Mientras MacArthur proseguía su lento avance por el frente sur del Pacífico, tratando de terminar la lucha en el archipiélago filipino y neutralizando la presencia japonesa en Borneo, Nimitz disponía sus fuerzas para lanzar una estocada mortal a Tokio: la conquista de la isla de Okinawa, la mayor del archipiélago de Riu-Kiu, abrupta, rocosa, bastante poblada y con una poderosísima guarnición. Desde ella pensaban los norteamericanos lanzar sus aviones contra cualquier punto del suelo japonés y en ella tendrían una excelente base para aislar a Japón de todas sus fuentes de suministros. Los planes se estudiaron antes de que finalizase la conquista de Iwo Jima y el desembarco se fijó para el 1 de abril de 1945. El mando norteamericano supuso que, al tratarse ya propiamente de suelo japonés, su dominio sería muy difícil y se dispusieron grandes medios anfibios, entre los que, por vez primera desde comienzos de 1942, los británicos quisieron integrar su flota de Extremo Oriente (vicealmirante Rawlings), compuesta por 22 unidades. La Marina, subordinada a Spruance, concentró ante la isla la flota de guerra más poderosa de todos los tiempos: 40 portaaviones (22 de ellos de ataque, con más de 2.000 aviones), 20 acorazados, dos cruceros de batalla, unos 30 cruceros de batalla, unos 200 destructores y buques de escolta y cerca de un millar de transportes y buques de desembarco. Las tropas dispuestas para la acción eran tres divisiones de marines y tres de infantería del Ejército, que totalizaban 172.000 combatientes y 115.000 destinados a los servicios. Frente a este inmenso despliegue de hombres y medios, el plan de combate japonés era sencillamente el suicidio. Las posiciones terrestres estaban en el interior; al sur de la isla, donde había menos bosque, estaban las pistas de aterrizaje y el terreno se prestaba a la fortificación. Un ejército de 100.000 hombres (Ushijima) esperaba el desembarco, enterrado en sus cuevas, bien provisto de artillería y con intención de perecer en sus refugios o acribillado en los ataques banzai hechos a ciegas contra los bárbaros blancos. Más de 2.000 aviones esperaban, en los campos japoneses, la batalla de Okinawa. Muchos eran kamikazes. En sus bases de Formosa y Kyu-Shu todo estaba preparado para celebrar el funeral de los pilotos, con el suicida presente, listo para despegar. En las islas Kemara, la Marina tenía preparadas más de 300 lanchas suicidas. Pero los americanos conquistaron el pequeño archipiélago, a sólo 14 millas de Okinawa, y allí se instaló la artillería de Nimitz, en lugar de los barquitos japoneses cargados de explosivos. Los americanos prepararon 280.000 hombres entre marines y soldados, 1.700 aviones de la Marina, además de los situados en aeródromos de las islas, y 1.682 buques. Una semana antes de desembarcar, los portaaviones de Mitscher atacaron Japón para anular su aviación en lo posible. Muchos aparatos fueron abatidos o destruidos en tierra, pero los kamikazes alcanzaron al Wasp, al Yorktown y al Franklin y los averiaron seriamente. También los B-29 dejaron de martirizar temporalmente a la población civil de las ciudades, para atacar las bases aéreas. Para disponer de una mejor plataforma de ataque y un abrigo seguro para los buques en caso de tempestad, el mando norteamericano tomó previamente los islotes de Kerama. Tal decisión resultó providencial, pues en las abundantes y amplias cuevas semiinundadas por el mar que tienen tales islotes hallaron los norteamericanos medio millar de torpedos suicidas, ingenios propulsados por potentes y silenciosos motores que, con un piloto suicida a bordo, deberían lanzarse contra los buques norteamericanos durante la noche. Su carga explosiva, de más de una tonelada, hubiera sido fatal para los buques de transporte y los portaaviones de escolta. Por fin llegó el día de Pascua, 1 de abril de 1945. A las 8.30 de la mañana, la primera andanada de artillería naval estremeció los 1.176 kilómetros cuadrados de la isla (cuya longitud máxima es de 107 kilómetros y la anchura de unos 12). Durante las tres horas siguientes, buques y aviones batieron con furia la zona de desembarco y las posiciones reales o supuestas de los japoneses. A mediodía, las lanchas de desembarco navegaron hacia la costa oeste, vararon y echaron sus rampas. Los soldados chapotearon hacia la playa, aplastados por el peso del equipo y por la angustia. Nada ocurrió. Sin embargo, allí no había ni un japonés. Por la tarde, 60.000 hombres estaban en tierra sin escuchar un tiro. Dos días después, los desembarcados habían cruzado la isla sin encontrar al enemigo. Pero el 4 de abril llegaron a la línea Naha-Yanaburú, junto al castillo de Shuri, el monumento más viejo de Japón. Erigido en el siglo XVI, sobre una construcción más antigua de madera, tenía 18 kilómetros de perímetro y muros de 6 metros de espesor. Pero, mientras en tierra no estallaba la tormenta, el mar y el cielo de Okinawa eran el infierno: los kamikazes se empleaban en un desesperado intento. Ya el día 1, la flota había temblado ante su visita, que voló dos buques. Dos días después, alrededor de Kerama había un cementerio marino. Desde el día 6, los suicidas desencadenaron el crisantemo flotante (Kikusui), es decir, el ataque kamikaze masivo. En el primer Kikusui intervinieron casi 700 aparatos, de los que la mitad eran kamikazes. Tres destructores y dos transportes de municiones americanos se fueron con ellos al fondo. El día 7 de abril continuó el ataque, sufriendo cuantiosos daños y muchas bajas el acorazado Maryland y el portaaviones Hancock. El mismo 7 de abril la Marina japonesa participó en aquella locura. El almirantazgo decidió sacrificar al Yamato. Evidentemente, cuando todo estaba siendo calcinado, no podía quedar intacto e inoperante aquel inmenso navío que durante toda la guerra fue el buque insignia de la Flota Combinada. El Yamato partió el 1 de abril de la base de Kure, acompañado por un crucero ligero y ocho destructores. El gigante llevaba a bordo tres almirantes y su dotación completa, de 2.767 hombres. Su misión era distraer la atención norteamericana para facilitar el ataque masivo de los kamikazes. Y, como ellos, el Yamato también marchaba hacia la muerte: su carburante, a falta de petróleo, era aceite de soja y sólo disponía de combustible para el viaje de ida. Detectada esta flota por un submarino norteamericano, Mitscher lanzó contra ella 386 bombarderos, que iniciaron su ataque a mediodía del 7 de abril. La flota japonesa se defendió con valor y destreza, pero su artillería antiaérea estaba demasiado anticuada para frenar a los norteamericanos. Dos horas después de iniciado el ataque, se hundió el Yamato, al que de nada sirvieron sus gigantescos cañones de 460 mm., arrastrando al fondo del mar 2.498 vidas. Bombas y torpedos terminaron también con el crucero ligero y cinco destructores. En aquella absurda misión perecieron 3.665 marinos, a cambio de 10 aviones y 12 aviadores norteamericanos. En tierra la situación se había endurecido a partir del día 4. Tras las fáciles penetraciones de los días anteriores, los norteamericanos alcanzaron, por fin, la línea de defensa japonesa, donde las tropas de Ushijima se defendían con ventaja, permitiéndose incluso sangrientos contraataques. La lucha, que se prolongó tres meses, revestiría una dureza inaudita y sólo igualada por la que anteriormente ofreciera Iwo Jima. El avance norteamericano, apoyado por el fuego de la escuadra y el continuo bombardeo aéreo, fue de lentitud desesperante, registrándose muchas jornadas combates feroces que no lograban despejar más de 10 metros de terreno. Especialmente feroz fue la defensa del viejo castillo de Shuri; contra sus murallas de coral se estrellaban como huevos los proyectiles explosivos de los acorazados Mississippi y Missouri, que finalmente fueron dotados de munición especialmente perforante para hacer mella en los muros. Los bombardeos aéreos resultaron también ineficaces, pues las defensas subterráneas resistían cualquier prueba. A mediados de mayo, las principales defensas japonesas habían caído y los norteamericanos comenzaron a limpiar el terreno y las últimas líneas que protegían Naha, capital de la isla. La resistencia, aunque menos eficaz, seguía siendo tremenda, salpicada por ciegos ataques banzai, que dejaban el terreno cubierto de muertos. Aquello era el final, pero las abundantes lluvias retrasaron las operaciones. A comienzos de junio, los americanos prosiguieron el avance, penosamente, entre el horror de destruir cada cueva japonesa con lanzallamas, mientras en el mar la tormenta kamikaze había hundido más de 30 barcos y averiados más de 300. El día 21 de junio, el general Ushijima y su jefe de Estado Mayor tomaron su ritual comida de arroz. Luego se hicieron el harakiri. La resistencia cesó y unos 7.000 hombres se rindieron. Otros se lanzaron al mar, contra los campos de minas o se abrieron el vientre. Unos 110.000 militares y civiles japoneses murieron. Por parte norteamericana, las pérdidas eran también muy graves: las fuerzas desembarcadas tuvieron 7.613 muertos y 32.000 heridos; 26.000 soldados fueron retirados por enfermedades diversas. La flota también registró muchas bajas, más de 5.000 muertos, más de 6.000 heridos y cercó de un millar de aviones perdidos, aparte de los buques ya reseñados.
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Como todos los artistas cuando empiezan, Degas copió a los maestros antiguos y contemporáneos en su juventud. Así surge El Calvario donde sigue a Mantegna, interesándose también por Rafael, Tiziano o Rembrandt. En la década de los 80 volvemos a encontrar una nueva copia, en esta ocasión de Delacroix - a quien también había copiado en su juventud - interesándose siempre por el color. Es por lo que la ejecución es mucho más rápida en Degas, obtenida con bruscas manchas cromáticas que hacen perder la forma, una de las máximas del Impresionismo.
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A la muerte del cardenal infante don Fernando en 1641, fue nombrado como sucesor en el cargo de capitán general de Flandes don Francisco de Melo, portugués que, al sobrevenir el levantamiento de su país de origen, en 1640, se mantuvo fiel al rey de España. Don Francisco de Melo inauguró su mando militar con éxitos como la ruptura de las defensas de Aire-sur-le-Lys, y poco más tarde volvió a batir a los franceses en Hannecourt, donde, además, capturó 3.000 prisioneros y varios cañones. Posteriormente Francisco de Melo invadió Francia por la frontera de Luxemburgo y se dispuso a sitiar Rocroi, pueblo defendido por una pequeña guarnición que no podía representar nin un problema. Melo se comió demasiado y nada más llegar ante Rocroi, no efectuó demasiadas circunvalaciones de sitio y se dispuso a entrar en la villa, calculo que le falló porque los franceses, por uno de esos frecuentes achaques de la fortuna, tuvieron aviso a las intenciones de Melo y enfilaron a toda prisa el camino de Rocroi, para desembocar en el valle por el lado contrario que no estaba guardado. Esto obligó a Melo a replantearse la maniobra y dar vuelta al ejército, que paso a estar de espaldas contra la villa sitiada. El ejército francés estaba compuesto por una fuerza de 23.000 hombres (16.000 a pie y 7.000 a caballo), mientras que el español disponía de 19.000 a 20.000 hombres (18.000 a pie y de 1.000 a 2.000 a caballo). El 18 de mayo de 1643, a las 8 de la mañana, llegó la vanguardia de las fuerzas francesas al mando de Jean de Gassion. Posteriormente llegó el duque d'Enghien con todo el grueso del ejército y lo puso en movimiento. Lo situó en el centro y dos alas, en dos líneas y una reserva. El ala derecha al mando de Gassion; la izquierda a las órdenes de François de L'Hopital y de Jacques d'Etampes, marques de La Ferté-Imbault, Espenau en el centro y Claude de Letoul, barón de Sirot, en la reserva. Por parte española, la disposición era parecida pero su frente algo más estrecho. El conde de Fontaines mandaba el centro, formado por cinco tercios; el duque de Alburquerque, la izquierda; el conde de Isembourg, la derecha. Unidades de mosqueteros cubrían los huecos entre los escuadrones de caballería, de forma que el frente aparecía compacto. Ambos ejércitos estaban separados unos 900 metros. A las cuatro de la tarde comenzaron a disparar los 18 cañones de campaña de los españoles. Los 12 cañones franceses tardaron casi una hora en replicar. D'Enghien se incorporó entonces al mando del ala derecha, con Gassion a sus órdenes, mientras indicaba que el ala izquierda se limitara a sostener alguna escaramuza. Pero L'Hopital lanzó inesperadamente la caballería de La Ferté adelante, dejando el centro al descubierto. Isembourg, que esperaba ese momento, cargó con su caballería y puso la contraria en fuga. D'Enghien creyó llegado el desastre. Para postres, el ejército español se puso en movimiento, pero sólo era una rectificación de líneas; Melo desaprovecharía la ocasión ordenando a Isembourg que cesara el ataque. Llegada la noche, los combates cesaron. En el campo francés, un desertor informó a D'Enghien que Melo esperaba recibir en breve al 6° Tercio, que completaba el destacamento de Flandes. Asimismo, supo que Melo había dispuesto una compañía de mosqueteros emboscados en una zona cercana. A las tres de la madrugada comenzó el ataque francés. D'Enghien mandó a Gassion con siete escuadrones a envolver el bosque por la derecha, mientras él lo hacía por la izquierda. El efecto de sorpresa fue total y la compañía de mosqueteros quedó desarticulada. Una hora después, D'Enghien y Gassion atacaron el ala izquierda española, lo que hizo que la primera línea se hundiera. Alburquerque se hizo fuerte en la segunda, pero ésta también cedió; entonces L'Hopital cometió el mismo error del día anterior: lanzó al galope la caballería al mando de La Ferté, quedando aquél al descubierto. La carga llego muy desunida a las líneas españolas. Mientras tanto, Isembourg, que estaba al acecho, se lanzó contra la caballería francesa, derrotándola. Treinta cañones españoles tiraban contra el centro francés, pero sólo Sirot se mantenía firme cuando todo parecía perdido para los franceses. Entonces D'Enghien suspendió la persecución de la caballería de Alburquerque y formó una columna que, pasó por detrás de la tercera línea española, para desplegarse y embestir contra la segunda línea del ala derecha, que estaba desprevenida y a la que derrotó. Melo se tuvo que refugiar en el centro. Con la caballería española derrotada y huida, sólo quedaba en el campo de batalla los tercios formando el característico cuadro con las picas en ristre. D'Enghien dirigió la primera carga con un cuadro de tercios formado primero por los mosqueteros y después por las picas. Mientras los franceses avanzaban. De pronto, el conde de Fontaines, comandante de los tercios, levantó el bastón; las picas se inclinaron para dejar paso al tiro de los cañones que enviaban su carga mortífera contra los atacantes, que tuvieron que retirarse con graves pérdidas. Tres asaltos sucesivos de los franceses fracasaron ante aquella muralla humana, cuyas brechas se cubrieron continuamente, pero durante el tercer asalto, los cañones enmudecieron por falta de munición. Se inició el cuarto asalto con todo el ejército y los refuerzos de última hora, pero aquí caería el conde de Fontaines, con lo cual los oficiales que quedaron se vieron en la necesidad de pedir cuartel al francés. La batalla terminó a las nueve. El ejército español tuvo de 7.000 a 8.000 bajas y unos 6.000 prisioneros, en su mayoría heridos; perdió 18 cañones de campaña, 6 de batería, 10 pontones, unas 200 banderas, unos 50 estandartes y la paga de un mes. El Ejército francés tuvo 2.500 bajas. El duque D'Enghien mandó cuidar a los heridos sin distinción de bando. La resonancia de la batalla de Rocroi fue inmensa, tanto que, de allí en adelante, los franceses se hinchaban como pavos y pregonaban por todos los sitios que habían aniquilado a los legendarios tercios, lo cual no era del todo verdad, ya que aunque hubiera empezado la decadencia de nuestro imperio, el 10 de noviembre de Luis XIV todavía se llevaron una paliza de padre y muy señor mío por los mismos hombres que ya daban por muertos y enterrados en Rocroi.
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A comienzos del siglo XIX, Francia e Inglaterra se encuentran enfrentadas. Napoleón, interesado en contar con la flota española para poder desembarcar un ejército de 160.000 hombres en territorio inglés, promete a Godoy que le entregará un reino en una de las provincias portuguesas. Aceptada la alianza entre franceses y españoles, el 20 de agosto de 1805 se hallan concentradas en Cádiz las flotas de ambos países, dirigidas por Villeneuve. En respuesta, el almirante británico Nelson ordena que Cádiz sea bloqueada por mar. El 17 de octubre, Villeneuve recibe información del servicio de inteligencia: 4 buques británicos salen al Mediterráneo desde Gibraltar escoltando un convoy, y otros 2 buques se hallaban en Gibraltar reaprovisionándose y sometidos a reparaciones. Pensando que la flota de Nelson se ha debilitado, se decide a sacar la escuadra de Cádiz. El encuentro entre ambas flotas se produce el día 21. Los ingleses se han dividido en dos columnas, mientras Villeneuve ordena virar en redondo a toda la línea, contra los consejos de los españoles. En consecuencia, la línea se rompe, dejando grandes claros al enemigo. A media mañana comienzan los combates. Las andanadas se suceden, con clara ventaja para los barcos ingleses, que maniobran para conseguir buenas posiciones de tiro. La descoordinación entre los aliados españoles y franceses es manifiesta, obligados a defenderse de manera desesperada. Las bajas se suceden por doquier. La mayor parte de los navíos aliados fueron incendiados, hundidos o capturados. Churruca, Alcalá Galiano y Gravina, la elite de la oficialidad de la Marina de Guerra española, murieron en combate, así como el inglés Nelson. Villeneuve fue hecho prisionero. Los españoles perdieron 1.022 muertos y 1.383 heridos. Las pérdidas británicas fueron 1609 muertos ó heridos, y las franceses de más de 3000 hombres y más de 1000 heridos. El número total de capturados, entre franceses y españoles, sumaba unos 8.000. La victoria sobre el combinado franco-español permitió a Inglaterra tener la supremacía naval en los siguientes 100 años.
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Durante el verano de 1914, la humanidad se vio envuelta en un conflicto preparado por numerosas opciones políticas aparecidas durante los años inmediatamente anteriores, especialmente desde 1870. Todas aquellas causas se vieron catalizadas actuando en una única dirección después del atentado de los nacionalistas serbios, quienes habían decidido dar muerte al heredero al trono de los Ausburgo. Los automatismos previstos por los tratados de las alianzas hicieron que se precipitaran casi todos los grandes estados europeos en un conflicto más radical que los anteriores. Los acontecimientos que se produjeron durante los dos primeros años del conflicto son bien conocidos: la guerra comenzó con notables éxitos para Alemania, la cual pretendía plegar en pocos días a Francia y, una vez vencida, dirigir todas sus fuerzas contra Rusia. Para hacer efectivo este plan, el mando militar alemán creyó necesario invadir Bélgica, ya que de Bruselas a París el camino sería más fácil. Aunque al principio (agosto de 1914), el ejército alemán intentó el éxito frente a las fuerzas franco-belga-inglesas, en septiembre, el general en jefe de los franceses, Joffre, no escatimó esfuerzos para atacar con el máximo ímpetu al enemigo en Marne (septiembre de 1914), obligando a las tropas alemanas a abandonar Marne y a atrincherarse detrás de la línea del Aisne. En este momento, en el frente occidental, la guerra de movimientos se transformó en una larga y enervante guerra de trincheras. Al fracasar el intento de ocupar París, el Estado Mayor alemán se propuso llegar a Calais para cortar las comunicaciones entre Inglaterra y Francia. Durante el segundo año de guerra (1915), el frente occidental permaneció casi siempre inmovilizado, tanto porque los alemanes prefirieron mantenerse a la defensiva, como porque los franceses y los ingleses esperaron a completar la preparación, conscientes de las propias deficiencias de hombres y de materiales. Se produjeron tres graves derrotas para la Alianza (Francia, Rusia e Inglaterra): 1) la derrota de Rusia tanto en la zona oriental de Prusia (febrero), como en Galacia (mayo), como, finalmente, en Polonia (mayo-septiembre), en donde los ejércitos alemanes obligaron a los rusos a realizar una retirada general hasta el golfo de Riga; 2) la derrota de Serbia (octubre-diciembre de 1915); 3) la derrota del estrecho de los Dardanelos (febrero de 1915-enero de 1916). Es importante recordar que en mayo de 1915, el único éxito que obtuvieron los países de la Alianza fue la intervención de Italia, que actuó en uno de los momentos más difíciles para la Alianza, es decir, la época de la gran derrota rusa, lo que contribuyó a salvar a los aliados de la ruina eminente. En estas páginas nos ocuparemos, sin embargo, del tercer año de guerra (1916), favorable a la Alianza, y sobre todo de la gigantesca batalla de Verdun.
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Durante el desayuno celebrado en la granja de Le Caillou a las ocho de la mañana del domingo, 18 de junio de 1815, Napoleón le comentó a Soult, su jefe de Estado Mayor en la batalla: "Tus derrotas ante Wellington hacen que le consideres un gran general. Bien, te digo que yo le considero un mal general, que los ingleses son malos soldados, y que ce sera l'affaire d'un déjeuner". Lejos de expresar confianza, como por lo general se ha supuesto, el Emperador expresaba su irritación por un comentario que en boca de algunos de sus generales veteranos de la Península sonaba a derrotismo. Como dijo a su hermano José en 1809, era malo elogiar al enemigo, "hacerlo es menospreciarte; y en la guerra la moral lo es todo". Personalmente Napoleón no había luchado contra los británicos desde la batalla de Tolón, veintidós años antes, así que le preguntó al general Reille lo que pensaba de la capacidad militar inglesa, pero la respuesta que recibió -"considero su infantería inexpugnable"- era una inaceptable frase derrotista pronunciada la misma mañana en la que se iba a librar una gran batalla. Tampoco el comentario de Soult: "Sire, la infantería inglesa en combate cuerpo a cuerpo es el mismo diablo", fue bien acogido. A tanta distancia no podemos conocer el ambiente de la sala, los gestos o quizá los murmullos de aprobación otorgados por otros veteranos de la Península presentes, como Ney, Foy o D'Erlon. En consecuencia, la respuesta de Napoleón, que le ha presentado ante la Historia como alguien absurdamente confiado en la mañana de Waterloo y temerariamente despreciando respecto a Wellington, parece perfectamente comprensible. Los generales franceses tenían razones suficientes para mostrarse nerviosos. Napoleón desatendía la petición de Soult que reclamaba la inmediata vuelta de la fuerza de Grouchy -situado a horas de camino, siguiendo a las fuerzas prusianas- y los que habían servido en la Península conocían la pericia de Wellington a la hora de elegir ventajosas posiciones defensivas desde el punto de vista topográfico. El 23 de septiembre de 1811, Foy había escrito en su diario: "Creo que la infantería británica en igualdad numérica y posicionada en un frente de batalla restringido es superior a la nuestra. Opinión que guardo para mí: es mejor que las tropas desprecien al enemigo tanto como lo odien". Aunque la infantería británica en Waterloo era inferior en número a la francesa, el frente sí que era limitado. Los veteranos de la Guerra Peninsular sabían exactamente a lo que se enfrentaban. Wellington, por su parte, siguió mostrándose confiado en el resultado final. Su amigo español, el agregado militar, general Álava, que se reunió con él temprano esa mañana, recuerda que pensó: "¿Cómo se sentirá teniendo a Napoleón enfrente?", pronto tuvo respuesta cuando Wellington tomó su catalejo y, barriendo el campo enemigo, le dijo: "Nuestro amigo no sabe la desconcertante paliza que se va a llevar antes de que acabe el día". Con un magnifico aspecto, Wellington estaba listo para el combate. Después de la batalla comentó que "si hubiese tenido mi antigua infantería de la campaña española, habría atacado a Bonaparte de inmediato", lo que quizá no fuese literalmente cierto pero demostraba un estado mental extraordinariamente positivo, lógico desde que, poco antes del amanecer, tuviera noticias de que las fuerzas prusianas de Blücher caerían sobre el flanco derecho de Napoleón. Más tarde durante la batalla, Wellington se mostró encantado con la magnifica posición escogida y en años posteriores solía alabar las laderas de St. Jean, con sus dos granjas magníficamente situadas y fortificadas, como un lugar ideal para combatir.
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Como cada año, también a comienzos de 1975, al terminar la estación de las lluvias, el ejército nordvietnamita se preparaba para lanzar una gran ofensiva terrestre siguiendo la misma estrategia de los años anteriores: un ataque de grandes proporciones en diversos sectores con la esperanza de conseguir arrancar el sistema defensivo survietnamita. Sin embargo, justamente aquel año, la situación era distinta; en efecto, las potencias occidentales habían abandonado completamente el gobierno de Saigón y los mismos Estados Unidos de América habían retirado completamente su soporte aéreo. Además, el Congreso de los Estados Unidos había incluso cortado toda ayuda económica al Sur; por otra parte, un viaje del presidente Van Thieu a Washington para discutir la causa de la República de Vietnam del Sur no había conducido a ningún resultado positivo. La Unión Soviética, al contrario, seguía aumentando los envíos de materiales bélicos a Hanoi y las unidades de combate comunistas se encontraban cada vez más exaltadas por el abandono político y económico que estaba golpeando a la república de Vietnam del Sur. La ofensiva se desencadenó siguiendo tres directrices y fue sostenida con un increíble número de vehículos acorazados de fabricación soviética, los cuales, después de violentísimos combates, comenzaron a dar cuenta de las fuerzas de Saigón ubicadas en la primera y segunda región militar. Después de tres meses de combates ininterrumpidos, a principios del mes de abril, las ciudades de Quang Tri, Hué, Tam Ky, Da Nang, Quang Ngai habían caído; el último baluarte antes de la capital, Saigón, era la ciudad de Xuan Loc, situada en la carretera nacional número 1. Las carreteras de todo el país estaban llenas de columnas de prófugos cargados de objetos personales que huían ante el avance de los nordvietnamitas. Personas de todos los estratos sociales y de todas las edades habían cargado lo que podían en cualquier tipo de vehículo y se dirigían hacia el sur en busca de una ilusoria salvación. Mientras las grandes ciudades y las grandes cabezas de partido habían caído, a lo largo de la costa, en los altiplanos y en medio de la jungla de pequeñas poblaciones cabeza de partido, aun sintiéndose superados por el gran avance enemigo, siguieron combatiendo hasta el fin con tal de no rendirse al odiado enemigo. En la ciudad de Xuan Loc y en las zonas circunstantes se habían fortificado un gran número de unidades que aún se encontraban en perfecto estado de eficiencia con el objetivo primario de intentar frenar el avance enemigo o, al menos, de ralentizarlo lo más posible. Cuando las fuerzas de Hanoi comenzaron a acercarse se desencadenó un violentísimo fuego de artillería con piezas de gran calibre y misiles orientado a debilitar la resistencia de los defensores y provocar el máximo número de pérdidas posibles antes del contacto entre las distintas unidades de ambos contendientes. El fuego indiscriminado de la artillería, además de atacar objetivos militares, provocó un gran número de víctimas entre las columnas de civiles en huida. Como respuesta, la aviación survietnamita hizo todo lo posible para intercambiar el volumen de fuego adversario realizando numerosos raid de ataque aire-tierra. Los aviones y su disposición, aun infligiendo un elevado número de pérdidas a los atacantes, no fueron capaces, dadas sus características, de detener la ofensiva. Después de los primeros días de asedio se vio con claridad que sin el apoyo aéreo estadounidense, la ciudad, y casi seguramente todo Vietnam del Sur, estaban condenados; sin embargo, aun conociendo la situación real, la defensa prosiguió. Durante más de dos semanas, las unidades survietnamitas opusieron una durísima resistencia a los repetidos ataques enemigos que, en numerosos casos, se transformaron en baños de sangre y horrorosas carnicerías. El volumen de fuego era tal que en pocos instantes el aire se encontraba saturado de proyectiles de armas automáticas, artillería y los gases que se desprendían de ellas. Las fuerzas de Hanoi no consiguieron avanzar y sus mismos comandantes se vieron obligados a admitir que sus adversarios estaban combatiendo con coraje y tenacidad. Incluso en esta situación, un tardío, pero decidido apoyo occidental, especialmente americano, habría podido salvar la situación; sin embargo, la petición de ayuda se quedó sin respuesta: las potencias occidentales se cerraron en un incomprensible silencio. En los campos y en los alrededores de Xuan Loc las pérdidas nordvietnamitas fueron elevadísimas y sólo el ingente número de soldados y medios a disposición fue capaz de rellenar los huecos. La situación era desesperada, aunque el coraje de la defensa de Xuan Loc habría hecho frente todavía a una enésima batalla por la defensa de Saigón y, tal vez, la salvación de lo que aún quedaba del Sur. Analizando la situación, la realidad era más bien distinta; en efecto, en caso de resistencia, los nordvietnamitas estaban dispuestos a destruir completamente Saigón. Para demostrarlo, colocaron una batería de misiles y cañones de largo alcance que intermitentemente disparaban salvas contra los barrios civiles para aterrorizar a la población. Si la resistencia no hubiera cesado a las once de la mañana del 30 de abril, la ciudad, dividida en treinta sectores, habría sido arrasada por un mortífero fuego de granadas y misiles. Los últimos baluartes que quedaban de camino hacia la capital dejaron de combatir el 30 de abril de 1975 mientras las fuerzas comunistas entraban en la ciudad. En las filas del ejército survietnamita, sin embargo, muchos jóvenes oficiales y soldados rechazaron la capitulación, promoviendo la continuación de los combates para salvar el honor y porque odiaban el régimen nordvietnamita pilotado por Moscú. Abandonadas las armas pesadas, la elección fue combatir en las plantaciones de arroz, en los pequeños terrenos que aún quedaban fuera de la dominación enemiga y en zonas exteriores a la propia tierra. Las últimas unidades dejaron de combatir en 1992, en un área limítrofe entre Camboya y Vietnam, con la cooperación de la misión ONU, en Camboya, que les facilitó la expatriación. Además de las armas en dotación, el ejército survietnamita, en la batalla de Xuan Loc, utilizó dos armas un poco especiales: los lanzagranadas SM 175 y el fusil lanzagranadas M 203. El lanzagranadas automático SM 175 apareció en Vietnam del Sur en 1970 de mano de las fuerzas armadas americanas. Se utilizó, además de en el Ejército, en unidades especiales de la Marina que operaban en el delta del río Mekong. Se trataba de un arma automática refrigerada por aire, capaz de disparar una gran variedad de municiones de 40 mm a la velocidad de unos 240 m/sg. El arma, según el tipo de proyectil que utilizara, demostró poseer capacidades verdaderamente excepcionales tanto contra unidades de infantería como contra vehículos blindados ligeros. El sistema podía ser montado en tierra en un trípode parecido al de la ametralladora Browning, o bien en vehículos o embarcaciones. Dicha arma tuvo tal éxito que fue copiada por la Unión Soviética y su evolución se encuentra actualmente en uso en las fuerzas armadas americanas con la denominación MK 19 mod. 3. La alimentación se realizaba mediante cinta contenida en cajas de veinte o cincuenta cartuchos. Había disponibles varios tipos de proyectil, entre los que destacan los de alto poder explosivo y los de fragmentación. Éstos, utilizados contra las unidades de infantería, eran capaces de saturar con fragmentos mortíferos un área de unos treinta metros de diámetro. A pesar de no disponer de un gran número de estas armas, los survietnamitas fueron capaces de utilizarlas con resultados muy positivos; en muchos casos crearon el terror entre los soldados del vietcong y los nordvietnamitas. Las unidades de infantería siempre han tenido necesidad de disponer de un arma ligera capaz de atacar en la distancia intermedia comprendida entre el lanzamiento de una bomba de mano y la bomba de mortero; por ello, las fuerzas armadas americanas y sus aliados fueron equipados con el lanzagranadas M 79 de 40 mm durante el conflicto vietnamita. El soldado que utilizaba el M 79 tenía que llevar consigo, además de las correspondientes municiones, otra arma, una pistola o un fusil, lo que le hacía más pesado y le limitaba la movilidad. Por ello, durante los últimos años del conflicto apareció el fusil lanzagranadas M 203, el cual era básicamente un fusil M 16 dotado de un sistema de mira en el que se había enganchado un lanzagranadas, siempre de 40 mm, dotado de un gatillo secundario para su utilización. El arma que se obtenía de esta manera perdía parte de la utilización del M 79 pero condensaba en una sola arma las dos necesidades fundamentales del soldado de infantería: un buen volumen de fuego de pequeño calibre y un apoyo explosivo a corta distancia con buena efectividad en el disparo. De esta forma, fue posible disponer, durante la acción de un escuadrón de infantería, de un casi inmediato apoyo de proyectiles explosivos dirigibles con una buena precisión de tiro. Este arma, a parte ligeras modificaciones, todavía forma parte de la dotación del ejército estadounidense. El M 203 era capaz de disparar proyectiles de distintos tipos, entre los que se encontraban los de alto nivel explosivo, los de fragmentación y los de gas CS. Además de los ya citados, existe también el proyectil M576 para uso antipersona, cargado con veinte dardos y utilizable a una distancia máxima efectiva de cuarenta metros. Para concluir, digamos que el éxito de dichas armas se demostró en numerosas situaciones de combate, poseyendo todavía hoy un elevado poder destructivo que las hace estar a la altura de los tiempos.
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A mediados de abril los italianos de Eritrea han comenzado a concentrarse en el Amba Alagui, cuya cima supera los 3.000 metros, A las órdenes del propio Duque de Aosta y del general Volpini, 3.850 soldados heterogéneos (carabineros, marinos, aviadores, "camisas negras", etc.) van a resistir durante un mes el ataque de los 25.000 aliados de Platt y los 16.000 etíopes de "ras" Seyúm. Se trata de una posición no fortificada, fácil de defender, demasiado aislada como para tener interés estratégico, pero elegida por el Duque por razones históricas y de prestigio. Documentos ocupados a los italianos y las informaciones de áscaris desertores ilustran a los aliados sobre los puntos débiles del dispositivo. Desde comienzos de mayo caen miles de granadas sobre los italianos y se repiten los ataques de la infantería india, que ocupa algunas posiciones y el hospital de campaña, pero no consiguen llegar a la cima. Pero los defensores empiezan a carecer de medios, a combatir desesperadamente. Cuando el 15 cae el reducto de Korarsí (de 700 defensores quedarán en unas horas 170) el Duque decide parlamentar con los británicos (día 16): los italianos se rinden el 20; un batallón escocés les rinde honores militares. Las fuerzas del Duque de Aosta han sufrido 1.750 bajas (casi el 50 por 100). Se repiten las escenas de camaradería racial y militar entre vencedores y vencidos, ante la mirada asombrada de los etíopes. El Duque será llevado a Kenya, como prisionero, donde morirá el 3 de marzo de 1942. El Negus enviará su pésame a la viuda. En el sur, en Galla Sidamo, el general Gazzera y su áscaris consiguen resistir los continuos ataques de los belgo-congoleños (junio). Dchimma es ocupada el 4 de julio, tras duros combates; en Dembidollo (día 5) los aliados conceden a los italianos los honores militares. En el norte, el 11 de junio los británicos ocupan Assab, con lo que prácticamente toda Eritrea está en su poder.
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Cuando en 1933 llegó Hitler al poder, una de sus medidas fue incrementar el poderío de su flota de guerra, saltándose las limitaciones que el Tratado de Versalles imponía a Alemania. Para ello se sacaron de las cajas blindadas los planos de nuevos buques que en secreto se habían seguido proyectando. Así, en ese mismo año, comenzaron a construirse en Finlandia 14 submarinos de 250 toneladas, que en 1935 formaron escuadrilla y se convirtieron en escuela de submarinistas. En ese mismo 1935, Berlín lograba que Londres, por medio de un tratado bilateral, permitiera la expansión de su flota hasta un 35 por ciento del tonelaje de la británica en cuanto a buques de superficie y en un 45 por ciento en lo que respecta a sumergibles. Comenzó entonces en Alemania una enorme actividad para recuperar los años perdidos. En 1936 recibió la flota su tercer acorazado de bolsillo, se pusieron las quillas de 5 cruceros pesados, 16 destructores, 28 submarinos... Al mismo tiempo la Marina reclutaba alumnos para sus academias y marineros para sus buques, contando en 1936 con 40.000 hombres muy bien adiestrados. Jefe de la Marina de guerra alemana era desde 1928 el almirante Erich Raeder, discreto simpatizante del nazismo pero alejado de intrigas del partido. Contó con la confianza de Hitler hasta que la guerra comenzó a ser claramente desfavorable para Alemania, pero en estos días de euforia constructora, el Führer y su jefe naval estuvieron bien sincronizados. Raeder nombró jefe del arma submarina a Karl Doenitz, un gran táctico que se convertiría con el tiempo en la pesadilla de Gran Bretaña. Hasta la primavera de 1938, toda la organización de la Marina de guerra alemana se dirigió contra Francia. Raeder, con la promesa de Hitler de que Alemania nunca atacaría a Gran Bretaña y con la constante insinuación de la enemistad francesa, preparaba una flota capaz de asegurar a su país el suministro de 29 millones de toneladas de materias primas que legaban por mar y sin las cuales la economía e industria alemana hubieran sido estranguladas; a la vez, aprestaban los barcos adecuados para desarticular la navegación comercial francesa y las comunicaciones con sus colonias. Pero en mayo de 1938, Hitler comunicó a su almirante que debía elaborar un nuevo plan para la Marina en él que entrase, también, la posibilidad de tener a Londres como enemigo. Evidentemente, Raeder no podía hacerse muchas ilusiones. Si ya tenía graves dificultades para competir con Francia, a la sazón cuarta potencia naval de la tierra ¿qué podría hacer para medirse, simultáneamente, al país más poderoso de los mares? Contaba con seis años de plazo para realizar el milagro, pues Hitler le aseguró que no iría a la guerra antes de 1944 o 45. Rápidamente elaboraron los alemanes el plan Z, dividido en dos etapas: la primera, hasta 1942, les proporcionaría una escuadra que podría incordiar severamente al comercio ultramarino británico, sensible a cualquier perturbación y muy vulnerable porque la metrópoli precisaba un promedio de 100.000 toneladas de alimentos y materias primas y exportaba no menos de 30.000 toneladas, lo que le obligaba a mantener en el mar más de dos mil buques continuamente. La segunda fase, hasta 1945, redondearía la escuadra alemana y la pondría en disposición de medirse a la británica. El plan Z preveía la construcción de 6 formidables acorazados de 54.000 toneladas (8 piezas de 406 mm); 12 acorazados de 20.000 toneladas (8 cañones de 305 mm); 4 portaaviones de 20.000 toneladas y 34 nudos de velocidad, capaces de llevar 55 aviones; 38 cruceros de 5.000 a 8.000 toneladas de 35,5 nudos de velocidad y 16.000 millas de autonomía; 250 submarinos, 68 destructores, 90 torpederos y 300 buques menores. En suma una poderosa flota a la que debían sumarse las unidades ya en construcción o totalmente terminadas. Como se ve, el almirantazgo alemán aún creía en los grandes cañones y daba escasa relevancia a los portaaviones. El plan Z nunca llegó a realizarse, pues la guera comenzó en 1939, pero esa gran flota tampoco hubiera podido medirse de igual a igual con los británicos, que a esas horas tenían en el mar -o esperaban su inmediata entrega- 12 portaaviones. Con la declaración de guerra, Raeder hubo de suspender todo el proyecto. Sólo se siguió la construcción de los grandes barcos que estaba a punto de concluirse y se desguazó aquello que apenas había comenzado. Todo en favor del arma submarina, la única que podría causar graves perturbaciones en el comercio británico. Se proyectó la construcción de 29 submarinos mensuales, pero la escasez de materias primas redujo la fabricación a un promedio de 4 ejemplares en los diez meses que van desde el ataque alemán a Polonia a la invasión de Francia, los astilleros sólo entregaron 42 unidades. La abismal diferencia entre las flotas llamadas a enfrentarse no requiere mayor comentarios, pero no es ocioso insistir en la calidad del material. Dejando al margen a Francia -por su efímera contribución naval a la contienda- y a Italia -por su localizada actuación tenemos a Gran Bretaña frente a Alemania, con una flota inmensamente más poderosa. Técnicamente, las diferencias eran menores. La artillería alemana resultó tan buena o mejor que la británica, sus buques fueron -en general- más rápidos y con mayor autonomía y sus submarinos, indudablemente superiores y servidos por la mejor escuela de submarinistas del mundo. En una cosa estaban muy por delante los británicos, en el radar, y en algo mejor los alemanes, los radiotelémetros de tiro. No existe comparación entre ambos avances: los radiotelémetros servían cuando los buques podían verse entre sí y eran poco útiles en la oscuridad profunda o tras cortinas de nubes o humo... era un gran avance, sí, pero con enormes limitaciones y una no pequeña era su peso -de unas veinte toneladas- y volumen; su alcance, por otro lado, era escaso; no más de 40 kilómetros en el mar. El radar, infinitamente más ligero, podía localizar blancos mucho más lejanos de forma más definida -de noche o de día- y seguirlos automáticamente. Ya en 1943, los cañones de algunos acorazados británicos y estadounidenses disparaban en la más completa oscuridad guiados por radar y lograron blancos perfectos a más de 10.000 metros. En resumidas cuentas, los aliados no sólo tenían una gran superioridad en buques de guerra convencionales, sino también en portaaviones y hasta en los avances técnicos para manejarlos. La guerra en el mar estaría decisivamente regida por esta situación de principio.
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Africa 1940. Combates en Africa del norte. La Batalla de Beda Fomm. Africa Oriental. La invasión de los Balcanes. La Batalla de Creta. Libia-Egipto. El Alamein. Desembarco aliado.