INTRODUCCIÓN Pocos personajes registra la Historia tan discutidos y polémicos, tan enigmáticos y contradictorios como aquel gran navegante, descubridor afortunado del Nuevo Mundo. Desde su nacimiento hasta su muerte, cada momento de la vida de Colón ha sido abundantemente estudiado, lo mismo por el investigador serio que por el aficionado de turno. Es tal el panorama que lo que escapa a unos, otros lo recogen; lo que a éste nada le dice, a aquél le parece de trascendental importancia; esto sin olvidar a tantos espíritus esforzados prestos a revisar todo lo anterior. Por ello, el balance de lo publicado arroja miles y miles de páginas con don Cristóbal siempre en candelero. Por citar tan sólo los dos momentos que jalonan su vida, ¿cuánto no se ha escrito sobre la patria de Colón? ¿Y cuánto sobre el paradero de sus restos? A guisa por ejemplo, estos dos casos --principio y fin del personaje-- deben servir como adelanto de lo que nos espera: una trayectoria histórica sembrada de incógnitas y muy controvertida. No es intención del autor de estas líneas sumar nuevas hipótesis a las muchas, muchísimas interpretaciones dadas sobre la vida y gesta colombinas. Ni lo puede hacer ni incurrir quiere en la reprobación de plumas con media vida dedicada a explicar los entresijos le tan singular figura. Tampoco una introducción es el lugar más apto para tan alto y comprometido menester. Lo que nos anima, en primer lugar, es poder facilitar, simplificadamente, a un público mucho más numeroso que el de la propia especialización los momentos más polémicos de la trayectoria colombina hasta el regreso del gran viaje. Un segundo objetivo podría quedar resumido en las siguientes frases, que pretenden transmitir mucha cautela y prevención al lector: si los historiadores que más y mejor conocen esta época apenas se ponen de acuerdo sobre ciertas interpretaciones debe ser por la complejidad --principalmente-- de este gran capítulo de la Historia; complejidad en los personajes --y Colón el primero--, en los medios, en la época toda. En consecuencia, quienquiera que aspire a comprender este periodo histórico debe hacerlo con grandes dosis de curiosidad, ánimo bien dispuesto (no predispuesto para tal o cual fin) y amplitud de perspectivas, porque de la confluencia de todo ello surgirá el camino hacia un mejor conocimiento del pasado en general, y de éste muy en particular. De Cristóbal Colón dicen que era de alto cuerpo, más que mediano; el rostro luengo y autorizado; la nariz aguileña, los ojos garzos; la color blanca, que tiraba a rojo encendido; la barba y cabellos, cuando era mozo, rubios, puesto que muy presto con los trabajos se le tornaron canos. Aseguran también que representaba en su presencia y aspecto venerable persona de gran estado y autoridad y digna de toda reverencia. Era sobrio y moderado en el comer y beber, vestir y calzar. Tocante a su comportamiento religioso, ninguna mancha le atribuyen: sin duda era católico y de mucha devoción, punto más que cumplidor. Su ánimo esforzado le inclinó a emprender hechos y obras egregias y señaladas. Le cuentan --como así fue-- paciente y muy sufridor de trabajos y adversidades. Y a pesar de cierta literatura, no dio muestras de infidelidad ara con sus reyes1. Hechos registrados confirman, sin embargo, que no siempre era grave con moderación o afable con los suyos y los ajenos. Como ejemplo de su temperamento excesivo valórese aquella reacción que tuvo con el oficial real Jimeno de Briviesca al tiempo de preparar el tercer viaje: Y aguardó el día que se hizo a la vela y, o en la nao que entró, por ventura, el dicho oficial, o en tierra cuando quería embarcarse, arrebátalo el Almirante y dale muchas coces y remesones, por manera que lo trató mal2. También en la alegría podía desbordarse. De sus actividades marítimas, a la vez que de sus aficiones científicas y técnicas, cuenta Colón allá por el año de 1501: De muy pequeña edad entré en la mar navegando, e lo he continuado fasta hoy... Ya pasan de cuarenta años que yo voy en este uso. Todo lo que fasta hoy se navega, todo lo he andado. Trato y conversación he tenido con gente sabia, eclesiásticos y seglares, latinos y griegos, judíos y moros, e con otros muchos de otras sectas. A este mi deseo fallé a Nuestro Señor muy propicio, y hube de Él para ello espíritu de inteligencia. En la marinería me hizo abundoso; de astrología me dio lo que abastaba, y ansí de geometría y aritmética; y ingenio en el ánima y manos para dibujar esfera, y en ellas las cibdades, ríos y montañas, islas y puertos, todo en su propio sitio3. Por muy familiares y conocidos que nos resulten algunos retratos supuestamente de Colón, no dejan de ser más que eso: supuestos, incluso lo más antiguos. No se sabe que pintor alguno plasmara en dibujo o grabado el verdadero rostro del descubridor de América. Lo único que conocemos contemporáneo suyo son trazos literarios. Nada más.
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El llamado Caballito de oro de Altótting (Baviera) es una joya singular, llamativa, escenográfica y extraordinariamente suntuosa. La regaló Isabel de Baviera a su esposo, el rey Carlos VI de Francia, hacia 1400. Alcanza los 62 cm de altura, detalle de por sí significativo tratándose de una pieza de orfebrería, pero su complejidad obliga a una ejecución minuciosa de cada detalle. Sobre cuatro pilares se levanta un estrado en el que se desarrolla la escena principal, aunque no la que le ha dado nombre. Una virgen con el Niño destaca sobre un fondo de emparrado constituido por oro, multitud de perlas, rubíes y zafiros. Dos menudos ángeles sostienen sobre su cabeza una corona realizada con los mismos materiales. Ante ella, de pequeño tamaño, santa Catalina y los santos Juanes en una distribución buscadamente asimétrica. Aunque tienen un alma de oro, todos los cuerpos y vestidos se cubren con un esmalte opaco blanco, característico de este momento cuya invención técnica era muy reciente. El rey, a quien se regaló la pequeña maravilla, está arrodillado a la izquierda, vestido con lujo, con un menudo tigre tras él. En el centro está el escabel de oro sobre el que se coloca un libro de oración y a la izquierda, un servidor que sostiene el casco de guerra del príncipe.Al estrado se accede por medio de dos amplias escaleras situadas a ambos lados. Abajo, el famoso caballo que ha dado nombre al conjunto también de oro recubierto de esmalte blanco opaco y con arnés del mismo metal noble, cuya brida sostiene un palafrenero. Es un regalo costosísimo, un producto de lujo y una pieza de refinada y precisa ejecución si bien de bizarro diseño. Es una muestra paradigmática del gusto exquisito, algo extravagante y que ama lo rico que vincula estrechamente con lo bello, de una opulenta aristocracia francesa.Una segunda imagen presenta un marcado contraste con la primera. Se trata de una miniatura del "Libro de Horas de Catalina de Cléves" (J. Pierpont Morgan Library, Nueva York), sólo algo posterior a la joya: Una dama vestida con cierta elegancia da limosna a tres desastrados pordioseros, dos de los cuales, además, padecen diversos defectos físicos. Traduce plásticamente una realidad social de tremendo impacto: la miseria siempre presente. Aunque el manuscrito que contiene la escena es asimismo una pieza de lujo pensada para un propietario aristocrático, no deja de reflejar un aspecto de la sociedad de entonces que alcanza una extensión y una gravedad extraordinarias.Este profundo contraste entre el más desenfrenado de los lujos posibles para unos pocos y la pobreza extrema de una mayoría define bien la situación de la última parte de la Edad Media a partir de la Peste Negra. Se dirá que en cualquier momento de la historia es factible acudir a dos ejemplos similares a los expuestos para resaltar una desigualdad social y económica que jamás ha dejado de existir en todas las sociedades humanas, lo cual es cierto. Pero quizás lo que llama la atención de esta época es la dramática situación que atraviesan regiones y aún naciones europeas, disminuidas demográficamente como consecuencia de la reciente peste, envueltas en graves situaciones internas que se traducen en guerras de tremenda dureza, incómodas ante una situación doctrinal como la que vivió con el Gran Cisma, víctima del hambre y de nuevas epidemias, que favorece muy poco el desarrollo de un arte suntuoso, contrastada con la realidad de un mundo de fantasía y evasión, de derroche sin control, de gastos caprichosos, con un deseo de manifestar externamente a través del arte efímero de la fiesta y la celebración, tanto el poder que se tiene, como el que se desearía tener.Seguramente, muchos nobles unen a su deseo de mostrar públicamente su riqueza una sensibilidad y una formación cultural mucho más altas que las de épocas anteriores. Siguen construyendo castillos, pero, sin descuidar la función defensiva que los debe caracterizar, se convierten en palacios donde existe un confort y un lujo que faltaban en las viejas fortalezas. Incluso han hecho del torneo y la justa una fiesta donde se combate poco, mientras se realizan todos los alardes de riqueza, comenzando por las mismas armaduras. Algunas celebraciones de este tipo merecen reseñarse en crónicas que ponen así de manifiesto el costo, la complejidad ritual que exige un conocimiento del ceremonial muy profundo, el uso de alegorías, símbolos y signos de doble lectura, y la existencia de un arte efímero para el que no se ahorran gastos. De todo esto se sigue que los reyes, los príncipes y la nobleza que dispone de medios adquieren un protagonismo como promotores del arte que sólo los monarcas habían tenido anteriormente. Se han utilizado diversos términos para denominar sobre todo la pintura y la miniatura del entorno de 1400. Uno de ellos es gótico cortesano, significativamente.En buena medida, pues, es arte de corte, arte de élite, para un número reducido de personas que dispone de medios para adquirirlo y promocionarlo y una cierta capacidad para apreciarlo. Sin embargo, no en todos los lugares ocurre lo mismo. Es importante la nobleza francesa, con algunos monarcas a la cabeza. Otro tanto cabe decir de la corte franco-bohemia de Praga o de diversas zonas del Norte de Italia, sean los señores de Milán o los príncipes de la Iglesia los promotores. Por el contrario, la rica burguesía de los Países Bajos, de zonas de Alemania, de la Toscana, en cierta medida de Cataluña, tiene un papel protagonista en numerosos encargos.En definitiva, en estos tiempos últimos medievales se debe hablar de un arte de corte y de un arte de la burguesía. Más fantástico, evasivo y fastuoso es el primero, mientras el otro está destinado a un número más crecido de gentes, sin que falten en ocasiones los proyectos excesivos. El protagonismo de ambos no permite olvidar que la mayor parte de las obras encargadas sean religiosas, tanto de uso colectivo como individual. Las dos obras elegidas, aun estando destinadas a una persona en concreto, son religiosas. Sin que sepamos exactamente la función del Caballito de Altótting, es claro que en él se alude a la devoción por la Virgen, mientras el "Libro de Horas de Catalina de Cléves" es un libro de oraciones destinado a ser disfrutado y leído por su poseedora.Evidentemente, esto quiere decir que la Iglesia en general mantiene el mismo papel principal de tiempos pasados, bien a través de encargos directos a los artistas, de donaciones recibidas procedentes de los dos estamentos antes mencionados o debido al influjo mental que sigue ejerciendo en la sociedad. Lo que caracteriza esta etapa final, en lo que afecta a las artes, no es tanto una disminución de su protagonismo antiguo, como el crecimiento que alcanza a través de los encargos el de la alta aristocracia y la burguesía.
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Al presentar globalmente el fenómeno artístico del Romanticismo los historiadores tienden a utilizar fórmulas que resultarían chocantes para denominar otras constelaciones culturales del pasado: ya que el factor ruptura aparece como el signo dominante en la renovación artística del 1800, se habla, por ejemplo, de la revolución romántica, de la rebelión romántica, o, como hemos optado aquí, y otros antes que nosotros, del movimiento romántico. El carácter insurgente que estos términos asignan a la cultura del Romanticismo hace suponer la existencia de una oferta programática precisa, y llegamos a pensar incluso en una voluntad general de seguimiento de ésta entre los nuevos artistas. Pero, si bien se dieron efectivamente principios programáticos en algunos momentos y circuitos intelectuales del período romántico, no es pertinente hacer converger las labores artísticas del Romanticismo en propuestas unitarias o que surgen de un mismo molde.Convencionalmente hablamos de Romanticismo histórico para denominar el conjunto de las manifestaciones artísticas de la primera mitad del siglo XIX. Pero, la posibilidad de referimos a un movimiento romántico se ve contradicha por la diversidad fáctica de los comportamientos artísticos que se dio en la época. Sería más adecuado hablar de romanticismos que de Romanticismo, toda vez que éste está constituido por exponentes de muy diverso tipo y muchas veces no equiparables entre sí. O ensayemos un distingo: Romanticismo con mayúscula es un concepto de época, lo mismo que utilizamos el término Barroco para referirnos al arte del siglo XVII y parte del XVIII, mientras que romanticismo con minúscula podemos hacerlo equivaler a formas cronológicamente no tan limitadas, que, sin embargo, remiten a algunos criterios característicos vigentes en dicha época, algo parecido al apelativo barroquismo en lo que al otro ejemplo respecta.Una lectura radical de esta derivación semántica, identifica el romanticismo con una forma de sentir, y condujo a algunos historiadores del período de entreguerras, como W. Pinder a hablar sin cortapisas del romanticismo del siglo XVI, por ejemplo. Formulaciones extravagantes de este tipo eran, sin embargo, consecuencia de la amplitud con la que se utilizaba el término romántico en el 1800, que lo mismo servía para adjetivar la literatura de Cervantes y Ariosto, como las catedrales góticas, el paisaje de Ruysdael o la pintura de Altdorfer.Por otro lado, si hacemos referencia a la tradición romántica (aunque no vamos a considerarla con criterios tan expansivos), los jalones cronológicos serán más imprecisos y más amplios que cuando nos atenemos a la denominación convencional de Romanticismo como período histórico. En el primer caso nos preocuparán sobre todo los comportamientos distintivos de una tradición abierta, las parcelas estéticas que cultiva, las cuestiones artísticas que con ella se inician y su evolución, y esto, aunque no sea el tema preciso de este texto, sí ha de ser objeto de consideración en él, más aún cuando nos atrevemos a titularlo El movimiento romántico.Contemplamos el Romanticismo como un movimiento internacional. Afecta, con todo, especialmente a la pintura y a la arquitectura británicas, alemanas y francesas, pero también cuenta con ejemplos significativos en otras escuelas nacionales, como puede ser la italiana, la norteamericana, la española o la catalana, a veces con manifestaciones extemporáneas. El proceso de desarrollo en las diversas escuelas locales, por lo demás, no es unívoco, y la procedencia de los modelos no es única, como suele ocurrir en todos los períodos históricos.Una forma muy sensata de aproximarse a la intencionalidad del arte del Romanticismo es el remitirse a las categorías estéticas que tienen valor interpretativo en la época. Pensamos en conceptos tales como lo pintoresco, lo sublime o, por qué no, lo romántico. Pero estos términos no son sino categorías históricas volubles que se reinterpretan. Aluden a modos artísticos o a modalidades estilísticas que adquieren especial relevancia en este momento pero se conforman en el siglo XVIII.Pintoresco es un término que hace referencia a una pincelada suelta, libre y expresiva desde el siglo XVII, aunque se emplee para calificar pinturas de tema bizarro, caprichoso, popular o costumbrista, cuya ejecución no va siempre unida a una técnica pintoresca. En la jardinería paisajística se habla de paisaje pintoresco para aquel que recuerda una naturaleza pintada, pero los modelos pueden ser, por ejemplo, los de un Claudio Lorena o un Domenichino, que poco se adaptan a lo que entendemos habitualmente por paisaje pintoresco.El concepto de lo sublime conoce igualmente diversas interpretaciones teóricas, desde Addison hasta Mendelsohn o Schiller, y en las creaciones plásticas nos encontramos con un interés por la poética de lo sublime sumamente diversificado, pues evidentemente no es lo mismo lo que realiza un John Martin que lo que aportó, por ejemplo, un paisajista como Turner.Romántico es un concepto acuñado, en principio con carácter peyorativo, en el siglo XVIII, que servía para denominar temas quiméricos o ilusorios, objeto de placeres de la imaginación. También se unía el término romántico al de romanesco para denominar obras no clásicas. En este sentido lo empleaba, por ejemplo, el clasicista y humanista ilustrado Alexander Pope, y es una acepción que, aunque con otras connotaciones, pervivirá en el siglo XIX, como saben los lectores de Hegel. Un uso muy extendido del término en la segunda mitad del siglo XVIII era también el siguiente: se aplicaba a obras que evocaban o recordaban conocidas obras literarias, especialmente épicas, y que instaban entonces a la fantasía del espectador a recrearlas ante imágenes que hacían las veces de soporte visual de una memoria poética. Cuando cristaliza la teoría romántica con carácter programático, especialmente con Friedrich Schlegel, a fines del XVIII, el concepto se liga íntimamente a la idea de coman (novela), aludiendo a un proyecto de fabulación del conjunto de la realidad en un organon único, cuya formación sería la tarea que insta al artista romántico. Los valores ficcionales adquieren en esas propuestas teóricas el rango de valores epistemológicos. Pero estos ideales tampoco adquieren un perfil definitivo, sino que durante el siglo XIX vemos que se refrendan repetidamente proyectos románticos con nuevos contenidos y nuevas expectativas.La definición del Romanticismo a partir de un concepto es cosa difícil, y, al mismo tiempo, bastante ilustrativa. El vocablo romántico es de origen inglés, y esto tiene mucho que ver con que se defina con mayor propiedad desde la contingencia del uso que por la fijación conceptual. Paul Valéry advirtió, en una aproximación justísima, que habríamos de perder la razón si quisiéramos definir correctamente esta palabra. Realmente todas las definiciones que se dieron en la época eran deliberadamente inestables y ocasionalistas. Víctor Hugo, por ejemplo, dictó que "el romanticismo es en la literatura lo que el liberalismo es en la política". Lo romántico se constituyó como una noción dinámica, de significado inestable, capaz de nombrar las novedades de un devenir cultural inmediato.Romanticismo, también según Hugo, era el principio de libertad. Se acogió, pues, como expresión del espíritu de modernidad y de la receptividad moderna. Por ejemplo, Astolphe de Custine, en 1814, ponía de relieve esa ligazón entre lo romántico y lo moderno, al afirmar: "soy esencialmente moderno y, por consiguiente, romántico". Baudelaire escribiría en 1846: "Quien dice romanticismo dice arte moderno, es decir, intimidad, espiritualidad, color, aspiración hacia el infinito, expresados por todos los medios que encierran las artes".En la última parte de la frase Baudelaire conserva ciertos ideales del primer romanticismo, el que se articuló en el seno del Idealismo alemán: la voluntad de un aprovechamiento expresivo de todos los medios que encierran las artes equivale a un apropiamiento de todas las formas artísticas mediante una nueva síntesis romántica. Esta era la idea que se formó con la teoría del roman (novela) de los hermanos Schlegel y Novalis, a la que antes nos referíamos. Casi cincuenta años antes que Baudelaire escribía Novalis: "El mundo ha de ser romantizado. Así se reencuentra el sentido original. Romantizar no es sino una potenciación cualitativa". Como puede deducirse, el proyecto del romantizar no consistía en, romantizar algo, sino en romantizarlo todo, incluso con el propósito de dejar indiferenciados arte y vida. Así lo afirmaba a fines del siglo XVIII igualmente Friedrich Schlegel, a quien se debe la idea de una revolución romántica: "La poesía romántica es una poesía universal progresiva. Su designio no consiste únicamente en volver a unir todos los géneros disgregados de la poesía y en poner en contacto a la poesía con la filosofía y la retórica. Quiere y debe mezclar poesía y prosa, genialidad y crítica, poesía del arte y poesía de la naturaleza, fundirlas, hacer viva y sociable la poesía y poéticas la vida y la sociedad (...)". Nos parezca o no una pretensión excesiva, el hecho es que la idea de lo romántico se forjó como proyecto de fusión de géneros, artes y formas expresivas en una nueva síntesis histórica. Esto, desde luego, tiene una viabilidad muy relativa, pero fue un principio que incidió decisivamente, como veremos, en una alteración radical de la doctrina tradicional de los modos artísticos."El modo poético romántico está aún en devenir", escribió también Schlegel. Lo romántico no sólo se definía en términos de expansión, sino también como expectativa abierta de transformación. Y sólo desde este punto de vista podemos intuir una relativa continuidad en el arte del Romanticismo histórico, habida cuenta de las alteraciones que, como indicábamos se hacen notar ostensiblemente en los diversos períodos y escuelas nacionales. Repetimos que bajo romanticismo se entendieron muchas cosas distintas. El ideario del romanticismo literario alemán contó con publicistas en casi todos los países: Böhl de Faber, por ejemplo, en España o, como caso más eminente, Madame de Stadël en Francia. Pero, ni aquel fue el único modelo, ni los idearios permanecieron inalterados. Incluso, si nos atenemos a las producciones artísticas que se calificaban de románticas, podríamos comprobar que la crítica del primer tercio del siglo XIX tan pronto estimaba que la pintura romántica era el paisaje sentimental, como la de género histórico, o, simplemente, la más próxima a la moda del momento. Es evidente que el uso ocasionalista del apelativo romántico lo sometía a fuertes contradicciones.
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El pintor y arquitecto florentino Giorgio Vasari, compañero del joven Hipólito de Médicis y discípulo del humanista Piero Valeriano, dio a la imprenta en 1550 los dos volúmenes de la primera Historia del Arte del Renacimiento italiano, titulada "Le vite de'piú eccelenti Architetti, Pittori et Scultori Italiani da Cimabue insino a'tempi nostri". Desde entonces, la historiografía tradicional ha examinado el problema del arte del Renacimiento bajo el prisma tópico del modelo italiano, sin considerar otros aspectos, que por su carácter licencioso y antinormativo, se alejaban de los ideales clasicistas. Aun admitiendo sin reservas que el Renacimiento es un movimiento artístico y cultural iniciado en Italia a comienzos del siglo XV, éste no se puede considerar únicamente como un fenómeno articulado sobre las coordenadas de irradiación-asimilación de un modelo concreto, particularmente cuando lo que se desarrolla en Italia, y años más tarde en el resto de Europa, es una gran variedad de opciones -a veces, sincrónicas; casi siempre, confrontadas- que están muy lejos de configurar una cultura artística unitaria. Por tanto, hay que entender y explicar el Renacimiento como una transmisión de ideas y un intercambio de experiencias, aceptadas por la nueva mentalidad humanista, más que como una transformación de los modelos y repertorios. Desde esta perspectiva, el arte del Renacimiento en España responderá indistintamente a una serie de opciones renovadoras en relación con el panorama artístico local, generalmente inspiradas en el modelo italiano, y otras que podemos denominar tradicionales, aunque en muchas ocasiones estas últimas se adoptaran, de acuerdo a unos nuevos planteamientos y de forma moderna, como contestación a los lenguajes procedentes del exterior. Sin embargo, de todas estas opciones, las que han recabado mayor atención de nuestros historiadores del arte han sido, al configurarse como una alternativa frente a las tradiciones artísticas peninsulares, las que procedían de los ambientes artísticos italianos. El gusto por lo italiano, instrumentalizado a comienzos del siglo XVI como forma de diferenciación y prestigio por algunas grandes familias de la alta nobleza, y asociado a partir del reinado del emperador Carlos a los círculos de la corte y a los sectores urbanos más renovadores, se extendió a otras esferas de la sociedad española merced a la intervención de factores muy diversos. El desarrollo de las relaciones políticas, económicas y culturales con Italia y el sofisticado mundo de las cortes europeas fueron permeabilizando los ambientes artísticos españoles desde finales del siglo XV, haciendo posible la introducción y asimilación de formas y contenidos pertenecientes al Renacimiento italiano. La importación de obras italianas -desde álbumes de dibujos con temas ornamentales a monumentos funerarios totalmente acabados- fueron abriendo camino a la llegada a España de un nutrido grupo de artistas extranjeros, formados generalmente en la tradición clásica de la Antigüedad, atraídos por el auge constructivo de la península y el desarrollo de los mercados del Nuevo Mundo. Estas fueron sólo algunas de las causas que contribuyeron a la aceptación y asimilación del modelo italiano, aunque particularmente el viaje a Italia de algunos artistas españoles como Bartolomé Ordóñez, Pedro de Machuca y Diego de Silóe, posible gracias a una actividad viajera cada vez más frecuente y al desarrollo de un mecenazgo más consciente de su importante función, contribuyeron definitivamente a situar al arte español en el contexto renovador de la cultura artística europea. En las primeras décadas del siglo XVI, el gusto por los modelos italianos se cifró principalmente en la utilización aselectiva de sus repertorios ornamentales en la arquitectura, superpuestos a unas estructuras generalmente tradicionales, y en la adopción -no siempre coherente- de unos recursos compositivos y una figuración clásicos en la pintura y en las artes plásticas. Estas formas y repertorios difundidos mediante álbumes de dibujos y de grabados, las labores realizadas en España por artistas extranjeros y la importación de obras florentinas y genovesas fueron aceptándose progresivamente gracias al esfuerzo de los artistas españoles más renovadores y al interés de los círculos humanistas más influyentes, a pesar de la resistencia ofrecida por los lenguajes tradicionales, todavía vigentes, polarizados en torno al esplendor del último gótico y a la tradición constructiva y artesanal hispanomusulmana. A partir de estas fechas, la introducción y asimilación de los valores del Renacimiento italiano no siguió un proceso acorde con el desarrollo cronológico de las diversas fases del movimiento artístico italiano -Quattrocento, Clasicismo y Manierismo-, sino que dependiendo del carácter específico de cada actividad artística, de determinados géneros en los que fueron más frecuentes dichos modelos, de las numerosas opciones que se ofrecían a artistas y comitentes, y de las diferentes zonas geográficas de la península, se consiguieron resultados muy diversos, a veces paradójicos, como la aceptación de licencias manieristas afines a los planteamientos expresivos y emocionales del arte tradicional, con anterioridad, incluso, a la asimilación de los principios regulares y de la norma del Clasicismo Altorrenacentista.
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Reflexiones sobre aspectos significativos del desarrollo artístico durante el siglo XVI, así como consideraciones en torno al urbanismo correspondiente a dicha centuria, y fundamentalmente referidos a Francia, Flandes, Portugal, Inglaterra y los países que entonces conformaban el Imperio, van a ser los objetivos de nuestra próxima atención. Aun con estas acotaciones, resulta, por una parte, punto menos que imposible sintetizar lo que constituyera el contexto socioeconómico y cultural de una de las etapas más densas y complejas del devenir europeo; pero, por otra parte, es preciso evidenciar una serie de hechos que resultaron decisivos y que son puntos de obligada referencia. De ellos trataremos a continuación, sin pretensiones de exhaustividad, sino de modo más o menos genérico, y sin que el orden seguido suponga una valoración prioritaria. En los años finales del siglo XV y primeros del XVI, asistimos al afianzamiento definitivo de las principales monarquías europeas, con un poder que, por contraposición al que alcanzarán en los siglos XVII y XVIII, calificaríamos sólo de casi absoluto; es la cristalización y configuración del Estado Moderno, cuyo fundamento teórico lo hallamos, sobre todo, en "El Príncipe", escrito en 1513, de Maquiavelo que, al amparo del emergente fenómeno de las nacionalidades, hace que su Razón de Estado se convierta en un verdadero ideario político. Ideario que tiene como eje fundamental el poder omnímodo del rey, sobre el que incide Erasmo de Rotterdam en su "Institutio principis christiani" que, como réplica a la obra de Maquiavelo, ve la luz en 1516 con destino al futuro Carlos V, y que quedará consolidado en "La República", publicada en 1579, de Bodino. Efectivamente, en 1483, Luis XI deja a su sucesor Carlos VIII, oportunamente casado con la heredera del último ducado independiente, Ana de Bretaña, una Francia unida y pacificada; por su parte, la elección como rey de Enrique VII Tudor, en 1486, pone fin a las guerras dinásticas inglesas entre los linajes de Lancaster y York. Otro tanto sucede con la dignidad imperial que, tras el nombramiento por parte de Federico III, en 1486, de su hijo Maximiliano como Rey de Romanos -título tradicionalmente otorgado a los herederos del Imperio-, queda aquélla adscrita a la casa de Habsburgo que, de este modo, asienta su potencia europea al tiempo que afianza sus dominios austriacos y sus prerrogativas en Bohemia y Hungría, con base en una prudente política de alianzas. Todo ello, de modo efectivo, quedará confirmado tras 1493 con Maximiliano I ya emperador, que, entre otras cosas, se rodeará de una auténtica corte artístico-cultural que conformará una imagen del soberano y su familia, definidora de su rango y prestigio; hecho de capital importancia para el quinientos europeo, que será ejemplo y guía para sus sucesores y para otras cortes. Casado con María de Borgoña, heredera de los Países Bajos y de las posesiones feudales que, tras las derrotas sufridas por Carlos el Temerario, restaban a la casa borgoñona, Maximiliano impone la autoridad de los Habsburgo en Flandes eliminando las autonomías municipales, que logra tras la capitulación de Gante en 1492. De manera paralela aprovecha la decadencia de Brujas, que es palpable en la última década del siglo XV, y potencia, en todos los sentidos pero singularmente mediante privilegios comerciales, a la ciudad libre de Amberes, en detrimento de Bruselas, integrante de la liga hanseática. Esta importante potencia comercial nórdica, que controlaba las rutas bálticas, encaja otro revés en su flanco oriental, al ver cerrado el paso de Novgorod que, en 1494, cae en poder de Iván el Terrible. Quedan así controlados los Países Bajos, que ingresan en la órbita de la casa de Habsburgo y, muerto Maximiliano en 1519, pasan, mediante su heredero Carlos V, a la monarquía española. En el caso de Portugal, la progresiva consolidación del reino, que, desde fines del siglo XIV, van logrando los soberanos de la casa de Avis, culmina bajo Manuel I el Afortunado (1495-1512) y se mantiene hasta la total unificación de la Península Ibérica, en 1580, bajo el cetro de Felipe II. Ello supone, ante todo, la definitiva configuración de las rutas marítimo-comerciales lusitanas, con los correspondientes establecimientos coloniales. Proceso que, iniciado en 1415 con la toma de Ceuta, es continuado en sucesivas exploraciones atlánticas con asentamientos en Cabo Verde, Madeira y Azores, y cuyos hitos más relevantes podrían ser los siguientes: 1479, convenio con Castilla sobre las respectivas zonas de influencia, reservándose Portugal la meridional, donde espera hallar una vía marítima hacia el Océano Indico; ésta se establece a partir de 1487, año en que Bartolomé Díaz dobla el cabo de Buena Esperanza; 1494, mediante el Tratado de Tordesillas que sanciona el papa Alejandro VI, nuevo acuerdo con España sobre las demarcaciones a colonizar; 1497, Vasco de Gama alcanza la India; 1500, Alvarez Cabral llega a Brasil; en 1510, Alfonso de Alburquerque funda la base de Goa y en 1513 llega a Cantón, estableciendo las primeras relaciones comerciales lusas con el Celeste Imperio. Todas estas empresas portuguesas, unidas a las que paralelamente desarrolla España desde 1492 en el Nuevo Mundo, hacen bascular definitivamente hacia el Atlántico el centro de gravedad del comercio de la época, hasta entonces vinculado, de forma mayoritaria, al Mediterráneo y fundamentalmente controlado por Venecia. Ciudades portuarias de la cornisa atlántica europea como Sevilla, Lisboa o Amberes adquieren singular relevancia y significación en este nuevo contexto económico, revitalizándose ahora de modo importante. Al tiempo, Inglaterra, atenta siempre a las magníficas perspectivas que vislumbra y que su privilegiada situación le permite, inicia sus primeras experiencias significativas en una expansión que, mediante el paulatino dominio de las rutas marítimas, no dejará de desarrollar hasta el siglo XIX. Los estamentos dominantes en la sociedad europea del siglo XVI, en su vertiente cívica, aparecen perfectamente jerarquizados y tipificados en el grabado de 1501, que, ostentando firma apócrifa de Durero, nos presenta una asamblea de monarcas y nobles presidida por el Imperator, al que flanquean, ocupando lugares de privilegio, por su derecha el Rex Hispaniae y por su izquierda el Rex Francorum. Muchos de los personajes aparecen con los correspondientes atributos acreditativos de su posición y cada cuál en el lugar asignado por el respectivo nombre latino de su rango; es una imagen plástica elocuente que refleja perfectamente, y en sí misma resume, una de las cúpulas sociales del momento. La otra corresponde al poder religioso, al que nos referiremos seguidamente. Acontecimiento clave en -y para- la Europa del siglo XVI fue, sin duda, la Reforma luterana y sus consecuencias; lógicamente, y en primer lugar, por lo que al ámbito religioso se refiere que, de este modo, ve romperse su unidad tradicional bajo los designios de Roma. Pero afectó, asimismo y de manera importante, a otras manifestaciones, actitudes y facetas del devenir humano, aún patentes en nuestros días. Entre otras de diversa índole, las repercusiones en la producción artística de las zonas protestantes fueron profundas y casi inmediatas. Algunos de los puntos de partida de la Reforma luterana podemos hallarlos en determinados presupuestos propiciados por la cultura humanística, singularmente la actitud crítica hacia el formalismo externo de la religiosidad, considerado excesivo; esto, que es consustancial al pensamiento erasmista, supone en los argumentos protestantes, sin embargo, la radicalización de los planteamientos del sabio de Rotterdam. De modo más o menos definitivo, el Luteranismo queda consolidado entre 1517, año de las tesis de Wittenberg, y 1555, fecha de la paz de Augsburgo, que supone la consagración jurídica de la escisión religiosa, a la vez que evidencia el fracaso de la política imperial antiluterana, orquestada por Carlos V, y el reforzamiento del poder de los príncipes alemanes que apoyaron el Protestantismo. Consecuencias políticas importantes fueron las dos últimas citadas, e íntimamente imbricadas con la Reforma que, asimismo, se identificó, instrumentalizándolos en beneficio propio, con una serie de conflictos sociales, gestados en sectores agrarios alemanes por presiones económicas e ínfimas condiciones de vida, que desembocaron en la denominada Guerra de los Campesinos de 1524-25. La Reforma luterana fue, también, un detonante para la sucesiva floración de otros movimientos que, bajo parecido ideario religioso, rompen con la Iglesia romana. Fundamentalmente aludimos a Zwinglio y Calvino, cabezas de sendas confesiones religiosas gestadas en Suiza, separada del Imperio desde 1499, y con centros respectivos en Zurich y Ginebra. Ambas acabarán uniéndose para formar la Confesio Helvética, mediante el denominado Consensus Tigurinus de 1549. El Anglicanismo, por su parte, tiene su arranque en el Acta de Supremacía, de 1534, mediante la cual Enrique VIII rompe con Roma y se autoproclama cabeza de la Iglesia de Inglaterra. Tras el breve paréntesis del reinado de María Tudor, 1553-1558, de reacción católica y persecución del Anglicanismo, éste queda definitivamente instaurado durante el largo reinado de Isabel I, 1558-1603, adoptándose como fundamento religioso una suerte de Calvinismo reformado.
contexto
El hilo cronológico del siglo XVIII, que viene siendo habitual extender hasta el comienzo de la Guerra de la Independencia, anda cada vez más lejos de circunscribirse a una evolución convencional artística. Diríamos que el arte que resume, tiende a sincretizar los intercambios, a practicar a un tiempo estilos de oposición que comportan resultados contrarios, todo ello como el producto de un barroco de esplendor, el exceso formal del rococó, la ideología de la razón y los diferentes y confrontados ideales del clasicismo. Bottineau ha definido el siglo XVIII poniendo de relieve su variedad de tono por la existencia de los polos opuestos de las reglas y el capricho. Tal vez deteniéndose también en la convicción de estas claves que otorgan al siglo XVIII cierta riqueza contradictoria, el autor de "Destins du Baroque", Germain Bazin, afirma con decisión que "Barroco y Clasicismo no son algo opuesto. En la configuración de uno y de otro lo que cuenta es el mayor o menor grado de razón o de sueño". Es época en la que contingencias de todo tipo influyen en el lenguaje artístico. En 1700, la nueva monarquía borbónica establece un cambio gubernamental sobre la España del último rey de la Casa de Austria. Felipe V estrechará los lazos con la vecina Francia imponiendo un acento europeo a la cultura española que permitirá la renovación de sus propios valores, al mismo tiempo que se potencia la experiencia cultural subyacente, no menos importante en el proceso de la representación artística. Lo extranjero y lo nacional se distinguen a lo largo del proceso, pero se establece también un maridaje entre uno y otro, lo cual da lugar a una constante investigación inquieta. Será necesario señalar en capítulos sucesivos los matices de integración y diferenciación interpretando adecuadamente la esencialidad que se descubre en cada una de las alternativas, pero es indudable que el siglo obedece a una especie de ritmo alterno, no sólo de tendencias clásicas y barrocas en un juego compensador, sino en la concurrencia de una corriente extranjera con múltiples variantes y una corriente nacional que se dirige a otros modos del arte que implican su propio proceso dialéctico, que pasa a metodologías ágiles y a búsquedas de nuevo desarrollo desde su propia identidad.Antonio Ponz, fiel al clasicismo, tomó buena cuenta de las obras insertas en una estética contraria a sus criterios, despreciando, en opinión de Gaya Nuño, "cuanto hubiere de alegre fantasía en el barroco nacional" y convirtiendo la expresión churrigueresco como expresión de aquel arte, en sinónimo de mal gusto. Extremando los criterios de la corporación académica a la que pertenecía, Ponz ha contribuido a crear por largo tiempo una opinión confusa del arte nacional del siglo XVIII, alabando el españolismo de la iglesia de San Marcos de Madrid o la capilla del Pilar de Zaragoza para reconocer la maestría de Ventura Rodríguez, y rechazando el diseño del palacio de don Juan de Goyeneche por ser una extravagancia de la secta de Churriguera, obras del mismo rigor barroco aparente y que constituyen un tema fundamental para demostrar el conformismo puro y la búsqueda de un rigor interno barroco en el conjunto del sistematismo lógico del estilo.Hoy no se puede aceptar la reprobación con la que Ponz enjuicia el Transparente de Tomé o las gallardas trazas de Pedro de Ribera para el Palacio Real de Madrid, mientras alaba las elegancias de Sachetti y Sabatini, cuando sus planteamientos, sin pérdida de autoridad, no son más que el retorno a superadas estructuras de sus maestros. La aversión de determinados ilustrados hacia nombres y obras del arte español, que vive su propia mutación y riqueza en el siglo XVIII ha limitado su comprensión y valoración por tan amplia publicística, ya que ante tanto rechazo, quedó Tiépolo también sin alabanza y dejaron sin adjetivos a las obras juveniles de Goya.La mirada objetiva y crítica al siglo XVIII ha tardado tiempo en emerger, y no es porque deje de ser apreciado ese gran "Viaje por España" del honorable Ponz, valioso por otros muchos conceptos, o que el escrito de Antonio Rafael Mengs, pleno de censuras al arte local del siglo XVIII deje de tener sus propios valores teóricos. Desde los cerrados criterios de Diego de Villanueva, de Mayans y Siscar, Orellana o Capmany se raya en las mismas contradictorias calificaciones pues el propio Orellana, tal vez por llevar la contraria a Ponz, al definir la fachada del palacio valenciano del Marqués de Dos Aguas, trata la obra de Vergara "envuelta entre unos pensamientos que parecían conceptos de Nuonarrota o de su escuela...". También en su generosa defensa de Ventura Rodríguez, don Melchor Gaspar de Jovellanos, con criterio consolador, incluye al maestro de Ciempozuelos en la estética rigurosa académica, sin considerar la propia declaración de principios de don Ventura, quien se enorgullece de tener por maestros a los arquitectos barrocos de mayor definición, Bernini, Borromini y Ficher von Erlach, lejos de entender el análisis de su obra consolidada en ciertos valores de identidad barroca. Pero Jovellanos también omitió a Tiépolo y fue en exceso parco con Goya.Pero al margen del debate ilustrado, en el siglo XVIII se descubre la originalidad creadora de la Península, conociendo España las aventuras de las demás naciones europeas. Fue transformada y enriquecida, y tal vez sin llegar a la exageración de Eugenio d'Ors, que pondera la época de intensa conmoción, afirmando que el Setecientos lo hizo todo, nos parece ponderado el juicio de Marañón de que las circunstancias históricas de un cambio de siglo, de la mentalidad borbónica progresiva, y de una serie de grandes titanes aislados, hicieron posible que no se rompiese la línea de continuidad de la civilización española, modelada en este tiempo en su vena interna por una ilimitada curiosidad intelectual.
obra
El veneciano Francesco Cornaro solicitó permiso a Francesco Gonzaga para que Mantegna realizara una serie de cuatro lienzos en los que se exalta la grandeza de la familia, considerada descendiente de los Escipiones. Corría el año 1505 y al anciano maestro sólo le dio tiempo de realizar tres de las obras de la serie: ésta que contemplamos, Sofonisba y Tucia. Las tres son monocromas, pretendiendo la imitación de los relieves romanos tan admirados por Mantegna. Recoge una historia tomada de Tito Livio y Ovidio situada en las guerras púnicas según la cual se eligió a Escipión Nasica como el ciudadano más digno de Roma para recibir a la diosa Cibeles y lograr expulsar a Aníbal de Italia, según había pronosticado el oráculo de Delfos. El busto de Cibeles, madre de los dioses, llega a hombros de los portadores por la izquierda recibiéndola arrodillada la joven Claudia Quinta, cuya castidad se había puesto en duda. Un grupo de personajes contempla la escena y la comenta. Mantegna ha concebido la composición como si se tratara de un friso, tomando un punto de vista bajo tan admirado y empleado por él. El recurso del claroscuro refuerza la sensación de relieve y dota a las figuras de mayor grandiosidad y monumentalidad. Tras el fallecimiento de Mantegna fue su cuñado Giovanni Bellini quien continuó el encargo.
contexto
AL MUY MAGNÍFICO SEÑOR BALIANO DE FORNARI, JOSÉ MOLETO Fueron siempre, magnífico Señor mío, tenidos en grandísima estima todos aquellos que fueron descubridores de alguna cosa provechosa; y a tal aprecio subieron entre los antiguas, que, no contentándose con darles alabanza humana, los contaron entre los dioses. De allí, Saturno, Jove, Marte, Apolo, Esculapio, Baco, Hércules, Mercurio, Palas y Ceres; y de allí, en suma, todos los dioses gentílicos de que están llenos los escritos antiguos. No me parece que hicieron esto sin alguna razón verosímil, porque no teniendo luz de la verdadera religión, adoraban a los hombres de quienes habían recibido algún beneficio notable. Ni puede mejor, a juicio de los sabios, mostrar el hombre señal de gratitud a aquel de quien ha recibido un provecho tal que no puede remunerarse con dones comunes, sino con honrarlo, pues solamente se honran las cosas divinas o que tienen resplandor de divinidad. Y, ¿qué mayor señal puede dar el hombre de su divinidad, que con descubrir cosas de utilidad para otro hombre? Y es hecho cierto que todo inventor de cosas útiles es sumamente amado por Dios, siendo éste sólo el verdadero dador de todos los bienes; el cual, muchas veces, por medio de un solo hombre, se digna manifestar cosas rarísimas y escondidas por muchos siglos; como en nuestro tiempo ha sucedido con el Nuevo Mundo, de los demás ignorado, o, si lo conocieron, la memoria de esto se perdió en tal manera, que todo aquello que se contaba era tenido por fabuloso; y ahora, por medio del ilustre D. Cristóbal Colón, hombre verdaderamente divino, le ha placido manifestarlo. Por lo cual, de esto cabe deducir primeramente, que este varón singularísimo, fue muy grato al eterno Dios, y, por tanto, se puede afirmar que si hubiese vivido en la Edad Antigua, no solamente los hombres, por tan magna obra, le habrían contado y puesto en el número de los dioses, más aún le hubiesen hecho el príncipe de éstos. Y es cosa cierta que no puede esta época honrarlo tanto que no sea digno de mayor honra. Y es digno de grandísima alabanza quien se consagra a la inmortalidad de un hombre tan esclarecido, verdaderamente digno de vivir en la memoria de los hombres mientras dura el mundo; como se ve que ha hecho vuestra señoría, que con tanta diligencia ha procurado que salga a luz la vida de tan egregia persona, escrita, ha tiempo, por el ilustre D. Hernando Colombo, segundo hijo del mencionado D. Cristóbal, Cosmógrafo mayor del invictísimo Carlos V. Fue D. Hernando de no menos valer que su padre, y dotado de más letras y ciencias que éste; el cual dejó a la Iglesia mayor de Sevilla, donde hoy se ve honrosamente sepultado, una librería, no sólo numerosísima, mas también riquísima y llena de muchos libros rarísimos de toda Facultad y Ciencia; la cual, quienes la han visto, la juzgan una de las cosas más notables de toda Europa. Resulta indudable que su Historia es verdadera, pues la escribió el hijo con relaciones y cartas y con mucha prudencia. También está fuera de sospecha que no fuese escrito por manos del susodicho ilustre D. Hernando, y que lo que ha visto vuestra señoría, no sea el mismo original, pues a vuestra señoría le dio por tal el ilustre D. Luis Colombo, muy amigo de vuestra señoría, y el día de hoy Almirante de Su Majestad Católica; fue sobrino del dicho D. Hernando, e hijo del ilustre D. Diego, primogénito de D. Cristóbal; el cual D. Diego heredó el estado, y la dignidad de su padre. Del buen ánimo de dicho D. Luis no se puede decir tanto que lo sea más vuestra señoría, por lo que, como caballero de honor, de suma bondad, y deseoso de que la gloria de tan excelente varón quede siempre inmortal, no mirando a su edad, de setenta años, ni a la estación, ni a lo largo del viaje, vino de Génova a Venecia con propósito de hacer imprimir el mencionado libro, tanto en lengua castellana, en la que fue escrito, como en la italiana, y aun con designio de mandar traducirlo a la latina, para que del todo pudiera hacerse clara y manifiesta la verdad de los hechos de hombre tan eminente, ciertamente gloria de Italia, y en especial de la patria de vuestra señoría. Mas viendo el mucho tiempo que esto exigía, obligado por sus muchas ocupaciones, públicas y particulares, a volver a su ciudad, se encargó de ello el Sr. Juan Bautista de Marino, caballero adornado de nobilísimas cualidades, de mucho ánima y muy estudioso; el cual, siendo como es muy señor mío, ha querido que fuese mío en buena parte el afán de tal negocio, y yo no he intentado eludirme, sabiendo que daría gusto al mencionado señor y que a vuestra señoría no le sería desagradable, observándolo yo como fue. He, aquí, pues, señor mío, que el libro se publica, y con razón, bajo el nombre de vuestra señoría, como de quien ha procurado con tanta fatiga que se imprima y de quien he recibido tan diligente ayuda. Siendo casi como obra vuestra, es justo que los efectos retornen y se reflejen en su causa. Recibid, pues, señor, con alegre semblante, vuestro libro, y tenedme siempre por afectísimo. De Venecia, el día 25 de Abril de 1571.
contexto
Posible influjo de fray Bartolomé de las Casas Fray Bartolomé de las Casas no estuvo en el Perú, aunque las noticias que de aquella tierra llegaron a sus oídos le decidieron a interrumpir su vida de retiro en Santo Domingo, efecto de su entrada en la orden dominicana, que era a su vez resultado del fracaso de su plan de colonización en Cumaná. Pero su vocación peruanista se interrumpió a medio camino, cuando había llegado a Nicaragua con el probable propósito de alcanzar aquellas nuevas y ya tan famosas tierras. En Nicaragua se enzarzó en gran altercado con el gobernador Contreras, altercado del que le vino a liberar el obispo de Guatemala, don Francisco Marroquín; quien le invitó a sustituirle a la cabeza de su diócesis durante el viaje que tenía que hacer a México para recibir allá su consagración episcopal. Las Casas no perdió el tiempo en Guatemala, aunque su trabajo principal fue conseguir del gobernador don Francisco Maldonado un encargo de misionar todo el territorio septentrional de la provincia. No tuvo tiempo de llevar a la práctica lo que él ya consideraba demostración triunfal de sus doctrinas de penetración pacífica, y sin esperar el regreso de Marroquín marchó a México para invervenir en el capítulo provincial de su orden: capítulo en que se había de decidir --contra su opinión-- el establecimiento de una provincia dominicana en México, que fuera independiente de la que tenía su base en Santo Domingo. Regresa Las Casas algo decepcionado a Guatemala y las cosas parecen enderezarse: Marroquín --también de vuelta-- le encarga que aproveche su viaje a España para traer una buena expedición de religiosos; Alvarado, también de vuelta de su expedición al Perú y de su nuevo viaje a Castilla, le ofrece el pasaje en uno de los barcos que le ha traído de la península. Y con este apoyo doble, organiza fray Bartolomé un viaje que estará lleno de actividad, con resultados generalmente favorables. No olvida lo peruano, pero su fervor no le obliga a aceptar años después la mitra del Cuzco, en tanto que da su consentimiento al obispado de Chiapas, frontero de las provincias de Guatemala, que considera su campo de actividad pastoral. Años adelante, pasada la crisis de las Leyes Nuevas que la voz popular le atribuía, aunque él las creía muy inferiores a sus ideales de reivindicación indígena; establecido ya tranquilamente en el colegio de San Gregorio, en Valladolid, vuelve a influir en los destinos imperiales del Perú consiguiendo el rechazo de la perpetuidad de las encomiendas que los peruleros propugnaban. No apareció por el Perú, pero su nombre aparecía ligado con las Leyes Nuevas, cuya aplicación por parte del virrey Blasco Núñez Vela haría rebrotar con nueva fuerza las guerras civiles... Pero estos sucesos quedan fuera de la Tercera Parte de la Crónica del Perú, que concluye en las primeras escaramuzas entre Pizarro y Almagro, sin relación con las Leyes Nuevas y el posible influjo lascasiano. Sólo una mención he encontrado de Las Casas en la extensa obra cieciana cuando lo presenta como autor de las Leyes Nuevas; pasaje en que Cieza muestra su disconformidad con las generalizaciones lascasianas: pues no todos --escribe en el capítulo 99 de la guerra de Chupas-- los que tenían asiento en Indias eran tan malos que se deleitaban en cometer pecados tan grandes, antes había muchos que les pesaba e reprendían ásperamente aquellas cosas... Y en el mismo pasaje de Chupas expresa su aprobación al sistema de las encomiendas, que en las Leyes Nuevas se declaraban a extinguir.. Porque ellos (los encomenderos) han pasado grandes trabajos, hambres e miserias que no se pueden brevemente contar; e muchos dellos habían perdido las vidas en descubrimientos e conquistas de Indias, e dejaban sus mujeres e hijos; y sentían estos tales que los de sus padres se pusiesen en cabeza del rey, e les fuese quitada la encomienda que dellos tenían, habiéndoles hecho merced de ciertas vidas... Sin embargo, en la Tercera Parte de la Crónica algunas moralizaciones de Cieza suenan a lascasianas; en una de ellas alude --sin nombrarlo-- a fray Bartolomé y sus doctrinas sobre la propiedad de los indígenas, y sobre la obligación de restituirles lo mal habido. Y es clara alusión a las controversias surgidas en torno a las publicaciones de fray Bartolomé aquella frase: Muchas veces he oído discutir (dice en el cap. LII) y tratar a grandes teólogos sobre si lo que el rey o los españoles llevaron fue bien habido y no para hacer conciencia: no es materia para mí tratar dello, los que lo hubieron, que lo pregunten, e lo sepan; que yo si me cupiera parte, lo mismo hiciera... En sus relaciones literarias, fray Bartolomé aprovechó generosamente lo ya publicado de Cieza, en su Apologética Historia Sumaria; en ella, al tratar de los indios del Perú, sigue Casas a su original Cieza --sin tomarse naturalmente el trabajo de citarlo--, aunque su transcripción no es textual y queda disimulada y distribuida entre los capítulos 46-48, 125, 126 y 133, 182, 247 y 277. La relación del descubrimiento peruano sigue en las Casas una supuesta relación de fray Marcos de Niza y la descripción del sistema incaico sigue un original diferente de Cieza que no he identificado. Sin embargo, Cieza menciona a fray Bartolomé repetidas veces en su testamento, encargando a su buen juicio la decisión sobre los papeles que a su muerte queden inéditos. ¿Cuándo y por qué se produjo este aumento de confianza...? Pudo ser a lo largo de sus gestiones para poner en marcha la impresión de su Primera Parte, fecha que corresponde a la primera aparición de los folletos lascasianos. Fray Bartolomé debió parecer a nuestro Pedro hombre lleno de recursos que sabía manejarse muy bien en las marañas legales que dificultaban la impresión de obras que tuvieran relación con las indias. Un fray Bartolomé que ponía en circulación obra tan comprometida como la célebre Brevísima Relación era muy capaz de superar todas las dificultades que impidieran tanto las reediciones en España de la Primera Parte de la Crónica --ya que en el extranjero marchaban muy bien-- como los demás cuadernos que, a la hora de su muerte, quedaban manuscritos. En su testamento, Cieza distingue entre la segunda y tercera parte de la Crónica del Perú, y las Guerras civiles. Para las primeras, cree Cieza que pueden darse sin más a la imprenta, sugiriendo, en caso de no encontrar editor que se responsabilice de ello, que se envíen al obispo de Chiapa a la Corte, y se lo den con el dicho cargo de que lo imprima. En el estudio bio-bibliográfico de Cieza que aparece en el tomo III de la edición monumental, se aclara la complicada trayectoria que siguieron los papeles de Cieza, que, en el caso de la Tercera Parte, tuvo su final feliz en la biblioteca de la reina de Suecia; para llegar finalmente a la biblioteca apostólica vaticana, donde la encontró y editó Francesca Cantú (1979) y la hemos estudiado y editado nosotros (1984-1985).
contexto
Introducción y declaración nuevamente sacada, que es el calendario de los indios de Anáoac, esto es, de la Nueva España "Por las ruedas aquí antepoestas cuentan los indios sus días, semanas, meses, años, olimpíadas, lustros, indiciones y hebdómadas, comenzando su año con el nuestro desde el principio de enero, en el cual se hallan las maneras de contar los tiempos que tuvieron todas las naciones, y según parece los indios que la composieron y sabían bien ciertamente se mostraron philosophos naturales. Solamente faltaron en el bisexto, pero también pasó el gran philosopho Aristótiles y su maestro Platón y otros muchos sabios que no lo alcançaron. Y es de saber que en este calendario no hay cosa de idolatría; y esto se poede de alabar por muchas razones, pero bastará dezir una, y es: que en esta tierra no ha muy muchos años que començaron las idolatrías, y este calendario es antiquíssimo; y si los nombres de los días, semanas y años y sus figuras son de animales y de bestias y de otras criaturas, no se devan maravillar, pues si miramos los nuestros también son de planetas y de dioses que los gentiles tuvieron, y pues que aquí se escriven muchos ritos, ficciones y antiguos sacrificios, una cosa tan buena y de tanto primor y verdadera que estos naturales tuvieron no es razón de reprobarla, pues sabemos que todo bien y verdad, quienquiera que lo diga, es del Espíritu Sancto". Confutación de lo arriba dicho En lo primero que dize, que por esta cuenta los indios contavan sus semanas, meses y años, es falsíssimo, porque esta cuenta no contiene más de doscientos y sesenta días, y fáltale ciento y cinco días para ser cuenta de un año entero. Ni tampoco contavan sus meses por esta cuenta, porque sus meses son deziocho en un año, y cada uno tiene veinte días, que son trezientos y sesenta días, al cual número no llega esta cuenta. Ni tampoco cuentan por esta cuenta sus semanas, porque aquello que dizen que tenían treze días por semana es falso, porque de esta manera sería una semana de treze días, y otra semana entraría con tres días en el mes siguiente, y ansí cada mes no tendría dos semanas enteras, mayormente que sus semanas eran de cinco días, las cuales mejor se llamaran quintanas que no semanas, y hay en cada mes cuatro de estas quintanas. Lo que dize de olimpíades y lustros y indiciones a la mesma razón es falso y mera ficción. Lo que dize que el año començava en enero como el nuestro es falsíssimo, porque lo que llaman un año por esta cuenta no son más de doscientos y sesenta días, y de necesidad se havía de acabar ciento y cinco días antes de nuestro año, y ansí no podía començar con el nuestro año sino algunas y muy raro. En lo que dize que los indios que composieron esta cuenta se mostraron philosophos naturales es falsíssimo, porque esta cuenta no le llevan por ninguna orden natural, porque fue invención del demonio y arte de adivinación. En lo que dize que faltaron en el bisexto es falso, porque en la cuenta que se llama calendario verdadero cuentan trescientos y sesenta y cinco días, y cada cuatro años contavan trecientos y sesenta y seis días, en fiesta que para esto hazían de cuatro en cuatro años. En lo que dize que en este calendario no hay cosa de idolatría es falsíssima mentira, porque no es calendario sino arte adivinatoria, donde se contienen muchas cosas de idolatría y muchas supersticiones y muchas invocaciones de los demonios, tácita y expressamente, como parece en todo este Cuarto Libro precediente. De manera que ninguna verdad contiene aquel tratado arriba puesto, que aquel religioso escrivió, mas antes condene falsedad y mentira muy perniciosa. Síguese adelante en el tratado de aquel religioso "Los indios, que bien entendían los secretos de estas ruedas y calendario, no los enseñavan ni descubrían sino a muy pocos, porque por ello ganavan de comer, y eran estimados y tenidos por hombres sabios y entendidos; empero, sabían casi todos los indios adultos y tenían noticia del año, ansí del número como de la casa en que andavan; mas de los nombres de los días y semanas y otros muchos secretos y cuentas que tenían, solos aquellos maestros compotistas lo alcançávanla de saber. Agora para entender la cuenta que estos naturales tenían, y para saber cómo contavan los tiempos por las ruedas y figuras aquí escritas, se ponen reglas, que son las infraescritas". Confutación de lo arriba dicho Ya está dicho que el calendario es dintincto de esta cuenta y no tiene nada que ver con ella. Y el calendario trata de los meses de todo el año, y de los días de todo el año, y de las semanas de todo el año y de las fiestas fixas de todo el año. Sabíanle todos los sátrapas y todos los ministros de los ídolos y mucha de la otra gente popular, porque es cosa fácil y toca a todos. Empero, la cuenta de la arte adivinatoria, a la cual falsamente llama calendario, es cuenta por sí, porque su fin se endereza a adivinar las condiciones y sucessos de los que nacen en cada signo o carácter. Esta cuenta sabíanla solamente los adivinos y los que tenían habilidad para deprenderla, porque condene muchas dificultades y obscuridades. Y a éstos que sabían esta cuenta llamávanlos tonalpouhque y teníanlos en mucho y honrávanlos mucho. Teníanlos como prophetas y sabidores de las cosas futuras, y ansí acudían a ellos en muchas cosas, como antiguamente los hijos de Israel acudían a los prophetas. Dize éste que los meses son veinte en un año, y no es verdad, porque no son más de deziocho; dize ansimismo que las semanas son de treze días, y no es verdad, porque no son más de cinco días, y ansí son cuatro semanas, o por mejor dezir quintanas, en un mes. Los treze días, a que falsamente llama semana, no son sino el número de días que reinava cada uno de los veinte caracteres de esta arte adivinatoria, como está claro en el Cuarto Libro precedente, que trata de esta arte adivinatoria. Síguese la tabla y manera de contar que tenían los adivinos en esta arte. Al lector Esta tabla que está frontera (ver lámina I), amigo lector, es la cuenta de los caracteres o signos de que en este Cuarto Libro havemos tractado, la cual procede por esta orden, que primeramente se ponen veinte caracteres, y junto a ellos sus nombres, y después de ellos se ponen los días en que reinan por cifras del alguarismo, y comiença uno, dos, tres, etc. El carácter donde está junto el uno o frontero de él es el que reina aquello treze días, y comiénçase a contar desde arriba hazia abaxo, y llegando a treze luego buelve a uno, y el carácter enfrente de quien está aquel uno es el que reina los treze días que se siguen; y ansí de todos los demás números y caracteres. De manera que cada un carácter viene a reinar treze días, y el número de todos estos días son dozientos y sesenta, y de allí buelve otra vez al principio. También en el principio de esta cuenta se pone la manera de contar de los años, porque estas dos cuentas andan vinculadas o pareadas. La cuenta de todos los tiempos que tenían estos naturales es la que se sigue La mayor cuenta de tiempo que contavan era hasta ciento y cuatro años, y a esta cuenta llamavan un siglo. A la mitad de esta cuenta que son cincuenta y dos años llamavan una gabilla de años. Este tiempo de años traíanla ab antiquo contados. No se sabe cuándo començó, pero tenían por muy averiguado, y como de fe, que el mundo se havía de acabar en el fin de una de estas gabillas de años. Y tenían prenóstico o oráculo que entonce havía de cesar el movimiento de los cielos, y tomavan por señal al movimiento de las Cabrillas la noche de esta fiesta, que ellos llamavan toximmolpilía. De tal manera caía que las Cabrillas estavan en medio del cielo a la medianoche, en respecto de este horizonte mexicano. En esta noche sacavan fuego nuevo, y primero que los sacassen apagavan todo el fuego en todas las provincias, pueblos y casas de toda esta Nueva España, y ivan con gran processión y solemnidad todos los sátrapas y ministros del templo. Partían de aquí, del templo de México, a prima noche, y ivan hasta la cumbre de aquel cerro que está cabe Itztapalapan, que ellos llaman Uixachtécatl. Y llegavan a la cumbre a la medianoche, o casi, donde estava un solemne cu, edificado para aquella cerimonia. Llegados allí, miravan a las Cabrillas si estavan en el medio, y si no estavan esperavan hasta que llegassen. Y cuando vían que ya passavan del medio entendían que el movimiento del cielo no cesava, y que no era allí el fin del mundo, sino que havían de tener otros cincuenta y dos años, seguros que no se acabaría el mundo. En esta hora estavan en los cerros circunstantes que cercan a toda esta provincia de México, Tezcucu y Xuchimilco y Cuauhtitlan, gran cantidad de gente esperando a ver el fuego nuevo, que era señal que el mundo iba adelante. Y como sacavan el fuego los sátrapas con gran cerimonia en el cu de aquel cerro, luego se parecía en todo lo circunstante de los cerros, y los que estavan allí a la mira levantavan luego un alarido que le ponían en el cielo, de alegría, que el mundo no se acabava y que tenían otros cincuenta y dos años por ciertos. La última solemnidad que hizieron de este fuego nuevo fue el año de mil y quinientos y siete; hiziéronle con toda solemnidad porque no havían venido los españoles a esta tierra. El año de mil y quinientos y cincuenta y nueve se acabó la otra gabilla de años, que ellos llaman toximmolpilía; en ésta no hizieron solemnidad pública porque ya los españoles y religiosos estavan en esta tierra, de manera que este año de mil y quinientos y setenta y seis anda en quinze años de la gabilla de años que corre. Cuando sacavan fuego nuevo y hazían esta solemnidad renovavan el pacto que tenían con el demonio de servirle, y renovavan todas las estatuas del demonio que en sus casas tenían, y todas las alhajas de su servicio y las de sus casas, y hazían grandes alegrías por saber que ya tenían el mundo seguro, que no se acabaría por cincuenta y dos años. Claramente consta que este artificio de contar fue invención del diablo para hazerlos renovar el pacto que con él tenían de cincuenta en cincuenta y dos años, y amedrentándolos con la fin del mundo y haziéndolos entender que él alargava el tiempo y les hazía merced de él, passando el mundo adelante. Demás de esta cuenta tenían que de ocho en ocho años hazían un ayuno de pan y agua por espacio de ocho días, y hazían al cabo una fiesta donde hazían solemne areito de diversos personajes, donde dezían que descubrían ventura o que la merecían, y llamávanla atamalcualiztli. Otra fiesta hazían de cuatro en cuatro años a honra del fuego, donde agujeravan las orejas a todos los niños y niñas, y la llamavan pillauanaliztli. Y en esta fiesta es verisímile y hay conjecturas que hazían su bisexto, contando seis de nemontemi. La otra cuenta del tiempo es de un año, el cual repartían en deziocho meses, y cada mes le davan veinte días, y cada uno de estos meses era dedicado a uno o a dos dioses, y hazían en él sus fiestas. Cada uno de estos meses le repartían de cinco en cinco días, y hazían las ferias el último día de estos cinco en un pueblo, y dende a cinco días en otro, y dende a otros cinco días en otro. De manera que el cuarto quintanario era la fiesta del dios que se celebrava en el mes que se seguía. Los cinco días que son más de los trezientos y sesenta de todo el año teníanlos por valdíos y aziagos, y ansí no hazían cuenta de ellos para ninguna cosa; pero cuenta tenían con todos los días del año y con todos los meses del año y con todas las quintanas del año, que son cuatro en cada mes. Otra cuenta tenían estos naturales que ni sigue la cuenta del año, ni de los meses, ni de las quintanas, que impropriamente se pueden dezir semanas. Esta cuenta tiene veinte caracteres, como está pintado en la tabla que está detras de esta hoja (ver lámina I); a cada uno de estos caracteres atribuían treze días, en las cuales reinava uno de estos caracteres, de manera que cada uno reinava treze, días, y el círculo que estos caracteres con sus días hazían son dozientos y sesenta días, el cual círculo tiene ciento y cinco días menos que un año. Esta cuenta se usava para adivinar las condiciones y sucesos de la vida que tendrían los que naciessen. Es cuenta delicada y muy mentirosa, y sin ningún fundamento de astrología natural, porque el arte de la astrología judiciaria que entre nosostros se usa tiene fundamento en la astrología natural, que es en los signos y planetas del cielo y en los cursos y aspectos de ellos. Pero esta arte adivinatoria síguese o fúndase en unos caracteres y números en que ningún fundamento natural hay, sino solamente artificio fabricado por el mesmo diablo; ni es posible que ningún hombre fabricasse ni inventasse esta arte, porque no tiene fundamento en ninguna sciencia ni en ninguna razón natural; más parece cosa de embuste y embaimiento, que no cosa razonal ni artificiosa. Digo que fue embuste y embaimiento para encandilar y desafinar a gente de poca capazidad y de poco entendimiento; no obstante esto, era tenida en mucho esta arte adivinatoria, o más propriamente hablando, embuste o embaimiento diabólico. Y también los que la sabían y usavan eran muy honrados y tenidos porque dezían las cosas por venir, y del vulgo eran tenidos por verdaderos, aunque ninguna verdad dezían, sino acaso y por yerro. Esta arte ni sigue años, ni meses, ni semanas, ni lustros, ni olimpíadas, como algunos dixeron y afirmaron falsamente. Fray Bernardino de Sahagún Porque la tabla precedente del arte adivinatoria está dificultosa de entender y de contar, puse esta tabla que se sigue, porque está muy más clara y la cuenta muy más fácil y conforme a como ellos contavan (ver láminas II-III). Y no piense nadie que esta tabla es calendario, porque como dicho es, no es sino arte adivinatoria. El calendario de estos naturales se pone en el principio del Segundo Libro; está muy claro de entender por las letras del a b c que tiene: de una parte se cuentan los meses suyos, que son de veinte en veinte días, y de la otra parte se cuentan los nuestros meses, que son de a treinta días, uno más o menos. Y por estar esta cuenta de esta manera, fácil cosa es saber sus fiestas, en qué mes de los nuestros caían y a cuántos días de cada mes. La otra cuenta, que es de los años, se pone en el Séptimo Libro de esta historia; allí se podrá ver si pluguiere a Nuestro Señor que salga a luz.