INTRODUCCIÓN La vida y la obra de Ruy Díaz de Guzmán han sido muy discutidas en la historiografía hispanoamericana. Díaz de Guzmán es un historiador paraguayo, nacido en Asunción, con un tercio de sangre india, es decir, hijo de un español y de una mestiza1. Nunca salió de América y sólo anduvo por sus tierras, en gran parte desiertas, el noroeste de la actual Argentina y algo de lo que hoy es Bolivia. Tres años estuvo en la joven ciudad de Buenos Aires, fundada, por segunda vez, en 1580. Su inspiración de historiador nació de causas desconocidas o por influencias posibles que vamos a detallar. Asunción, fundada como fuerte por Juan de Salazar de Espinosa el 15 de agosto de 1537, meses después de la primera Buenos Aires fundada con el nombre de Puerto de Buenos Aires y Ciudad del Espíritu Santo, el 3 de febrero de 15362, se convirtió en ciudad en 1541, cuando Domingo de Irala le dio un Cabildo3. Esta ciudad, que de tal sólo tenía el nombre, era, como decía un vecino de esos años, un pueblo de quinientos habitantes y quinientas mil turbaciones4. En ella, no obstante, había gente de incuestionable cultura. Los hombres de don Pedro de Mendoza, el primer adelantado del Río de la Plata, sabían que en su biblioteca había obras de Erasmo y de Virgilio5. No es desvariado que leyesen en latín esos libros que hoy no se leen, en ese idioma, en Universidades de la América hispana. Había un clérigo, Luis de Miranda, que escribía muy bien, enamoraba a los contados españoles y a las abundantes indígenas y fue el primer poeta del Río de la Plata. A él se debe un romance que es la historia en verso, muy sintetizada, de la primera fundación de la Ciudad del Espíritu Santo, hoy Buenos Aires6. Otro conquistador era el bávaro Ulrico Schmidl, lansquenete y, cuando volvió a su patria, historiador de estas regiones con un libro que lo hizo aparecer como el primer cronista o evocador de la historia de la Argentina y del Paraguay7. Antes que Schmidl publicara su obra (Francfort, 1567) un español, en 1545, Pero Hernández, secretario del segundo adelantado Alvar Núñez Cabeza de Vaca, escribió dos notables relaciones que lo presentan como el primero e indiscutido historiador del Río de la Plata. Al mismo tiempo escribió Alvar Núñez Cabeza de Vaca, segundo adelantado y genealogista, que se entretenía con estas labores en su choza o rancho de la Asunción8. Sus memorias, con el relato de sus andanzas, viajes y persecuciones sufridas: obra llena de emoción, de datos históricos exactos y de observaciones etnográficas, etnológicas y geográficas, cada día tiene más valor9. Un clérigo, Martín González, que nosotros llamamos el Padre Las Casas del Paraguay, escribió cartas a las autoridades españolas de la Península, que reflejan, con su brillante crudeza, la vida sorprendente que llevaban los conquistadores de Asunción, cada uno casado con veinte, treinta y hasta cien indias simultáneamente. No faltaban escribanos, otros clérigos (uno, Juan Lezcano, fue autor de una comedia que se representó en Asunción) y otros conquistadores que escribían cartas y se muestran, en ellas, como hombres que sabían referir, describir y juzgar con un talento y un colorido que hoy no tienen muchos escritores de estos temas. En fin: hasta las mujeres, como Isabel de Guevara, cuando era necesario, tomaban la pluma y escribían a la princesa doña Juana cartas que estremecen por su emoción y realismo. Paul Groussac creyó que esta carta debió componerla algún tinterillo de Asunción. Enrique Larreta la admira y transcribe párrafos, únicos por su expresión, en su breve y maravilloso relato de Las dos fundaciones de Buenos Aires10. El ambiente de Asunción, en que nació y vivió Ruy Díaz de Guzmán era, como vemos11, una mezcla de espadas y de plumas, de amores profundamente sensuales y de ilusiones o espejismos inalcanzables12. No es extraño que Ruy Díaz de Guzmán, hijo de la tierra y de la raza vasca mezclada con la guaraní, tomara a menudo la espada, para andar por las selvas, y la pluma, para escribir cartas, protestas, alegatos y, también, la primera gran historia del Río de la Plata y del Paraguay junto a él había otro historiador que hemos dejado para lo último a fin de hacer una comparación. Era el arcediano Martín del Barco Centenera. De su vida nos hemos ocupado varias veces13. Hasta se vio mezclado, en Lima con la inquisición. También era poeta y publicó en Lisboa, en 1602, su poema histórico La Argentina, que recogió el nombre que entonces jesuitas y conquistadores daban a estas tierras14. Centenera y Díaz de Guzmán fueron amigos y colegas. Ambos coinciden en muchos puntos. Ambos han pasado al futuro como fuentes que sirvieron de documentación a todos sus copistas: el Padre Pedro Lozano, el Padre José Guevara, el deán Gregoria Funes, en años de la independencia, y los historiadores posteriores, hasta que Eduardo Madero publicó su Historia del puerto de Buenos Aires15 y Paul Groussac hizo una edición crítica, admirablemente informada, de la crónica de Ruy Díaz de Guzmán. Más tarde, los investigadores de la conquista hemos acudido al Archivo de Indias, de Sevilla, a las copias de documentos de este archivo hechas por el señor Gaspar García Viñas, con destino a la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, donde las utilizó, en mínima parte, Paul Groussac, y al Archivo Nacional de Asunción. Ruy Díaz de Guzmán vivía, insistimos, en una pequeña población donde no faltaban hombres y hasta mujeres de buena cultura. En sus viajes por el Alto Perú conoció, sin duda, lo mismo que en Paraguay, algunos cronistas e historiadores de Indias (no sus personas, sino sus libros...) y, por último, consta, por sus transcripciones, que no dejó de consultar el conjunto de documentos que todavía hoy, afortunadamente, se conservan en el Archivo Nacional de Asunción. Comparado con otros historiadores o cronistas de Indias hay que separarlo totalmente de ellos por algunas razones. En primer término por ser nativo de América y no de España; en segundo término por abarcar, en su mirada y relato, una parte del continente que no tiene la amplitud ni la riqueza de hechos que tienen otras tierras, como México, Nueva Granada o Perú. Es, como algunos de ellos, un testigo presencial, de vista, que puede ser considerado, en todo momento, irrecusable. En algunos instantes se nota, como dijimos, que leyó documentos hoy desaparecidos, del archivo de Asunción, que se hallaban en la Municipalidad o andaban entre familias. Es indudable que, tanto en Asunción como en el Alto Perú, consultó algunos cronistas que hablaban del descubrimiento del Río de la Plata y de otros acontecimientos que él no pudo conocer. En todo lo restante, es testimonio de tradición directa o de presencia. Asimismo comete errores de fechas y lugares que la falta de memoria justifica y hace comprensibles. Lo mismo ocurrió a su colega, el presbítero Martín del Barco Centenera. No podemos compararlos, ni a uno ni a otro, con otro colega de Chile, español, nativo de Madrid y de padres navarros, Alonso de Ercilla y Zúñiga, que, en su Araucana, se revela como un gran poeta, de los mejores de su siglo y de su lengua, y como un inventor de discursos que atribuye a los indios para no dirigirlos él mismo a los reyes de España16. Díaz de Guzmán es un cronista mediocre, si lo parangonamos con los que forman el gran mundo de los historiadores de Indias, y de primera calidad si no lo alejamos de su Paraguay y del Río de la Plata. En este último sentido, su consulta se hace insustituible, tanto para confirmar lo que dicen los documentos de los archivos, como para completar lo que ellos no dicen. Por ejemplo, su testimonio es precioso, por no decir decisivo, cuando afirma que Juan de Garay, a quien él conoció, era un hidalgo vizcaíno. El carácter de vizcaína que atribuye a Garay viene a confirmar lo que dijeron otros cronistas que lo presentaron como vasco y no burgalés, según parecen decir dos documentos en que se le declara natural de Villalba de Losa, en la provincia de Burgos, próxima a Orduña, donde, indudablemente, nació17. En fin y en síntesis: Díaz de Guzmán merece conocerse por ser la voz de un semimestizo, hijo de un español y de una mestiza, que relató la historia de la conquista del Río de la Plata y del Paraguay, con su abuelo como uno de los principales protagonistas y con él mismo como uno de los partiquines de ese gran drama que fue El Paraíso de Mahoma, según unos, y el infierno de los odios, según otros. Su historia, por fortuna, no se ha perdido a pesar de vivir manuscrita durante largos años, como ocurrió con otra historia que debió ser notable: la del Padre Juan Pastor, jesuita, hombre de talento y de erudición. La obra de Pastor la leyeron no pocos estudiosos de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. En los párrafos que se han salvado, por trascripciones de otros historiadores, se descubren hechos de suma importancia, como la fundación de Buenos Aires por obra de don Pedro de Mendoza18. Tal vez, desgraciadamente, nunca encontraremos esta obra completa.
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INTRODUCCIÓN Si comenzáramos este estudio preliminar al estilo de los viejos cánones clásicos españoles, deberíamos iniciarlo con las siguientes palabras, que indican, desde un comienzo, el significado de lo que contiene esta edición de la Primera Parte de la Crónica del Perú: "Amigo lector, tienes ante ti uno de los libros más originales, más importantes que sobre las Indias Occidentales se han escrito en toda la historia de la literatura historiográfica española, obra de uno de los autores más singulares, fecundo, inteligente, observador, incansable y prolífico. " Y así es, en efecto. No sin razón se ha titulado, y todos lo repetimos, que Pedro Cieza de León, joven extremeño de conocida familia, es el Príncipe de los Cronistas de Indias, título merecidísimo por la calidad de sus escritos, la amplitud de los temas que abarca, por la sistemática ordenación de los materiales informativos que comprende, por el fluido, vívido, jugoso estilo con que están redactados, y por la brevedad del tiempo en que fueron compuestos. Pero no adelantemos juicios, que serán expuestos más adelante, al ritmo del conocimiento de la biografía de Cieza y el análisis de su obra. Basten por el momento las palabras dichas, como introducción ante los lectores del estudio que sigue. Una de las singularidades de esta obra -cuya Primera parte se edita en el presente libro- es que siendo sin duda la más antigua que se escribe de un modo minucioso y sistemático sobre los acontecimientos del Perú -y de la Nueva Granada, y de las costumbres, por primera vez descritas, de los indios y de su historia-, sólo se conoció durante siglos lo que ahora damos a luz (después de muchas ediciones, desde el siglo XVI), quedando ignorado, oculto, perdido, aprovechado o plagiado el resto, hasta casi nuestros propios días. ¿Qué significa esta peculiaridad, triste peculiaridad? Pues que por los avatares, que se indican posteriormente, Cieza pierde su primacía, que ocupan otros, con menos documentación, con menos valores, dejando a nuestro autor como un simple iniciador de una somera -pero noticiosa- Primera parte de una obra que (al menos en opinión del público lector) se creyó nunca terminada. 0 ni siquiera redactada. La noticia que el propio Cieza da, como veremos más adelante, del plan de su obra, y la afirmación de que lo tenía todo terminado, o casi, produjo durante los siglos siguientes la curiosidad de bibliógrafos, historiadores y -finalmente- de peruanistas y americanistas. Desfilaron en la galería de los que dieron información sobre Cieza, copiaron manuscritos suyos, los editaron o intentaron su biografía, Nicolás Antonio, Antonio de León Pinelo, Markham, Prescott, Jiménez de la Espada, Loredo, Porras Barrenechea, Santisteban Ochoa, Esteve Barba, Maticorena y Aranibar1. Gracias a estos esfuerzos podemos hoy conocer íntegramente la obra de Pedro Cieza de León, pues aunque no haya aparecido todavía, cuando esto se escribe, la edición que prepara el P. Carmelo Sáenz de Santamaría (maestro en estas lides), es evidente que hoy lo sabemos casi todo sobre el autor extremeño, y que podemos ofrecer al conocimiento general su biografía y la noticia de su obra total. Quedarán, como siempre, los futuros estudios eruditos, las valoraciones sobre la información histórica que sus libros ofrecen, la exégesis de su estilo y de las fuentes en que bebió, así como el análisis de su personalidad. Todo ello, naturalmente, intenta hacerlo en este estudio preliminar sobre la Primera parte de la Crónica del Perú, dejando el análisis más profundo sobre lo que significa su obra para el conocimiento del mundo incaico -que fue sin duda el primero que ofreció una visión de conjunto- a la edición, que preparamos también, de la Segunda parte, más conocida por el título que le dieron algunos de sus editores de Señorío de los Incas. Queda, por el momento, fuera de nuestras intenciones editoriales el llegar hasta la tercera y cuarta partes, con los varios libros de esta última, cuyos títulos, sin embargo, daremos al lector en este estudio.
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INTRODUCCIÓN El proceso de descubrimiento, conquista y colonización del Nuevo Mundo generó tantos y tan profundos cambios en las sociedades europeas y americanas que, evidentemente, su simple enumeración requeriría más páginas de las que disponemos. Desde el punto de vista científico-literario --que es el que aquí interesa--, la principal consecuencia del contacto de hispanos e indios consistió en la aparición de la crónica de Indias, un género literario a caballo entre la historia, los relatos de viajes y la etnografía. Elocuentes testigos de las andanzas de los castellanos por las tierras americanas, las crónicas de Indias surgen por decenas a lo largo y ancho del vasto imperio español; pero serán las procedentes del virreinato de la Nueva España --levantado, como bien sabe el lector, sobre las ruinas de Estado aztecatl-- las más atractivas e interesantes. La historiografía la colonial novohispana presenta una serie de rasgos que no se encuentran en otras zonas sometidas al yugo europeo. La crítica contemporánea ha hecho hincapié en el valor científico de las obras redactadas por misioneros y funcionarios, verdaderos pioneros de la ciencia antropológica1. Sin embargo, lo expuesto no debe valorarse en exceso, pues todo fenómeno colonial implica el desarrollo de la etnología. Lo verdaderamente característico y peculiar de las historias y relaciones mexicanas reside en que una considerable parte de las mismas se debe a la pluma de indígenas o mestizos. El viejo axioma de que la historia la escriben los vencedores no se cumple totalmente en México, ya que los habitantes de la altiplanicie nos legaron sus dolorosas impresiones sobre lo que se ha dado en llama el trauma de la Conquista. Ahora bien, la aportación nativa al arte de Clío no se limitó a la descripción --magistralmente estudiada por León-Portilla2-- de los dramáticos acontecimientos de 1521, puesto que los autores indios también abordaron el pasado precortesiano. Las ingenuas y crédulas crónicas indígenas no alcanzaron la sofisticación metodológica o la rigurosidad científica que caracteriza a los escritos españoles, mas está fuera de discusión que nuestros conocimientos sobre el antiguo Anahuac serían mucho más limitados sin su contribución. La pujanza y vitalidad de la historiografía indo-mestiza-mexicana se realza si comparamos sus frutos con los procedentes de otras áreas mexicanas. ¿Por qué no se dio este florecimiento literario entre los mayas, los incas o los tarascos, etnias cuyo nivel cultural era similar al de los nahua de México? Dejando a un lado la respuesta simplista --se redactaron, pero han desaparecido--, esta apasionante pregunta sólo se puede contestar atendiendo a dos factores exclusivos del proceso histórico del Anahuac: la compleja situación política del período prehispánico y la actividad misional de la Orden Franciscana. Si se ignoran dichos elementos, resulta imposible calibrar en sus justas dimensiones la obra de Ixtlilxochitl, quien, dicho sea de paso, no es más que el primus inter pares de los cronistas nahua.
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INTRODUCCIÓN A Alvar Núñez Cabeza de Vaca, principal protagonista y autor de los Naufragios, tal vez le cuadre mejor la denominación de el andarín de América, no solamente porque gracias a él se tienen las primeras noticias sobre las regiones meridionales del actual territorio de los Estados Unidos, sino también la gesta por sobrevivir, la adaptación al suelo y a las gentes, a través de las polvorientas y resecas tierras de Texas y Nuevo México, y en el que el andar, el caminar, hacia el occidente, hacia la esperanza, era la obsesión vital que les mantenía en pie. Si para la mejor comprensión de los hechos, en cualquier libro, es preciso una, introducción histórica, para entender la razón del por qué de la expedición de Pánfilo de Narváez, del posterior desastre, y de la marcha hacia el Oeste de los cuatro supervivientes, es preciso hacer un marco del mundo histórico-geográfico en que se mueve el autor, Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Antecedentes histórico-geográficos Colón, desde que en 1492 arribó a las Antillas, dejó abierta la creencia de que se había llegado a las puertas del continente asiático, y la reafirmó en su tercer viaje de 1498 al continente; entonces, ante la realidad física de esas tierras desconocidas reverdece sus viejos conocimientos bíblicos-tolemaicos, y así piensa que el Orinoco es uno de los siete ríos que descienden del Paraíso perdido por nuestros primeros padres. Esta fe ciega de Colón en sus conocimientos medievales, en total contradicción con los ideales renacentistas del momento, planteará por muchos años una tremenda contradicción, que se verá por una parte, en la nomenclatura oficial impuesta por el Descubridor y su secuela burocrática; y en la realidad auténtica, que día a día, se va abriendo paso. Porque todo hay que decirlo: el éxito colombino es tan grande, las noticias que el marino genovés ha propalado son tan carismáticas, que se comprende que la fiebre descubridora que anidaba en el litoral meridional andaluz vuelva a cobrar impulso y rompa uno de los puntos más destacados de las Capitulaciones de Santa Fe: la cláusula del monopolio colombino a las Indias. Lo cierto fue que hasta los sastres se hicieron descubridores, según aseveró el propio Almirante; tras un tercer viaje, las costas americanas comenzaron a ser descubiertas, palmo a palmo, y con una finalidad: descubrir el estrecho. Efectivamente, si se encontraban en tierras asiáticas, había que hallar el paso, ese estrecho de Sumatra, ese estrecho que daría acceso a la India. Lo cierto es que el Estrecho será el gran móvil de todos los marinos españoles, hasta Magallanes. Porque una cosa estaba clara: bien aceptando la asiatización colombina, bien aceptando la realidad de la Tierra Firme americana, había que encontrar un paso hacia el Mar del Sur, que posteriormente descubriría Vasco Núñez de Balboa. La primera etapa de esa búsqueda del Estrecho se realiza a todo lo largo y ancho de lo que hoy conocemos como el Golfo de México y Mar Caribe. Se inicia por las costas del Sur, por las costas venezolanas, y así, Alonso de Ojeda, El Caballero de la Virgen, como le denominará Blasco Ibáñez en su postrera novela, acompañado por el gran marino y cartógrafo Juan de la Cosa, recorrerá las costas de Paria, y al ver en el Golfo de Maracaibo las construcciones palafíticas de los indígenas, la llamará Venezuela (pequeña Venecia), nombre que ha conservado hasta el presente. Un año después, en 1500, el legendario Vicente Yáñez Pinzón descubrirá el Amazonas, el mar dulce que creyó ser el río Ganges. Toda esta costa sería conocida minuciosamente por una serie de viajes organizados por Alonso Niño, Diego de Lepe y el notario de Triana, Rodrigo de Bastidas. El reconocimiento de la costa de América Central la inició Colón en su cuarto viaje y último en 1502, explorando las costas de Veragua y Costa Rica, Nicaragua y Honduras, sin encontrar el Estrecho. Como consecuencia del segundo viaje de Alonso de Ojeda, aparece en escena la figura infortunada de Vasco Núñez de Balboa, que logrará en 1513, adentrarse en las aguas del Mar del Sur y tomar posesión de él, para los reyes de Castilla. La noticia del descubrimiento de este mar era trascendente para arrumbar las teorías asiáticas del Almirante, ya que a partir de este momento se sabe experimentalmente que los españoles no se encontraban en las proximidades de Cipango (Japón), pues existía un Océano tras la Tierra Firme. La otra jamba del seno mexicano se descubre gracias a Francisco Hernández de Córdoba, enviado al rescate de esclavos por Velázquez, desde Cuba. Arribará a las costas de Yucatán en 1517, pero atacado por los indios, será muerto en la refriega. Diego de Velázquez, conquistador y gobernador de Cuba, insistirá en las tareas descubridoras, enviando a Juan de Grijalva en 1518, que recorrerá el litoral, desde la isla de Cozumel, cabo Catoche, hasta San Juan de Ulúa, y Pánuco. A través de su periplo, tomó buena cuenta de un imperio indígena organizado (los aztecas), cosa que no había ocurrido hasta entonces. Tras estos viajes descubridores del Imperio de Tenochtitlán, le había llegado la hora a Hernán Cortés de conquistarlo (1518-1521), abriendo inmensas posibilidades a la expansión y planteando nuevos enigmas geográficos de cómo sería la configuración de las nuevas tierras. Ya estamos, pues, en los umbrales de la acción que nos interesa. Por un lado, las conquistas de Cortés han llegado hasta la región del Pánuco, que va a ser considerado por la Corona como límite septentrional del Virreinato que surgirá de la conquista cortesiana; por otro lado, tenemos el conocimiento de la isla de la Florida, descubierta por Ponce de León desde Puerto Rico, y que descubrió en 1512, por haber arribado a ella en Pascua. En su segunda expedición de 1521 busca la fabulosa Bimini, y sus fuentes, cuyas aguas devolvían la juventud. No las encuentra y será malherido por los indígenas, obligándole a reembarcar para la Habana, donde muere. Tenemos, pues, dos referencias: el Pánuco y la Península de Florida, y a ellas se ajustarán las autoridades del Consejo de Indias, cuando decidan atender nuevas solicitudes de expansión y de conquista. Pero la realidad es que se sabía de este territorio bien poco, realmente. En 1519, fijémonos en las fechas, es decir, antes de la conquista de México, y coincidiendo con el descubrimiento del litoral mexicano, el gobernador de Jamaica, Francisco de Garay, envió con una flotilla a Alonso de Pineda para que buscase un estrecho que diera paso al Mar del Sur, del que se tenía noticia desde hacía tan sólo seis años. Se cree --el viaje está poco estudiado-- que recorrió la costa desde la Península de Florida hasta Tampico, en México. Lo más notable de este periplo es el descubrimiento posible del Mississippí, que él denominó río del Espíritu Santo. Francisco de Garay, tal vez alentado por las noticias que le llegaban a Jamaica de los éxitos de Hernán Cortés en el Anahuac, logró que el Emperador Carlos I le concediese en 1523 la colonización de estos territorios. Personalmente tornó el mando, pero en vez de dirigirse a cualquier otro punto de su inmensa jurisdicción, sospechosamente fue a dirigirse e instalarse en las proximidades del río Pánuco. Pero la presencia de los hombres de Cortés, que estaban instalados desde los umbrales de la conquista de México, y que consideraban ese territorio como propio, hizo desistir a Garay, obligándole a reembarcar, en dirección a Jamaica. El no intentar hacer efectiva la colonización en otro lugar del territorio a él asignado nos hace pensar que Francisco de Garay pensaba aprovecharse de la acción de Cortés. Esto hoy está fuera de toda duda1. Hay otras expediciones españolas, relacionadas con la busca del suspirado paso entre uno y otro mar, que vienen a dar más interés al famoso Padrón Real, que los mareantes de la Casa de Contratación sevillana iban rellenando, conforme les llegaban noticias de nuevos descubrimientos. Así, el oidor de la Audiencia de Santo Domingo, Lucas Vázquez de Ayllón --el que interviniera cerca de Velázquez y Cortés-- mandó al piloto Gordillo en 1521 en busca del Estrecho, recorriendo las costas de la actual Carolina del Sur. En 1526, tras Capitulaciones con el Emperador Carlos, logra Vázquez de Ayllón autorización para la busca del paso a lo largo de 800 leguas más al norte de donde había llegado Gordillo. Toma personalmente el mando de la expedición, toca el cabo Fear y funda la colonia de San Miguel, que fracasará por muerte del oidor, a pesar de que sus pobladores resistirán hasta 1536, en que deciden abandonarla. Por otra parte, el piloto Esteban Gómez, igualmente con autorización imperial para la busca del paso que comunicará los Océanos, recorre en 1526 costas desde Labrador hasta el cabo Cod, explorando las desembocaduras de los ríos Conneticut, Hudson y Delaware. Finalmente, Pánfilo de Narváez logra del Emperador unas Capitulaciones por las que se le autoriza a conquistar y colonizar el inmenso territorio que se extiende desde el Pánuco en la Nueva España hasta la Península de Florida. Nos encontramos, pues, ante el hombre que va a mandar la desgraciada expedición que hará famosa con su relato Alvar Núñez Cabeza de Vaca.
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El descubrimiento de un Nuevo Mundo por parte de la monarquía española se incorporó a la misma imagen de esa monarquía: lo mismo que en el arco triunfal para la entrada del emperador Carlos V en Milán en 1541, a los pies de la figura ecuestre del emperador se representaba un indio americano además de un moro y un turco, también Santiago pudo ser mataindios y no sólo matamoros en alguna ocasión. Pero a pesar de la sincronía de imágenes que se produjo a veces a uno y otro lado del Atlántico, el arte iberoamericano tuvo su propio ritmo.El arte del período colonial distó mucho de ser una unidad compacta y cerrada. Al igual que el arte español de la época, presenta variedades regionales notables. Si durante el siglo XVI la producción artística se movió en el marco de unos planteamientos comunes, el Barroco aparece como una suma de opciones en las que van apareciendo, bajo un común denominador estilístico, numerosos rasgos autóctonos. El arte se hace más introvertido y convierte lo foráneo, mediante la repetición y modificación, en algo propio. Se desarrolla así un virtuosismo de lo vernáculo que genera diferencias notables, a veces con acentos mestizos, entre los distintos centros artísticos. Queremos decir con esto que en América el Barroco no es él arte de una periferia en dependencia de un centro, sino el resultado de una doble resonancia en la que también se produce este mismo fenómeno y contradicciones entre los centros principales y las soluciones periféricas. De ahí su gran atractivo como fenómeno en el que cristalizan unas formas particulares de transmisión de técnicas y formas, de migración de repertorios, de adaptación y remodelación.Con independencia de estos componentes autóctonos, el arte iberoamericano no puede ser comprendido desvinculado del proceso artístico occidental de estos siglos. Lo que se plantea es un proceso oscilante de aproximación y alejamiento, la imitación y la confrontación, con respecto a la normatividad de los diferentes sistemas artísticos o, para usar un término convencional, de los estilos. La relación o distancia con los modelos, la búsqueda de un modelo propio o la interpretación de los foráneos produjo un inagotable efecto de sístole y diástole marcado por la vida, la historia, la sociedad y el medio americano.
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En un ejemplo del "Blanquerna" de Ramón Llull se cuenta que un peregrino llegó a una iglesia en la que se custodiaba un crucifijo "muy grande de bulto y noblemente entallado". Ante la sorpresa del sacristán, el visitante comenzó a apedrear la imagen y, al inquirirle este último sobre las razones que le movían a deshonrar la figura que representaba a Cristo, respondió: "Señor, costumbre era en los tiempos pasados que las gentes adoraran ídolos, y los moros y los judíos reprenden a nuestros cristianos porque adoramos las imágenes. Y por cuanto imagen entallada y de bulto es más propincua y cercana en figura de ídolo que imagen plana, por tanto, para significar que las imágenes planas son más a propósito y convenientes que las de bulto, he tomado yo la costumbre como destruya todas las imágenes entalladas que están sobre los altares semejantes a ídolos...". Es evidente que la postura adoptada por Llull en este ejemplo, sintoniza más con cierto rigorismo próximo a postulados iconoclastas que con el lenguaje propio de su época: el gótico. Contemporáneamente, otros adoptaron también posturas firmes y contrapuestas frente a apartados como el iconográfico.Fue discutida, en particular, la plasmación del Crucificado con cuatro o tres clavos. Para Diego García Campos y Nicolás de Tuy (ambos hombres de Iglesia y relacionados con la monarquía castellana, el segundo afincado en León), la Crucifixión canónica era la románica que presentaba a Cristo clavado en la cruz con cuatro clavos. Su opinión no fue compartida ni por los cátaros (que al parecer se mostraron decididamente a favor de la cruz de tres brazos y de los tres clavos, pero con el fin de minar la fe de los creyentes), ni por un cliente artístico de la categoría de Alfonso X el Sabio.Este último, a quien se reconoce no sólo animador sino también supervisor de una empresa tan ambiciosa en el campo iconográfico como la ilustración de las "Cantigas", parece estar totalmente a favor de esta novedad, pues todos los crucifijos que figuran en ellas (Cantigas IX, XXX, L, LIX, CXIII, etc.) responden al nuevo modelo.Frente a esta clara apuesta a favor de la modernidad, que en la misma obra se hace patente a través de una "Virgen de la Humildad" (Cantiga CLX) o de otra tipo "Elousa" (Cantiga XVIII), la imagen sempiterna de María con el Niño que preside la práctica totalidad del códice, responde a un modelo de éxito extraordinario en Castilla-Navarra-Rioja-País Vasco, desde mediados del siglo XIII, pero en la línea del de María trono de Dios románico.Estoy poniendo de relieve lo que sin duda pueden considerarse contradicciones iconográficas y esta realidad, perfectamente explicable desde el punto de vista devocional, o en base al éxito de ciertas tipologías que perviven más allá de sus límites normales, permite calibrar la riqueza y heterogeneidad del hecho artístico y, particularmente, lo que supuso su transformación desde el románico hacia el gótico, que hoy vemos nítida pero que estuvo sembrada de tensiones y oposiciones en su proceso.Tradicionalmente, para subrayar las diferencias entre el románico y el gótico, se recurre a los contactos detectables en el campo arquitectónico o en las artes figurativas. Sin embargo, el ámbito iconográfico es también revelador, porque pone de manifiesto cambios profundos en la mentalidad de los hombres que son los que acaban incidiendo en el campo de las formas. Aunque ciertos aspectos del mismo han sido superados, un trabajo como el realizado por Millard Meiss sobre la pintura en Siena y Florencia tras el azote de la Peste Negra (Painting in Florence and Siena after the Black Death) es paradigmático de lo que apuntamos.Precisamente en las páginas que siguen vamos a tratar de precisar los particularismos del denominado arte gótico, desde sus orígenes hasta 1348, año en que la Peste Negra asola Europa, y que supone también la culminación de una crisis que se ha ido gestando en algunas zonas desde finales del siglo XIII. El margen cronológico en el que vamos a movemos abarca unos doscientos años y atenderemos fundamentalmente al desarrollo artístico de la Europa occidental. Aunque es cierto que el gótico también está presente en lugares alejados como la isla de Rodas, es obvio que se trata de núcleos marginales que tienen exclusivo valor testimonial y por tanto van a quedar excluidos de nuestro discurso.Sin embargo, antes de iniciar este periplo, es conveniente determinar el origen, historia y validez de un término que nace en el siglo XVI con claras connotaciones peyorativas, pero del que los historiadores nos continuamos sirviendo confirmando así su vigencia. Fue Vasari (1511-1574) en su "Vite dei piú eccellenti Architetti...", quien utilizó por primera vez este apelativo para calificar al arte de los pueblos bárbaros: "Questa maniera fu trovata dai goti..", afirma en un párrafo donde arremete contra la arquitectura con bóvedas de ojivas, adornada abusivamente con flechas y hojas, en clara contraposición con su ideal arquitectónico renacentista.
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La oportunidad de lo que sigue se justificaría con sólo pensar que en nuestro paisaje artístico, la huella de Roma sigue siendo indeleble, y su legado monumental y artístico uño de los más importantes de cuantos jalonan la rica trayectoria de nuestra Historia del Arte. Es la idea que vívidamente expresa, refiriéndose a Andalucía, Marguerite Yourcenar: "Por todas partes, sobre el mapa y sobre el suelo de la actual Andalucía, afloran las ciudades, los caminos, los acueductos, los puertos, los monumentos de la España tranquila, superpoblada, próspera, que entregaba a Roma su cuero, su carne salada, su alfalfa y los lingotes de sus minas" (en "L'Andalousie ou Les Hespérides"). Pero además de ser uno de los legados artísticos más importantes, es de los peor comprendidos, de donde la necesidad de una reflexión reposada sobre algunos de sus problemas de enfoque básicos. En Roma casi todo es mayúsculo y, transcurridos dos milenios, todavía no ha encontrado competidores que se le puedan parangonar como símbolo de vigor, de fuerza o de calidad en las creaciones artísticas, sobre todo en el campo de la arquitectura y la ingeniería. Pero también los problemas alcanzan, en mucho de lo que atañe a Roma, dimensiones enormes, a la escala de la impresionante magnitud de los fenómenos de toda índole -política, económica, sociológica, cultural- que bulleron en el seno del Imperio Romano. La inclusión de Hispania en su vasta y complejísima estructura es un acontecimiento capital de nuestra Historia, de toda nuestra Historia, desencadenante de una larga serie de consecuencias que componen lo que, en conjunto, se entiende por romanización. Así se alude al complejo fenómeno por el que Hispania fue modificando sus antiguas culturas por el contundente efecto aculturador, homogeneizador de Roma, uno de cuyos resultados principales fue la imposición paulatina del latín como lengua casi exclusiva de los habitantes de Hispania. Pero las aportaciones romanas convivieron largo tiempo, siempre en muchas cosas, con las no romanas, y no siempre fue una convivencia paralela, sino también entrecruzada, en la que las unas influían en las otras, en ambas direcciones, con el resultado de formas culturales híbridas -en el arte, en el derecho, en las fórmulas de organización institucionales, en la tecnología, en la religión, etc. - de gran complejidad e interés. El enriquecimiento de las culturas hispanas fue enorme, y el progreso de muchas de ellas, decisivo para su incorporación a las fórmulas de organización cultural desarrolladas propias de la vida urbana, que Roma impulsó extraordinariamente en todas partes y, sobre todo, con un impulso nuevo, que se hacía imprescindible, en aquellas regiones que permanecían apartadas de la civilización, de la civitas -la ciudad-, en su más estricto sentido. Era el caso de buena parte de la Hispania interior y atlántica. Pero también Roma enriqueció su acervo propio por el contacto con las culturas que fueron integrándose al Imperio. Paradigmático fue el caso de Grecia, en cuya civilización cimentó Roma sus posibilidades y capacidades de convertirse en un Imperio universal, al hacer de sí misma, en un prodigioso proceso de aprendizaje, de puesta al día, la primera potencia helenística del Mediterráneo. También la conquista de Hispania fue para Roma una importante fuente de enriquecimiento, no sólo por lo que le reportaron sus abundantes recursos naturales, o por lo que supuso de extraordinaria experiencia la ampliación del Imperio a un territorio tan lejano y culturalmente tan complejo y heterogéneo; el enriquecimiento -decía- llegó, además, por todo lo que civilizaciones de vieja solera, que arrancan con la mitificada Tartessos, podían aportar a Roma al cabo de una larguísima experiencia de vida urbana, de vieja politeia, como ensalzaba Estrabón al referirse a los refinados pueblos del Mediodía español. Las culturas ibéricas, enriquecidas por la secular presencia en Hispania de fenicios, griegos y cartagineses, se presentaban ante Roma con un cúmulo de experiencias económicas, políticas, artísticas y, en una palabra, culturales, que influyeron decisivamente en lo que habría de ser Roma en el futuro. No se trata de hacer aquí un panegírico al viejo estilo chauvinista de lo que España dio al Imperio romano, empezando la lista del legado por la nómina de emperadores u hombres de letras que nacieron en las provincias hispanas. Si se trata de contemplar los fenómenos de aculturación en ambos sentidos cuando las evidencias así lo exijan, y calibrar los cambios en su verdadera magnitud y dirección, lo que constituye una de las empresas abordadas con más ahínco en la investigación de los últimos años. No hace falta decir que las nacionalidades, reimpulsadas al amparo del actual ordenamiento constitucional, han sido un acicate al estudio de los fenómenos de romanización y de indigenismo desde nuevas perspectivas. No siempre correctas, dicho sea de paso. El hecho es que los fenómenos de romanización, de hibridismos, de perduración, son ingredientes principales, a contemplar cada uno en su justa medida, de los procesos culturales de gran trascendencia que tuvieron lugar en la Hispania romana. Y son fenómenos que tienen en el arte un reflejo principal, así como una vía de análisis de primer orden. De ahí el interés de contemplar el arte en toda su complejidad, sin simplismos que enmascaren una realidad mucho más rica y atractiva cuando es vista con sus múltiples facetas. Es en este sentido en el que el arte de la Hispania romana se presenta como un problema no resuelto, o no del todo resuelto -como sería mejor decir-, ya que la investigación última está subrayando aspectos novedosos antes no advertidos y soluciones en la línea que se sugiere, pero haciendo ver también lo mucho que queda por recorrer en la nueva consideración que el arte hispanorromano merece o exige. Es significativa de su complejidad la inicial dificultad terminológica que se presenta ante una denominación como la de arte hispanorromano o arte de la Hispania romana. Porque por tal pueden y suelen entenderse cosas muy distintas. ¿Es el arte puramente romano trasladado a Hispania como consecuencia de la conquista? ¿Es el arte que se produce en Hispania en tiempos de la dominación romana, aunque tenga poco o nada que ver con lo estrictamente romano? ¿Es el arte romano con claras señas de identidad como tal, pero con cualidades específicas como consecuencia de su producción en esta extrema provincia del Imperio, con los condicionantes que ello pudo suponer? ¿Es el arte híbrido manado de la fusión de tendencias hispanas y romanas? A veces no se explicita la pertenencia a cada una de éstas y de otras posibles corrientes, y se yuxtaponen en una consideración global que se presta a una lectura confusa del conjunto. Conviene aclarar en cada caso qué raíces alimentan ésta o aquella producción artística y por qué razones, sin confusiones que enturbien la visión correcta de los fenómenos culturales y artísticos. Algo diré de cada una de estas corrientes, con especial atención a los fenómenos artísticos que denuncian fusión cultural, o particularización de lo romano como consecuencia de las posibilidades que Hispania proporcionaba, y de la particular interpretación que podía hacerse del arte romano a partir de las tradiciones locales.
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El primer contacto con un arte tan lejano como el indio debe tener muy en cuenta aquellos aspectos geográficos, históricos y culturales que funcionan como factores estéticos. De ahí que esta introducción trate, aunque resumidamente, tres condicionantes fundamentales del arte indio: La integración en la naturaleza es una actitud generalizada en el mundo indio; mientras el hombre occidental adopta una postura de desafío o de superación de la naturaleza (la tecnología es un gran cebo), el indio no sólo respetará la naturaleza, sino que se integrará en ella tratando de adaptarse al orden universal, en el que el hombre no es más que un tipo de reencarnación del sistema de purificación kármica. El 80 por 100 de la población india vive en el campo y gracias a la convivencia con la naturaleza ofrece una verdadera comunicación humana, atractiva y evidente para el occidental que pisa tierra india. Cuando mira la morada de sus dioses no levanta los ojos al cielo sino, mucho más alto todavía, a los picos de nieve perpetua del Himalaya que parecen flotar sobre las nubes. En India las montañas son sagradas, pero además constituyen un lugar idóneo para resguardarse de la lluvia y el calor que dominan gran parte del año. La transformación de la naturaleza en arte se materializa cuando observamos su tradición arquitectónica; el indio excava sus templos en las montañas estructurando el espacio con una visión cósmica (comparable al microcosmos románico) y adecuándolo a las necesidades rituales de sus dioses y a las suyas propias (también similares a los deambulatorios y girolas de las iglesias de peregrinación occidentales). Pero lo que es más importante, hace de la naturaleza no sólo su morada sino la de sus dioses, y nunca desafía las leyes naturales ni las supera a base de cúpulas perfectas o altísimos rascacielos, sino que se integra en ella, convive con ella, la adora en sí misma y sólo se atreve a humanizarla con una decoración escultórica exuberante que hace de la arquitectura escultura. La iconografía también depende en gran manera de esta transformación de la naturaleza en arte; primero, porque los ríos y los árboles son sagrados y potencian la fertilidad física y espiritual como divinidades (Ganga, Jamuna, Krishna...) ayudados por los nagas (genios serpientes) y yakshas (genios terrenales); después, porque con su agudo espíritu de observación el artista indio hace de la naturaleza una fuente inagotable de símbolos sacros: el sol, Surya; la luna, Shandra; el fuego, Agni; la lluvia, Indra; etc.; pero, fundamentalmente, porque utiliza formas corrientes en la naturaleza como elefantes, palmeras, frutas o flores para establecer un sistema especial de anatomía que configura una etnia divina, imperecedera e inmutable a los ojos y modas humanas. Este idealismo conceptual culmina con el arte Gupta, que evidenciará cómo la concepción y plasmación intelectual de una imagen se hace con y en la naturaleza. El clima monzónico explica la actitud cíclica con la que la mentalidad india analiza todo, desde sus etapas históricas hasta la ley kármica de las reencarnaciones; el ciclo monzónico funciona como un factor tan favorable como desfavorable, pues cada año es ansiado, temido y bendito por el hombre indio, al que somete a un cambio constante de actitud: desde creerse el hermano de los dioses mimado por la naturaleza hasta su más mísero esclavo. Este cambio constante de actitud humana produce una lógica sensualidad, que en el arte se traduce en una fuerte tensión estética, que nos presentará, incluso en un mismo período artístico, diversidad de estilos, desde el místico al irónico, del naturalismo a la abstracción o del idealismo al realismo. El factor geográfico es el principal condicionante estético y la actitud del hombre indio ante la naturaleza influye poderosamente en su arte, pero también un breve recorrido por su historia esclarece algunas características artísticas como la preferencia por determinados materiales o colores, o las misceláneas estilísticas y rituales, que dependen en gran medida del entrecruce racial y cultural que acontece en India desde el origen de su civilización.
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El siglo XVII es el siglo del Barroco, concepto que responde no sólo a un estilo artístico sino también a la definición cultural de una época, que se extendió en líneas generales hasta los años centrales de la siguiente centuria.Tras el período de duda y desintegración vivido por el mundo europeo con motivo de la Reforma protestante, en los últimos años del siglo XVI surgieron unos nuevos planteamientos ideológicos que crearon la necesidad de una renovada cultura que sirviera como instrumento integrador y, sobre todo, que ofreciera al hombre un fundamento seguro de existencia. Una existencia que había sufrido profundos cambios al desaparecer el concepto renacentista de universo único y armonioso y ser sustituido por un pluralismo manifestado tanto en el orden religioso como en el político, económico y filosófico. Esta situación, que proporcionaba en potencia diversas corrientes alternativas de elección, generó en el hombre una conciencia comparativa que alteró sus relaciones con los poderes establecidos. Por vez primera la opinión pública despertó interés en las autoridades religiosas y civiles, que comprometieron a la cultura, especialmente al arte, en la defensa de sus intereses y en su propósito de influir en las posibilidades electivas del hombre de la época. La comunicación y la persuasión fueron exigidas a las formas barrocas para actuar sobre el ánimo de las gentes, con el fin de hacer triunfar la renovación contrarreformista católica y de consolidar el poder de las monarquías absolutas, pues ambos estamentos fueron los principales impulsores del nuevo lenguaje artístico. El Barroco nació, por consiguiente, aceptando la diversidad de pensamientos, actitudes y necesidades expresivas, lo que justifica la pluralidad de tendencias que lo configuran, las cuales no hacen más que confirmar la propia esencia plural de la época.Para Argan el Barroco fue una revolución cultural en nombre de la ideología católica. Efectivamente fue la Iglesia de Roma quien determinó el nacimiento del nuevo arte, que dejó de ser objeto de contemplación desinteresada para convertirse en un medio de propaganda al servicio de la causa católica. El compromiso exigido al arte queda claramente expresado en el acta de la sesión XXV del Concilio de Trento, en la que se recoge el deseo de la Iglesia de que el artista, con las imágenes y pinturas, no sólo "instruya y confirme al pueblo recordándole los artículos de la fe", sino que además le mueva a la gratitud ante el milagro y beneficios recibidos, ofreciéndole el ejemplo a seguir y, sobre todo, "excitándole a adorar y aun a amar a Dios". Para cumplir esta misión el arte debía poseer fuerza de atracción sobre los sentidos y poder de penetración en el espíritu, es decir, debía ser seductor y didáctico para así mostrar el camino de la salvación. Pero ese camino tenía que ser seguido por todos, no sólo por los elegidos o los más preparados, por lo que el arte generó a lo largo del siglo fórmulas expresivas que, adecuándose a las necesidades de cada momento, llegaran a todos los niveles de la sociedad. Valores como la claridad y la conmoción primero, y el asombro y el deslumbramiento después, fueron utilizados en el transcurrir de la centuria para dar respuesta a las exigencias de la Iglesia católica. Además, este carácter propagandístico del arte fue también empleado por el absolutismo monárquico para consolidar el poder centralista y unificador del Estado y para reafirmar la indiscutibilidad del soberano, ya que su autoridad dimanaba de Dios.La cultura del XVII, y por consiguiente el arte, fue como dice Maravall una cultura dirigida -que buscaba la comunicación-, masiva -de amplia apertura hacia el pueblo- y conservadora -destinada a defender el orden tradicional-.Lógicamente el arte italiano fue el que dio la respuesta inicial a estos nuevos planteamientos ideológicos, ya que su condición de principal escuela creadora de la etapa anterior y su vinculación histórica y geográfica al Papado, le convertían en el más preparado e idóneo receptor estético de las exigencias contrarreformista. En la arquitectura, la función y las necesidades del culto adquirieron un papel predominante en la definición del espacio interior de los edificios religiosos, mientras que las fachadas, concebidas con gran libertad formal y dinamismo, se convertían en auténticos carteles propagandísticos destinados a atraer al fiel. Asimismo el deseo de convertir a Roma en el símbolo del triunfo de la Iglesia católica, originó un nuevo concepto de urbanismo que consideró la ciudad como un todo unificado, ordenado mediante un planteamiento orgánico basado en la experiencia y no en enunciados teóricos, como había sucedido en el Renacimiento. La reforma de la Ciudad Eterna impulsada por el Papa Sixto V (1585-1590) y los arquitectos Bernini, Borromini y Pietro de Cortona fueron los principales artífices de la renovada y simbólica imagen de Roma, lo que la convirtió también en el foco creador de la nueva concepción arquitectónica y urbanística del Barroco.En el campo de la pintura, Caravaggio y los Carracci definieron, en torno a 1600, el lenguaje deseado por la iglesia contrarreformista para transmitir su mensaje doctrinal: Caravaggio exaltando lo individual y aproximándose a lo cotidiano, para llegar al alma a través de los sentidos, y los Carracci aunando idea y naturaleza para lograr el acercamiento tras la meditación. Las dos tendencias, naturalismo y clasicismo, tenían como principal finalidad atraer al fiel hacia la única y auténtica fe. Sin embargo, en los años treinta la Iglesia comenzó a sentirse victoriosa y segura frente a la amenaza anterior de la Reforma protestante y solicitó de la pintura la expresión de su triunfo y de su alegría. El barroco decorativo, definido plenamente también en Roma a partir de la obra de Pietro de Cortona, surgió por consiguiente como consecuencia de esta nueva exigencia del mundo religioso, formulando el lenguaje efectista y grandilocuente que imperó en la segunda mitad del siglo.Y finalmente, desde el punto de vista escultórico, el máximo creador fue Bernini, quien, partiendo de idénticas intenciones, creó un magnífico estilo plástico, lleno de fuerza expresiva y elegancia, a medio camino entre lo conceptual y lo real.Así nació y se desarrolló el arte barroco en Italia, manteniendo su vigencia hasta bien entrado el siglo XVIII, tanto en dicha escuela como en el resto del continente europeo, en el que los distintos países recibieron al nuevo estilo con distinto grado de aceptación, adaptándole a sus respectivas situaciones nacionales. Francia escogió de él sus aspectos más clásicos y racionales para realzar la pujanza económica de su sociedad e incrementar el prestigio de la institución monárquica. Flandes, de la mano de Rubens, encontró en él la posibilidad de exaltar tanto el poder político como el religioso. La protestante Holanda vio en su acercamiento a la realidad concreta un camino para reflejar su forma de vida burguesa. La zona centroeuropea, alejada durante buena parte del siglo XVII de la creación artística como consecuencia de los conflictos bélicos y los problemas económicos, le utilizó, aunque tardíamente, para expresar con extraordinaria intensidad sus sentimientos religiosos. En Inglaterra, al carecer de sectores ideológicos dominantes, dedicó escasa atención a las fórmulas barrocas, que vieron muy mermada su presencia a causa de la fuerza de la tradición y del aislamiento del país.
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Con la palabra Cinquecento, abreviatura de los años que en lengua italiana comienzan por mille e cinquecento, los historiadores de la cultura vienen denominando el segundo ciclo del movimiento que ha tomado por nombre el Renacimiento, es decir el siglo XVI, como ha quedado consagrado la de Quattrocento, los años numerados desde mille e quattrocento hasta 1500, para el arte y la cultura, exclusivamente italiana, del siglo XV. Y ello desde que ha sido aceptado que el Renacimiento, menos extenso que la dilatada época del arte producido en Europa desde finales de la Edad Media hasta comienzos del siglo XIX, es el arte italiano del siglo XV y el del siglo XVI que se desarrolló no sólo en Italia sino en los demás países de Europa. Un tiempo se dividió el Renacimiento del siglo XVI o Cinquecento en Alto y Bajo Renacimiento tomando de Vasari la cesura que advertía en el legado artístico de Miguel Angel y la decadencia que le siguió, pero esta partición ha sido rechazada desde que tal presunta decadencia ha llegado a ser reivindicada como un verdadero estilo, el Manierismo, opuesto y continuador a la vez del Clasicismo activo en los comienzos del siglo, pero formalmente anticlásico, por lo cual es Renacimiento el arte clasicista italiano de las dos primeras décadas del Cinquecento, pero no lo es, pese a que coincida con él en regiones y creadores, el del resto de la centuria que se expresó en lenguaje manierista. Este último puede definirse en dos etapas, que aquí denominaremos Protomanierismo y Manierismo maduro, este último extendido a lo largo de la segunda mitad del XVI que en sus finales conocería una reacción, la Contramaniera, antesala del arte posterior o Barroco. Quede, pues, constancia de que en el panorama que se pretende desarrollar en estas páginas, el Cinquecento italiano, comprenderá el Renacimiento clasicista, el primer Manierismo y el Manierismo tardío hasta 1600. La más evidente diferencia que define al Cinquecento respecto al primer Renacimiento quattrocentista es la nueva visión del mundo y también del hombre, como ya Burckhardt dejó establecido. No sólo por la nueva dimensión que el descubrimiento de América por un italiano al servicio de España proporcionó a Europa, sino también por la más estrecha relación entre los países y el trasvase de las ideas y de los artistas. La fragmentación que en el siglo XVI aún presentaban los numerosos Estados italianos, entre los que Florencia llevó la iniciativa en la renovación del lenguaje gótico aún presente en muchos de ellos y su sustitución por una vuelta o renacer de las pautas clásicas del mundo antiguo hasta convertirlas en su ropaje exclusivo, se vio considerablemente reducida desde 1500. El panorama político tendió a simplificarse, pese a que no cesaron los conflictos entre las ciudades estados, al englobarse unos en los territorios de sus vecinos, pero aún más por la intervención de otros Estados exteriores a la Península italiana como Francia, España y el Imperio de los Habsburgos y también por la nueva dimensión de la Iglesia gracias a la política de los Papas que, ya repuesta de la traumática fractura del largo Cisma de Occidente, reclamó un mayor poder temporal extendiendo los límites de los Estados Pontificios y dio a Roma un papel primordial y una nueva edad de oro. Es notorio que a partir de entonces quedarán oscurecidas ciudades como Padua, que pudo brillar con Donatello y con Mantegna en el Quattrocento, o la Urbino de los Montefeltro, aunque de ésta proceden artistas señeros como Bramante o Rafael que, sin embargo, emigraron hacia otras latitudes, y parecida suerte tocó a Rimini, a Turín, Perusa o Pienza. Si bien no dejó de ser cuna de los más significados creadores del Renacimiento clasicista como Leonardo o Miguel Angel, al ser éstos atraídos por otras demandas, perdió Florencia el papel avanzado que le dieron las generaciones que tanto la prestigiaron en el Quattrocento, que pasó a manos de la Roma de Julio II. Pero no dejó de ser crisol importante en la génesis del propio clasicismo, pese al agitado período que siguió a la muerte de Lorenzo el Magnífico y la reinstauración de la república, y en el surgimiento del primer Manierismo, poco tiempo después de que los Médicis recobraran el poder en 1512 y de que dos sucesivos pontífices de la dinastía medicea, León X y Clemente VII, rigieran los destinos de la Iglesia. Aunque hubo de admitir la tutela de Francia y del Imperio carolino, con la anexión de Siena desde 1555, volvió a contar con destacado impulso con la capitalidad del gran ducado de Toscana, regido por Cosme I de Médicis que se tituló gran duque desde 1569. Por otro lado, Lombardía ofrece paralelo declive a pesar de que, bajo el dominio de Ludovico Sforza, que tanto embelleció Milán y Pavía y tuvo a su servicio nada menos que a Leonardo y a Bramante, se adelantó a Florencia y a Roma en la gestación del Clasicismo quinientista. Pero la llegada de los franceses en 1499 y el final del mecenazgo de los Sforzas truncó ese brote de adivinación creadora, que sólo recuperó parcialmente, tras su inclusión en los dominios imperiales de Carlos V desde 1526, ya avanzada la segunda mitad del siglo. Y lo mismo puede comentarse de los reinos de Nápoles y Sicilia que, tras la pugna con Francia, también quedaron bajo el cetro carolino desde 1526. La que no sucumbió al dominio exterior y permaneció como potencia con la que hubieron de contar tanto el Imperio como el Papado, fue Venecia, a pesar de que su dominio naval sobre el Mediterráneo quedó fuertemente recortado por el imperio otomano desde la conquista de Constantinopla, y que el descubrimiento de las Indias y del continente americano hiciera pasar a manos españolas y portuguesas las nuevas rutas mercantiles. No obstante los duques venecianos pudieron conservar como territorios propios no sólo buena parte del nordeste de Italia, sino la costa de Istria y Dalmacia, el Peloponeso y Creta, y sostener con el imperio turco relaciones mercantiles. Por su parte, Liguria, cuya capital Génova había forjado asimismo en el intercambio marítimo no despreciable papel político y bancario, no dejó de contar en el plano europeo, cierto tiempo bajo la égida francesa, para pactar después de 1528 con el Imperio de los Austrias. Entre Venecia y Génova subsistieron algunos de los pequeños estados que tutelaban los Gonzaga y los Este, que proporcionaron a Mantua, Ferrara y Módena prosperidad no menor a la alcanzada en el siglo anterior, sobresaliendo ahora Parma con una llamativa escuela pictórica.