A principios de siglo la industria española era muy débil. En cierta manera, más que a una industria como hoy la entendemos debemos referirnos a la artesanía en la mayor parte de los casos. Efectivamente, aunque los gremios desaparecieron definitivamente por el R.D. 2-XII-1836, aun existe una gran cantidad de maestros y aprendices de taller que subsisten en la contabilidad socio-profesional. En las ciudades y pueblos españoles existían actividades industriales, con frecuencia más próximas a la artesanía que a la actividad fabril, como los curtidos, cerámica, corcho, harinas, conservas, aceite, jabón, vinícolas, etc. Además, especialmente desde 1825, se fue desarrollando una industria moderna, en la que se destacaron el textil y la metalurgia en las que nos vamos a detener, sin que faltaran casos de nuevas fábricas en otros sectores como el alimenticio, químico o papel. Como veremos, la industria del siglo XIX se regionaliza en la periferia norte, con intentos en la periferia del sur que fracasan a medio plazo. Los índices de producción industrial que han elaborado A. Carreras y L. Prados nos orientan hacia un lento crecimiento industrial (superior al conjunto de la renta nacional), desde 1830, que permite duplicar la producción en torno a 1860 y triplicarla, con referencia a 1830, en 1890. Como la industria inglesa o la francesa tuvieron comportamientos similares, pero partiendo de niveles muy superiores, la diferencia subsistía proporcionalmente aunque aumentaba en números absolutos. En la Europa industrial del siglo XIX "había que correr a toda velocidad para seguir en el mismo sitio: España, evidentemente, no corrió lo bastante" (Tortella, 1994). La Guerra de la Independencia y la pérdida de las Colonias (1810-24) supuso un colapso de la industria española. Vino a agravarlo la coyuntura general depresiva y el hundimiento de los precios. A partir de 1827 se inicia una leve mejoría, sobre todo en la industria textil catalana, gracias al proteccionismo, a una nueva generación de empresarios y a la mecanización. Se puede hablar -según Nadal- del comienzo de la revolución industrial en España, muy incipiente aún, a partir de 1832 con la adopción de la energía del vapor por la industria de consumo más representativa (textil), así como de los procedimientos siderúrgicos modernos: el alto horno para la primera fusión y el cubilote para la segunda. La reconstrucción de la industria española se sitúa entre los años 1832 y 1855. Aumenta la actividad en todos los sectores y aparece una auténtica mentalidad industrial. Entre 1856 y 1881 se da el paso decisivo del equipamiento industrial. La llegada de capitales extranjeros hacia el ferrocarril y la minería también estimulan la industria. Gracias a estos capitales la industria inicia un proceso de concentración típico del capitalismo industrial.
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Junto a la industria tradicional y al "putting-out system" de la industria textil hay que contar con una tercera forma de organización industrial. Por su especial contextura, actividades que alcanzaron un gran desarrollo como la minería, la siderurgia o la construcción naval exigían concentraciones de capital y mano de obra. Fueron éstos, prácticamente, los únicos sectores en los que avanzó la industria concentrada de tipo capitalista. A mediados del siglo XVI, por ejemplo, los astilleros de Venecia concentraban más de 2.300 trabajadores. Por las mismas fechas, en las minas de alumbre (utilizado corno apresto en la industria textil) de la Tolfa, en las cercanías de Roma, trabajaban más de 700 obreros. Se trata de sectores que se desarrollaron al compás de las exigencias del gran comercio internacional o de la demanda estatal condicionada por la guerra. Especial atención merece el despertar del sector minero. La minería de la plata en Centroeuropa (Alemania, Bohemia, Tirol) ocupa un cierto lugar en este fenómeno, aunque no logró satisfacer la creciente demanda de la economía monetaria. La fortuna de los Fugger, poderosa familia de banqueros alemanes del XVI, se vio potenciada mediante la explotación de minas de plata. La minería del hierro obtuvo también un gran desarrollo. La producción europea de este metal se estima en 100.000 toneladas en 1525. La fabricación de cañones de bronce estimuló la extracción de cobre en Tirol, Turingia y Hungría. También proliferó la minería del carbón, aunque con técnicas menos avanzadas y menores concentraciones de mano de obra. La minería contempló la aplicación de novedosos avances técnicos que contribuyeron a su perfeccionamiento, tales como los hornos de tiro forzado para la producción de hierro (A. Tenenti). En España, este tipo de actividades concentradas cobraron especialmente impulso en el País Vasco, lugar de florecimiento de la construcción naval y la fabricación de armas. También en las atarazanas de Barcelona o Sevilla se llevaba a cabo la construcción de barcos. La minería se desarrolló a lo largo del siglo en lugares como Almadén, que proporcionaba mercurio para la amalgama de la plata en América, y Mazarrón, punto productor de alumbre para la industria pañera.
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La industria más significativa de todo el Medievo fue, sin duda ninguna, la textil. En los siglos finales de la Edad Media se benefició de una importante novedad técnica, la rueda de hilar. Dicho instrumento ya era conocido en la segunda mitad del siglo XIII, pero su uso sólo se propagó en el transcurso del XIV, por más que su implantación definitiva no tuviera lugar hasta la decimoquinta centuria. De todas formas el mapa textil europeo experimentó en la época que nos ocupa algunas variaciones importantes con respecto al de periodos anteriores. Tradicionalmente se ha venido hablando de un retroceso de la industria textil de Flandes. Sería el precio que pagó aquella región tanto por el estallido de la guerra de los Cien Años como por el cierre de las importaciones de lana procedente de Inglaterra. En cualquier caso es preciso ser muy cautos a la hora de contemplar lo ocurrido en la producción flamenca de tejidos a fines del Medievo. Ciertamente puede hablarse de retroceso, en lo que a la fabricación de tejidos se refiere, en algunas ciudades del sur de Flandes, casos de Saint-Omer, Ypres, Douai, Arras o Lille. Estas urbes intentaron hacer frente a las dificultades poniendo trabas crecientes a la producción textil de los núcleos rurales y, en general, fomentando las medidas monopolísticas. Pero el éxito, ciertamente, no las acompañó. Ahora bien, no es menos cierto que, al mismo tiempo, otros centros fabriles que hasta aquella época apenas habían destacado conocieron, a partir del siglo XIV, un notable progreso. De todas formas lo más significativo, siempre pensando en lo acontecido en los siglos finales de la Edad Media, fue el auge de la pañería de territorios vecinos de Flandes, como el Hainaut, Lieja, Brabante u Holanda. Así se explica que desde finales del siglo XIV comenzaran a adquirir relieve en el comercio internacional, entre otros, los paños de Amsterdam, Leyden, Harlem y Rotterdam, todos los cuales suponían una novedad. Si pasamos de Flandes a otras regiones europeas que contaban desde el pasado con una producción de tejidos significativa encontraremos un panorama muy diversificado. Italia, en términos generales, conoció en los siglos XIV y XV una expansión de la pañería, mas no sin notables altibajos. Recordemos lo sucedido en Florencia. A mediados de la centuria, según el testimonio del cronista Villani, salían de los talleres florentinos entre 70.000 y 80.000 piezas anuales, pero en los años de la revuelta de los "ciompi", debido a numerosos factores, entre los cuales el clima de agitación en que vivió la ciudad del Arno, la producción era inferior a las 24.000 piezas. La respuesta de Florencia, en el siglo XV, fue la dedicación preferente a la fabricación de tejidos de más calidad, de forma que su mayor precio pudo compensar sobradamente el descenso del número de piezas producidas. En Francia, por el contrario, las cosas no fueron tan bien. La guerra de los Cien Años afectó de manera negativa a la pañería francesa, aunque no es menos cierto que desde mediados del siglo XIV ya se anuncia una indiscutible recuperación en la producción textil de regiones como Normandía, Champagne o el Languedoc, sobresaliendo entre todas la pañería de Toulouse. Por lo que respecta a las tierras imperiales la ciudad más pujante en el capitulo de la producción textil era, sin discusión, Friburgo. Un testimonio de la época, que hay que tomar, no obstante, con sumo cuidado, señalaba que casi la mitad de los habitantes de Friburgo trabajaban a mediados del siglo XV en la pañería. También era importante la fabricación de paños en ciudades como Nuremberg o Augsburgo. No obstante, lo más significativo de la industria textil europea de los siglos XIV y XV fue la incorporación de nuevos focos productivos. El más importante de todos lo constituye Inglaterra. Desde su vieja posición de potencia exportadora de lana Inglaterra se convirtió, en un periodo de tiempo relativamente breve, en un país productor de tejidos. El proceso se inició a fines del siglo XIII, en tiempos del monarca Eduardo I. Al objeto de disponer de materia prima abundante, Inglaterra no sólo dejó de exportar lana a Flandes, sino que incrementó la ganadería ovina. Al mismo tiempo fueron llamados artesanos flamencos, que se desplazaron a Inglaterra para poner en marcha la pañería de aquel país. Lo cierto es que en la segunda mitad del siglo XIV los paños ingleses eran ya muy estimados en toda Europa. Hubo, ciertamente, un estancamiento de las exportaciones en los inicios del siglo XV, a causa de los conflictos internacionales, pero la pañería inglesa salió pronto del bache. Por lo demás la producción textil de Inglaterra, que supo adaptarse con gran rapidez a las novedades técnicas, se caracterizaba por su gran dispersión geográfica. Los principales centros productores eran, al filo del año 1400, Bristol, Salisbury y Winchester. También data de estos siglos los inicios de la pañería en tierras catalanas. Las más antiguas ordenanzas conocidas que tengan relación con la producción textil son las de los trabajadores de la lana de la ciudad de Barcelona, fechadas en el año 1308. Unos años después ya habían adquirido justa fama los "paños negros" de Perpiñán, pero también los tejidos de Tarrasa, Barcelona, Puigcerda o Vic. Por lo demás, pronto comenzó Cataluña a exportar tejidos, básicamente en dirección al norte de África y hacia las islas del Mediterráneo, es decir, hacia las áreas por donde discurría su expansión política. En cambio la Corona de Castilla, gran productora de lanas, en su mayor parte exportadas, no consiguió despegar como potencia textil. Sin duda, en el siglo XV había núcleos de cierta solidez en lo que a la pañería se refiere. Tales eran, por ejemplo, los casos de Toledo, Cuenca, Segovia, Murcia o Úbeda, ciudades en donde se fabricaban tejidos para el consumo local. Pero en lo esencial Castilla era, en el siglo XV, importadora de tejidos. La materia prima más importante en las manufactures textiles era la lana. Pero también se trabajaban otras material, particularmente el algodón, el lino, el cáñamo y la seda. El algodón procedía de Oriente o del norte de África, pero también se cultivaba a fines de la Edad Media en algunas regiones del sur de Europa. El trabajo con el algodón se localizaba preferentemente en Italia, con centros de tanto relieve como Cremona, Pisa o la misma Florencia. Un género que alcanzó gran popularidad en la época fue el fustán, mezcla de algodón y de lana. No obstante, en la decimoquinta centuria la industria algodonera estaba comenzando a prosperar en otras regiones, ante todo en el mundo germánico. Por lo que al lino se refiere los núcleos que más sobresalían se hallaban en los Países Bajos, Flandes o Brabante. En el Imperio el lino se trabajaba en ciudades como Augsburgo, Ulm o Constanza. Paralelamente experimentó un bajón la lencería francesa, si bien la producción de Reims siguió gozando de gran predicamento. La industria del cáñamo se localizaba en primer lugar en regiones occidentales de Francia, como Normandía, Bretaña o el Poitou. La industria de la seda, por su parte, conoció un notable auge, debido al consumo creciente de paños de esa materia por parte de los sectores aristocráticos. El principal centro productor de tejidos de seda seguía siendo la localidad italiana de Lucca, pero la industria penetró asimismo en otras ciudades, como Florencia, Siena, Génova, Venecia o Milán. Para corroborar la importancia que llegó a alcanzar la sedería es suficiente con que recordemos el papel que tenía el "Arte de la seda" en Florencia, con más de 80 talleres a mediados del siglo XIV. Por lo demás los tejidos de seda proporcionaban, según todos los indicios, beneficios muy altos, sin duda superiores a los de la lana. Los datos publicados por R. de Roover, a propósito de la familia Médici, ponen de relieve cómo, a mediados del siglo XV, la tienda de sedas les daba unos beneficios del 16 por 100 anual, en tanto que la de lana sólo proporcionaba un 6 por 100. También había importantes centros sederos en tierras hispanas, principalmente en Valencia, en zona cristiana, y en Granada, en territorio musulmán.
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El sector al que correspondió el mayor protagonismo dentro de la industria europea moderna fue, sin lugar a dudas, el textil. Ello no representaba, en realidad, novedad alguna, pues la industria medieval se desarrolló precisamente en función primordialmente de la fabricación de tejidos. El vestido, al tiempo que una necesidad inmediata, resulta expresión visual de distinción social, aún más que la decoración de la vivienda. Por ello la industria textil creció a expensas tanto de la necesidad como del lujo. Los grandes centros de producción eran en el siglo XVI, en buena medida, idénticos o parecidos a los de siglos anteriores. Había varias áreas que condensaban el mayor número de talleres y artesanos. El norte de Italia, en primer lugar, constituía una zona de amplia implantación tanto de la producción de paños de lana como de la de tejidos de seda. Las oligarquías nobiliarias urbanas de ciudades como Florencia o Milán fundamentaron su poder económico en la producción y comercialización de textiles. A estos centros se añadieron otros, como Bérgamo, Brescia, Pavía o Como. En conjunto, el peso de la fabricación de paños y telas en la composición de la población activa industrial norteitaliana fue abrumador. En Florencia, por ejemplo, el Arte della lana "ocupa una treintena de miles de personas de la ciudad y las afueras. Compra la lana bruta que viene de Puglia, Castilla, Borgoña o Champagne, y la hace lavar, cardar, y peinar en los lavaderos y talleres del Arte con utensilios fabricados en Lombardia. Los Médicis, por ejemplo, cuya expansión se ha observado en la segunda mitad del silo XV, tienen sus propios talleres, donde sus obreros trabajan sometidos a una severa disciplina, vigilados por los encargados y según horarios regulados por el sonido de la campana" (B. Bennassar). La ciudad del Arno disponía a principios del siglo XVI de capacidad suficiente para producir más de 2.000 piezas de paño anuales, el equivalente a unos 80.000 metros de tejido. En el sur de Italia, Nápoles constituía también un centro importante de producción e hilado de seda, junto a Catanzaro. Sin embargo, la fabricación de tejidos se efectuaba en las ciudades del Norte (Florencia, Venecia, Génova, Milán), a cuyos talleres la seda napolitana o calabresa era remitida para su confección definitiva. La industria textil italiana atravesó por momentos de dificultades a raíz de las guerras de Italia, aunque más tarde se recobró en parte. Otro gran centro de producción pañera fue Flandes. Aquí, la materia prima utilizada era, principalmente, la lana de oveja merina procedente de Castilla, excelente para la fabricación de telas ligeras. La unión de ambos países bajo la Monarquía de Carlos V favoreció aún más las posibilidades de un comercio regular de exportación e importación de lana. Junto a la pañería, en Flandes floreció también una industrial textil artística de primera calidad como la tapicería. Los bellos tapices flamencos con representaciones de escenas bíblicas, mitológicas o históricas adornaron ricamente las paredes de los grandes palacios de la época. En tercer lugar, Inglaterra fue también un foco de potente desarrollo textil, fundado en la industria pañera. Durante el siglo XVI esta industria, ya floreciente en el siglo XV en el este del país (Norfolk, Essex, Kent), se extendió hacia el oeste (Gloucester, Somerset). La demanda de materia prima para la pañería inglesa potenció la cría de la oveja hasta el punto de provocar serías transformaciones en las estructuras de la producción agropecuaria. De forma un tanto más tardía se empleó también lana española. La industria textil inglesa se benefició de la emigración de multitud de tejedores flamencos protestantes refugiados tras la revuelta de los Países Bajos. Inglaterra recibió una mano de obra cualificada que resultó de gran utilidad para el desarrollo de su pañería. La situación de Inglaterra en el mercado internacional de textiles mejoró también como consecuencia de los problemas derivados de la guerra en los Países Bajos y de la decadencia de la industria italiana. Estos tres fueron los principales focos de desarrollo textil, pero, junto a ellos, existieron otros focos secundarios. En el oeste de Francia floreció una industria de exportación de telas de lino y cáñamo (los famosos ruanes y bretañas), que convivió con otra industria más orientada al consumo interno en regiones como Champagne, Picardía y Borgoña. Por su parte, en Tours y Lyon se desarrolló una industria sedera de considerable magnitud, que ocupó a varios miles de obreros y obtuvo la protección real. También en el sur de Alemania alcanzó la fabricación de tejidos un cierto desarrollo, especialmente por lo que respecta a los fustanes de Augsburgo, Ulm, Ratisbona y Nuremberg. En España se localiza otro foco secundario de producción textil. Las ciudades castellanas como Segovia, Cuenca, Palencia y Ávila desarrollaron una industria de paños de lana, aunque ésta atravesó por grandes dificultades derivadas de la orientación exportadora de la producción de materia prima lanera y de su falta de competitividad frente a las confecciones extranjeras. En la segunda mitad del siglo la pañería castellana se hallaba en franca decadencia. La industria de la seda, de tradición morisca, se desarrolló en Granada (principal zona productora de materia prima), Toledo, Valencia y Sevilla. Fueron las manufacturas textiles (las más importantes por el número de productores, por el volumen y valor de la producción y por su papel en el comercio internacional) las que alumbraron nuevas formas de organización industrial en la Europa del XVI. Como se ha visto, el monopolio local de las corporaciones de artesanos representaba un control estrecho de la industria urbana, al servicio de una producción de calidad que excluía la presencia de una verdadera empresa capitalista. Sin embargo, se ha podido comprobar que en el norte de Italia la producción textil se organizó en ocasiones de forma distinta, en grandes talleres que concentraban a un buen número de obreros bajo el control de poderosos empresarios. Los cambios más novedosos, sin embargo, derivaron de la aparición de una industria rural que se desarrolló fuera de los límites de control de los gremios urbanos y que superaba, por tanto, los marcos corporativos. Surgió una clase de mercader-fabricante interesado en los negocios de exportación de textiles que ideó formas de abaratar la producción y de romper los límites impuestos por las corporaciones, sacando provecho de la creciente demanda de paños. Estos mercaderes-fabricantes rentabilizaban las posibilidades derivadas del trabajo en el ámbito rural. Los campesinos podían dedicar sus horas libres al trabajo de hilar o tejer. Sus mujeres, y hasta sus hijos menores, podían asimismo ayudar en ello. Obtenían así unos ingresos complementarios que incrementaban el presupuesto familiar. El empresario-comerciante les facilitaba la materia prima y el instrumental necesario y recogía a domicilio los productos elaborados o semi-elaborados para llevarlos a recibir las labores de acabado en la ciudad. A este sistema se le conoce como "domestic-system" o "putting-out". Esta forma de organización industrial se desarrolló en Flandes, sirviendo como alternativa a la decadencia de la actividad textil en ciudades como Gante, Brujas o Courtrai, pero también floreció en otros ámbitos de la Europa industrial. Las fluctuaciones del mercado internacional y los grandes riesgos derivados de la elasticidad de la demanda la hacían más rentable que la creación de grandes empresas centralizadas, que exigían fuertes inversiones y gastos de mantenimiento y que podían fácilmente quebrar debido a un cambio de ubicación de los centros gravitatorios del comercio internacional (Lis-Soly).
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Heredera de la organización industrial medieval, la manufactura tradicional tenía en las ciudades su marco por excelencia de desenvolvimiento. Las corporaciones gremiales de artesanos ejercían un estrecho control de esta industria urbana, impidiendo mediante un complicado reglamentismo el desarrollo de la libre iniciativa. Aunque la industria tradicional pudo en un primer momento sostener las exigencias derivadas de la dilatación de la demanda de productos manufacturados, en los inicios de la coyuntura expansiva del XVI, en realidad los gremios representaban una concepción anticapitalista y significaban una rémora para el surgimiento de formas técnicamente más avanzadas de organización productiva. La estructura gremial descansaba sobre varios principios. Uno de ellos era la comunidad de intereses con el poder público estatal y municipal. Éste ejercía respecto de los gremios una actitud de proteccionismo, privilegiándolos mediante el reconocimiento legal del monopolio de producción y comercialización de sus productos. A cambio, las corporaciones de artesanos garantizaban el abastecimiento de manufacturas de calidad y servían de útiles estructuras de recaudación fiscal, defensa armada de las ciudades y encuadramiento de las clases productivas urbanas. En conexión con lo anterior, un segundo principio inherente a la organización gremial era el exclusivismo y la resistencia contra el intrusismo laboral. Las ordenanzas, o reglamentos por los que se regía la actividad de los gremios, prohibían taxativamente el ejercicio de un oficio determinado a todo aquel que no estuviera previamente autorizado por las autoridades de la respectiva corporación. En tercer lugar, las ordenanzas -fiel reflejo en el plano normativo del espíritu gremial- trataban de garantizar la igualdad teórica de los agremiados, al tiempo que de eliminar la competencia facilitando el equitativo acceso al abastecimiento de materias primas, estableciendo cuotas de producción, obstaculizando la libre circulación de la mano de obra subalterna, interviniendo los precios de las mercancías, etcétera. Ello se opone a la libre concurrencia clásica del capitalismo liberal. Los gremios representaban también el inmovilismo técnico. Dentro de un marco minuciosamente reglamentista como el descrito, los tipos de productos y las labores necesarias para su confección eran regulados de tal forma que las únicas diferencias posibles venían determinadas sólo por el mayor o menor grado de pericia de los artesanos. El conocimiento del oficio y los secretos técnicos eran celosamente guardados y transmitidos en el seno de los talleres, en los que primaba una nítida jerarquía laboral articulada en función de tres categorías: maestros, oficiales y aprendices. Los gremios, en suma, determinaban la atomización de la producción industrial, fundándose en la defensa inflexible de los privilegios corporativos y en la estrecha asociación de capital y trabajo. En este sentido, las unidades de producción consistían en pequeños talleres que presentaban una mínima concentración de mano de obra. En ellos no sólo tenían lugar todas las fases de la producción, sino que también unían este aspecto al de la comercialización. No aplicaban, pues, el principio de división técnica del trabajo. El maestro-propietario dirigía la actividad de un normalmente escaso número de oficiales y aprendices y participaba él mismo de forma intensa en la elaboración de las manufacturas. Su capital, asimismo escaso, se reducía comúnmente a la propia tienda-taller y a las tradicionales herramientas que allí se empleaban. Los oficios urbanos encuadrados dentro de la organización gremial eran, principalmente, los relacionados con las manufacturas textiles (pañeros, sederos...), del cuero (zapateros, talabarteros...), de la madera (carpinteros) y el metal (armeros, plateros...). Pero también las industrias alimenticias, como la molinería, la panadería, la pastelería o la fabricación de cerveza se acogían frecuentemente al ámbito urbano. La construcción y los oficios artísticos (tallistas, escultores... ) vivieron un momento de auge al compás de la proliferación de iniciativas para levantar iglesias, palacios y otras grandes obras. La aparición de la imprenta hizo que se abrieran talleres de impresión en las principales ciudades. En fin, la industria urbana se sostenía no sólo sobre la base de la demanda de bienes de primera necesidad como el vestido, el calzado o la vivienda, sino que también alentó a tenor del desarrollo del hijo, las artes y las nuevas técnicas del Renacimiento.
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Como sucede con la producción agraria, la expansión industrial castellana se detiene en las últimas décadas del siglo XVI, según lo testimonian los casos de Segovia, Córdoba y Toledo, cuya producción, además de decrecer en términos cuantitativos -un 50 por ciento a mediados del siglo-, desciende en calidad a fin de adaptarse a las posibilidades de consumo de una población menos próspera. Así, los fabricantes de Segovia y de Palencia se plantean en 1625 producir bayetas en lugar de sus tradicionales y selectos paños. Algo semejante cabe señalar de la industria textil en la Corona de Aragón, pues los centros productores más activos (Zaragoza, Teruel, Albarracín, Barcelona, Sabadell y Tarrasa) decaen a medida que se introduce la pañería francesa, más barata, y se reduce en consecuencia el abastecimiento interior y la exportación de paños a Castilla e Italia. Las causas de esta decadencia industrial, que afecta asimismo a la producción de tejidos de seda, al compás de la crisis en el cultivo de moreras tras la expulsión de los moriscos, son varias: contención del crecimiento agrario, presión fiscal que encarece los artículos de subsistencia de los menestrales repercutiendo en el alza de los salarios, protección del consumidor sobre el productor, conflictos entre los artesanos y los mercaderes hacedores de paños y fuerte inflación de los precios por las manipulaciones monetarias. A estos factores habría que añadir para cada sector industrial otros elementos que condicionarán su desarrollo, como, en el caso de la industria pañera castellana, el alto precio alcanzado por la lana merina en los mercados internacionales, lo cual incentivaba su exportación. La propia organización industrial coadyuvó también a la crisis productiva del sector. Los gremios, que en el siglo XVI habían mantenido un alto nivel de producción y de calidad, pasarán a convertirse en la centuria siguiente en una rémora para el desarrollo normal de la industria: demasiado cerrados a las nuevas técnicas y a las necesidades del mercado, no pudieron hacer frente a la competencia exterior. Por otra parte, el desarrollo industrial al margen de los gremios no logró cuajar en Castilla por completo, como sí ocurrió en Europa, donde la ruptura corporativa se realizó a través del "putting-out system", es decir, mediante la distribución del trabajo industrial por un mercader-fabricante que posteriormente comercializa el producto. Con todo, no se debe olvidar algo fundamental, que el capital comercial controlaba el proceso productivo y en los momentos de crisis económica sus poseedores lo transferían hacia actividades más rentables. En Cataluña, por el contrario, el proceso de reorganización industrial es más parecido al europeo, pues aquí los empresarios gremiales de la lana recurrieron a la mano de obra rural ya desde la primera mitad de la centuria, tendencia que a partir de 1683 parece estar consolidada. A finales del siglo XVII, la Corona acomete un serio esfuerzo para incentivar el desarrollo industrial del país, siguiendo las directrices apuntadas, entre otros, por el duque de Villahermosa, quien en 1676 plantea al monarca la necesidad de proteger el consumo de las manufacturas para que puedan establecerse en la Península maestros ingleses y holandeses, a los que se deben conceder también privilegios especiales. Consejos como éste fueron tenidos en cuenta, pues además de otorgar a los artesanos que se instalan en España franquicias en la adquisición de materias primas y en la venta de sus manufacturas, sin tener que abonar los derechos de alcabalas y unos por ciento, en 1683 una Real Cédula prohíbe los embargos de telares, tornos y otros utensilios por deudas civiles. Por si esto fuera poco, en 1677 y en la década de 1680 la legislación aragonesa suprime la incompatibilidad entre la manufactura y la nobleza, medida que también entra en vigor en Castilla con la pragmática de 13 de diciembre de 1682, en la cual se declara que "el mantener ni haber mantenido fábricas no ha sido ni es contra la calidad de la nobleza, inmunidades y prerrogativas con tanto (...) no hayan labrado ni labren ellos por sus propias personas, sino por las de sus menestrales y oficiales". Con o sin ayudas del Estado, lo cierto es que la recuperación industrial comienza a percibirse en determinados sectores. El establecimiento en Castilla entre 1680 y 1691 de diversos artífices, en su mayoría de origen flamenco e italiano, seguidos de franceses y, en menor escala, de ingleses, especializados en la manufactura de géneros textiles y de artículos de lujo, debió de influir en este sentido. Así, en 1680 se establece en San Martín de Valdeiglesias una fábrica de vidrios y cristales, cuya azarosa vida se prolongará hasta finales de la centuria. En Galicia, Adrián Roo y Baltasar Kiel, tras introducir el cultivo de lino, firmemente asentado en 1698, según refiere el embajador veneciano, obtienen un asiento para confeccionar lienzos y manteles, completando con ello su actividad industrial, centrada hasta entonces en la fabricación de jarcias y lonas para la Armada. En Béjar, gracias al interés de los duques, poseedores del lugar, la industria textil lanera se fue lentamente consolidando, sobre todo a raíz de la firma en 1691 de un importante contrato con trabajadores flamencos, que significaría la base de la renovación productiva y tecnológica del siglo XVIII. No obstante, el fomento de estas industrias en Castilla tropezó con un obstáculo insalvable para su desarrollo en la mayoría de los casos: el boicot a que fueron sometidas las manufacturas de estos fabricantes por los mercaderes, interesados en adquirir géneros de fuera más baratos, ya que así obtenían mayores beneficios. Al margen de estos ejemplos, muy ilustrativos del interés de la Corona -y aun de ciertos individuos de la aristocracia- por restablecer las manufacturas nacionales, hay que señalar que la pañería y la sedería lograron recuperarse, más en las regiones periféricas (Cataluña, Valencia y Andalucía) que en las del centro, aunque aquí también se produjo una cierta revitalización. En Segovia, la industria textil lanera, que hasta 1630-1640 mantuvo una actividad discreta, para decaer en los siguientes años -de 300 telares a 50 entre 1650 y 1682-, a finales del siglo XVII experimenta un notable resurgir tanto por lo que respecta al número de telares en funcionamiento como a las piezas de paño fabricadas, si bien es preciso destacar que su calidad no fue ya la misma, pues la producción se orientó hacia los paños más baratos. Y lo que acontece en Segovia sucede en Ávila y en Cuenca, así como en Palencia, donde en 1674 había 246 telares en activo fabricando paños de baja calidad, y en Córdoba, el gran centro lanero de Andalucía, que experimenta grandes fluctuaciones, ya que la recuperación de los años setenta se derrumba en la década siguiente. En cuanto a la industria sedera, localizada en Toledo, Córdoba, Granada, Murcia y Sevilla, las medidas adoptadas para revitalizarla resultaron fallidas. Ciertamente, a finales del siglo XVII aumentaron de nuevo los telares, sobre todo en Toledo, Córdoba y Madrid, debido, sin duda, al establecimiento de artesanos valencianos, catalanes y extranjeros promovido por la Junta de Comercio, pero siempre hubo escasez de materia prima, lo que redundó en perjuicio de la producción e incluso de la calidad, y muchos abandonaron. Por lo que respecta a la Corona de Aragón, la industria de paños de Zaragoza, gracias a algunos maestros catalanes que aportaron sus conocimientos tecnológicos y su experiencia, así como a las medidas proteccionistas impuestas en los años setenta, especialmente contra los géneros fabricados en Francia, consiguió remontar la crisis de comienzos del siglo XVII, lo mismo que las de Teruel y Albarracín, donde se fabricaba una pañería de mayor calidad que la zaragozana. En Cataluña, cuya industria textil lanera había generado un activo comercio de exportación, que se mantenía a comienzos del siglo XVII, empieza a decaer entre 1600 y 1630, pese a que en determinados lugares la fabricación se mantuvo muy activa, en particular en algunos centros secundarios como Reus, Alcover y Valls. La competencia de paños extranjeros (franceses, holandeses e ingleses), más baratos pero de inferior calidad, tuvo su incidencia en el retroceso de esta industria, como así lo representaban los artesanos barceloneses en los años centrales de la centuria. No obstante, aunque hasta 1680 la pañería extranjera seguía ocupando un lugar destacado en el mercado catalán, lo cierto es que a partir de 1660 la industria catalana empieza a readaptarse a las nuevas exigencias de la demanda, fabricándose tejidos ligeros de lana, mezclados con otras fibras, como la seda, el lino, el algodón o el cáñamo, destacando en este sentido las iniciativas de Feliu de la Penya. Mejor fortuna tuvo la industria sedera. Según Asso, en 1679 la fabricación de seda en Zaragoza era una actividad floreciente y competitiva, en cuanto a calidad y precio. La crisis que en este sector industrial se produce en Valencia durante el primer tercio del siglo XVII, en la que incidieron la expulsión de los moriscos, la entrada de géneros extranjeros y la inadaptación de los artesanos a las nuevas modas, no comienza a remontarse hasta la década de 1670. A ello coadyuvaría, por supuesto, la renovación tecnológica, la prohibición de exportar materia prima -este comercio, sin embargo, continuó realizándose, a veces de forma fraudulenta-, la mejor calidad de la producción y los precios más baratos. A su vez, en Cataluña, donde existía una gran tradición sedera, la decadencia de principios de la centuria se mantiene casi estacionaria hasta los años sesenta, para luego superarse gracias a la labor desarrollada por individuos, como Feliu de la Penya, que introducen nuevas técnicas, y por una legislación proteccionista que concedió privilegios a los fabricantes de seda en 1683, de tal modo que en la década de 1690 aumenta y mejora la producción, en muchos casos orientada hacia la exportación. Frente a este panorama, la extracción de mineral de hierro no logra superar en el reinado de Carlos II la prolongada etapa de decadencia que se inicia a comienzos del siglo XVII, asociada con la interrupción del comercio con los Países Bajos durante los años 1621-1659 y la competencia de los hierros europeos, no obstante el aumento de las necesidades militares de la Monarquía, lo que contribuyó, por otra parte, a la ruralización del País Vasco, Santander y Asturias. Lo mismo se observa en la extracción de azogue, cuya producción aumentó en el primer tercio del Seiscientos para luego disminuir, sobre todo después de que los Fugger abandonaran Almadén en 1645. La decadencia de la siderurgia en el País Vasco a finales del siglo XVI se manifiesta en la disminución del número de ferrerías, más acusada a partir de 1658, si bien este descenso, que nunca llegó al extremo de poner en peligro esta industria, debe relacionarse con un reajuste industrial en la región, ya que paralelamente a la desaparición de algunas ferrerías -las menos competitivas- y la introducción de nuevas tecnologías, sobre todo entre 1650 y 1680, se observa un aumento de la producción y una mejor elaboración del hierro, lo cual permite al sector hacer frente a las manufacturas extranjeras, incluso en el mercado americano, de donde había sido desplazado pese a la prohibición de la Corona de exportar a América hierros extranjeros, pues a partir de 1670 el hierro vasco embarcado en Sevilla y Cádiz con destino a las Indias crece progresivamente. Junto a las tradicionales ferrerías hay que mencionar los altos hornos de Liérganes y La Cavada. La puesta en marcha de estas instalaciones, cuyo objetivo era la fabricación de hierro dulce para el servicio de la artillería, se inicia en 1609 con la contratación del empresario Juan Curcio, que no comenzará a trabajar en Liérganes hasta 1622. Los primeros frutos, empero, tendrán lugar entre 1628-1629, al entrar en funcionamiento los primeros altos hornos de la mano del luxemburgués Jorge de Bande, que sustituye al anterior empresario. En 1637 se erigen dos nuevos altos hornos en La Cavada, localidad próxima a Liérganes, ante la creciente demanda militar provocada por la guerra contra Francia y las Provincias Unidas. Por otra parte, en los años 1640-1642 se crea otro alto horno en Corduente (Molina de Aragón), también supervisado por Jorge de Bande, con la finalidad de abastecer de municiones y cañones al ejército de Cataluña. Con todo, estas empresas, que elaboraron un producto de alta calidad y que promovieron otras industrias anejas, comenzaron a declinar en el instante mismo en que las necesidades militares fueron desapareciendo -así sucede, por ejemplo, con la fábrica de Corduente, que deja de funcionar en 1670-, dada la inexistencia, por otra parte, de un mercado civil que absorbiera la producción en tiempo de paz. Otro sector que atravesó varias etapas de progreso y declive, estrechamente vinculado al comercio americano y a la demanda militar, fue el de la construcción naval. Las principales zonas astilleras de la Península (País Vasco, Cataluña, Galicia, Santander y Sevilla, ésta de menor importancia) tuvieron mayor actividad desde que en 1618 la Corona abandonara su anterior política de contratar o embargar buques privados y emprendiera la construcción de los barcos de la Armada mediante asientos. Sin embargo, el desastre de las Dunas, la escasez de recursos financieros de la Monarquía, la quiebra de los asentistas, la destrucción de los astilleros por el enemigo y el elevado coste de los materiales, muchos importados del Báltico, sumieron a esta industria en un profundo declive, aunque continuó construyendo buques de gran calado para la Carrera de Indias y otros de menor envergadura para la actividad corsaria y el comercio de cabotaje. En los últimos años del reinado de Carlos II la industria naval del País Vasco y de Santander, cada vez menos vigorosa, coexiste con la catalana, que empieza a despuntar en torno a 1675-1680 gracias al crecimiento que experimenta el comercio del Principado, si bien en conjunto la marina española muestra una creciente dependencia de los astilleros flamencos, no superada hasta el siglo XVIII.
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La industria no existía únicamente en los países llamados desarrollados. La había también en países coloniales y dependientes, como la India, o en países menos desarrollados. En todo caso, se trataba, fundamentalmente, de productos textiles o alimenticios. Además, existían numerosas industrias familiares y artesanales en zonas atrasadas y rurales. En todo caso, sólo algunos países, los denominados industrializados, contaban con una infraestructura de comunicaciones, comercialización y medios financieros capaces de generar y mantener a gran escala una industria moderna y, por lo general, altamente rentable. Es en estos países donde la agricultura no empleaba la mayoría de la mano de obra (aunque en 1880, salvo en el Reino Unido, los índices de población activa agraria todavía eran muy altos). En los países industrializados, y sólo en ellos, se darán las condiciones para los excepcionales descubrimientos científicos y la aplicación de los mismos a nuevas tecnologías industriales. Por esto, entre otros motivos, cabe utilizar la industria como un criterio de modernidad. En la década de 1880, no podía decirse que ningún país al margen del mundo desarrollado (incluido Japón) fuera industrial o estuviera en vías de ello. Aunque sigue siendo uno de los líderes, el Reino Unido comienza a perder terreno en el progreso industrial (entre 1873 y 1913 su crecimiento anual industrial sólo fue de 1,8 por 100). En cambio, ya son grandes potencias industriales EE.UU. (4,8 por 100 de crecimiento) y Alemania (3,9 por 100). Les siguen Francia y Japón (que ahora se suma a las potencias industriales). Otros países ya citados se pueden situar en este momento entre las naciones industrializadas, aunque con mucha menor envergadura. En el resto de los países occidentales, la industria ocupa un papel importante, si bien todavía la actividad económica preponderante es la agricultura (excepto en algunas zonas de cada país). En Asia y África, pese a que progresa en ellos el colonialismo con el tipo de industria al que hemos hecho referencia, predominan todavía las antiguas estructuras agrarias.
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La segunda revolución industrial fue, ante todo, la revolución del acero y de la electricidad, de las máquinas-herramientas, del sector químico, del automóvil y de los medios de comunicación. Fue el resultado de la coincidencia y acumulación de una serie de circunstancias y factores favorables: a) innovaciones tecnológicas como las ya mencionadas; b) disponibilidad abundante de recursos básicos como carbón, mineral de hierro, saltos de agua y bosques; c) gran dinamismo empresarial; d) efecto acumulado de la extensión desde mediados de siglo de la educación y de la alfabetización; e) formidable expansión de los medios de transporte (ferrocarriles, grandes barcos de vapor, carreteras) y de los tráficos internacionales de mercancías, capital, mano de obra y tecnología; f) cambios en la organización de las empresas (sociedades anónimas, grandes corporaciones, grandes grupos financieros y bancarios, grandes factorías integradas: U.S.Steel Corporation, Krupp, Schneider-Creusot, Cockerill, Ford Motor Company, A.E.G., Siemens, Vickers, etc); g) desarrollo de los mercados domésticos y del comercio internacional, sobre todo entre los propios países desarrollados, favorecido por la estabilidad del sistema monetario internacional tras la aceptación general del patrón oro como valor de reserva, comercio que resistió bien el "retorno al proteccionismo" que se produjo en todas las economías europeas -salvo Gran Bretaña, Holanda, Bélgica y Dinamarca- y en la norteamericana desde 1879-80. A pesar de que entre 1876 y 1914 los países europeos adquirieron unos 17 millones de kilómetros cuadrados, los imperios coloniales tuvieron, en cambio, incidencia menor. La colonización sistemática de Angola y Mozambique por Portugal, realizada precisamente en esta época, o la ocupación de Libia por Italia en 1912, no aliviaron la situación de atraso de las economías italiana y portuguesa. El valor que para las industrias química y eléctrica, motores del desarrollo de Alemania, pudieron tener el Camerún, Tanganika o el África Sudoccidental -territorios adquiridos por aquel país a partir de 1884- resultó literalmente nulo. La India fue, ciertamente, un buen mercado para la industria textil británica y Francia, por su parte, rentabilizó de distintas formas la colonización del norte de África. Pero los gastos que para las economías británica y francesa -los dos mayores imperios coloniales- supusieron el mantenimiento de los ejércitos y de las administraciones imperiales y las inversiones en infraestructuras (caso de la India) probablemente sobrepasaron a los beneficios derivados del control de aquellos mercados y de la explotación de determinadas materias primas de los mismos (y en todo caso, muchas de las colonias -por ejemplo, el Sáhara- eran territorios escasamente poblados y muy pobres). El capital británico prefirió invertir en territorios de colonización anglosajona (Canadá, Australia, Nueva Zelanda) y en economías y mercados que le garantizasen altas tasas de reembolso y una fuerte demanda, como Estados Unidos o Argentina. Europa, Norteamérica e Iberoamérica, esto es, los continentes no colonizados, recibían en 1914 el 70 por 100 del total de las inversiones extranjeras (de las que el 43 por 100 eran británicas, el 20 por 100 francesas y el 13 por 100 alemanas). Para el capital británico, importaban más las rentas de fletes, seguros y depósitos en los bancos londinenses que la inversión en aventuras industriales en, el Imperio. Para la economía francesa- una economía que hasta 1945 siguió siendo mayoritariamente agraria y cuyos sectores más dinámicos como los vinos, el champaña, el turismo, los cosméticos o los automóviles se orientaron desde antes de 1914 al consumo de lujo-, las inversiones exteriores más rentables fueron los ferrocarriles en Rusia, América Latina, España y Portugal, no las colonias, que sólo absorbieron un 10 por 100 del total de la inversión exterior francesa. En 1914, debido a la importancia que en sus economías tenía la venta de equipos industriales, los mejores mercados para los países desarrollados eran los otros países desarrollados. La aportación de las colonias a la renta nacional de los imperios coloniales no fue porcentualmente relevante. Aunque las colonias beneficiaron "decisivamente" a ciertos sectores económicos y a determinadas empresas -que, por otra parte, habrían obtenido probablemente similares beneficios por vía comercial, sin necesidad de conquista militar-, el imperialismo resultó, desde el punto de vista económico, atávico "y falto de objetivos", como observó en 1919 el economista austriaco Joseph Schumpeter, y motivado más por razones militares y de prestigio que por razones económicas. La segunda revolución industrial afectó desigualmente a los distintos países, aunque sus consecuencias se dejaron sentir en todo el mundo. Gran Bretaña, el país de la primera revolución industrial, retenía aún un formidable potencial económico y era, a fines del siglo XIX, el país más desarrollado del planeta. En 1907, la agricultura suponía ya sólo el 7 por 100 del Producto Interior Bruto (frente al 43 por 100 de la industria y el 50 por 100 de los servicios). En 1880, la población urbana representaba el 67,9 por 100 de la población total (41,9 millones en 1901). En 1913, Gran Bretaña, merced a su marina mercante, puertos y astilleros, y a sus exportaciones de tejidos, carbón, acero y maquinaria, seguía liderando el comercio mundial: controlaba el 17 por 100 del total, frente al 15 por 100 de Estados Unidos y el 12 por 100 de Alemania. Era el segundo país productor de carbón (292 millones de toneladas; Estados Unidos, 571; Alemania, 279); el tercero, en acero (8,5 millones de toneladas; Estados Unidos, 34,4; Alemania, 17,6); y ocupaba las primeras posiciones, con Estados Unidos y Alemania, en consumo y producción de electricidad, número de vehículos de motor producidos o matriculados, y en actividad portuaria y densidad ferroviaria por kilómetro cuadrado. La City de Londres era el gran centro financiero del mundo. Entre 1870 y 1913, la economía británica había crecido a la nada desdeñable tasa del 2,2 por 100 anual, a pesar de la desaceleración que sufrió durante la llamada "gran depresión" de 1873 a 1896. Gran Bretaña, sin embargo, no ejercía ya el incuestionable liderazgo industrial del mundo desarrollado como había ocurrido hasta entonces. Fue perdiendo gradualmente posiciones ante Estados Unidos y Alemania. Ello pudo deberse a varias razones: al mismo desarrollo industrial de esos otros países; al desinterés que en adaptarse al cambio mostró una economía que, pese a todo, seguía siendo próspera y competitiva; al creciente trasvase de recursos desde la industria al sector de servicios (mayor que en ningún otro país); a la complacencia y prudente conservadurismo del empresariado y capital británicos que prefirieron las rentas seguras de las industrias tradicionales y de las bolsas, seguros, préstamos e inversión urbana a los riesgos implícitos en las innovaciones tecnológicas y en las aventuras industriales; al fracaso de una educación elitista que prefirió la formación en las humanidades clásicas en Oxford y Cambridge a la preparación técnica y científica; a los propios ideales dominantes entre las clases dirigentes británicas- la respetabilidad social, el club exclusivista, las buenas maneras, la mansión en el campo, el ocio elegante-, demasiado impregnados de valores aristocráticos y de nostalgia por el mundo rural (tal como ejemplificó en forma novelada John Galsworthy en su conocida obra La saga de los Forsyte, cuyo primer volumen se publicó en 1906). En cualquier caso, la irrupción de Alemania (y fuera de Europa, de Estados Unidos) como gran potencia industrial y económica y como centro del pensamiento científico constituyó el hecho más trascendente y de mayores consecuencias de la segunda revolución industrial. También las causas fueron varias: primero, la existencia de formidables yacimientos de carbón en el Ruhr, en el Saar y en Silesia, de yacimientos de hierro en Lorena- ocupada desde 1871- y en la región de Sauerland, y de potasio en Stassfurt-Leopoldshall; segundo, la estrecha relación entre la industria y la banca, en particular de los cuatro bancos D (Deutsche, Dresdener, Diskontogesellschaft y Darmstädter); tercero, la cartelización de la economía, esto es, la tendencia a la unión monopolista de las empresas de un sector (como el Sindicato Westfaliano-Renano del Carbón, la Unión de Acero, I.G. Farben, A.E.G., Siemens-Schuckert, Krupp, Thyssen...); cuarto, la atención de la industria a la investigación científica, notable sobre todo en el sector químico; quinto, la fuerte demanda interna, por lo menos en el caso del acero y del carbón, impulsada por la construcción de ferrocarriles, por el crecimiento de la flota mercante y por el desarrollo de la industria de armamentos (la red ferroviaria alemana creció de 18.876 kilómetros en 1870 a 61.749 en 1914; el tamaño de la flota pasó de 982.000 toneladas en 1870 a 3.000.000 en 1912); sexto, el talento de los nuevos empresarios, como Emil Rathenau, el impulsor de A.E.G. , Werner von Siemens y muchos otros. Pero igualmente decisivos pudieron ser otros dos factores: el fuerte sentimiento nacional alemán, revigorizado tras la unificación del país y la proclamación del Imperio en 1871, después de la victoria sobre Francia en la guerra francoprusiana de 1870; y la ética del trabajo, el sentido de la disciplina laboral, que desde pronto mostraron empresarios, técnicos y trabajadores alemanes (por lo que no sorprende que Max Weber escribiera su conocido estudio sobre La ética protestante y el espíritu del capitalismo en 1901, justo cuando culminaba el formidable despegue industrial alemán). Fuese como fuese, el crecimiento de la economía alemana entre 1870 y 1914 fue extraordinario especialmente en las industrias del acero y del carbón y en los sectores eléctrico y químico, con esa doble característica ya mencionada: grandes concentraciones empresariales y alianza banca-industria. A pesar de las recesiones de 1900 y 1907-8, la economía alemana creció entre 1870 y 1913 a una tasa del 2,9 por 100 anual y el sector industrial, al 3,7 por 100. Entre 1880 y 1910, la producción de acero se multiplicó 25 veces (690.000 toneladas en 1880; 17,6 millones, en 1913); la de carbón pasó de 89 millones de toneladas en 1890, a 279 millones en 1913; la producción de ácido sulfúrico buen exponente del sector químico- creció de 420.000 toneladas en 1890 a 1.727.000 toneladas en 1913; la de electricidad, de 1 a 8 millones de kilovatios-hora entre 1900 y 1913. El valor del comercio exterior alemán se cuadruplicó entre 1870 y 1913. En 1913, Alemania era el segundo país industrial del mundo por detrás de Estados Unidos y por delante de Gran Bretaña. Aunque en 1910-13 el sector primario aún empleaba al 35,1 por 100 de la población activa, un 37,9 por 100 de ésta trabajaba en la industria y un 21,8 por 100 en el sector servicios. La industria representaba, además, el 44,6 por 100 del PIB. Bélgica, que merced a su tradición textil y a sus recursos carboníferos y minerales se había industrializado muy tempranamente, desarrolló, sobre todo desde 1880, una importante industria siderúrgica -la empresa Cockerill, de Lieja, vino a ser una de las principales de Europa-, se especializó en la instalación de tranvías y trenes eléctricos y, a raíz de los trabajos de Ernest Solvay (1838-1922), en la producción de sosa cáustica. El crecimiento del comercio internacional, más la electricidad, impulsaron el desarrollo económico de países previamente no industriales y sin recursos carboníferos, como Holanda, Dinamarca, Suiza, Noruega y Suecia (que tenía, en cambio, grandes reservas de mineral de hierro). Ello dio pie a la industrialización y comercialización de productos alimenticios derivados de la agricultura y ganadería -la mantequilla de Dinamarca, las maderas y el pescado de Noruega y Suecia, la hortifloricultura de Holanda, quesos, leche condensada y chocolates de Suiza-, y a la especialización en sectores nuevos como la electrotecnia (caso de la empresa holandesa Phillips, de Eindhoven) y la industria química y sus múltiples manifestaciones. Suiza se convirtió en uno de los grandes fabricantes de productos farmacéuticos; Holanda, de fertilizantes y Suecia, de estos últimos más papel, explosivos y rodamientos metálicos. Países en situación geográfica muy ventajosa por su proximidad a Gran Bretaña y Alemania, sin grandes desequilibrios o territoriales o demográficos, con poblaciones relativamente alfabetizadas, con buenas comunicaciones, Holanda, Dinamarca, Suiza, Noruega y Suecia se integraron entre 1870 y 1913 en la Europa del desarrollo: todos ellos tuvieron en esos años tasas de crecimiento medias anuales iguales o superiores a las de Gran Bretaña y, en algunos casos, superiores incluso a las de Alemania. Francia fue un caso singular al menos por tres razones: por su bajo crecimiento demográfico, por el considerable peso de la agricultura en su economía- una agricultura, además, de pequeños propietarios y fuertemente protegida tras el desastre que para los viñedos supuso la invasión de filoxera en la década de 1870-, y por el dominio de la pequeña empresa en el sector industrial. Así, debido al continuado descenso de la natalidad, la población francesa creció sólo de 37 millones de habitantes en 1880 a 39 millones en 1900 y a 39,6 millones en 1910. En 1896, la agricultura representaba el 44,7 por 100 del total de la población activa del país y la población rural suponía cerca del 60 por 100 de la población total. En 1901, Francia sólo tenía 15 ciudades de más de 100.000 habitantes (frente a 50 en Gran Bretaña y 42 en Alemania). Según el censo de 1906, sólo 574 empresas, el 10 por 100 del total, empleaban más de 500 obreros; el 80 por 100 eran talleres con menos de 5 empleados cada uno. La estructura social y económica de la Francia de la "belle époque" era, pues, muy estable y conservadora (como revelaría, por ejemplo, En busca del tiempo perdido, de Proust, cuyo primer volumen se publicó en 1913). A diferencia del resto de los europeos, los franceses emigraron muy poco: entre 1880 y 1914, sólo lo hicieron unos 885.000, la mayoría a Argelia. El éxodo campo-ciudad fue también comparativamente menor: en 1906, uno de cada veinte franceses vivía aún en la provincia de nacimiento. Francia parecía haber optado por una vía equilibrada y relativamente armónica hacia el desarrollo. Era, por descontado, un país con obvios desequilibrios regionales y sociales, como revelaron los violentos conflictos que, a partir de 1906-07, estallaron tanto en el sector vitícola, como en distintos sectores industriales. Pero el dinamismo de su economía era mayor que lo que parecía sugerir aquella imagen de estabilidad. Primero, por el volumen de su comercio, Francia era en 1914 el cuarto país del mundo después de Gran Bretaña, Estados Unidos y Alemania (además de ser, tras las conquistas de los años 1880-1895, el segundo imperio colonial). Era también el cuarto país industrial: su producción de carbón (40 millones de toneladas anuales en 1910-14) y acero (4,5 millones de toneladas en 1914) era, sin duda, muy inferior a la de Gran Bretaña y Alemania, pero no era en absoluto desdeñable: los complejos siderúrgicos creados por Schneider en Le Creusot y por Wendel en Longwy podían equipararse a los mejores de Europa. Segundo, una parte de la agricultura francesa se modernizó sensiblemente antes de 1914, mediante la introducción de maquinaria agrícola, el uso de fertilizantes, la intensificación de los rendimientos y la especialización en productos de calidad como vinos y "champagne": el proteccionismo, sancionado por los aranceles de 1892, fue suficientemente flexible como para no dañar en exceso las exportaciones de esos productos. Tercero, la mentalidad dominante en una sociedad de agricultores, pequeños empresarios, profesionales y rentistas, favoreció el ahorro: los recursos de los cuatro principales bancos de depósito se incrementaron en un 2.500 por 100 entre 1870 y 1913. Cuarto, la industria francesa se incorporó pronto a los nuevos sectores creados por la segunda revolución industrial. Las industrias química (como Poulenc, de Lyon), eléctrica y del automóvil se desarrollaron vigorosamente. Por ejemplo, la producción francesa de electricidad, basada en la energía hidráulica, se multiplicó ocho veces entre 1900 y 1914. En 1914, Francia producía unos 45.000 vehículos de motor (Panhard, Peugeot, Renault y Citröen), algo más que Gran Bretaña. El país era igualmente uno de los pioneros en la aviación. El ingeniero Louis Bréguet (1880-1955) fue uno de los primeros constructores de aviones. El también ingeniero y constructor Louis Blériot (1872-1936) fue el primer aviador en cruzar el Canal de la Mancha (1909). No sería casual, por tanto, que, como se repetirá más adelante, fuese un escritor francés, Saint Exupéry (1900-1944) quien hiciera, ya en los años 30, la primera evocación poética y romántica de la aviación. En suma, la economía francesa registró una tasa de crecimiento medio anual entre 1870 y 1913 del 1,6 por 100; la producción industrial del 2 al 2,8 por 100. Superada la depresión de las décadas de 1870 y 1880, la economía francesa conoció un verdadero "boom" desde 1896, y sobre todo, entre 1905 y 1914 en que creció a una tasa del 5,2 por 100 anual. La evolución de Italia, Rusia, Imperio austro-húngaro y Europa del Sur (Portugal, Grecia, España) fue muy distinta. En casi todos esos países, se crearon enclaves industriales, a veces regiones enteras (casos de Bohemia y Lombardía), equiparables por su modernidad, capacidad y calidad productivas a las zonas más dinámicas de la Europa desarrollada. Pero, en general, esos países constituían antes de 1914, y aun mucho después, otra Europa, una Europa atrasada y marginal, en la que se integraban también los importantes enclaves de subdesarrollo que aún subsistían en la Europa industrial, urbana y moderna, como Irlanda, parte de Escocia y del norte de Inglaterra, y zonas del centro y sur de Francia y del este de Alemania. Era una Europa marcada por la pobreza, el analfabetismo, los bajos niveles de vida y las bajas condiciones sanitarias, anclada o en unas agricultura y ganadería de subsistencia- casos del Mezzogiorno italiano, de Grecia, de la Galicia polaca, de Serbia, Bulgaria y de muchos territorios balcánicos y caucásicos de los imperios austro-húngaro, otomano y húngaro-, o en la gran propiedad latifundista, perteneciente a la nobleza absentista y explotada por colonos, arrendatarios y jornaleros, caso de una gran parte de la Europa del Este y en especial, de Prusia, Rusia, Hungría y Rumanía. Baste ver los casos italiano y ruso. Italia experimentó entre 1896 y 1914 su primer milagro económico. El PIB pudo haber crecido en esos años en un 45 por 100; el valor de la producción industrial se duplicó entre 1896 y 1911. Entre 1896 y 1908, la producción de hierro y acero -de las acerías de Piombino, Savona, Terni, Portoferraio y Bagnoli- creció a una tasa del 12,4 por 100 anual, alcanzando el millón de toneladas en vísperas de la I Guerra Mundial. La red ferroviaria pasó de 9.290 kilómetros en 1880 a 18.873 en 1913; la producción de electricidad, basada en los saltos de agua de los Alpes, de 140.000 kilovatios-hora en 1900 a 2 millones en 1913, cifra superior incluso a la de Francia. El milagro se apoyó, además, en industrias nuevas -maquinaria, metalurgia, química-, que desplazaron como motor de la economía a los sectores tradicionales (textil, alimentación), algunos de los cuales, no obstante, se modernizaron considerablemente como, por ejemplo, la industria de la seda con centro en Milán, uno de los principales sectores de las exportaciones italianas, la fabricación de pasta, el alimento nacional italiano, o la de aceite de oliva envasado. Parte de ese desarrollo -que se desaceleró, conviene advertirlo, entre 1908 y 1913- se debió al apoyo del Estado, a través del estímulo que dio a la construcción ferroviaria y a la construcción naval, y a través de la política de protección arancelaria adoptada en 1887. Pero se debió en gran medida a la capacidad que los empresarios italianos, apoyados en una banca nueva creada a fines del siglo XIX según los esquemas de la banca alemana, mostraron para competir en los mercados creados por las innovaciones técnicas e industriales del momento. Ya quedó dicho que Agnelli creó FIAT en 1899. Para 1907, había otras seis importantes fábricas de automóviles (como Alfa Romeo de Milán, Lancia de Turín y Maserati de Bolonia) y un número muy elevado de empresas dedicadas a la producción de motocicletas y bicicletas y de materiales auxiliares de la industria del motor (como neumáticos, sector en el que la iniciativa de G. B. Pirelli daría lugar a otro de los grandes éxitos empresariales del país). Los italianos destacarían desde el primer momento por la calidad y elegancia de las carrocerías y la potencia de sus automóviles y motos de competición. Antes de 1914, los automóviles italianos rivalizaban en plano de igualdad con los franceses, ingleses y alemanes por el mercado europeo. FIAT construyó, además, su primer aeroplano en 1907. Camillo Olivetti, empresario socialista y judío, se implantó pronto en otro mercado de vanguardia, las máquinas de escribir, que empezó a fabricar en Ivrea (Piamonte) en 1908. En la "edad giolittiana", el equivalente italiano de la "belle époque", Italia recuperó, por tanto, parte del terreno perdido respecto a los países más industrializados. La estructura del sistema económico del país se transformó. La mitad norte y sobre todo, el triángulo Milán-Turín-Génova, completado por una magnífica red de ciudades de tipo medio (como Brescia, Cremona, Bérgamo, Mantua, Verona, Florencia, Venecia), bien servido por la electricidad generada en las zonas alpinas, bien integrado tras la terminación de la red ferroviaria -también altamente electrificada- y apoyado en un entorno rural, la cuenca del Po, próspero y moderno, se convirtió en una de las zonas más dinámicas de toda Europa. Con todo, Italia seguía siendo un país predominantemente agrario. En 1913, la agricultura todavía suponía el 38 por 100 del PIB (7 por 100 en Gran Bretaña; 23,4 por 100 en Alemania) y la población activa agraria, unos 9 millones, el 60 por 100 del total de la población activa. Pero la industria generaba ya el 24,2 por 100 del PIB (frente al 19 por 100 en 1900) y, junto con los servicios, empleaban al 40 por 100 de la población activa, esto es, a unos 5 millones y medio de trabajadores. El problema de Italia era el que los llamados "meridionalistas" venían planteando casi desde el mismo momento de la unificación en 1870: que el "Mezzogiorno" -Campania, Molise, Apulia, Basilicata, Calabria, Sicilia, la Sicilia novelada por Giovanni Verga- era una de las regiones más atrasadas de toda Europa. Esas provincias proporcionaron el grueso de la emigración italiana: 1.580.000 italianos emigraron fuera de Europa, a Estados Unidos y Argentina, principalmente, entre 1891 y 1900; otros 3.615.000 lo hicieron entre 1901 y 1910, y otros 2.194.000 entre 1911 y 1920 (cifras sólo superadas en valor absoluto por las del país más desarrollado del mundo, Gran Bretaña-8 millones de emigrantes en los mismos años- pero no en valor relativo: Italia tenía en 1900 una población de 33,9 millones y Gran Bretaña; de 38,2 millones). Los desequilibrios eran aún más acentuados en Rusia, el gigantesco imperio zarista de 22 millones de kilómetros cuadrados, extensión sólo superada por China, y una población en 1900 estimada en torno a los 132 millones de habitantes, verdadero conglomerado, además, de etnias y pueblos: rusos (55 millones en 1897), ucranianos (22 millones), bielorrusos (6 millones), judíos (5 millones), polacos (25,1 millones), finlandeses (2,7 millones), turco-tártaros (1 millón), georgianos (1,3 millones), armenios (1,1 millones). Merced al esfuerzo del Estado -no del mercado-, esto es, a la fuerte protección arancelaria y a la política de modernización de infraestructuras impulsada por Sergei Witte (1849-1915), ministro de Hacienda entre 1892 y 1903, y a las inversiones de capital extranjero, Rusia experimentó un sensible desarrollo industrial y urbano entre 1870 y 1914. El esfuerzo se basó, esencialmente, en cuatro sectores: la industria textil (algodón y lana); la minería e industria pesada, centradas en la cuenca del Donetz, al sur de Rusia, cerca del mar Azov, zona de grandes recursos de carbón y de mineral de hierro que permitieron la creación de un gran centro siderúrgico en Krivoi Rog; el petróleo, gracias a los pozos de Bakú, en Azerbaiján, y de otras localidades del Cáucaso; y los ferrocarriles. Los resultados, en términos absolutos, fueron espectaculares. La red de ferrocarril, que en 1860 sólo tenía 1626 kilómetros, era en 1900, con 53.234 kilómetros, la más amplia de Europa y aún seguiría extendiéndose (70.156 kilómetros en 1913): el Transiberiano se completó en 1904. La producción de hierro y acero, insignificante en 1880, llegaba a los 9,5 millones de toneladas en 1913, y la de carbón, a los 32 millones de toneladas. En vísperas de la I Guerra Mundial, Rusia era, por el volumen de su producción industrial, el quinto país del mundo: entre 1885 y 1914, su producción creció a una media anual del 5,72 por 100, cifra probablemente incomparable. Si en 1880 la población urbana se cifraba en unos 10 millones de habitantes, en 1914 se acercaba a los 30 millones, casi el 20 por 100 de la población total. Veinte ciudades tenían a principios de siglo más de 100.000 habitantes: San Petersburgo, con 1.267.000 habitantes en 1900; Moscú, 989.000; Varsovia, 423.000; Odessa, 405.000, Lodz, Riga, Kiev, Tiflis, Vilna, Kazán, Bakú y otras. Al igual que Francia, Rusia vivió un verdadero "boom" entre 1908 y 1914. Rusia era, pese a todo ello, un país atrasado y eminentemente rural. Según el censo de 1897, el 81,5 por 100 de la población eran campesinos. Por lo menos, dos terceras partes vivían en aldeas y trabajaban en tierras de propiedad comunal, mediante un sistema de adjudicación de parcelas individuales. En contraste, las propiedades de la nobleza (el 1 por 100 de la población a fines del siglo XIX) suponían, en 1914, sólo la décima parte del total de la tierra arable; los "kulaks", burguesía rural de propietarios acomodados y producción orientada al mercado, no representarían en 1900 más del 3 por 100 del total de la población campesina. Tal vez fuese ésa la principal causa del atraso de Rusia: la propiedad comunal de la tierra, particularmente importante en las regiones centrales del Volga y del Don, configuró una agricultura de subsistencia, descapitalizada y sin incentivos, fuertemente endeudada (debido a los impuestos indirectos y al impuesto de capitación que cada comuna debía pagar al Estado), de bajísima productividad, explotada por sistemas y técnicas de trabajo primitivas y tradicionales (se araba por lo general a mano, por la escasez de animales) y sometida a una fuerte presión demográfica. El campo ruso- castigado de forma permanente por una climatología verdaderamente adversa- sufrió gravísimas crisis en 1891-92 (sequías, cosechas desastrosas, hambre, epidemias de cólera y tifus) y de nuevo, en 1900-03. La cuestión de la tierra sería, como habrá ocasión de ver, la gran cuestión rusa en los años inmediatamente anteriores a la I Guerra Mundial. La industrialización, por tanto, avanzó notablemente en toda Europa en los años de la "segunda revolución industrial" y en gran medida, transformó, o estaba empezando a hacerlo, las estructuras básicas de las diversas y muy diferentes economías europeas. La luz eléctrica y los tranvías, que fueron instalándose paulatinamente en las principales ciudades y núcleos de población europeos desde la década de 1890, y luego, sobre todo después de 1914, el teléfono, el automóvil y el cine, más el formidable aumento que registró la oferta de bienes de consumo, cambiaron la vida cotidiana y mejoraron sin duda el nivel medio de vida. La aplicación del acero a la fabricación y construcción de puentes, edificios -como las estaciones de ferrocarril-, vigas, raíles, barcos, material ferroviario, máquinas, motores y similares permitió un desarrollo formidable de la construcción y de los transportes: más de 100.000 kilómetros de ferrocarril se abrieron en toda Europa entre 1870 y 1914. El aumento de las redes ferroviarias y de las carreteras, la extensión del uso de trenes, tranvías eléctricos, barcos de vapor, automóviles, motocicletas y bicicletas -estas últimas, de excepcional utilidad para las clases trabajadoras por su escaso precio- abarataron y democratizaron los transportes, multiplicando de forma extraordinaria las posibilidades de movilidad física de la población: sin aquéllos, ni el éxodo rural, ni la emigración, ni la expansión de las ciudades fuera de sus cascos históricos, habrían podido alcanzar el volumen que alcanzaron entre 1890 y 1914.