Tras los diseños de Bramante, Rafael y Antonio da Sangallo será Miguel Angel el encargado de llevar a buen puerto la construcción de la basílica de San Pedro del Vaticano. Pero la fábrica del Vaticano aún no había concluido en el siglo XVII, convocándose en 1607 un concurso para su finalización. Maderno será el elegido, viéndose obligado a retomar el esquema basilical. Con el máximo respeto a la obra de Buonarroti, añadió la nave longitudinal, tratándola como un recorrido introductor a la estructura centralizada y al gran vano de la cúpula. La prolongación de la nave alejaba la cúpula miguelangelesca por lo que Maderno levantó una fachada de desarrollo horizontal, manteniendo la baja altura para poder contemplar la cúpula, incluso diseñó dos campanarios en los laterales que la enmarcaran para destacar su grandiosidad, diseño que no se llevó a cabo. La adopción del orden gigante en las columnas dice de la cautela del modo de operar de Maderno, que se esfuerza por reavivar los ritmos y activar la plasticidad de la cúpula. Alejandro VII abordó la configuración de la plaza frontera a la basílica, eligiendo en 1656 a Bernini como arquitecto encargado del proyecto. Bernini planteó en un primer momento una plaza trapezoidal, rodeada de una fachada de dos plantas. Criticada esta traza, el artista se inclinó por otra circular porticada para decidirse finalmente por la solución definitiva: una plaza ovalada de 340 x 240 metros, delimitada por un pórtico arquitrabado con cuádruple alineamiento de columnas toscanas, cuyo eje transversal se señala por el obelisco central y las fuentes laterales; la plaza queda conectada a la basílica por dos alas oblicuas divergentes. Bernini incluso llegó a proyectar un tercer brazo porticado de la Columnata que debía cerrar el óvalo, completando el perímetro elíptico de la plaza.
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El culto cristiano necesitaba que el templo diese cabida a todos los actos de su liturgia y asiento a sus fieles. Estos requisitos exigían un templo grande y cerrado, eligiendo como modelo un edificio civil: la Basílica Ulpía, con cinco naves y dos cabeceras absidiales al que se añadiría una nave transversal y un arco de triunfo que ponían el edificio bajo el signo de la cruz. En el año 326 Constantino ordenó la construcción de la basílica de San Pedro en Roma en el lugar donde el apóstol sufrió martirio y fue enterrado, edificándose en una parte de la superficie que ocupaba el circo de Nerón. La basílica se convirtió en uno de los modelos basilicales más imitados. Sabemos cómo era gracias a diversos dibujos y pinturas, ya que será transformada por Bramante a partir de 1506. La iglesia tenía cinco naves, alcanzando la central casi 20 metros de anchura y unos 100 de largo, abriéndose en ella ventanas que permitían una tenue iluminación. La separación entre esta nave y las laterales se hacía por columnas con arquitrabes mientras que las naves laterales se separaban por arquerías. El amplio transepto tenía la misma altura que la nave central, sobresaliendo por los lados de las naves laterales. En este transepto se encontraba la tumba de San Pedro, bajo un baldaquino, y frente a ella se abría un ábside en el que se situaban el obispo y los presbíteros en las ceremonias religiosas. La cubierta de la iglesia era una sencilla techumbre de madera. Ante la basílica se encontraba un amplio atrio porticado que servía de transición entre el exterior y el interior de la iglesia. Desde este pórtico se accedía al templo a través de cinco puertas abiertas a la nave central y las laterales. En el centro del atrio se hallaba una pila de agua cubierta con un baldaquino Una amplia escalinata permitía el acceso al atrio, con una galería y una elevada torre en la zona derecha y otra torre de base cuadrada en la izquierda. Las construcciones realizadas en época renacentista y barroca amplían, como podemos observar, la superficie de la primera basílica.
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Este poblado ibérico estaba situado en la cumbre y la ladera septentrional de una montaña. Entre 1928 y 1931 se excavaron un total de 250 departamentos. El diagrama que contemplamos se refiere a los departamentos 1 a 50. Estos se agrupan en estructuras rectangulares que se abren a una calle irregular -existe una segunda más o menos paralela a ésta- con ensanchamientos también irregulares. Las plantas de las casas difieren, pero puede observarse que en algunos casos se trata de una estancia rectangular subdividida en dos o tres compartimentos por medio de uno o dos tabiques. Es un ejemplo del urbanismo ibérico de altura, irregular y adaptado al terreno.
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La luz y el color serán los protagonistas de los lienzos pintados por Sorolla, mostrando de una manera cercana a las gentes populares de la costa valenciana. Las pinceladas son rápidas y empastadas, sin renunciar a un dibujo serio y firme que dota de personalidad a las figuras. También tenemos que destacar la utilización de sombras coloreadas, herederas del Impresionismo.
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La flota británica, al mando de Nelson, se componía de catorce barcos de dos puentes y setenta y cuatro cañones, junto con otro de cincuenta cañones y algunas fragatas. No era mucho, pero sus capitanes estaban tan compenetrados que se les llamaba la Banda de Hermanos, y las tripulaciones estaban bien entrenadas como marineros y artilleros. Sobre el papel, la flota francesa era superior: trece navíos, tres de los cuales tenían ochenta cañones, y su buque insignia, el Orient, cargaba ciento veinte bocas de fuego: el navío más grande de la flota francesa. Los otros nueve buques eran de setenta y cuatro cañones, y formaban un conjunto irregular, donde se mezclaban buques anticuados con otros nuevos. Muchos de sus tripulantes eran novatos y reclutas sin experiencia ni entrenamiento. François De Brueys d'Aigalliers, el almirante francés- arbolaba su insignia en el Orient- había demostrado su habilidad, pero estaba coartado por el autoritarismo de Napoleón. De Brueys tenía en su contra que era un oficial formado en la marina real y muchos de sus compañeros habían muerto en la guillotina; padecía el síndrome de inferioridad ante los británicos: si eran encontrados, serían derrotados; su general en jefe, Napoleón, no entendía el mar, y veía a la flota tan sólo como un medio de transporte. Horatio Nelson -en el Vanguard- era un hombre que no temía al fracaso (había sido derrotado por los españoles en Santa Cruz de Tenerife, en julio de 1797 y no se le había recriminado). Confiaba en sus capitanes: Troubridge, Hood, Foley, Hardy y su general en jefe era él mismo. Era audaz, y su teoría se basaba en atacar con decisión. El comandante francés de la retaguardia era Villeneuve, a bordo del Guillaume Tell. Sería duramente criticado por su actuación en la batalla, pero su decidida defensa de Malta al año siguiente permitiría su rehabilitación, y le llevaría al mando supremo de la flota en Trafalgar. Tras el desembarco, Napoleón ordenó a De Brueys que anclara la flota cerca, por si era preciso reembarcar al ejército; una vez estabilizada la situación,Napoleón enviaría al almirante un mensaje, para que éste replegara la flota a Corfú, puerto de fácil defensa. Sin embargo, este mensaje no llegó jamás a manos de De Brueys. Éste había decidido anclar en Abukir, bahía situada a veintitrés millas al este de Alejandría, con una costa curvada abierta al Este, cerrada al Norte por una punta dominada por un castillo y una isla, y con un fondo de bajíos arenosos. Mientras tanto, Horacio Nelson buscaba a la flota francesa para destruirla, consciente de que la única manera de derrotar a Napoleón era aislarlo en Egipto. De Brueys formó su flota en una línea -con los buques separados entre sí unos ciento cincuenta metros- que cerraba la bahía de Abukir. Los barcos tenían el costado de estribor mirando al mar, mientras la proa de la línea y el costado de babor serían inaccesibles para un hipotético enemigo: por eso, se dejaron guardados los cañones de ese costado y se amontonaron entre ellos las cajas y los rollos de cuerda, y sólo se aprestó para una posible batalla el lado que miraba al mar. Tras la línea, anclaron las cuatro fragatas. Como protección suplementaria, instalaron una pequeña batería en la isla. Creyéndose seguros, los franceses incluso desmontaron los mastelerillos. El 1 de agosto, Nelson consiguió localizar en el puerto de Alejandría a los buques de transporte franceses, protegidos por las baterías, pero no a la flota de guerra. Decidido a encontrarla, barajó la costa hacia el Este, y a las 14'30 horas los buques de vanguardia inglesa la avistaron. Nelson atacó de inmediato, arribando contra la línea enemiga, con riesgo de encallar en los bancos de arena. A las 17'30 horas, con las sondas cayendo al agua para indicar la profundidad, la línea británica, encabezada por el Goliath, al mando de Thomas Foley, entró en la rada. Foley se apercibió de que los buques franceses, por efecto del viento, habían borneado, alejándose de los bancos de arena, y por tanto podía rodear por la proa al primero de ellos, el Guerrier: lo rastrilló, seguido por el Zealous y tres buques más, y se situaron a babor de los buques franceses. Como este costado estaba desguarnecido y obstaculizado, fue castigado impunemente: el Guerrier fue desarbolado en diez minutos. Nelson, en el Vanguard, condujo al resto de sus buques contra la línea francesa por el costado del mar. El propio Vanguard cayó sobre el tercer buque francés, el Spartiate. El resto de buques ingleses pasó de largo y disparó contra los restantes de la línea francesa. De esta forma, ambos costados de la línea gala se vieron castigados por un fuego intenso y muy superior al propio fruto del entrenamiento. Además, los buques británicos iban armados con carronadas, cañones chatos muy mortíferos que lanzaban metralla. Pero en la maniobra de aproximación, los bajíos se cobraron su precio: el Culloden encalló en el banco de la isla de Abukir. Los barcos ingleses machacaban la vanguardia y el centro franceses; varios de ellos concentraron sus disparos sobre el buque insignia, el Orient, que se incendió y, a las diez de la noche estalló, hundiéndose con el tesoro que debía sufragar la campaña. A las once de la noche se rindió el Franklin, el último navío francés que sostenía el fuego. La retaguardia arrió la bandera y encalló los buques al no poder escapar, mientras el Thimoleon fue incendiado. Sólo escaparon dos buques: el Généreux y el Guillaume Tell, al mando del contraalmirante Villeneuve, junto a dos fragatas. Francia perdió en la batalla once navíos y dos fragatas, mil setecientas vidas - incluyendo el almirante De Brueys- y más de siete mil hombres, que quedaron prisioneros. Los ingleses no perdieron un solo navío, aunque alguno quedara desarbolado, y tuvieron ochocientas noventa y cinco bajas. Fue la victoria naval más aplastante de todo el siglo XVIII. Con la flota, Francia perdió el control del Mediterráneo. En los meses siguientes los británicos ocuparon Menorca y Malta, bloquearon las costas españolas, establecieron su control sobré Nápoles y firmaron una alianza con Turquía. Bonaparte, sin poder repatriar a su ejército, lo abandonó y regresó a Francia. En 1801, los ingleses desembarcaron tropas en Abukir para derrotar y destruir a los franceses que aún ocupaban Egipto. En el curso de la operación, el buque insignia del almirante Lord Keith pudo recuperar parte del palo mayor del Orient. Con él se labraría en 1805 el ataúd en el cual sería inhumado Nelson.
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La debilidad de los reinos de taifas y la presión de los ejércitos cristianos movieron a los andalusíes a llamar en su ayuda a la dinastía africana de los almorávides. Estos consiguen en el año 1086, en Sagrajas, frenar la expansión cristiana. Los almorávides controlarán al-Andalus durante cerca de 100 años, pero su poder acabará por debilitarse, lo que aprovechan los reinos cristianos para atacar. Los aragoneses ocupan el valle del Ebro. Castellanos y leoneses toman la cuenca del Tajo, mientras que los portugueses ganan Lisboa. La presión de los cristianos motivará de nuevo la entrada de un pueblo musulmán africano, los almohades, que sustituirá en el gobierno de al-Andalus a los almorávides. El gran enfrentamiento entre cristianos y almohades se producirá en Alarcos. El rey castellano Alfonso VIII llegó a Alarcos y se situó en retaguardia junto a sus Caballeros, mientras que la vanguardia la ocupaba la Caballería pesada, dirigida por López de Haro. Enfrente, voluntarios y arqueros forman el ataque almohade, con las tropas de Abu Yahya detrás, tribus magrebíes y andaluces a ambos flancos y, en retaguardia, Al-Mansur y sus tropas. La caballería pesada cristiana comienza el ataque, que se produce en oleadas, aplastando a la vanguardia almohade y pereciendo el mismo Abu Yahya. En respuesta, la caballería almohade rodea a los cristianos por ambos lados, mientras que sus arqueros lanzan una lluvia de flechas. Las bajas cristianas son numerosas. Derrotados, Alfonso VIII debe huir en dirección a Toledo, mientras que las mesnadas de López de Haro se refugian a duras penas tras los muros de Alarcos. Cercado, será liberado a cambio de algunos rehenes. Los cristianos han perdido la batalla. Como consecuencia de la derrota cristiana, las fronteras volvieron a las riberas del Tajo, oponiendo los musulmanes un frente homogéneo desde Portugal a Cataluña, a lo largo del Tajo, el Guadiana y el Ebro. La victoria almohade en Alarcos supuso un duro golpe para los reinos cristianos. La situación se agravó en 1211, cuando el castillo de Salvatierra, único baluarte cristiano al sur del Tajo, cae en manos musulmanas, amenazando Toledo. Ante la delicada situación, el rey castellano Alfonso VIII, solicita la ayuda del resto de reinos cristianos y del papa Inocencio III, que da a la lucha el carácter de cruzada. Respondiendo al llamamiento llegan a Toledo tropas de Aragón y numerosos cruzados de toda Europa. León y Navarra, por el contrario, rehúsan unirse a la partida. El 19 de junio de 1212 salieron de Toledo las huestes cristianas. En su camino tomaron las plazas musulmanes de Malagón, Calatrava, Alarcos y Caracuel. Aquí se les unió el ejército de Sancho de Navarra, con sólo 200 caballeros. Tras una escaramuza en el Puerto del Muradal, el choque definitivo se producirá junto al lugar llamado Mesa del Rey. Será la batalla de las Navas de Tolosa.
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La muerte del rey español Carlos II en 1700 provocó el interés de Luis XIV por controlar la herencia de la monarquía hispánica y los recelos de la alianza formada por ingleses, holandeses y austriacos ante esta posibilidad. La sucesión española fue motivo de discordia durante trece años, llegando la rivalidad al campo de batalla. El 13 de agosto de 1704 tuvo lugar una de las batallas más importantes, planteada en pleno corazón de Europa, en la región del Alto Danubio. La población de Blenheim, bajo control francés, fue el escenario elegido para iniciar la confrontación, pues una victoria aliada supondría asegurar Viena, asediada por tropas francesas. La noche del 12 de agosto el duque de Marlborough, al mando de las tropas aliadas, inició el asalto por sorpresa a las posiciones de Tallart, el general francés. Ambos ejércitos disponían de un similar número de efectivos; sin embargo el inglés contaba con una más poderosa caballería. Para aprovechar este hecho, Marlborough fingió atacar los pueblos situados en los flancos de la línea francesa, en especial Blenheim, con el fin de hacer concentrarse allí al mayor número posible de tropas francesas y debilitar su gran objetivo, el centro. En efecto, la caballería francesa acudió en ayuda de los defensores de Blenheim, siendo rechazados y obligados a huir en desbandada. Sin embargo, la batalla aun no había acabado. Tras vadear el Nebel, las tropas aliadas se reagruparon y fueron vencidas en Oberglau, quedando el flanco derecho del centro de Marlborough al descubierto. En su ayuda corrieron los coraceros del príncipe Eugenio, que lograron rechazar el ataque de Marsin y estabilizar el centro aliado, desalojando a los franceses de Oberglau. Una vez contenido el empuje francés, y con las tropas del príncipe Eugenio luchando en el flanco izquierdo francés, Marlborough lanzó el grueso de su tropa contra el centro francés, situado entre Blenheim y Oberglau. El asedio sobre Blenheim por los ingleses había debilitado enormemente las posiciones francesas; aun así, un primer ataque inglés fue rechazado, tras lanzar el francés Tallart un ataque de su caballería. Tras reagruparse, se decidió castigar con artillería las líneas francesas para, más tarde, facilitar el avance de las tropas aliadas. Ante la presión, la resistencia se hizo inútil y los franceses se vieron obligados a retirarse en desbandada o rendirse. El resultado de la batalla, además de suponer la primera gran derrota de Luis XIV, conllevó la anexión por Austria de los Países Bajos españoles, Nápoles y Milán. Saboya, ahora transformada en reino, obtuvo Niza y Sicilia, que en 1720 cambió por Cerdeña. Inglaterra, la gran beneficiada, vio reconocida la sucesión protestante, recibió de Francia la Nueva Escocia, Terranova y los territorios del Hudson, y restó a los españoles Menorca y Gibraltar, convirtiéndose en la gran potencia hegemónica mundial.