fue regulada para obtener mayores rentas, se abolieron las tarifas proteccionistas de 1724 y se estableció un acuerdo comercial con Gran Bretaña cediendo a ésta el derecho a comerciar seda con Persia. Por último, continuó el trasvase de campesinos adscritos hacia la manufactura, con respaldo oficial. La política germanófila de la zarina propició una estrecha colaboración con Austria, como quedó de manifiesto en 1733 al estallar la Guerra de Sucesión polaca y apoyar Rusia a Augusto de Sajonia, y diez años más tarde, al reconocer la Pragmática Sanción que legitimaba a María Teresa y alinearse a su lado en la contienda por el trono austriaco. Ana nombró y eligió como heredero a su sobrino Iván IV (1740-1741), que sólo pudo mantenerse en el poder unos cuantos meses al ser depuesto por una conjura palaciega en noviembre de 1741. Gracias a esta conspiración, Isabel (1741-1762), la única hija viva de Pedro I, asume el poder con el apoyo de la guardia y el beneplácito de Francia, para devolver a Rusia el esplendor de los tiempos de su padre. De hecho, protagonizó un largo período donde revitalizó las estructuras socio-económicas, preparando el camino a Catalina la Grande. Una de sus primeras medidas fue suprimir el Gabinete de ministros heredado y devolver al Senado sus antiguas competencias; realizó una reforma del código penal suavizando las condenas y aboliendo la pena de muerte y puso de nuevo en vigor el Reglamento de 1716 para la milicia y la marina. Continuó la concesión de privilegios a la nobleza repartiendo grandes extensiones de tierras del Estado entre ellos, endureciendo la servidumbre, amparando el poder de los nobles (1747) y de los terratenientes (1760) sobre los campesinos, en su vida personal y en los castigos (deportación a Siberia), permitiéndoles la venta de vasallos como reclutas (1747) y autorizándoles a comerciar con los productos obtenidos en sus explotaciones agrarias. La zarina siempre mantuvo una enorme preocupación por la economía, lo que redundó en la consolidación del mercado nacional; ya en 1753 se abolieron las aduanas internas y se establecieron aranceles proteccionistas con el exterior. La agricultura aumentó su producción al crearse una cierta especialización de cultivos en el territorio nacional y generalizarse el de tres hojas en el interior del país. A pesar de la constante falta de mano de obra, hubo progresos notables en la manufactura pues prosiguió la transformación de campesinos en obreros y aquéllos fueron autorizados a ingresar en el gremio de mercaderes (1758); la industria que alcanzó más desarrollo fue la metalúrgica, aumentando su producción un 250 por 100. Para canalizar dinero público hacia inversiones económicas privadas se creó el Banco Nacional de Crédito (1754). Se elevaron los impuestos y se mejoró el sistema de percepción, sobre todo el de capitación; aun así, el déficit público en 1762 era considerable. En los años cincuenta hubo una enorme preocupación pedagógica por parte del Estado, entonces se creó la Universidad de Moscú, con tres Facultades (Filosofía, Derecho y Medicina) y un liceo anejo, como instituciones académicas superiores. A su muerte, sube al poder Pedro III (1762), nieto del zar, que sólo gobernaría seis meses. Su intervención filoprusiana en la Guerra de los Siete Años, a la que devolvió todos los territorios conquistados en el curso de las operaciones, y su intento de gobernar por encima del Senado, desató una enorme oposición que se plasmó en un golpe de Estado que acabó con su vida. No obstante, en su efímero reinado promulgó el Manifiesto de la libertad de la nobleza, que confirmó legalmente los poderes de los nobles hasta unos límites insospechados, reafirmando con ello los caracteres estamentales de la sociedad rusa.
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Entre el siglo VIII y mediados del XI, el Imperio atravesó sucesivamente una de sus peores crisis internas, marcada por la querella religiosa en torno al culto a las imágenes, y por un periodo de recuperación que llevaría a la gran época de la dinastía macedónica. El cambio de las circunstancias políticas es compatible con una gran estabilidad en las características de Bizancio como civilización, que en aquellos siglos logró también muchos de sus mejores frutos. El mundo en torno al Imperio se modificó también a lo largo de aquel tiempo pero los ámbitos de la acción militar y diplomática de éste no: por una parte, los Balcanes, donde se consiguió la conquista religiosa y cultural de eslavos y búlgaros pero no tanto la política. Más allá, Italia, donde los griegos lograron mantener su presencia con diversa intensidad. Y, sobre todo, Oriente, donde la defensa de Asia Menor y el control de las islas del Mar Egeo era vital. Los emperadores de Constantinopla tuvieron que aceptar, además, la realidad del nuevo imperio occidental -carolingio y después otónida- aunque iba en contra de su pretensión de universalidad, y hacer frente al problema del choque, cada vez más intenso, entre las concepciones eclesiásticas de griegos y latinos, manifestadas en enfrentamientos y en la construcción de sendas áreas de influencia y misión: en la bizantina entraron gran parte de los Balcanes eslavos y búlgaros, y también la naciente Rusia de Kiev. Más allá, el imperio procuró mantener buenas relaciones con los pueblos dominadores de las estepas al Norte del Mar Negro: sucesivamente, jázaros, pechenegos en el siglo X, uzos y cumanos desde mediados del XI. León III, iniciador de la dinastía Isaurica, había salvado Constantinopla del gran asedio del año 717 pero no pudo impedir la pérdida del exarcado de Ravena a manos de los lombardos, que provocó el definitivo alejamiento del papado y su alianza con los carolingios. Se esforzó en completar la organización de themas y mejorar la administración del imperio al publicar en el año 726 una nueva colección de leyes, la Eclogé, pero sus medidas políticas más trascendentes se refieren al ámbito religioso donde crecía un enfrentamiento radical -difícil de entender para una mente europea moderna- entre iconódulos, partidarios del culto a las imágenes, e iconoclastas, que querían suprimirlo. León III apoyó a estos últimos desde el año 725 y, desde el 730 ordenó destruir las imágenes, depuso a Germanos, patriarca de Constantinopla, por no secundar su actitud, pero, al mismo tiempo, él y sus sucesores completaron el control del patriarcado sobre todo el territorio imperial, lo que producía inevitablemente un alejamiento con respecto a la Iglesia latina, que siempre se opuso al radicalismo de los iconoclastas, secundada por otros grandes pensadores como Juan, obispo de Damasco.
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La primera fase de la reconstrucción de Europa, después de la caída de Napoleón, quedaba establecida por la paz de París. A pesar de que las grandes potencias que habían llevado el peso de la ofensiva estaban dispuestas a castigar a una Francia que había causado tantos desastres en el continente, una vez que decidieron restablecer en el trono de aquel país a la dinastía Borbón en la persona de Luis XVIII, se dieron cuenta de que podía no ser conveniente ensañarse con medidas excesivamente duras que podrían retrasar la seguridad y la tranquilidad que deseaban desde hacía tanto tiempo.Eso explica que los términos del Tratado de París no fuesen muy exigentes para los vencidos. Francia conservaba los límites que tenía en enero de 1792 e incluso ganaba algunos enclaves que no le habían pertenecido antes. Además, a pesar de la intención manifestada por Gran Bretaña de exigirle una indemnización para ayudar a financiar los costes de la guerra y la pretensión de Prusia de que devolviese ciertas cantidades que Napoleón había extraído de los Estados alemanes, el nuevo rey de Francia dejó desde el principio bien claro que no estaba dispuesto a que se le impusiesen indemnizaciones de guerra. Esta firmeza impresionó a los aliados de tal manera que renunciaron a cualquier reparación financiera por parte de Francia, e incluso dejaron de insistir siquiera en la necesidad de la devolución de los tesoros artísticos que sus ejércitos habían depredado en sus incursiones por los distintos países del continente.La firma del Tratado de París daba por terminada la primera fase de la reconstrucción europea, pero al mismo tiempo anunciaba en su propio texto, la apertura de una segunda fase que tendría lugar de forma inmediata: "Todas las potencias comprometidas en cualquiera de los bandos de esta guerra, enviarán plenipotenciarios a Viena en el espacio de dos meses con el propósito de regular, en un Congreso General, los acuerdos que deben completar las provisiones del presente Tratado". En efecto, se trataba de la convocatoria de un Congreso en la capital austriaca para que las potencias del continente se pusieran de acuerdo en un nuevo y definitivo ordenamiento de Europa después de las guerras napoleónicas. El propósito de los aliados era el de impedir que se reprodujese un nuevo caso de dominio de Europa por parte de una sola potencia, asegurando su división política en Estados dinásticos y al mismo tiempo el de encontrar los medios para resolver los conflictos entre ellos y para concertar conjuntamente sus acciones. Junto a este doble objetivo se planteó también el reparto territorial del continente que tenía la finalidad de dar forma y perpetuar la idea del Concierto de Europa. Se trataba del intento más importante, desde la paz de Westfalia a mediados del siglo XVII, de llegar a un entendimiento entre las naciones para construir una organización que garantizase la paz. Figura clave en este proceso fue el canciller austriaco Metternich.El príncipe Clemens Metternich había nacido en Coblenza el 15 de mayo de 1773 en el seno de una destacada familia de la nobleza renana. Su padre entró al servicio del Sacro Imperio Romano y el joven Clemens se educó en el ambiente aristocrático de la corte de los Habsburgo. Cuando a los dieciséis años estudiaba en Estrasburgo tuvo la primera visión de los sucesos de la Revolución francesa que le causaron una profunda aversión, aumentada más tarde con motivo de la confiscación que Napoleón ordenó de las tierras que poseía su familia. En 1795 casó con la nieta del veterano canciller austriaco Kaunitz y esa unión le proporcionó grandes posesiones en Austria y le situó en una buena posición para acceder al más alto puesto de la diplomacia imperial. Después de servir como representante del emperador Habsburgo en Dresde, Berlín, San Petersburgo y París, se convirtió en 1809 en el verdadero jefe del gobierno austriaco, puesto en el que permanecería durante cuarenta años. Sin embargo, por no haber nacido en Austria nunca pudo ocuparse de sus asuntos internos. Por eso se quejaba en sus últimos años de que "He gobernado Europa algunas veces, Austria nunca". Donde Metternich demostró su talla fue en la política exterior en la que jugó a contrarrestar su odio a Napoleón con el temor al engrandecimiento de la Rusia del zar Alejandro. Durante el enfrentamiento de ambos en 1812, se mantuvo a la expectativa para prestar en último término su ayuda a aquel contendiente que pudiera beneficiar más a Austria. Su intervención fue decisiva en la campaña de 1814, y como resultado de su política, Austria se convirtió en la potencia dominante de los aliados victoriosos. Aunque era acusado de reaccionario por los liberales europeos, en realidad Metternich era un conservador que quería preservar el equilibrio del gobierno y que veía como una amenaza las pretensiones de las clases medias jacobinas. Estaba convencido de que un Imperio austriaco fuerte sería el mejor baluarte contra el avance de las fuerzas revolucionarias y se mostró dispuesto a emplear su poder y su prestigio contra cualquier rebrote de perturbaciones análogas. Se convirtió en el mayor adalid de la paz y de la unidad en Europa y en esta línea hasta que tuvo que exiliarse en Londres con motivo de la Revolución de 1848.El prestigio y la personalidad de Metternich tuvieron una decisiva importancia para escoger Viena como sede del Congreso previsto en la Paz de París. En el otoño de 1814 se reunieron en la capital austriaca los dignatarios de los países que iban a participar en él. Asistieron seis soberanos: el zar Alejandro de Rusia, el emperador Francisco I de Austria, Federico Guillermo III de Prusia y los reyes de Dinamarca, Baviera y Württemberg. Alejandro fue acompañado de una delegación de importantes consejeros entre los que destacaban el ministro de Asuntos Exteriores, conde de Nesselrode, el alemán Stein y el corso Pozzo di Borgo. En la delegación prusiana estaba el príncipe de Hardenberg, quien por su avanzada edad y por su sordera se hallaba asistido por Wilhem von Humboldt, ministro de Cultura y fundador de la Universidad de Berlín. Gran Bretaña, por su parte, estaba representada por su ministro de Asuntos Exteriores Robert Stewart, conde de Castlereagh, cuyos intereses coincidían con los de Metternich en el sentido de conseguir la estabilidad de Europa creando un "balance of powers" que fuese la mejor garantía de su defensa. Francia estaba también representada, aunque sin voz, por su veterano ministro de Asuntos Exteriores Talleyrand. El príncipe de Talleyrand, que fue nombrado obispo en 1789, se había llegado a sentar con los revolucionarios en los Estados Generales, pero tuvo que exiliarse en América durante la etapa del Terror y no regresó a su país hasta que se estableció el Directorio. Había sido ministro de Asuntos Exteriores con Napoleón, pero al darse cuenta de la proximidad del desastre negoció con los aliados y gestionó la restauración de Luis XVIII. Poseía una especial habilidad para salir airoso en cualquier situación y un sentido del oportunismo político que explican su larga carrera en situaciones tan diversas. No estaba dispuesto a asumir en el Congreso el simple papel de víctima muda de las conversaciones entre los aliados.El Congreso de Viena nunca reunió a todos los representantes como un cuerpo deliberativo. En las únicas ocasiones en las que las delegaciones participantes se reunieron conjuntamente fue en las numerosas recepciones oficiales, festejos y ceremonias que tuvieron lugar durante los días que duraron las sesiones. En efecto, el Congreso de Viena ha sido calificado como un gran desfile en el que los soberanos europeos con sus nutridos y elegantes cortejos disimulaban sus asuntos en Viena ante una cortina de banquetes suntuosos, solemnes bailes y marciales desfiles. La idea de Metternich era la de que las cuatro grandes potencias aliadas resolvieran entre sí todos sus asuntos y que después presentasen esas resoluciones a los demás participantes para que fuesen ratificadas de manera formal. Sin embargo, el viejo zorro de la diplomacia, Talleyrand, se negó a que Francia fuese excluida, invocando primero el Tratado de París mediante el que se convocaba un Congreso libre y completo de todas las potencias y más tarde aprovechando las diferencias entre los cuatro grandes para mediar entre ellos.Para tener ocupadas a las otras naciones participantes y para no herir susceptibilidades, se crearon diez comisiones especiales (en asuntos alemanes, en ríos internacionales, etc.), mientras que tres de ellas (España, Portugal y Suecia) fueron admitidas con las grandes potencias en el Comité de los Ocho. No obstante, este comité se reunió pocas veces y apenas trató asuntos importantes.Los acuerdos a los que se llegó en Viena estaban basados en tres principios: compensación por las victorias, legitimidad y equilibrio de poder. Ya que no había podido conseguir una reparación económica por parte de Francia para compensar los gastos de la guerra, las grandes potencias esperaban al menos obtener alguna compensación territorial.Gran Bretaña había conseguido ya, en el curso del conflicto, una serie de posiciones estratégicas -Helgoland en el Mar del Norte, la isla de Malta, las islas Jónicas, la Colonia del Cabo, Ceilán, Isla de Francia, Demerara, Santa Lucía, Trinidad y Tobago- que explican que mostrase menos interés en el Congreso que los otros aliados. Austria aprovechó la ocasión para desembarazarse de algunos territorios cuyo control era siempre problemático y cuya administración podía seguir planteando problemas a causa de la distancia. Tal era el caso de Bélgica y de los territorios al sur de Alemania. Pero a cambio consiguió el reconocimiento de las ricas provincias del norte de Italia, Venecia y Lombardía, que se hallaban mejor situadas. Asimismo, Metternich obtuvo la recuperación para Austria de sus antiguas posesiones en Polonia y nuevos territorios en Tyrol y en Iliria, en la costa oeste del Adriático.En cuanto a Prusia y Rusia, se enfrentaron en agrias discusiones a la hora de plantear sus reclamaciones territoriales. Rusia se había asegurado ya la posesión de Finlandia, al conquistarla a Suecia, y de Besarabia, que la había conquistado a los turcos, pero el zar reclamaba más. Quería aparecer ante Europa como el restaurador del antiguo reino de Polonia para ponerlo, naturalmente, bajo su control- y por eso pidió que el Gran Ducado de Varsovia napoleónico, con los territorios que habían pertenecido a Austria y a Prusia, le fuesen devueltos. Prusia no ponía graves objeciones si a cambio se le entregaba el rico reino de Sajonia, que había permanecido fiel a Napoleón hasta la batalla de Leipzig. Ambas naciones llegaron a un acuerdo finalmente sobre estas bases que, sin embargo, no satisfacían mucho ni a Austria ni a Gran Bretaña, las cuales no se fiaban de las ambiciones territoriales de una y otra y, sobre todo, no querían ver a una Rusia entrometida en la Europa central. Esta situación fue aprovechada por Talleyrand, quien estaba ansioso por sacar a Francia del aislamiento a la que se hallaba sometida por parte de todos los aliados. Así, propuso a Austria y a Gran Bretaña la firma de un pacto secreto mediante el cual los tres socios se comprometían a resistir a las pretensiones ruso-prusianas por la fuerza de las armas si ello era necesario. Ese tratado tripartito se firmó el 3 de enero de 1815.El tratado secreto -que pronto fue conocido ampliamente- contribuyó a deshacer la crisis y a llegar a un acuerdo que contentó a todos, excepto a los prusianos. Se le permitió al zar apoderarse de la mayor parte del Gran Ducado de Varsovia, pero Prusia y Austria conservaban parte de sus antiguos territorios en él y Cracovia era declarada ciudad libre. El rey de Sajonia permanecía en el trono, aunque casi la mitad de aquel reino se le entregaba a Prusia, junto con la Pomerania sueca y algunas posesiones en Renania, todo lo cual no fue obstáculo para que los diplomáticos prusianos fueran acusados por sus conciudadanos militares de que no habían sabido defender los frutos de su victoria.Una vez que las potencias participantes en el Congreso vieron satisfechas sus ambiciones territoriales, la atención se volvió hacia las otras áreas liberadas. Aquí fue donde Talleyrand consiguió que se aplicase el principio de legitimidad para significar que los derechos de los gobernantes europeos existentes antes de Napoleón debían ser respetados y éstos restablecidos en el poder si habían sido desalojados como consecuencia de las guerras. De acuerdo con ese principio, los tratados de Viena aceptaron la restauración de los Borbones en España y las Dos Sicilias, de la casa de Orange en Holanda, de la de Saboya en Cerdeña y el Piamonte, del Papa en sus dominios temporales de la Italia central. Sin embargo, en los arreglos territoriales de Alemania no hubo mucho interés por parte de Austria ni de Prusia en insistir sobre el principio de legitimidad para no resucitar los numerosos estados eclesiásticos y principados diminutos suprimidos en 1803.En lo que hubo unanimidad fue en la aplicación de otro principio: el del equilibrio de poderes. Metternich, Castlereagh y Talleyrand tuvieron muy presente este principio cuando se pusieron en la tarea de diseñar el mapa de la nueva Europa que salió del Congreso de Viena. Con frecuencia se ha acusado a estos hombres de haber dado marcha atrás al reloj de la Historia y de hacer caso omiso de los movimientos nacionalistas. Y en efecto, la principal crítica que puede hacérsele a estos acuerdos es la de no haber tenido en cuenta la fuerza emergente de los nacionalismos, de tal manera que territorios como Noruega, Finlandia y Bélgica fueron utilizados como peones para contentar a los firmantes de los tratados, sin atender para nada los deseos de sus habitantes. Las consideraciones estratégicas, de poder o de conveniencias dinásticas se pusieron por delante de los intereses nacionales o económicos. No obstante, hay que reconocerles a los protagonistas del Congreso de Viena, además de las enormes dificultades con las que tuvieron que enfrentarse para buscar unas vías de acuerdo entre intereses tan contrapuestos, la importancia de sus aciertos. Y entre ellos conviene recordar el establecimiento de asambleas en todos los miembros de la Confederación Germánica, la garantía de la independencia y de la neutralidad de Suiza, o su condena de la esclavitud. Además, no se mostraron insensibles ante los cambios que se habían producido desde el comienzo de la Revolución francesa, y los acuerdos a los que se llegó en Alemania y en Italia eran buena prueba de ello. Si no aplicaron el principio de nacionalidad en estos dos territorios fue por el temor a que se produjera el caos. El balance final de aquel importante encuentro no es despreciable: se logró verdaderamente un equilibrio europeo y se consiguió contentar a todos sin que se produjeran grandes agravios. Y ante todo, Viena tuvo el mérito de proporcionar a Europa casi medio siglo de relativa paz, que era en realidad lo que toda Europa deseaba en 1815.Sin embargo, cuando aún no se habían ultimado todos los detalles de las firmas de los acuerdos, llegaron noticias a Viena de que Napoleón se había escapado de su exilio de la isla de Elba y había desembarcado en Francia. En efecto, el 1 de marzo había llegado a las costas mediterráneas dispuesto a desplazar a Luis XVIII, uno de los hermanos menores de Luis XVI, a quienes las potencias habían colocado en el trono de Francia. Así daban comienzo los Cien Días, que eran el último estertor de Napoleón por recuperar el poder. Durante su recorrido hacia París, pudo comprobar cómo su reputación y su popularidad todavía permanecían intactas en muchas de las regiones por donde atravesó y, además, el revanchismo y el Terror Blanco que habían impuesto los realistas con el restablecimiento de los Borbones contribuyeron a levantar algunos entusiasmos por este retorno. El mariscal Ney, uno de sus antiguos hombres de confianza, se le unió en Auxerre cuando había sido enviado por la Monarquía para detener su avance. Napoleón consiguió entrar en París el 20 de marzo, pero las potencias, que ya habían dirimido sus diferencias en Viena, se pusieron de acuerdo para reunir un ejército con la aportación de 180.000 hombres cada una, que al mando de Wellington dispuso a acabar definitivamente con la amenaza del corso. Napoleón no pudo contar con más de 150.000 soldados, lo que lo situaba en franca inferioridad con respecto a los aliados. Sólo las tropas napolitanas de Murat le dieron su apoyo desde Italia, pero no pudieron mantenerlo durante mucho tiempo, pues fueron derrotadas por los austriacos en los primeros días de mayo. Su mayor peligro estaba situado en Bélgica, donde se hallaba el grueso de las fuerzas de los aliados. Allí se dirigió Napoleón el 12 de junio y cuatro días más tarde obtuvo en Ligny un triunfo táctico ante las tropas prusianas del general Blücher. No obstante, el 18 de ese mismo mes, en las alturas de Waterloo, a pocos kilómetros al sur de Bruselas, el ejército aliado encabezado por Wellington consiguió vencer a Napoleón en una batalla que ha quedado para la Historia como símbolo de la derrota sin paliativos.El 22 de junio Napoleón abdicaba por segunda vez y el 15 de julio se entregaba al comandante del navío inglés Bellerophon en el puerto de Rochefort, escapando así a una segura ejecución por parte de las tropas prusianas que lo perseguían a muerte. En octubre fue conducido por los británicos a un nuevo exilio, esta vez más seguro, en la isla de Santa Elena, en al Atlántico sur. Allí, como afirma su biógrafo Lefèbvre, "mediante un último destello de su genio, y no el menor, olvidó, al dictar sus Memorias, todo lo que de personal tuvo su política para quedarse únicamente como el jefe de la Revolución armada, liberadora del hombre y de las naciones, que por sus manos, había rendido su espada".Luis XVIII fue repuesto en el trono, en lo que se llamó la Segunda Restauración, pero en esta ocasión iba a reinar sobre un reino más reducido. La Segunda Paz de París, firmada el 20 de noviembre de 1815, privaba a Francia de una serie de posiciones estratégicas en el norte y en el este y reducía su población en casi 500.000 habitantes. Además, ahora tenía que pagar una indemnización de 700.000.000 de francos y aceptar un ejército de ocupación durante tres años al menos. Francia se veía así humillada y aislada, a pesar de los esfuerzos de Talleyrand en Viena por mantenerla entre las grandes potencias europeas.Al mismo tiempo que se firmaba el tratado de París de 1815, las cuatro potencias aliadas -Austria, Rusia, Prusia y Gran Bretaña- firmaban otro tratado que perpetuaba la Cuádruple Alianza y se comprometían a convocar en el futuro otros congresos diplomáticos para el mantenimiento de la paz y del statu quo que se había conseguido en Chaumont, Viena y París. El zar Alejandro fue todavía más lejos y, dando rienda suelta a su inspiración personal, quiso que los grandes principios de paz, clemencia y buena voluntad recíproca que debían constituir los fundamentos espirituales para la conservación tanto de la sociedad moderna como de las fronteras y de los gobiernos, fueran suscritos por todos los soberanos europeos. Así pues, indujo al rey de Prusia y al emperador austriaco a formar con él la Santa Alianza, mediante la cual, como rezaba el texto firmado el 26 de septiembre de 1815, los tres soberanos "Declaran solemnemente que el acta presente no tiene más objeto que el de manifestar frente al Universo su determinación inquebrantable de no tomar como regla de conducta, tanto en la administración de sus Estados respectivos como en sus relaciones políticas con todos los demás gobiernos, más que los preceptos de esta religión santa, preceptos de justicia, de caridad y de paz, que lejos de ser únicamente aplicables a la vida privada, deben por el contrario influir directamente en las resoluciones de los príncipes, y guiar todos sus pasos como único medio de consolidar las instituciones humanas y de remediar sus imperfecciones".La Santa Alianza ha sido considerada a veces por la historiografía como un instrumento maléfico para poner en práctica una política fanáticamente reaccionaria, dispuesta a mantener a toda costa los principios del Antiguo Régimen. Pero en realidad, como ha puesto claramente de manifiesto G. Bertier de Sauvigny, el documento fue firmado por Austria y Prusia únicamente por razones de cortesía y la Santa Alianza nunca funcionó como instrumento operativo porque, sencillamente, nadie se lo tomó en serio. Es más, el nombre de la Santa Alianza no apareció en ningún documento diplomático, por lo que habría que concluir con Friedrich von Gentz, el íntimo colaborador de Metternich, que se quedó en una "nullité politique".La Santa Alianza no funcionó porque apelaba a la antigua noción de la unidad de la Cristiandad que, a su vez, presuponía la existencia de una comunidad de Estados basados en unos principios idénticos y organizados como monarquías legitimistas. En cambio, la Cuádruple Alianza se basaba en el establecimiento de un equilibrio de poder entre los Estados, asumiendo las rivalidades que pudiesen existir entre ellos independientemente de sus respectivos sistemas de gobierno. Su propósito de que las grandes potencias se reunieran periódicamente en congresos para controlar ese equilibrio de poderes y resolver las posibles disputas entre ellos, resultaba más viable. Eso explica que Gran Bretaña firmase el tratado de la Cuádruple Alianza y no el de la Santa Alianza. El sistema de Congresos de 1815 pudo proporcionar a las naciones europeas un mecanismo realista y eficaz para seguir y controlar los cambios pacíficos mediante las consultas periódicas entre las grandes potencias. Su desgracia fue que se convirtió en un instrumento en las manos de Metternich, el cual con propósitos claramente conservadores, trató de utilizarlo para impedir los cambios en una época en la que éstos pugnaban con gran ímpetu para imponerse a las fuerzas conservadoras.