Busqueda de contenidos

contexto
Tras la toma de Antequera, en 1410, la lucha contra los musulmanes españoles quedó prácticamente paralizada durante los reinados de Juan II y de Enrique IV. Estos dos débiles monarcas, enredados en guerras civiles y dinásticas, apenas inquietaron a los nazaritas granadinos, cuya debilidad era notable a causa de un progresivo aislamiento del mundo musulmán magrebí, de su evidente pequeñez geográfica y de sus disensiones civiles, aun más graves que las castellanas. Hubo, sin embargo, un momento durante el reinado de Juan II en que pareció que los días de la Granada nazarita estaban contados. En 1431, el rey acaba de hacer las paces con los infantes de Aragón, contaba 25 años y, por un momento, se sintió lleno de ardor guerrero y dispuesto a ensanchar su reino a costa del reino musulmán. Tres ejércitos castellanos se internaron, uno en la Vega de Granada; otro, en la serranía de Ronda y el tercero, en la zona de Montefrío. Juan II, el ejercito real, numerosas mesnadas nobiliarias, los caballeros de Santiago y 3.000 lanzas aportadas por Álvaro de Luna, penetraron en territorio granadino desde Córdoba y establecieron un campamento cerca de Sierra Elvira, a unos diez km. de Granada. Por eso se habla de la Batalla de Sierra Elvira, aunque sea mas conocida como La Higueruela, por haber sido una higuera lo único que quedo vivo sobre el campo de batalla tras el feroz encuentro. El 1° de julio, según relata el granadino Lafuente Alcántara, "Don Juan, que se paseaba impaciente en la puerta de su tienda, vestido con todas las armas, cabalgó (con) una gran comitiva de grandes y capitanes, y dio al grueso del ejercito, que descansaba sobre las armas, la señal de acometer. Juan Álvarez Delgadillo desplegó la bandera de Castilla (...) No eran solo caballeros de Granada, adiestrados en las justas de Viva-Rambla y de todo linaje de ejercicios ecuestres, los que allí combatían. Tribus enteras, armadas con flechas y lanzas, habían descendido de la montaña de las Alpujarras y, conducidos por su alfakís, poblaban en guerrilla el campo de batalla (...) Distinguíanse los caballeros de Granada, por su táctica en combatir, la velocidad de sus caballos, la limpieza de sus armas y la elegancia de sus vestiduras... Los demás voluntarios señalabanse por sus rostros denegridos, sus trajes humildes, sus groseras armas y la fiera rusticidad de sus modales. Esta muchedumbre allegadiza quedó arrollada al primer empuje de la línea castellana; pero comenzaron los peligros y las pruebas de valor cuando hizo cara la falange de Granada. Chocaron los preteles de los caballos y los jinetes, encarnizados, mano a mano, no podía adelantar un paso sin pisar el cadáver de un adversario... Ni moros ni cristianos cejaron hasta que el Condestable esforzó a sus caballeros invocando con tremendas voces ¡Santiago! ¡Santiago! Los granadinos comenzaron a flaquear y, al querer replegarse en orden, no pudieron resistir el empuje de aquella caballería de hierro y se desunieron, huyendo a la desbandada..." Pereció en la batalla y en la consiguiente persecución, que se prolongo hasta la noche, la flor y nata de la caballería y la nobleza granadinas, hasta el punto de que fuentes árabes aseguran que "nunca el reino de Granada padeció mas notable perdida que en esta batalla"; el bachiller Cibdareal, que combatió en Sierra Elvira, asegura que "los muertos e feridos sería bien mas de 30.000", cifra que parece excesiva, pero que habla de la magnitud de la batalla y de la mortandad sufrida por los granadinos. Juan II no sacó provecho de su victoria; mal aconsejado por algunos de sus nobles -celosos de la gloria que en aquella jornada se habla ganado el Condestable-, decidió levantar el campo y replegarse hacia Córdoba, con el pretexto de que eran escasas las provisiones. Se contentó el rey con imponer un nuevo rey en el trono granadino, recibir su homenaje y tributos.
contexto
El fallecimiento, en septiembre de 1598, de Felipe II no influyó en la actividad bélica de España contra los rebeldes holandeses. Su hijo y sucesor Felipe III reanudó las ofensivas en los Países Bajos con buenos éxitos iniciales. El 15 de octubre de 1598 los tercios españoles ocuparon la plaza fuerte de Rhinberg, pero ulteriormente fueron incapaces de conquistar la isla de Bommel, defendida hábilmente por Mauricio de Nassau. La cesión, por parte de Felipe II, de la soberanía de Flandes y de los Países Bajos a su hija la infanta Isabel Clara Eugenia, casada en abril de 1599 con el archiduque Alberto, tampoco varió sustancialmente la política Española en aquellos territorios. Es preciso destacar que los nuevos soberanos de Flandes tenían muy mermadas sus decisiones: no podían aceptar o declarar la guerra sin la autorización de Madrid y las numerosas guarniciones militares españolas en Flandes estaban controladas por la Junta de Gobierno del reino de España. El archiduque Alberto -desde 1595, gobernador general de Flandes- una vez llegado a Bruselas y "jurado como príncipe soberano" intentó infructuosamente reanudar las negociaciones de paz con los neerlandeses. Éstos, dirigidos militarmente por el eficaz e inteligente Mauricio de Nassau, conscientes de las dificultades económicas del archiduque y teniendo en cuenta que varias de las guarniciones españolas se habían amotinado por falta de pagas, determinaron efectuar un ataque por sorpresa contra el corazón de las "provincias obedientes a España", tratando de provocar un levantamiento de las poblaciones de "esas regiones sometidas a la tiranía de los papistas". Además, con su proyecto de conquistar las ciudades de Nieuport -muy próxima al canal de la Mancha- y Dunkerque, Mauricio de Nassau pretendía terminar con la piratería, permitida y aún fomentada por España, que tanto perjudicaba al tráfico marítimo de los holandeses.
contexto
El trabajo de los inspectores de la ONU para evitar que Iraq volviera a dotarse de armas de destrucción masiva fue en estos años un tema de fricción constante, una especie de juego del gato y el ratón entre Bagdad y el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, hasta que los inspectores dejaron definitivamente el suelo iraquí, en el año 2000. Los resultados de las inspecciones fueron recogidas por Scott Ritter, inspector de armamento y jefe de la unidad de (contra) ocultación de la misión de Naciones Unidas en un informe entregado en junio de 2000. En él, Scott desentraña los tira y afloja con el Gobierno de Saddam: "Iraq negó tener un programa de armas biológicas hasta junio de 1995 -señala Scott-, cuando la misión de la ONU demostró con pruebas que se había adquirido de forma masiva productos que no tienen ninguna otra explicación. Aun así, Iraq no admitió tener un programa bélico de armas biológicas hasta después de la deserción de Hussein Kamel, yerno de Saddam Hussein y responsable de los programas de armas de destrucción masiva en Iraq, en 1995. En aquel entonces, Iraq reconoció haber armado 25 ojivas de Scud y 157 bombas con armas biológicas". Las conclusiones del informe Ritter sobre la capacidad de destrucción del ejército iraquí no fueron bien acogidas por todo el mundo: "De 1994 a 1998 -afirma Scott Ritter- Iraq estuvo sujeto a un estricto programa de supervisión continua de sus instalaciones industriales y de investigación susceptibles de ser nuevamente utilizadas en las actividades prohibidas. Esta labor de supervisión proporcionó a los inspectores una visión detallada de las capacidades, tanto presentes como futuras, de la infraestructura industrial de Iraq. Les permitió determinar, con un alto nivel de exactitud, que Iraq no estaba reconstruyendo sus programas de armas y que le faltaban los medios para hacerlo sin una inyección de tecnología avanzada y una inversión significativa de tiempo y dinero (...) Mientras se sucedieron los controles, Iraq nunca representó una amenaza para nadie". El problema es que cada vez se enrareció más la labor de los inspectores, que fueron acusados, en 2000, de estar espiando para Estados Unidos. En adelante, pese a las reiteradas amenazas de guerra y al incesante castigo aéreo angloamericano en las zonas de exclusión. La prohibición de las inspecciones constituyó el mayor argumento para un ataque. Mohammed Hussein, quien fuera encargado de negocios de Iraq en España, apeló a una solución negociada: "Iraq tiene la intención de dialogar con la ONU para llegar a una solución también en este asunto. Eso no significa que estemos de acuerdo con que los inspectores vuelvan mañana, pero sí expresa la voluntad de nuestro país de llegar a un acuerdo a través del diálogo". El asunto es que esos deseos no se corresponden con la actualidad mundial y Saddam Hussein se arriesgó a malinterpretar de nuevo la situación mundial. El dos de octubre de 1992, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas ordenó la confiscación de los fondos iraquíes en el extranjero, producto de las exportaciones de petróleo, con el objetivo de pagar las indemnizaciones de guerra y sufragar las actividades de la ONU en suelo iraquí. Era el primer paso para un embargo económico que se mantuvo durante mucho tiempo en vigor.
contexto
Carlos Vara, autor de este texto, reconstruye la batalla de las Navas de Tolosa, la lid campal más importante de toda la Reconquista. Se trata, también, del acontecimiento crucial del medievo hispano, porque el triunfo de las huestes cristianas, el 16 de julio del año 1212, cambió el signo de la contienda iniciada en Covadonga, aunque aún se prolongaría casi tres siglos hasta la toma de Granada por los Reyes Católicos, en 1492. Y fue, además, una auténtica cruzada y como tal, una empresa colectiva que unió a naciones y reinos, por encima de sus divisiones y luchas feudales. A principios de 1210, el papa Inocencio III ordenó al arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada que presionara al Rey de Castilla para que reanudase la lucha contra el Islam, de la misma forma que se proponía hacerlo Pedro II, rey de Aragón. En esta batalla se enfrentaron las tropas de Castilla, de Aragón y de Navarra, al potente ejército musulmán, compuesto por tropas almohades, beréberes e hispano-musulmanas de al-Andalus, además de un cuerpo de arqueros kurdos, enviados por el califato de Bagdad al monarca almohade. Para entonces, la situación en la Península Ibérica era la siguiente: el Norte, hasta la línea del Tajo, se dividía en cuatro reinos cristianos, León, Castilla, Navarra y Aragón-Cataluña. El Sur y Levante formaban parte del extenso Imperio Almohade, que no sólo comprendía al-Andalus, sino también Marruecos, Mauritania, Túnez y Argel. La actual Castilla-La Mancha era en buena parte una extensa frontera, prácticamente despoblada y jalonada por una serie de castillos defensivos, a la sazón en poder de los musulmanes. El rey de Castilla Alfonso VIII había sufrido, unos años antes (1195), una grave derrota en Alarcos y, por si esto fuera poco, el único baluarte cristiano al sur del Tajo, el castillo de Salvatierra, que había sido la segunda sede de los Caballeros de Calatrava, cayó tras una heroica resistencia en poder de al-Nasir, cuarto califa almohade, en el año 1211. En aquella delicada situación, Fernando, infante de Castilla y heredero de la corona, solicitó al Papa Inocencio III, que concediera la categoría de Cruzada a la expedición bélica convocada para el año siguiente, en la octava de Pentecostés, que debía concentrarse en la ciudad de Toledo. Alfonso VIII ordenó a Rodrigo Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo, canciller del reino y primado de España, que predicara dicha Cruzada. Y lo hizo, con gran éxito, aparte de ocuparse directamente de la complicada logística de la operación: mover un ejército de más de diez mil hombres durante un mes por La Mancha, despoblada y seca, en pleno verano. Pese al llamamiento de la Cruzada, no todos los reinos cristianos acudieron. Alfonso IX de León, primo y vasallo del rey de Castilla, se negó a prestar su ayuda y aprovechó la salida de las tropas castellanas hacia el sur para invadir la Tierra de Campos. Sancho el Fuerte de Navarra, también primo del rey castellano, tampoco quiso colaborar, pues era amigo de al-Nasir, que le había proporcionado grandes sumas de dinero. Todo lo contrario que Pedro II de Aragón -Pedro I de Cataluña-, quien, desde el primer momento, fue incondicional colaborador de Alfonso VIII y, junto a él, todos los grandes magnates de su reino. A la concentración de Toledo llegaron además numerosos cruzados de toda Europa, especialmente del Mediodía francés, pero también de Alemania e Inglaterra. Son los llamados ultramontanos en la Crónica del Arzobispo.
contexto
El 19 de julio, los franceses comenzaron a ver en lontananza las Pirámides. Estaban a unos 27 km. de El Cairo, agotados por el calor, la sed y las constantes escaramuzas después de unas semanas de marcha por el desierto. Aquella visión les llenó de contento y más cuando Napoleón concedió una jornada de descanso. Eran unos 21.000 hombres, encuadrados en cinco divisiones de unos 3.000 hombres cada una, mandadas por los generales Desaix, Dugua, Bon, Reyner y Vial; 2.600 formaban la reserva, a las órdenes de Murat; 1.500, la caballería sin monturas; un millar largo la artillería, con 42 piezas y todo su tren de campaña, arrastrado por 500 mulos; una pequeña flotilla les acompañaba, remontando el Nilo, con apoyo artillero y transporte de armas y municiones#pero venía muy retrasada a causa del viento contrario que le impedía remontar el Nilo con rapidez. El 21 de julio, a las dos de la madrugada, Napoleón se puso en marcha y hacia las ocho de la mañana pudieron contemplar en lontananza los mil minaretes de El Cairo, bañados por el sol de la mañana. Pero mucho más cerca se hallaba el ejército de Murad Bey, que se extendía en un semicírculo apoyado en la orilla izquierda del Nilo. Su ala derecha se fijaba en el villorrio de Imbaba, en un improvisado campo atrincherado, defendido por 20.000 hombres y 40 cañones; el centro estaba compuesto por múltiples escuadrones de caballería mameluca y árabe, con unos 12.000 jinetes y, quizás, 30.000 criados sin valor militar. El ala izquierda se apoyaba en la meseta de Giza, donde se hallan las Pirámides, y estaba compuesta por unos 8.000 jinetes. Aquellas fuerzas, que quizás podían sumar 40.000 hombres en situación de combatir, se extendían a lo largo de una enorme curva de más de 16 Km. Una de sus esperanzas residía en el poder de su artillería fluvial, instalada en más de trescientas embarcaciones. Los franceses avanzaron por divisiones, encabezados por Desaix, que pasó lejos del alcance de los cañones del campo atrincherado, seguido por Reyner. Murad Bey, el general mameluco, advirtió que su línea de caballería iba a ser cortada y aislada del campo atrincherado, cuyos defensores estaban mal adiestrados y disciplinados y cuya artillería naval era poco maniobrable; las defensas improvisadas no serían obstáculo para la infantería francesa... Si Napoleón ganaba la orilla del Nilo barrería a los buques con sus cañones, aislaría al ejército mameluco de El Cairo y tendría paso franco hacia la ciudad. Por eso, en una maniobra generalmente alabada por los especialistas, ordenó a su caballería que cargase sobre los franceses en marcha, tratando de aislar a las diferentes divisiones. Estuvieron a punto de conseguirlo, pero Desaix y Reyner lograron cerrar sus cuadros y oponer a la caballería el fuego disciplinado de su infantería y el obstáculo insalvable de sus largas bayonetas. La división Dugua, con Napoleón y su estado Mayor dentro del cuadro, rebasó a Desair por la izquierda, rompiendo la línea mameluca, ganando la orilla del Nilo y aislando al campo atrincherado. Durante cerca de una hora cargaron los escuadrones mamelucos contra los cerrados cuadros franceses, que les causaban muchas bajas, galopando de un espacio a otro en medio de nubes de polvo y metralla. Murad Bey comprendió la situación y con unos 3.000 hombres se replegó hacia Giza, tratando de ganar el Alto Egipto. Durante el resto del día, los franceses rastrillaron el campo de batalla, sometiendo o ahuyentando a los restos dispersos de la caballería. Millares de jinetes atrapados entre los cuadros franceses y el Nilo optaron por buscar una salida en las aguas, muriendo a centenares. El campo atrincherado no ofreció resistencia: sus defensores aprovecharon la noche para escapar hacia el Delta o para salvarse cruzando el río en alguna barcaza las 21 horas, Napoleón establecía su cuartel general en Giza: las bajas francesas no llegaban a 300 hombres entre muertos y heridos -luego se sabría que unos 7.000 mamelucos perecieron en la lucha y que 3.000 habían caído prisioneros; Murad Bey logró reunir a unos 5.000 en el Alto Egipto; Ibrahim Bey, uno de sus generales, logró replegarse a Siria con unos 1.200. El resto de las fuerzas, en su mayoría nómadas y milicias urbanas o campesinas, se dispersaron.
contexto
Desde que en la madrugada del 7 de diciembre de 1941, la flota japonesa descargase su golpe de Pearl Harbor (1), Tokio contaba sus acciones por victorias. Su poder se extendía arrollador, como la marea de lava de un inmenso volcán. La clave de la victoria era la fuerza móvil de portaaviones, mandada por el almirante Nagumo, que en cuatro meses había arrasado cuanto se opuso a sus buques y aviones: Pearl Harbor, Rabaul, Wake, Ambon, Darwin, Java, Ceilán... Había hundido cinco acorazados, un portaaviones, dos cruceros, siete destructores y dañado o destruido otros barcos y numerosas instalaciones aliadas sin que ninguno de sus buques sufriera daños por acción enemiga (2). Japón destruía la flota norteamericana del Pacífico (excepto sus portaaviones), la flota británica del Extremo Oriente y las fuerzas ligeras holandesas. Se apoderaba de 200.000 toneladas de barcos mercantes, capturaba 300.000 prisioneros y conquistaba un espacio colonial de casi cinco millones de kilómetros cuadrados con abundantes materias primas. Habían alcanzado la frontera de la India a través de Birmania, ocupaban Malasia y la gran base británica de Singapur, rendían a los norteamericanos en las Filipinas, conquistaban las Indias Orientales Holandesas y se esparcían por el Pacífico hasta amenazar Australia. Esta carrera de éxitos fue la más grande improvisación de la guerra. Se obtuvo con fuerzas pequeñas, casi siempre inferiores a las de sus adversarios, ya que el grueso del ejército japonés combatía en China o se hallaba acantonado en Manchuria. Ganaron por tener mayor velocidad y experiencia. Y también por su supremacía naval, por efímera que fuese (3). Tan increíble cadena de victorias en esos cuatro meses había costado al Japón 15.000 hombres, 380 aviones y cuatro destructores. La borrachera del éxito trastocó los planes iniciales e hizo soñar a Tokio con empresas más ambiciosas: conquistar Australia y las islas Hawai a fin de que los norteamericanos no las empleasen como trampolín para atacar Japón. El 8 de mayo de 1942 concluía la batalla del mar del Coral, la primera en la historia disputada por dos flotas sin verse. Batalla que, cerrada en tablas a efectos de pérdidas, supuso estratégicamente una derrota para Japón que suspendió sus planes de expansión hacia el sur. El revés no era grave para Tokio, pero constituía el primer síntoma de que su ímpetu originado se agotaba y de que el vapuleado enemigo no estaba todavía fuera de combate.
contexto
<p>El avance alemán en el centro fue tan amenazador para la capital que el Gobierno, con la excepción de Stalin, se replegó a Kuibyshew; el general Budienny fue sustituido por Timoshenko y Zhukov fue encargado de la defensa de la capital, con un plan que no era para resistir, sino para batir a los alemanes con un contraataque. El salvador de Moscú fue el invierno. Las heladas de principios de noviembre cayeron sobre los alemanes cuando estaban sólo a 64 kilómetros. Las tropas no habían sido provistas de equipo invernal, quizá porque la campaña estaba planeada para terminar antes y fue retrasada por el fracaso italiano en Grecia. Así, los soldados sufrieron, en campo raso, temperaturas que dificultaban la vida y, mucho más, las operaciones militares. Pero, contra la opinión de muchos generales, Hitler no permitió una detención, sino que ordenó tomar la ciudad cuanto antes. El plan para Moscú era sencillo: el IV Ejército (Von Kluge) atacaría de frente, mientras tropas acorazadas le envolvían en el norte (Hoth y Hoeppner) y por el sur (Guderian). La batalla comenzó el 16 de noviembre DE 1941 y las fuerzas acorazadas de las alas avanzaron sin problema hasta que las vanguardias divisaron las torres del Kremlin. Pero el IV Ejército fue atacado en un flanco por gran número de tropas soviéticas. A pesar de todo, algunos elementos avanzados alemanes llegaron a los arrabales de Moscú el 3 de diciembre, encontraron mucha resistencia y se replegaron secretamente hacia sus unidades. Dos días después, mientras se forcejeaba en el combate, la temperatura descendió a 32 grados bajo cero y aplastó la capacidad alemana. Los trenes, los camiones, los carros quedaron detenidos, los aviones no despegaron y las armas se convirtieron en bloques de metal helado. La congelación mató, dañó y mutiló a miles de hombres. Desde el 28 de diciembre, el ataque del general Timoshenko contra el IV Ejército era muy duro y las tropas resistían porque Hitler había prohibido retroceder. Por fin, el día 3 de enero de 1942, Hitler autorizó un repliegue, que libró a los alemanes de un nuevo ataque, preparado por el general Zhukov con tropas siberianas, capaces de combatir con temperaturas extremas. La ofensiva rusa se generalizó en todo el frente, para aprovechar los efectos del invierno sobre los alemanes. Hitler dio la orden de resistir a toda costa, Guderian y Hoeppner fueron destituidos por haberse replegado sin permiso y las tropas sostuvieron, a costa de sacrificios, la mayoría de posiciones. Probablemente, esta ciudad los salvó de una retirada que habría sido tan desastrosa como la de Napoleón. Cuando Hitler permitió el repliegue, se hizo sobre los centros de aprovisionamiento que contaban con víveres suficientes. Los alemanes se fortificaron alrededor, en las llamadas posiciones erizo, enormes zonas militares separadas entre sí y capaces de defenderse en todas direcciones. En ellas se prepararon para pasar el invierno mientras, en los intervalos, avanzaban los rusos.</p>
contexto
Aunque derrotados, los pompeyanos, llevados por los hijos de Pompeyo, aún tendrán fuerzas para plantear un último combate, esta vez en Hispania, donde eran más fuertes. El mismo César llegó a Hispania en el año 46 a.C. La batalla definitiva se produjo en los campos de Munda. Los pompeyanos, dirigidos por Labieno, formaron a sus trece legiones con las espaldas protegidas por Munda y por su propio campamento. En total, disponían de 73.000 hombres, con las legiones en el centro y los auxiliares y la caballería a los lados. Enfrente, tras el arroyo de Cacherna, César dispuso a sus 41.000 hombres, con los flancos cubiertos por la infantería auxiliar y la caballería. Cuando las tropas de César cruzaron el arroyo, ambas caballerías se enfrascaron en la batalla, mientras que las legiones V y III de César aguantaban a la desesperada. Entonces llegó el turno de la X, la mejor legión cesariana, quien amenazó con romper el ala derecha pompeyana. Labieno ordenó entonces a la última legión de su flanco derecho acudir en ayuda del izquierdo. Para cubrir el hueco, los auxiliares pompeyanos se desplazaron a su izquierda, dejando un espacio que fue aprovechado por la caballería de César para avanzar y atacar a la pompeyana, poniéndola en desbandada. La línea de los pompeyanos se había roto y la batalla estaba ya decidida. Los legionarios de César masacraron al enemigo, atrapado entre sus espadas y las lanzas de la caballería. Unos 30.000 pompeyanos murieron en Munda. Los que pudieron huir se refugiaron en la misma Munda o en Córdoba, entre otras ciudades pompeyanas. César no tardó en tomarlas. Era el año 45 a.C. y César volvía nuevamente a Roma como vencedor de una guerra civil que había durado tres años.